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PRÓLOGO
Leer la vida de los Siervos de Dios, siempre ha sido para los cristianos una de las
ocupaciones más provechosas y dulces; esta lectura nos transporta al Cielo, cuyo ambiente es
el único elemento de nuestra verdadera vida.
De aquí el que la impiedad cifre todo su empeño en hacernos olvidar a los Santos,
presentándolos como a tipos ideales y extemporáneos, a fin de que su imitación parezca
imposible o ridícula; pero la Iglesia, formando sin cesar personas según el Corazón de Dios,
vindica incontestablemente la feliz compenetración del Evangelio con todas las épocas y con
todos los países.
Hoy presentamos a nuestros lectores la interesantísima y veneranda figura del Rvdmo. P.
Andrés Coindre. Aunque la Iglesia no le haya decretado hasta la fecha el honor del Culto, la
Historia nos lo ofrece circundado de esa fama de varón espiritualísimo que refleja la gloria de
los bienaventurados. Hace un siglo vivía en toda la plenitud de sus facultades; tras una infancia
angélica y juventud inocente, era ungido Sacerdote a 14 de Junio de 1812, desde cuyo arribo a
los Altares hasta que bajó al sepulcro, trece años después, su vida fue un amor continuo y fecundo a su buen Dios, a su dulce Patria y a todos sus semejantes.
Renunció magnánimo el gran porvenir eclesiástico y social que le ofrecían sus altísimas
propiedades, y murió a los treinta y nueve años de su edad, derretido más que por una fiebre
cerebral, por un verdadero incendio de amor divino; que esta fue toda su vida: un
abismamiento absoluto en el Corazón Sacratísimo de Jesús, de cuyos infinitos senos sacaba
aquellos truenos avasalladores de su elocuencia vibrante a pleno campo, frente a
muchedumbres inmensas y en los púlpitos de las grandes Catedrales; aquellos rayos
fulgidísimos de su prudencia, como mentor y grande amigo de las almas; aquellos sus
tiernísimos efluvios de caridad, como fundador de Familias Religiosas y otras Instituciones
Caritativas, que le tuvieron por Padre.
Atleta suscitado por Dios para restaurar como el B. Cura de Ars, Lacordaire, Emery y
otros, levantando con admirable simultaneidad en los ministerios de todos ellos, el espíritu
cristiano sobre las ruinas de la Revolución francesa; merece admiración, gratitud y alabanza,
no sólo de su nación, sino además de todo el orbe católico, pues, si mundial fue la perversión
de aquella hecatombe, no menos universal es la influencia de sus celestiales remedios: es
más, abocada hoy la generación presente a la reproducción de aquel cataclismo, la figura
gigantesca del Rvdmo. P. Coindre, resulta por demás interesante, como enseñanza viva de lo
que Dios, siempre, pero más en aquel aciago entonces, puede en nosotros.
Todos estos motivos justifican la publicación en español de la hermosa y atrayente historia
del fundador P. Coindre. Ojalá que contribuya poderosamente al cumplimiento de aquel
hermoso lema «Ametur Cor Jesu» que presidio a toda la vida de nuestro insigne biografiado.
l.-SU INFANCIA
En la confluencia del Saona y del Ródano, en uno de los más hermosos panoramas del
mundo, levántase la ciudad de Lyon, la antigua Lugdunum, metrópoli de la Galia romana.
Su gloriosa historia, sus monumentos grandiosos, sus recuerdos cristianos, todo contribuye
a colocarla entre las más notables ciudades de Francia.
Allí, en la misma ciudad de Lyon, a los pies de la «Santa Colina» de Fourviére, nació el 26
de Febrero de 1787, Andrés Coindre. Pertenecía a una honrada familia de comerciantes,
domiciliados en la parroquia de Saint- Nizier.
Conmovedores recuerdos evoca la iglesia en que el niño tuvo la inefable dicha de recibir el
Santo Bautismo.
Elévase en el mismo lugar en que Potino, discípulo de San Juan, levantó en el año 98. su
choza de misionero entre cañas y malezas, y donde, de los primeros en las Galias, erigió una
estatua a la Virgen Santísima.
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Las losas del templo cubren aún con su frío manto las cenizas de diez y nueve mil mártires,
víctimas del furor del emperador Severo.
Andrés tuvo una hermana, Marta María, y un hermano, Francisco Vicente, que, andando el
tiempo, fue Sacerdote como su hermano mayor. El señor Coindre supo grabar en el corazón
de sus hijos, con sus lecciones y ejemplos, los sanos principios de la fe cristiana que, en su
tiempo, debían producir tan copiosos frutos de salvación. En la familia. la influencia de la
madre es decisiva; allí, en el regazo maternal, es donde se abren las primeras flores de las
almas cristianas. Los efluvios de las virtudes de una madre santa se transfunden de su
corazón al corazón de sus hijos. Mónica prepara a Agustín, y el santo heroísmo de Luis IX
procede, después de Dios, de Blanca de Castilla.
