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Transcript
Obra única en su género, escrita
por el gran compositor que fue
Aaron Copland, Cómo escuchar la
música
ayuda
al
oyente
a
incrementar el disfrute de la
música. Aparte de haber llevado
placer a tanta gente, con este libro
todo el mundo puede aprender a
apreciar las obras maestras de la
música tal como sus autores
quieren que se oigan.
Con base en un ciclo de 15
conferencias que Copland dio en la
Escuela Nueva de Investigación
Social, de Nueva York, el libro
comienza con un animado debate
sobre el método creador y los
elementos de la anatomía musical:
ritmo, melodía, armonía y tono. Le
sigue una explicación clara de las
principales formas musicales: la
fuga, la variación, la sonata, la
sinfonía, el poema sinfónico, la
ópera y la danza.
El
autor concluye
con una
consideración ilustrativa del papel
desempeñado por los actores en la
comprensión del auditorio. Los
capítulos dedicados a la ópera, el
drama
musical,
la
música
contemporánea y la música para
obras cinematográficas demuestran
la universalidad de los principios de
la apreciación musical, sin límites
de género ni de tiempo.
Copland subraya la continuidad
fundamental del desarrollo de la
música desde la antigua hasta la
nueva, y su exposición prepara al
lector para que entienda la música
contemporánea en el mismo grado
que la clásica. Una lista de obras
grabadas y sugerencias de lecturas
adicionales ayudarán a desarrollar
los conocimientos básicos de todas
las formas y tipos de música. Autor
de la célebre pieza Salón México,
Copland murió en 1940 a los 90
años de edad.
Aaron Copland
Como escuchar
la música
ePub r1.0
Titivillus 05.08.15
Título original: What to Listen far in
Music
Aaron Copland, 1939
Traducción: Jesús Bal y Gay
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
Introducción
Al simple aficionado a la música debe
parecerle extraño un libro «técnico»
sobre cómo escuchar la música. ¿Desde
cuándo hay dificultades para escuchar la
música? La música es para gozar de
ella. ¿Por qué tendríamos que aprender
o necesitar una guía sobre cómo
escucharla? ¿Y por qué uno de nuestros
grandes compositores habría de robar
tiempo a la composición para escribir
una introducción a la música? La
respuesta es sencilla. Escuchar la
música es una capacidad que se
adquiere por medio de experiencia y
aprendizaje. El conocimiento intensifica
el goce.
Los músicos están acostumbrados a
la prosa de los compositores como
críticos y como escritores de doctas
tesis sobre puntos técnicos (Berlioz,
Schöenberg, Strauss y, más cerca de
nosotros, Babbitt, Pistón y Persichetti,
sólo son algunos de los muchos nombres
que me vienen a la memoria), pero antes
de Copland ningún gran compositor
había intentado siquiera explicar la
técnica de la composición musical a los
lectores legos. En realidad, este libro es
único en su género. El lector no iniciado
puede
calcular
su
importancia
imaginando un libro de Rembrandt que
se intitulara Cómo ver la pintura.
Para empezar a apreciar Cómo
escuchar
la
música,
conviene
recordarnos quién es el autor del libro.
La música de Aaron Copland es
reconocida como parte de nuestra
herencia. El sonido especial de Copland
nos ha enriquecido a todos. Es un sonido
que no había antes en la música, una
expresión tan personal que ninguno de
sus muchos imitadores ha logrado
absorberlo en forma convincente. Y sin
embargo, Aaron Copland lleva tanto
tiempo siendo una figura familiar en
nuestro panorama musical que ya
fácilmente lo pasamos por alto. Sin duda
nos ufanamos de sus realizaciones y nos
felicitamos de su presencia, pero
¿tenemos conciencia suficiente de sus
cualidades singulares? ¿Qué hace tan
especial a Copland? Desde luego, todo
gran artista creador es especial, pero
Copland ha creado un cuerpo de obras
que habla a sus conciudadanos en
términos identificables… y esta
identificación es una propiedad
nacional. Cualquiera que sea la
descripción que se haga del arte de
Copland, éste evoca una respuesta
basada en nuestras experiencias
compartidas y nos da un sentido de
identificación. Pero Cómo escuchar la
música es otro ejemplo más del
liderazgo que Copland ha ejercido
durante estos muchos años.
Varios de sus colegas, incluido yo
mismo, han tenido muchas oportunidades
de escribir y de hablar acerca de Aaron
Copland. Y al recordar declaraciones
anteriores, se repiten las mismas
observaciones. Para mí, lo principal es
mi firme convicción de que él representa
los ideales para los artistas que actúan
en una sociedad democrática. Los roles
de Copland son muchos y variados:
ciudadano,
compositor,
ejecutante,
profesor, conferenciante, miembro de
comités, portavoz de su arte y, para que
no olvidemos uno de sus papeles
favoritos, director. Cómo escuchar la
música representa a Copland en su
papel de maestro y nos da una
indicación precisa de su filosofía de la
enseñanza.
Como maestros de composición, los
compositores, las más de las veces,
tienden a imponer sus propias opiniones
a sus discípulos y a instilar una
adherencia a sus procedimientos
técnicos. Copland es el raro compositor
que ayuda a sus estudiantes a descubrir
sus propios medios de expresarse, en
lugar de dominar las técnicas de él, que
podrían ser, o no ser, afines a sus
talentos particulares. Copland combina
el conocimiento profundo de la música
del pasado con una comprensión
enciclopédica de toda la música
contemporánea. Y como resultado de su
extraordinario conocimiento y de su
clara filosofía reflejados en su enfoque a
la enseñanza, sus discípulos componen
en toda una variedad de estilos. Sería
difícil imaginar una actitud menos
doctrinaria. En esencia, Copland está
diciendo que un profesor eficiente puede
tener sus propias y arraigadas
convicciones y sin embargo sentir la
obligación de poner a sus discípulos en
contacto con doctrinas estéticas y
procedimientos técnicos hacia los cuales
puede no sentir mayor simpatía, pero
que le parecen necesarios para el
discípulo. He aquí lo opuesto del
autoritarismo: una preocupación por el
carácter del individuo y no por la
imposición de conclusiones recibidas a
priori.
Aun sabiendo que Copland es el
artista quintaesenciado en una sociedad
democrática, a menudo he deseado, sin
embargo, que pudiéramos darle un título
real. En Inglaterra, desde hace tiempo ya
se referirían a Sir Aaron y le habrían
designado compositor nacional oficial.
Pero los títulos no se avienen con la
sencillez y el carácter directo de
Copland. Recuerdo que hace más de 25
años me referí a él como el decano de
los compositores norteamericanos, y
esto lo dejó asombrado. Sin embargo,
sigue llevando valerosamente ese título.
Si carecemos de una entidad
nacional debidamente constituida para
conceder títulos honoríficos, en cambio
tenemos otro mecanismo que es aún más
significativo: el juicio de nuestros
colegas.
Copland
ocupa
lugar
preminente y es objeto de nuestro afecto
y nuestra estima. Nos encanta poder
decírselo. Él acepta el reconocimiento
de sus colegas y del público, con
infalible elegancia y buen humor.
Cuando, hace largo tiempo, le pregunté
si no estaba aburrido de tantos honores,
me dijo: «¡Bill, subestimas mi
capacidad!»
El contenido de Cómo escuchar la
música lleva al lector desde los más
sencillos elementos de la música hasta
el gradual desenvolvimiento de sus
aspectos más complejos. En cierto
modo, el libro es análogo a la música
del autor, pues el repertorio de Copland
va desde las obras más populares y
accesibles, hasta la música de cámara
de la más destilada y esotérica
erudición.
En las obras populares, por ejemplo
Primavera en los Apalaches, Copland
nos da una especial visión musical de un
sentimiento reconociblemente indígena.
En Retrato de Lincoln, el marco musical
encarna el texto y da una nueva
dimensión a las declaraciones humanas
de Lincoln. En estas obras, y en
composiciones como Rodeo y Billy the
Kid, Copland transforma materiales
folclóricos norteamericanos en el arte
más refinado, al discernir las
posibilidades de música sencilla que
sólo podían ser percibidas por un artista
de extraordinaria imaginación.
