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El Martillo de Dios (por Antonio Vicuña) La historia del pueblo de Israel ha sido, como todos sabemos, caracterizada por todo tipo de vicisitudes y eventos singulares. Unos doscientos años antes del nacimiento de nuestro Señor Jesucristo la tierra de Palestina, la tierra del pueblo de Israel, era el trofeo de disputa entre dos potencias: Egipto y Siria. Finalmente, los sirios lograron imponerse y arrebataron el territorio palestino a los egipcios. Ahora bien, durante ese periodo de dominación siria, llegó al trono un gobernador sirio llamado Antíoco IV, quien se consideraba a sí mismo la encarnación del Zeus del Olimpo y se autodenominó “el Magnífico”. Entre muchas otras cosas, este hombre sería conocido por sus atrevidas y agresivas actuaciones en contra de la fe del pueblo de Dios. Llegó a decretar como ofensa capital la práctica de la circuncisión, la observancia del día sábado y de otras fiestas religiosas, y aún el poseer copias de porciones del Antiguo Testamento. Bajo su gobierno se hizo obligatorio el ofrecimiento de sacrificios páganos en el templo y en los diferentes altares por todo el país. Ordenó que se erigiera una estatua del Zeus del Olimpo en el templo judío y hasta hizo que se sacrificara un cerdo sobre el altar sagrado. Ese fue un tiempo muy duro para el verdadero pueblo de Dios. Aquellos que no se vendieron ni apostataron de su fe sufrieron muchas penurias, muchos de ellos eligieron valientemente el martirio en lugar de renunciar a su fe. Pero ese fue también el tiempo donde se levantó un liderazgo particular para hacer frente a los decretos despóticos de Antíoco. Este liderazgo vino a través de un sacerdote llamado Matatías y sus cinco hijos quienes vivían en la aldea de Modín (a unos 30Km de Jerusalén). Antíoco Epífanes, a quienes los judíos llamaban “Epímanes”, es decir, el loco, envió un emisario real a la aldea de Modín a fin de forzar el ofrecimiento de sacrificios paganos. El delegado intentó sobornar a Matatías, el sacerdote de la aldea, con promesas de riquezas y honor si él guiaba a la gente en esos sacrificios paganos. Matatías rehusó hacerlo en forma vehemente. Cuando un judío apóstata dio un paso al frente para cumplir con las órdenes del delegado real, Matatías mató al apostata y al delegado, huyendo luego a las montañas cercanas con sus cinco hijos (1Macabeos 2:128). A la muerte de Matatías el liderazgo y la responsabilidad de hacer frente a las propuestas de Antíoco, recayó sobre su tercer hijo Judas. Este Judas, resultó ser un militar casi invencible. Por medio de ataques repentinos y sorpresivos venció a ejércitos superiores al suyo que vinieron contra él enviados por Antíoco en varias oportunidades. Y a causa de sus incursiones y las derrotas que infringió a Antíoco se ganó el apodo de “macabeo”, o “el martillo”. Judas ben Matatías, el martillo, luego de obtener brillantes victorias contra las fuerzas sirias forzó a Antíoco, en la persona de su regente Lisias, a firmar la Paz y anular los abominables decretos que había promulgado. En medio de gran regocijo Judas marchó a Jerusalén, el templo fue solemnemente purificado y se restauró el culto a Dios. Hasta el día de hoy el pueblo judío recuerda cada año (en el mes de Diciembre) la victoria del “martillo de Judas” por la celebración del día de la dedicación, fiesta de las luces o Janucá como también se le llama. El Martillo de Dios “¿No es mi palabra como fuego, dice Jehová, y como martillo que quebranta la piedra? (Jer.23:29) Con muchas metáforas y figuras es presentada la palabra de Dios es las Escrituras: Como arroyos de agua fresca: Bienaventurado el varón que no anduvo en consejo de malos, Ni estuvo en camino de pecadores, Ni en silla de escarnecedores se ha sentado; Sino que en la ley de Jehová