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INMACULADA, MADRE DE LA PALABRA ENCARNADA
“Si el espíritu del FIAT imbuyó
la vida entera de María,
bien podemos ver en ELLA el mayor contemplativo
de todos los tiempos” (W. Johnston)
La virgen María ha sido siempre modelo de escucha obediente de la Palabra
Santa. En el clima de la Misión Continental, Ella se nos revela como la discípula
más perfecta del Señor y la gran misionera y formadora de misioneros.
Levantamos los ojos hacia María, contemplamos su rostro Inmaculado y con toda
confianza desde este Santuario exclamamos: “Virgen de los Treinta y Tres” Ruega
por nosotros. Ruega por nosotros para que aprendamos como tú a escuchar la Palabra
de Tu Hijo y a Meditarla en lo más profundo de nuestros corazones hasta que produzca
frutos de vida eterna.
María es la Virgen oyente que acoge con fe la Palabra de Dios: “Feliz de ti por
haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor” (Lc 1,45).
En efecto, en la anunciación María se ha abandonado a Dios con todo su ser: “Que
se cumpla en mí lo que has dicho” (Lc 1,38). María ha pronunciado ese sí por medio de
la fe. Por medio de la fe se confió a Dios sin reservas y se consagró a la persona y obra
de su Hijo.
María es la Virgen que, en silencio, medita con fe las palabras y las acciones de Jesús.
Después de la visita de los pastores al Niño, en Belén, el Evangelista dice: “Mientras
tanto, María conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón” (Lc 2,19).
El Concilio Vaticano II, afirma que María fue avanzando en la peregrinación de la
fe (cf. LG 58). María no comprendió inmediatamente todo, sino que a medida que
transcurría el tiempo fue comprendiendo qué significaba haber dicho que sí a Dios.
También nosotros caminamos en la oscuridad de la fe. La fe crece, la fe se hace más
madura, más luminosa y lo que hoy tampoco logramos comprender, lo guardamos en
nuestro corazón con la confianza de que todo sucede para el bien de los que aman al
Señor.
En María, aprendemos a buscar la verdadera grandeza, no porque lo
comprendamos todo, no porque nuestra vida esté al margen de problemas y dudas;
sino porque en Ella aprendemos que lo fundamental es poner en el centro de
nuestra vida a su Hijo, Palabra Encarnada.
“María es grande precisamente porque quiere enaltecer a Dios en lugar de a sí
misma. Ella es humilde: no quiere ser sino la sierva del Señor (cf. Lc 1, 38. 48).
Sabe que contribuye a la salvación del mundo, no con una obra suya, sino sólo
poniéndose plenamente a disposición de la iniciativa de Dios. Es una mujer de
esperanza: sólo porque cree en las promesas de Dios y espera la salvación de Israel, el
ángel puede presentarse a ella y llamarla al servicio total de estas promesas… El
Magníficat -un retrato de su alma, por decirlo así- está completamente tejido por los
hilos tomados de la Sagrada Escritura, de la Palabra de Dios. Así se pone de relieve que
la Palabra de Dios es verdaderamente su propia casa, de la cual sale y entra con toda
naturalidad. Habla y piensa con la Palabra de Dios; la Palabra de Dios se convierte en
palabra suya, y su palabra nace de la Palabra de Dios. Así se pone de manifiesto,
además, que sus pensamientos están en sintonía con el pensamiento de Dios, que su
querer es un querer con Dios. Al estar íntimamente penetrada por la Palabra de Dios,
puede convertirse en madre de la Palabra encarnada”1 Hay que aspirar, por tanto, a
tener en nuestros corazones los mismos sentimientos que Jesucristo tuvo en el suyo (cf.
Flp.2, 5), con lo que nuestro amor a María, será una participación y extensión del amor
filial de Jesús para con su Madre, que en la cruz no se la guardó para sí, sino que dijo a
Juan y en él a cada uno de nosotros: “Aquí tienes a tu madre” (Jn 19,27). Una sola
cosa es necesaria hoy: llevarla a nuestra casa: “Y desde aquel momento, el discípulo la
recibió en su casa” (Jn 19,27). Ese discípulo somos cada uno de nosotros.
Llevarla a casa es llevarla a nuestro corazón, a nuestra vida cargada de ilusiones, de
esperanzas, de proyectos y también de preocupaciones y sufrimientos. Llevarla a casa es
llevarla a nuestra familia. Llevarla a casa es llevarla a nuestro lugar de trabajo. Llevarla
a casa es llevarla a nuestra comunidad eclesial, al grupo que pertenecemos y en donde
trabajamos apostólicamente. Llevarla a casa es llevarla a la sociedad, a nuestro pueblo
lleno de problemas y sufrimientos pero profundamente mariano. Con gozo, podemos
constatar que María se ha hecho parte del caminar de nuestra Diócesis y de todo el
pueblo cristiano.
Sumergidos en esta realidad habitamos el Santuario... nos encontramos con la Madre
de todo el Pueblo Uruguayo y recibimos de la pequeña imagen de la Virgen de los
Treinta y Tres, la actitud del alma que vive en contacto con la Palabra... ¡cada detalle
exclama su ser profundamente bíblico!
Es la actitud orante del que permite que el mismo Cristo prolongue su intercesión
ante el Padre a favor de todos los hombres, para que lleguen al conocimiento de la
verdad y se salven (cf. 1Tim.2, 1-4). Es tener la mirada hacia lo alto, hacia lo divino, a
fin de que unidos y configurados con Jesús, por ÉL, con ÉL y en ÉL, nos asociemos a
su eterna alabanza en el seno del Padre, dándole todo honor y gloria en la unidad del
Espíritu Santo.
La Palabra nos enseñará y alimentará la oración como a Ella en su vida terrena,
mientras peregrinó entre las riquezas y las pobrezas de la humanidad... buscando
como único alimento la Voluntad del Padre hasta los detalles.
Quien puede sobrenaturalizar lo cotidiano, trasunta en el rostro la paz del verdadero
orante, del que es llevado por las mociones del Espíritu Divino. ÉL produce la alabanza,
para que al hacerlo participemos de la misma alabanza divina. Así, la capacidad de
alabar a Dios es fruto de su obra en nosotros, es don de su Misericordia que nos amó
primero.
En la Madre, tenemos la certeza de que la Palabra hace verdaderos orantes
+ Íntegros de corazón. Humildes. Porque en la presencia de
Aquel que lo es TODO reconoce con gratitud la propia NADA
+ Alegres, porque el Dios de su alegría nadie le puede quitar:
“Cantad al Señor un cántico nuevo” (Sal.149), sólo lo cantan los que han pasado
1
Encíclica Deus caritas Est (25-XII-2005), n.41.
del hombre viejo al hombre nuevo, los que han pasado del Antiguo Testamento al
Nuevo Testamento, del temor a la ley del Amor, porque el Amor es el cántico
nuevo!
Pbro. César Buitrago