Al lego casi podría parecerle que el
Copland de estas obras populares y el
Copland llamado «serio» son dos
compositores distintos. No es así, pues
el mismo sonido de Copland que imbuye
la música popular también está presente
en las obras maestras más complicadas.
Y Copland nos ha dado creaciones en
todos los medios: desde canciones,
música de cámara y coros, hasta música
para teatro, cine, óperas y sinfonías.
Con el recordatorio de que Cómo
escuchar la música fue escrito por uno
de los grandes compositores de la
historia, vuelva ahora el lector sus
páginas, sabiendo que es el privilegiado
discípulo de un gran maestro. Si el
lector analiza el índice, observará el
gradual desenvolvimiento de un tema
complicado, paso por paso. El libro se
basa claramente en la premisa de que
cuanto más se conozca el tema de la
música, más grande será el goce al
escucharla. Y el primer requisito para
escuchar la música es tan obvio que casi
parece ridículo mencionarlo, y sin
embargo, a menudo es el único elemento
que está ausente: prestar atención y dar a
la música el esfuerzo concentrado de un
oyente activo.
Resulta revelador comparar las
acciones del público de teatro con las
del público de las sinfonías: en el teatro,
el público presta toda su atención a cada
línea del diálogo, sabiendo que si pasa
por alto algún renglón importante no
comprenderá la obra: esta atención
instintiva a menudo falta en la sala de
conciertos. Sólo tenemos que escuchar a
quienes asisten a un concierto para ver
cómo se distraen, hablan, leen o
simplemente miran al espacio. Tan sólo
un pequeño porcentaje está vitalmente
interesado en el papel esencial de
escuchar activamente. Esta falla es
grave porque el oyente es esencial para
el proceso de la música; después de
todo, la música consiste en el
compositor, el ejecutante y el oyente. Y
cada uno de estos elementos debe
encontrarse presente de la manera más
ideal.
Esperamos
una
buena
interpretación de una bella obra pero
¿nos acordamos a menudo de que
también debe ser brillantemente
escuchada?
El destino de una pieza de música,
aunque básicamente esté en manos del
compositor y de los ejecutantes, también
depende de la actitud y de la capacidad
de los oyentes. En el sentido más alto, es
el oyente el que dicta la aceptación o
rechazo últimos de la composición y de
los ejecutantes. Los músicos bien saben,
por experiencia, que la misma música
con los mismos ejecutantes puede ser
recibida con enormes diferencias por
distintos públicos. En otras palabras, la
calidad apreciada de la música está,
claramente, a merced de la calidad real
de sus oyentes. Por desgracia para la
música, muchos oyentes se contentan con
meterse en un baño emocional y limitar
su reacción a la música al elemento
sensual de sentirse rodeados por
sonidos. Pero estos sonidos están
organizados; los sonidos nos hacen un
llamado intelectual así como otro
emocional.
La aventura de aprender a escuchar
la música es uno de los grandes goces
del contacto con este arte. Escuchar es
un tema que se puede enseñar, y este
libro organiza y aclara los enfoques a la
materia. Leer este libro sin ayuda no
convertirá al lector, súbitamente, en un
oyente virtuoso, pero sí podrá ponerlo
en camino. Los esfuerzos que haga el
lector por comprender más lo que está
ocurriendo serán recompensados, a mil
por uno, en el intenso placer y mayor
interés que encontrará.
Desde luego, existe mucha música
que no requiere una atención especial
para gozarla. La música satisface una
vasta gama de apetitos, y una
comparación con un menú bien planeado
ilustrará nuestro punto. Después de todo,
un aperitivo pretende estimular, y un
plato fuerte aspira a alimentar; el postre
pretende ser como una grata reflexión,
para despedir a los comensales. Si el
lector examina los programas de
orquestas sinfónicas descubrirá que, en
general, este principio abunda, es decir:
la obertura, la sinfonía y el final,
relativamente más ligero. A veces, el
banquete
musical
está
formado
exclusivamente por platos fuertes. A
veces, como en los conciertos
«populares», casi no hay más que
aperitivos y postres. Pero queda
establecido el punto de que la naturaleza
de cada pieza de música define su
propósito, y la comprensión de este
propósito indica el éxito o fracaso de la
composición, los ejecutantes y los
oyentes.
Nuestros aperitivos y postres
musicales no exigen el entendimiento
necesario para escuchar música de gran
peso y complicación. Esto en nada
disminuye el valor de la música
«ligera». Después de todo, no existe
ningún tipo inaceptable de música: tan
sólo ejemplos, de muy diversas
calidades, desde lo bueno hasta lo malo,
en cada género. Es importante subrayar
estas distinciones en un momento de la
historia en que se habla tanto del valor
igual de todas las clases de música.
La música popular tiene un
propósito especial: entretener mientras
exige el menor esfuerzo de parte del
público. Tratar de comparar el valor de
la música popular con el de la música
llamada seria es absurdo. Volviendo a
nuestra analogía alimentaria, las
materias básicas de nuestro alimento no
invalidan la «guarnición» que las rodea.
Honrar todas las clases de música sin
falsas pretensiones de comparaciones
ilógicas es gozar conforme nuestra
naturaleza dicta los diferentes atractivos
de diversos esfuerzos. Encontramos
placer e inspiración leyendo novelas,
poesía y filosofía del carácter más
profundo, mientras al mismo tiempo
encontramos placer relajándonos con
una buena revista.
Lo anterior no implica que el
equivalente musical de unos malos
alimentos es malo para la salud sino, en
cambio, que una dieta restringida a una
sola especie de arte resulta limitadora.
Este libro debe ayudar a los oyentes que
sienten curiosidad por formas más
complicadas de música. Y no nos
equivoquemos, la gran música ha nacido
de grandes esfuerzos de espíritus
grandes y dedicados y de oyentes
sumamente devotos. El número de
personas que escucha este tipo de
música no es más que un porcentaje
insignificante de aquellos cuyas horas de
vigilia están saturados de sonidos tan
omnipresentes como el aire que
respiramos.
En último análisis, el libro de
Copland es un libro de propaganda: es
un libro escrito por un hombre
comprometido con la difusión del
Evangelio de lo que en días de menor
crítica llamábamos «buena música». El
libro es una invitación, y el lector hará
bien en aceptarla.
William Schuman
Nueva York, 1988
Nota del autor para
la edición de 1957
Casi han pasado veinte años desde la
primera edición de este libro, en 1939.
Es grato, naturalmente, saber que sigue
siendo útil para los melómanos desde
entonces, tanto en Estados Unidos como
en el extranjero[1].
Durante las pasadas dos décadas
fuimos testigos de un florecimiento sin
precedentes del interés por todas las
formas de música en el mundo entero.
Tanto la cantidad como la calidad de la
música que se escucha ha cambiado,
pero, afortunadamente para el autor, los
problemas básicos de «cómo escuchar»
siguen siendo los mismos. Por esta
razón, sólo fue necesario hacer
pequeñas correcciones al texto.
Se han añadido dos nuevos
capítulos: uno en torno a la cuestión de
cómo se debe escuchar la música actual;
en el otro consideramos el ámbito
relativamente nuevo de la música para
películas y su relación con el cinéfilo.
La primera de esas secciones requiere
una explicación, conforme a lo que
expuse en el prefacio a la primera
edición, en el sentido de que la música
contemporánea no plantea problemas
especiales de audición en sí misma. Esto
sigue pareciéndome cierto. Sin embargo,
es igualmente cierto que, después de
cincuenta años de la llamada música
moderna, hay miles de melómanos de
buena fe que siguen pensando que suena
en forma diferente. Me pareció que
valdría la pena hacer un esfuerzo
adicional para elucidar algunas facetas
del nuevo modo de oír música que no
encajan en la panorámica de los demás
capítulos. Ambas secciones nuevas se
basan en artículos originalmente
preparados para The New York Times
Magazine. Doy las gracias debidas a los
directores por permitirme reformar parte
del material publicado allí.
Al final del libro se encontrará una
lista de grabaciones de las obras
mencionadas en el texto (con algunas
adiciones). Para los interesados en otras
lecturas se ha incorporado una pequeña
bibliografía, que incluye una lista
especial de libros escritos por
compositores. Esto se hizo con la idea
de que los aficionados a la música
conozcan las opiniones de los propios
compositores.