La señora de Coindre fue una de aquellas madres benditas, verdaderos ángeles custodios
de los hogares cristianos: supo preservar a Andrés de los escollos en que a menudo naufraga
la inocencia, procurando inspirar a su hijo el amor de Dios y la práctica de la virtud,
iluminando al propio tiempo su tierna inteligencia con los primeros rudimentos de la
Doctrina cristiana.
Tenía Andrés seis años cuando se desencadenaron sobre Francia los horrores de la
Revolución. Las pesquisas a domicilio y la ley de «sospechosos» traían a la barra del tribunal
revolucionario a cualquiera que se atreviese a profesar el culto católico. Millares de cabezas
convictas de este «crimen», cayeron bajo la guillotina.
Lyon se alzó contra el despotismo de ese gobierno sanguinario, y la Convención contestó
a ese movimiento con un decreto en que se ordenaba la destrucción inmediata de la ciudad.
En aquella triste época, eran proscritos los sacerdotes, y Lyon, como Roma en los
primeros tiempos del Cristianismo, tuvo también sus catacumbas. Retirábanse los fieles, por
grupos, a lugares solitarios, y uno de los circunstantes, recomendable por su piedad y
prudencia, presidía la oración y animaba a los fieles con sus consejos y tiernas
exhortaciones. Sin duda alguna, Andrés fue testigo de esas piadosas reuniones, y su alma de
joven debió conmoverse
cuando en sus oídos resonaban las siguientes palabras: «¡Perseverancia para los confesores
de la fe! ¡Valor para los Mártires! ¡Paz y salvación para la Iglesia!».
A los ocho años, el niño frecuentaba una escuela establecida cerca de la casa paterna. El
maestro era uno de los muchos y fieles sacerdotes de entonces, que para evitar la muerte,
abandonaban sus parroquias y corrían a refugiarse en las grandes poblaciones. Inadvertidas
entre la multitud, se dedicaban a la educación de los niños y de los jóvenes.
Según las conjeturas más verosímiles, Andrés se acercó por vez primera al divino
banquete en alguno de esos ocultos asilos donde se reunían los fieles para asistir a la Santa
Misa, celebrada por un confesor de la fe. El alma pura del adolescente experimentó, sin
duda alguna, muy sentida y suave emoción al verificarse el divino encuentro del niño con
su Dios, en medio de tan extraordinarias circunstancias, quedando grabado para siempre en
su mente el imperecedero recuerdo de tan fausto día.
¿Qué sucedió en ese abrazo amoroso entre el Jesús de nuestros altares y el niño
predestinado? ¿Qué murmuró al oído del discípulo, la voz del divino Maestro? Es secreto
del Cielo. No nos detengamos para escuchar en la puerta del Paraíso...
II.-SU VOCACIÓN AL SACERDOCIO
A muy corto trecho de la casa del señor Coindre, se hallaba una fonda, en la que se
hospedaban los sacerdotes llamados a ejercer su ministerio en aquel barrio de Lyon.
Trabaron pronto amistad con el pequeño Andrés, encantados de su fisonomía despejada e
inteligente; de su mirada, espejo fiel de inocencia; de sus palabras, llenas de finura y candor,
y de su conducta ejemplar. Propusiéronle la idea de abrazar el estado eclesiástico: escuchó el
joven la proposición con verdadera alegría; pero antes de tomar una determinación decisiva,
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reflexionó, imploró las luces del Espíritu Santo, como convenía en semejante caso.
Considerando el asunto con miras humanas, todo, en aquellos tiempos de tormenta
revolucionaria, hubiera debido desvanecer en el joven tal proyecto. Sin embargo, el
lamentable espectáculo de los padecimientos sufridos por numerosos sacerdotes deportados
por el Directorio a los barcos penales de Rochefort, no hizo vacilar a Andrés ni un momento
en su resolución. Acaso, su alma generosa no vio camino más seguro para alcanzar la palma
del martirio, que consagrarse al servicio del altar.
Llega el año 1802, y con él, el Concordato devuelve la paz a la Iglesia de Francia. El señor
Besson, cura de Saint-Nizier, admite a nuestro Andrés como monaguillo y confía su
educación a un celoso coadjutor de la parroquia. Muy pronto, sus compañeros vieron en él
un modelo de aplicación al estudio, así como de piedad, modestia y recogimiento en el
santuario. Brilla por fin la luz en el cielo de su alma, el altar atrae su corazón, su resolución
se confirma: será sacerdote.
