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San Agustin La obra de San Agustín de Hipona supone la primera gran síntesis entre el cristianismo y la filosofía platónica. Aunque inspirado por la fe, que se confunde con la razón, el pensamiento de San Agustín dominará el panorama filosófico cristiano hasta la aparición de la filosofía tomista, ejerciendo un influjo considerable en la práctica totalidad de pensadores cristianos durante siglos. Aurelio Agustín nació el año 354 d.c.en Tagaste, ciudad situada en la antigua provincia romana de Numidia, nació en el seno de la familia con una posición económica desahogada, aunque no exenta de esporádicas dificultades económicas, lo que le permitió acceder a una buena educación. Pese a los esfuerzos de su madre, Mónica, que le había educado en el cristianismo desde su más tierna infancia, Agustín llevará en Cartago una vida disipada, muy alejada de las pretensiones de aquella, orientada hacia el disfrute de todos los placeres sensibles. En el año 386 se convierte el cristianismo. Ese mismo año se establecerá en Casiciaco, cerca de Milán, con su madre, su hijo y algunos amigos, y comienza a escribir sus primeras Epístolas. El año siguiente se bautiza en Milán y opta por una vida ascética y casta. La relación de los primeros pensadores cristianos con la filosofía fue compleja. Mientras unos mostraron su hostilidad hacia la filosofía, considerándola enemiga de la fe, otros vieron en la filosofía un arma para defender con la razón sus creencias religiosas. El planteamiento griego del tema de Dios, por ejemplo, se limitaba a su interpretación como inteligencia ordenadora, como causa final, o como razón cósmica, tal como aparece en Anaxágoras, Aristóteles y los estoicos, respectivamente. Los cristianos, sin embargo, por Dios entenderán un ser providente, preocupado por los asuntos humanos; un ser encarnado, que adopta la apariencia humana con todas sus consecuencias; un ser creador, omnipotente, único, pero también paternal. Y resulta difícil, por no decir imposible, encontrar tal visión de Dios en ningún filósofo griego. Dios y la verdad El tema que más ocupa a San Agustín es el tema de Dios. Su filosofía es predominantemente una teología, siendo Dios no sólo la verdad a la que aspira el conocimiento sino el fin al que tiende la vida del hombre, que encuentra su razón de ser en la beatitud, en la visión beatífica de Dios que alcanzarán los bienaventurados en la otra vida, para cuya obtención será necesario el concurso de la gracia divina. También encuentra a Dios en el interior del hombre, a donde San Agustín acostumbra a dirigirnos para encontrar en nosotros la verdad. La filosofía neoplatónica le dio el método de la introspección y de la trascendencia o salto dialéctico a una Verdad objetiva, inmune del flujo interior de nuestra vida: " Y por esto, advertido de que volviese a mí mismo, entré en lo íntimo de mi corazón y Vos fuisteis mi guía, y púdelo hacer porque Vos me ayudasteis. Entré, y vi con el ojo tal cual de mi alma, por encima del ojo de mi alma, por encima de mi entendimiento, una luz inmutable; no ésta vulgar y visible a toda carne, ni tampoco de la misma naturaleza, sino mucho mayor, como si esta nuestra luz fuese creciéndose y haciéndose más resplandeciente y ocupase todo lugar con su grandeza. No era esto aquella luz, sino otra cosa, otra cosa muy diferente. Ni tampoco estaba sobre mi entendimiento como el aceite encima del agua, no como el cielo encima de la tierra, sino encima de mí, porque ella me hizo, y yo debajo de ella, porque soy hechura suya. Quien conoce la verdad, ése la conoce, y quien la conoce, conoce la eternidad. ¡Oh Verdad eterna, oh verdadera caridad, oh cara eternidad! Vois sois mi Dios; a Vos de día y noche suspiro" Nos hallamos en el corazón del agustinismo. El principio de la interioridad adquiere desde aquí un valor permanente. El retorno al hogar de la propia intimidad sirve para hallar a Dios y descubrir el propio espíritu y el universo. La filosofía del espíritu y la mística de todos los tiempos se apoyarán en este gran principio platónico-agustiniano. En lo interior del hombre está el carasol de las evidencias y verdades eternas y de las normas absolutas, el empalme de la eternidad y del tiempo, el título del hombre, ciudadano de dos mundos. No hay que desparramarse afuera, sino escrutar el propio tesoro interior