está su delicia, Y en su ley medita de día y de noche. Será como árbol plantado junto a corrientes de aguas, Que da su fruto en su tiempo, Y su hoja no cae; Y todo lo que hace, prosperará. (Salmo.1:1-3) Como la lluvia que cae sobre los campos: Porque como desciende de los cielos la lluvia y la nieve, y no vuelve, allá, sino que riega la tierra, y la hace germinar y producir, y da semilla al que siembra, y pan al que come, así será mi palabra que sale de mi boca; no volverá a mí vacía, sino que hará lo que yo quiero, y será prosperada en aquello para que la envié. (Is.55:10-11) También aparece como lámpara (Sal.119:105) y como antorcha (2Pe.1:19); se nos presenta como medicina (Pr.4:22), pero también como una espada aguda y filosa (He.4:12). Muchas pues, son las figuras y comparaciones utilizadas para expresar el alcance, la finalidad, las obras de poder, y las cualidades extraordinarias de la Palabra eterna de Dios. En esta oportunidad quisiera que dirigiésemos nuestra atención a una figura muy particular que nos presenta el profeta Jeremías de la palabra de Dios: “¿No es mi palabra como fuego, dice Jehová, y como martillo que quebranta la piedra? (Jer.23:29) Procederemos a considerar en esta mañana algunos pensamientos relacionados con el martillo de Dios. Dios tiene un martillo el cual no es otra cosa que su misma palabra. Ahora bien un martillo puede ser una herramienta maravillosa o un objeto peligroso y de temer, depende de qué manos sostienen el martillo. En las manos de un tierno e inocente niño es un objeto que amenaza su propio bienestar. En las manos de un demente es un objeto que puede traer muerte y destrucción. Pero en las manos de un carpintero profesional, o en las de un hábil y talentoso escultor, un martillo es un instrumento imprescindible e inigualable para traer a la esfera de la realidad sueños y pensamientos, para lograr concretar con pulcritud y precisión determinadas etapas en el trabajo que se desarrolla. El martillo usado con pericia mueve y optimiza una gran variedad de herramientas. Como no soy artesano, carpintero, ni escultor, ni nada relacionado, no creo poder explicar de mejor manera la utilidad de esta herramienta tan antigua y universal como lo es el martillo, sin embargo, espero que estas superficiales imágenes basten para ilustrar el valor de esta particular herramienta. Volviendo sobre nuestro texto encontramos que Dios tiene un martillo estupendo y maravilloso en su propia palabra y, en particular, se nos dice que sirve este martillo en las manos de Dios para quebrantar las piedras. ¿No es mi palabra... dice Jehová... como martillo que quebranta la piedra? Exceptuando la roca que fue herida por Moisés y de la cual brotaron aguas en el desierto de Zin (Nn.20), y el viento que quebraba la peñas delante de Jehová cuando Elías le esperaba en el monte Horeb (1Re.19), la Palabra de Dios viene no a rocas minerales, volcánicas o de cualquier otra constitución, sino a hombres y mujeres que muchas veces tienen el corazón semejante a las rocas por razones diversas. Así como el dictamen de la palabra de Dios en Gn.6: 5 arrojó que “todo designio de los pensamientos del corazón” de los hombres de ese tiempo “era de continuo solamente el mal”; así como ilustrados hombres de ciencia han observado que la naturaleza y el universo en general no tiende al orden sino al caos; desde que el pecado, el mal, la corrupción moral, entró en la esfera de la experiencia humana, el corazón del hombre no se mueve hacia la ternura y la sensibilidad, sino que al contrario se mueve de continuo hacia la dureza y la falta de sensibilidad. Esta dureza de corazón y falta de sensibilidad se hace evidente, en mayor o menor grado, en todos los hombres, pero su esencia y raíz es tan maligna en aquel que poco la exhibe como en el que más