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Sonido, Imagen y Movimiento en la
Experiencia Musical
Miserere mei, Deus. La psicología de la
música y el debate sobre la naturaleza
humana
FLORENTINO BLANCO
UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE MADRID
Me permitiré abrir mi reflexión con una anécdota que puede hacernos entrar en
materia de manera rápida y eficaz, y que muchos de vosotros seguramente
conoceréis. La historia dice que en 1770 llegan a Roma tras un largo y tortuoso
periplo Mozart y su padre. Mozart acaba de obtener en Viena la plaza de maestro
de conciertos, pero sin sueldo. En compensación, le financian una especie de
viaje de estudios a Italia, donde su padre espera que el joven Mozart obtenga el
reconocimiento que realmente se merece. Deciden, en todo caso, dirigirse a
Bolonia para que el joven Mozart reciba clases de composición del maestro
Martini. El miércoles santo asisten al Oficio de Tinieblas, o Tenebrae, que se
celebra en la Capilla Sixtina. Se usa esa expresión porque durante los oficios las
velas que iluminan la Capilla Sixtina desde el presbiterio se van apagando
progresivamente, y de una en una, como un símbolo de duelo, hasta dejar el
recinto sagrado completamente a oscuras. En ese momento, los asistentes
golpean repetidamente el banco con el libro de oficios, rememorando el
movimiento de tierra que, según San Juan, se produjo al morir Jesús. Los castrati,
haciendo la voz soprano, y el resto de las cuerdas, siempre voces masculinas,
que forman el coro del papa interpretan el Miserere mei, Deus, de Gregorio
Allegri, una pieza tan apreciada por el papa que éste había prohibido
terminantemente que saliese de sus dominios bajo pena de excomunión para el
culpable.
En una carta que Leopold escribe a su mujer el 14 de abril se pone la
primera piedra de uno de los episodios más conocidos en la constitución histórica
del mito Mozart:
“Habrás oído hablar a menudo del famoso Miserere de Roma, que es
tan apreciado que a sus intérpretes se les ha prohibido reproducir
fragmento alguno o sacar copias bajo pena de excomunión. Pero
nosotros ya lo tenemos. De hecho lo podríamos mandar a Salzburgo
en esta misma carta, si no fuese en realidad necesaria nuestra
presencia para interpretarlo. Porque la forma de interpretarlo resulta
más importante en este caso que la composición misma. Además,
como se trata de uno de los grandes secretos de Roma, no deseamos
que caiga en manos ajenas”
Aunque, hasta donde yo sé, este es el único documento que confirma de
primera mano la historia, se da por hecho a menudo en los mentideros musicales,
incluso entre los especialistas, que Mozart fue capaz de transcribir de un tirón
Actas de la V Reunión de SACCoM
© 2006 - ISBN: 987-98750-3-6
pp. i-viii
Florentino Blanco
toda la pieza en cuanto llegó a la pensión en la que se hospedaba con su padre.
Una hazaña, aparentemente prodigiosa, que subrayaría la genialidad
incomprensible, casi inefable de Mozart. Sin embargo, como veremos, las cosas
no están tan claras. En primer lugar, parece ser que Mozart volvió al Oficio de
Tinieblas del viernes santo con su primera trascripción debajo de su sombrero
para terminarla ya en vivo, una tarea que, con un cierto margen, podrían ya llevar
a cabo muchos músicos profesionales. En algunos casos se señala la posibilidad
de que volviera incluso una tercera vez. Por lo demás, no existe, por supuesto,
copia del trabajo de Mozart. Lo que sí sabemos es que si existiese copia
tendríamos muchas dificultades para establecer sus semejanzas con el original.
La versión que se cantaba en 1770 estaba ya muy lejos de la versión original de
Allegri, que data de 1638, aproximadamente, y que, a su vez, era reinventada en
cada nueva interpretación gracias a la enorme destreza vocal y contrapuntística
de los cantantes, una tarea facilitada por el hecho de que los abellimenti (arreglos
vocales casi improvisados) eran un recurso estético muy frecuente en la música
vocal barroca, y por el hecho, aún más palmario, de que el Oficio de Tinieblas se
desarrollaba, como es razonable, a oscuras, y, por lo tanto, los cantantes no
podían leer la obra mientras cantaban.
