Download Mar de fondo : el mar como marco de poemas y relatos

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MAR DE FONDO
Diciembre de 2007
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© Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca Universitaria, 2009
FRANCISCO GORRÍN GONZÁLEZ
En este proyecto, el mar es el absoluto protagonista. Para
un isleño que siempre ha vivido a su vera es el marco, el
personaje y el fondo de tal cantidad de vivencias y
recuerdos, que termina por convertirse en un interlocutor
más de su existencia. Pero se acepta como algo natural y
la más de las veces ni siquiera se es consciente de ello. Eso
es lo que a mí me había ocurrido durante años.
Al acabar el último libro reflexioné largamente sobre cual
sería el próximo trabajo en el que embarcarme. Por un
lado me apetecía darle un cauce de salida a la pequeña
variante que ha experimentado mi experiencia como
escritor (aún se me hace difícil describirme de esa
manera): Ocasionalmente han ido apareciendo una serie
de relatos cortos, que con el paso del tiempo fueron una
tentación dar a conocer. Pero por otra parte, también
flotaba en el ambiente el reto de escoger previamente un
tema para comprobar hasta qué punto era posible extraer
el jugo literario que pudiese contener, obligándome a
escribir sobre él.
Las dos cuestiones encajaron como un guante cuando me
vino a la mente la posibilidad de que la obra girase en
torno al mar como marco donde se desarrollaran las
historias. Y aún me atreví a dar otro paso: Como ya tenía
en el zurrón algunos poemas de ese tipo, podría incluso
mezclar narrativa y poesía, lo que haría aún más completa
la experiencia. Sé positivamente el peligro que esto
entraña de cara al posible lector, porque no es usual
encontrarse con semejante menú. Permítanme pedir
anticipadamente disculpas por el atrevimiento: Ha podido
más la necesidad de dar un sentido homenaje a lo que
considero como mi más querido y sentido compañero.
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© Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca Universitaria, 2009
La idea
Por último, he de dejar constancia de mi agradecimiento a
un grupo de amigos, que en su momento me dieron el
empujoncito
que
necesitaba
para
embarcarme
definitivamente en este proyecto. Su entusiasmo y
confianza, que supera con creces a los del que esto
suscribe, nunca deja de asombrarme. Espero haber estado
a la altura que merecen.
Santa Cruz de Tenerife, Diciembre de 2007
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© Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca Universitaria, 2009
Porque lo que comenzó como otro proyecto, ha terminado
por convertirse en algo tan ligado a mí, que me será
imposible la imparcialidad necesaria como para ser capaz
de analizar el resultado con la suficiente perspectiva. En lo
que van a leer han intervenido la imaginación y la
inventiva, es evidente. Pero es mucho más que eso:
Confluyen también algunos de mis sueños infantiles más
queridos, una gran cantidad de experiencias personales
vividas a lo largo de los años, así como la sombra de
gentes e historias que dejaron su huella en mi alma. Pero
por encima de todo, es un acto de amor al mar.
Gracias por su cariño.
Paco Gorrín
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© Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca Universitaria, 2009
A Genia, Mª José, Cecilia y Martha Lucía,
mis lectoras más fieles.
...el mar por mí ha nacido
y al sol del mar mi soledad se acoge...
Emilio Prados
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Relatos
En realidad era un instante fugaz, pero a él le parecía que el
tiempo transcurría con la suficiente lentitud como para que la
película de su vida se proyectara en su cerebro fotograma a
fotograma. No pudo evitar echar la vista atrás. Resultaba curioso,
pero era justo ahora cuando acababa de darse cuenta de su
vinculación al mar desde que nació. Es que todo se había
desarrollado de forma tan natural, que nunca se vio en la
necesidad de analizarlo…
El destino quiso que naciese isleño y ya desde la infancia, en el
pequeño pueblo de pescadores que le vio crecer, un lazo invisible
le había atado al océano para siempre. Sus juegos preferidos se
desarrollaban en la costa y el mar siempre era protagonista.
Aún recordaba la emoción de las primeras brazadas. Aprendió a
nadar casi al mismo tiempo que a caminar. Su lugar preferido era
una pequeña cala cercana al pueblo donde pasaba horas gozando
del sol y el agua. Acabó conociendo al dedillo todos los recovecos,
los accidentes geográficos, las corrientes, las formas caprichosas
causadas por la acción conjunta durante siglos de vientos y
marejadas. Cuando aprendió a nadar con soltura, le gustaba
adentrarse en dirección al horizonte, con brazadas profundas y
constantes hasta que paraba de puro cansancio. Se recuperaba
tumbado boca arriba en la superficie, mecido por el suave
movimiento de las olas y sintiendo el sol en la cara. Era aquél un
placer inenarrable que le acompañó toda su vida.
La familia siempre estuvo vinculada a la pesca. De vez en cuando
su abuelo le dejaba coger la vieja barca de remos y, en compañía
de los amigos, se iban a sitios pocos frecuentados y pasaban el día
cazando pulpos o haciendo submarinismo. Incluso llegó a hacer
amistad con un mero que con el tiempo se dejaba tocar y le
acompañaba complacido durante las inmersiones...
A veces, durante las vacaciones, acompañaba a su padre en las
faenas de la pesca. Le gustaba pasar la tarde anterior preparando
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© Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca Universitaria, 2009
Uno: El círculo se cierra
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© Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca Universitaria, 2009
los arreos y acondicionando el pequeño barco, para levantarse en
la madrugada, desayunar los dos en silencio y salir por la bocana
del puertito alumbrados por las farolas. Los años fueron pasando
tranquilos. También su mar fue testigo de los primeros amores, del
primer beso, del fugaz descubrimiento del cuerpo femenino…
La rutina de su vida se alteró bruscamente al acabar el
bachillerato. Recordaba la lágrima furtiva de mamá al verlo
marchar aquél mes de octubre camino de la universidad. Vio el
orgullo en los ojos de su padre porque era el primero de la familia
en tener esa oportunidad que no pensaba desaprovechar.
Había elegido Biología marina. ¿Acaso podía ser de otro modo?
Años de estudios, de adquirir conocimientos que ayudarían a
mejorar ese medio que tanto amaba, de ecologismo militante…Y de
regresos jubilosos en verano. De baños interminables de sol y mar,
de disfrutar con esa luz inigualable, de noches libres enmarcadas
por un cielo siempre estrellado.
La vida de adulto le sorprendió haciendo lo que más le gustaba
hacer. Sabía que no tenía motivos de queja. Había tenido mucha
suerte en la vida, porque se la ganaba en algo que nunca consideró
como un trabajo.
Se obligó a volver al angustioso presente. Ya no quedaba mucho
tiempo. El coche se sumergía sin remedio. No pudo dominarlo
cuando reventó la rueda en la última curva, y cayó por el
desfiladero. Milagrosamente seguía vivo, pero había intentado salir
por todos los medios hasta que se convenció de que era imposible.
Estaba atrapado, no podía mover la pierna…Intentó calmarse. El
mar lo llamaba, queriendo cerrar el círculo que había sido su
existencia. Al fin y al cabo, tampoco conocía mejor tumba que esa.
El agua seguía entrando. Cerró los ojos, abrió la boca y esperó…
Me gusta viajar en barco, reflexionaba, mientras esperaba subir a
bordo del ferry ultramoderno que me llevaría a otra isla cercana a
pasar unos días. Se había producido un pequeño retraso y
amenizaba la espera escuchando música con los auriculares
puestos, mientras echaba una mirada a la variopinta fauna que
poblaba la estación marítima...
Imagino que por la imagen de tristeza que mostraban, acabé por
fijarme en una pareja que ocupaba un rincón tranquilo:
Seguramente se estaba desarrollando ante mis ojos la
representación de una ceremonia de despedida. Se hablaban
abrazados y sus gestos denotaban la desesperación de dos
enamorados que se ven obligados a separarse por causas ajenas a
ellos mismos, a sus deseos más íntimos. Sentí lástima. Que tristes
pueden llegar a ser las despedidas cuando hay amor está por
medio...
Por los altavoces anunciaron que ya se podía acceder al barco. Se
produjo un ligero revuelo mientras los pasajeros abandonaban la
estación para acceder a las escaleras de subida al buque. Siempre
me tomo esos momentos con tranquilidad, prefiero esperar a ser
de los últimos en subir y así me evito las aglomeraciones. Por un
instante perdí de vista a la pareja, pero enseguida volví a verlos.
Era imposible no hacerlo: En ese momento estaban de pié, en
brazos uno del otro y sus bocas se habían unido en un beso tan
intenso, que hasta yo mismo dejé de respirar unos segundos.
Formaban algo aparte, como una isla entre un mar de gente donde
se había concentrado una poderosa fuerza que los envolvía. El beso
se hizo eterno. Me sentí mal, como si estuviese invadiendo una
intimidad que necesitaban, pero que al mismo tiempo era
imposible concederles...
En fin, que subí al barco, tomé posesión de un asiento y decidí dar
una vuelta para ver las maniobras de salida del puerto. Al rato,
cuando volví a mi butaca comprobé con sorpresa que la chica, que
era al final la que viajaba, se había sentado cerca. Me extrañó su
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Dos: Besos de mujer
- me estaré volviendo un cotilla, pero aquí pasaba algo raro, y yo
voy a averiguar qué es- pensé.
Cual no sería mi asombro cuando al bajar a tierra la estaba
esperando otro chico, con un parecido asombroso al que habíamos
dejado atrás. Se abrazaron felices y allí se quedaron, sin resuello,
sus labios unidos en un beso muy parecido al que había visto un
rato antes. Pero esta vez, de bienvenida.
- Creo que ya tengo material para una historia- pensé, divertido...
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actitud, porque la tristeza que tenía en tierra había desaparecido.
Estaba hablando por el móvil y una gran sonrisa le iluminaba la
cara. Era todo tan raro que me pasé la hora y poco más del viaje
meditando sobre aquél misterio. Incluso antes de llegar a nuestro
destino, se retocó el maquillaje y soltó el pelo, que hasta ese
momento lo llevaba recogido en una coleta.
Se ha sentado con cuidado en la arena de la playa, mirando
fijamente el mar. La última vez había sido algo dolorosa y aún
notaba molestias. Estaba siendo una jornada agitada. Siempre
ocurría lo mismo cuando cortaban la autopista. Los transportistas
se veían obligados a pasar por allí, y el negocio florecía. En su cara
se reflejaba el cansancio, pero no podía permitirse dejar pasar
estas oportunidades. Era un dinero extra que venía de perlas.
Odiaba profundamente los momentos de respiro, que le traían
reflexiones que se negaba a realizar. Cuantas veces se había
prometido dejarlo. Pero era dinero fácil, si aguantaba el asco que
esos cuerpos de hombre habían llegado a producirle. Se protegió
detrás de las gafas de sol, porque la vida a veces quema los ojos y
el alma. Ahora que no enseñaba su cuerpo, se protegió del frío de
su existencia con un abrigo que procuraba tener a mano. Por un
momento, pensó en arrancarse la ropa y meterse en el mar para
sentirse limpia. Pero había cosas que hacer. El negocio, los
clientes...
Al incorporarse, lo volvió a ver. Siempre cumplía con la misma
rutina: Llegaba, se daba un baño y luego se dedicaba a mirarla con
aquella intensidad turbadora, sentado a la sombra de una palmera,
cerca de la cafetería que se encontraba al borde de la playa.
Nunca la había dirigido la palabra. ¿Por qué la llegaba a turbar de
esa manera, si se recordaba constantemente que no podía
permitirse esas tonterías? Estaba segura que era el de las flores,
maldito sea. ¿Por qué no la dejaba en paz? Odiaba reconocer que
alguna noche llegó a soñar con aquellos ojos y había momentos en
que despertaban una ilusión que creía apagada para siempre...
No quería acercarse a la cafetería, no pensaba darle una nueva
oportunidad. Pero necesitaba algo caliente para el cuerpo, y tenía
urgentemente que ir al baño. O sería que, en el fondo, inventaba
pretextos... Se estaba portando como una chiquilla y eso siempre
le había traído funestas consecuencias.
-En fin- pensó –vamos a ver qué pasaSe acercó a la barra y pidió un café con leche. Mientras le servían
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Tres: Una simple flor
-En realidad, me gustaría que fuesen todos los chapuzones del
mundo- contestó.
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se dirigió al servicio y con el rabillo del ojo vio que él también
había entrado. Al regresar del baño miró a su butaca y una enorme
decepción se apoderó de ella. Esta vez no habían puesto ninguna
rosa. Tuvo que hacer un gran esfuerzo por parecer indiferente,
mientras se insultaba mentalmente por ser tan vulnerable. Se
sentó, y cuando iba a coger la taza, una voz de hombre sonó a su
lado:
-Esta vez la entrega es en mano- Oyó que le decían. –Pero con una
condición: Que nos acerquemos a la orilla y nos demos juntos un
chapuzón Se volvió y era él, con la flor en la mano y una enorme sonrisa en
su cara. No supo bien como reaccionar, y se limitó a recoger el
regalo. Entonces fue cuando, después de muchos años, permitió
que sucediera lo único que había prohibido tajantemente a los
hombres que constantemente pasaban por su vida: Dejó que la
besaran en los labios. Fue algo dulce y profundo a la vez. Al volver
a la realidad y comenzar de nuevo a respirar, se quitó lentamente
las gafas. Quería mostrarle que ella también podía tener ojos de
enamorada.
Esta es una historia que merecería figurar en los anales de las
novelas de aventuras y misterio. Incluso escritores como Conan
Doyle y H.C. Wells se interesaron en su momento por ella. Pero lo
que a continuación se narra es real. Quizás aderezado por detalles
que la acción conjunta del paso del tiempo y la imaginación popular
hayan podido aportarle, así como alguna licencia para darle un
cierto valor narrativo. Pero los hechos ocurrieron, aunque pueda
parecer increíble. Y en su momento, tuvieron un eco mundial.
Madrugada del 5 de diciembre de 1872, en pleno Océano Atlántico,
a 650 Km. al este de las Azores. El bergantín Dei Gratia, al mando
del capitán David Reed Morehouse, navega a buen ritmo camino de
Gibraltar, aprovechando que el mal tiempo de los días anteriores
había desaparecido, para dar paso a una jornada que se presumía
tranquila, excepto por una ligera niebla matinal. Entre las brumas,
el oficial de guardia avista otro barco, que surca el mar con las
velas completamente desplegadas. Le sorprende comprobar que
sigue una línea de navegación en zigzag, nada coherente. Decide
dar aviso al capitán.
Morehouse da la orden de acercarse, por habrían de prestar alguna
ayuda. Comprueban el nombre del barco: La Mary Celeste. Un
bonito nombre para un buque en aparente perfecto estado.
