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Transcript
El pasado 28 de Junio, a las 6 de las tarde, se inauguraba con las primeras vísperas de San Pedro y San Pablo el
“Año paulino”, consagrado al bimilenario del nacimiento de San Pablo. Benedicto XVI iba acompañado del
patriarca ortodoxo Bartolomé Iº de Constantinopla, así como de representantes de otras confesiones cristianas.
En la homilía, el Papa señaló su voluntad de convocar este año paulino, «con un carácter ecuménico peculiar»,
«para escucharlo y aprender ahora de él [San Pablo] “la fe y la verdad” en las que se arraigan las razones de la
unidad entre los discípulos de Cristo».
Unas horas antes, durante la audiencia con el patriarca Bartolomé, Su Santidad concluía con estas palabras:
«Ojalá el año paulino [...] ayude al pueblo cristiano a renovar el compromiso ecuménico, y se intensifiquen las
iniciativas comunes en el camino hacia la comunión entre todos los discípulos de Cristo».
Por la tarde, al concluir las primeras vísperas, el Patriarca tomó la palabra y afirmó que San Pablo «al fijar una
alianza entre la lengua griega y la mentalidad romana, liberó definitivamente a la cristiandad de cualquier
estrechez mental, forjando para siempre el fundamento católico de la Iglesia ecuménica».
Nos preguntamos si “la fe y la verdad”, en su sentido auténtico, son compatibles con “el compromiso
ecuménico” actual; si las “iniciativas comunes” se encaminan hacia esa fe y verdad (hasta ahora no comunes) o la
ignoran; si la “comunión” se reduce a hacer cosas „en común‟; si la “Iglesia ecuménica” es otra que la Iglesia
católica, y si ésta se identificaba con la “estrechez mental” a que aludía el patriarca “ortodoxo”, ya por fin superada
con el continuo renovarse del “compromiso ecuménico”.
Hemos querido transcribir la encíclica Mortalium animos de Pío XI para dar una respuesta a estas preguntas. En
ella se encuentran los principios que dan solución a cualquier pregunta sobre el ecumenismo, pues están inspirados
en “la fe y la verdad” que predicara San Pablo y que la Iglesia ha transmitido durante casi dos mil años.
El Editor
ENCÍCLICA MORTALIUM ÁNIMOS
ACERCA DE CÓMO SE HA DE FOMENTAR LA VERDADERA UNIDAD RELIGIOSA
A los patriarcas, primados, arzobispos y obispos y otros ordinarios en paz y comunión con la Sede
Apostólica
Venerables Hermanos: Salud y bendición apostólica
Nunca quizás como en los actuales tiempos se ha apoderado del corazón de todos los hombres un tan
vehemente deseo de fortalecer y aplicar al bien común de la sociedad humana los vínculos de fraternidad
que, en virtud de nuestro común origen y naturaleza, nos unen y enlazan a unos con otros.
Porque no gozando todavía las naciones plenamente de los dones de la paz, antes al contrario, estallando
en varias partes discordias nuevas y antiguas, en forma de sediciones y luchas civiles y no pudiéndose
además dirimir las controversias, harto numerosas, acerca de la tranquilidad y prosperidad de los pueblos
sin que intervengan el esfuerzo y la acción concorde de aquellos que gobiernan los Estados, y dirigen y
fomentan sus intereses, fácilmente se echa de ver -mucho más conviniendo todos en la unidad del género
humano-, por qué son tantos los que anhelan ver a las naciones cada vez más unidas entre sí por esta
fraternidad universal.
[La fraternidad en religión; congresos ecuménicos]
Cosa muy parecida se esfuerzan algunos por conseguir en los que toca a la ordenación de la nueva ley
promulgada por Jesucristo Nuestro Señor. Convencidos de que son rarísimos los hombres privados de
todo sentimiento religioso, parecen haber visto en ello esperanza de que no será difícil que los pueblos,
aunque disientan unos de otros en materia de religión, convengan fraternalmente en la profesión de
algunas doctrinas que sean como fundamento común de la vida espiritual. Con tal fin suelen estos mismos
organizar congresos, reuniones y conferencias, con no escaso número de oyentes, e invitar a discutir allí
promiscuamente a todos, a infieles de todo género, a cristianos y hasta a aquellos que apostataron
miserablemente de Cristo o con obstinada pertinacia niegan la divinidad de su Persona o misión.
[Los católicos no pueden aprobarlo]
Tales tentativas no pueden, de ninguna manera obtener la aprobación de los católicos, puesto que están
fundadas en la falsa opinión de los que piensan que todas las religiones son, con poca diferencia, buenas y
laudables, pues, aunque de distinto modo, todas nos demuestran y significan igualmente el ingénito y
nativo sentimiento con que somos llevados hacia Dios y reconocemos obedientemente su imperio.
Cuantos sustentan esta opinión, no sólo yerran y se engañan, sino también rechazan la verdadera religión,
adulterando su concepto esencial, y poco a poco vienen a parar al naturalismo y ateísmo; de donde
claramente se sigue que, cuantos se adhieren a tales opiniones y tentativas, se apartan totalmente de la
religión revelada por Dios.
[Otro error: la unión de todos los cristianos. Argumentos falaces]
Pero donde con falaz apariencia de bien se engañan más fácilmente algunos, es cuando se trata de
fomentar la unión de todos los cristianos. ¿Acaso no es justo -suele repetirse- y no es hasta conforme con
el deber, que cuantos invocan el nombre de Cristo se abstengan de mutuas recriminaciones, y se unan por
fin un día con vínculos de mutua caridad? Y quién se atreverá a decir que ama a Jesucristo, si no procura
con todas sus fuerzas realizar los deseos que El manifestó al rogar a su Padre que sus discípulos fuesen
una sola cosa? (Juan 17, 21). Y el mismo Jesucristo ¿por ventura no quiso que sus discípulos se
distinguiesen y diferenciasen de los demás por este rasgo y señal de amor mutuo: En esto conocerán todos
que sois mis discípulos, en que os améis unos a otros? (Juan 13, 35) ¡Ojalá -añaden- fuesen una sola cosa
todos los cristianos! Mucho más podrían hacer para rechazar la peste de la impiedad, que, deslizándose y
extendiéndose cada vez más, amenaza debilitar el Evangelio.
Estos y otros argumentos parecidos divulgan y difunden los llamados “pancristianos”; los cuales, lejos de
ser pocos en número, han llegado a formar legiones y a agruparse en asociaciones ampliamente
extendidas, bajo la dirección, las más de ellas, de hombres católicos, aunque discordes entre sí en materia
de fe.
Exhortándonos, pues, la conciencia de Nuestro deber a no permitir que la grey del Señor sea sorprendida
por perniciosas falacias, invocamos vuestro celo, Venerables Hermanos, para evitar mal tan grave, pues
confiamos que cada uno de vosotros, por escrito y de palabra, podrá más fácilmente comunicarse con el
pueblo y hacerle entender mejor los principios y argumentos que vamos a exponer, y en los cuales
hallarán los católicos la norma de lo que deben pensar y practicar en cuanto se refiere al intento de unir de
cualquier manera en un solo cuerpo a todos los hombres que se llaman católicos.
[Sólo una religión puede ser verdadera: la revelada por Dios]
Dios, Creador de todas las cosas, nos ha creado a los hombres con el fin de que le conozcamos y le
sirvamos. Tiene, pues, nuestro Creador perfectísimo derecho a ser servido por nosotros. Pudo ciertamente
Dios imponer para el gobierno de los hombres una sola ley, la de la naturaleza, ley esculpida por Dios en
el corazón del hombre al crearle; y pudo después regular los progresos de esa misma ley con sólo su
providencia ordinaria. Pero en vez de ella prefirió dar El mismo los preceptos que habíamos de obedecer;
y en el decurso de los tiempos, esto es, desde los orígenes del género humano hasta la venida y
predicación de Jesucristo, enseñó por Sí mismo a los hombres los deberes que su naturaleza racional les
impone para con su Creador. «Dios, que en otro tiempo habló a nuestros padres en diferentes ocasiones y
de muchas maneras, por medio de los Profetas nos ha hablado últimamente por su Hijo Jesucristo»
(Hebr. 1, 1-2). Por donde claramente se ve que ninguna religión puede ser verdadera fuera de aquella que
se funda en la palabra revelada por Dios, revelación que comenzada desde el principio, y continuada
durante la Ley Antigua, fue perfeccionada por el mismo Jesucristo con la Ley Nueva. Ahora bien: si Dios
ha hablado -y que haya hablado lo comprueba la historia- es evidente que el hombre está obligado a creer
absolutamente la revelación de Dios. Y con el fin de que cumpliésemos bien lo uno y lo otro, para gloria
de Dios y salvación nuestra, el Hijo Unigénito de Dios fundó en la tierra su Iglesia.
[La única religión revelada es la de la Iglesia Católica]
Así pues, los que se proclaman cristianos es imposible no crean que Cristo fundó una Iglesia, y
precisamente una sola. Mas, si se pregunta cuál es esa Iglesia conforme a la voluntad de su Fundador, en
esto ya no convienen todos. Muchos de ellos, por ejemplo, niegan que la Iglesia de Cristo haya de ser
visible, a lo menos en el sentido de que deba mostrarse como un solo cuerpo de fieles, concordes en una
misma doctrina y bajo un solo magisterio y gobierno. Estos tales entienden que la Iglesia visible no es
más que la alianza de varias comunidades cristianas, aunque las doctrinas de cada una de ellas sean
distintas.
