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¿De qué manera comunica la música?
El enigma de los tonos
por JUAN CARLOS GARAY
n la más reciente novela del escritor indio Vikram Seth, que muy apropiada
mente se llama Una música constante,
encuentro un episodio digno de recordación. El protagonista toma un taxi; la radio está encendida y suena el Preludio y Fuga en do menor de
Johann Sebastian Bach. Algo indefinible, algo que él
escucha en el final del preludio y el inicio de la fuga le
hace pensar que quien está tocando es su antigua
novia, la pianista Julia McNicholl. Tiempo después se
encuentra con ella y le relata la anécdota. La pianista
le dice que ella jamás ha grabado nada de Bach, sólo
E
lo toca en privado, de modo que la interpretación que
escuchó Michael ha de haber sido de “alguna otra
mujer”. Y sigue este diálogo misterioso:
–¿Una mujer? –pregunté.
–Sí –dijo–, puesto que la confundiste conmigo.
Ya sabemos que la literatura se puede dar el lujo
de alejarse de la realidad, pero también es cierto que
algunos de los episodios literarios más fantásticos suelen tener un piso firme en lo real. Tal vez lo más inverosímil de esa historia no sea el hecho de que los personajes adivinan el género del intérprete con solo escu-
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La escena del hombre sentado, viendo la pantalla vacía de su televisión en un día de huelga,
quedará como una de las imágenes más bellas e impresionantes de la antropología del siglo xx.
JEAN BAUDRILLARD
char un fragmento musical en la radio. Lo verdaderamente difícil de creer es que uno tome un taxi, por
casualidad la radio esté sintonizada en una emisora de
música clásica y el destino le obsequie la fortuna de
viajar escuchando ese preludio y esa fuga de Bach,
que son maravillosos.
Ahora bien, ¿es usual que un pianista profesional reserve la música de Bach para circunstancias exclusivamente privadas? Sí, hay muchos casos. Tomemos el ejemplo histórico de Chopin, a quien le gustaba tocar, precisamente, algunas fugas de Bach antes de cada concierto. Era una especie de ritual o de ejercicio para entrar en
calor, pero él jamás llevó esos ejercicios al estrado.
En cuanto a la otra posibilidad, la de conocer rasgos definitivos de una persona sólo con oírla tocar una
pieza, no la creería de no ser porque una vez leí al compositor Aaron Copland diciendo que algo así es perfectamente posible. En su libro Music and Imagination,
que recoge seis conferencias dictadas en Harvard durante el año académico 1951-52, anota: “Pienso que si
tuviera que escuchar sucesivamente a tres pianistas no
identificados detrás de una cortina, yo podría dar un
breve diagnóstico de la personalidad de cada uno de
ellos y ser bastante acertado”.
Tanto el episodio novelesco como la frase pronunciada por Copland en solemne conferencia apuntan a
una sola idea: hay muchas cosas que la música nos
está diciendo si sabemos escucharla atentamente. No
se trata de datos extramusicales, de saber por ejemplo
en qué fecha compuso Bach los preludios y fugas o
cuál es la nacionalidad del intérprete; se trata de mensajes completos y complejos que están en la música
misma. Esos mensajes pueden referirse a las características personales del intérprete (como lo sugiere
Copland y lo recrea Seth), pero a un nivel más profundo hablamos también de las emociones que imprimió
el compositor y que vuelven a salir a flote cada vez
que la música es tocada. Con normas muy propias,
casi siempre alejadas de la mera semántica, la música
tiene una facultad de comunicar que ha fascinado a
estudiosos de varias épocas. Voy a permitirme recordar algunas teorías, dejando en claro que siempre
quedará algo de misterio en este tema, algo que no se
puede resolver en el campo de las palabras, porque la
música tiene una potencia de expresión más
allá de la palabra.
La semántica imposible
Justamente el tema de debate más antiguo en la historia de la música es el de una
independencia de la palabra. Vincenzo
Galilei, el papá de Galileo, discutió acaloradamente el tema con ese gran teórico musical del Renacimiento que fue Gioseffo
Zarlino. Galilei decía que la música debía
seguir los dictámenes del lenguaje, servir a
las palabras, en tanto que Zarlino prefería
que la música se escapara de ellas y así lograra demostrar su condición de lenguaje
independiente.
