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EL DILEMA CHINO SEGÚN GIOVANNI ARRIGHI.
Una encrucijada inminente del sistema-mundo.
Montserrat Galceran
El libro de G. Arrighi, Adan Smith en Pekín (Madrid, Akal, 2007), recientemente
publicado en las versiones inglesa y castellana, está destinado, sin lugar a dudas, a
convertirse en uno de los textos básicos para enjuiciar la actual coyuntura socioeconómica mundial, marcada por el declive simultáneo de la hegemonía americana y el
ascenso de China.
En este marco conceptual el autor define la cuestión central del s. XXI con las
siguientes palabras: “si, y en qué condiciones, el ascenso chino, con todas sus
deficiencias y probables reveses futuros, puede considerarse un presagio de esa mayor
igualdad y mutuo respeto entre los pueblos europeos y no europeos, que Adam Smith
preveía y propugnaba hace 230 años” (p. 393).
Esta doble referencia al proceso chino y a A. Smith, presente en el propio título del
libro, nos indica que el análisis se desarrolla en dos líneas esenciales: una, estudiar las
transformaciones económicas en China, no como prueba de la capacidad de arrastre del
credo neo-liberal, sino más bien como resultado de prácticas de economía mercantil que
se remontan a tiempos antiguos, y que permitieron que aquel país mantuviera durante
siglos lo que el autor denomina “equilibrio económico de alto nivel”, de tal modo que,
si ya el desarrollo tradicional de China parecía demostrar la discrepancia entre los
procesos de formación del mercado y los del desarrollo capitalista, la hibridación actual
entre una economía intensiva en trabajo y la preponderancia de la producción para el
mercado internacional – clave en su resurgimiento-, abriría la vía a un proceso
alternativo al estilo (capitalista) americano de vida.
Como segunda línea el autor propone una reinterpretación del legado económico de
Adam Smith, en una clave que permite distinguir dos vías de desarrollo socioeconómico: la revolución industrial de Occidente que, unida a un mercado capitalista,
dió lugar al desarrollo capitalista clásico teorizado por Marx, y la vía “industriosa” (la
terminología es de K.Sugihara) que, unida a un mercado no capitalista, propició el
desarrollo “natural” de Oriente. O dicho de otra manera, un desarrollo que explota las
potencialidades de crecimiento del mercado y profundiza la división social del trabajo,
pero no altera sustancialmente el entorno como sería el modelo oriental, a diferencia de
otro que, centrándose en el comercio a larga distancia y en la producción para la
exportación, lo destruye, como ocurre en el modelo occidental clásico. La existencia de
esa otra vía refuerza la tesis anteriormente expuesta, de que en China se está dando un
desarrollo alternativo, el cual, si este país llegara a ocupar una posición hegemónica
mundial dado el declive de la hegemonía americana, podría suponer un profundo
cambio en las relaciones geopolíticas globales. La argumentación teórica sobre las dos
vías de desarrollo del mercado apuntala teóricamente esa conclusión.
Porque el declive americano constituye la contra-imagen del ascenso de China; de
hecho es el contrapunto del tema principal, al que el autor dedica una parte sustanciosa
de la obra. Al hilo de la discusión, por una parte con R. Brenner y de otra con D.
Harvey, argumenta que la depresión económica de los años 70 del pasado siglo,
marcada por la contracción de los beneficios empresariales, fue profundizada por la
resistencia de los trabajadores a cargar con el peso de la crisis, y por el declive de la
hegemonía americana a partir de la derrota de Vietnam. Por tanto en su interpretación
no se trata tanto, o no se trata sólo, de los efectos de la competencia inter-capitalista,
como había subrayado Brenner, cuanto de que esta competencia, así como las luchas
anteriormente mencionadas entre capital y trabajo, se inscriben en una dinámica
geopolítica que les imprime su sello: el declive de la hegemonía americana. “Interpreto
la crisis de rentabilidad como un aspecto de una crisis de hegemonía más amplia” (p.