Pero es lo cierto que Cristo Nuestro Señor instituyó su Iglesia como sociedad perfecta, externa y visible,
por su propia naturaleza, a fin de que prosiguiese realizando, de allí en adelante, la obra de la salvación
del género humano, bajo la guía de una sola cabeza (Mat. 16, 18; Luc. 22, 32; Juan 21, 15-17) con
magisterio de viva voz (Marc. 16, 15) y por medio de la administración de los sacramentos (Juan 3, 5; 6,
59-59; 18, 18; 20, 22), fuente de la gracia divina; por eso en sus parábolas firmó que era semejante a un
reino (Mat. 13, 24, 31, 33, 34, 47), a una casa (Ver Mat. 16, 18), a un aprisco (Juan 10, 10) y a una grey
(Juan 21,15-17). Esta Iglesia, tan maravillosamente fundada, no podía ciertamente cesar ni extinguirse,
muertos su Fundador y los Apóstoles que en un principio la propagaron, puesto que a ella se le había
confiado el mandato de conducir a la eterna salvación a todos los hombres, sin excepción del lugar ni de
tiempo: «Id, pues, e instruid a todas las naciones» (Mt. 28, 19). Y en el cumplimiento continuo de este
oficio, ¿acaso faltará a la Iglesia el valor ni la eficacia, hallándose perpetuamente asistida con la presencia
del mismo Cristo, que solemnemente le prometió: «He aquí que yo estaré siempre con vosotros, hasta la
consumación de los siglos» (Mt. 28, 20). Por tanto, la Iglesia de Cristo no sólo ha de existir
necesariamente hoy, mañana y siempre, sino también ha de ser exactamente la misma que fue en los
tiempos apostólicos, si no queremos decir -y de ello estamos muy lejos- que Cristo Nuestro Señor no ha
cumplido su propósito, o se engañó cuando dijo que las puertas del infierno no habían de prevalecer
contra ella (Mt. 16, 18).
[La pretendida “división” de la Iglesia]
Y aquí se nos ofrece ocasión de exponer y refutar la falsa opinión de la cual parece depender toda esta
cuestión, y en la cual tiene su origen la múltiple acción y confabulación de los acatólicos que trabajan,
como hemos dicho, por la unión de las iglesias cristianas. Los autores de este proyecto no dejan de repetir
casi infinitas veces las palabras de Cristo: «Sean todos una misma cosa... Habrá un solo rebaño, y un solo
pastor» (Jn. 17, 21; 10, 16), mas de tal manera las entienden, que, según ellos, sólo significan un deseo y
una aspiración de Jesucristo, deseo que todavía no se ha realizado. Opinan, pues, que la unidad de fe y de
gobierno, nota distintiva de la verdadera y única Iglesia de Cristo, no ha existido casi nunca hasta ahora, y
ni siquiera hoy existe: podrá ciertamente, desearse, y tal vez algún día se consiga, mediante la concorde
impulsión de las voluntades; pero entre tanto, habrá que considerarla sólo como un ideal.
Añaden que la Iglesia, de suyo o por su propia naturaleza, está dividida en partes; esto es, se halla
compuesta de varias comunidades distintas, separadas todavía unas de otras, y coincidentes en algunos
puntos de doctrina, aunque discrepantes en lo demás y cada una con los mismos derechos exactamente
que las otras; y que la Iglesia sólo fue única y una, a lo sumo desde la edad apostólica hasta tiempos de
los primeros Concilios Ecuménicos. Sería necesario pues -dicen-, que, suprimiendo y dejando a un lado
las controversias y variaciones rancias de opiniones, que han dividido hasta hoy a la familia cristiana, se
formule, se proponga con las doctrinas restantes una norma común de fe, con cuya profesión puedan
todos no ya reconocerse, sino sentirse hermanos. Y cuando las múltiples iglesias o comunidades estén
unidas por un pacto universal, entonces será cuando puedan resistir sólida y fructuosamente los avances
de la impiedad...
Esto es así tomando las cosas en general, Venerables Hermanos; mas hay quienes afirman y conceden que
el llamado protestantismo ha desechado demasiado desconsiderablemente ciertas doctrinas fundamentales
de la fe y algunos ritos del culto externo ciertamente agradables y útiles, los que la Iglesia Romana por el
contrario aún conserva; añaden sin embargo en el acto, que ella ha obrado mal porque corrompió la
religión primitiva por cuanto agregó y propuso como cosa de fe algunas doctrinas no sólo ajenas sino más
bien opuestas al Evangelio, entre las cuales se enumera especialmente el Primado de jurisdicción que ella
adjudica a Pedro y a sus sucesores en la Sede Romana.
En el número de aquellos, aunque no sean muchos, figuran también los que conceden al Romano
Pontífice cierto Primado de honor o alguna jurisdicción o potestad de la cual creen, sin embargo, que
desciendo no del derecho divino sino de cierto consenso de los fieles. Otros en cambio aún avanzan a l
deseo que el mismo Pontífice presida sus asambleas, que pueden llamarse “multicolores”. Por lo demás,
aun cuando podrán encontrarse a muchos no católicos que predican a pulmón lleno la unión fraterna en
Cristo, sin embargo, hallarán pocos a quienes se ocurre que han de sujetarse y obedecer al Vicario de
Jesucristo cuando enseña o manda y gobierna. Entretanto aseveran que están dispuestos a actuar gustosos
en unión con la Iglesia Romana, naturalmente en igualdad de condiciones jurídicas, o sea de iguales a
igual: mas si pudieran actuar no parece dudoso de que lo harían con la intención de que por un pacto o
convenio por establecerse tal vez, no fueran obligados a abandonar sus opiniones que constituyen aún la
causa de su continuo errar y vagar fuera del único redil de Cristo.
[Unión para una “falsa religión cristiana”]
Siendo todo esto así, claramente se ve que ni la Sede Apostólica puede en manera alguna tener parte en
dichos congresos, ni de ningún modo pueden los católicos favorecer ni cooperar a semejantes intentos; y
si lo hiciesen, darían autoridad a una falsa religión cristiana, totalmente ajena a la única y verdadera
Iglesia de Cristo.
¿Y habremos Nos de sufrir -cosa que sería por todo extremo injusta- que la verdad revelada por Dios se
rindiese y entrase en transacciones? Porque de lo que ahora se trata es de defender la verdad revelada.
Para instruir en la fe evangélica a todas las naciones envió Cristo por el mundo todo a los Apóstoles, y
para que éstos no errasen en nada, quiso que el Espíritu Santo les enseñase previamente toda la verdad
(Jn. 16, 13); ¿y acaso esta doctrina de los Apóstoles ha descaecido del todo, o siquiera se ha debilitado
alguna vez en la Iglesia a quien Dios mismo asiste dirigiéndola y custodiándola? Y si nuestro Redentor
manifestó expresamente que su Evangelio no sólo era para los tiempos apostólicos, sino también para las
edades futuras, ¿habrá podido hacerse tan obscura e incierta la doctrina de la Fe, que sea hoy conveniente
tolerar en ella hasta las opiniones contrarias entre sí? Si esto fuese verdad, habría que decir también que el
Espíritu Santo infundido en los Apóstoles, y la perpetua permanencia del mismo Espíritu en la Iglesia, y
hasta la misma predicación de Jesucristo, habría perdido hace muchos siglos toda utilidad y eficacia;
afirmación que sería ciertamente blasfema.
[Sin fe, no hay verdadera caridad]
Ahora bien: cuando del Hijo Unigénito de Dios mandó sus legados que enseñasen a todas las naciones,
impuso a todos los hombres la obligación de dar fe a cuanto les fuese enseñado por los testigos
predestinados por Dios (Act. 10, 41); obligación que sancionó de este modo: «el que creyere y fuere
bautizado, se salvará; mas el que no creyere será condenado» (Marc. 16, 16). Pero ambos preceptos de
Cristo, uno de enseñar y otro de creer, que no pueden dejar de cumplirse para alcanzar la salvación eterna,
no pueden siquiera entenderse si la Iglesia no propone, íntegra y clara, la doctrina evangélica y si al
proponerla no está ella exenta de todo peligro de equivocarse. Acerca de lo cual van extraviados también
los que creen que sin duda existe en la tierra el depósito de la verdad, pero que para buscarlo hay que
emplear tan fatigosos trabajos, tan continuos estudios y discusiones, que apenas basta la vida de un
hombre para hallarlo y disfrutarlo: como si el benignísimo Dios hubiese hablado por medio de los
Profetas y su Hijo Unigénito para que lo revelado por éstos sólo pudiesen conocerlo unos pocos, y esos ya
ancianos; y como si esa revelación no tuviese por fin enseñar la doctrina moral y dogmática, por la cual se
ha de regir el hombre durante todo el curso de su vida moral.
Podrá parecer que dichos “pancristianos”, tan atentos a unir las iglesias, persiguen el fin nobilísimo de
fomentar la caridad entre todos los cristianos. Pero, ¿cómo es posible que la caridad redunde en daño de
la fe? Nadie, ciertamente, ignora que San Juan, el Apóstol mismo de la caridad, el cual en su Evangelio
parece descubrirnos los secretos del Corazón Santísimo de Jesús, y que solía inculcar continuamente a sus
discípulos el nuevo precepto “Amaos los unos a los otros”, prohibió absolutamente todo trato y
comunicación con aquellos que no profesasen, íntegra y pura, la doctrina de Jesucristo: «Si alguno viene a
vosotros y no trae esta doctrina, no le recibáis en casa, y ni siquiera le saludéis» (II Juan, vers. 10).
Siendo, pues, la fe íntegra y sincera, como fundamento y raíz de la caridad, necesario es que los
discípulos de Cristo estén unidos principalmente con el vínculo de la unidad de fe.