Por lo demás, la versión más conocida, que se suele identificar, como
veremos, con la obra que Mozart consigue robarle al papa y con la que hemos
abierto esta charla, es en realidad de 1932. En ella podemos oír un inquietante Do
sobreagudo, que algunos comentaristas suelen ver como el elemento de la obra
que habría impulsado a Mozart, en una suerte de arrebato estético, casi místico, a
llevársela. Un error de trascripción desde la versión de Mendehlson (1832) (esta
vez sí está documentado), perpetrado por el musicólogo W.S. Rockstro y por el
editor R. Haas, convierte el Miserere de Allegri en uno de los fragmentos de
música religiosa más celebrados de la historia (Wyram-Wigfield, 1996/2005).
Para finalizar, cabe añadir que la obra no es en realidad demasiado
compleja. Es un falso bordone, un género musical, probablemente ya un poco
pasado de moda en la época en la que Mozart conoce el Miserere, y en el que se
combinan fragmentos de canto llano y fragmentos polifónicos a cuatro y cinco
voces. Más que de su estricta calidad compositiva, es muy probable que buena
parte de su eficacia estética tuviera que ver con la dramaturgia que rodeaba su
interpretación, y de la que ya hemos comentado algo antes. Charles Burney, un
músico inglés, que había sido subvencionado por el rey de Inglaterra para
informar del estado de la música en Italia y Francia, y que coincidió en Bolonia
con los Mozart, dice del Miserere mei, Deus que
"El caballero Santarelli me contó las particularidades siguientes sobre
el famoso Miserere de Allegri. Esta obra, que se canta desde hace
más de ciento cincuenta años en la capilla pontificia durante la
Semana Santa, el miércoles y el viernes santos, y que en partitura
parece de una simplicidad como para hacer dudar del maravilloso
efecto que provoca, debe su reputación más a la forma en que es
interpretada que a su mera composición: la misma música se ha
ensayado muchas veces sobre textos diferentes, y los cantantes
recogen de la tradición costumbres, matices y ornamentos que
producen grandes efectos, a saber, aumentando o disminuyendo los
sonidos, acelerando o retardando el ritmo sobre ciertas palabras o
ii
Miserere mei, Deus. Psicología de la música y el debate sobre la naturaleza humana
cantando versículos enteros más vivamente que otros. Esto me dijo el
Signor Santarelli […] Algunos de los grandes efectos producidos por
esta obra deben ser atribuidos al lugar en que se canta y a la
solemnidad de las ceremonias celebradas durante su ejecución: el
Papa y los cardenales están prosternados en tierra; los cirios de la
capilla y las luces de la balaustrada se van apagando uno tras otro; en
fin, el último versículo de este salmo termina a dos coros y mientras el
maestro de capilla modera insensiblemente el compás, los cantantes
disminuyen o más bien apagan la armonía, por así decir, con el
conjunto más perfecto que pueda pensarse.” (Burney, 1771)
Por lo demás, cabe añadir que el mismo Burney recuerda que por
entonces existían al menos tres copias reconocidas del Miserere circulando fuera
de Roma (una para el emperador Leopoldo, otra para el rey de Portugal y otra
para el padre Maritini).
“[Éste] Me permitió copiar esta última cuando estuve en Bolonia y el
caballero Santarelli me gratificó con otra copia sacada de los archivos
de la capilla pontificia, y que él mismo se lleva una que le proporciona
el padre Martini”.
Todo lo cual nos permite inferir que existían en realidad ya cinco copias,
más, en su caso, la que Mozart habría sacado. Por lo que parece, además,
ninguno de los copistas oficiales fue excomulgado. Estamos, efectivamente, como
mínimo, y por lo que respecta a la obra, ante un misterio relativo. Es evidente que
la obra circulaba por entonces sin demasiados problemas, y es, también, por
tanto, probable que Leopold Mozart cargase un poco las tintas en el misterio y el
secretismo que la rodeaba probablemente como una forma de sobrevalorar la
supuesta hazaña de su hijo. No sería extraño que la condecoración (Caballero de
la Espuela Dorada) que le otorga el papa al joven Mozart como presunto
reconocimiento al enorme talento musical que había demostrado “robando” el
Miserere de la Capilla Sistina fuese en alguna medida un efecto indirecto de esta
eficaz maniobra publicitaria de su padre. Por lo demás, ni fue la primera ni sería la
última. Leopold Mozart pone de este modo el primer ladrillo en la construcción de
un mito cultural cuyo alcance histórico y cuya influencia cultural resultan todavía
difíciles de valorar.