para descubrir la verdad y el camino de la dicha. El neoplatonismo fue una ayuda real en la ascensión dialéctica de San Agustín; pero el descubrimiento del reino superior de la hermosura y del destino espiritual del hombre, que debe aspirar a su contemplación, aumentó la tensión entre el mundo sensible e inteligible. La belleza terrena en el platonismo queda sombreada por el resplandor del ejemplar eterno, cuya visión beatifica al hombre. Así, el alma, debilitada en su conexión con el mundo externo e inmediato, por la parte superior queda como colgada de las ideas: lo de acá es un mundo crepuscular, extraño y sombrío; arriba está la patria verdadera del alma. Esta aspiración a lo de arriba sublima y fortalece al espíritu, pero lo distancia de la tierra, a la que, sin embargo, está fuertemente adherido con vínculos raigales; de este modo se acrecienta la tensión entre lo superior y lo inferior, entre el peso del espíritu y el contrapeso de la carne. A la atracción de la hermosura sensible, particularmente de la persona humana, se añadía la tiranía del orgullo, pues el idealismo platónico dio nuevas armas y poderío a este terrible enemigo: "Yo entonces había empezado a querer parecer sabio, lleno como estaba de mi propio castigo, y no sólo no lloraba, sino que andaba hinchado con mi ciencia" El neoplatonismo planteaba la unión con Dios como condición de la dicha perfecta, y Agustín debió batirse con ese problema activo y contemplativo. Pero sólo hay dos modos de unión con Dios: o subiendo lo inferior hasta lo superior- y abrazándolo, o descendiendo lo superior al hombre para estrecharlo y levantarlo consigo. El neoplatonismo propone la primera solución, apelando al esfuerzo del hombre para que se desprenda de lo sensible y se una a su principio. El cristianismo enseña la segunda: el descenso de Dios a la criatura; esto es, la humildad o la humanidad divina es el principio de la ascensión o deificación humana. Porque Dios ha bajado hasta el hondón de la miseria del hombre, puede subir éste al palacio de la felicidad divina. Y la humildad de Dios es lo que no halló San Agustín en los libros de los neoplatónicos ni se hallará jamás en los libros de la razón pura. Y ella era el camino de la vida nueva. Agustín quería moverse y subir a Dios, pero la pesadumbre de su orgullo y sensualidad le inmovilizaban en el fango del egoísmo. Sólo los ojos—dos ojos como dos soles—, trascendiendo lo sensible, podían seguir débilmente la lejana vislumbre de la hermosura infinita. Su conversión La conversión entraña un cambio psicológico profundo, el descubrimiento de un nuevo reino de valores, el paso de un estado inferior a otro más perfecto, la regresión al principio de quien se ha separado por un desvío culpable la criatura racional, la renovación del ser interno, que se hace más amplio y sólido. No es mera contemplación, sino acción y contemplación a la par. A la esterilidad, larga espera e incertidumbres de la época anterior sigue un dinamismo brioso. Fenómeno de un orden religioso, su causa principal es la acción sobrenatural de Dios o la gracia. Para describir la conversión agustiniana parecen escritas estas palabras: " Una conversión supone tres etapas: primera, un estado anterior de dispersión y desorden; segunda, un estado intermedio de crisis; tercera, un estado de orden y de unidad en el alma". Las tres etapas tienen un realce extraordinario en la conversión de San Agustín. QUÉ SOY YO, DIOS MÍO? A los ojos de San Agustín, siempre se ha presentado el hombre como un enigma y grande milagro: magnum miraculum. Su antropología se halla penetrada de admiración, de extrañeza de sí mismo. Cuando en las Confesiones se hace esta apasionada pregunta: ¿Qué soy yo, pues, Dios mío, y qué esta mi naturaleza?, lo hace movido por una urgencia y sed de conocimiento del misterio humano. Las cuestiones centrales de la filosofía agustiniana se trenzan a la del hombre. ¿Qué es, pues, el hombre, en su esencia y proceso? Dos grandes corrientes de ideas, pero hornagueadas por la propia experiencia, influyen en la antropología de San Agustín, como en la de la cultura occidental: la corriente bíblica y paulina del hombre, imagen de Dios y ser caído en la culpa, y la corriente griega del homo rationalis, o animal movido por un verbo interior, en que se cifra toda su alteza y dignidad. LA ORACION El hombre por la plegaria se expansiona