[Unión irracional]
Por tanto, ¿cómo es posible imaginar una confederación cristiana, cada uno de cuyos miembros pueda,
hasta en materias de fe, conservar su sentir y juicio propios aunque contradigan al juicio y sentir de los
demás? ¿Y de qué manera, si se nos quiere decir, podrían formar una sola y misma asociación de fieles
los hombres que defienden doctrinas contrarias, como , por ejemplo, los que afirman y los que niegan que
la sagrada Tradición es fuente genuina de la divina Revelación; los que consideran de institución divina la
jerarquía eclesiástica, formada de Obispos, presbíteros y servidores del altar, y los que afirman que esa
jerarquía se ha introducido poco a poco por las circunstancias de tiempos y de cosas; los que adoran a
Cristo realmente presente en la Sagrada Eucaristía por la maravillosa conversión del pan y del vino,
llamada “transubstanciación”, y los que afirman que el Cuerpo de Cristo está allí presente sólo por la fe, o
por el signo y virtud del Sacramento; los que en la misma Eucaristía reconocen su doble naturaleza de
sacramento y sacrificio, y los que sostienen que sólo es un recuerdo o conmemoración de la Cena del
Señor; los que estiman buena y útil la suplicante invocación de los Santos que reinan con Cristo, sobre
todo de la Virgen María Madre de Dios, y la veneración de sus imágenes, y los que pretenden que tal
culto es ilícito por ser contrario al honor del único Mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo? (vide I
Tim. 2, 5)
[Resbaladero hacia el indiferentismo y el modernismo]
Entre tan grande diversidad de opiniones, no sabemos cómo se podrá abrir camino para conseguir la
unidad de la Iglesia, unidad que no puede nacer más que de un solo magisterio, de una sola ley de creer y
de una sola fe de los cristianos. En cambio, sabemos ciertamente que de esa diversidad de opiniones es
fácil el paso al menosprecio de toda religión o “indiferentismo”, o al llamado “modernismo”, con el cual
los que están desdichadamente inficionados, sostienen que la verdad dogmática no es absoluta sino
relativa, o sea, proporcionada a las diversas necesidades de lugares y tiempos, y a las varias tendencias de
los espíritus, no hallándose contenida en una revelación inmutable, sino siendo de suyo acomodable a la
vida de los hombres.
Además, en lo que concierne a las cosas que han de creerse, de ningún modo es lícito establecer aquella
diferencia entre las verdades de la fe que llaman fundamentales y no fundamentales, como gustan decir
ahora, de las cuales las primeras deberían ser aceptadas por todos, las segundas, por el contrario, podrían
dejarse al libre arbitrio de los fieles; pero la virtud de la fe tiene su causa formal en la autoridad de Dios
revelador que no admite ninguna distinción de esta suerte. Por eso, todos los que verdaderamente son de
Cristo prestarán la misma fe al dogma de la Madre de Dios concebida sin pecado original como, por
ejemplo, al misterio de la augusta Trinidad; creerán con la misma firmeza en el Magisterio infalible de
Romano Pontífice, en el mismo sentido con que lo definiera el Concilio Ecuménico del Vaticano [Iº],
como en la Encarnación del Señor.
No porque la Iglesia sancionó con solemne decreto y definió las mismas verdades de un modo distinto en
diferentes edades o en edades poco anteriores han de tenerse por no igualmente ciertas ni creerse del
mismo modo. ¿No las reveló todas Dios?
Pues, el Magisterio de la Iglesia, el cual, por designio divino fue constituido en la tierra a fin de que las
doctrinas reveladas perdurasen incólumes para siempre y llegasen con mayor facilidad y seguridad al
conocimiento de los hombres aun cuando el Romano Pontífice y los Obispos que viven en unión con él,
lo ejerzan diariamente, se extiende, sin embargo, al oficio de proceder oportunamente con solemnes ritos
y decretos a la definición de alguna verdad, especialmente entonces cuando a los errores e impugnaciones
de los herejes deben más eficazmente oponerse o inculcarse en los espíritus de los fieles, más clara y
sutilmente explicados, puntos de la sagrada doctrina.
Mas por ese ejercicio extraordinario del Magisterio no se introduce, naturalmente, ninguna invención, ni
se añade ninguna novedad al acervo de aquellas verdades que en el depósito de la revelación, confiado
por Dios a la Iglesia, no estén contenidas, por lo menos implícitamente, sino que se explican aquellos
puntos que tal vez para muchos aún parecen permanecer oscuros o se establecen como cosas de fe los que
algunos han puesto en tela de juicio.
[La única manera de unir a todos los cristianos]
Bien claro se muestra, pues, Venerables Hermanos, por qué esta Sede Apostólica no ha permitido nunca a
los suyos que asistan a los citados congresos de acatólicos; porque la unión de los cristianos no se puede
fomentar de otro modo que procurando el retorno a los disidentes a la única y verdadera Iglesia de Cristo,
de la cual un día desdichadamente se alejaron; a aquella única y verdadera Iglesia que todos ciertamente
conocen, y que por la voluntad de su Fundador debe permanecer siempre tal cual El mismo la fundó para
la salvación de todos. Nunca, en el transcurso de los siglos, se contaminó esta mística Esposa de Cristo, ni
podrá contaminarse jamás, como dijo bien San Cipriano: «No puede adulterar la Esposa de Cristo; es
incorruptible y fiel. Conoce una sola casa y custodia con casto pudor la santidad de una sola estancia»
(1). Por eso se maravillaba con razón el santo Mártir de que alguien pudiese creer «que esta unidad,
fundada en la divina estabilidad y robustecida por medio de celestiales sacramentos, pudiese desgarrarse
en la Iglesia, y dividirse por el disentimiento de las voluntades discordes» (2). Porque siendo el cuerpo
místico de Cristo, esto es, la Iglesia, uno (I Cor. 12, 12), compacto y conexo (Efes. 4, 15), lo mismo que
su cuerpo físico, necedad es decir que el cuerpo místico puede constar de miembros divididos y
separados; «quien, pues, no está unido con él no es miembro suyo, ni está unido con su cabeza, que es
Cristo» (Efes. 5, 30; 1, 22).
Ahora bien, en esta única Iglesia de Cristo nadie vive y nadie persevera, que no reconozca y acepte con
obediencia la suprema autoridad de Pedro y de sus legítimos sucesores. ¿No fue acaso al Obispo de Roma
a quien obedecieron, como a sumo Pastor de las almas, los ascendientes de aquellos que hoy yacen
anegados en los errores de Focio, y de otros novadores? Alejáronse ¡ay! los hijos de la casa paterna, que
no por eso se arruinó ni pereció, sostenida como está perpetuamente por el auxilio de Dios. Vuelvan,
pues, al Padre común, que olvidando las injurias inferidas ya a la Sede Apostólica, los recibirá
amantísimamente. Porque, si, como ellos repiten, desean asociarse a Nos y a los Nuestros, ¿por qué no se
apresuran a venir a la Iglesia, «madre y maestra de todos los fieles de Cristo» (3)? Oigan cómo clamaba
en otro tiempo Lactancio: «Sólo la Iglesia Católica es la que conserva el culto verdadero. Ella es la
fuente de la verdad, la morada de la Fe, el templo de Dios; quienquiera que en él no entre o de él salga,
perdido ha la esperanza de vida y de salvación. Menester es que nadie se engaña a sí mismo con
pertinaces discusiones. Lo que aquí se ventila es la vida y la salvación; a la cual si no se atiende con
diligente cautela, se perderá y se extinguirá» (4).
Vuelvan, pues, a la Sede Apostólica, asentada en esta ciudad de Roma, que consagraron con su sangre los
Príncipes de los Apóstoles San Pedro y San Pablo, a la Sede «raíz y matriz de la Iglesia Católica» (5);
vuelvan los hijos disidentes, no ya con el deseo y la esperanza de que «la Iglesia de Dios vivo, la columna
y sostén de la verdad» (I Tim. 3, 15), abdique de la integridad de su fe, y consienta los errores de ellos,
sino para someterse al magisterio y al gobierno de ella. Pluguiese al Cielo alcanzásemos felizmente Nos,
los que no alcanzaron tantos predecesores Nuestros: el poder abrazar con paternales entrañas a los hijos
que tanto nos duele ver separados de Nos por una funesta división.
[Plegaria a Cristo Nuestro Señor y a María Santísima]
Y ojalá Nuestro Divino Salvador, «el cual quiere que todos los hombres se salven y vengan al
conocimiento de la verdad» (I Tim. 2, 4), oiga Nuestras ardientes oraciones para que se digne llamar a la
unidad de la Iglesia a cuantos están separados de ella.
Con este fin, sin duda importantísimo, invocamos y queremos que se invoque la intercesión de la
Bienaventurada Virgen María, Madre de la Divina Gracia, develadora de todas las herejías y Auxilio de
los cristianos, para que cuanto antes nos alcance la gracia de ver alborear el deseadísimo día en que todos
los hombres oigan la voz de su divino Hijo, y «conserven la unidad del Espíritu Santo con el vínculo de la
paz» (Efes. 4, 3).
[Conclusión y bendición]
Bien comprendéis, Venerables Hermanos, cuánto deseamos Nos este retorno, y cuánto anhelamos que así
lo sepan todos Nuestros hijos, no solamente los católicos, sino también los disidentes de Nos; los cua
les, si imploran humildemente las luces del cielo, reconocerán, sin duda, a la verdadera Iglesia de Cristo,
y entrarán, por fin, en su seno, unidos con Nos en perfecta caridad. En espera de tal suceso, y como
prenda y auspicio de los divinos favores, y testimonio de Nuestra paternal benevolencia, a vosotros,
Venerables Hermanos, y a vuestro clero y pueblo, os concedemos de todo corazón la bendición
apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 6 de enero, fiesta de la Epifanía de Nuestro Señor Jesucristo, el
año 1928, sexto de Nuestro Pontificado.
PÍO PAPA XI
Notas:
(1) San Cipriano, De la Unidad de la Iglesia (Migne, PL 4, col. 518-519).
(2) op. cit., col. 519-B y 520-A.
(3) Conc. Lateranense IV, c. 5 (Denzinger -ant.-, n. 436).
(4) Lactando Div. Inst. 4, 30. (Corp. Ser. E. Lat., vol. 19, pág. 397,11-12; Migne Pl. 6, col. 542-B a 543A).