En 1804, el Seminario de L' Argentiére le abre sus puertas, y el joven figura desde luego
entre los más aprovechados alumnos de aquel Centro, siendo prueba de ello, las
calificaciones que obtuvo, y que están anotadas en los registros de la institución: piadoso,
aplicado, inteligente, dotado de noble corazón...
El 1º de Noviembre de 1809, termina los estudios de humanidades y entra en el
Seminario de San Ireneo en Lyon, para dedicarse únicamente a su formación sacerdotal.
Las ciencias divinas hicieron sus delicias, y en ellas encontró esos tesoros de doctrina que
más adelante debían derramarse en raudales de sublime elocuencia sobre las multitudes. En
la soledad del retiro, las fervientes oraciones, los ejercicios espirituales y la comunión
labraron en su alma esa vida interior que luego enseñó con tanta unción y seguridad.
Andrés Coindre recibió, en Lyon, de manos del Ilmo. Sr. Obispo de Grenoble, las cuatro
órdenes menores en 1811; el subdiaconado y el diaconado al año siguiente. En aquella
época, el poder civil tiranizaba a la Iglesia de Francia. Napoleón soñaba con imponer su
voluntad al Papa, pues acababa de dictar sus caprichos a Europa. Descontento del clero,
que no acataba las veleidades de su ambición, se manifestó más y más receloso, llegando a
sustituir, en el Seminario de Lyon, los Sulpicianos por sacerdotes seculares. Los nuevos
profesores, todos hombres de virtud y de talento, continuaron las tradiciones de sus
antecesores. Bajo su dirección, el joven levita prosiguió, con anhelo siempre creciente, sus
estudios y su trabajo de formación. Su fervor iba en aumento cuanto más se acercaba el día
para siempre bendito de su ordenación sacerdotal.
Llegó aquel día de inefable dicha, el 14 de Junio de 1812: ordenado por su Eminencia el
Cardenal Fesch, Arzobispo de Lyon, el Padre Andrés Coindre cantó su primera misa en
presencia de su familia.
¿Quién podría expresar las celestiales emociones, los divinos temores del nuevo
sacerdote,
cuando, por vez primera, sus labios pronunciaron las palabras todopoderosas de la
consagración?
El lenguaje humano no tiene palabras para expresar la alegría de un mortal que consagra
el Pan Eucarístico, se alimenta con él y lo distribuye a sus hermanos. Acabado el
Sacrificio, la mano del hijo se levantó para bendecir a su padre, a su madre, a los parientes
arrodillados a los pies del joven revestido con la unción santa del poder divino y del
sagrado ministerio.
III.-SU MINISTERIO PARROQUIAL
Poco tiempo después .de ser ordenado, el abate Coindre fue destinado a Bourg con el
título de primer coadjutor. La extensa parroquia donde principiaba el joven sacerdote,
ofrecía, desde el punto de vista religioso, el más lamentable espectáculo.
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El torrente revolucionario había derribado todas las obras católicas, corrompido las
costumbres y arruinado las creencias.
Al contemplar tan triste desolación, se conmovió de dolor el alma del apóstol; pero,
confiando en la protección del cielo, emprendió con valor el trabajo de restaurado todo.
Con su piedad ejemplar y su bondad inalterable, pronto se granjeó el afecto de los
corazones. Su ferviente oración fue escuchada y no cayeron en el vacío sus sólidas
instrucciones.
Pronto se renovó la vida cristiana en el seno de aquella población, volviendo a sus
prácticas religiosas.
En ese primer teatro de su ministerio sacerdotal, manifestáronse los talentos oratorios
del Sr. Coindre. Su auditorio, maravillado, saludó en él a un nuevo Bridaine.
La fama del joven coadjutor de Bourg se extendió rápidamente fuera de los límites de la
parroquia. Un decreto del año 1806 ordenaba que, el primer domingo de Diciembre, se
celebrara una festividad nacional en recuerdo de la coronación del emperador y de la
victoria de Austerlitz. Con tan fausto motivo, un orador distinguido pronunciaba en el
púlpito de las grandes iglesias, un discurso ensalzando la gloria de los ejércitos franceses. .
Padre Coindre, ya entonces de 26 años de edad, estuvo encargado, en 1813, del mencionado
discurso en la catedral de Lyon.
En aquel día, en la primacial de la capital, reuniéronse todas las notabilidades de la
ciudad: el Cardenal Fesch, tío de Napoleón, acompañado de los Vicarios generales y del
Cabildo de San Juan, los dignatarios de los diferentes organismos, toda la aristocracia de la
fortuna, de las letras y de las artes; hasta se dice que el mismo emperador, de paso en Lyon,
asistió de incógnito a la ceremonia oficial: ante tan selecto auditorio, habló el joven
coadjutor de Bourg, y supo evitar el funesto escollo de la lisonja, tan temible en esos
discursos. Presentó al héroe, paseando por Europa sus ejércitos triunfantes, apaciguando las
guerras interiores y rechazando los enemigos de fuera, a la par que iba devolviendo al
sacerdocio sus altares, al pueblo sus solemnidades; pero de sus labios de sacerdote salieron
también prudentes consejos, en los cuales recordaba las catástrofes que cambian la suerte de
los imperios, «esos fulminantes rayos que derrumban los reinos».