Así construimos, como ven, los mitos que necesitamos para vivir, con una
combinación ponderada de verdad, azar, necesidad y fantasía. Construimos y nos
dotamos de mitos porque sin ellos la vida sería seguramente insoportable. No es
malo tener mitos, pero es bueno saber que los tenemos. En cierto modo, la
racionalidad no es nada más que la conciencia permanente, estructural, del mito.
La verdad, como valor, no es tampoco mucho más que el yacimiento que deja al
descubierto el desmantelamiento racional del mito. Creer en los mitos es tan
absurdo como creer en los recuerdos, pero no podemos renunciar ni a uno ni a
otros porque representan la condición de posibilidad última de nuestra identidad.
Los psicólogos, por su parte, hemos dado por bueno el mito de Mozart, un
mito que subraya, por ejemplo, esa extraña concepción, al tiempo naturalista (es
decir, organicista, medible, contable) y misteriosa (inefable, inexpresable,
incomprensible), de la inteligencia humana, tan socorrida en todos los sentidos
para muchos psicólogos modernos.
Mozart representa el límite de la
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Florentino Blanco
incomprensión radical de lo psicológico y, por lo tanto, su más que posible
vanalización. Hay, incluso, psicólogos que se atreven a dar el CI de Mozart o que
afirman que tenía oído absoluto (¡!).
Uno de las cristalizaciones más conocidas de este proceso de mitificación
de Mozart es el denominado habitualmente "efecto Mozart". Algunos psicólogos
creen que la música de Mozart tiene algunas características que la diferencian
definitivamente de la de otros compositores, de forma que es capaz de incidir de
una manera especial sobre el sistema nervioso provocando a su través beneficios
de todos los tipos, especialmente en virtud de su capacidad de incidir en el
funcionamiento del hemisferio derecho, relacionado, dicen, con las funciones
espacio-temporales. El secreto de su música radica en el hecho, se dice, de ser,
por un lado, simple y pura y estar, por otro, dispuesta en el territorio que crece
entre la inteligencia pura y la pura afectividad, un territorio mítico que ha sido
redescubierto, como una suerte de continente perdido o Atlántida interior por la
cultura occidental una y otra vez. El concepto de inteligencia emocional es uno de
los mayores éxitos históricos de este absurdo proyecto histórico. En este sentido,
dice Campbell: “Mozart no teje un deslumbrante tapiz como el gran genio
matemático Bach, tampoco levanta una marejada de emociones como el torturado
Beethoven”. Recorrer el perfil del nuevo continente interior, exige, como vemos,
trazar el perfil de otras concepciones de la música, movidas respectivamente, y,
como anunciábamos, por la inteligencia pura (matemática, se dice) de Bach y la
pasión desbordada de Beethoven. Mozart aparece como una suerte de punto
medio o distancia límite ideal entre estos dos extremos. Algunos autores aclaran
que, efectivamente, no toda la música de Mozart produce estos efectos generales
y beneficiosos sobre el espíritu y, como veremos, el cuerpo. Los efectos son
especialmente claros en el caso de la música escrita en registros altos, como la
sonata para dos pianos en Re mayor y los conciertos para violín números 3 y 4.
Se trata de obras cuya virtud radica en la posibilidad de estar a medio camino una
vez más entre la sencillez y la complejidad, pues la música simple y repetitiva no
ensancha el cerebro humano, sino que más bien puede llegar a producir efectos
contrarios.
Numerosos estudios pretenden, por ejemplo, haber demostrado que el
cociente intelectual (CI) se incrementa entre los niños expuestos a la música de
Mozart. Alfred Tomatis usó la música de Mozart para curar (nadie sabe bien qué
tipo de problemas de salud) a más de 100.000 pacientes. Tomatis realizó además
experiencias sorprendentes en un monasterio en Bretania con vacas que
escuchando sinfonías de Mozart aumentaron notablemente su producción de
leche. Pero la fuerza del efecto Mozart va más allá del reino animal para alcanzar
incluso al reino vegetal. Se ha comprobado, se dice, que la música de Mozart
acelera el crecimiento de las plantas y su "tonicidad". No hay efectivamente
ningún estudio controlado que haya demostrado ninguno de estos efectos.