(5) S. Cipr. Carta 38 al Papa San Cornelio. (Entre las cartas de S. Cornelio Papa; Migne P. 3 col. 733-B).
SPE SALVI, UNA ENCÍCLICA QUE SUME EN LA INCERTIDUMBRE
RECIBIMOS Y PUBLICAMOS
Estimadísima redacción:
Como fiel lector de sì sì no no, querría pedirles que me dejaran expresar las dudas que suscita en mí la
última encíclica del Pontífice actualmente reinante, la Spe Salvi, del 30 de noviembre del 2007, así como
las causas que las motivan.
Dicha encíclica aborda un tema fundamental, el de la “esperanza cristiana”, que es esperanza en la vida
eterna, una vida que Cristo prometió a quien le amara y siguiera sus enseñanza. La encíclica toma su
título de un conocido pasaje de San Pablo: Spe salvi facti sumus: «fuimos salvados por la esperanza»
(Rom 8, 24).
Impresionó a muchos gratamente el hecho, positivo sin duda, de que el Papa no citara en este documento,
ni siquiera una vez, el concilio ecuménico Vaticano II, y que criticara, además, diversos aspectos del
pensamiento moderno y contemporáneo. A eso ha de sumarse, añado yo, el hecho de que el Pontífice
usara a manos llenas, en el ámbito de sus razonamientos, los escritos de San Pablo y los Padres de la
Iglesia. Llama la atención, en particular, el recurso a las epístolas de San Pablo, habida cuenta de que se
les había dado de lado o tergiversado después del Vaticano II por su clara incompatibilidad con el
“diálogo ecuménico”.
Me parece, pues, que la encíclica marca una vuelta a la Tradición en lo que respecta al uso de las fuentes;
pero todos estos aspectos no bastan, a mi juicio, para valorar positivamente la encíclica en su conjunto.
Me permito objetar, respecto de la carencia en la encíclica de referencias al Vaticano II (cosa que para
algunos da pábulo al optimismo, como que la consideran el inicio de una “superación” del ruinoso
concilio citado), que, a decir verdad, los textos de aquella magna asamblea no dieron una cabida
particular al tema de la “esperanza cristiana”, embargados como estaban por el deseo de “dialogar” con
los valores del mundo, por lo que mal se podía echar mano de ellos para tratar tal tema.
Cuatro observaciones críticas
Y llego con esto a la primera observación crítica relativa a la encíclica: me parece que también en ella
brilla por su ausencia la dimensión sobrenatural de la esperanza cristiana.
Segunda observación: el documento pontificio parece aceptar la idea absurda (de de Lubac y compañía)
según la cual la concepción católica de la salvación empezó siendo “comunitaria” en San Pablo y los
Padres para luego sufrir una progresiva tergiversación de cuño “individualista” que acabó por reducirla,
egoístamente, a mera salvación “individual” (Spe Salvi, párr. 13-15; ed. española de L‟Oss. Rom., nº
49/2007). La encíclica ensalza a boca llena, en el párr. 14, la interpretación de de Lubac, y se esfuerza a
continuación por corregir de manera adecuada ese presunto “individualismo”, es decir, procura
armonizar, a mi juicio, la concepción comunitaria de la salvación y la individual, o casar, como quien
dice, la nouvelle théologie con el dogma de la fe (!).
En tercer lugar, me parece que la esperanza de la salvación la ve el Papa sobre todo del lado de la
experiencia interior del sujeto, en cuanto corresponde a una necesidad existencial de éste, más bien que
del lado de la verdad revelada, la cual nos enseña que la salvación de nuestra alma individual es una
realidad objetiva, establecida por Dios, que se verificará en la visión beatífica, pero sólo si creemos en
Nuestro Señor y morimos en gracia de Dios.
Escribir sobre la “esperanza cristiana” comporta la exposición de la doctrina referente a los novísimos.
Pero lo que dice la encíclica respecto a esta materia -he aquí la cuarta observación- lo considero ambiguo
sobremanera. Ni el paraíso ni el infierno figuran en ella como consta que son según las Escrituras y la
Tradición -según la doctrina de la Iglesia, en definitiva-, que los presentan siempre como lugares
sobrenaturales absolutamente concretos, preparados de antemano por el Padre, a donde se envía al alma,
tras haberla juzgado Nuestro Señor en el instante de su separación del cuerpo, para que aguarde allí el
momento de reunirse para siempre con éste, lo cual sucederá después del juicio universal, que confirmará
la sentencia del juicio individual.
Para Benedicto XVI, la esperanza de nuestra fe estriba, sobre todo, en la certeza de que Dios, «este gran
Amor me espera» (párr. 3). Se trata de un concepto ortodoxo, ciertamente, aunque hay que ver cómo se
utiliza. Este “encuentro” con el amor de Dios, que nos espera, debería ser capaz de «transformar nuestra
vida hasta hacernos sentir redimidos por la esperanza que dicho encuentro expresa» (párr. 4). Se
advierte enseguida que a la “redención” se la presenta en función de una necesidad interior de redención
que experimenta el individuo, en lugar de presentarla como una realidad objetiva, de origen sobrenatural
por derivar de la cruz y de la resurrección de Nuestro Señor. En realidad, poco importa que nos sintamos
“redimidos” o no. Por lo demás, ¿qué católico puede de hecho sentirse “redimido”? Lo que importa no es
nuestra disposición personal hacia la idea de redención, sino el estar efectivamente redimidos, o sea, el
haber alcanzado la salvación al final de nuestra vida terrena. Mas nos dice la revelación -y, por ende, la
doctrina de la Iglesia- que la consecución de dicho objetivo es imposible si no tenemos fe en Nuestro
Señor ni vivimos según sus mandamientos. En resumidas cuentas: la redención como salvación efectiva
de nuestra alma no es posible fuera de la Iglesia, depositaria de la revelación divina y de los medios de
salvación. Sin embargo, no me parece que la encíclica presente así la redención.
Una noción existencial de la vida eterna
¿Y cómo concibe la encíclica la “vida eterna”
El Papa plantea la siguiente pregunta en los párr. 10-12: «¿Qué es la vida eterna?». En vano esperaríamos
una respuesta clara y precisa, conforme con la doctrina de siempre: es la vida en la cual los elegidos son
como los ángeles del Señor, inmersos para siempre en la beatitud de la visión beatífica. El Pontífice
comienza su análisis partiendo de lo que el individuo cree que puede ser la vida eterna, de si la quiere
realmente o no... Sabemos, dice el Papa, que la vida cotidiana es insuficiente, y sentimos que debe existir
otra de un modo u otro, aunque ignoramos cuál (párr. 10-11). Estas reflexiones de Ratzinger se hilvanan
con la ayuda de textos de San Ambrosio y San Agustín, en los que ambos Padres de la Iglesia describen la
falta de exactitud, de claridad, con que los hijos del siglo se representan un más allá y cuya necesaria
existencia
sienten confusamente, bien que sin creer en él. Pero los Padres contraponen a tamaña representación lo
digna de todo crédito que es la vida eterna prometida y garantizada por el Resucitado, una vida que sólo
puede alcanzarse mediante la fe y las obras en Él. Sin embargo, este último aspecto no aparece en la
reconstrucción del Papa. ¿Cómo comenta éste de hecho la frase siguiente de San Ambrosio, que el santo
pronunció en el discurso fúnebre por su difunto hermano Sátiro: «No debemos deplorar la muerte, ya que
es causa de la salvación»? (párr. 10). De esta manera tan peregrina: «Sea lo que fuere lo que San
Ambrosio quiso decir exactamente con estas palabras, es cierto que la eliminación de la muerte, como
también su aplazamiento casi ilimitado, pondría a la tierra y a la humanidad en una condición imposible
y no comportaría beneficio alguno para el individuo mismo» [inmortal o poco menos] (párr. 11).
Significado auténtico de la frase de San Ambrosio
¿Qué era ese “sea lo que fuere” que San Ambrosio quiso decir “exactamente”? Algo de una claridad
meridiana: la muerte “es causa de la salvación” para nosotros los creyentes porque por conducto de ella
nos arrancamos finalmente de las tribulaciones de este mundo y entramos en la vida eterna, en la cual
contemplaremos a Dios para siempre “cara a cara”, como dice San Pablo.
De ahí que los cristianos llamaran a la muerte, con razón, dies natalis, el día de nuestro (verdadero)
nacimiento, porque nacemos a la vida eterna, la única vida verdadera para el hombre. Así, pues, nuestra
“salvación”, en sentido concreto, material, comienza con nuestra muerte, que nos sustrae para siempre al
poder del príncipe de este mundo. Para el pecador impenitente, por el contrario, la muerte es causa de su
perdición, como que por ella va a la condenación eterna.
Este significado objetivamente salvífico de nuestra muerte, que nos ayuda a vencer el miedo a ésta
(resultado de la fragilidad humana, efecto a su vez del pecado original), se halla ya en San Pablo. Basta
pensar en el famoso pasaje de la segunda epístola a Timoteo, en el cual el Apóstol anuncia su propio
martirio y anhela la muerte, es decir, la “partida” lejos de las cadenas de este mundo, para acceder
finalmente al premio sempiterno: «En cuanto a mí, a punto estoy de derramarme en libación, siendo ya
inminente el tiempo de mi partida [tempus resolutionis meae instat] He combatido el buen combate, he
terminado mi carrera, he guardado la fe. Por lo demás, ya me está preparada la corona de la justicia,
que me otorgorá aquel día el Señor, justo juez, y no sólo a mí, sino a todos los que aman su
manifestación» (II Tim 4, 6-7). La muerte es “causa de la salvación”, de la “partida” que introduce en la
vida eterna, no sólo para San Pablo, obviamente, sino también para todos los creyentes que hayan
perseverado hasta el fin en el “buen combate” contra sí mismos y contra el mundo. No sólo para San
Pablo «la vida es Cristo y la muerte una ganancia» (Filp 1, 21), sino asimismo para todos los verdaderos
creyentes, porque nos permite unirnos a Cristo para siempre. A esta “ganancia” imperecedera se refería
exactamente San Ambrosio en el pasaje citado por el Papa.