“El lenguaje universal”, ha oído uno decir incontables veces. Pero ni siquiera esa
metáfora se asoma a la esencia de la música, porque resulta que un lenguaje es algo
bastante distinto. El psicólogo John Booth
Davies lo explica con sumo detalle en su Psicología de la música, publicada en 1978:
La música no satisface todos los requerimientos para ser llamada lenguaje,
ya que tendemos a usar el término ‘significado’ de una manera diferente en
el contexto de la música que en el del
lenguaje. Además, la música parece
tener algo en común con las formas
más simples de experiencia sensorial
como el calor, el sabor o el aroma. Uno
puede preguntarse ‘¿qué significa la
Quinta Sinfonía de Beethoven?’ y carecer de una respuesta satisfactoria.
Cualquier contestación que aventuremos estará expresada en términos de
nuestras reacciones y sentimientos particulares, y éstos no serán idénticos a
la respuesta de otra persona a la misma música.
Esto indica que no podemos aplicar las
leyes de la lingüística para esclarecer la for-
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Gobernar es comunicar.
SIMÓN BOLÍVAR
ma en que la música comunica su mensaje. En el lenguaje verbal uno tiene palabras, y esas palabras pueden juntarse para construir frases, y esas frases van
sucediéndose una a otra hasta conformar, por ejemplo, una novela. En música la construcción llega a parecerse un poco, porque también tenemos notas y esas
notas se juntan y van formando frases y todo está respaldado por una estructura que al final produce, digamos, una sinfonía (creo que la novela y la sinfonía se
parecen mucho: Mahler decía que una sinfonía debía
“contenerlo todo, como el mundo” y esa misma idea
aplicada a la novela es muy común entre los literatos).
La diferencia es que una nota no significa siempre lo
mismo y una línea melódica tiene tantos significados
como oyentes. La música es menos directa que la lengua; precisamente por eso tiene la facultad de expresar aquello que escapa a ser nombrado.
Esta característica ha sido malinterpretada, sobre
todo por filósofos y, en general, por autores que sólo
creen en aquello que puede explicarse o representarse con palabras. Alguna vez encontré en un texto sobre filosofía del arte la siguiente frase: “La música evoca las emociones pero no está conectada a situaciones definidas”. Pertenece a alguien que sin duda llegó a esa conclusión a través de un acucioso silogismo,
pero que no se ha tomado la molestia de escuchar, de
atender y de sentir la música. Equivale a decir que la
música tiene efectos emocionales pero no contenido
emocional. Es una idea ingeniosa propia de la filosofía
(y no está de más recordar que Schopenhauer decía
que la filosofía es la música de los pensamientos), pero
en realidad no creo que ningún músico de oficio comparta este pensamiento.
Prefiero pensar, más bien, en la música como un
mensaje que está en todas partes: en las notas mismas,
en el espacio y el tiempo que sirven de telón de fondo
a esas notas y, por último, en el espíritu de quien escucha. No es simplemente que quien escucha le otorgue su carácter a la pieza; se trata más bien de una
resonancia, a través de la obra, entre el mundo que
plasma la música y el oyente que la recibe. Esta idea la
planteó por primera vez Pitágoras, hace veintiséis siglos, al afirmar que cuando la música llega al alma es
porque se expresa en consonancia con el universo.
Durante el Renacimiento muchas de estas ideas de la
cultura helénica volvieron a la palestra del pensamiento; por eso uno ve resurgir tales enfoques en la literatura de entonces. En El mercader de Venecia de
William Shakespeare aparece una frase que retoma
ese sentido de la música como comunicación del individuo con el cosmos. En este caso se trata de prevenir
contra aquellos que no dan cabida a la música en su
alma, que por tanto son sordos a la armonía universal.
Shakespeare lo expresa hermosamente:
El hombre que no tiene música en sí ni se emociona con la armonía de los dulces sonidos es
apto para las traiciones, las estratagemas y las
malignidades; los movimientos de su alma son
sordos como la noche y sus sentimientos tenebrosos como el Erebo.
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Nunca he sabido si la soledad nace del afán de comunicación o éste de la soledad.
LUIS CARDOZA Y ARAGÓN
Pero volvamos al punto esencial: la música no es
un lenguaje. No hay un sistema de equivalencias que
nos indique, por ejemplo, lo que puede llegar a significar la nota fa. Un fa de Mozart puede ser alegre y un fa
de Mahler trágico, a pesar de que la onda sonora tenga
la misma frecuencia (el mismo número de hertzios) y la
misma amplitud (los mismos decibeles). Sin duda es por
eso que Kant, en las dos ocasiones en que aventuró
una clasificación de las artes, le dio a la música posiciones extremas. Cuando organizó a las artes por su expresividad, la música ocupó el primer puesto. Cuando
las reorganizó por su condición semántica, la música
pasó inmediatamente al último lugar.