Sorprendentemente, no parece haber nadie a bordo. Ni siquiera al
frente del timón. Un aura de misterio parece rodear a la sigilosa
nave.
El capitán del Dei Gratia decide echar al mar un bote y enviar cinco
hombres al mando de su primer oficial, Oliver Deveau, para
investigar. No encuentran ni un alma a bordo. Tampoco hay
señales de violencia. La única excepción a la normalidad es que el
bote salvavidas ha desaparecido, como si algún suceso
extraordinario hubiese obligado a la tripulación a abandonar el
barco precipitadamente. En la despensa hallaron víveres para otros
seis meses. Hay restos de comida, colocados con orden en la mesa
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Cuatro: El Bergantín Maldito
Dan las novedades al capitán, que solicita instrucciones por cable.
Reciben la orden de ocupar el barco y llevarlo a Gibraltar. La sola
idea de pasar varios días a bordo, estremecía a los tripulantes del
Dei Gratia. Sólo el anzuelo del reparto de las ganancias que
obtendrían por el rescate decide a unos cuantos a formar una
tripulación provisional, que pone rumbo al Peñón. Allí, se inicia la
investigación del caso.
La Mary Celeste tenía una historia bastante agitada, y una bien
ganada fama de mala suerte: Construida en 1861 en los astilleros
de Spencer’s Island, Nueva Escocia, era el primer navío que sacaba
adelante un consorcio de astilleros navales. Fue bautizada
originalmente como la Amazon y las tragedias comenzaron incluso
antes de iniciarse el viaje inaugural: El que iba a ser su primer
capitán, el escocés Robert McLellan, cayó enfermo y murió antes
de hacerse a la mar. Le sustituyó un tal John Nutting Parker, que
tampoco tuvo mucha suerte, pues durante la primera singladura la
nave se enredó en unos aparejos de pesca cerca de Maine, tuvo
daños en el casco y hubo de volver a los astilleros para ser
reparada. Allí mismo sufrió un incendio, que le costó el puesto al
capitán. En su primera travesía del Atlántico, en 1856 llegó a
chocar con un pesquero y encallar cerca de Kay West. El 10 de
Junio de 1864, otro de sus comandantes muere ahogado en el
puerto de Boston.
A partir de entonces, la historia se vuelve confusa. Los marinos son
gente supersticiosa, y el bergantín empieza a tener mala fama.
Pasa de armador en armador, sin que ninguno logre recuperar la
inversión que supone su compra, hasta que en 1867, a la vuelta de
un viaje a Inglaterra, vuelve a naufragar a la altura de la isla de
Cap Breton: Choca contra una goleta, a la que acaba por hundir.
Finalmente llegó a las manos de J. H. Winchester & Co., consorcio
de armadores de Nueva York. A esas alturas, el Amazon ya no se
parecía en nada al barco original. Había sido agrandado, llevaba los
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del comedor. Ningún objeto caído por los suelos. La ropa y el
dinero de los tripulantes están colocados en sus sitios
correspondientes...
Finalmente, en 1872 sobreviene el drama que acabaría por hacerle
célebre el todo el mundo...
Los periódicos habían tenido ya noticias de lo sucedido. Las
primeras planas de los diarios se llenan de referencias sobre el
tema. Mientras tanto, se van conociendo los detalles de la
investigación que llevan adelante las autoridades judiciales. Se
sabe que, además del bote salvavidas, tampoco se encontraron a
bordo el sextante, el cronómetro y los libros de navegación. Había
una cierta cantidad de agua acumulada en las cubiertas inferiores,
pero sólo se encontró una tajadura reciente, como de dos metros
de largo a la altura de la línea de flotación, que no suponía ningún
peligro para navegar normalmente. Otro misterio era el hecho de
que seis ventanas de los camarotes de popa habían sido
clausuradas con tela y tablas de madera. Las anotaciones del
cuaderno de bitácora se detienen el 25 de noviembre, lo que indica
que el barco anduvo a la deriva durante diez días, recorriendo 500
millas. Se encontraron también rastros rojizos en la borda, pero se
comprobó que se trataba de óxido.
En otro ámbito, se intentaron reconstruir en lo posible los hechos:
El bergantín Mary Celeste había partido de Nueva York el 7 de
noviembre de 1872 rumbo a Génova, con una carga de alcohol
industrial, destinada a agrandar la graduación alcohólica del vino,
repartida en 1700 toneles. Viajan con el capitán Benjamín S. Briggs
su mujer y su hijo, que han decidido acompañarlo. La tripulación la
componen 7 marineros. El diario de a bordo no indica nada
anormal. La última anotación del diario de a bordo, el 24 de
noviembre, indica la llegada a las Azores y que la noche posterior
habían tenido mal tiempo... En una pizarra del puente donde se
anotaban las posiciones del barco, se indicaba que el día 25 se
encontraba al nordeste de la Isla de Santa María. Ninguna noticia
más, hasta que es avistado desde el Dei Gratia.
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colores norteamericanos y se llamaba Mary Celeste: Se había
convertido en un bergantín goleta de 30 m de eslora por 7,6 de
manga y desplazaba 286 toneladas.
Por los mismos motivos, tampoco convenció la historia de un
ataque de piratas. Otras explicaciones más pintorescas surgieron
de las mentes de los periodistas: Enfrentamiento con un calamar
gigante, una posible epidemia a bordo, un envenenamiento
masivo, un episodio de locura colectiva... Incluso se llegó a
sospechar de una conspiración de los comandantes de los dos
barcos para hacerse con el premio del salvamento: En realidad, la
tripulación del Dei Gratia sólo recibió 8528 dólares, la quinta parte
del valor del cargamento.
El tiempo fue pasando, y la historia se convirtió en leyenda. Una de
las más conocidas entre la gente del mar. Leyendas que hablan de
barcos fantasmas que surcan el océano, de tripulaciones que
desaparecen sin motivo aparente...
La Mary Celeste, una vez reparada se hace de nuevo a la mar. Pero
ahora ya no le abandona la aureola de barco maldito. Cambia de
dueño 17 veces intentando escapar a su reputación. Su
desaparición definitiva no desmerece del resto de la historia: En
enero de 1885, el último capitán, G.C. Parker, la arroja contra unos
arrecifes en Haití, buscando cobrar el seguro. Acusado de “Crimen
de Baratería”, es arrestado, pero fallece antes de comparecer ante
la justicia. Y mientras los restos del buque desaparecían, la
Leyenda del Bergantín Maldito no había hecho más que empezar...
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© Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca Universitaria, 2009
Se realizaron numerosas hipótesis para explicar lo ocurrido: La
Oficial, del procurador que llevó el caso, habló de una sublevación
de los tripulantes, que supuestamente habrían asesinado al capitán
y su familia, rozado con unos arrecifes para simular un accidente, y
abandonado el barco en el bote. Pero al no haber señales de
violencia, pocos hicieron caso.
El día acababa. El Sr. Sargo llegó a su casa agotado por la
agobiante jornada de trabajo. Entró despacio en su cueva del
cuarto derecha y soltó un suspiro envuelto en burbujas, mientras
sacaba las llaves.
Sabía que no podía seguir así, que no había futuro en ese dar
vueltas sin sentido en que se había convertido su vida. Se estaba
dejando las escamas para nada. Tres años ya con aquella basura
de contrato que casi no le daba para vivir y que nunca tenía
seguridad de renovar, sin perspectivas de mejora, y con la espada
de Damocles de engrosar las filas del paro en cualquier momento.
Además, en el arrecife al que le habían destinado y donde se veía
obligado a pasar tantas horas no encontraba la postura adecuada y
empezaba a tener un dolor preocupante en el lomo. El viernes era
el peor día en el trabajo y se temía que la molestia iba a
convertirse en un infierno.
Desde hacía tiempo, lo único que le consolaba era tumbarse en el
sofá a ver la tele mientras se acompañaba de algún que otro trago
de alcohol para alegrar la tarde. Al menos se dormía relajado. El
problema era que la cantidad ingerida empezaba a aumentar de
forma preocupante. Hacía ya tres meses que había dejado de ser
un lujo para convertirse en parte de la rutina.
Ni siquiera cayó en la cuenta el primer día en que también formó
parte del desayuno. Llegó algo más contento al trabajo, pero las
cantidades fueron aumentando, al mismo tiempo que disminuía su
rendimiento laboral. La consecuencia a medio plazo fue el despido.
El tiempo siguió pasando y su desmoronamiento físico y moral
continuó imparable. La última vez que le vi dormitaba con una
botella de vino barato en la mano, intentando que le diesen unos
céntimos a cambio de nada... Le avisé de que se le había caído del
bolsillo la foto de una hermosa salema y mientras la recogía del
suelo creí entrever un par de lágrimas en su mirada...Temo por él.
Tiene toda la pinta de desaparecer pronto en la red de algún
pescador, para acabar siendo comida de humanos. Es el destino de
los seres del mar que bajan la guardia ante nuestro más
implacable enemigo...
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© Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca Universitaria, 2009
Cinco: El Señor Sargo
Amanecía. A lo lejos un grupo de gaviotas revoloteaba sobre el
mar, que comenzaba a desesperarse bajo un cielo sin nubes. Había
botado su barca cuando las luces amarillentas de las farolas aún
les hacían guiños perezosos a la arena de la playa. Avanzó
lentamente, levantando espumas
y dejando atrás una estela
blanca, cortando los azules dormidos de las calladas aguas. Cuando
lo consideró oportuno, paró el motor y dejó que la inercia le
aproximara al banco de aves, mientras se recostaba en la proa
satisfecho, disfrutando de los primeros rayos de sol.
Saboreaba enormemente aquella soledad de brisa y mar. La pesca
era una buena terapia para despejar la mente de la rutina
semanal. Cargó el cebo en el anzuelo y dejó que la plomada se
hundiera, mientras fijaba la caña al esquife de babor.
-¡Tío, podrías tener un poco más de cuidado! ¡Son ganas de
fastidiar a estas horas!
La voz había sonado con nitidez, un tanto extraña, pero
perfectamente entendible. Miró a su alrededor sobresaltado, pero
no se veía ni un alma. Tan sólo las gaviotas por encima de su
cabeza. Volvió a escucharla:
- ¡Heyy! ¡No mires tanto, que estoy aquí!
Era un delfín, que con su morro sonriente, sacaba la cabeza por
fuera del verde iluminado del agua. El pescador se frotó los ojos
con fuerza, pero por lo visto no parecían ser alucinaciones:
-Perdona. ¿No serás tú el que ha hablado?
-¿A quién más ves por aquí? ¿Al Rey Neptuno? Te decía que tengas
cuidado con ese anzuelo que has lanzado. Es domingo y a uno le
apetece dormir algo la mañana.
-¿Y que quieres que haga, si he venido a pescar? ¿No pretenderás
que los peces salten a la barca por su propia voluntad?
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© Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca Universitaria, 2009
Seis: El pescador y el delfín
-¿Pero entonces también existen las sirenas?
-Pues claro. Muchos humanos las vieron en la antigüedad, pero ya
no se relacionan con los de tu especie. Causa demasiado terror al
resto de los seres vivos.
- ¡Madre mía! ¿Quién me va a creer cuando cuente esto? ¡Y yo que
salí de casa pensando en pasar un día tranquilo de pesca...!-No te creerá nadie. Los humanos ya ni siquiera creen en la magia.
Todo lo que no pueda ser explicado, no existe. Pero hay otros
mundos diferentes: Mundos de olas y escamas, de arrecifes y
silencios...El pescador se quedó mirando al horizonte unos instantes... Se
volvió hacia el delfín y con un toque de ansiedad en la voz, le dijo:
-Tienes razón, amigo. Tampoco en mi vida había ya lugar para la
magia y las emociones. Todo es una rutina sin sentido que parece
no tener fin. ¿No habría lugar en esas aguas para uno más? Daría
lo que fuera por poder acompañarte18
© Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca Universitaria, 2009
-Bueno… pero al menos podías haber esperado un poco a que se
despierten. Digo yo...
-Ya…Oye, no te molestes, pero tú eres un delfín. Y los delfines no
hablan ¿Qué ha pasado para que tú puedas hacerlo?
-Me enseñó mi amigo humano.
-¿Amigo? ¿Humano? ¿Cómo es eso?
-Cuantas preguntas. Tranquilo, que te cuento: Se llama Mamadou
y es senegalés. Se hundió hace unos meses con un cayuco junto a
otros como él, que según decían iban en busca del paraíso.
-¿Y qué ha sido de ellos?
-Fueron rescatados por unas sirenas y decidieron quedarse con
nosotros. Mamadou dice que no podía imaginarse que el paraíso
pudiera encontrarse bajo el mar. Aquí no tiene hambre ni frío, ha
aprendido mucho sobre las corrientes marinas, las mareas... Se le
ve verdaderamente feliz.
El hombre no salía de su asombro. Estaba manteniendo una
conversación con toda naturalidad con un delfín, que encima se
permitía darle lecciones de integración y convivencia.
- ¡Pues claro que eres bienvenido. Vamos, que aún tenemos todo
un día de emociones por delante!
Horas después, unos niños que jugaban en la orilla encontraron
varada una barca en aparente buen estado, con los restos de unos
aparejos de pesca pero sin rastro de los que podrían haberla
usado... Aunque las autoridades establecieron un dispositivo de
búsqueda, nunca se recuperó cuerpo alguno. El caso se solventó
dictaminando que seguramente habrían fallecido ahogados en el
mar mientras pescaban...
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© Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca Universitaria, 2009
El animal volvió a sonreír, porque con esa propuesta el hombre le
había sacado de un buen apuro: Había roto los códigos del mar,
que prohibían mantener un contacto de ese tipo con los humanos.
Así que dio un enorme salto en el agua, mientras gritaba:
Se había quedado prendada de él una hermosa mañana en que lo
descubrió al frente del timón del pesquero, dibujando una línea
blanca en la superficie del mar mientras buscaba el lugar propicio
para recoger la cosecha diaria que el mar le ofrecía. Tenía un
aspecto hermoso y triste. Le atrajo el aire de desolación que
desprendían sus gestos y se quedó prendada de aquellos ojos
apagados, donde la vida parecía esfumarse lentamente.
Desde aquél momento, se hizo costumbre esperarlo cada día, para
ver cómo ejecutaba mecánicamente las labores de la pesca, con la
esperanza de atrapar una brizna de alegría que alterase su
semblante. Hasta que se preguntó por la razón de su interés por
ese hombre y entendió que había crecido dentro de su pecho sin
ella pretenderlo: Un sentimiento tan insondable como la mayor de
las profundidades marinas. Fue entonces cuando decidió averiguar
cual era el secreto que escondía, la causa del dolor que
seguramente le estaba atravesando el alma.