abiertamente la demuestra. Piense usted en el más dulce y carismático niño, si se nos permitiese examinar de alguna forma hasta ahora desconocida su alma y corazón, es decir, lo más interno y esencial de su ser, encontraríamos en el mismo centro de su existir no un corazón puro y limpio, sino un potencial y poderosísimo mal, latente (no se ha desarrollado) pero presente, que habrá de perjudicar y contaminar a la larga todo su ser. A menos que la palabra de Dios venga de una u otra forma a su vida, con el paso del tiempo su corazón se irá haciendo cada vez más y más duro, más y más como piedra, más y más insensible en relación al verdadero amor, el amor de Dios y hacia Dios. Lo que le quiero decir es que a menos que la palabra de Dios venga como martillo al corazón del hombre este no podrá sentir como verdaderamente puede llegar a sentir, no podrá amar como realmente puede llegar a amar, no podrá experimentar esa plenitud interior que se siente llamado a experimentar, no podrá alcanzar ese anhelado estado de haber llegado a donde quería (aunque sin saber cómo) llegar. No es este un pensamiento nuevo, hace ya muchos años el profeta Jeremías declaró sobre el pueblo del Señor: “El pecado de Judá escrito está con cincel de hierro y con punta de diamante; esculpido está en la tabla de su corazón...” (Jer.17:1). No nos debe sorprender cuando entonces el Señor por medio del mismo profeta Jeremías declara: ¿No es mi palabra... dice Jehová... como martillo que quebranta la piedra? Una de las promesas más sorprendentes del Antiguo Testamento tiene que ver con este aspecto, se encuentra en el libro del profeta Ezequiel, dice así: “Os daré un corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne” (Ez.36:26) ¿Es esta promesa sólo para los judíos? pienso que no. ¿Es esta promesa sólo para los no creyentes? pienso que no igualmente. Aunque ciertamente, antes de conocer el noble y poderoso amor de Dios, nuestros corazones eran tan sensibles como una tosca piedra, y aunque, ciertamente, una vez que conocimos, comprendimos, creímos y abrazamos ese amor sublime, manifestado por Dios hacia todos los hombres al enviar a su hijo a padecer tan terrible muerte en la cruz, nuestro corazón ya no fue el mismo sino que recibimos un nuevo corazón, sin embargo, no estamos aún exentos de experimentar el endurecimiento de nuestro corazón como consecuencia del pecado (He.3:12-13). ¿Piensa alguien que no pueden endurecerse los hombres hasta hacerse tan fríos, y duros como piedras? Recuerde a la mujer de Lot quien por su falta de reverencia ante el mandamiento de Dios quedo petrificada. Recuerde usted a los hombres, mujeres y niños de Pompeya quienes se convirtieron literalmente en piedras cuando el Vesubio los sorprendió con su avasalladora erupción volcánica. Hace poco más de 20 años encontré en una árida colina del Estado Lara una almeja. El solo hecho de encontrar una almeja en una montaña llena de cactus, piedras, y en un ambiente desértico en general puso andar mis pensamientos, además, la almeja estaba completa, con toda su apariencia y detalles en sus dos conchas unidas en perfecto estado, usted quizá pensaría que alguno la llevó hacia ese lugar semidesértico y la dejo caer por allí. Pero ¿sabe qué me maravilló de esa almeja que encontré? Me asombró el que la misma estaba petrificada completamente, se había vuelto literalmente piedra, no era una piedra con forma de almeja, no era una almeja que estaba endurecida casi como una piedra, era una piedra y una almeja al mismo tiempo. ¿Cómo un ser vivo llegó a convertirse en una piedra? Yo no le podría responder con propiedad. ¿Cuánto tiempo se requirió y que circunstancias específicas fueron necesarias para que se produjese ese fenómeno? Tampoco le puedo responder. Pero durante muchos años la conservé la examiné, la