Una noción más que nada filosófica de la vida eterna
Así, pues, la concepción católica de la vida eterna es clarísima, según se echa de ver. Pero ¿cómo aparece,
en cambio, la “vida eterna” en la encíclica? Ésta la concibe siempre según las meditaciones existenciales
del individuo: «La expresión “vida eterna” trata de dar un nombre
a esta desconocida realidad conocida [conocida en el sentido de que se sabe que tiene que existir].
Necesariamente, es una expresión insuficiente que crea confusión. En efecto, “eterno” suscita en
nosotros la idea de lo interminable, y eso nos da miedo; “vida” nos hace pensar en la vida que
conocemos, que amamos y que no queremos perder, pero que a la vez es con frecuencia más fatiga que
satisfacción, de modo que, mientras por un lado la deseamos, por otro no la queremos» (párr. 12).
Entonces, ¿cómo llegar a un concepto no contradictorio? Pues entendiendo la vida eterna como «el
momento del sumergirse en el
océano del amor infinito, en el cual el tiempo -el antes y el después- ya no existe. Podemos únicamente
tratar de pensar que ese momento es la vida en sentido pleno, sumergirse siempre de nuevo en la
inmensidad del ser, a la vez que estamos desbordados simplemente por la alegría. En el evangelio de san
Juan, Jesús lo expresa así: „volveré a veros, y se alegrará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestra
alegría‟ (16, 22).Tenemos que pensar en esta línea...» (párr. 12).
A mí me parece ésta una noción filosófica de la vida eterna, en la que prevalece la idea de la “alegría” que
se experimentará en la “inmersión siempre nueva en la vastedad del ser” (del ser en general, no de Dios).
La cita de San Juan se usa en apoyo de esta concepción, que me parece más plotiniana que cristiana. ¿Se
les consentirá a todos, inclusive a los pecadores impenitentes, dicha “inmersión siempre nueva en la
vastedad del ser”?
¿Kantismo en la encíclica?
La pregunta que me hago con este interrogante es la de cómo se concilia con la concepción
verdaderamente católica de la “vida eterna” la invitación del Papa a encauzar el pensamiento en la línea
que propone. ¿Se concilia realmente?
La “gran esperanza” del hombre, escribe Benedicto XVI, «sólo puede ser Dios, que abraza el universo y
que nos puede proponer y dar lo que por nosotros mismos no podemos alcanzar». Dios es, pues, «el
fundamento de la esperanza; pero no cualquier dios, sino el Dios que tiene un rostro humano y que nos
ha amado hasta el extremo: a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto» (párr. 31). ¿Nos
hallamos aquí ante la neta afirmación de la naturaleza sobrenatural del reino de Dios y, por ende, de la
salvación?
El Papa prosigue, diciendo: «Su reino no es un más allá imaginario, situado en un futuro que no llega
nunca: su reino está presente allí donde él es amado y donde su amor nos alcanza» (loc. cit.). Así, pues,
el reino de Dios está “presente”. ¿Dónde? “ (...) donde Él es amado y donde su amor nos alcanza”. ¿En
nuestra conciencia, entonces? El Papa parece querer traducir así el concepto que se expresa en la famosa
frase evangélica “el reino de Dios está dentro de vosotros”.
Y, en efecto, continúa afirmando en la misma línea: «Sólo su amor nos da la posibilidad de perseverar
día a día con toda sobriedad, sin perder el impulso de la esperanza, en un mundo que por su naturaleza
es imperfecto» (l.c.). Pero añade a renglón seguido: «Y su amor es para nosotros la garantía de que existe
aquello que sólo llegamos a intuir vagamente [la vida eterna] y que, sin embargo, esperamos en lo más
íntimo de nuestro ser: la vida que es “verdaderamente” vida»
(l.c.).
La “garantía” de la existencia de la vida eterna la da, pues, más
allá de la vaga intuición
que nuestra mente pueda tener de ella, el amor que Dios nos profesa. ¿Y qué hay de la revelación? Pues el
Papa no dice con claridad que sólo con base en la revelación nos consta con certeza dicho “amor de
Dios”. Nada dice al respecto, en mi opinión, por lo que la esperanza que describe no pasa de ser,
entonces, un hecho de la experiencia interior del individuo, que postula como necesaria la existencia del
amor de Dios para creer en la realidad del objeto de esta esperanza.
¿Acaso peca mi conclusión de excesivamente “kantiana”? ¿Fuerza el pensamiento del Papa? Porque en la
argumentación papal parece concebirse el amor de Dios como una idea necesaria para creer en la
existencia de la vida eterna, la cual, en consecuencia, no derivaría de la revelación de manera autónoma.
De modo semejante, la existencia de Dios es, para Kant, una idea que la razón exige para poder legitimar
la existencia de la moral. El Dios de Kant no es el Dios vivo, sino una idea de la razón. Pero ¿podemos
decir que la idea de Dios presente en la encíclica no es la del Dios vivo? ¿Acaso no dice el Papa, en el
párr. 26, que por medio de Cristo «estamos seguros de Dios, de un Dios que no es una lejana “causa
primera” del mundo, porque su Hijo unigénito se ha hecho hombre y cada cual puede decir de Él: “Vivo
de la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí” (Gal 2, 20)»?
Y, sin embargo, la encíclica alberga, a mi juicio, junto a la representación de Dios en tanto que Dios vivo,
la del Dios de los filósofos -no sabría cómo llamarlo de otro modo-, que estriba en la idea de Dios que la
experiencia interior del ser humano postula como necesaria para satisfacer sus exigencias espirituales de
amor, felicidad, justicia.
Naturaleza incierta de los novísimos en la encíclica
Esta conclusión se desprende también, a mi parecer, de la parte final del documento, en la que el Pontífice
nos explica el significado de algunos lugares de “aprendizaje y ejercicio prácticos de la esperanza”. Paso
por alto “la oración como escuela de la esperanza” y “el obrar y el sufrir como lugares de aprendizaje de
la esperanza”, y me detengo, en cambio, en “el Juicio como lugar de aprendizaje y ejercicio de la
esperanza”, que es la parte en la que no queda más remedio que tratar de los novísimos.
Así que vamos con el “juicio”. La esperanza cristiana es asimismo «esperanza en la justicia de Dios»
(párr. 41). En el juicio se echa de ver, pues, el «esplendor de la esperanza». El juicio final es «imagen de
la responsabilidad con respecto a nuestra vida» (l.c.). Frase oscura, en mi opinión, entre otras cosas
porque el juicio no es una mera “imagen de nuestra responsabilidad”, sino la decisión infalible del justo
juez, que fija para siempre nuestras responsabilidades, es decir, nuestras culpas y nuestros méritos. Mas,
prosigue el Papa, la iconografía dio «cada vez más relieve», con el correr del tiempo, «al aspecto lúgubre
y amenazador del Juicio», y escondió el de la «esperanza» (l.c). El significado auténtico del juicio parece
ser entonces el de la esperanza, no el “lúgubre y amenazador”. ¿Por qué lúgubre y amenazador? El
Pontífice no lo dice, mas se advierte que se refiere al juicio de los condenados.
Como quiera que sea, en el juicio final se ejerce la justicia divina: «Sí, existe la resurrección de la carne.
Existe una justicia. Existe la “revocación” del sufrimiento pasado, la reparación que restablece el
derecho. Por eso la fe en el juicio final es ante todo y sobre todo esperanza [...] Estoy convencido de que
la cuestión de la justicia es el argumento esencial, o, en todo caso, el argumento más fuerte en favor de
la fe en la vida eterna. La necesidad meramente individual de una satisfacción plena que se nos niega en
esta vida, de la inmortalidad del amor que esperamos, es ciertamente un motivo importante para creer
que el hombre está hecho para la eternidad; pero sólo en relación con el reconocimiento de que la
injusticia de la historia no puede ser la última palabra en absoluto, llega a ser plenamente convincente la
necesidad del retorno de Cristo y de la vida nueva » (párr. 43).
¿No bastan entonces las Escrituras, no basta la doctrina de la Iglesia, para considerar “plenamente
convincentes” la parusía de Nuestro Señor y el juicio universal? ¿Y es en una encíclica donde hemos de
hallar una afirmación de tal tipo? Por otra parte, ¿cuál es el argumento “plenamente convincente” para los
hijos del siglo? Sólo el capaz de satisfacer las exigencias interiores del individuo, quien, al decir del Papa,
sufre al ver triunfar la injusticia en la historia. Para impedir dicho triunfo es menester creer en la justicia,
que “abrogará” el sufrimiento padecido y restablecerá el derecho al resucitar a los muertos.
Bien es verdad que éste es un argumento a favor de la existencia de Dios: vista la injusticia que hay
siempre en el mundo, debe de haber también un Dios que algún día ponga todas las cosas en su sitio. Pero
que sea el argumento sobre el cual fundamentar, de manera “plenamente convincente”, la verdadera
“esperanza cristiana”, eso es, a mi juicio, algún tanto dudoso dado que la “esperanza cristiana” en la
salvación se funda en los hechos atestiguados por la Sagrada Escritura y la Tradición y en las enseñanzas
de la Iglesia. Nuestra esperanza tiene un fundamento objetivo, pues se basa en la verdad revelada, que se
custodia en el “depósito de la fe”; es decir: tiene un fundamento sobrenatural. No se basa en las
denominadas necesidades espirituales del individuo, en su subjetiva experiencia interior, siempre en
busca de algo que no halla. Mas, si se cumple en el juicio la “esperanza de la justicia”, ¿será justo o no
que los malvados (los pecadores impenitentes) vayan a la condenación eterna? ¿No habría debido la
encíclica corroborar a este respecto la doctrina tradicional sobre el infierno, precisamente para rematar de
manera coherente la explicación de la idea de la “esperanza de la justicia”? Pero, sin embargo, no hay
nada de eso. El texto del Papa parece representarnos el juicio como el cumplimiento de una “esperanza”
que es posible esté depurada de aspectos “lúgubres” y “amenazadores”; esto es: ¡ahorra las condenas a la
perdición eterna! De hecho, la encíclica interpreta la parábola del rico epulón como si nos manifestara la
existencia del purgatorio, no del infierno (párr. 44). El documento no dice que haya hombres pecadores.