Aaron Copland
Crotonville, Nueva York
Prefacio
Este libro tiene por objeto exponer con
la mayor claridad posible los
fundamentos de la audición inteligente
de la música. El «explicar» la música no
es una tarea fácil, y no puedo hacerme la
ilusión de haberla realizado mejor que
los demás. Pero la mayoría de los que
escriben sobre la comprensión musical
plantean el problema desde el punto de
vista del educador o del crítico,
mientras que éste es el libro de un
compositor.
Para el compositor, escuchar la
música es una función perfectamente
natural y simple. Y así debiera ser para
los demás. De haber algo que necesite
explicación, el compositor cree,
naturalmente, puesto que sabe lo que hay
en una composición musical, que nadie
con más derecho que él para decirle al
oyente qué es lo que puede sacar de ella.
Quizá en eso se equivoque el
compositor. Quizá no pueda ser el artista
creador tan objetivo en su modo de ver
la música como lo es el educador. Pero
me parece que vale la pena correr ese
riesgo, pues el compositor tiene en juego
algo que es vital para él. Al ayudar a los
demás a oír más inteligentemente la
música, labora por la difusión de la
cultura musical, la cual en definitiva
redundará en la mejor comprensión de
sus propias creaciones.
Pero queda en pie el problema de
cómo intentarlo. ¿Cómo puede el
compositor profesional derribar la
barrera que hay entre él y el oyente
lego? ¿Qué puede decir el compositor
para que la música sea más del oyente?
Este libro intenta responder a esas
preguntas.
De ser posible, todo compositor
querría saber dos cosas muy importantes
acerca de quienquiera que se considere
seriamente un aficionado a la música.
Querría saber estas dos cosas:
1. ¿Oye todo lo que está pasando?
2. ¿Es sensible a ello?
O, en otras palabras:
1. ¿Se le escapa algo de lo que se
refiere a las notas mismas?
2. ¿Es confusa su reacción o ve claro
en cuanto a la emoción despertada en
él?
Ésas son preguntas muy pertinentes,
independientemente de lo que pueda ser
la música. Tienen una aplicación
igualmente justa lo mismo si se trata de
una misa de Palestrina que de un
gamelán balinés, de una sonatina de
Chávez que de la Quinta Sinfonía. En
realidad, son las mismísimas preguntas
que el compositor se hace, más o menos
conscientemente, siempre que se
encuentra con música desconocida para
él, nueva o vieja. Porque, después de
todo, nada hay de infalible en el instinto
musical de un compositor. La diferencia
más importante que hay entre él y el
oyente lego consiste en que él está mejor
preparado para escuchar.
Este libro es, pues, una preparación
para escuchar.
Ningún compositor digno de tal
nombre se contentaría con preparar al
lector para escuchar sólo música del
pasado. Por eso traté de aplicar cada
cuestión de las aquí tratadas no sólo a
obras maestras indiscutibles sino
también a la música de los compositores
hoy vivos. He observado a menudo que
lo que distingue a un verdadero
aficionado a la música consiste en un
deseo imperioso de familiarizarse con
toda manifestación de este arte, antigua
o moderna. Los verdaderos aficionados
a la música no están dispuestos a
confinar su goce musical a la época de
las tres bes (bbb), de que tanto se abusa.
Por otra parte, el lector podría creer que
ya hizo bastante con haber llegado a una
comprensión más plena de los clásicos
consagrados. Pero es mi creencia que el
«problema» de escuchar una fuga de
Händel no difiere en esencia del de
escuchar una obra análoga de
Hindemith. Hay una determinada
semejanza de procedimiento que sería
tonto no tener en cuenta, aparte toda
consideración acerca de los méritos
relativos. Puesto que estoy obligado en
un libro de este género a tratar de fugas,
el lector podría ver ejemplificada la
forma fuga lo mismo con una obra nueva
que con una antigua.
Por desgracia, tanto si la música es
antigua como si es nueva, habrá que
explicar un cierto número de
tecnicismos. De otro modo el lector no
podría esperar entender la explicación
de las formas musicales más elevadas.
En cada caso me esforcé por reducir a
un mínimo los tecnicismos. Siempre me
pareció que es más importante para el
oyente tener sensibilidad para el sonido
musical que saber el número de
vibraciones que lo producen. Esa clase
de conocimiento es de reducido valor,
aun para el compositor mismo. Lo que
éste desea sobre todo es animarnos a
que nos hagamos unos oyentes lo más
conscientes y despiertos que podamos.
Ahí está el meollo del problema de
entender la música. A eso se reduce su
dificultad.
Aun cuando este libro fue escrito
originalmente con destino al lego en
estas cuestiones, tengo esperanza de que
los estudiantes de música puedan
encontrar provecho en su lectura. En su
concentración para perfeccionarse en la
determinada pieza que están estudiando,
los típicos estudiantes de conservatorio
tienden a perder de vista la música
como un todo. Este libro quizá pueda
servir, especialmente en los últimos
capítulos
sobre
las
formas
fundamentales,
para
hacer
que
cristalicen los vagos conocimientos
generales que suele adquirir el
estudiante.
No se ha encontrado solución al
perenne problema de proporcionar
ejemplos musicales satisfactorios. Cada
pieza de música mencionada en el texto
está grabada en disco y, por tanto, podrá
oírla el lector. (Unas cuantas
excepciones llevan la indicación de «no
hay grabación en el comercio».)[2] En
beneficio de una referencia rápida para
los lectores que sepan música, se han
impreso en el texto un corto número de
ilustraciones musicales. Puede que algún
día se descubra el método perfecto de
ilustrar lo que un libro diga sobre
música. Hasta entonces el pobre lego
tendrá que aceptar de buena fe algunas
de mis observaciones.
Testimonio de
gratitud
Cómo escuchar la música fue el título
de un curso de quince conferencias
dadas por el autor en la New School for
Social Research de Nueva York durante
los inviernos de 1936 y 1937. El doctor
Alvin Johnson, su director, merece mi
gratitud por haber proporcionado la
tribuna pública que me estimuló a
escribir este libro.
Las charlas estaban destinadas al
profano y al estudiante de música, no al
músico profesional. Por tanto, el
presente volumen tiene también un
alcance limitado. Mi propósito no era
abarcarlo todo en una materia que tan
fácilmente se dilata, sino limitar el
examen a lo que me pareció ser los
problemas esenciales de la audición.
El manuscrito fue leído por Mr.
Elliott Carter, a quien debo importantes
sugestiones y críticas amables.
1. Preliminares
Todos los libros que tratan de la
comprensión de la música están de
acuerdo en un punto: no se llega a
apreciar mejor este arte sólo con leer un
libro que trate de ese asunto. Si se
quiere entender mejor la música, lo más
importante que se puede hacer es
escucharla. Nada puede sustituir al
escuchar música. Todo lo que tengo que
decir en este libro se dice acerca de una
experiencia que el lector sólo podrá
obtener fuera de este libro. Por tanto, el
lector probablemente perderá el tiempo
al leerlo, a menos que haga el propósito
firme de oír una mucha mayor cantidad
de música que hasta ahora. Todos
nosotros,
profesionales
y
no
profesionales,
estamos
tratando
constantemente de hacer más profunda
nuestra comprensión de este arte. La
lectura de un libro puede a veces
ayudarnos. Pero nada podrá remplazar
la condición principal: escuchar la
música misma.
Por suerte, las ocasiones de oír
música son hoy mucho más numerosas
que nunca. Gracias a la creciente
cantidad de buena música que la radio y
el fonógrafo —sin mencionar el cine y la
televisión—
proporcionan,
casi
cualquiera puede escucharla. En
realidad, como dijo recientemente un
amigo mío, todo el mundo puede hoy día
no entender la música.
Muchas veces me ha parecido que
hay tendencia a exagerar la dificultad de
entender correctamente la música.
Nosotros los músicos encontramos todos
los días algún alma sincera que
invariablemente, en una forma u otra,
nos dice: «Me gusta muchísimo la
música, pero no entiendo nada de ella.»