En general, el discurso sobre el que se articula el mito Mozart implica
siempre algún tipo de aproximación metafísica entre dos de los términos que el
mito articula. Mozart es, muy a su pesar y seguramente al de muchos de
nosotros, el territorio en el que se traman las operaciones que permiten
reconstruir la alianza perdida entre la materia (el cerebro, el sistema
neurovegetativo, y esas cosas) y el espíritu (el cociente de inteligencia, los
estados emocionales, el dominio general de las sensaciones estéticas), a partir de
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Miserere mei, Deus. Psicología de la música y el debate sobre la naturaleza humana
la articulación estética del sonido y el silencio, que siempre fue vista a su vez
como la zona natural de transición entre aquellos dominios, materia y espíritu, que
nunca hemos sido capaces de conciliar. En cierto modo, el recorrido genético que
lleva del joven intérprete de celo insoportable hasta Pau Casals tiende a ser
concebido como un proceso de purificación correlativo a la búsqueda de un
sonido puro y controlado. Este sonido mítico, puro y controlado, como digo,
funciona, y si no se entendería tanto dolor, tantas horas de práctica, tanto
sacrificio, como una suerte de horizonte vital para el estudiante de celo, que
convierte su biografía en una disciplinada epojé, o purificación, por la cual el ruido
se va transformando paulatinamente en sonido y, tal vez, eventualmente en
música. Hemos puesto el ejemplo del celo, pero en nuestra cultura el instrumento
que detenta el patrimonio del mito de la pureza del sonido es, seguramente, el
violín. Boesch propone en "El sonido del violín", un trabajo fascinante que me
atrevo a recomendarles, la idea de que la unidad de análisis para una psicología
de la música sensible a la cultura y a la complejidad de la música misma no es ni
la cognición, ni la ejecución, ni la creación musical, sino la articulación cultural de
la música a través de categorías como sonido, pureza, genialidad, categorías que
funcionarían como horizontes míticos, inalcanzables, que dan sentido a nuestras
formas de vida genéricas y también en buena medida a las vidas de los músicos y
los intérpretes. “Horizonte” es una metáfora sencilla, pero fascinante. El horizonte
se define justo como aquello que siempre está, por definición, por delante de
nuestras narices, aquello en cuya dirección caminamos sin que nunca podamos
alcanzarlo. Se trata de una categoría relacional: el horizonte existe como
categoría en la medida en que nos movemos hacia él y que nos recuerda nuestra
condición de seres futurizos, de seres movidos más por lo que pudiera acaso ser
o pasar, que por lo que fue o lo que pasó. Seres movidos más bien por metas que
por causas o motivos. O al menos seres capaces de interpretar, de leer y acaso
de reinventar las complejísimas relaciones entre lo que fue y lo que será a partir
de la conciencia de lo que debe ser. Tanto la filogénesis del instrumento, es decir,
la evolución del instrumento como "especie", como la ontogénesis del intérprete,
se mueven en dirección al horizonte de un sonido puro, controlable y controlado.
En cierto modo, cada nuevo intérprete actualiza dramáticamente el compromiso
de la cultura con el sonido puro y se hace cargo de las nuevas posibilidades
estéticas y funcionales que va abriendo la filogénesis del instrumento. Podríamos
decir, extremando tal vez, la lógica fascinante del pensamiento de Boesch que
este camino de depuración, movido por el horizonte del sonido puro, exige como
condición o como arancel, la desaparición de la dimensión material y orgánica de
la música, la aniquilación de las impurezas que introduce la materia orgánica de la
que están hechos tanto el violín como el violinista.
Yo creo, en todo caso, que a Boesch le faltan dos secuencias genéticas
más para acabar de definir los límites del dominio cultural de la música. Por un
lado, podríamos hablar de una morfogénesis de la música, es decir, de una teoría
de la evolución de las formas musicales, entendida como una secuencia de
consecuencias provisionales de la indagación de la cultura musical sobre sus
propias funciones y límites. La evolución o el cambio, quien sabe, de las formas
musicales es básicamente la consecuencia del ajuste funcional de la música a
nuestras formas de vida (música para bailar, para escuchar en soledad, para
entierros, para desfiles, para ceremonias de coronación, para rezar) y se mueve
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Florentino Blanco
en relación con el horizonte (si pensamos en la evolución cultural de las formas
musicales) o la meta (si pensamos en la evolución formal de un compositor) de
depurar o reconstruir la naturaleza, la esencia o los límites de la música misma,
es decir, en relación con preguntas como ¿qué es la música?, ¿es música el
silencio?, ¿podemos oír la música o sólo pensarla?, ¿es música el rugido de un
motor?, ¿hacen música las aves del paraíso?, y así sucesivamente.