Preguntó por el pueblo y comprendió. Le hablaron del terrible
accidente mientras él se encontraba pescando. De la muerte de su
mujer y su hija, de la desesperación, del tiempo recluido en un
hogar ya vacío, de la progresiva vuelta a la normalidad que nunca
volvió a ser igual... Le contaron que dejó de ver a sus amigos y
acabó por convertirse en una figura solitaria, que sólo abandonaba
su reclusión para salir a pescar por las mañanas y dar un paseo por
la playa amparado en la oscuridad de la noche.
¿Cómo atreverse ella, una completa desconocida, a alterar esa
rutina? Se limitó a seguirlo en la distancia, a compartir
anónimamente su pena y escuchar en silencio los sollozos que
alguna vez susurraba en las rocas que enmarcaban uno de los
extremos de la playa. Él parecía al margen de todo que no fuese la
burbuja de cristal de su sufrimiento, que amenazaba con romperse
en cualquier momento para dar pié a alguna locura. Los días fueron
pasando, y ella tenía que cumplir la promesa de volver. Le siguió
por última vez en su paseo por la orilla del mar, y ahora sí se
atrevió a acercarse.
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Siete: Sabor a mar
No le dio tiempo a contestar. Echó a correr mientras se despojaba
de la ropa, y al llegar el extremo del muelle se lanzó al mar
mientras sus piernas se transformaban en una brillante e
inmaculada cola de pescado. Volvía a ser lo que siempre había
sido: una sirena. El amor no pudo cambiar su destino. Había
aprendido que en ocasiones no basta con querer a alguien para
que te amen.
A la mañana siguiente contempló como pasaba el barco de su
amigo, puntual como siempre. ¿Por qué no seguirlo una vez más
como la despedida definitiva? En eso pensaba, cuando se pararon
los motores. El hombre subió a la borda, miró alrededor como para
tomar fuerzas y se dejó caer al agua. No hizo ningún otro
movimiento, sólo hundirse lentamente con la boca abierta...
Hasta que sintió que tiraban de él. Una mano acarició su cabello y
unos dedos dibujaron una caricia en su boca. Abrió los ojos para
contemplar un rostro femenino de increíble belleza, que le miraba
con enorme ternura:
-Lo siento, pero no puedo permitir que esto suceda. Y la razón está
en lo que te comenté anoche...- escuchó que le decían, mientras
un maravilloso sabor a mar se apoderaba de sus labios.
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-No puedes seguir así- le dijo. –Aún tienes quien te quiera-
І
Le estaba costando mucho acostumbrarse a aquella nueva vida,
tan normal para otros como extraña para él. Una vez había leído
sobre un preso que conseguida la libertad después de casi 50 años
de condena, había decidido declararse en huelga de hambre para
que no lo sacaran de la cárcel.
Lo entendía. En cierta manera sus temores eran los mismos, pero
por lo contrario: Su vida, su libertad y su elemento estaban en la
mar, y en tierra se sentía preso. Cincuenta años habían pasado
desde que se fue de casa para recalar en su primer barco, con 20
recién cumplidos. Aún recuerda la sensación de felicidad que le
embargó y como supo que había encontrado su sitio. Nunca se
arrepintió.
Tanto había sido así que en los breves espacios de descanso
obligado en tierra, se sentía desorientado, los tomaba como una
cuota que había que pagar hasta regresar de nuevo a su verdadero
mundo.
Nada era comparable a estar de madrugada al timón, sólo con sus
pensamientos y un cigarrillo mientras sentía el suave runruneo del
barco y teniendo el horizonte como única frontera...
Habían sido todo tipo de buques, pero curiosamente le gustaban
los añejos, los destartalados, los que navegaban cansinamente su
enésima singladura. Aquellos de los que cualquier profano en la
religión de la mar habría salido espantado. Por el contrario, un
verdadero marino sabe que su barco es como un ser vivo. Y la
veteranía es también un grado en este caso, aunque le pueda crujir
al navío su anciano esqueleto de metal. Como también les cruje el
suyo a los viejos lobos de mar...
Y un día les jubilan. A los barcos y a los marinos. Por eso estaba
allí, en aquél pueblo pequeñito de esa isla perdida en mitad del
Atlántico. Una vez recalaron por unos días para reparar una avería
en las máquinas. Como no había nada especial que hacer,
consiguió un coche y decidió recorrerla. El pueblecito le gustó por
estar en un agradable lugar de la costa y el aire de tranquilidad
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Ocho: El viejo marino
ІІ
Se había cruzado con el chiquillo algunas veces cuando iba de
compras al pueblo. No tendría más de nueve o diez años y había
notado que se le quedaba mirando, como con ganas de hablarle.
Seguramente le impondría respeto su figura y estaría impresionado
por las cosas que se decían de él, por eso no se habría atrevido,
pero incluso sospechaba que alguna vez incluso lo había seguido...
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que respiraba. Paró a comer y luego decidió dar un paseo para
estirar las piernas. En las afueras la vio. Sobre un pequeño
montículo, como un vigilante atento sobre una pequeña cala. Se
enamoró de la casa a primera vista. Probablemente porque le
recordó aquella otra donde pasó sus últimos años su poeta
preferido allá, en el lejano Chile. El último hogar del viejo Neruda
en Isla Negra, que lo había convertido en el refugio de la ilusión del
marino que nunca pudo ser.
Hasta allí se acercó una vez. Y guardaba como su mayor tesoro el
libro de poemas que, después de unas horas de vino y
conversación le dedicó el poeta... Y es que, en realidad, nunca tuvo
nada de valor material. Sus pertenencias siempre la cupieron en un
morral. Pero esa casa... Y con pinta de abandonada. Preguntó,
removió papeles y conciencias. No descansó hasta que logró
comprarla. Afortunadamente había reunido algún dinero. Total, en
la mar no se tienen tantos gastos.
Pasaba por allí de vez en cuando, para llevar algunas cosas que iba
comprando en sus viajes. Recuerdos que le acompañarían en la
vejez. No se relacionaba demasiado con la gente del pueblo y
tampoco estaba tanto tiempo como para intimar con nadie.
Y pasaron rápidos los años. Hoy era un viejo marino jubilado,
intentando habituarse con escaso éxito a una nueva existencia. Le
gustaba su hogar, la soledad y la calma que había conseguido.
Pero echaba de menos tantas cosas... Afortunadamente la gente
respetaba su intimidad. Por lo visto habían surgido leyendas sobre
su figura y le gustaba alimentar las cábalas, dejándose ver en
actitud seria, con su pipa de madera, la gorra y la chaqueta de
marino con la que se cubría.
- Nada, contestó – Le juro que no he tocado nada. Sólo quería ver
como estaba quedando - ¿Te gustaría ayudarme?- preguntó, probablemente sin meditar
las consecuencias.
- Claro – le contestó entusiasmado.
A partir de ese día, durante un par de horas trabajaban juntos en
silencio. Sólo de vez en cuando le hacía alguna pregunta, siempre
sobre países lejanos que él pudiera haber conocido. Para
aprovechar el tiempo, empezó a llevarse los
deberes y los acababa mientras se tomaban juntos un refresco en
el portal de la casa. Los días en que no había clase, se volvió
norma el contarle historias de la mar. Algunas vividas en carne
propia, otras ni siquiera estaba seguro de que fueran verdad. Pero
que más daba: Descubrió el placer de contarlas.
La tarde en que acabó el trabajo en la barca montaron una
pequeña fiesta. Para ellos dos, claro. Y fue un placer hacerse de
nuevo a la mar, remando despacio durante un rato. Al chiquillo le
resplandecía la cara. Se reconoció en aquella mirada que despedían
sus ojos. El enano aquél le había conquistado el corazón. Era algo
completamente nuevo: Le gustaba su semblante serio, la
naturalidad con la que se acercaba y se le echaba en los brazos, la
necesidad que tenía de protegerlo... Por primera vez en su vida
descubría lo que era querer de esa manera a alguien...
Nunca tuvo una verdadera familia. Amores sí, claro. Eran intensos,
pero fugaces. Amores de un vagabundo de la mar, que se había
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Cuando encontró una barca destartalada y decidió llevarla a las
afueras de la casa para intentar arreglarla y así tener algo más en
qué entretenerse, se convirtió en habitual que el niño fuera un rato
por las tardes a contemplar su trabajo. La verdad era que no
molestaba, porque nunca se acercaba y guardaba un silencio
respetuoso. Al poco tiempo se acostumbró a su presencia y hasta
se llegaron a cruzar alguna sonrisa. Una tarde en que se demoró
más de lo habitual en salir de casa, lo sorprendió observando de
cerca la barca. No le escuchó acercarse y menudo susto que se
llevó el pobrecillo, cuando le preguntó qué hacía...
ІІІ
Aquella tarde, sin embargo, había estado más callado que de
costumbre. Le veía alterado, algo le rondaba por la cabeza y no se
atrevía a contarlo. Pero él tenía paciencia. Es lo primero que se
aprende en medio del océano. Al fin se decidió:
- Esto... Me gustaría preguntarte algo...- le dijo
- A ver, ¿de qué se trata? –
- Es que se están acercando las navidades... La seño nos ha
comentado que como son fiestas familiares, la próxima semana
vamos a dedicarlas a la familia. O sea, que cada día podrían ir
nuestros abuelos a hablar en clase y contar cómo ha sido su vida –
Contaba el niño, nervioso
- Me parece una buena idea – Contestó el viejo.
- Pero yo no tengo abuelos. Se murieron antes de que naciese y...,
bueno... Había pensado que si a ti no te importa... tú podrías ser
como mi abuelo, ir a hablar, ya sabes... contarles tus historias...
Ya sé que no te gusta mucho relacionarte con la gente, pero sería
genial. Se lo he dicho a mis padres y a ellos no les importaría...El viejo no decía nada, y el pobre niño ya no sabía lo que hacer
ante su mutismo.
- Perdona, no ha sido una buena idea, por favor no te enfades.
Olvídalo, no importa, de verdad...Y aquél hombre, con la piel curtida en tantas batallas, supo de la
mano de un niño que el cariño se basta para ahuyentar fácilmente
los fantasmas de la soledad.
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adueñado de su vida. Lo más cercano a un sentimiento familiar lo
tenía con los viejos compañeros, con los que coincidía en algún
barco durante un tiempo. Lo de ahora era distinto. Una maravillosa
ternura hacia un ser diminuto que se había introducido hasta sus
entrañas y le alegraba tanto con sus risas...
Y fue a la escuela. Su presencia había despertado tanta
expectación que se tuvo que adaptar a toda prisa el salón de actos.
La gente se acercaba a saludarlo y a darle la bienvenida. Se
presentaban, le estrechaban la mano... Hubo un momento muy
especial, cuando “su nieto” llegó de la mano de los que debían ser
sus padres. Abrazos llenos de afecto y en un aparte que pudieron
hacer unos momentos, el padre le llegó a dar las gracias por lo que
había hecho con el niño:
-Siempre fue muy retraído y le costaba relacionarse con los
compañeros. Pero desde que está con usted ha cambiado. A todos
nos complacería que cenase con nosotros en nochebuena, si no
tiene otros planes, claro...Abrumado se subió al estrado, se hizo el silencio y comenzó a
hablar...
-Que carajo-, pensó. - La felicidad puede estar detrás de cualquier
esquina. Sólo hay que saber encontrarla-.
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-Claro que iré-, le dijo.-Será para mí un honor ser tu abuelo-
Siempre he sentido que no hay mejor sitio para estar que en una
playa. Y no hay mejor playa que la mía, al menos para mí, claro.
No importa su nombre y aunque importase no pienso decirlo,
porque cuanta menos gente la conozca, mejor. Acoge en si misma
un montón de paisajes, tantos como horas tiene el día, formas en
que se presenta el clima o estaciones en que se disfraza el año.
Se llena de gente en verano, con familias enteras recargando
baterías tumbadas al sol desprendiendo aromas exóticos de los
protectores solares y la música rapera siempre subida de volumen
de las pandillas adolescentes. Pero también está la del resto del
año en que apenas puede verse algún bañista osado, pero si gente
mayor dando sus paseos diarios y deportistas corriendo por la
arena o nadando vigorosamente embutidos en sus trajes de
neopreno. Es cuando los asiduos, los que realmente la amamos,
disfrutamos con sus lluvias esporádicas y el solajero de casi
siempre. Los domingos acude más gente deseosa de rayos de sol,
practicar deporte, una tertulia en la arena, un lugar de meditación
o simplemente repasar los diarios o enfrascarse en el libro que
mantiene ocupado su interés de lector.
Todo bajo la vigilia silenciosa de las barcas de pescadores, testigos
impagables de los buenos momentos que nos regala un lugar como
ese. En mi playa puedes enamorarte, llorar en la arena tus penas,
abandonarte al placer de ser mimado por la espuma del mar, o
sufrir los embates del viento cuando le hace una visita... Es un
reducto de belleza y bienestar, una fuente de salud física y mental.
Y un inmejorable marco de amor para las parejas que se acercan
por la noche, ebrias de ternura y deseo...
Me gusta comprobar el efecto que causa en los visitantes de fuera.
Sobre todo los europeos del norte, que llegan huyendo de su gélido
invierno y la miran como un tesoro que quizás los lugareños no
valoramos como se merece. Yo sí. Porque en ella me he divertido,
he acariciado, he llorado, he disfrutado como un niño de todos los
dones que, generosa, nos brinda. Imagino que mucha gente la
considera como suya. Yo también. Les aseguro que la llevo muy
adentro y que así va a ser mientras viva.
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Nueve: Mi playa
El paso del tiempo le daba la razón. David había acertado al
cambiar la ciudad por aquél pueblo costero. Un par de libros
publicados le aportaron la estabilidad económica necesaria para
dedicarse por entero a escribir, y le gustaba la tranquilidad que allí
se respiraba. Le resultaba estimulante. Se había construido su
pequeña rutina: Disfrutaba levantándose poco antes del amanecer
para ponerse a trabajar mientras afuera, los ruidos de fondo le
indicaban que el resto de la gente se preparaba para una nueva
jornada. El pueblo aún vivía de la pesca y estaba en plena
actividad bastante antes de que el sol hiciera su aparición. Pasadas
unas horas de total concentración, le llegaba el aroma a pan recién
hecho, se acercaba a la panadería y compraba lo necesario para un
buen desayuno. Luego se ponía al bañador, cogía una toalla, unos
prismáticos que casi siempre le acompañaban y se alejaba por un
viejo camino que transcurría paralelo a una costa abrupta y con
abundantes charcos, que hacían las delicias de los chiquillos, con
sus juegos y chapoteos.