Más aún, ni siquiera figura en él el concepto de pecado como concepto específico, igual que tampoco
aparece el infierno, el cual no es, de hecho, el lugar de la condenación eterna («Vosotros, los que entráis,
dejad aquí toda esperanza»: Inf. III, 8), sino el modo de ser de «personas en las que todo se ha
convertido en mentira; personas que han vivido para el odio y que han pisoteado en ellas mismas el
amor. Es ésta una perspectiva terrible, pero en algunos casos de nuestra propia historia podemos
distinguir con horror figuras de este tipo. En semejantes individuos no habría ya nada remediable y la
destrucción del bien sería irrevocable: esto es lo que se indica con la palabra “infierno”» (párr. 45).
¿Todos se salvan, entonces? Leemos, en efecto, que «nuestra inmundicia no nos ensucia eternamente, al
menos si permanecemos orientados hacia Cristo, hacia la verdad y el amor [¿Tender? ¿Cómo? ¿Con sola
la intención?]. En fin de cuentas, esta suciedad ha sido ya quemada en la Pasión de Cristo. En el
momento del Juicio experimentamos y acogemos este predominio de su amor sobre todo el mal en el
mundo y en nosotros» (párr. 47).
Carta firmada
“TODAS LAS IGLESIAS PARA TODO EL MUNDO”
Tal fue el tema sobre el que versó la pasada Jornada Misionera Mundial (21-X-2007). Nos pareció que
había sido dictado, sin duda, por el anhelo evangélico que palpita en el Ut unum sint (Jn 17, 11, 21, 22), y
a ese título lo aceptamos también nosotros. Con todo y eso, la inadecuación de nuestro enfoque inicial se
echa de ver en cuanto se examinan los términos que expresan el tema en cuestión, como que el análisis
descubre la peligrosa ambigüedad que late en ellos. En efecto, privados de evidencia intrínseca, se prestan
a interpretaciones contradictorias y se vuelve harto difícil determinar en qué sentido los entendía quien
propuso y prescribió el tema de marras. Benedicto XVI atenuó su equivocidad, bien que sin borrarla del
todo y confirmándola en cierta medida, mediante el mensaje de anuncio de la Jornada Misionera Mundial
que brindó el 27 de mayo del 2007 (solemnidad de Pentecostés); de ahí que nos preguntemos qué sentido
hay que dar a la expresión “todas las iglesias”. Por desgracia, la tradicional claridad de los documentos
oficiales de la Iglesia, ya bastante comprometida por la falta de concreción del lenguaje conciliar, brilla
también por su ausencia en esta ocasión.
El tema que nos ocupa no habría dado lugar a preocupación alguna de haberse tratado de un llamamiento
a las iglesias locales (aunque, para disipar cualquier confusión de ideas, habría sido preferible
denominarlas con el nombre de siempre, a saber, con el de “diócesis”): en tal caso habría constituido a
todas luces un llamamiento a la Iglesia, esto es, un llamamiento a la «Iglesia de Cristo (que) está
verdaderamente presente en todas las legítimas congregaciones locales de los fieles que, unidos a sus
pastores, reciben también el nombre de iglesias en el Nuevo Testamento (cf. Hechos 8, 1; 14, 22-23; 20,
17 y passim)» (Lumen Gentium n. 26/a). Aclaremos que en los textos sagrados se denomina “iglesias” a
dichas congregaciones en cuanto que en cada una de ellas se identifica a la Iglesia en su identidad,
totalidad y plenitud: «la Iglesia de Jerusalén» (Act 8, 1); «a la Iglesia de Dios en Corinto» (I y II Cor 1,
2); también la única se halla en las «siete iglesias que hay en Asia» (Ap 1, 4.11.20). No existe, pues,
ninguna parcelación de las iglesias: la Iglesia es una, única e indivisa donde quiera que esté.
Pero precisamente a tal respecto se introduce una ambigüedad cuando la expresión “iglesias locales” se
sustituye por esta otra: “iglesias particulares”. Tal sustitución -no en sí, sino en el uso que se hace hoy de
ella- mira a dilatar los denominados horizontes de la catolicidad al reconocerle a toda denominación
cristiana, inclusive a la Iglesia católica y prescindiendo de la relación que mantienen con ella las otras
denominaciones, la cualidad de “iglesias particulares”, las cuales concurren todas, según parece, una junto
a otras, a la constitución de la Iglesia universal. También en este caso la ambigüedad nace de la
revelación arbitraria de la Iglesia y se concreta en el concepto de Iglesia como suma de comunidades
particulares, cuando, en realidad, la verdad es exactamente lo contrario, es decir, que en toda comunidad
local, con tal que esté dotada del constitutivo esencial de la Iglesia misma (jerarquía y sacramentos), está
presente la Iglesia una, santa, católica y apostólica: ni más ni menos que la Iglesia única, la que está en
Jerusalén, Corinto, Asia, etc.
Para ser honestos, ha de observarse que, en este caso, no fue el Papa quien salió garante de la sustitución
de la voz “local” por la palabra “particular”, pues escribió en su mensaje que el tema de la Jornada
Misionera Mundial «invita a todas las iglesias locales de cada continente a una conciencia compartida
tocante a la urgente necesidad de relanzar la acción misionera ante los múltiples y graves desafíos de
nuestro tiempo», aunque, por desdicha, al cerrar un ojo -y puede que ambos- ante las verdaderas razones
que comprometen hoy la acción misionera, Benedicto XVI se refugió en el ya trillado lugar común de los
desafíos actuales. En efecto, las dificultades para la acción misionera, en lugar de provenir de los
“múltiples desafíos de nuestro tiempo”, provienen de una teología ronca y asmática, que no justifica ya la
missio ad gentes y que se vale para ello de pretextos inconsistentes: que es tiempo de testimonio, no de
proselitismo; que hay que respetar la libertad religiosa de todo ser humano, y que las religiones, y entre
éstas especialmente las tres “reveladas”, son todas salvíficas. Por tanto, si no se condena esta teología
antimisionera, que no es raro la promuevan algunos de los propios misioneros y hasta algún que otro
obispo, caerán del todo en saco roto las cuatro referencias que hizo Benedicto XVI, en el breve mensaje
de que estamos hablando, a la encíclica Fidei donum del siervo de Dios Pío XII. De hecho, si quisiéramos
decir cómo están las cosas en realidad, nos veríamos constreñidos a confirmar que no sólo algunos
misioneros, sino incluso varios responsables del gobierno de la Iglesia, hacen oídos de mercader cuando
se alza alguna voz contra los prejuicios antimisioneros. Así se permite y se facilita la deriva de la
autoconciencia misionera y del deber respectivo.
A propósito de la Fidei donum de Pío XII, es de alabar el intento de celebrar su quincuagésimo
aniversario, pero no puede aceptarse como verdadera la declaración de que con dicha encíclica «se
promueve y anima la cooperación entre las iglesias para la misión ad gentes», pues Pío XII sólo habla
una vez de iglesias en plural, al citar II Cor 11, 28 (sollicitudo omnium ecclesiarum: “la preocupación por
todas las iglesias”), y lo hace para resaltar su responsabilidad de Papa respecto de toda iglesia local, sin
dejar de insistir en todo el resto de la encíclica siempre y nada más que en «la Iglesia, toda la Iglesia», y
en el «concurso de toda la Iglesia» a la acción misionera (Enchiridion della Chiesa missionaria, Bolonia,
1997, nn. 275, 285-288). Advertimos, no sin satisfacción, que también Benedicto XVI habla sobre todo
de iglesias locales en el mensaje del 27 de mayo del 2007, si bien, por desgracia, al referirse a la
Redemptoris missio, de wojtyliana memoria, sustituye a veces el término “locales” por la voz
“particulares”.
El mensaje se hace eco, además, de una discutible eclesiología indudablemente conciliar: «El mandato
misionero [...] compete ante todo al sucesor de Pedro [...] y también a los obispos, que son directamente
responsables de la evangelización tanto como miembros del colegio episcopal cuanto a título de pastores
de las iglesias particulares». El Papa se refiere con eso, evidentemente, al «orden de los obispos», el cual
«junto con su Cabeza, el Romano pontífice, y nunca sin esta cabeza, es también sujeto de la suprema y
plena potestad sobre toda la Iglesia» (LG, n. 22/b). Nosotros, que quede bien claro, consideramos
insostenible, «por la contradicción que no lo consiente» (Dante, Divina Comedia, 1, 27, 120), la tesis de
los dos sujetos, Papa y colegio episcopal, titulares del gobierno eclesiástico por el mismo concepto,
puesto que, en realidad, no se trata de dos sujetos, sino de dos modos distintos de gobernar la Iglesia por
parte del mismo sujeto: del Papa como persona pública y del Papa como cabeza del colegio.
En el caso presente, sin embargo, nos interesa particularmente el paso de iglesias locales a iglesias
particulares; responsable de dicho paso, por desgracia, es, precisamente, el texto wojtyliano del 7 de
diciembre de 1990 -aunque no es el único, como es obvio-, veinticinco años después del Ad gentes del
Vaticano II. En sostén de la absurda tesis sobre la salvación universal incondicionada (sépaselo o no,
quiéraselo o no) (Ench. Chiesa miss., nn. 1699, 1700-1713), la Redemptoris missio usa indistintamente y
con desenvoltura las voces “local” y “particular” (ibid., nn. 1678, 1726, 1764, 1789, 1814, 1821) al
referirse a las iglesias de antigua plantatio (cuya fundación data de antiguo) y a las denominadas
“jóvenes” (ibid. nn. 1762, 1776 et alibi).