detallé, y hasta el día de hoy lamento haberla perdido. Si un ser vivo puede llegar a convertirse en piedra de forma literal, lo cual sospecho ocurre con poca frecuencia y bajo muy específicas circunstancias, cuánto más fácil es que nuestros corazones se endurezcan. Cuánto más fácil es que con el pasar del tiempo y por circunstancias determinadas que nos toca experimentar en nuestra vida diaria perdamos esa sensibilidad especial que Dios desea que nos caracterice. Cuánto más fácil es que nuestros sentimientos se cierren a la influencia conmovedora del amor de Cristo, que sobrepasa todo entendimiento, y nos conformemos con tener el testimonio del amor de Dios encerrado en algún lugar de nuestro corazón endurecido. No vemos con frecuencia hombres y mujeres que se hayan convertido en seres de piedra literalmente hablando, pero sí los vemos tristemente endurecidos contra la vida, contra el mundo, contra el perdón, contra el amor, contra Dios, endurecidos deseando quizá un sentirse diferentes, una vida diferente, un corazón diferente. Sólo la palabra de Dios tiene el poder de lograr un cambio así en la vida de los hombres, sólo la palabra de Dios ofrece cambiar corazones de piedra por corazones de carne, sólo la palabra de Dios tiene esa virtud, sólo la palabra de Dios puede volver escombros la cárcel de la amargura y la prisión del resentimiento, sólo la palabra de Dios puede volver añicos las fortalezas de los malos hábitos, sólo la palabra de Dios puede desmoronar por completo la roca de tropiezo de la adicción cualquiera que esta sea, fue Dios quien dijo: ¿No es mi palabra... dice Jehová... como martillo que quebranta la piedra? Ahora le digo a usted que es cristiano, al hombre y a la mujer que han reconocido su necesidad de perdón de parte de Dios, a aquellos que han creído que sólo en Jesucristo hay verdadera y eterna salvación, a todos aquellos que hemos creído de todo corazón que sólo la sangre de Jesús derramada en la cruz del calvario puede limpiar de pecado, a aquellos que han depositado toda su confianza y esperanza en la justificación gratuita que por la fe Dios otorga a todo aquel que cree, cristiano, hijo del Dios eterno: ¿No sientes tú la necesidad de que la palabra de Dios también venga a tu vida como martillo que quebranta la piedra? Acaso, ¿No has conocido lo que es que tu corazón se vuelva insensible por el engaño del pecado? (yo lo he experimentado) Acaso, ¿Tu propio corazón no se ha endurecido y vuelto como piedra, frío, duro, inconmovible, cuando te has envuelto en el ambiente hostil y pecaminoso del mundo? Acaso, ¿No has vivido lo que es perder cada día la batalla contra tu propia alma?, Y acaso, ¿No la has perdido muchas veces sabiendo que lo único que se requiere es que te sometas a la experiencia quebrantadora de la Palabra de Dios en tu vida diaria? Algunos estudiosos de la conducta piensan que la personad humana se cristaliza más o menos a los 65 años de edad, es decir, que la persona al llegar a esa edad difícilmente modificará su ritmo y pautas de vida. Pienso que eso no es una ley de validez universal inquebrantable, y mucho menos para aquellos que seguimos a un Dios que constantemente agita el agua de los estanques de nuestra vida y con ello nos obliga a movernos de tiempo en tiempo hacia nuevos horizontes y etapas en nuestra vida. Lo que si pienso y me convenzo cada día más al respecto es que el mundo en que vivimos, el sistema en que nos desenvolvemos, la sociedad como sistema organizado en el que transcurre nuestro diario vivir, este mundo en el que nos movemos, ejerce una presión muy poderosa, y esa presión intenta cristalizar y endurecer nuestras conciencias. Sin percatarnos de lo que sucede estamos siendo objeto continuamente de una lluvia de lava pecaminosa, y esas cenizas inmundas han adormecido y endurecido