Quinientos metros hacia el sur, un enorme promontorio se
adentraba en el mar en forma de cuña, dando entrada a la bahía
que resguardaba el puerto. A sus pies, a cubierto de los vientos y
de miradas indiscretas, había una cala diminuta. El único sitio
donde las aguas siempre estaban en calma. Los jóvenes la
utilizaban mucho para sus correrías, y era conocida como la “Cala
del Amor”. No había que ser muy listo para imaginar las razones de
ese nombre. Era su lugar preferido para el baño. Se metía en el
mar desnudo, nadaba hasta que le dolían los músculos de los
brazos y luego se tendía un rato a descansar, sintiéndose en paz
con el mundo.
El ejercicio le servía para meditar. Se sentía contento. Una vez
superadas las iniciales reticencias que despertó en los lugareños su
llegada, le fueron aceptando poco a poco, y empezaba a sentirse a
gusto. Disfrutaba enormemente los ratos de charla amigable en la
taberna, cuando las tardes de invierno invitaban al recogimiento y
la conversación. Los más viejos tenían una abundante cosecha de
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Diez: La canción de la ballena
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historias y leyendas relacionadas con el mar. La mar, como ellos
decían. Les encantaba tener a alguien que no ponía reparos en
escuchar atentamente y encima pagaba con buen talante un par de
vasos de vino.
Afortunadamente aquella parte de la costa se había librado de la
especulación urbanística. Muy pocos turistas se presentaban, acaso
en la época veraniega, pero allí el mar era rudo y a veces bastante
violento, así que los que aparecían lo hacían de paso y movidos por
el pintoresquismo del lugar. Mejor. No sabía que eso fuera motivo
de queja para sus vecinos, y desde luego, para él tampoco.
Ya estaba llegando a su destino. Sólo quedaba un pequeño desvío
que conducía al mar y evitaba tener que pasar por un enorme
caserón que se levantaba sobre el promontorio, y donde al parecer
vivía una pareja de ancianos que no se relacionaba mucho con el
resto del pueblo. Aún no los conocía, y le resultaba curioso que
cuando se hablaba de ellos, un aura de misterio flotara siempre en
el ambiente...
Le sorprendió una especie de quejido que parecía venir desde la
orilla. Era un sonido extraño que despertó su curiosidad. Aceleró el
paso y cuando dobló la última roca, lo que vio lo dejó paralizado:
Una enorme ballena se retorcía sobre los guijarros, varada en la
playa. Durante unos instantes no supo qué hacer. Decidió
acercarse lentamente mientras le hablaba con voz muy queda,
para no asustarla. Cuando estuvo a su lado, sintió uno de aquellos
grandes ojos fijos en él y fue como si le transmitiese toda la
angustia que debería embargar al animal en aquellos momentos.
Absurdamente, le dijo que aguantase, que no desesperara, porque
iba a pedir ayuda. Como si fuese a entenderle...
Echó a correr de vuelta y los pies parecían tener alas. Llegó al
pueblo pegando gritos, y asustando a todo el mundo. Una vez hubo
tomado resuello, explicó lo que pasaba y la gente se movilizó al
momento. Afortunadamente, el mar estaba revuelto y pocas barcas
se arriesgaron a hacerle frente ese día, por lo que se podía contar
con el pueblo casi al completo. Una pequeña procesión se formó
con destino a la cala. Una vez allí, esperaron a que subiera de
nuevo la marea. Con gran esfuerzo y cuidado lograron que la
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ballena, que mostraba evidentes signos de cansancio, se hiciera de
nuevo a la mar. Fueron unas horas de tensión y duro trabajo, pero
el resultado valió la pena. Se sentían satisfechos y el regreso se
hizo con gran contento de todos.
Al día siguiente pudieron comprobar que el animal se encontraba
mucho mejor de ánimos..., porque no se había ido. Permanecía en
los alrededores del puerto y daba grandes brincos en el agua,
como agradeciendo lo que habían hecho por ella. Los más
pequeños se lo pasaron en grande, y casi hubo que arrastrarlos
para que se decidieran a entrar en la escuela. También se había
alterado la rutina de David. No dejaba de pensar en la mirada que
descubrió en la ballena. Allí había visto inteligencia y una conexión
sorprendente.
Y a eso se le sumaba el espectáculo que les había obsequiado...
Pasaron las jornadas, y la ballena no daba muestras de querer irse.
Algunos pescadores mostraban sus reservas, porque pensaban que
estando en aquellas aguas, sería una competencia que repercutiría
en la captura de peces. Desaparecieron cuando una mañana, al
hacerse a la mar, el animal se acercó a las barcas, haciendo todo
tipo de movimientos, como pidiendo que la siguieran. Les condujo
a un gran banco de peces, que llenó a rebosar las barcas como
hacía mucho tiempo no había sucedido.
Al volver a tierra, todos comentaban aquello como un milagro, y la
ballena pasó definitivamente a ser aceptada como la Mascota
Oficial del Pueblo. Que se lo dijesen si no a los niños, que
superadas las reticencias de los adultos, acabaron por lanzarse
habitualmente al agua a la menor oportunidad, para juguetear con
ella...
Así fueron transcurriendo las semanas. Una tarde, la ballena se
acercó más que nunca a la orilla... Y comenzó a entonar una
melodía. El sonido se fue extendiendo por las callejuelas,
penetrando en las humildes casas y las tareas que ocupaban a los
vecinos en aquellas horas se fueron deteniendo, mientras una
pequeña multitud se concentraba en el puerto, atraída por lo que
escuchaban. No había duda. Era música. El enorme animal estaba
cantando para ellos. Se hizo un silencio emocionado. De pronto,
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una niña se adentró en el agua y cantó a su vez... Se le unieron
más y pronto hubo un coro de voces blancas siguiendo la pauta de
un extraño canto que parecía llegar de lo más profundo del océano.
En la gran casona del promontorio, dos figuras, una de ellas
sentada en una silla de ruedas, contemplaban lo que sucedía.
David pudo ver con sus prismáticos como una anciana se izaba por
encima de la barandilla del balcón y se arrojaba al abismo.
Mientras caía, una brillante cola de pescado relucía en el sol de la
tarde. Le vino a la mente entonces una leyenda que hablaba de
una vieja sirena, exiliada voluntariamente en aquellos parajes a
causa de un amor imposible con un marino...
Una vez en el mar, ejecutó una maravillosa danza sobre las olas,
siguiendo el ritmo que marcaba la música. Mientras, David,
absolutamente fascinado, enfocó de nuevo sus prismáticos al
balcón. Junto a una silla de ruedas vacía, estaba la figura de un
hombre ya encorvado. Recordó que le habían comentado que su
nombre era Ulises...
Todo era tan extraordinario que comprendió que tenía un
inigualable material para una historia. Pero después de meditarlo
unos instantes, se preguntó si tenía derecho a hacer público lo
ocurrido. Con ligero encogimiento de hombros, se contestó a si
mismo que las cosas estaban bien como estaban...
Nadie sabe muy bien su edad, ni el lugar de donde procede. Lo
primero, porque ni siquiera él mismo está seguro, y lo segundo
porque guarda el secreto celosamente ante el temor de que
puedan devolverlo al abismo del que procede. Su nombre es lo de
menos: Tiene la piel oscura, el cuerpo modelado por el hambre y la
pobreza, una sonrisa perenne en la cara y la mirada sincera del
que ha logrado salvar la inocencia a pesar de tal cantidad de
sufrimiento. Su corta vida ha sido una ruleta rusa, pero al fin
parece haberse estabilizado. Por mucho que en los medios de
comunicación intenten explicar las razones de la llegada de los que
son como él, contar su historia, no logramos entenderlo. O no
queremos. Es imposible para esta mentalidad de nuevos ricos que
tenemos, asimilar cómo pueden sobrevivir en sus lugares de
origen. Sólo nos preocupa que se los lleven pronto y los supuestos
peligros que pueden acarrear entre nosotros, alentados por los
voceros de siempre: Los llaman invasores silenciosos, son los que
nos están hundiendo el sistema y nos tienen al borde de un colapso
económico y social.
A veces se da cuenta de que esos sentimientos existen, ahora
mismo lo acaba de captar en la mirada reprobadora de algunas
“señoras de bien”, que no entienden qué hacen ellos allí,
disfrutando de un domingo de playa como cualquier hijo de vecino.
Pero le da igual. Hoy se siente feliz, chapoteando en la orilla con
los demás compañeros del internado donde los han enviado. Adora
a los monitores, que se desviven por cuidarles. Les están
enseñando muchas cosas, incluso a nadar. Como pueden cambiar
las cosas. Durante días sintieron en carne propia el terror de cruzar
un océano que desconocían y que trató de apoderarse por la fuerza
de sus jóvenes cuerpos, y ahora se ha convertido en lugar de
juegos y regocijo. Entre chapuzones disfruta de su felicidad,
aunque sabe que a la noche llegará la hora de la llamada a casa y
habrá que aguantar la bronca, intentar explicar a la familia por qué
aún no puede enviarles dinero, que era la razón por la que todos se
sacrificaron para reunir el importe de la plaza en el cayuco.
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Once: Sonreírle a la vida
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Pero la noche queda lejos. Él si ha entendido que es necesario
pasar esta etapa: Está aprendiendo español rápidamente, incluso
ya conoce alguna expresión en canario y al decirla, enseña la
blancura de sus dientes con picardía. Le encanta la ducha de agua
caliente –estaría allí durante horas-, meterse en la cocina y ayudar
en la preparación de las comidas, ver la televisión, comerse esos
yogures con trocitos de frutas, atragantarse de galletas y lucir el
chándal y las zapatillas de deporte que le han regalado. Le gusta
también dar largos paseos por el pequeño bosquecillo que rodea el
centro con su compañero de habitación, un amigo que está seguro
será para toda la vida. Son motivos más que suficientes para
sentirse agraciado.
Ya no se pregunta tan a menudo cómo es posible que aquí haya
tanta abundancia: En coches, casas, supermercados, ropas,
aparatos... Van quedando atrás la trágica fragilidad, el hambre, el
miedo, el hacinamiento y la miseria. Cuando llegó, apenas sabía
nada de este sitio, pero le entusiasma lo cerca que está siempre el
mar y está ansioso por aprender a nadar. Ya no le teme, como
cuando se subió al cayuco. Su ilusión más grande sería erguirse en
una tabla de surf y volar con el impulso de las olas. Quién sabe si
en un futuro... Eso sí: nadie va a quitarle ya el frescor de la playa,
los hermosos atardeceres, los nuevos amigos, el éxtasis de su
primera paella, el helado de chocolate chorreando, el
estremecimiento cuando aquella pibita se fijó en él y le dedicó una
sonrisa que lo dejó apabullado. Lleva toda la semana deseando
volver a verla, ha pensado una y mil veces lo que decirle, pero es
tan guapa que seguro que perderá el habla. No importa: hoy se
armará de valor para saludarla...
Siente que tiene encendido el fuego de los sueños. Al final, quizás
la vida hasta puede valer la pena. Ya era hora de comprobarlo,
aunque en el fondo le da igual: Él nunca ha dejado de sonreírle.
Necesitaba esa ducha como el respirar. Había sido un día caluroso
y su cuerpo aún desprendía un agradable aroma a sal. Ahora
tocaba relajarse y pretendía disfrutar del agua caliente hasta
atiborrarse de nuevas sensaciones. Lástima que él no hubiese
podido venir. Era la guinda que le faltaba a aquellos pocos días de
vacaciones. Tanto tiempo haciendo planes, para que en el último
las cosas se le complicasen en el trabajo... Abrió el grifo y dejó que
el líquido elemento corriese, mirándose en el espejo mientras se
despojaba de la ropa.
Sin prisa alguna, fue desabrochándose la blusa, botón a botón, de
arriba abajo. Empezaban a notarse los efectos del sol. Le gustaba
el tono que estaba adquiriendo su piel. Desde la radio le llegaba el
sonido de la música con sabor a bolero, mientras regulaba el grifo
para dejar la temperatura del agua definitivamente a su gusto.
Sentirlo fue como una caricia y saboreó con placer cómo recorría
su cuerpo, mientras cerraba los ojos y se relajaba.
Que día más increíble. Aquello era un paraíso: Playas salvajes de
una increíble blancura, sol a raudales y un mar tranquilo y
transparente donde nadar a gusto. Además casi en solitario, pues
afortunadamente aún quedaban lugares protegidos de la acción
criminal del turismo de masas. Aunque había comprado un par
tangas nuevos que deseaba estrenar, se decidió por una playa
nudista al enterarse de su existencia, y la verdad es que no se
había arrepentido en absoluto. El primer contacto con el mar, libre
de toda vestimenta fue como el efecto de una corriente eléctrica
que atravesara su cuerpo... Se sintió libre y en perfecta simbiosis
con el mundo.
Luego, tumbada en la arena, imaginó cómo hubiera sido si él
estuviese acompañándola, los juegos en el agua, el roce de los
cuerpos, las caricias furtivas aprovechando la soledad, los besos...
A partir de ahí fue imposible relajarse. La ansiedad no la había
abandonado el resto de la jornada.
Cogió la esponja, puso un poco de gel en ella, y se dispuso a
acariciar su cuerpo con suavidad. El cuello, los hombros, los
brazos, el pecho…, mientras se dejaba envolver con el sonido de la
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Doce: La ducha
-Ya ves- Le dijo. – Al final las cosas se arreglaron antes de lo que
pensaba. Y ha valido la pena. Así he tenido la suerte de
encontrarte de esta manera: Así, tan... enjabonada. Y ya que
estamos, también yo necesito una ducha.
-¿Pues a qué esperas? Entra, que dadas las circunstancias, creo
que no necesitarás esponja...
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música. Tan concentrada estaba, que no escuchó el ruido en el
salón. Tampoco notó la corriente de aire provocada por la apertura
de la puerta del baño...
Cuando vino a darse cuenta, una mano masculina abría la
mampara de la ducha. La sorpresa la dejó paralizada. Allí estaba
él, de pie, hermoso en su desnudez y con una sonrisa que le
llenaba el rostro.
Desde niño me ha atraído el mundo de los hombres de la mar.
Quizás el cine y la literatura hayan tenido mucho que ver, puesto
que adoraba las películas de aventureros y piratas, un símbolo de
libertad, de vivir conforme a unas reglas propias y en un espacio
limitado donde la camaradería y la lucha contra los elementos
marcaban el devenir de los días. Desde esa época me encantan los
grandes veleros y nunca perdía la ocasión de visitarlos cuando
alguno hacía escala en la isla. También la novela aportó unos
cuantos héroes al catálogo: Mi imaginación me llevó durante
muchas jornadas junto al capitán Nemo, Sandokán o el capitán
Acab, acompañándoles en sus singladuras, navegando a todo trapo
con las velas desplegadas, o luchando a brazo partido para salvar
el navío de una gran tormenta...