Se elevó hasta ese Dios que, según el hermoso hablar de Bossuet: «coge desde los cielos
las riendas de todos los reinos, y, dueño de los corazones, detiene o suelta las pasiones
dando esos tremendos golpes cuyos ecos repercuten en la sucesión de los siglos».
Este discurso puso de relieve al joven orador, y en el año 1815, vuelve a encontrarse en el
púlpito de la Catedral, donde predica con notable éxito los sermones de Adviento.
En 1818, encargado del panegírico de San Buenaventura en la iglesia de su advocación,
excitó nuevamente la admiración y el entusiasmo del auditorio, al desarrollar estas palabras
del Concilio de Lyon: «Cayó la columna de la cristiandad», siendo el comentario que de
ellas hizo, un monumento oratorio digno de los maestros de la cátedra sagrada.
IV.-EL MISIONERO
Cubierta estaba Francia de las ruinas ocasionadas por la Revolución: numerosos
sacerdotes y muchas familias cristianas acababan de perecer en el cadalso; y de las
bacanales de la Convención, seguida de diez años de persecución y de impiedad, brotaba
una generación ignorante, feroz y atea. Las orgías del paganismo habían gangrenado la
sociedad francesa, y, debido a la depravación de las costumbres, habíase extinguido la. fe en
los corazones, alejándose el pueblo cada día más y más de las prácticas religiosas. Los
Obispos, con el fin de volver a Dios las almas extraviadas, fundaron la Obra de las
Misiones.
También el Cardenal Fesch estableció una de aquellas instituciones en Lyon, en las alturas
de la Croix-Rousse, en el antiguo convento de los Cartujos. Solicitado por sus superiores a
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tomar parte de la nueva sociedad, el P. Coindre aceptó esta proposición que tanto
correspondía a sus aptitudes para la predicación y a su celo por las almas, permaneciendo en
dicha residencia desde 1816 a 1822.
Durante este período predicó a menudo en las principales iglesias de Lyon, a donde
acudían en tropel los fieles a oír su palabra, siempre elocuente y apostólica.
Al propio tiempo, dio misiones en más de veinte parroquias de la diocesis, y dio ejercicios
espirituales en cada uno de los cinco Seminarios.
En el mes de Agosto de 1822, accediendo a las súplicas de Mgr. Salamón, Obispo de
Saint-Flour y Administrador de la diócesis del Puy, el P. Coindre organizó, en Monistrolsur-Loire, la Sociedad de Padres del Sagrado Corazón para la obra de las Misiones,
confiando a uno de los profesores, a Pedro Montagnac, la dirección del Colegio, para
dedicarse él a las misiones en la diócesis del Puy, en cuyo nuevo campo su elocuencia,
bendecida por el Cielo y fecundada por la Gracia, obtuvo brillantes triunfos -,
Sin embargo, creciendo más y más su fama de orador, varios Prelados trataron de atraerle
a sus respectivas diócesis.
Declinó la invitación de Mgr. de Pins, Arzobispo de Lyon, y renunció a los ofrecimientos
de Mgr. de Boisville, Obispo de Dijon, aceptando por fin de Mgr. de Sauzin la dirección del
Gran Seminario de Blois. En la misma época fue nombrado Vicario general y Canónigo
honorario.
En las numerosas misiones que dirigió, el P. Coindre fue siempre el apóstol que se esfuerza
en convertir, empleando mil industrias para conmover hasta los corazones más
empedernidos. De ahí que al hablar de la muerte reunía los fieles en el cementerio cuyas
tumbas concretaban sus pensamientos, y esto causaba en los oyentes los efectos más
saludables.
Otras veces, al caer de la tarde, las campanas la iglesia lanzaban en el silencio de la
noche sus lánguidos toques semejando los ayes y sollozos de agonía, y los creyentes
hincábanse entonces de rodillas en las casas, caminos, plazas y calles, dirigiendo al Cielo
ardientes súplicas para la conversión de los pecadores, rebeldes a los impulsos de la gracia.
Los ancianos de las montañas del Velay, recordaban todavía muchos años después al
célebre misionero, y uno de ellos contaba a su nieto el siguiente relato:
«Predicaba el P. Coindre una misión en Issingeaux, diócesis del Puy, donde reinaba a la
sazón entre dos partidos una enemistad irreconciliable. Una tarde estaban reunidos los
fieles en la iglesia, y, terminado el sermón, preparábanse para recibir la bendición del
Santísimo Sacramento.