Mis amigos dramaturgos y novelistas
rara vez oyen a nadie decir «no entiendo
nada de teatro o de novela». Sin
embargo, mucho me temo que esas
mismas personas, tan modestas ante la
música, tengan exactamente tanto motivo
para serlo ante las demás artes. O, para
decirlo de modo más cortés, tengan
exactamente tan poco motivo para ser
modestas en cuanto a su comprensión de
la música. Si se tiene algún sentimiento
de inferioridad en lo que se refiere a las
propias reacciones musicales, trátese de
desecharlo:
casi
siempre
es
injustificado.
Sea como fuere, no hay razón para
que estemos alicaídos por lo que toca a
nuestras
capacidades
musicales,
mientras no tengamos alguna idea de lo
que significa «ser musical». Hay muchas
y extrañas nociones populares acerca de
eso. Se nos dice siempre, como prueba
irrebatible de que una persona es
musical, que «al llegar a casa puede
tocar en el piano todas las melodías que
acaba de oír en el teatro». Ese hecho
demuestra sólo una cierta musicalidad
de la persona en cuestión, pero no indica
la clase de sensibilidad musical que
aquí se examina. Que un cómico sea
buen mimo no quiere decir que sea un
actor, y así sucede también en música: el
mimo musical no es necesariamente un
individuo profundamente musical. Otro
atributo que se encarece siempre que se
plantea la cuestión de si se es musical es
el oído absoluto. La capacidad de
reconocer la nota la cuando se oye
puede ser útil a veces, pero por sí sola
no prueba que se sea una persona
musical. No deberá tomársela más que
como indicación de una musicalidad
fácil, de significación limitada en cuanto
se relaciona con la verdadera
comprensión musical, que es lo que aquí
nos importa.
Hay, sin embargo, un mínimo
exigible al auditor inteligente en
potencia: que sea capaz de conocer una
melodía cada vez que la oiga. La
sordera musical, si es que existe,
consistirá en la incapacidad para
reconocer una melodía. Quien la
padezca es digno de lástima, pero nada
se puede hacer por él: es tan inútil para
la música como el daltónico lo es para
la pintura[3]. Pero si se tiene la
seguridad de poder reconocer una
melodía dada —no cantar una melodía,
sino reconocerla cuando se toque, aun
después de algunos minutos y de haberse
tocado otras diferentes—, entonces es
que se tiene la llave de una comprensión
más honda de la música.
No basta sólo con oír la música en
cada uno de los momentos en que va
existiendo. Hay que poder relacionar lo
que se oye en un momento dado con lo
que se ha oído en el momento
inmediatamente anterior y con lo que va
a venir después. En otras palabras: la
música es un arte que existe en el
tiempo. En tal sentido es como la
novela, con la diferencia de que es más
fácil tener presente lo que sucede en una
novela, porque por una parte se narran
en ella hechos concretos y, por otra, uno
puede volver páginas atrás para
refrescar su recuerdo. Los «sucedidos»
musicales son por naturaleza más
abstractos, de modo que resultan más
difíciles de reunir en la imaginación que
los de una novela. Por eso es por lo que
se hace necesario poder reconocer una
melodía. Pues lo que en la música hace
las veces de argumento es, por regla
general, la melodía. Generalmente la
melodía es aquello de que trata la pieza.
Si no se puede reconocer una melodía
cuando aparece por primera vez y no se
pueden seguir fielmente todas sus
peregrinaciones hasta el final, no
comprendo para qué se ha de seguir
escuchando. Eso es darse cuenta sólo
vagamente de la música. Pero el
reconocer una melodía quiere decir que
se sabe dónde se está y que se tienen
muchas probabilidades de saber adonde
se va. Es la única condición sine qua
non para llegar a una comprensión más
inteligente de la música.
Hay ciertas escuelas que tienden a
acentuar el valor que la experiencia
práctica de la música tiene para el
oyente. Y dicen, en efecto: tóquese en el
piano con un dedo Old Black Joe y eso
acercará más a los misterios de la
música que la lectura de una docena de
volúmenes. Ningún daño puede hacer,
indudablemente, arañar un poco el piano
y aun tocarlo medianamente. Pero en
cuanto introducción a la música,
desconfío de ello, aunque no sea más
que por los muchos pianistas que se
pasan la vida tocando grandes obras y,
sin embargo, su comprensión de la
música es, en general, bastante pobre.
En cuanto a los divulgadores que
comenzaron por pegar a la música
floridas historias y títulos descriptivos y
acabaron por añadir coplas ramplonas a
temas de composiciones famosas, su
«solución» a los problemas del oyente
merece el desprecio más absoluto.
Ningún compositor cree que haya
atajos para llegar a la mejor inteligencia
de la música. Lo único que se puede
hacer en favor del oyente es señalar lo
que de veras existe en la música misma
y explicar razonablemente el cómo y el
porqué de la cuestión. El oyente deberá
hacer lo demás.
2. Cómo escuchamos
Todos escuchamos la música según
nuestras personales condiciones. Pero
para poder analizar más claramente el
proceso
auditivo
completo
lo
dividiremos, por así decirlo, en sus
partes constitutivas. En cierto sentido,
todos escuchamos la música en tres
planos distintos. A falta de mejor
terminología, se podrían denominar: 1)
el plano sensual, 2) el plano expresivo,
3) el plano puramente musical. La única
ventaja que se saca de desintegrar
mecánicamente en esos tres planos
hipotéticos el proceso auditivo es una
visión más clara del modo como
escuchamos.
El modo más sencillo de escuchar la
música es escuchar por el puro placer
que produce el sonido musical mismo.
Ése es el plano sensual. Es el plano en
que oímos la música sin pensar en ella
ni examinarla en modo alguno. Uno
enciende la radio mientras está haciendo
cualquier cosa y, distraídamente, se
baña en el sonido. El mero atractivo
sonoro de la música engendra una
especie de estado de ánimo tonto pero
placentero.
El lector puede estar sentado en su
cuarto y leyendo este libro. Imagine que
suena una nota del piano. Esa sola nota
es bastante para cambiar inmediatamente
la atmósfera del cuarto, demostrando así
que el sonido, elemento de la música, es
un agente poderoso y misterioso del que
sería tonto burlarse o hacer poco caso.
Lo sorprendente es que muchos que
se consideran aficionados competentes
abusan de ese plano de la audición
musical. Van a los conciertos para
perderse. Usan la música como un
consuelo o una evasión. Entran en un
mundo ideal en el que uno no tiene que
pensar en las realidades de la vida
cotidiana. Por supuesto que tampoco
piensan en la música. Ésta les permite
que la abandonen, y ellos se largan a un
lugar donde soñar, soñando a causa y a
propósito de la música, pero sin
escucharla nunca verdaderamente.
Sí, el atractivo del sonido es una
fuerza poderosa y primitiva, pero no
debemos permitirle que usurpe una
porción exagerada de nuestro interés. El
plano sensual es importante en música,
muy importante, pero no constituye todo
el asunto.
No hay necesidad de más
digresiones acerca del plano sensual. Su
atracción para todo ser humano normal
es evidente por sí misma. Pero hay una
cosa, que es aguzar nuestra sensibilidad
para las distintas clases de materia
sonora que usan diversos compositores.
Porque no todos los compositores usan
de una misma manera la materia sonora.
No vaya a creerse que el valor de la
música está en razón directa de su
atractivo sonoro, ni que la música de
sonoridades más deliciosas sea la
escrita por el compositor más grande. Si
ello fuera así, Ravel sería un creador
más grande que Beethoven. Lo
importante es que el elemento sonoro
varía con el compositor, que la manera
de usarlo éste forma parte integrante de
su estilo y hemos de tenerla en cuenta
cuando escuchemos. El lector verá,
pues, que es valiosa una actitud más
consciente, aun en ese plano primario de
la audición musical.
El segundo plano en que existe la
música es el que llamé plano expresivo.
Pero, al pasar a él, nos metemos en
plena controversia. Los compositores
tienen por costumbre rehuir toda
discusión acerca del lado expresivo de
la música. ¿No proclamó el mismo
Stravinsky que su música era un
«objeto», una «cosa» con vida propia y
sin otro significado que su propia
existencia puramente musical? Esa
actitud intransigente de Stravinsky puede
que se deba al hecho de que tanta gente
haya tratado de leer en muchas piezas
significados diferentes. Bien sabe Dios
cuán difícil es precisar lo que quiere
decir una pieza de música, precisarlo de
una manera terminante, precisarlo, en
fin, de modo que todos queden
satisfechos de nuestra explicación. Mas
eso no debe llevarnos al otro extremo, al
de negar a la música el derecho a ser
«expresiva».