El caso es que esa identificación quedó definitivamente sellada
cuando mi padre también se hizo marino, porque me permitió
acercarme en persona al mundo real de estas gentes. O al menos
el que existía en mi ciudad, Santa Cruz de Tenerife, y los
alrededores de su puerto. No me hagan mucho caso, puede que en
la nebulosa de mis recuerdos, esa realidad esté estrechamente
entrelazada con la fantasía infantil. Pero admiré con entusiasmo a
aquellos hombres y, que yo sepa, nadie ha hablado ni escrito sobre
ellos. No conozco referencia alguna que se ocupase de su vida, de
su sacrificio, y por qué no, de sus aventuras.
En los finales de la década de los sesenta y principios de los
setenta, la enésima crisis económica se había instalado por estos
lares. Una nueva ornada de emigrantes canarios se repartía por el
mundo, fenómeno que se reproducía una y otra vez en esta isla
perdida en el atlántico. Una parte de ese capital humano –en
realidad nadie los ha cuantificado- abandonó la tierra firme y
convirtió al mar en su medio de vida. Entre ellos estuvo mi padre.
También, en menor medida dos de sus hermanos, así que casi
puede decirse que lo viví en primera persona.
Guardo un recuerdo muy vivo de aquella fauna que se movía por el
Santa Cruz cercano al Puerto: Un triángulo cuyos vértices estaban
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Trece: Hombres de la mar
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en los alrededores de La Marquesina, el bar Capricho y el Kiosco de
Los Paragüitas –nombre con el que aún se conoce la histórica
terraza situada en la Alameda del Duque de Santa Elena, ese
maravilloso espacio de verdor y frescura que mira al mar-. Este era
el verdadero punto neurálgico. Aunque a esa cafetería iba gente de
toda condición, los verdaderos protagonistas eran los que tenían su
vida unida al mar: Allí podía uno toparse con los marinos que por
diversas circunstancias se encontraban provisionalmente en tierra
y con los que buscaban embarcarse por primera vez y necesitaban
alguna recomendación. También con los herederos del ya
agonizante mundo del cambullón y, por último, con el auténtico
monarca de aquél lugar: El cambista. Hablemos un poco de ellos:
Los cambulloneros habían sido desde la época de la posguerra un
elemento fundamental en la economía isleña. Una buena parte de
la población hizo frente a la escasez de alimentos básicos, el
racionamiento y el hambre gracia a ellos. Y los más avispados
llegaron a convertirse en los “nuevos ricos” de la época. En un
sentido estricto, el cambullón es una operación que consiste en
subir a bordo de un barco extranjero a vender los productos
propios del país en el que está atracado o fondeado el buque, o a
intercambiarlos por productos que aquí no había o escaseaban.
Una profesión ilegal y perseguida por la guardia civil, pero que
floreció porque los que se ocupaban de estas prácticas eran
personas duras y unos auténticos linces en los negocios, que no
dudaban en “comprar” la ceguera interesada de las autoridades. En
los años sesenta estaban atravesando una época gloriosa: con
lanchas rápidas se acercaban a los barcos fondeados fuera del
puerto, tenían contactos estrechos que les suministraban todo tipo
de productos, y eran los únicos que conseguían mercancías que de
otra manera nunca se habrían visto por aquí. Ganaban dinero a
espuertas. Tenían un estilo particular de vestir, sobre todo de
noche, y eran clientes “de primera” en los escasos establecimientos
nocturnos de la época. Amaban el tango y llevaban trajes hechos
a medida, mucha brillantina en el pelo y les sobraban los billetes
que nunca guardaban en la cartera, sino directamente en los
bolsillos de los pantalones. Tener un cambullonero en la familia era
ya de por sí un seguro de que nada iba a faltar en casa. De aquella
- “Yo tengo un hermano cura / y un hermano carpintero, / y a mí
me tiene en la gloria / mi novio el cambullonero”Otro personaje legendario, al menos para mi ingenua mirada, era
el del “librecambista”. El que tuve la suerte de conocer, era
originario de la isla de Madeira y me encantaba escuchar su suave
acento portugués. Tenía mesa reservada en “Los Paragüitas”, que
utilizaba a manera de despacho, y era puntual, amable y, muy
importante en su negocio, escrupulosamente honrado. Podías
llevarle billetes y monedas de cualquier lugar del mundo, y
cambiarlos por dinero español. No me pregunten cuáles eran sus
cotizaciones ni por sus ganancias porque nunca pude saberlo, pero
si es cierto que la gente lo prefería porque podías sacar algo más
de rentabilidad que en los bancos, y a la vez, tomar una caña de
cerveza gratis. Yo lo adoraba. Le llevaba monedas sueltas de
procedencias diversas que mi padre siempre me traída de sus
viajes, y él me dejaba sentarme en su mesa, me invitaba a un
refresco y una tapa de papas fritas que me sabían a gloria, y
sospecho que me daba más dinero del que correspondía a la
“operación”.
En ese mundo de gente aparentemente ruda, pero que me trataba
con enorme cariño, yo me sentía como en casa. Les veía
comportarse con una actitud algo forzada, incómodos, como si se
encontraran fuera de su elemento y desearan volver al mar lo
antes posible. Escuchaba atentamente las conversaciones -algunas
emitidas entre susurros-, las recomendaciones de no embarcar en
tal o cual barco por motivos que se me escapaban, y las aventuras
sin fin que tanto en la mar como en tierra, les sucedían: Historias
de piratas en el Mar de China, incendios en petroleros,
contrabandos, juergas sin fin en los Carnavales de Río, intentos de
saltarse el bloqueo de Cuba, viajes a la Antártida donde el hielo
para las bebidas se cogía en los glaciares... Había momentos en
que sólo faltaba que el viejo y amargado Acab apareciera para
llevarnos consigo y satisfacer definitivamente su venganza contra
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Edad de Oro habla una copla, que explica muy bien lo que eran
estos personajes, a ojos del pueblo llano:
No sé qué ha sido de ellos. Muchos ya habrán fallecido. Otros,
como mi padre, acabaron por darle la espalda al mar por razones
que nunca explican. Y hubo algunos a los que se les perdió por
completo la pista y que espero hayan encontrado su lugar en el
mundo. Nunca han estado en estadística alguna. Pocos o muchos,
fueron otra forma distinta de emigración y su esfuerzo contribuyó a
salvar los muebles de estas islas en momentos complicados. Ojalá
alguien un día se decida a contar su historia. Yo sólo me he
limitado a plasmar aquí una parte de mis recuerdos.
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la Gran Ballena Blanca... Allí aprendí que habían dos clases de
mares: El más cercano, que viene a visitarnos en la orilla y le gusta
relacionarse con la gente. Y el Gran Océano, que pertenece
exclusivamente a la estirpe marinera, embrujada por su hechizo a
la vez hermoso y terrible.
Estaba orgullosa de su establecimiento. Nadie había dado un duro
por la idea, a todos las pareció estrafalaria. Pero el caso es que
había cuajado y le permitía vivir sin demasiados problemas
económicos. En ella pudo conjugar las dos pasiones de su vida: Las
flores y el surf: Ventajas de vivir junto a la playa. Ni siquiera los
bancos apostaron por la locura de montar una tienda donde vender
flores y productos para surferos: Decían que no tenía ni pies ni
cabeza: era como querer mezclar agua y aceite. Pero las
dificultades no la hicieron desistir, recurrió a familiares y amigos.
No cejó hasta ver cumplido su sueño convertido en un pequeño
comercio en pleno paseo marítimo, dividido en dos zonas
claramente definidas: En una se podían encontrar toda clase de
utilidades para los amantes de las olas, y la otra era un pequeño
paraíso donde las plantas y las flores despedían un aroma que
embellecía el aire de los alrededores. Cuatro años ya, en los que el
negocio fue prosperando, hasta convertirse en un clásico de
aquella zona. Hasta llegaron a hacerle un reportaje en el periódico
local, del que guardaba como recuerdo una foto enmarcada, en la
que se la veía sonriente, entre una tabla de surf y un enorme ramo
de rosas...
Había sido un día caluroso, y estaba ansiosa por echarse al mar. Le
gustaba aquellos momentos del atardecer, en los que se acercaba
la hora del cierre: Lo recogía todo, limpiaba un poco, agarraba su
tabla y salía corriendo en dirección a un mar que la esperaba
impaciente. Aún seguía dándole vueltas a lo ocurrido con la última
venta, en la que el cliente encargó el ramo más hermoso que había
preparado en mucho tiempo. Le asombró que alguien pudiera
gastarse ese montón de dinero y sintió verdadera envidia por la
chica a quien estuviese destinado. Se fijó en él porque también
cogía olas. Había aparecido hacía unos tres meses y en más de una
ocasión llegó a entrar en la tienda, siempre para mirar indeciso las
distintas combinaciones de flores expuestas que siempre preparaba
de antemano. Esta vez se había decidido... Parecía una persona
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Catorce: Flores y olas
Después de barrer se dirigió a la papelera y al vaciarla encontró un
montón de proyectos de tarjetas que los clientes escribían para
acompañar los ramos que adquirían. Siempre pasaba igual:
Cambiaban una y otra vez el texto, hasta que era ella la que en
último momento les aconsejaba el mejor. Después se las
encontraba allí, deseando ser alguna vez la destinataria de uno de
aquellos regalos... La soledad se hacía sentir cuando pensaba en
que era siempre la que los vendía, nunca la destinataria. Pero leer
esos textos preparados con tanto cariño, le confirmaba que el amor
existía. Quizás un día... Sí. Puede que algún día... Como por inercia
empezó a leer las tarjetas, emocionada...:
•
“No quiero que me digas que me amas, no quiero que me
digas que me quieres, sólo di mi nombre en ese momento y
pensaré que al menos ese instante fue mío”.
•
“Elena: Ya no sabes quien eres, ni te acuerdas de mi. Pero
40 años juntos son muchos. Yo cuidaré de ti y seré la
memoria de los dos, como tu has sido todos estos años mi
corazón”.
•
"Para Paco, de Jose: la niña viene de China mañana.
Enhorabuena, Papá”.
•
“Tq mucho más de lo que nunca pensé quererte”
•
"Perdona lo de anoche. No volverá a suceder. Espero que
salgas del hospital pronto. Perdóname, ya sabes que te
quiero. Es el jodido alcohol, que saca lo peor de mí. Pero
esta es la última vez”.
•
"En Ecuador las flores eran más bonitas. ¿Nos volvemos?"
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agradable y educada, le encandilaba ese aire de timidez que
desprendía... En fin, que mejor no andarse por las ramas. Se
estaba haciendo tarde, aún no había recogido y se moría de ganas
por tirarse al agua...
"Para José, de Paco: La niña viene mañana de China. Ya
somos una familia. Ahora no hay pretextos para la boda ”
•
"Cada vez que te veo en el puesto del mercado me dan
ganas de comer más fruta. ¿No Te extraña que vaya dos
veces al día a comprar”. Fdo: Pepe.
•
"¿Si algún día abro la cortina desde donde te miro, me
saludarás?”. Un enamorado.
•
"Mándame a la mierda si quieres luego, pero al menos
pruébame".
•
"Muchos años mandándote flores. Y espero que muchos
más. Tantos como momentos de felicidad me has dado”
•
"Quiero enamorarte con el suave viento, gratis y fresco, de
mi abanico de cristal"
•
"Por favor, dime que puede tener él que no tenga yo"
•
"El mejor ramo para la más bella flor de la floristería"
Se quedó parada al leer esto último. No entendía. ¿Acaso se
refería a ella? Dirigió la mirada hacia la puerta, y allí estaba,
con una tabla de surf en un brazo y el ramo más hermoso que
había salido de aquella tienda en la otra mano.
- Cuanto me ha costado armarme de valor para darte algo asíle dijo. -Aunque tengo que reconocer que nunca he encontrado
en tu tienda un ramo de flores que te haga justicia.
Seguía sin poder contestarle. Fue entonces cuando se acercó, le
entregó el ramo y le susurró al oído:
-Mi vida siempre ha sido vagar solo por el mundo cogiendo olas.
Hasta que llegué aquí y te vi por primera vez. Dos cosas
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•
-¿A qué estamos esperando, entonces? La tienda ya está
cerrada...-
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cambiaron: Me cansé de estar solo y quise, por encima de todas
las cosas, tener todo el tiempo del mundo para atrapar olas
contigo.-
Esperó en el aeropuerto en que se suponía iban a encontrarse,
hasta que el último de los pasajeros del que tenía que haber sido
su avión retiró el equipaje. Hasta ese momento, había mantenido
la esperanza de que hubiese cambado de opinión, aunque en su
fuero interno sabía que no iba a ser así. Lo entendía, igual que lo
había comprendido cuando ella rechazó su propuesta de verse en
aquél lugar para pasar juntos unas vacaciones.
Habían pasado tres días desde su llegada y, sumido en sus
reflexiones, paseaba por la inmensa playa disfrutando de aquél
tranquilo atardecer. Le gustaba caminar sintiendo la sensación del
roce de la arena en sus pies y el suave masaje de las tranquilas
aguas. Era agradable que la playa fuese suya en aquellos
momentos en que la gente ya se había recogido.
Sabía que todo había acabado casi antes de comenzar, y la tristeza
no le impedía reconocer que las cosas así habían de ser. Conocerla
había sido un feliz paréntesis en su existencia, pero la realidad
siempre acaba por imponer su ley.
Intentaba evitar pensar en cómo se hubiese sentido si ese mismo
paseo lo hubiese hecho en su compañía, sintiendo su mano,
escuchando su risa. En fin…, no tenía razón de ser el seguir
dándole vueltas a las cosas. Distraído mirando la arena, distinguió
una pequeña caracola. Se agachó a recogerla y al levantarse, pudo
ver una figura sentada a lo lejos, en el otro extremo de la playa. Lo
último que quería en esos momentos era cruzarse con alguien, así
que se detuvo. Iba a dar la vuelta, pero en el último momento
siguió adelante, pensando que tampoco tenía sentido salir huyendo
de la gente.
La figura no se movía, ensimismada, con la vista fija en el
horizonte… Parecía una mujer. De pronto, el pulso se le comenzó a
acelerar. No podía creer lo que estaba viendo: Era ella, allí delante.
Esperando. Comenzó a caminar cada vez más deprisa, hasta echar
a correr gritando su nombre. Un par de metros antes de llegar a su
lado se paró en seco:
-Hola, dijo ella. Te estaba esperando…
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Quince: La playa
-Yo también te esperaba. Lo he estado haciendo toda mi vida”.
Se sentó junto a ella, se tomaron las manos y sonrientes, sin
pronunciar más palabras, se abandonaron a la luz resplandeciente
de aquél inolvidable crepúsculo.