ante Dios, desplegando su ser íntimo. La comunicación con Dios le eleva, le engrandece y purifica. El hombre, espantado de su miseria, tiende a trascenderse a sí mismo, para ir al encuentro de Dios y hablarle, derramando en sus oídos sus cuitas, peligros y necesidades. Se trata, pues, de una trascendencia de la criatura y una condescendencia del Creador. Asciende la criatura y desciende y condesciende el Creador, manifestándole sus secretos y confortándola para las luchas de la vida. En la plegaria se realiza el encuentro de ambos: vos estáis dentro de mí y yo estoy con vos. He aquí la oración: un estar el alma en Dios y un estar de Dios con el alma. Y sabemos la profundidad que entraña para el Santo hallarse Dios en el alma, porque él es el filósofo cristiano de la presencia de Dios en el universo y en el hombre. El ideal religioso de la amistadan, sintió muy finamente los encantos de la amistad humana. La adhesión afectiva al prójimo lleva también al sumo Bien. Los hombres deben unirse entre sí y, como lámparas de Dios, comunicarse su resplandor y lumbre. El que primero llega a la verdad debe comunicarla sin envidia a los otros. Este ideal alcanzará más tarde mayor brillo de sobrenaturalidad. El verdadero amigo es órgano de manifestación de Dios. Extractos del libro: “Confesiones” ¿Cuáles son ahora los males del hombre? El error y la debilidad. O bien no sabes qué hacer, y errando caes, o bien sabes lo que hay que hacer, pero te vence la debilidad. Así, pues, todos los males del hombre se reducen al error y a la debilidad. Contra el error, grita: El Señor es quien me ilumina. Contra la debilidad, añade: y quien me cura. Cree, sé bueno; eres malo y serás bueno. No hagas divisiones. En tu naturaleza no hay que separar nada; simplemente hay que sanarla. Amad lo que es bueno, hermanos míos; nada hay más hermoso, aunque no se lo vea más que con los ojos del corazón. A ti te hablo. Mira que es hermoso cuanto ves por los ojos de la carne: el cielo, la tierra, el mar y cuanto hay en ellos, los astros que brillan en el cielo, el sol que llena el día, la lunaque modera la noche, las aves, los peces, los animales que caminan, los mismos hombres, hechos, entre las demás cosas, a imagen de Dios, que alaban la creación, que aman la creación, pero sólo si aman al creador. Amas al oro; Dios lo creó. Amas los cuerpos hermosos y la carne: Dios los creó. Amas los campos frondosos: Dios los creó. Amas esta luz como si fuera gran cosa: Dios la creó. Si por lo que Dios creó le descuidas a él, te suplico, ama también a Dios mismo. Es tan digno de ser amado cuanto es digno de ser amado quien creó todo lo que amas. Ama a esto, pero de forma que le ames más a él. No quiero que no ames nada, pero quiero que ordenes tu amor . Angosta es la casa de mi alma para que vengas a ella: sea ensanchada por ti. Ruinosa está: repárala. Hay en ella cosas que ofenden tus ojos: lo confieso y lo sé; pero ¿quién la limpiará o a quién otro clamaré fuera de ti. Nadie, Señor, te pierde, sino el que te deja. Mas porque te deja, ¿adónde va o adónde huye, sino de ti sereno a ti airado? Pero ¿dóndeno hallará tu ley para su castigo? Porque tu ley es la verdad, y la verdad, tú. Si te agradan los cuerpos, alaba a Dios en ellos y revierte tu amor sobre su artífice, no sea que le desagrades en las mismas cosas que te agradan. Si te agradan las almas, ámalas en Dios, porque, si bien son mudables, fijas en él, permanecerán; de otro modo desfallecerían y perecerían. Pues ¿dónde te hallé para conocerte—porque ciertamente noestabas en mi memoria antes que te conociese—, dónde te hallé, pues, para conocerte, sino en ti sobre mí? No hay absolutamente lugar, y nos apartamos y nos acercamos, y, no obstante, no hay absolutamente lugar. ¡Oh Verdad!, tú presides en todas partes a todos los que te consultan, y a un tiempo respondes a todos los que te consultan, aunque sean cosas diversas. Claramente tú respondes, pero no todos oyen claramente. ¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no lo estaba contigo. ¿Dónde tú no caminaste conmigo, ¡oh Verdad!, enseñándome lo que debo evitar y lo que debo apetecer, al tiempo de referirte mis puntos de vista interiores, los que pude, y de los que te pedía consejo? A ti es a quien se debe pedir, en ti es en quien se debe buscar, a ti es a quien se debe llamar: así; así se recibirá, así se hallará y así se abrirá.