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La cueva del corazón
La cueva, símbolo de nuestro interior más profundo y del
inconsciente
Desde tiempos remotos la cueva es un símbolo
del inconsciente y también lugar para el encuentro
con Dios. Es el santuario interior, el lugar fuera del
alcance de los pensamientos, la morada de lo divino.
Teresa lo llamaba «castillo interior», Tauler
«fondo», Eckehart «chispa del alma».
A menudo se compara el corazón con la cueva. La
cueva es símbolo de nuestro interior. El que entra
en el recogimiento, intentando relegar su nivel del
ego, o sea desprenderse de sus conceptos, imágenes
y representaciones, entra, por así decir, en la cueva
de su corazón.
Los primeros monjes no solamente iban al
desierto, sino que a menudo vivían en una cueva.
Retirarse a la soledad de la cueva a menudo es algo
inefable que conduce a la persona hacia un silencio profundo.
También Jesús fue conducido al desierto. Seguramente estuvo en él una larga
temporada; cuarenta días es sólo un número
simbólico. Quizás pasó años enteros en
soledad.
Solemos pensar con demasiada facilidad
que sufrimos una depresión o una enfermedad
psíquica, cuando en realidad se trata de un
proceso de transformación, si estamos
dispuestos a aceptarlo.
Tenemos que pasar por la cueva hacia la
resurrección, hacia la tierra prometida. La
cueva y la soledad se encuentran en la profundidad de nuestra psique, que está
compuesta de lo que suprimimos, lo que no pudo o lo que no fue autorizado a
desarrollarse, lo que no pudo ser integrado y lo que denominamos “sombra”; son las
heridas de nuestra infancia y las experiencias duras.
Quien se encamina hacia su interior, entrará en la cueva de su corazón, llegará
al desierto, a la noche oscura, al aislamiento, porque se hace inaccesible a sus
pensamientos, sentimientos, decisiones e imaginaciones. A veces, la tentación no es
nada en concreto, y puede manifestarse simplemente como miedo aunque la persona
no sabrá de dónde procede, simplemente existe. Así se va desarrollando el proceso
de purificación, muchas veces acompañado de confusión y dolor y, en algunos casos,
incluso somatizado, es decir con repercusiones físicas.
Tenemos que pasar por este proceso nos que conduce a la totalidad. Lo que parece
tan confuso es en realidad un proceso de purificación. Quien lo aguanta, convencido de
dar el salto, saldrá como persona transformada. Las sombras pueden convertirse en
una nueva fuente de energía que conduce en última instancia a la resurrección, a la
totalidad.
Nuestros antepasados místicos nos dicen que se trata del desprendimiento de
nuestro yo para encontrar nuestro ser más profundo. Todo debe dejarse atrás,
también lo que nos angustia; finalmente habrá que desprenderse también del
control sobre el Yo, solamente posible para las personas que tienen un YO; a las que
tienen un Yo débil, les resultará
mucho más difícil. El desprendimiento
del Yo es peor que la muerte física,
porque es relativamente fácil morir
con la esperanza de que Dios está
esperando para acogerme. La muerte
mística, sin embargo, no se sabe cómo
seguirá; es una muerte que no dejará
lugar a un más allá, ejemplificada por
Jesús cuando exclamó: «Padre, en tus
manos encomiendo mi espíritu».
Dicho desprendimiento tiene que ver con la humildad. Hay que sumergirse en la
corriente de la vida aunque exista la amenaza de precipitamos hacia la profundidad.
Humildad en latín es humilitas; igual que humanitas, tiene su raíz en humus, es
decir, tierra, suciedad, mantillo. También la palabra «humor» tiene la misma raíz.
Necesitamos valor para adentrarnos en la cueva de nuestro corazón y entrar en la
tierra incógnita. Es un viaje que nos llevará a otra orilla que desconocemos y esto
es lo que estamos buscando, lo desconocido, el no – saber dónde está la plenitud,
dónde se experimenta a Dios.
(Textos extraídos de: JÁGER, Willigis, “En busca del sentido de la vida. El camino hacia la profundidad de nuestro
ser”, 4ª edición,Narcea,Madrid, 2007p.170ss)