Mi parecer es que toda música tiene
poder de expresión, una más, otra
menos; siempre hay algún significado
detrás de las notas, y ese significado que
hay detrás de las notas constituye,
después de todo, lo que dice la pieza,
aquello de que trata la pieza. Todo este
problema se puede plantear muy
sencillamente preguntando: «¿Quiere
decir algo la música?» Mi respuesta a
eso será: «Sí.» Y «¿Se puede expresar
con palabras lo que dice la música?» Mi
respuesta a eso será: «No.» En eso está
la dificultad.
Las almas cándidas no se satisfarán
nunca con la respuesta a la segunda de
esas preguntas. Necesitan siempre que la
música quiera decir algo, y cuanto más
concreto sea ese algo, más les gustará.
Cuanto más les recuerde la música un
tren, una tempestad, un entierro o
cualquier otro concepto familiar, más
expresiva les parecerá. Esa idea vulgar
de lo que quiere decir la música —
estimulada y sostenida por la usual
actitud del comentarista musical— habrá
que reprimirla cuando y dondequiera
que se la encuentre. En una ocasión me
confesó una dama pusilánime su
sospecha de que debía de haber algún
grave defecto en su comprensión de la
música, ya que era incapaz de asociar
ésta con nada preciso. Por supuesto que
eso es poner la cosa al revés.
Pero continúa en pie la pregunta de
¿qué es —en cuanto significado concreto
— lo más que el aficionado inteligente
pueda atribuir a una obra determinada?
Yo diría que nada más que un concepto
general. La música expresa, en diversos
momentos, serenidad o exuberancia,
pesar o triunfo, furor o delicia. Expresa
cada uno de esos estados de ánimo, y
muchos otros, con una variedad
innumerable de sutiles matices y
diferencias. Puede incluso expresar
alguno para el que no exista palabra
adecuada en ningún idioma. Y en ese
caso los músicos gustan de decir, casi
siempre, que aquello no tiene más
significado que el puramente musical. A
veces van más lejos y dicen que
ninguna música tiene más significado
que el puramente musical. Lo que en
realidad quieren decir es que no se
pueden encontrar palabras apropiadas
para expresar el significado de la
música y que, aunque se pudiera, ellos
no sienten necesidad de encontrarlas.
Pero sea la que fuere la opinión del
músico profesional, la mayoría de los
novatos en música no dejan de buscar
palabras precisas con qué definir sus
reacciones
musicales.
Por
eso
encuentran siempre que Tchaikovsky es
más fácil de «entender» que Beethoven.
En primer lugar, es más fácil pegar una
palabra significativa a una pieza de
Tchaikovsky que a una de Beethoven.
Mucho más fácil. Además, por lo que se
refiere al compositor ruso, cada vez que
volvemos a una pieza suya, casi siempre
nos dice lo mismo, mientras que con
Beethoven es a menudo toda una gran
dificultad señalar lo que está diciendo.
Y cualquier músico nos dirá que por eso
es por lo que Beethoven es el más
grande de los dos. Porque la música que
siempre nos dice lo mismo acaba por
embotarse pronto necesariamente, pero
la música cuyo significado varía un
poco en cada audición tiene mayores
probabilidades de conservarse viva.
Escuche el lector, si puede, los
cuarenta y ocho temas de las fugas del
Clave bien temperado de Bach. Escuche
cada tema, uno tras otro. Pronto
percibirá que cada tema refleja un
diferente mundo de sentimientos.
Percibirá también pronto que cuanto más
bello le parece un tema, más difícil le
resulta encontrar palabras que lo
describan a su entera satisfacción. Sí,
indudablemente sabrá si es un tema
alegre o triste, o en otras palabras, será
capaz de trazar en su mente un marco de
emoción alrededor del tema. Ahora
estudie más de cerca el tema triste. Trate
de especificar exactamente la calidad de
su tristeza. ¿Es una tristeza pesimista o
una tristeza resignada, una tristeza fatal
o una tristeza sonriente?
Supongamos que el lector tiene
suerte y puede describir en unas cuantas
palabras y a su satisfacción el
significado exacto del tema escogido.
No hay garantía de que los demás estén
de acuerdo. Ni necesitan estarlo. Lo
importante es que cada cual sienta por sí
mismo la específica calidad expresiva
de un tema o, análogamente, de toda una
pieza de música. Y si es una gran obra
de arte, no espere que le diga
exactamente lo mismo cada vez que
vuelva a ella.
Por supuesto que ni los temas ni las
piezas necesitan expresar una sola
emoción. Tómese un tema como el
primero de la Novena Sinfonía, por
ejemplo.
Está
indudablemente
compuesto por diferentes elementos. No
dice sólo una cosa. Sin embargo,
cualquiera que lo oiga percibirá una
sensación de energía, una sensación de
fuerza. No es una fuerza que resulta
simplemente de lo fuerte que es tocado
el tema. Es una fuerza inherente al tema
mismo. La extraordinaria energía y vigor
del tema tiene por resultado que el
oyente reciba la impresión de que se ha
hecho una declaración violenta. Pero no
debemos nunca tratar de reducirlo a «el
mazo fatal de la vida», etc. Y ahí es
donde comienza la disensión. El músico,
exasperado, dice que aquello no
significa otra cosa que las notas mismas,
mientras que el no profesional está
demasiado impaciente por agarrarse a
cualquier explicación que le dé la
ilusión de acercarse al significado de la
música.
Ahora, quizá sepa mejor el lector lo
que quiero decir cuando digo que la
música tiene en verdad un significado
expresivo, pero que no podemos decir
en unas cuantas palabras lo que sea ese
significado.
El tercer plano en que existe la
música es el plano puramente musical.
Además del sonido deleitoso de la
música y el sentimiento expresivo por
ella emitido, la música existe
verdaderamente en cuanto las notas
mismas y su manipulación. La mayoría
de los oyentes no tienen conciencia
suficientemente clara de este tercer
plano. Hacer que se percaten mejor de
la música en ese plano será en gran
parte la tarea de este libro.
Por otro lado, los músicos
profesionales piensan demasiado en las
meras notas. A menudo caen en el error
de abstraerse tanto en sus arpegios y
staccatos, que olvidan los aspectos más
hondos de la música que ejecutan. Pero
desde el punto de vista del profano, no
es tanto cuestión de vencer malos
hábitos en el plano puramente musical
como de enterarse mejor de lo que
sucede en cuanto a las notas.
Cuando el hombre de la calle
escucha «las notas» con un poco de
atención, es casi seguro que ha de hacer
alguna mención de la melodía. La
melodía que él oye o es bonita o no lo
es, y generalmente ahí deja la cosa. El
ritmo será probablemente lo siguiente
que le llame la atención, sobre todo si
tiene un aire incitante. Pero la armonía y
el timbre los dará por supuestos, eso si
llega a pensar siquiera en ellos. Y en
cuanto a que la música tenga algún
género de forma definida, es una idea
que no parece habérsele ocurrido nunca.
Es muy importante para todos
nosotros que nos hagamos más sensibles
a la música en su plano puramente
musical. Después de todo, es una
materia verdaderamente musical lo que
se está empleando. El auditor inteligente
debe estar dispuesto a aumentar su
percepción de la materia musical y de lo
que a ésta le ocurre. Debe oír las
melodías, los ritmos, las armonías y los
timbres de un modo más consciente.
Pero sobre todo, a fin de seguir el
pensamiento del compositor, debe saber
algo acerca de los principios formales
de la música. Escuchar todos esos
elementos es escuchar en el plano
puramente musical.
Permítaseme repetir que sólo en
obsequio a una mayor claridad disocié
mecánicamente los tres distintos planos
en que escuchamos. En realidad, nunca
se escucha en este plano o en aquel otro.
Lo que se hace es relacionarlos entre sí
y escuchar de las tres maneras a la vez.