La campanilla dio la señal y ya tomaba el sacerdote la custodia, cuando de repente, salió
del' púlpito una voz de trueno, era la del P. Coindre que decía: « ¡Ministro del Señor,
detente! Este pueblo que se niega a perdonar a sus enemigos, no merece ser bendecido por
el Dios que en la cruz rogó por sus propios verdugos. El auditorio confundido, mira con
estupor a aquel que acaba de hablar. «Cristianos añade el misionero, ¿juráis perdonar a
todos vuestros enemigos?» -Lo juramos, contestan los fieles, a la vez que espontáneamente
levantan las manos. - «Pues bien, terminó el P. Coindrc. ¡Corazón de Jesús bendecid a este
pueblo, puesto que da muestra de misericordia»
Desde aquel día acabaron las disensiones en la parroquia. Generalmente terminaba la
misión con la erección de un calvario en una de las plazas de la ciudad. El P. Coindre
predicaba el sermón de clausura al pie de la cruz. Su voz potente resonaba a lo lejos, y su
elocuencia se elevaba en estas circunstancias hasta lo más sublime: los acentos de su
palabra, su semblante donde se reflejaba la emoción, sus gestos expresivos, todo en él
llegaba a ser patético. El auditorio, profundamente conmovido, derramaba abundantes
lágrimas, y se vio muchas veces a entusiasmadas muchedumbres, acompañar los
misioneros a varias leguas de la ciudad entonando cánticos. La santidad del P. Coindre, más
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aún que sus admirables discursos, realizó mara villas en los países que evangelizó.
V.-EL FUNDADOR
Tuvo Jesucristo, para con los niños, un amor preferente, y siempre los acogió con
especial ternura. «Dejad que los niños vengan a mí», decía el Salvador con suma
dulcedumbre; y en cierta ocasión maldijo a aquellos que escandalizaban a uno de sus
pequeñuelos, declarando al propio tiempo que recibir a uno de ellos, era lo mismo que
recibido a Él. A los ojos de la fe, la infancia posee un celestial encanto. Todo en ella atrae y
cautiva; su mirada límpida en que resplandece un alma virginal, y su frente inmaculada que
refleja el candor, y su ingenuidad compuesta de confianza y sencillez.
Un alma adornada con la gracia santificante, es la maravilla de este mundo; es imagen
perfecta de Dios mismo. He aquí, por qué los santos tuvieron un afecto especial para esa
edad feliz. En el P. Coindre, encontramos también ese carácter distintivo. La vista de los
niños abandonados conmovió su corazón de apóstol, y concibió el noble proyecto de arrancar
esas tiernas víctimas a la: miseria y a su lúgubre acompañamiento de vicios.
En 1817, quince de esos desheredados fueron recogidos, en Lyon; en una de las habitaciones
del antiguo convento de los Cartujos, donde se pusieron a su disposición dos telares para tejer
seda, bajo la dirección y vigilancia de maestros que los iniciaron en el trabajo: fue la primera
Providencia. Pronto, siendo el local insuficiente, el Padre Coindre se vio obligado a alquilar en
1818 (en el «Cours des Tapis») un local más amplio que reunía mejores condiciones.
Aumentando el número de niños, la Providencia fue trasladada en 1820 al «Cours des
Chartreux», que lleva hoy el núm. 1: la institución se llamó desde entonces el «Piadoso
Socorro». Para atender a las necesidades de su familia adoptiva, el fundador acudió a los
tesoros inagotables de la caridad cristiana, y no faltaron almas generosas que correspondieron
a su llamamiento, lo que permitió recibir nuevos niños, y a la par que iniciarles en el trabajo,
darles una buena educación.
El P. Coindre pensó también en las jóvenes abandonadas, en las huérfanas sumidas en la
miseria y expuestas a la corrupción de las grandes ciudades. De acuerdo con la señorita
Claudina Thévenet, su hija espiritual, fundó en 1818, en las «Pierres-Plantées», cerca de la
Croix-Rousse; en Lyon, la Congregación de Religiosas, denominada más adelante
«Religiosas de Jesús y María». La señorita Thévenet tomó el nombre de Sor Ignacia, y fue la
primera superiora general de la nueva Congregación.
Siguiendo los consejos del P. Coindre, Sor Ignacia abrió en la «Croix-Rousse» una
Providencia para las jóvenes. En el mes de Julio de 1820, adquirió en la Colina de Fourviére
unos terrenos donde edificó la casa matriz de las Damas de Jesús y María y a donde trasladó
la «Providencial) de la Croix-Rousse.
Un colegio de señoritas, fundado en aquel mismo local, adquirió a las maestras una muy
merecida fama de santidad, saber y acierto en la educación de la juventud.