Tal vez no sobra aclarar que esa condición
antisemántica que tiene la música no es una debilidad
sino, de hecho, su mayor riqueza. En las citadas conferencias de Harvard, Aaron Copland lo dejó plenamente esclarecido al afirmar: “Como compositor, me gusta
pensar que cualquiera de mis obras es factible de ser
interpretada de diversas maneras”.
Las estaciones y el paso del tiempo
Hay otro modo de pensar respecto a aquello que
nos comunica la música, y es entender el ejercicio de
composición como una imitación de la naturaleza.
Quizá ‘imitación’ no sea la palabra más indicada, porque sabemos que la música no se limita a repetir el
paisaje sonoro sino que también hay creación. Pero es
bueno entender que toda esa creación partió, en sus
orígenes, de un modelo que era la naturaleza. Obviamente la presencia humana va transformando el entorno, y hay una frase de García Márquez que hace referencia a esa transformación del sonido en música. Apa-
rece como epígrafe en un disco de la cantante peruana Susana Baca: “Debieron transcurrir cuatro eras geológicas para que los seres humanos fueran capaces
de cantar mejor que los pájaros y morirse de amor”.
Es una manera literaria de exponerlo pero, nuevamente, hay mucho de veraz en su afirmación. Cantar
mejor que los pájaros fue uno de los intereses manifestados por los primeros flautistas. Todavía en 1717 circulaba en Inglaterra un volumen de partituras para flautín con el título de Tunes for the instruction of singingbirds (tonadas para la instrucción de pájaros cantores),
lo cual significa que el compositor no sólo concebía
sus piezas como un retrato de estorninos, ruiseñores y
canarios, sino que proponía estas melodías para enriquecer el léxico de las aves.
Esta manera de concebir la música nos regala nuevas perspectivas para el término ‘significado’. Lo que
significa es aquello que recrea, que calca un sonido
familiar de nuestro entorno. Es una idea que pareció
tener mucho auge entre los músicos del Romanticismo, porque allí justamente escuchamos orquestas que
evocan una tormenta con todo y sus truenos, pianos
que sugieren la lluvia y flautines que se empecinan en
repetir a los pájaros.
Claro que entre todas las obras musicales que
imitan a la naturaleza, la más recordada no pertenece al Romanticismo. Y esa obra es el ciclo de cuatro
conciertos barrocos que se conoce como Las cuatro
estaciones, de Vivaldi. Podemos pensar que su popularidad se debe a que su significado es claro: son
cuatro conciertos que hacen referencia, cada uno, a
una estación del año. Pero creo que a la vez hay un
peligro si se toma demasiado en serio aquello de que
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Las imágenes tienen algo de platónico: transforman al individuo en ideas generales.
UMBERTO ECO
“El otoño” o “El invierno” significan
eso y nada más, porque nos estamos perdiendo de esas múltiples
maneras de interpretación de la
música a las que se refería Copland
en sus conferencias. En resumen,
las palabras han terminado por limitar a la música, y ésa es una de
las cosas tristes que pueden sucederle a la música.
Por fortuna, quienes creemos en
la importancia de Las cuatro estaciones más allá de su título, contamos
con los estudios del profesor Paul
Everett, quien ha escrito todo un libro sobre el tema. Para Everett, pensar en estos conciertos como simples
postales de estación es despreciar
muchos otros sentidos posibles, más
profundos incluso. Y nos cuenta que
“existe evidencia que sugiere que los
cuatro conciertos, en su versión más
temprana, no poseían elementos literarios”. Esto es, que la música existió antes que la palabra. Me parece
que este caso revela cierta ansiedad
que nos ha invadido siempre ante la
música, y es el afán de explicarla, de
justificarla con palabras. Allí ha existido siempre un contrasentido, porque cuando mejor nos compenetramos con la música es cuando se
producen emociones sin un motivo
racional.
El filósofo Maurice MerleauPonty decía que acaso la pintura
existe simplemente para celebrar el enigma de la visibilidad. Me gustaría pensar que el misterio de las
notas, los acordes y las melodías también se resuelve
en sí mismo; que el gran mensaje que se esconde
detrás de la música no es otra cosa que la celebración de nuestra capacidad de escuchar.
Esa capacidad requiere de la complicidad del tiempo, y en este punto aparece otra característica que es
imposible arrebatarle a la música: la presencia del tiempo como
uno de sus ingredientes vitales.
En otras artes el tiempo es un accidente: lo que uno pueda tardarse en leer una novela o en
observar una pintura no depende realmente de la obra ni tampoco es lo fundamental. En cambio en música el tiempo va creando, va componiendo también.