Ello no exige ningún esfuerzo mental, ya
que se hace instintivamente.
Esa correlación instintiva quizá se
aclare si la comparamos con lo que nos
sucede cuando vamos al teatro. En el
teatro nos damos cuenta de los actores y
las actrices, los vestidos y los
decorados,
los
ruidos
y
los
movimientos. Todo eso le da a uno la
sensación de que el teatro es un lugar en
el que es agradable estar y ello
constituye el plano sensual de nuestras
reacciones teatrales.
El plano expresivo del teatro se
derivará del sentimiento que nos
produzca lo que sucede en la escena. Se
nos mueve a lástima, se nos agita o se
nos alegra. Y es ese sentimiento
genérico, engendrado al margen de las
determinadas palabras que allí se dicen,
un algo emocional que existe en la
escena, lo que es análogo a la cualidad
expresiva de la música.
La trama y su desarrollo equivalen a
nuestro plano puramente musical. El
dramaturgo crea y desarrolla un
personaje de la misma manera,
exactamente, que el compositor crea y
desarrolla un tema. Y según el mayor o
menor grado en que nos demos cuenta de
cómo el artista en cualquiera de ambos
terrenos maneja su material, así seremos
unos auditores más o menos inteligentes.
Con facilidad se echa de ver que el
espectador teatral nunca percibe
separadamente ninguno de esos tres
elementos. Los percibe todos al mismo
tiempo. Otro tanto sucede con la
audición de la música. Escuchamos en
los tres planos simultáneamente y sin
pensar.
En un cierto sentido, el oyente ideal
está dentro y fuera de la música al
mismo tiempo, la juzga y la goza, quiere
que vaya por un lado y observa que se
va por otro; casi lo mismo que le sucede
al compositor cuando compone, porque,
para escribir su música, el compositor
tiene también que estar dentro y fuera de
su música, ser llevado por ella, pero
también criticarla fríamente. Tanto la
creación como la audición musical
implican una actitud que es subjetiva y
objetiva al mismo tiempo.
Lo que el lector debe procurar, pues,
es una especie de audición más activa.
Lo mismo si escuchamos a Mozart que a
Duke Ellington, podremos hacer más
honda nuestra comprensión de la música
con sólo ser unos oyentes más
conscientes y enterados, no alguien que
se limita a escuchar, sino alguien que
escucha algo.
3. El proceso creador
en la música
La mayoría de la gente quiere saber
cómo se hacen las cosas. No obstante,
admite francamente sentirse a ciegas
cuando se trata de comprender cómo se
hace una pieza de música. Dónde
comienza el compositor, cómo se las
arregla para seguir adelante —en
realidad, cómo y dónde aprende su
oficio—, todo eso está envuelto en
impenetrables tinieblas. El compositor
es, en una palabra, un hombre misterioso
para la mayoría de la gente, y el taller
del compositor una torre de marfil
inaccesible.
Una de las primeras cosas que la
mayoría de la gente quiere que le
expliquen con respecto a la composición
es la cuestión de la inspiración. Les es
difícil creer que los compositores no se
preocupan de esa cuestión como ellos
habían supuesto. Al lego le es siempre
difícil comprender cuán natural es
componer para el compositor. Tiene
tendencia a ponerse en el lugar del
compositor
y
representarse
los
problemas de éste —incluyendo el de la
inspiración— desde su punto de vista de
profano. Olvida que para un compositor
el componer equivale a realizar una
función natural. Es como comer o
dormir. Algo que da la casualidad de ser
aquello para lo que el compositor nació,
y por eso a los ojos de éste pierde el
carácter de virtud especial.
Por eso el compositor ante la
cuestión de la inspiración no se
pregunta: «¿Me siento inspirado?» Se
pregunta: «¿Estoy hoy como para
componer?» Y si está como para
componer, compone. Es más o menos
como si se preguntase: «¿Tengo sueño?»
Si se tiene sueño, se va a dormir. Si no
se tiene sueño, se está levantado. Si el
compositor no está como para
componer, no compone. Así es de
sencilla la cosa.
Por supuesto que cuando se ha
acabado de componer se tiene la
esperanza de que todo el mundo, incluso
uno mismo, reconocerá como inspirado
lo que se ha escrito. Mas ésa es
realmente una idea añadida al final.
Alguien me preguntó una vez en una
tribuna pública si yo aguardaba la
inspiración. Mi respuesta fue: «¡Todos
los días!» Pero eso no implica en modo
alguno estarse en una pasiva espera del
soplo divino. Eso es exactamente lo que
diferencia al profesional del diletante.
El compositor profesional puede
sentarse día tras día y producir algo de
música. Unos días será, indudablemente,
mejor que otros; pero el hecho principal
es la capacidad para componer. La
inspiración es a menudo sólo un
producto derivado.
La segunda cuestión que intriga a la
mayoría de la gente se plantea
generalmente así: «¿Escribe usted su
música con ayuda del piano?» Es muy
corriente la idea de que hay algo
vergonzoso en escribir una pieza de
música con ayuda del piano. Junto con
ella corre la imagen mental de
Beethoven componiendo en medio del
campo. Pero piénsese un momento y se
verá que el escribir lejos del piano no
es hoy día un asunto tan sencillo como
en tiempos de Mozart o Beethoven.
Cuando menos porque la armonía es hoy
más compleja que entonces. Pocos
compositores son capaces de escribir
toda una composición sin hacer alguna
comprobación en el piano. Stravinsky,
en su autobiografía[4], va tan lejos que
afirma que es malo escribir música lejos
del piano, pues el compositor debe estar
siempre en contacto con la matière
sonore. Eso es tomar violentamente la
actitud contraria. Pero, en fin, la manera
como escribe un compositor es asunto
personal. El método no importa. El
resultado es lo que cuenta.
La cuestión realmente importante es:
«¿Con qué comienza el compositor, cuál
es su punto de partida?» La respuesta a
eso es: todo compositor comienza con
una idea musical, una idea musical,
entiéndase bien, no una idea mental,
literaria o extramusical. Un tema se le
ocurre de pronto. (Tema está empleado
como sinónimo de idea musical.) El
compositor parte de su tema; y el tema
es un don del cielo. El compositor no
sabe de dónde le viene, no tiene poder
sobre él. Viene casi como la escritura
automática. Por eso el compositor suele
tener un cuaderno donde va escribiendo
temas según se le ocurren. Colecciona
ideas musicales. No se puede hacer nada
tocante a ese elemento de la
composición.
La idea misma puede venir en varias
formas. Puede venir como una melodía,
exactamente como una simple línea
melódica que uno canturrea para sí. O
puede venirle al compositor como una
melodía con acompañamiento. Puede
que a veces el compositor ni llegue a oír
una melodía; quizá simplemente conciba
una figura de acompañamiento a la que
más tarde probablemente añada una
melodía. O, por otra parte, el tema
puede tomar la forma de una idea
puramente rítmica. El compositor oye
una especie de tamborileo y eso le será
suficiente para ponerse en marcha.
Pronto comenzará a oír por encima de
eso un acompañamiento y una melodía.
Pero la concepción primera fue un mero
ritmo. También es posible que un
diferente tipo de compositor comience
con un tejido de dos o tres melodías
oídas simultáneamente. Pero ésa es una
especie menos frecuente de inspiración
temática.
Todas ésas son diferentes maneras
en que puede presentarse al compositor
la idea musical.
Ahora bien, el compositor tiene la
idea. Tiene varias en su cuaderno y las
examina de la misma manera, más o
menos, que lo haría el oyente si las
contemplara. Quiere saber lo que tiene.
Examina la línea musical en cuanto
belleza puramente formal. Le gusta ver
cómo se eleva y cae, como si fuese un
dibujo en lugar de una línea musical.
Puede incluso tratar de retocarla,
exactamente como se podría hacer al
dibujar una línea, de modo que se
mejore la ondulación del contorno
melódico.
Pero también necesita saber qué
significado emocional tiene su tema. Si
toda música tiene un valor expresivo,
entonces el compositor debe tener
conciencia de los valores expresivos de
su tema. Puede que le sea imposible
enunciarlo en unas cuantas palabras,
¡pero lo siente! Instintivamente sabe si
tiene un tema alegre o triste, noble o
diabólico. Puede que a veces se
confunda sobre su cualidad exacta. Pero
tarde o temprano y probablemente por
instinto decidirá cuál es la naturaleza
emocional de su tema, ya que eso es con
lo que tiene que trabajar.