Hoy, el uso ya difundido de llamar “iglesias particulares” al conjunto de las denominaciones “cristianas”
en tanto que constitutivas de la Iglesia universal, vuelve más ambigua que nunca, o, por mejor decir,
insostenible, la fórmula “todas las iglesias” presente en el enunciado del tema de la última Jornada
Misionera Mundial.
Entendámonos, la buena eclesiología parece salvaguardada en el contexto del mensaje de Benedicto XVI.
No cabe duda de que son iglesias católicas “las iglesias locales de cada continente”, cada una con su
obispo legítimo, en el que se verifica el texto de Act 20, 28: «Mirad por vosotros y por todo el rebaño
sobre el cual el Espíritu Santo os ha constituido obispos para apacentar la Iglesia de Dios...»; éste es,
asimismo, el pensamiento del que brota el mensaje entero. En resumidas cuentas, la mera distinción entre
«iglesias de antigua tradición, que en el pasado, además de medios materiales, suministraron a las
misiones un número notable de sacerdotes, religiosos, religiosas y seglares», y «las jóvenes iglesias en
tierra de misión», que «deben participar cuanto antes y de hecho en la misión universal de la Iglesia,
enviando también ellas misioneros a predicar el evangelio por todo el mundo aunque sufran de escasez
de clero» (cf. Redemptoris missio, n. 61), depone en favor de la cualidad ciertamente católica de las
“iglesias” en cuestión. Así y todo, habría sido necesario disipar toda posible equivocidad tanto en los
principios cuanto en las palabras.
En efecto, quien conozca, por poco que sea, la historia del movimiento ecuménico, sabe que nació en un
ámbito misionero acatólico, como respuesta a las condiciones, si es que no, de hecho, a las exigencias, de
las “jóvenes iglesias” fruto del proselitismo de las “iglesias” que habían brotado de la denominada
“Reforma Protestante”. Quien, por el contrario, no esté al corriente de ello, puede verificarlo en R. Rouse
- S.C. Neill, Storia del Movimento Ecumenico dal 1517 al 1948, Bolonia: Il Mulino, 1953, sobre todo en
su volumen IIº: De principios del siglo XIX a la Conferencia de Edimburgo. Se ha asistido desde
entonces acá al cursus in fine velocior (“esprint final”) que ha extendido el uso de la voz “iglesia” para
denotar cualquier comunidad “cristiana”, y el del término “particular” para referirse a cada una de tales
comunidades. Por consiguiente, es hoy casi imposible que la expresión “todas las iglesias” tenga un
significado católico, es decir, limitado a la designación de las diócesis de la Iglesia católica.
Así, pues, es verdad que, desde el Vaticano II en adelante, pastores y teólogos católicos reconocen la
denominada ratio ecclesiae (“carácter de iglesia”) incluso a las comunidades evangélicas, esto es,
protestantes, a las que llaman “iglesias” por eso mismo. Y aunque empleen dicha denominación en
sentido limitativo, es decir, aunque, en su opinión, no se verifique en ellas la razón de iglesia de una
manera plena y perfecta (non plene, non perfecte), no por ello dejan de ser iglesias al fin y al cabo. Más
aún, se ha terminado a la larga por preferir el valor a su límite: “iglesias” es el nombre común a todos,
católicos y acatólicos.
Sabemos que no se quiso con eso hacer de toda hierba un fardo; antes al contrario, todos siguen
celosamente aferrados a su confesión propia y nadie le pedirá nunca al otro el sacrificium
sui ipsius (“el sacificio de sí mismo”; no es casualidad que hoy casi se haga ostentación de la renuncia a
convertir). Toda confesión sabe que para ser “iglesia” y concurrir histórica y positivamente a formar la
Iglesia de Cristo, la cual, obviamente, dejó de existir o no ha venido aún a la existencia, basta con
limitarse a seguir siendo lo que se es y tal como se es.
Tal dilatación del crédito eclesial tiene aleo de paradójico, o, mejor dicho, absurdo, por no decir, cual se
debería, de pecaminoso: por un plato de lentejas, es decir, por un diálogo amistoso y fraterno, se sacrifica
la “primogenitura” de la identidad católica y se homologa la falsificación del concepto de Iglesia. A decir
verdad, hay motivo para preguntarse cómo diablos Benedicto XVI no advierte la insostenibilidad de
tamaña homologación.
La cuarta respuesta de la Congregación para la Doctrina de la Fe a Algunas preguntas sobre la Iglesia
(10-VII-2007; v. sì sì no no, agosto del 2007, edic. italiana) declara explícitamente que las comunidades
cristianas del mundo oriental, aunque “carecen” de la comunión
plena con Roma, «merecen el título de iglesias locales o particulares y se denominan iglesias hermanas
de las iglesias particulares católicas». La innovación abulta sobremanera, porque se pasa de la condena
de un cisma a la equiparación
de los cismáticos y los católicos bajo el título común de «iglesias locales o particulares». El definir a las
comunidades nacidas del cisma como “hermanas de las iglesias particulares católicas” podría añadir
escándalo sobre escándalo y error sobre error en caso de que se haga semejantes a unas y otras -como
parece que tal es el caso- en la condición histórica de iglesias parciales, pertenecientes todas a la Iglesia
de Cristo sin que ésta pueda identificarse con ninguna de ellas en particular.
La razón del citado asemejamiento estriba, según parece, en el hecho de que también las comunidades
nacidas del cisma de Oriente «siguen unidas a la Iglesia católica por medio de la sucesión apostólica y
de la eucaristía válida». Es para palidecer de espanto: ¡un documento oficial y, por ende, aprobado por el
Papa, pone en el mismo plano de “iglesias particulares o
locales” a las comunidades cismáticas orientales y a las
diócesis católicas (orientales
y occidentales) sólo porque el Oriente cismático tiene, según parece, sucesión apostólica y eucaristía
válida! No nos preguntemos si los redactores del documento precisaron alguna vez el problema de la
pertenencia a la Iglesia católica ya con base en los tres vínculos -bautismo, profesión de la fe católica,
comunión con la Iglesia- de que habla la Mystici corporis (AAS 35, 1943, 202), ya con base en la
explanación que da de ello cualquier manual de eclesilogía católica a la luz de esa perenne tradición que
excluye de la Iglesia a los excomulgados (Denz. S. nn. 1128/1163, 1180, 1217-19, 1271-73, 1473 ss.,
1491-93). Preguntémonos a nosotros mismos, maravillados y perplejos, por qué Benedicto XVI parece
ignorar, sea la distinción entre formal y material, sea el diverso significado y la ineficacia de la sucesión
apostólica mere materialis (“puramente material”), pues son puntos firmes de la teología católica:
a) Que no basta para garantizar la continuidad de la sucesión apostólica la successio ab initio decurrens,
es decir, el hecho de remontarse, por una cadena ininterrumpida de obispos, a este o aquel Apóstol, sino
que se precisa, además, en tanto que principio formal constitutivo de dicha continuidad, la comunión
ininterrumpida con el sucesor de Pedro.
b) Que el vehículo sacramental de la sucesión misma es el sacramento del orden en su plenitud, esto es,
conferido no sólo válida sino también lícitamente; la carencia de dicha plenitud es, como en la sucesión
meramente material, carencia de sucesión apostólica, de autenticidad doctrinal y de participación en los
mismos sacramentos (v. sì sì no no, 15 de Diciembre del 2000, pp. 4 y ss., ed. italiana).
¿Qué decir luego de las denominaciones cristianas nacidas de la reforma protestante? Falta en ellas por
completo la sucesión apostólica, tanto material cuanto formal; se sigue de ahí no sólo la «carencia del
sacramento del Orden», sino, además, la de la
«genuina e íntegra sustancia del misterio eucarístico» (Unitatis Reditegratio, n. 22; EV 1, 567). Pues
bien, también a ellas se les reconoce alegremente una limitada, aunque verdadera, ratio ecclesiae, por lo
que se las llama asimismo “iglesias”. Y el que lo dice no es un modernista irreductible, sino Benedicto
XVI, quien repite, por desgracia, lo que ya había enseñado en calidad de profesor, obispo, cardenal y
prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, esto es: «la unidad de las iglesias» como
superación de la actual «fase intermedia» de separación; su carácter de «iglesias particulares», y la
dimensión parcial de la propia Iglesia católica, puesto que «el ser de la Iglesia en cuanto tal es una
entidad más amplia que la Iglesia católico-romana» (L'Osservatore Romano, 8-X-2000).
Caso de que subsista todavía alguna duda sobre el valor que tiene hoy la expresión “todas las iglesias”,
desaparecerá si se piensa en cuanto se ha legislado en estos últimos tiempos de loca apostasía de la fe; es
decir, si se lee:
a) Las disposiciones del Directorio para la aplicación de los principios y de las normas sobre el
ecumenismo (1993).
b) Los varios volúmenes del Enchiridion oecumenicum, donde se recogen las actas, a menudo oficiales,
de los encuentros ecuménicos, celebrados todos ellos no para “confesar” la fe, sino en aras del
compromiso dialogante.
c) Los discursos y los escritos del inefable cardenal Kasper, además de las actividades de su Pontificio
Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos.