El musicólogo Leonard Meyer es quizá la persona que más
se ha acercado a develar el concepto de ‘significado’ que maneja la música. En un tratado que
publicó en 1956, Meyer parte de
esta premisa del tiempo como
elemento vital de la música y
dice que nuestra percepción del
mensaje musical no es diferente
a nuestra percepción del tiempo.
Vamos oyendo, y las notas que
van pasando las acumulamos en
nuestra memoria. Luego, con
base en ese recuerdo del pasado y en la vivencia del presente,
generamos expectativas acerca
de lo que puede llegar a sonar
más adelante. Es una especie de
juego intelectual, una secuencia
de adivinanzas, donde en realidad no importa si logramos acertar en todos nuestros pronósticos, porque resulta que a veces
es mayor el goce cuando el compositor nos toma por sorpresa. Y ahí está el verdadero
significado de la música para Meyer. “Si, con la base
de la experiencia del pasado, un estímulo presente
nos lleva a esperar un evento musical más o menos
consecuente, entonces ese estímulo tiene significado”.
Claro que estas palabras de Meyer (y las palabras
en general; no se trata de enjuiciar a Meyer) explican
el proceso de escucha pero no abarcan la profundi-
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¿Se ha perdido la relación orgánica entre la información y la experiencia,
entre el conocimiento y la comunicación?
CARLOS FUENTES
dad de la experiencia musical. Me parece más certera, más inspirada, una frase que le leí a Charles Cobb
en su estudio sobre el significado de los blues: “Escuchar música es sentir la vida mientras pasa”. Creo que
ahí están contenidos el fenómeno del tiempo, nuestra
percepción de su paso inequívoco y, además, cierto
elemento emotivo sin el cual siempre será incompleta
una audición musical.
Comencé esta exposición citando un pasaje literario, quizá, porque cuando lo leí hallé una clara resonancia con una experiencia personal. Voy sumar esa
anécdota a los muchos datos que he mencionado aquí,
no porque la considere de igual importancia sino porque el lector pensará que también alguna experiencia suya podría ayudar a resolver el enigma de los tonos, y eso sería magnífico. La primera vez que escuché las Variaciones Goldberg de Bach fue en la adolescencia, interpretadas por Isolde Ahlgrimm en un
long-play del sello Philips que lastimosamente ya no
circula. Más adelante llegaron a mis manos otras versiones, pero era inevitable mantener como punto de
referencia aquella primera audición. Me impactaron
las interpretaciones de Andras Schiff y de Glenn
Gould, y sin embargo había algo que sentía perdido
cuando evocaba nuevamente aquel viejo disco.
Al igual que los personajes de Vikram Seth, he llegado a pensar que hay una manera femenina de interpretar a Bach. Incluso suelo jugar un juego cada vez
que escucho las Variaciones Goldberg en la radio: trato
de adivinar si el intérprete es hombre o mujer, y muchas veces acierto. Pero si alguien me pidiera explicar
en qué consiste esa diferencia, me sería infructuoso
buscar una respuesta precisa, satisfactoria. Las palabras se escabullen como la vida entre las manos y lo
único que queda, al final, es música en estado puro.
Es posible que el enigma de los tonos sólo pueda resolverse en su propia dimensión, que el gran mensaje
secreto de la música sea éste: “Escucha. No hables,
escucha”.
BIBLIOGRAFÍA
Cobb, Charles E. “Por los caminos del blues”. En National Geographic, abril
1999, págs. 42-69.
Copland, Aaron. Music and imagination. Cambridge, Harvard University Press,
1980.
Davies, John B. The psychology of music. Stanford, Stanford University Press,
1978.
Everett, Paul. Vivaldi: The four seasons and other concertos. Cambridge,
Cambridge University Press, 1996.
Hospers, John. Meaning and truth in the arts. Chapel Hill, University of North
Carolina Press, 1974.
Meyer, Leonard. Emotion and meaning in music. Chicago, University of Chicago
Press, 1956.
Seth, Vikram. Una música constante. Barcelona, Editorial Anagrama, 2000.
Shakespeare, William. El mercader de Venecia. Traducción de Antonio
Cisneros. Bogotá, Editorial Norma, 2002.
JUAN CARLOS GARAY
Periodista, crítico musical y profesor universitario.
Cursó estudios de postgrado en periodismo cultural en
American University de Washington. Durante ese tiempo
trabajó como traductor y realizador de espacios musicales
para la Voz de América. Actualmente se encarga de la
sección de música de la revista Semana y realiza un
programa en la emisora de la Universidad
Jorge Tadeo Lozano.
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