Recuérdese siempre que un tema,
después de todo, no es más que una
sucesión de notas. Con sólo cambiar la
dinámica, es decir, con tocarla con
fuerza y decisión, o con suavidad y
timidez, se puede hacer que cambie la
emoción de una misma sucesión de
notas. Con un cambio de armonía se le
puede dar una nueva mordacidad al tema
y con un diferente tratamiento rítmico
unas mismas notas pueden resultar una
danza guerrera en vez de una canción de
cuna. Todo compositor tiene presentes
las metamorfosis posibles de su
sucesión de notas. Primero trata de
encontrar su naturaleza esencial y,
después, qué es lo que se puede hacer
con ella, cómo se puede cambiar
momentáneamente
esa
naturaleza
esencial.
Es un hecho que la mayoría de los
compositores saben que cuanto más
completo es un tema menos posibilidad
hay de verlo bajo varios aspectos. Si el
tema en su primera forma es bastante
largo y bastante completo, puede que le
sea difícil al compositor verlo de
cualquier otro modo. El tema, en ese
caso, existe ya en su forma definitiva.
Ése es el porqué de que la gran música
se
pueda
escribir
con
temas
insignificantes en sí mismos. Se podría
muy bien decir que cuanto menos
completo y menos importante es el tema,
tantas más probabilidades hay de que
sea
apto
para
recibir
nuevas
connotaciones. Algunas de las fugas
para órgano más grandes de Bach están
construidas con temas que relativamente
no tienen en sí ningún interés.
La idea corriente de que toda música
es bella o no según lo sea o no el tema
es errónea en muchos casos. Ciertamente
el compositor no tiene sólo ese criterio
para juzgar su tema.
Después de haber considerado su
material temático, el compositor tiene
que decidir a qué medio sonoro
conviene mejor. ¿Es un tema propio de
una sinfonía, o parece de carácter más
íntimo, y será, por tanto, más adecuado
para un cuarteto de cuerda? ¿Es un tema
lírico cuyo máximo aprovechamiento
estará en una canción, o será mejor,
dada su calidad dramática, reservarlo
para un tratamiento operístico? A veces
el compositor tiene ya la mitad de una
obra y todavía no sabe para qué medio
sonoro será más conveniente.
Hasta aquí vine presuponiendo un
compositor abstracto ante un tema
abstracto. Pero realmente puedo
distinguir en la historia de la música tres
tipos diversos de compositores, cada
uno de los cuales concibe la música de
una manera un tanto diferente.
El tipo que más ha inflamado la
imaginación pública es el del
compositor de inspiración espontánea;
en otras palabras, el tipo Franz
Schubert. Todos los compositores tienen
inspiración, por supuesto, pero los de
ese tipo la tienen más espontáneamente.
La música, sencillamente, brota de ellos.
Y no alcanzan a anotarla con la
suficiente rapidez. Casi siempre se
puede descubrir ese tipo de compositor
por lo muy prolífico de su producción.
Schubert, durante ciertos meses,
escribió una canción por día. Lo mismo
hizo Hugo Wolf.
En cierto sentido, los hombres de
esa especie parten no tanto de un tema
musical como de una composición
completa. Invariablemente trabajan
mejor en las formas pequeñas. Es más
fácil improvisar una canción que
improvisar una sinfonía. Y no es fácil
mantenerse inspirado de esa manera
espontánea durante mucho tiempo cada
vez. El mismo Schubert estuvo más
afortunado al manejar las formas
pequeñas de la música. El hombre de
inspiración espontánea es sólo un tipo
de compositor, con sus propias
limitaciones.
Beethoven simboliza el segundo
tipo: el tipo constructivo, podríamos
denominarlo. Ese tipo ilustra mejor que
ninguno otro mi teoría del proceso
creador en la música, porque en ese
caso el compositor sí que parte de un
tema musical. En el caso de Beethoven
no hay duda de ello, pues tenemos los
cuadernos de apuntes en que anotaba los
temas. Por sus cuadernos podemos ver
cómo trabajaba sus temas, cómo no los
abandonaba sino hasta que los había
perfeccionado tanto como podía.
Beethoven no fue de ningún modo un
compositor inspirado en el sentido en
que lo fue Schubert. Fue de los que
parten de un tema, lo hace una idea
germinativa y sobre eso construyen una
obra
musical,
día
tras
día,
laboriosamente. La mayoría de los
compositores desde los tiempos de
Beethoven pertenecen a ese segundo
tipo.
Al tercer tipo de creador sólo puedo
denominarlo, a falta de mejor nombre, el
tipo tradicionalista. Los hombres como
Palestrina y Bach pertenecen a esa
categoría. Ambos son ejemplos de esa
especie de compositores que han nacido
en un cierto periodo de la historia
musical en que un determinado estilo
está a punto de alcanzar su máximo
desarrollo. En tales momentos la
cuestión es crear música en un estilo
conocido y aceptado y hacerlo mejor
que cualquiera de los que lo hicieron
antes.
Beethoven y Schubert partieron de
una premisa diferente. ¡Ambos tenían
serias pretensiones a la originalidad! Y
después de todo se puede decir que
Schubert creó él solo la forma canción y
que la faz entera de la música cambió
después de Beethoven. Pero Bach y
Palestrina
simplemente
hicieron
progresos sobre lo que se había hecho
antes de ellos.
El tipo tradicionalista de compositor
parte de un patrón más que de un tema.
El acto creador en Palestrina no es tanto
la concepción temática como el
tratamiento personal de un patrón
perfectamente fijado. Y el mismo Bach,
que concibió en su Clave bien
temperado cuarenta y ocho temas de lo
más variado e inspirado, conocía de
antemano el molde formal general que
iban a llenar. No hay para qué decir que
hoy día no vivimos en una época
tradicionalista.
Podríamos
añadir,
como
complemento, un cuarto tipo de
compositor, el del explorador: hombres
como Gesualdo en el siglo XVII,
Mussorgsky y Berlioz en el XIX,
Debussy y Edgar Varèse en el XX. Es
difícil resumir los métodos de
composición usados por un grupo tan
abigarrado. Lo que se puede decir con
seguridad es que su actitud como
compositores es la contraria de la del
tipo tradicionalista. Son opuestos
claramente
a
las
soluciones
convencionales de los problemas de la
música. En muchos sentidos su actitud es
experimental: buscan aportar nuevas
armonías, nuevas sonoridades, nuevos
principios formales. El tipo del
explorador es característico del paso
del siglo XVI al XVII, y también de los
comienzos del XX, pero es mucho menos
patente hoy[5].
Mas volvamos a nuestro teórico
compositor. Lo tenemos con su idea —
su idea musical—, con un cierto
concepto en cuanto a la naturaleza
expresiva de esa idea, con un sentido de
lo que se puede hacer con ella y con una
noción preconcebida acerca de qué
medio sonoro le conviene más. Pero aún
no tiene una pieza. Una idea musical no
es lo mismo que una pieza de música. Es
solamente instigación de una pieza de
música. El compositor sabe muy bien
que es necesario algo más para crear la
composición completa.
Primero que todo, trata de hallar
otras ideas que parezcan ir bien con la
primera. Pueden ser ideas de carácter
análogo o pueden estar en contraste con
ella. Esas ideas adicionales no serán,
probablemente, tan importantes como la
que primero se le ocurrió; tal vez
desempeñarán un papel subsidiario. Sin
embargo,
parecen
francamente
necesarias como complemento de la
primera. Pero eso aún no es bastante.
Hay que encontrar algún camino para
pasar de una idea a la siguiente y ello
generalmente se consigue por medio del
material llamado de puente.
Hay todavía otras dos maneras para
que el compositor aumente su material
original. Una es el alargamiento. Es
frecuente que el compositor descubra la
necesidad de alargar un determinado
tema de suerte que su carácter se defina
más claramente. Wagner fue un maestro
del alargamiento. La otra manera es a la
que me refería cuando me imaginaba al
compositor examinando las posibles
metamorfosis de su tema. Es el
desarrollo del material —del que tanto
se ha escrito— y que constituye una
parte importantísima del trabajo del
compositor.