El Instituto, bajo la vigorosa y prudente dirección de Sor Ignacia, echó profundas raíces y
extendió rápidamente sus ramas por Francia, España, Canadá y hasta en las lejanas Misiones
del Indostán.
En el «Cours des Chartreux», el Piadoso Socorro prosperaba; sin embargo, los maestros no
ofrecían todas las garantías de saber y virtud necesarias para una obra de educación. El P.
Coindre, que tenía la intención de establecer un instituto de hombres dedicados a la
enseñanza, comunicó su proyecto a dos maestros del Piadoso Socorro. Uno de ellos contestó
que no se sentía inclinado a la vida religiosa; el otro, Guillermo Arnaud, se declaró decidido
a corresponder a los santos deseos del P. Coindre. Fue el primer Hermano del Sagrado
Corazón y se llamó Hermano Javier.
Algún tiempo después, Claudio Mélinond (Hermano Francisco) y Francisco Porcher
(Hermano Pablo), ex maestro del Piadoso Socorro, vinieron sucesivamente a juntarse con el
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Hermano Javier.
En esa época, durante una misión predicada en Saint Etienne, el P. Coindre entró en
relación con siete jóvenes que vivían en comunidad en Valbenoite; solicitados por el P.
Coindre, se fueron al «Cours des Chartreux».
El 24 de Septiembre del año 1821, dando el Padre Fundador en el Piadoso Socorro los
Ejercicios Espirituales a sus diez primeros discípulos, los llevó el 30 del mismo mes, día de
la clausura de los Santos Ejercicios, a Fourviére, y allí los consagró a María: estaba
fundado el nuevo Instituto tan deseado.
Nacido entre los niños del «Piadoso Socorro», fue consagrado a la Virgen en la santa
montaña lionesa bajo el nombre con que le distingue la Iglesia, y está sancionado por el
Decreto Pontificio que aprueba la Congregación de los Hermanos del Sagrado Corazón.
VI.-DESARROLLO DEL INSTITUTO
El P. Coindre dio a sus hijos las Reglas de San Agustín y las Constituciones de San
Ignacio, dejando a la experiencia el cuidado de revelar las prescripciones necesarias a la
buena marcha de la nueva sociedad. Pensó también en encontrar un hábito que recordase a
los Hermanos del Sagrado Corazón la humildad, la pobreza y la penitencia de su profesión.
Los Hermanos del Sagrado Corazón, después de haber llevado un traje seglar de corte y
color austeros, adoptaron un hábito parecido al que visten actualmente.
Sabido es que las obras divinas llevan todas el sello de la contradicción. Desde el día en
que la cruz coronó la cumbre del Calvario, se la encuentra en los cimientos de las
instituciones santas. Dios labra las sociedades religiosas como las almas, por la
contradicción y el dolor; no está exceptuada de tal regla la Congregación de los Hermanos
del Sagrado Corazón. Debido a ciertas circunstancias independientes de la voluntad del P.
Coindre, hubo en la sociedad naciente algunas defecciones, las cuales, aunque no hicieran
vacilar la confianza del celoso fundador, afligieron profundamente su corazón de padre. Para
compensar estas pérdidas, esforzóse durante sus misiones en sumar nuevos discípulos, y merced a
su celo y a la bendición divina, el Cielo mandó numerosos obreros al campo del Señor.
Por otra parte, el venerado fundador hizo en las parroquias de Lyon un nuevo llamamiento a la
caridad cristiana en favor del «Piadoso Socorro».
Llegamos a Junio de 1822; el P. Coindre abandona Lyon y marcha a Monistrol, de donde sale a
menudo para dar misiones en la diócesis del Puy, buscando en ellas vocaciones religiosas.
Comprendiendo la importancia que tiene el noviciado en una Congregación, el P. Coindre
estableció una casa de formación en Monistrol-sur-Loire, en 1823, confiando su dirección al
Hermano Agustín. Allí fue donde, en Septiembre de 1824, el venerado fundador reunió a los
Hermanos con motivo de los Ejercicios espirituales que terminaron el día 14 del mismo mes, en que
tuvieron lugar las primeras profesiones religiosas del Instituto.
En esta misma fecha, el P. Coindre organizó el gobierno de la Congregación, nombrando los
Hermanos por escrutinio secreto al Rvdo. Hermano Borgia, Director general. El Padre fundador-que
quedó de Superior-les declaró que, después de su muerte y la de su hermano el abate Vicente
Coindre, estarían gobernados por un miembro de la Congregación, principiando a cumplirse esta
última disposición en 1841. El Instituto entró entonces en una fase de prosperidad; las vocaciones llegaron numerosas, hasta
el punto de que el 30 de Mayo de 1826, los Hermanos del Sagrado Corazón poseían en tres
diócesis, once colegios. Además, en 1825, consiguieron la autorización del gobierno merced a la
poderosa intervención de Mgr. de Bonald, Obispo del Puy, que siempre los honró con su
benevolencia.