Falta, por fin, algo así como una microgénesis de la obra musical en sus
tres niveles de determinación posibles: es decir, una microgénesis de la
composición, una microgénesis de la ejecución y, finalmente, una microgénesis
de la recepción. Nosotros creemos que ninguna de estas tres secuencias
microgenéticas puede ser abstraída de las secuencias generales que antes
hemos mencionado, es decir, no pueden ser cabalmente comprendidas sin tener
en cuenta su relación orgánica con la filogénesis de las condiciones materiales
para la producción de sonidos musicales, con la ontogénesis de la musicalidad y
con la morfogénesis de los contenidos musicales. A su vez, ninguna de estas
secuencias genéticas puede ser abarcada sin disponer de algún prejuicio
razonable sobre las condiciones generales de la experiencia estética y sin una
teoría formal del arte. En realidad, aunque este programa que propongo pudiera
parecer excesivamente especulativo o abstracto, sólo quiere ser una manera de
expresar la complejidad, la densidad y la concrección de cualquier acontecimiento
musical pensable.
Recapitulando, podríamos decir que la psicología del arte tiene como
función básica, compartida con otras perspectivas disciplinares, proporcionar
argumentos, a partir de la especificidad de su objeto, y desde alguna supuesta
racionalidad, para legitimar, defender o desmontar las ideas o hipótesis sobre la
naturaleza humana que necesitamos para vivir (¿somos lo que heredamos o lo
que aprendemos?, ¿hay una o diversas naturalezas humanas?, ¿somos
prioritariamente razón o afecto?). Todos estos debates se reactivan cada vez que
tenemos que tomar decisiones sobre política educativa, sobre la manera de
redactar una ley o sobre la forma de relacionarnos con nuestros hijos. Son
asuntos respecto a los cuales estamos siempre posicionándonos en los más
diversos contextos. Es decir, son debates articulados en sus límites por la tensión
entre lo que somos, lo que queremos y lo que debemos ser.
Cada psicología del arte funciona entonces como una estrategia al servicio
de una cierta idea de lo que somos o de lo que debemos ser. Pensar desde una
sensibilidad históricamente significativa las relaciones que se han ido dando entre
el arte, o lo estético, en un sentido más general, y la cultura psicológica, consiste,
como veremos, en intentar reconstruir la lógica de esas confabulaciones
ideológicas sobre la naturaleza humana. Esto es, para entender el sentido general
de estas confabulaciones hay que trascender el dominio académico formal y
buscar en todos los rincones de la cultura.
El mito de Mozart, uno de cuyos episodios fundacionales hemos relatado
al principio, forma parte de una confabulación casi metafísica entre musicología,
psicología y cultura de muy largo alcance que consiste en asumir, entre otros
extremos, que la música es un lenguaje universal. En cierto modo, esta
confabulación toma los rastros de la concepción pitagórica o, en general,
armonicista de la música y la extiende hasta nuestros días. Desde este punto de
vista, el lenguaje musical, en tanto dispositivo representacional y comunicativo, se
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Miserere mei, Deus. Psicología de la música y el debate sobre la naturaleza humana
organiza de manera semejante al lenguaje natural, es decir, como un sistema
doblemente articulado de carácter innato, jerárquicamente organizado y
autogenerativo (ver el clásico Lehrdal y Jakendoff, 1983).
Esta idea se relaciona internamente con la idea, no menos extendida, de la
música como naturaleza (Serafine, 1988), o, más bien, como extrapolación sonora
de un conjunto de leyes naturales, que se corresponden en el plano individual o
psicológico con una concepción de la música como rasgo o talento, como la que
defendía Seashore (ver Lafuente, 2005), que se despliega sobre la idea antes
mencionada del carácter lingüístico general o gramatical de la música. En algún
sentido, la música es, desde la lógica de esta confabulación, una región del
mundo legalmente articulada que exige en el plano individual recursos
psicológicos específicos de dominio que pueden ser poseídos en mayor o menor
cantidad por el individuo y, por lo tanto, medidos.