nuestros corazones y ya no reaccionamos casi en absoluto ante el avance avasallador del mal en nuestra sociedad. ¿Dejaremos los cristianos de nuestro tiempo que las cenizas del pecado nos sepulten y petrifiquen como hicieron las cenizas del Vesubio con los habitantes de Pompeya? ¿De que cenizas hablo? De las cenizas de la inmoralidad, las cenizas del divorcio y la violación del voto matrimonial, las cenizas de la falta de respeto y reverencia por la Palabra escrita de Dios, las cenizas del materialismo y el amor al dinero, las cenizas de la contienda política, las cenizas de todo aquello que niega la autoridad de Dios y su derecho a ser honrado por los hombres. ¿Permitirás tu oh cristiano que el frío y mortal aire del mundo se introduzca en las recámaras de tu corazón? La historia se ha repetido muchas veces tristemente: la de ese hombre o esa mujer, la de ese joven o esa muchacha que en un tiempo adoraba a su Señor con gran devoción y fervor, pero que luego de permitir que una ventisca le helara el corazón ya no ora de igual manera, ya no adora como antes lo hacía, ya no ama como antes amaba porque el corazón se congeló por el frío del pecado, por un frío pensamiento mundano, estoy hablando en esta mañana a hombres y mujeres que están experimentando eso actualmente en sus vidas, a jovencitos y jovencitas que entienden de qué estoy hablando. ¿Te conformarás con una religión de letra sin vida, de ritos sin poder, de oración sin fervor, de piedad sin corazón? ¿Seremos nosotros los cristianos de este tiempo como el publicano de la parábola del Señor Jesucristo (Lc.18), capaz de señalar el pecado en la vida ajena con detalle, pero incapaz de ver su reprochable condición ante los ojos de Dios? ¿Será que el tiempo nuestro es el de ver el nacimiento de la iglesia de Laodicea, donde los creyentes son profesantes pero satisfechos de sí mismos, creyentes que de ninguna cosa tiene necesidad pero que ante Aquel quien es el testigo fiel y verdadero, viven como desventurados, miserables, pobres, ciegos y desnudos?. Pero ¿Quién quiere siquiera considerar esta palabra que el Señor Jesucristo dirige a la iglesia? ¿Quién quiere acercarse a la puerta y abrir al Señor que es quien toca? ¡Oh cuánto necesitamos que la palabra de Dios venga a nuestras vidas como martillo que quebranta la roca! ¡Cuánto necesitamos de ese quebrantamiento que sólo la palabra de Dios puede obrar en nuestras vidas! ¡Cuánto necesitamos que la palabra del Dios eterno nos capacite para sentir como Dios quiere que sintamos, nos habilite para amar como es la voluntad de Dios que amemos, nos impulse a servir con el poder con que Dios quiere que sirvamos! ¿No es mi palabra... dice Jehová... como martillo que quebranta la piedra? ¿Permitirás tú que me escuchas que la palabra de Dios sea en tu vida como martillo que quebranta la piedra? ¿Se dirá de nosotros como se dijo de Judas, el hijo de Matatías, que somos como martillos en las manos de Dios para infringir derrotas en las filas enemigas? ¿O acaso se dirá de nosotros que nos sometimos al poder del enemigo y ofrecimos sacrificios extraños que el Señor no mandó que se ofreciésemos? ¿Permitiremos que el martillo de Dios obre sobre nuestras vidas, sobre nuestro carácter, sobre nuestras emociones, sobre nuestros ideales, sobre nuestros valores, sobre nuestros patrones de conducta? Donde quiera que sea que el martillo de Dios nos toque, recordemos, es el martillo de Dios, de aquel que no miente, de aquel que obra siempre con un buen propósito en mente, de aquel que sabe perfectamente que es lo que quiere y puede obtener de nosotros. Que el Espíritu Santo obre en nuestros corazones para que respondamos con una rendición permanente, absoluta e incondicional al trato de la palabra de Dios en este sentido sobre nuestras vidas. Cabimas, 20-01-2008