Entre tanto la muerte había elegido ya sus víctimas entre ellos; los Hermanos Pablo,
Benito, Andrés, Antonio y Regis, cayeron sobre el campo de su labor gloriosa, de 1823 a
1826; fueron las primeras flores de la Congregación trasladadas al Paraíso.
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El Instituto de los Hermanos del Sagrado Corazón atravesó un largo período de crisis; su
historia es un verdadero milagro. Privado de su Padre espiritual antes de haber recibido de él
un código de reglas, estuvo a punto de perecer, cuando la revolución de I830.
Beneméritos Superiores han dirigido la Congregación desde I84I hasta la fecha. Su
elevado talento, el espíritu de fe que los caracterizó, dieron un vigoroso impulso al Instituto,
extendiéndose en Francia y América. Aprobado por la Iglesia en 1897, completó su
organización canónica en I900.
En esa época, una era de prosperidad parecía anunciarse para la Congregación, pero en
I903 la tempestad derribó innumerables instituciones francesas; cerca de un millar de
Hermanos fueron expulsados de sus casas y 130 colegios y escuelas fueron víctimas del
furor masónico.
Y la cruz que hemos visto grabada en la cuna de las dos Congregaciones, sigue
marcándolas con su sello divino en el transcurso de su existencia ..
En cambio, la persecución que expulsó los Hermanos del Sagrado Corazón de Francia, ha
favorecido su establecimiento en las comarcas vecinas, especialmente en Bélgica y España,
donde, merced a los esfuerzos constantes de sus hijos, el Instituto va tornando notable
desarrollo.
En América, donde la fundación data de largo tiempo, la Congregación disfruta de
admirable prosperidad. Si en los Estados Unidos las vocaciones no corresponden en cuanto
al número, a las necesidades actuales y desarrollo del Instituto, en cambio
en el Canadá, el progreso de la Congregación está favorecido por el espíritu cristiano de una
población empapada en el amor al Corazón Deífico.
VIL-VIRTUDES Y MUERTE DEL P. COINDRE
La naturaleza y aplicación habían hecho del Padre Coindre un hombre eminente, en cuyo
fondo la gracia injertó las virtudes del cristiano, del sacerdote y del santo. El espíritu de fe
fue el móvil de toda su vida, y, a sus impulsos, voló a todos los horizontes donde vio almas
que salvar: el celo que se da, que se sacrifica, que se desvela, fue la nota característica de su
ministerio. Con la mirada fija en Dios y en la eternidad, prosiguió sin desfallecer el fin
sobrenatural de sus empresas. Desengaños, oposiciones, contrariedades, envidias, nada pudo
hacer vacilar su confianza. Humilde de corazón y de espíritu, benévolo, compasivo, bueno,
piadoso ha sido según el testimonio del Cardenal Donnet «un hombre según el corazón de
Dios, un sacerdote adornado con todas las virtudes».
El P. Coindre reunió en su persona todos los rasgos del hombre superior. Su alta estatura,
su fisonomía grave y dulce, sus ademanes majestuosos, le daban un exterior lleno de
nobleza. En el púlpito, su frente ancha, donde se reflejaba su viva inteligencia, su mirada
expresiva, su gesto enérgico y superior, ganábanle desde el principio las simpatías de los
auditorios más selectos, a los que pronto subyugaba con la lógica de sus raciocinios, los
recursos de su fecunda imaginación, la impresión de su palabra melodiosa y convincente; su
rica inteligencia, cultivada con fuertes estudios, alimentada por la meditación y serias
lecturas, abarcaba universales conocimientos. Por todas partes consiguió el más legítimo
éxito. Tenemos a este propósito el testimonio del Cardenal Donnet: «Desde Bridaine, nunca
palabra tan potente resonó bajo las bóvedas de nuestros templos. Solidez de pensamiento,
brillantez en la forma, perfección en la acción oratoria, emoción comunicativa, todo cuanto
impresiona y arrebata al auditorio, se encontraba en sus discursos, que muy bien pueden
competir con los de los más grandes oradores de nuestra época».
¿Quién podrá imaginarse la sonoridad de la voz, la autoridad del gesto, esa pasión oratoria
y esa vibración del alma que centuplicaban la fuerza del orador? Pero ante todo, en la
exquisita delicadeza de su corazón es donde hay que buscar el secreto de su prodigiosa
influencia para el bien.
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El P. Coindre fue todo bondad para con los Hermanos del Sagrado Corazón, siendo su
mayor alegría el estar con ellos. ¡Cuántos rasgos admirables atestiguan esa paternal ternura!