Ya que la declaración Dominus Iesus, del 6 de agosto del 2000, había intentado aplicar, en el n.16, un
tímido correctivo al uso indiferenciado de la voz “iglesias”, el cardenal Kasper hizo pública enseguida su
oposición y, erigiéndose en abogado de las comunidades protestantes, justificó «las ásperas críticas» de
éstas, protestó él mismo junto con ellas e hizo votos por una formulación diversa del documento
explicando que, si bien en otro sentido, también los protestantes son «iglesia, otro tipo de iglesia», sin
duda, pero iglesia al fin, y gozan del derecho pleno a ser reconocidos como iglesia. Además, habló, a boca
llena, de «ecumenismo con las iglesias orientales» y de «ecumenismo con las iglesias de la tradición
protestante», con lo que daba por descontado que tanto respecto de unas como de otras es teológicamente
posible y ecuménicamente obligado el uso del término “iglesias”; al mismo tiempo calificaba de
«espinoso» el problema del uniatismo -esto es, el de las comunidades católicas orientales que nunca se
separaron de Roma o bien volvieron a la unidad con ella- sólo porque es ajeno a los actuales
compromisos ecuménicos o, dicho con más claridad, porque constituye un obstáculo para los mismos
(Kasper, W., Non ho perduto nessuno -“No he perdido a ninguno”-,
Bolonia, 2005, y Vie dell'unitá -“Caminos de la unidad”-, Brescia, 2006).
¿Qué pensar de todo ello? Juzgue el lector. Por lo que a nosotros toca, nos ratificamos en las siguientes
posiciones:
a) Afirmamos la unidad y la unicidad de la Iglesia, ante la cual incluso un uso inocuo de suyo del plural
“iglesias” es hoy, más que nunca, una fuente de ambigüedad en grado superlativo.
b) Reconocemos la necesidad, inmanente a la Iglesia misma, de su incesante acción misionera, entendida,
no como puro y mudo testimonio, sino como actividad evangelizadora en sus diversos aspectos, o sea,
como ejecución del mandato evangélico que formuló Cristo en Mt 28, 18-20: « [...] me ha sido dado todo
poder en el cielo y en la tierra; id, pues; enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar cuanto yo os he mandado».
Por último, rogamos a quien piense que tal actividad evangelizadora coincide con el proselitismo que
Juan Pablo II condenó por atentar contra la libertad de conciencia (L'Osservatore Romano, 27-1-1993;
25-1-1995; 24-VI-2001), que verifique en cualquier buen diccionario el significado exacto de dicho
término y su etimología.
Josaphat
LA NUEVA ORACIÓN POR LOS JUDÍOS
La Secretaría de Estado notificó, el 4 de febrero del 2008, que se había modificado en el sentido siguiente
la oración por la conversión de los judíos que se contenía en el misal romano, la cual se rezaba durante la
acción litúrgica del viernes santo: «Rogamos también por los judíos. Que el Señor Dios nuestro ilumine
sus corazones para que reconozcan a Jesucristo, salvador de todos los hombres. Dios omnipotente y
eterno, [...] concede propicio que, entrando la plenitud de las gentes en tu Iglesia, todo Israel sea salvo».
Así, pues, se eliminaron las
siguientes expresiones de la plegaria precedente: «Que Dios quite el velo de sus corazones [...] Pueblo
cegado [...] que sean liberados de sus tinieblas»
¿Qué hay que decir al respecto?
1) Ante todo, que la nueva oración no puede considerarse “intrínsecamente mala”, a diferencia de la
contenida en el Novus Ordo Missae de 1970, en la que se rogaba que el pueblo judío perseverara en la
fidelidad a la antigua alianza, como si ésta aún siguiera vigente y como si la alianza nueva y eterna, que
se selló con la sangre de Cristo, fuese facultativa al menos para los judíos (absit!). En efecto, la nueva
oración de Benedicto XVI pide explícitamente la conversión de Israel a Cristo (cosa de la que se quejan
los propios judíos).
2) Con eso y todo, es lícito preguntarse por qué diablos se ha modificado precisamente la mejor de las dos
oraciones que había: una pésima, la de Pablo VI, y otra mejor, la de Juan XXIII.
Todos conocen las presiones externas que los ambientes judíos ejercían en tal sentido; de ahí que el daño
se verificara por motivos “ecuménicos” y que, como siempre, terminara por disgustar a todos.
Esperemos que no sea éste el desgraciado comienzo de aquella contaminatio que, según parece, ha de
verter parte del Novus Ordo Missae en el rito romano tradicional, según se decía en la Carta a los Obispos
que acompañaba al Motu Proprio de Benedicto XVI: un proyecto que nosotros contábamos entre los
motivos que nos inducían a dudar de la idoneidad del Motu proprio en cuestión (v. sì sì no no, Noviembre
del 2007, ed. española).
3) Cuanto a lo que la “nueva oración” por los judíos no menciona ya explícitamente (a saber, el velo que
ciega y entenebrece a Israel), no es honesto ni correcto aseverar, como hacen algunos, que aquélla niegue
de manera explícita, con dicho silencio, que el judaísmo, religión postbíblica, se halle en las tinieblas del
rechazo a Cristo, pues pide explícitamente que los judíos sean iluminados y que todo Israel “reconozca a
Jesús” y así “sea salvo”; de ahí que afirme implícitamente el estado de privación (del conocimiento de
Jesús y de la salvación) en que yace la actual religión judía.
Así, pues, la nueva oración no es sustancialmente errónea, pero sí más imperfecta o menos completa que
la de 1962.
La historia de la Iglesia no carece de ejemplos de Papas que hicieron algo incompleto sin errar por ello en
la fe. Nos limitaremos al caso del Papa Honorio, que habló de una sola voluntad en Cristo, pero en el
sentido de que la voluntad humana de Cristo se conformaba plenamente con la divina; de ahí que pudiera
hablarse de una sola voluntad en sentido moral, no en el ontológico, pues en éste hay dos voluntades en
Cristo: una humana y otra divina. El Papa se limitó, “muy diplomáticamente”, a subrayar la uniformidad
ética (en el obrar) de la voluntad divina y la voluntad humana de Cristo, sin errar al respecto negando la
existencia de dos voluntades en su persona (cf. E. ZOFFOLI, La vera Chiesa di Cristo, Roma, 1990, pág.
272).
El concilio constantinopolitano condenó a Honorio junto con los herejes monotelitas, pero el Papa León II
(682) se negó a ratificar dicha sentencia: Honorio «había permitido a los patriarcas de Constantinopla
ofuscar la fe», porque, «por negligencia, [...] no apagó desde el principio la llama de la herejía», y
porque «dejó o permitió que se alterara la regla inmaculada de la tradición apostólica». Así que
Honorio no erró doctrinalmente, pero «por falta de solercia, seriedad y altura [...] prefirió la doblez [...] y
se comportó como un diplomático desmañado. No fue hereje, pues, pero sí se hizo responsable, aunque
inconsciente, de la difusión de una herejía» (E. ZOFFOLI, op. cit., pp. 274-275). Es lícito censurar la
actuación permisiva de Honorio, mas no se le puede acusar de herejía, precisamente porque no quiso
definir nada, o, mejor dicho, porque evitó tomar posición, con lo que favoreció el error (1).
La nueva oración de Benedicto XVI por la judería es, ciertamente, mucho menos incorrecta que la
actuación de Honorio: es un acto menos perfecto de lo que habría podido ser y, sobre todo, inferior a la
oración que figuraba ya en el misal de 1962, el cual, por cierto, «no fue abrogado jamás», al decir del
reciente Motu proprio.
Sin embargo, no puede uno dejar de sentir preocupación por la presión que el judaísmo incrédulo sigue
ejerciendo hoy, en virtud del ecumenismo, en la Iglesia de Cristo. Que Dios ilumine y esfuerce al Papa y
no lo entregue en manos de los enemigos de Cristo y la Iglesia. Roguemos y hagamos penitencia, “ya que
esta ralea de demonios sólo sale con la oración y el ayuno”, no con chácharas vacuas.
SÍ SI NO NO
Nota:
(1) León II ratificó la condena que había fulminado el VIº concilio constantinopolitano (680-681), aunque
redujo el error del Papa Honorio “del plano dogmático al pastoral”. La condena del Papa León II
calificaba como herejes a los obispos bizantinos, mientras que decía de Honorio que fue «no un
propugnador consciente de doctrinas heterodoxas, sino víctima ignara (si bien no exenta de negligencia)
de los enredos del patriarca Sergio de Constantinopla. Sea como fuere, es muy difícil, y quizás inútil por
completo, determinar con certeza las intenciones reales que animaban a Honorio» (Antonio Sennis, vol.
8, pág. 589, de la Enciclopedia dei Papi, Roma: Instituto Enciclopedia Italiana, 200).
LOS “OBEDIENTÍSIMOS”
Recibimos y publicamos
«Queridísimo sì sì no no:
Transcribo lo siguiente del periódico Repubblica del 27-XI-2007, pág. 21: «Pido firmemente a los
sacerdotes de la diócesis que no den permiso a los grupos que soliciten la celebración de misas según el
rito preconciliar, y que velen para que en ninguna iglesia del territorio diocesano se organicen tales
misas.
Firmado: el responsable de la diócesis de Savona-Noli».
Agrego también esto del Corriere della Sera del 17-XI-2007, pág. 27: «En algunas naciones o diócesis
los obispos han promulgado reglas, relativas al uso de la vieja misa en latín, que prácticamente anulan o
deforman la intención del Papa, con lo que se configura una crisis de obediencia hacia el Santo Padre
que se echa de ver hasta en algunos eclesiásticos de los rangos más altos de la Iglesia. Fue una
requisitoria en toda regla la que pronunció, valiéndose de una entrevista que concedió a la agencia
vaticana Fides, el arzobispo Albert Malcolm Ranjit Patabendige Don, secretario de la Congregación para
el Culto».
El articulista Luigi Accattoli da los nombres de los desobedientes: «desde el cardenal Martini a los
liturgistas reunidos en Vallombrosa a finales de agosto [2007], pasando por los obispos Alessandro
Plotti, Luca Brandolini, Sebastiano Dho, Diego Coletti y el cardenal Tettamanzi de Milán».
¿Qué pensar de ello?
Cordiales saludos in Christo Rege».
Carta firmada