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Muy despacio, saboreando aquél momento que sabía que nunca iba
a poder olvidar, contestó:
Ese aciago día había amanecido espléndido. El sol se adueñaba del
horizonte y todo indicaba que sería un fin de de semana ideal para
acampar en la playa. Costaba llegar hasta la cala, les esperaba una
buena caminata, pero a ellos no les importaba. Gracias a esa
circunstancia, el lugar se había salvado de la especulación
urbanística y se mantenía como un sitio tranquilo para tomar el sol
y disfrutar del mar.
Pedro y sus tres amigos llegaron pronto, pero el calor empezaba a
apretar. Dejaron las mochilas y se emplazaron para montar la
caseta por la tarde, cuando refrescase un poco. El día transcurrió
entre chapuzones, sol a raudales, relajación y buen ánimo. Llegó la
tarde, montaron el campamento y alguien propuso conseguir
madera y preparar una hoguera para cuando oscureciera...
Así lo hicieron. El plan era cenar, un poco de charla, entonar
alguna canción, pasar en suma un rato divertido a la luz y el calor
del fuego. En ello estaban cuando escucharon el estruendo y los
primeros gritos. Llegaban desde la oscuridad del mar y en otro
idioma. Pero no hacía falta entender lo que decían, porque la
desesperación no necesita traducción alguna. Enfocaron con las
linternas y lo que vieron les heló la sangre. Una patera se había
estrellado contra las rocas que resguardaban la pequeña ensenada
que formaba la playa. Estaba claro. Eran inmigrantes que guiados
por la fogata trataron de llegar a la costa, pero se habían metido
ellos mismos en una trampa que podía ser mortal. Los cuatro
amigos se miraron preguntándose qué hacer.
-Probablemente la mayoría no sepa nadar– dijo alguien. –Así
que..., ¿a qué estamos esperando?
Se lanzaron al agua sin pensarlo más, y los minutos siguientes
fueron una carrera por la vida. Encontraron a algunos aferrados a
las rocas, otros arrastrados por la corriente, pero no cejaron
incluso cuando sintieron que las fuerzas les abandonaban. Fue un ir
y venir hasta la arena en una lucha contra el tiempo, el frío del
agua y las energías que les quedaban. Cuando los gritos de aquella
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Dieciséis: La acampada
Nadie habló el resto de la noche, cada uno sumido en sus propios
recuerdos... La vuelta a la normalidad en los días siguientes estuvo
marcada por la tristeza y la rabia contenidas... Pronto dejaron de
molestar los periodistas. En realidad sólo era un episodio más de
tantas tragedias que asolaban el brazo de mar que separaba la
miseria del Paraíso. Por eso, Pedro no dormía. El sentimiento de
culpa era tan grande, que temía que hasta sus mismos sueños lo
condenasen.
Ese fue el principio. Siempre le había gustado la fotografía, pero
consideraba que las imágenes que obtenía carecían de alma...
Hasta que los cadáveres de los ahogados aparecieron un par de
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pobre gente cesaron, contaron quince cuerpos tumbados en la
arena.
No podían perder ni un segundo: Rápidamente, mientras uno de
ellos llamaba a al servicio de urgencias, los demás sacaron todo lo
que podía servir de abrigo: Sacos de dormir, alguna manta, toallas,
ropa, incluso el propio doble techo de la caseta servía. Les
conminaron a acercarse al fuego, pero algunos ni siquiera podían
hacerlo por si mismos por lo que tuvieron, literalmente, que
arrastrarlos... Les acercaron agua y la comida que les quedaba,
que los náufragos devoraron con ansia.
Aún quedaría un buen rato. No podían hacer más. Sólo intentar
calmarlos, que supieran que estaban entre amigos, que nadie les
iba a hacer daño alguno. Empezaron a entenderse, a intercambiar
palabras y señas con las manos y fue cuando se enteraron que
faltaban tres de los que habían iniciado el viaje. Miraron al mar y
comprendieron... Estaban allí mismo, en el fondo de aquellas aguas
que para ellos habían sido durante años un medio para pasar
buenos ratos, y que para otros sólo servía para escapar a la
desesperación o encontrar la muerte.
Mucho después, cuando acabó el ajetreo de los servicios de
rescate, la guardia civil, los periodistas..., sin tiempo apenas para
haber asimilado la heroicidad de aquella jornada, Pedro se acercó a
la orilla sollozando:
- Tuve entre las manos a uno– repetía sin cesar –pero no pude
sujetarle, y pude ver sus ojos cuando se hundía... –
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días después y al saber que su destino era un entierro y un nicho
anónimos, decidió que su cámara fuese testigo. Tres años más
tarde, el catálogo de imágenes que guardaba era la mejor
constatación de una tragedia que sumaba víctimas sin cesar. Todos
los que participaban en ella habían quedado reflejados:
Inmigrantes, servicios de rescate, sanitarios, guardia civil del mar,
ciudadanos anónimos... Llego a conocerlos bien. Formaban una
comunidad que vivía el drama de la emigración de forma bien
distinta a los demás. Para ellos eran secundarios los debates sobre
el fenómeno, las leyes y los proyectos de futuro: Lo fundamental
era salvar las vidas de los que llegaban, darles calor, alimentarles y
hacerles sentir que su sacrificio no era pagado con desprecio al
arribar a su destino.
La idea se le ocurrió cuando se frustró la posibilidad de exponer
parte de su trabajo en una galería... Recurrió a las amistades que
fueron forjándose en aquellos tres años, que se sumaron a ella con
entusiasmo. Tenía el material dispuesto, así que la exposición se
haría, pero no entre cuatro frías paredes: En el tercer aniversario
de su terrible encuentro con el fenómeno de las pateras y los
cayucos, volvió de nuevo a la cala. Esta vez acompañado de los
que ahora consideraba su familia. En la arena plantaron el fruto de
su esfuerzo en forma de fotos de gran formato. Luego estuvieron
mucho tiempo contemplándolo en silencio.
Aunque sabían que aquello probablemente no iba a servir de
mucho, en lo más hondo del alma de cada uno asomó el orgullo de
que su sacrificio realmente valía la pena...
Decidió dejar una nota de despedida. Luego, después de meditarlo
con frialdad, se decidió por la soga. Tuvo la precaución de medir
bien la cuerda, justo para que los pies no le llegasen al suelo. La
pasó por una viga que parecía resistente, se subió a una silla y le
pegó una patada... No permaneció en el aire más de dos segundos.
Eso sí: La costalada fue de las buenas.
Quizás por lo escaldado que estaba, pensó luego en meter la
cabeza en el horno de gas. Y lo hizo. Pero encontrar los mandos
con la cabeza dentro del horno no era tarea sencilla. Y se abrasó la
mano con la que los buscaba, aún caliente por la comida que había
estado preparando instantes antes.
Quizás era mejor buscar un método alternativo a los caseros.
Alguno en que se viese involucrado un tercero que hiciese sin
saberlo el trabajo de brazo ejecutor... - La autopista, claro -. Se
metería entre el tráfico y algún vehículo se lo llevaría por delante.
Mala suerte. Acertaron a pasar dos motoristas de la Guardia Civil,
que le impusieron una multa por obstaculizar el tráfico rodado e
imprudencia temeraria.
Desesperado, tomó una decisión drástica: Se dirigiría a la estación
de metro más próxima y se lanzaría a la vía, al paso del primer
tren. Le extrañó ver poca gente cuando llegó, pero lo achacó a la
hora. Se acercó lentamente al borde, cerró los ojos, y se dispuso a
saltar...
- Oiga, amigo - escuchó que le decían. - ¿No se ha enterado que
los trabajadores del metro están en huelga? Todo el mundo habla
en la ciudad de eso... –
No podía ser. Con la cantidad de gente que la palma cada día,
nunca hubiera podido imaginar lo complicado que podía llegar a ser
quitarse la vida. Y a esas alturas de la historia, el sentido del
ridículo superaba ya cualquier otro sentimiento. Comenzó a
caminar sin rumbo fijo, y cuando se dio cuenta, se encontraba al
borde de los acantilados que circundaban la costa... Meditó unos
segundos, fijó la vista en el horizonte...
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Diecisiete: Fracasos
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- No te preocupes- le comentó al mar- Creo que hoy no va a ser el
día. Pero si en alguna otra ocasión lo volviese a intentar, espero
que me prepares un lecho acogedor...
Hace tiempo que ya no vivo en aquella ciudad. Los avatares de la
vida me llevaron lejos, pero siempre recordaré ese primer hogar
que pude considerar mío, cuando decidí independizarme de la
familia. Era un piso de alquiler cerca de la playa. En plena ciudad,
el paisaje que se divisaba desde la ventana te transportaba a un
mundo muy distinto al dominado por el cemento y los coches. Una
inmensa playa que tenía a mi disposición, con sólo cruzar la calle.
Recuerdo especialmente las mañanas de domingo: Salía a pasear
descalzo por la arena, muy temprano, desayunaba en la terraza de
una cafetería cercana y compraba los periódicos, que leía con
calma apoyado en la sombra del tronco de una palmera, que
pronto se convirtió en mi rincón favorito. A veces simplemente me
dedicaba a ver pasar la gente: Deportistas, simples paseantes,
bañistas tempraneros, niños que jugaban felices...
Pronto me fijé en una pareja muy especial, a los que siempre veía
de lejos: Ella iba sentada en una vieja silla de ruedas, y él
empujaba con brío mientras conversaban animadamente
acompañados de risas y mucha ternura. Se les veía felices y de
alguna manera, evidentemente sin pretenderlo, lograban
contagiarme el optimismo que irradiaban juntos. Un día que se
encontraba cerca el encargado de las tumbonas, con el que había
logrado entablar una cierta amistad, saqué el tema al verlos pasar.
Él los conocía mucho mejor que yo, y me confirmó que mis
impresiones eran ciertas:
- Nunca he conocido una pareja más feliz que esa, a pesar de sus
circunstancias - me dijo.
- ¿Se refiere a la invalidez de ella? – pregunté.
- Sí, claro – respondió. – A eso..., y a que él es ciego.
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Dieciocho: La felicidad está en uno mismo
A sus 40 años, Pancho es todo un personaje entre las gentes de su
isla. Los que lo conocen personalmente hablan maravillas de él: De
sus gestos de cariño y la ternura con que trata a los que se le
acercan. Y aunque no lo hayan visto in situ, todos lo quieren. Sin
pretenderlo, se ha convertido en el protagonista de un increíble
movimiento social que pretende salvarle la vida. Porque Pancho
está en peligro: La maldad de los hombres no respeta a nada ni a
nadie.
Los que no tienen la suerte de conocerlo, han de saber que Pancho
no es humano, aunque eso sea lo de menos: Es un pez. Un
estupendo ejemplar de mero de 40 kilos de peso, que vive en los
fondos rocosos cercanos a las costas de la Reserva Marina del Mar
de las Calmas, en la isla canaria de El Hierro. Ha sabido escoger su
casa: El lugar es un auténtico paraíso donde todos los años se
celebra a finales de octubre el Fotosub Isla del Hierro, un certamen
de fotografía submarina al que asisten los principales practicantes
de este deporte. Todos, por cierto, viejos amigos de Pancho, que
siempre se comporta con ellos como el magnífico anfitrión que es.
Los herreños –como se conoce a los habitantes de la isla- se han
movilizado a favor de Pancho. Hasta tal punto que las autoridades
lo han convertido en un icono de cara al turismo de calidad por el
que apuestan, los pescadores profesionales insisten en la
necesidad de protegerlo y hacen hincapié en que es un tesoro vivo,
y los empresarios de hostelería ya hace tiempo que se pusieron de
acuerdo para que en las cartas de los restaurantes no hayan
recetas con pescados de su especie.
En teoría nuestro amigo debería sentirse a salvo en la reserva
marina donde vive, pero los pescadores furtivos son un azote que
no da respiro. Más de una vez han intentado cazarle. De hecho,
tiene cicatrices en la boca por haber mordido anzuelos de los que
siempre ha sabido zafarse. Los meros tienen fama de ser
inteligentes, y Pancho desde luego que lo es: ha aprendido hasta el
punto de hacerse con la carnada sin picar. Peor suerte tuvo
Natalia, su compañera, que hace unos años pereció a manos de
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Diecinueve: Salvar a Pancho
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estos auténticos salvajes, que lo dejaron solo, ya que no ha vuelto
a tener pareja.
Afortunadamente, nada de esto ha dejado huella en su carácter.
Sigue siendo un animal afable al que le gusta acercarse a saludar a
los submarinistas que le visitan y rozarse con ellos. Se rumorea
que les llama la atención especialmente las del género femenino y
si tienen el cabello rubio, mejor... Dicen también que le encanta
posar cuando ve una cámara, como si supiese su estatus de pez
famoso entre los buceadores del planeta. No es ninguna
exageración: En google hay cientos de referencias a su figura.
Pero lo más importante es que para los herreños simboliza el
respeto por su medio natural y más concretamente el marino, que
durante décadas ha sido una fuente de alimento y ahora puede
convertirse también en una alternativa válida al turismo de masas
del que la isla no quiere saber nada.
Sirva también esta historia para que los practicantes de la caza
submarina reflexionen sobre las maravillas que les puede aportar
la alternativa que supone la fotografía bajo el mar. El respeto por
los seres vivos no tiene por qué estar reñido con la práctica de su
deporte favorito. Seguro que Pancho lo agradecería.
Es responsabilidad de todos el que numerosas especies dejen de
estar en peligro de extinción en nuestras aguas.
Seguramente habrá quién piense que esta historia es una solemne
memez, pero los símbolos son importantes, y el de Pancho bien
podría referirse al cada vez más imprescindible compromiso que
hemos de tener con la preservación de la biodiversidad de la vida.
Se consideraba un hombre afortunado. Bajo la ventana de su
dormitorio habitaba el mar. Cada noche se dormía con un rumor de
olas, y lo primero que hacía al levantarse era permitir que el sol y
el aire marino penetrasen a raudales por las cuatro esquinas de su
chalet. Le gustaba explicar que tenía un patio trasero único, y que
su hogar no podría comprarse con todo el oro del mundo. Incluso
aprovechó una gruta natural en la que penetraba el agua para
construirse una piscina, que conectó directamente con la casa.
Para qué reparar en gastos. Tuvo en su momento problemas con la
administración por no respetar la Ley de Costas en lo referente a la
prohibición de construir cerca de la orilla, pero le daba igual: No
iba a permitir que ningún funcionario metiera las narices en su
vida. Eso quedaba para la plebe, pero nunca con los de su
condición... Además, sabiendo untar con un poco de pasta a las
personas adecuadas se podía conseguir que se volvieran ciegas,
sordas y mudas.