172), a la que define como aquella “situación en la que el Estado hegemónico vigente
carece de los medios o de la voluntad para seguir impulsando el sistema interestatal en
una dirección que sea ampliamente percibida como favorable, no sólo para su propio
poder sino para el poder colectivo de los grupos dominantes del sistema” (p. 160).
En una situación de ese tipo, el centro declinante – ni que decir tiene que Arrighi
inscribe su análisis en la teoría más amplia de los ciclos económicos del sistema-mundo,
desarrollada entre otros textos en su conocida obra El largo siglo XX- en una situación
de ese tipo, decía, el centro declinante puede intentar mantener una “dominación sin
hegemonía” arrastrando a los otros agentes del sistema mundial a confrontaciones
bélicas de desigual resultado e, inclusive, despeñándose en un abismo sin fondo como
parece ser la guerra en Irak. Para Arrighi la estrategia seguida por Bush tras el 11 de
septiembre es más que una muestra del intento por reconfigurar la maltrecha hegemonía
americana: “El objetivo de la guerra contra el terror no era únicamente capturar
terroristas, sino reconfigurar la geografía política de Asia occidental con el objetivo de
iniciar un nuevo siglo americano”; en este marco “la invasión de Irak…pretendía ser
una primera operación táctica en una estrategia a largo plazo destinada…a establecer el
control estadounidense sobre el grifo global del petróleo y, por lo tanto, sobre la
economía global durante otros cincuenta años o más” (p 194 y 202). A pesar del caos en
Irak e incluso de la aventura en Líbano en el verano de 2005, esta estrategia no ha
cosechado más que fracasos, como demuestra el descenso continuado del dólar
profundizado por la crisis financiera del verano de 2007, que marca el hundimiento del
proyecto imperial neoconservador americano.
Hasta aquí las tesis de Arrighi son tremendamente coherentes, al menos en su trazado
general. Quedan sin embargo algunos puntos oscuros: el primero es la extraordinaria
importancia concedida a los “agentes políticos”, especialmente los Estados, como
actores históricos y económicos, hasta el punto de que la distinción entre “sociedad de
mercado” y “sociedad capitalista de mercado” reposa en que el Estado actúe o no actúe
como un poder sometido al interés capitalista de clase, o sea al incremento de la
acumulación. Según afirma textualmente: “el carácter capitalista del desarrollo basado
en el mercado […] está determinado […] por la relación del poder del Estado con el
capital. Se pueden añadir tantos capitalistas como se quiera a una economía de mercado,
pero a menos que el Estado se subordine a su interés de clase, la economía de mercado
sigue siendo no-capitalista” (p. 345).
¿Qué define el interés de clase que, incorporado por el Estado, asegura el carácter
capitalista de la sociedad de mercado? El autor no lo define aunque, por el contexto,
podemos adivinar que, en tanto el proceso de intercambio mercantil no se subordine a
los mecanismos de acumulación y en especial de “acumulación por desposesión” (la
terminología es de D. Harvey) generando un proceso sin fin de acumulación por la
acumulación, sino que siga atendiendo a las necesidades de mejora económica y social
de las poblaciones asentadas en el territorio, ese proceso no sucumbirá a aquella fatal
deriva.
Por esta razón puede afirmar que “el ascenso económico de Asia”, en especial si ese
ascenso puede proseguir de modo pacífico, garantiza por sí mismo un aumento de la
igualdad en el mundo – al menos de la igualdad entre naciones y/o entre regiones del
mundo, si no entre individuos o entre clases – y puede propiciar un nuevo Bandung, o
sea un nuevo reparto de poder e influencia entre el Norte y el Sur global. La ausencia,
sin embargo, de cualquier perspectiva que evalúe las diferencias internas – de clase, de
género, de raza,- y el exagerado protagonismo de los agentes político-estatales, no
permiten matizar, siquiera sea someramente, aquella afirmación.