La versión más reciente de esta concepción naturalista de la música
asume que las leyes generales (armonía, contrapunto, series generativas) que
rigen el funcionamiento de la música se corresponden en el plano individual con
sistemas de expectativas legales que dan cuenta de la producción (creación y
ejecución) y la recepción de productos musicales (comprensión musical, reacción
estética) (ver, por ejemplo, Sloboda, 1992). El sentido general de la música desde
esta lógica es proporcionar el medio idóneo para la codificación y transmisión de
estados emocionales. Se trata, entonces, de un lenguaje con todas las de la ley,
pero con una referencia supuestamente menos clara (emociones) que la
referencia del lenguaje natural (ideas o conceptos). Esta hipótesis un poco
peregrina se traduce en la obsesión cultural por definir el sistema de reglas que
permite codificar y decodificar la referencia emocional que transporta el mensaje
musical. En el plano musicológico el mito queda sancionado también por una
disociación radical, en principio, entre "la música" (es decir, la partitura) y el
público, una disociación que sólo puede ser restaurada en virtud de la neutralidad
operatoria y del virtuosismo del intérprete (ver Shifres, 2006).
Como ven, en esta confabulación casi metafísica o trascendental caben
casi todas las perspectivas oficiales que definen la agenda de investigación de la
psicología y de las ciencias cognitivas en el campo de la música. Desde las
psicologías vaga o estrictamente computacionales, hasta las psicologías más
preocupadas por la dimensión afectiva de la música. El mito Mozart, flanqueado,
como mínimo, por los mitos menores de Bach (la música como ciencia) y
Beethoven (la música como pasión), constituye el epicentro alrededor del cual se
ha ido construyendo nuestra forma de vivir la música y, aún más, nuestra forma
de vivir en general.
Sin embargo, yo creo que cada vez somos más conscientes de la
indeterminación radical del acontecimiento musical. Tal vez la conciencia de esta
indeterminación no nos ayude demasiado por sí misma a eludir la férrea disciplina
de esta confabulación, en la que participamos en cierto modo todos y de la que
todos dependemos para entendernos a nosotros mismos y para jugar a entender
a los demás. No hay seguramente angustia más incapacitante que mirarse en el
espejo y no reconocerse, o, tal vez, aún más, no ver nada. La constitución del
mito Mozart como epicentro ocasional de esta confabulación nos permite
reconocernos y, eventualmente, decidir nuestro nivel de implicación en la
transformación de nuestra forma de vida, eximiéndonos, por ejemplo, de
vii
Florentino Blanco
responsabilidad alguna. El arte está irremediablemente complicado con la vida, ni
siquiera cabe pensar que la vida imite al arte, porque, en todo caso, es el arte
quien define por eliminación los límites de lo que llamamos vida, acaso, real. En
cierta ocasión Gertrude Stein le pidió a Picasso a través de un amigo común que
le hiciese un retrato. Cuando vio su retrato Gertrude Stein comentó que no se le
parecía mucho. Cuando el amigo común se lo comentó a Picasso, éste contestó:
"déjala, ya se acabará pareciendo". El mito Mozart nos dice que esta tarea de
definir desde el arte los límites de la vida está reservada en el Boletín Oficial del
Cielo a los mesías ocasionales, seres especialmente diseñados o creados,
sometidos por su destino, para facilitar la constatación de la perfección de la obra
Dios, o de la Naturaleza. Dios no juega a los dados y ahí está Mozart para
recordárnoslo. El Do sobreagudo azaroso y encontradizo que marcaba el camino
por el que teníamos que seguir desde los primeros compases de esta charla un
poco anómala que ahora cerramos representa el vínculo inusitado entre nuestra
desgarradora condición de seres materiales y moribundos y nuestra vocación de
llegar a ser eventualmente ángeles, o dioses incluso. Muchas gracias por su
sentido de la disciplina.
Referencias
Burney, Ch. (1771) The Present State of Music in France and Italy. London
Byram-Wigfield, B. (1996/2005) Miserere mei, Deus. Gregorio Allegri. A quest
for the Holy Grail? London: Ancient Groove Music.
Lafuente, E. (2005) La fundamentación psicológica de una estética musical.
La obra de Carl E. Seashore. Estudios de Psicología, 26 (2). F.
Blanco y J. Castro (eds) Número Monográfico Psicología, Arte y
Experiencia Estética, 247-258.
Lerdahl, F. and Jackendoff, R. (1983) A Generative Theory of Tonal Music.
Cambridge: MA, MIT Press.
Serafine, M.L. (1988) Music As Cognition: The Development of Thought in
Sound. New York: Columbia University Press.
Sloboda, J.A. (1992) Empirical studies of emotional response to music. In
Jones, M.R. and Holleran, S. (eds.) Cognitive Bases of Musical
Communication.
Washington,
DC:
American
Psychological
Association, 33-46.
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