Las aguas al principio se sentían un poco cohibidas con su
presencia, pero poco a poco fueron ganando en confianza. Hasta
que un día decidieron hacerle una visita: La inundación llegó hasta
el segundo piso. Cuando al fin pudieron rescatarlo en un
helicóptero, llevaba dos días encaramado en el techo de la
vivienda. Cuando el aparato se alejaba, con él tiritando sin cesar
dentro, no dejaba de repetir la letanía de que el maldito mar ya no
era santo de su devoción: Su fantástico chalet estaba habitado
ahora por zalemas, sargos, pulpos y cangrejos. Definitivamente el
campo también podría ser un buen lugar para vivir..., siempre y
cuando no hubiese un río cerca. Por lo visto la naturaleza no
entiende mucho de clases sociales.
- ¡Cómo odiaba a esos malditos ecologistas...!
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Veinte: El patio trasero
Era la última noche del crucero de lujo en el que se había
embarcado. La fiesta de despedida del capitán se estaba
desarrollando maravillosamente bien, y se movía como pez en el
agua entre los círculos de elegantes damas, que lucían sus
exclusivos modelos de alta costura y casi doblaban sus cuellos con
el peso de las valiosísimas joyas que destellaban bajo la luz que
iluminaba el salón. Procuraba cumplir su papel de niña bien,
adoptando la sonrisa que tantas veces había ensayado y asintiendo
a los comentarios intrascendentes, perfectamente integrada en un
entorno que despreciaba profundamente. La noche transcurría
bien, hasta que él apareció en escena. Lo descubrió por primera
vez contemplándola con insistencia desde la barra del bar,
mientras apoyaba indolentemente una mano en la cintura de una
rubia platino que lo miraba encandilada mientras él sonreía...
Procuró tranquilizarse y se integró de nuevo a su grupo, pero más
de una vez pudo comprobar con el rabillo del ojo que aquél tipo tan
atractivo y seguro de si mismo seguía pendiente de sus
movimientos, lo que estaba empezando a resultar algo molesto...
Decidió que a la primera oportunidad, lo atravesaría con la mirada.
Era una manera eficaz de solucionar estas pequeñas molestias.
Pero cuando sus ojos se encontraron, comprobó indignada que los
del hombre se reían. Por lo visto, se estaba divirtiendo mucho a su
costa, y eso la puso de muy mal humor...
-Se va a enterar este capullo- pensó
Pero cuando se dirigía hacia él, lo vio hacer un gesto inequívoco
con las manos, como invitándola a seguirle y emprendió con
naturalidad el camino de salida. En parte sorprendida, y en parte
por curiosidad, echó a caminar, guardando una prudente distancia
hasta la cubierta superior, donde se encontraron. Allí el hombre
buscó su mano y depositó en sus labios un beso suave y fugaz.
Después, con una risa franca y abierta, comentó:
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Veintiuno: La noche de despedida
Metió las manos en sus bolsillos y sacó una pulsera de diamantes,
un broche de rubíes, un reloj de oro de 18 quilates, un anillo con
esmeraldas…
Ella no pudo evitar una sonrisa, e hizo otro tanto con el bolso. De
allí surgió también el fruto de la recolección de aquella noche. Y
con íntima satisfacción profesional comprobó que había sido más
productiva.
-En fin- le comentó- Ya que estamos, podríamos asociarnos para lo
que queda de noche.
El la besó de nuevo. Esta vez mucho más intensamente...
-Trabajo y placer. Que maravillosa combinación... Y quién sabe,
puede que si todo sale bien, podamos formar un buen equipo y nos
queden otras tantas noches por delante: De trabajo y placer,
evidentemente...-
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-Ahora entiendo que este viaje no haya sido tan productivo: Claro.
La competencia...-
Mi vida es este mar, estas montañas,
la arena dura junto al oleaje,
mi amor y mi labor,
hijos, amigos, libros,
el afán que comparto a cada hora
con el otro, lo otro, compañía
gozosa y dolorosa
Jorge Guillén
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Poemas
Estás en lo más profundo de mis recuerdos.
Mi memoria es también una orilla acariciada
por la blanca espuma de tus olas.
El tímido niño que fui al principio
descubrió pronto las maravillas que encierras
Siempre fuiste generoso con tus regalos:
Aquella piedra blanca, lisa y reluciente,
las conchas venidas de tus profundidades,
la caracola con el eco de tu voz en la distancia,
los juegos en la arena húmeda,
el castillo que siempre acababas disolviendo.
Sentí como sonreías con mis primeros braceos,
y aprender a nadar, fue engancharme a ti,
creo que eso nos unió para siempre.
Veranos de sol y sal iluminaron una adolescencia
de pandilla que jugaba feliz en tus aguas.
Los años me trajeron una vida de adulto,
y te fueron convirtiendo en el mejor de mis amigos.
Lo supe en mis días de amargas tristezas,
cuando siempre me escuchabas con paciencia infinita.
Hoy quiero decirte, querido compañero,
que mi último viaje será en tus aguas:
pienso reunir mis postreros restos contigo,
si en tu seno aceptas acoger mis cenizas.
Creo que así, formando parte de tu esencia,
habré encontrado mi paraíso en el mundo,
dejando que se cumpla nuestro común destino.
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Uno: Amigo mar
De azul era mi refugio,
un lugar que creía al margen
de las astillas de este tiempo
en que nos ha tocado estar.
Crecí en la arena de una playa,
he vivido arropado por las olas
y me pregunto cómo pude fallecer,
deshechos los castillos
que en la arena de los sueños
le erigí a mi existencia,
cuando aún me ilusionaba
el sol que acariciaba mi orilla.
Ahora sé que la muerte
es la añoranza punzante
de lo que pudo haber sido
y acabó en una entelequia.
Lo descubrí cuando las huellas
que suponía iban a ser indelebles
se fueron borrando lentamente,
y el alma quedo reducida a cenizas
en un prolongado crepúsculo,
convertido en la etapa final del vacío.
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Dos: Crepúsculo
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Tres: Mares
Mares del mundo,
que a visitarme vienen
a la orilla de mi playa.
Mares amigos,
añejos como el planeta,
más viejos que el más antiguo
de los hombres.
Mares consejeros,
que enseñaron a mi alma
a bucear en las profundidades
de todos los abismos.
Mares que bañaron
los juegos infantiles
y que inventaron las olas
para enseñarme a volar.
Mares que susurraron
en la serenidad de la noche
y que fueron el escenario
de luminosos amaneceres.
Mares del mundo
que se agitan con furia
o son el secreto
donde habitan las calmas.
Me han confiado su espíritu:
en realidad forman
un único y hermoso mar:
El lugar donde sus amigos
encuentran Paz y Serenidad.
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Podría mostrarte un mapa para que lo entiendas:
eso que ves tan grande es el Mar de la Indiferencia;
estas, las poblaciones donde van a parar los misiles.
El silencio se eleva como el humo de las calles,
la lluvia se mezcla con las lágrimas vertidas,
y no hay dioses que puedan purificar las penas.
Más allá podrás ver los graneros vacíos
y como crecen sin cesar los cementerios
de los que pagan el precio que impone la OCM
y la codicia sin fin de las grandes corporaciones.
Son sitios donde la felicidad agoniza insensible,
el dolor lo es todo, vuela alto como los vientos,
es la voz del aire de dos tercios del planeta.
Te presento las playas desde donde parten
hacia el destierro o la muerte los desesperados:
Van a la deriva buscando una nueva vida
y encontrarán una tumba en el océano profundo,
o serán confinados tras alambres de espinos
hasta que son devueltos de nuevo a su miseria.
Ya ves el abismo que separa ambos mundos
y lo diferente que se llegan a ver las cosas
según te encuentres en uno u otro lado del mapa.
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Cuatro: Un mapa
Fue una amistad algo extraña:
La niña encontró a la gaviota
cuando correteaba por la playa.
La miró con ternura a los ojos
y se fue acercando lentamente,
hasta lograr hacerle una caricia.
Con el impulso que da la inocencia,
se imaginó volando junto a ella:
En realidad, esa había sido siempre
la ilusión que escondía su corazón.
Desde el mar se levantó una brisa,
que las olas trajeron como invitación
hasta los pies mojados de la niña.
Envió una voz que parecía llegar
desde lo más profundo del océano:
-“Alza el vuelo. Mueve los brazos.
El ave será tu guía en ese viaje”Así ocurrió. Se elevó, tomo altura
hasta sobrepasar las pocas nubes
que circulaban distraídas por el cielo:
- ¡Vuela, Gaviota, vuela!- gritó la niña:
- ¡Descubramos juntas las maravillas
que el mundo pondrá a nuestros pies!
El gran pájaro aceptó acompañarla,
volaron sin cesar un largo tiempo.
Los años pasaron como en un suspiro
y la chiquilla se transformó en mujer.
Pero ya nunca pudieron separarse
y prosiguen su peregrinaje juntas,
llevando la magia de su amistad
por donde quiera que pasaron.
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Cinco: La niña y la gaviota
Seis: La Barca
Cierro los ojos y el lecho
es una barca que mecen las olas
en la oscuridad de la noche.
La habitación es el escenario
que refleja mis deseos en el techo,
alumbrando un futuro cuajado de estrellas
Por la ventana abierta entra el alisio,
refrescando los ardores del verano.
Mientras mi cama se desliza en las aguas
con la marinera placidez de una barca,
alrededor flotan algas y nadan peces...
Quisiera extender una vela de sábanas
haciendo frente a la suavidad de la brisa,
para navegar poniendo proa a una vida
donde el horizonte sea la paz de cada día.
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Dicen que los que aún miran al cielo
o creen en la magia de los sueños,
con suerte podrán verlas pasar felices,
sobrevolando océanos y montañas,
anhelos, fantasías, mitos y leyendas.
Izadas las velas de mis sueños,
intenté ser navegante,
rompiendo la espuma
blanca de las olas,
proa a un horizonte
siempre pleno de incógnitas.
Desde esta orilla,
mi viejo corazón
ha padecido tormentas
y ha asistido
a la más terrorífica de las calmas.
Intenté no abandonar mi barco,
aunque dudo mucho
haber tenido galones suficientes
para anunciarme capitán
de este navío.
Demasiados arrecifes
puso el destino en mi camino,
demasiados vientos soplaron
en la dirección equivocada.
Busqué sin cesar
la claridad de algún faro,
para fundir con él mi mirada,
pero ha sido en vano.
Ahora me pregunto
que busco ya en las estrellas,
si unos ojos, o el último rumbo
que reúna por fin
el quehacer natural de un poeta
y la inquietud marinera del que ama,
por sobre todas las cosas,
la oscuridad de los océanos.
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Siete: La última travesía
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Siento por última vez la llamada
de mi viejo amigo, el mar.
Se hace presente
en un silencio que hiela el alma.
He de guardar en el macuto
mis versos y algún recuerdo
para trazar el rumbo definitivo
de la que será la última travesía:
La que nos ha de conducir
a la más irreversible de las ausencias.
La gente del mar
ha sabido elegir bien
donde hacer realidad los sueños
y cómo ha de vivir.
El morir es otra cosa,
una incógnita
que les será desvelada
a su debido momento
como a todos los demás,
pero que no les obsesiona.
Los viejos marinos saben
que han de estar preparados
cuando llegue la hora
del último naufragio.
Es la razón fundamental
de su escaso equipaje
y que se despidan de tierra
libres de ataduras,
pues no existen Penélopes
en el horizonte de su vida:
Prefieren ser abrazados
por un cálido y efímero pubis,
amar a anónimas sirenas
en algún remoto puerto,
despreciando los oídos sordos
que un día les hizo un tal Ulises,
necio capitán donde los haya...
Mi más sincero homenaje a uno de mis mitos
más queridos: Los hombres de la mar.
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Ocho: Del vivir y el morir
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Nueve: Isla
Procedo de raíces que se hunden
profundamente en una tierra
que mucho tiene que ver
con la mar.
Recorren mis venas
el hálito de un volcán,
los suspiros del alisio
y la idiosincrasia de un pueblo,
amalgama de esperanzas
en un espacio fronterizo
con el líquido elemento.
Soy de raigambre insular,
tengo los ojos llenos
de pinos, nubes y retamas.
He dejado huellas
en barrancos que recorren,
cual viejas cicatrices,
la lírica de un alma
de lava y sal.
Le he dicho a la nada
que a la sombra de una palmera
la soledad es imposible;
y en el silencio perfumado
del bosque húmedo,
lo espiritual es un mensaje
que resuena con la fuerza
de una tormenta oceánica.
Aquí estoy: Es de donde vengo.
Isla es lo que soy.
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Diez: Entre olas
Sobre la espuma blanca
de un rumor de olas,
encaramados a una tabla,
los jóvenes se deslizan
librando acometidas
en precario equilibrio.
Como respuesta,
el sol reluce
en sus cuerpos morenos
y en la arena caen risas
como gotas felices.
Es tiempo de guiños
a la emoción de volar
sobre rizadas crestas,
y sufrir aparatosas caídas
en el agua como lecho.
Impecable conexión
con el medio natural,
el mar también pareciera
disfrutar del desafío,
en los instantes fugaces
en que avanzan juntos
hombre y líquido elemento
hasta la orilla de la playa:
Gana el que más feliz
pueda llegar a sentirse.
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Once: Paz de espíritu
Vivo acompañado
de murmullos marinos,
fieles compañeros
que acarician la isla.
En mi mundo,
el frío nos toca de lejos,
pasa siempre
como rozando el horizonte.
La costa recibe
las caricias del océano,
el agua extiende
sus párpados abiertos
en torno a la pupila azul
de nuestro cielo.
En las playas
caen destellos dorados
sobre la negra arena
regalo del volcán.
Los barcos se desvanecen
lentamente en la distancia,
mientras las nubes
juegan alegres con la brisa.
En este lugar,
mirando de frente a las olas,
puedo aún soñar
con misterios y leyendas,
amores, aventuras,
imaginaciones y certezas...
En tardes así de tranquilas,
deberíamos ser capaces
de encerrar las penas con llave,
hacer de corsarios generosos
para sepultar ese cofre maldito
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Doce: El pescador
El pescador subió a la barca
y se alejó silencioso, en dirección
a un horizonte ensangrentado
por el somnoliento sol de la mañana.
Con sus manos endurecidas,
por la lucha diaria de tantos años,
arrojó la red a las turbias aguas.
La espera no dio el fruto apetecido:
La recogió vacía de esperanzas.
De pronto el mar se sacudió
su alma ávida de redenciones
y el hombre, perdido el equilibrio,
volcó en los fríos brazos de las algas.
Su corazón se quedó para siempre
en las profundidades abisales,
y ese día, en la arena de la playa,
una mujer con el temor en el rostro,
encontró diseminados trocitos de sal
que habían tomado forma de lágrimas.
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bajo una montaña de arena,
y liberarnos del peso
de cualquier pesadumbre.
La paz podrá ocupar, entonces,
un lugar de privilegio
en lo más hondo de nuestro espíritu.