El segundo punto oscuro surge al sugerir una distinción entre el interés del capital
global del Norte– ocupado cada vez más en amplias operaciones financieras que elevan
la rentabilidad pero generan efectos altamente depredadores- y el interés de la potencia
hegemónica, USA, cuyo intento por reconfigurar un “poder imperial” ha fracasado
irremisiblemente. Esta distancia entre un capital financiero altamente móvil y las
dificultades del centro hegemónico para imponer políticas a escala global que le sean
favorables, marcaría todavía más el declive de la primera potencia del mundo que, si
bien sigue siéndolo a nivel militar, está – cosa curiosa – más endeudada que ninguna
otra, siendo sus acreedores – cosa doblemente curiosa – los Estados y agentes
empresariales emergentes del Asia oriental. Es decir que mientras el capital financiero
propiamente capitalista – el del Norte- se lanza a operaciones de alto riesgo, surgen
poderes financieros sustentados en los enormes superávits de los países emergentes,
especialmente los chinos.
Esta circunstancia contribuye a mantener las opciones tremendamente abiertas:
difícilmente un Estado tan endeudado como la actual USA logrará construir un New
deal a escala global – punto en el que Arrighi disiente de su amigo D. Harvey – pero,
por eso mismo, no parece previsible que pueda prolongar su dominación, desprovista de
hegemonía.
¿Cuáles podrían ser los agentes que precipitaran la situación? Por lo dicho
anteriormente no parece que el autor confíe demasiado en los movimientos sociales
cuyas luchas entiende siempre como luchas defensivas incluso si, en el mejor de los
casos, logran forzar a las élites dirigentes a introducir cambios que respeten sus
intereses. ¿Pero cabe esperar que las élites de los centros emergentes y especialmente
las élites chinas serán tan perspicaces de escapar a las añagazas de la política exterior
americana y preparar para su pueblo – y por extensión para la Humanidad en su
conjunto- ese estado de mayor igualdad y cooperación? ¿Podemos confiar en que un
nuevo orden mundial, centrado en China, termine, o al menos debilite, los
enfrentamientos militares entre las potencias? Y en tanto que sujetos europeos
occidentales ¿nos cabe luchar por ello?
Arrighi no ofrece una respuesta concluyente. El final del libro deja abiertas varias
posibilidades, dibujando sólo una alternativa entre una opción catastrófica en el caso de
que China siguiera la pauta (capitalista) estadounidense y la otra, relativamente más
tranquilizadora, si la abandonara. La apuesta del autor se inclina claramente por la
segunda, aunque con cautela: “Si la reorientación consigue revitalizar y consolidar las
tradiciones chinas de desarrollo autocentrado basado en el mercado, acumulación sin
desposesión, movilización de los recursos humanos más que de los no-humanos y
gobierno mediante la participación de las masas en la toma de decisiones, entonces es
probable que China esté en condiciones de contribuir decisivamente al surgimiento de
una comunidad de civilizaciones auténticamente respetuosa hacia las diferencias
culturales; pero si la reorientación fracasa, China puede muy bien convertirse en un
nuevo foco de caos social y político que facilite los intentos del Norte por restablecer un
dominio global que se desmorona o …ayude a la Humanidad a arder en los horrores ( o
las glorias) de la creciente violencia que acompaña la liquidación del orden mundial de
la Guerra Fría” (p. 403).
A pesar de no estar cerrada, la opción del autor parece ser clara: el futuro del s. XXI no
se juega en los movimientos europeos, ni siquiera en Latinoamérica- a pesar de su claro
protagonismo – ni en Oriente próximo, con todo su caos y violencia, sino en el ascenso
de ese nuevo centro de la economía-mundo: el mercado asiático y en especial el chino,
con su poder para crear en torno suyo una nueva economía global.
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