Un día llega al «Piadoso Socorro» en el momento del recreo, notando muy pronto que
falta uno de sus discípulos. Enterado que el ausente está en la cocina, ocupado en la
limpieza, va a su encuentro y le expresa la gran satisfacción que experimenta en verle
cumpliendo su humilde oficio; dando a entender con este ejemplo que los buenos superiores
extreman su paternal solicitud por los religiosos que se dedican con espíritu de fe a los
modestos empleos de la Comunidad.
No permitiéndole sus numerosas ocupaciones pasar largo tiempo con sus hijos
espirituales, suplía su presencia con numerosas cartas, donde se reflejaban su sabiduría
consumada, su amor de padre y su tierna solicitud que a todos se extendía: Superiores,
Hermanos y Novicios. Multiplicaba sus consejos, recomendando simultáneamente la
santidad, el trabajo, el espíritu de fe y de oración, el amor a la vocación religiosa.
A una inteligencia privilegiada, a un corazón rebosante de bondad, el P. Coindre juntaba
una voluntad fuerte y tenaz que le permitió llevar a cabo las más arduas empresas: Misiones,
Providencias, organización de la sociedad de los Padres del Sagrado Corazón, fundación de
dos Congregaciones religiosas, dirección de Seminarios, ocuparon esta existencia
extraordinariamente fecunda, que se extinguió en la plenitud de su vigor.
Había anunciado el buen Padre a los Hermanos del Sagrado Corazón su intención de ir a
Lyon durante las vacaciones de 1826. Esta noticia llevó la mayor alegría a todos los
corazones. De repente una carta procedente de Blois sumió en la consternación a los
Hermanos del Sagrado Corazón y a las Religiosas de Jesús y María: en el P. Coindre
acababan
de manifestarse los síntomas de una fiebre cerebral; los dos Institutos juntaron sus oraciones,
pidiendo al Cielo la conservación de una vida tan querida y tan preciosa; pero eran otros los
inescrutables designios de Dios.
La enfermedad hizo rápidos progresos, y en el delirio consiguiente, el antiguo misionero
figurábase estar en medio de las multitudes, predicando la conversión a Dios; a veces cogía
con entusiasmo su rosario y enseñándolo a sus imaginarios oyentes, lo besaba con amor y
rezábalo con extraordinario fervor. «Dejadme que vaya a predicar-exclamaba- ¡Dios está
ofendido, y los hombres se pierden!»
Entre estos transportes piadosísimos, el siervo de Dios entregó su alma al Creador el día 30
de Mayo de r826, a la edad de 39 años y tres meses.
Sus dos familias religiosas lloraron la pérdida inmensa que acababan de sufrir; pero,
confiando en aquel que se llamó «Padre de los huérfanos», echáronse en los brazos de la
Providencia, esforzándose en desarrollar la obra que les dejó su muy amado fundador.
No ignoraban que desde el sacrificio del Calvario, la inmolación fue siempre la piedra
angular de todas las instituciones santas. En los cimientos de la Iglesia Vaticana venéranse
las cabezas de los dos apóstoles Pedro y Pablo. .
Mueren unos y otros les suceden; es preciso que el grano de trigo se corrompa para
fertilizar el surco. Dios nos enseña con esto que de nadie necesita, y que los hombres no son
sino los instrumentos de sus manos: se sirve de ellos según su voluntad, luego los hunde en la
tumba. Sobre sus cenizas, el árbol que plantaron crecerá, extendiendo a lo lejos ramos
frondosísimos.
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SUMA ESPIRITUAL EXTRACTADA DE LOS
ESCRITOS DEL RVDMO. P. ANDRÉS COINDRE.
(PARA TODA CLASE DE PERSONAS)
1. Hacedlo todo con espíritu de fe, para satisfacción de vuestros pecados.
II. Vigilad sobre vosotros mismos: el hombre es como un pobre reloj que urge arreglar
diariamente con mucha destreza.
III. ¡Valor y confianza! he aquí mi divisa; debe ser también la vuestra: sin valor no hay
virtud sólida, ni siquiera la esperanza de salir con éxito en los negocios temporales; sin
confianza, está uno desarmado en el combate, y no hay dicha que esperar en la otra vida.
IV. Jamás pidáis a los hombres más de lo que pueden, y utilizad lo bueno que tienen,
cuanto podáis.
V. Con vuestra discreción remediadlo todo, disculpadlo todo, tanto como podáis, con un
gran espíritu de condescendencia, de dulzura y de caridad.
VI. No cedáis ante la violencia de las tentaciones ... Servid fielmente al Señor hasta vuestro
último suspiro. Un saludable temor y una santa esperanza, son las dos riendas con las cuales
hemos de dirigir nuestro espíritu hasta salvarlo.
VII. Vuestros medios de perseverancia sean estos: meditación, examen, confesión, amor a
la divina Eucaristía, a la santísima Virgen y una fiel imitación en todo, del adorable Corazón
de Jesús.
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