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Trece: Redención
Partió una noche
izando las velas
de la cólera,
para surcar los mares
en rabiosa soledad.
Hasta que la luna bajó
para ahogar su dolor
en las tormentosas aguas,
y en un descuido
le robó la ira,
vaciándole de rencores
el corazón.
Cuando todo hubo acabado,
pudo contemplar al fin
el reflejo que le devolvía
la paz a su alma.
Del naufragio,
quedan los restos
de sueños de venganza
vencidos por una sonrisa,
y una vieja barca
con las maderas carcomidas
por la acción de los elementos:
Silentes testigos
de su feliz redención.
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Vuelvo a los viejos ecos,
he estado aquí tantas veces...
Este sol es idéntico al conocido,
el mismo mar me acompaña
dibujando una línea impecable
donde se pierden con agrado
la vista y el tiempo.
Incluso ese barco que pasa
puede que sea el mismo,
repitiendo su viaje eterno
por la superficie
de todos los océanos.
Estos son el cielo y la tierra
donde se desarrolla mi vida.
Aquí cerca, vuelan las hojas.
Un poco más allá,
la espuma descarga
su blanco rumor en las rocas.
Me pregunto que estoy haciendo,
por las razones de este paseo triste.
Todo lo que me rodea ha perdurado
y me produce la impresión
de haberlo ya vivido.
La diferencia está en mí:
Antes era más joven,
en las caminatas había frescura
y regocijo a raudales.
Ahora parece que transite
por ese lugar que llaman melancolía.
Así que he decidido
capturar la magia de un instante
sentado en este peñasco solitario
y tranquilizar mi ánimo:
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Catorce: Horizontes de melancolía
Quince: Extraño
Rumor de olas.
Bella música
para reconfortar
las incertidumbres
de un alma perdida.
Armonías frustradas,
mares que rompen
contra las partículas
de una memoria incierta.
Olores salinos,
embates que sacuden
los restos que ha dejado
la inocencia perdida.
Y al fondo,
la luz del faro ilumina
un dolor extraño
que asoma en la noche.
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Esperaré a que el sol se oculte
tras el horizonte que mi realidad
esboza para todos los futuros:
los posibles, los que nunca llegarán,
y el que pasará también
a tener su lugar en la nostalgia.
Me gustan los muelles.
Cuando era niño,
paseaba absorto
contemplando los barcos,
preguntándome
en qué remotos países
habrían estado.
Me mezclaba con marinos,
que en mi mente infantil
eran personajes míticos,
una promesa viviente
de lejanas aventuras,
amores en cada puerto
y ebrias madrugadas
al calor de una taberna.
Ahora sigue siendo
una fuente de placer
ver como el mar
duerme tranquilo entre los diques,
mientras los navíos se mecen
anclados a un leve descanso
y aguardan la siguiente travesía.
Paseando por el Puerto,
de alguna manera recupero
en la boca y en el alma,
el sabor de aquellos sueños infantiles
que las mareas traían generosas
hasta los pies de la marquesina,
a la luz de la mirada vigilante
de nuestra vieja Farola del Mar.
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Dieciséis: Puertos y barcos
El niño salta en el agua
mientras capta la ternura
que le llega en la mirada
y las palabras de su madre.
Se siente protegido y libre,
juega contento en la orilla,
chapoteando en el charco
que la última marea ha dejado
como salino recuerdo de su paso.
Muestra su alegría confiada,
porque encuentra una razón
en las muestras de cariño
de esa mujer que porfía
por mantenerlo protegido,
en un viaje hacia el futuro
lleno de tantas incógnitas.
Apuesto a que ella adora
esos mechones rubios,
las exclamaciones de goce
y el sonido de la carcajada limpia,
que atraviesa transparente el aire.
Ajeno a cualquier reflexión,
él sigue ganando con sus brincos
una pequeña cruzada
a la fuerza de la gravedad
y a todos los males del mundo.
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Diecisiete: La felicidad de un niño
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Dieciocho: Un suave sabor
Como una tierna mirada,
oculta tras los cristales
donde deja su impronta
la acción de la tormenta,
así perfila tu boca
un suave sabor a mar.
Así como el olor
de la humedad de la tierra
es promesa de verdor,
son tus gestos dulces,
cuando tus dedos susurran
poesías de íntimos sabores,
envolviendo con ellos
las comisuras de mi alma
y limpiando de sal las ilusiones.
Afuera, la tempestad enmudece
sobre el horizonte;
se calman las aguas
cuando germinas hermosa
y tu cuerpo se transmuta
en la más bella leyenda
de amor y simiente...
Se ilumina la magia
en tus ojos oscuros
transmutados en un espejo
donde se mira con envidia,
el sol de la mañana,
dando paso a la esperanza
de un nuevo y brillante día.
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Diecinueve: El ferry
Mi espíritu,
en la emoción del momento,
quiso adherirse a la borda,
al igual que los restos de sal
que pacientemente aguardaban
una ola generosa
que llegase a rescatarlos.
La imaginación rompió moldes
en la popa del barco
y gritaron las gaviotas.
La brisa forjó un hermoso lazo
de comunión con la marejada,
y un rumor se hizo espuma
mientras me veía en la piel
de los aventureros del mar
que en la literatura han sido:
Después, una ligera sacudida,
y el ferry inició la maniobra
de salida del puerto.
La abracé emocionado,
porque estaba seguro
que todo sabría mejor
en su compañía.
Que hermosa sensación:
El viaje comenzaba...
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Veinte: Instante
Estaba sentado, abstraído
en el susurro cercano
que dejaba el vaivén marino.
La noche me envolvía
con su manto de sombras.
Habría sido hermosa
la compañía de un aliento
para compartir tanta belleza.
Sólo una solitaria estrella
osaba romper la magia
del murmullo de las olas,
iluminando débilmente
aquél retiro custodiado
por un techo de nubes.
Una ligera brisa me traía
atributos de sal, mezclados
con fragmentos de arena.
Sentí crecer en mi interior
algo parecido al crepúsculo
de tantas cosas que no fueron.
Entreví una sensación de pérdida,
atisbo fugaz de lo que ya nunca
podré ser capaz de identificar.
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Por los granos de arena de tu cuerpo
deslizo la espuma de mis manos.
En este mar de caricias
y bajo el brillo de tus soles
se me descubre una playa
húmeda de deseo y de ternura.
Que lejos quedan las barcas
de las oportunidades perdidas,
con sus velas desplegadas
proa hacia un oscuro horizonte
donde habitan el pesar y el olvido.
Nos rozamos y es nuestra piel
un lecho de anhelos confiados,
y te sumerges en mis brazos,
buceas en un océano de caricias,
sin sombrías redes que impidan
la liberación del amor y la pasión.
Hoy tus labios son como olas,
impregnados tus besos
del sabor de la pasión,
condición que trae a los míos
un hermoso vínculo de magia y sal.
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© Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca Universitaria, 2009
Veintiuno: Entre el mar y el amor
La paz de espíritu es sinónimo
de la auténtica felicidad.
Por eso ansío alejarme
de las multitudes y las prisas,
conseguir un pequeño lugar
que acoja mis recuerdos
y unas pocas posesiones
para respirar tranquilidad.
Me levantaría temprano,
la primera mirada del día
sería a un horizonte
donde cielo y océano se unan.
Aromas de salitre
serán el perfume mañanero
al abrir las ventanas al mundo.
La vida transcurrirá con calma,
lo importante se convertirá en relativo,
habrá tiempo para pensar,
pasear sin rumbo fijo,
encontrarme cada jornada
con la superficie del mar,
reconocerme en los libros
y estar siempre atento
por si aún tengo la suerte
de que las musas me visiten.
Es mi sueño más querido:
tener mi pequeño Paraíso.
Es un lugar, un estado de ánimo
y una oportunidad para conseguirlo.
Con el permiso del Maestro,
sería mi versión de Isla Negra.
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Veintidós: Isla Negra
Veintitrés: Estirpe isleña
Ojos cerrados. Sol en la cara.
Dorado lecho donde dichoso,
se fue forjando mi espíritu.
El sol y el mar conjuraron
una luminosa singularidad
sobre la niñez de mi alma.
Luego la isla se apoderó
del corazón adolescente,
hasta llegar a los extremos
de hacerle sentir agua y sal.
El mar ha impreso su huella
en el aliento y los sentires.
Me siento carne de mar,
libre como pez en océano,
dichoso de ser heredero
de la lava que nos ha forjado
en los yunques de la historia.
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Al fin y al cabo, el volcán
fraguó con ese semblante
la increíble belleza del Hierro:
Mis amigos tendrán allí su casa,
cuando quieran hacerme una visita.
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Veinticuatro: Fragmentos
Fragmentos de afectos
que son espejos rotos,
tránsitos sutiles
al mundo de los silencios,
de las opacidades
la ruptura y el adiós.
Trozos de amores
que han adquirido
un todo sepia,
y quedan olvidadas
en una caja de cartón,
donde se consumen
los días, las sonrisas,
las caricias agazapadas.
Piezas de pasiones
plegadas como hexágonos
en torno a unos suaves senos,
significados del olvido,
como ecos apagados
encaramados a una caricia
en el alba perpetua.
Porciones de ternuras
que el mar ofrenda
con gráciles reflejos,
para acercar a mi vera
el recuerdo de la ternura
y la sed que su vientre
siempre tuvo
de nocturnidad y poesía.
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Veinticinco: Siete puñados de tierra
Guardo de ti lo que me diste:
siete puñados de tierra
y un trocito de mar,
que se han esparcido
por los rincones del corazón
cual tesoro arrancado
a las entrañas mismas
de arcanos misterios.
Estás en mí
con tus horizontes limpios,
la melancolía marina
y los incesantes contrastes:
Respiras en mis sueños,
camino con tus pasos,
te yergues en mi alegría
y muero cuando decaen
tus esperanzas.
Te recobro cada día
cuando asoma el frescor
de la brisa húmeda
y muestras con orgullo
los firmes símbolos
de mar y volcán
que llevas en la sangre:
Son siete puñados de tierra
con delicias de sal
y raíces de dulzura.
Transportas en los labios
el verdor que florece
escalando montañas,
arboleda que custodia
mis párpados de sueño.
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Sobre la piel llevo
el sello de tus playas
y el sudor implacable
de la lucha constante
del hombre y los elementos.
Me anidas y te pueblo
en esa fusión de tierra y mar
en la que un día te convertiste,
y a la que llamaron Paraíso
sin saber de las llagas
que oscurecieron tu historia.
Contigo sé que el amor existe,
como el de un hijo agradecido
por la ternura materna:
Siete miradas llenan mis ojos,
siete piezas del puzzle
que encajan en un alma
de sur reseco y frescor norteño,
ya para siempre Archipiélago,
con acento y cadencia
eterna, gozosamente isleñas...
84
Cuando pasa por delante
del pequeño cementerio
acelera siempre el paso.
Pero negarse a mirar
no resta dolor a la pérdida:
Conoce las inscripciones:
“En recuerdo de...”
“Aquí descansa...”
“Tu familia no te olvida...”
“Fallecido el día...”
“Muerto en la mar...”
Él también se ha marchado,
pero no puede haber lápida,
ni inscripciones, ni tumba...
Desde el puerto ascienden
empujados por la brisa
los aromas mezclados
de sal marina y alquitrán.
Se elevan sobre los tejados
compitiendo con las gaviotas,
se afanan por los caminos,
se introducen en las casas,
perfuman de mar el camposanto
donde él no puede descansar.
Triste destino para esa mujer,
amor de un marinero tragado
por la furia de la tormenta.
¿Cómo hincarse de rodillas
para hablar con su amado,
si no sabe dónde hacerlo?
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Veintiséis: Desaparecido
© Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca Universitaria, 2009
¿Cómo conseguir despedirse
si nunca vuelven a tierra
sus empapados huesos?
Por unos instantes repara
en un horizonte de niebla,
y hacia allí dirige la mirada
llena de sabor acre en los ojos:
Necesita entender una razón,
para poder aliviar la angustia
que le corroe las entrañas.
Y por sobre todas las cosas,
que su hombre deje de ser
de una vez y para siempre,
otro pescador desaparecido.
86
Murió como algo rutinario,
una muerte anónima
casi liviana y oscura
en las profundidades marinas:
En realidad hacía tiempo
que habían fallecido
su nombre, sus derechos,
su tiempo y su vida.
Ahora es un titular,
pero mañana
volverá a ser olvido:
no hay memoria suficiente
para los abandonados
de la suerte.
Este es el último silencio
que soporta.
Ha habido tantos...,
silencios fríos, ásperos,
enormes y despiadados.
Desde aquí,
en este lado del frío,
quisiera ser el instrumento
que encuadre su figura
y su definitiva ausencia.
Por eso hoy escribo muerte
como un idiota que no sabe,
que no ha aprendido nunca
lo que es morir en vida:
Aunque tenga los ojos
inundados con la sal
que él ha tragado.
Me pregunto cuento tiempo
seguiremos inmunes
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Veintisiete: Elegía a un ahogado
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a estas muertes
que ni siquiera
logran llegar a la orilla.
Los días pasan, el océano
continuará cobrando su cuota,
y todo seguirá siendo indiferencia...
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Veintiocho: El nadador
El agua fluye suavemente
por la piel del nadador,
le acaricia generosa el cuerpo,
y en armónico compás,
se abren surcos en las olas
mientras prosigue su avance.
La brisa crea diminutos rizos
en la superficie del agua,
mientras el hombre se desliza
paralelo a la costa,
sereno e imperturbable,
con su ritmo azul turquesa,
sintiendo en carne propia
la libertad de peces y gaviotas.
Bracea con firmeza,
en lucha con las corrientes,
a la hora ancha en que el agua
se abandona a su fuerza elástica,
y los músculos líquidos
ondean productivas pautas,
de deportista estimulado
por la extensión nítida del mar.
Y ya de regreso a la orilla,
traerá en su boca y epidermis
un humedecido recuerdo
de cálido útero materno,
impregnado de sal y regocijo,
e indefinidamente marino.
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Veintinueve: Oración
Poseidón nuestro,
que estás en los mares,
alabamos tu nombre:
Cuida de nosotros
en las noches de tormenta,
concédenos la paz de espíritu,
trae la tranquilidad
a las aguas
y danos una buena singladura.
Perdona nuestros excesos,
así como nosotros disculpamos
a los que no los disfrutan.
Hágase tu voluntad
en los océanos del mundo,
danos un lecho caliente
y unos brazos apasionados
cuando toquemos tierra.
Líbranos de cualquier atadura
y cuando llegue el momento
de la última travesía,
que el viento sople a favor
para encontrarnos contigo
en las inmensidades marinas.
Por los siglos de los siglos, amén.
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