Todas estas cosas son necesarias
para la creación de una pieza hecha y
derecha: la idea germen, la adición de
otras ideas menores, el alargamiento de
las ideas, el material puente para el
enlace de las ideas y el desarrollo
completo de éstas.
Viene ahora la tarea más difícil de
todas: la soldadura de todo ese material
de modo que constituya un todo
coherente. En el producto acabado, todo
debe estar en su sitio. Es preciso que el
oyente pueda saber orientarse por la
pieza. No deberá haber posibilidad de
que confunda el tema principal con el
material puente o viceversa. La
composición debe tener un principio, un
medio y un fin, y al compositor
corresponde hacer que el oyente tenga
alguna idea de dónde está en relación
con el principio, el medio y el fin.
Además la cosa toda ha de manejarse
diestramente, de suerte que nadie pueda
decir dónde comenzó la soldadura,
dónde cesó la invención espontánea y
comenzó el trabajo penoso.
Por supuesto que no trato de sugerir
que al reunir sus materiales el
compositor comience a la ventura. Por
el contrario, todo compositor bien
preparado tiene, a modo de mercancías
en almacén, determinados moldes
estructurales normales en que apoyarse
para construir la armazón de sus
composiciones. Esos moldes formales
de que hablo se han desarrollado todos
gradualmente durante cientos de años
como producto de los esfuerzos
combinados
de
innumerables
compositores que buscaban la manera de
asegurar la coherencia de sus
composiciones. Lo que son esas formas
y en qué modo depende de ellas el
compositor lo veremos en capítulos
posteriores.
Pero sea la que fuere la forma que el
compositor decida adoptar, siempre hay
un gran desiderátum: la forma debe tener
lo que en mis tiempos de estudiante
solíamos denominar la grande ligne (la
gran línea). Es difícil explicar
adecuadamente al profano el significado
de esta frase. Para comprenderla
justamente referida a una pieza de
música, hay que sentirla. En otras
palabras, significa sencillamente que
toda buena pieza de música debe darnos
una sensación de fluidez, una sensación
de continuidad de la primera a la última
nota. Ese principio lo conoce todo
estudiante elemental de música, ¡pero su
puesta en práctica ha sido una prueba
para las más grandes mentes musicales!
Una gran sinfonía es un Mississippi
hecho por el hombre, a lo largo del cual,
desde el momento de la despedida, nos
deslizamos irresistiblemente hacia un
destino previsto mucho antes. La música
debe fluir siempre, pues eso es parte de
su misma esencia, pero la creación de
esa continuidad y ese fluir —la gran
línea— constituye el alfa y omega de la
existencia de todo compositor.
4. Los cuatro
elementos de la
música
1. El ritmo
La música tiene cuatro elementos
esenciales: el ritmo, la melodía, la
armonía y el timbre. Esos cuatro
ingredientes constituyen los materiales
del compositor. Trabaja con ellos de
igual manera que cualquier otro artesano
con los suyos. Desde el punto de vista
del oyente lego, tienen sólo un valor
limitado, pues ese oyente rara vez se da
cuenta de cualquiera de ellos
separadamente. Es su efecto combinado
—la
red
sonora,
aparentemente
inextricable, que forman— lo que más
importa a los oyentes.
No obstante, el profano encontrará
que es casi imposible tener un concepto
más pleno del contenido musical si no se
ahonda hasta cierto punto en las
dificultades y complicaciones del ritmo,
la melodía, la armonía y el timbre. Un
conocimiento
completo
de
esos
diferentes elementos pertenece a las
técnicas más profundas del arte. En un
libro como éste no se habrá de dar más
información que la necesaria para
ayudar al oyente a comprender más
cabalmente el efecto del conjunto. Pero
también es necesario que el lector tenga
algunos conocimientos acerca del
desarrollo histórico de esos elementos
fundamentales, si es que ha de alcanzar
un concepto más justo de la relación
existente entre la música contemporánea
y la del pasado.
La mayoría de los historiadores
están de acuerdo en que la música, si
comenzó de algún modo, comenzó con la
percusión de un ritmo. Un ritmo puro
tiene un efecto tan inmediato y directo
sobre nosotros que instintivamente
percibimos sus orígenes prístinos. Y si
tenemos algún motivo para desconfiar
de nuestro instinto en esa materia,
siempre podremos recurrir a la música
de los pueblos primitivos para su
comprobación. Hoy, como siempre, es
ésa una música casi exclusivamente
rítmica y a menudo de una complejidad
asombrosa. No sólo el testimonio de la
música misma, sino también la estrecha
relación que hay entre ciertos moldes
formales con otros rítmicos y los
vínculos naturales del movimiento
corporal con los ritmos básicos,
constituyen una prueba más, si alguna
prueba se necesitase, de que el ritmo es
el primero de los elementos musicales.
Muchos miles de años habían de
pasar antes de que el hombre aprendiese
a escribir los ritmos que primero tocó y
luego, en edades posteriores, cantó. Aún
hoy está lejos de ser perfecto nuestro
sistema de notación rítmica. Todavía no
podemos anotar diferencias sutiles,
como ésas que añade instintivamente el
ejecutante consumado. Pero nuestro
sistema, con su distribución regular de
las unidades rítmicas en compases
separados por las barras de compás, es
suficiente en la mayoría de los casos.
Cuando se anotó por primera vez el
ritmo
musical,
no
se
medía
distribuyendo
uniformemente
las
unidades métricas, como se hace ahora.
Hasta 1150, más o menos, no se
comenzó a introducir lentamente en la
civilización occidental la «música
medida», como entonces se le llamó. De
dos maneras opuestas se podría
considerar ese cambio revolucionario,
pues tuvo el efecto de liberar y al mismo
tiempo refrenar la música.
Hasta aquel tiempo, mucha de la
música de que tenemos alguna noticia
era
música
vocal;
acompañaba
invariablemente a la poesía o la prosa
como una modesta asistenta. Desde el
tiempo de los griegos hasta el pleno
florecimiento del canto gregoriano, el
ritmo de la música fue el ritmo natural,
desmaneado del lenguaje hablado en
prosa o en verso. Nadie, ni entonces ni
después, ha podido jamás escribir con
alguna exactitud esa clase de ritmo.
Monsieur Jourdain, el protagonista de la
comedia de Moliere, se habría
asombrado doblemente de haber sabido
no sólo que estaba hablando en prosa,
sino que el ritmo de su prosa era de una
sutileza
tal
que
desafiaba
la
transcripción.
Los primeros ritmos que se
transcribieron con feliz éxito eran de un
carácter mucho más regular. Esa
innovación tuvo gradualmente efectos
numerosos y de largo alcance. Ayudó
considerablemente a independizar de la
palabra a la música, suministró música
de estructura rítmica propia; hizo
posible la reproducción exacta,
generación tras generación, de los
conceptos rítmicos del compositor; y, lo
más importante de todo, hizo posible la
subsiguiente música contrapuntística, o a
varias voces, inimaginable sin unidades
métricas medidas. Sería difícil exagerar
el genio inventivo de los primeros en
desarrollar la notación rítmica. Pero
sería tonto no reconocer toda la
influencia limitadora que ejerció sobre
nuestra
imaginación
rítmica,
particularmente en ciertas épocas de la
historia musical. Cómo aconteció eso,
pronto lo veremos.
A estas alturas puede que el lector se
esté preguntando qué queremos decir,
musicalmente hablando, con «unidades
métricas medidas». Casi todo el mundo,
en alguna época de su vida, tomó parte
en un desfile. Las pisadas mismas
parecen gritar: IZQUIERDO, derecho,
IZQUIERDO, derecho; o UNO, dos,
UNO, dos; o, para decirlo con la
terminología musical más simple:
Eso es una[6] unidad métrica medida
de 2/4. Se podría seguir marcando por
algunos minutos esa misma unidad
métrica, como a veces hacen los niños, y
entonces tendríamos el patrón rítmico
básico de cualquier marcha. Lo mismo
es cierto para la unidad métrica básica
ternaria:
que es compás de 3/4. Si doblamos
el primero de esos ritmos, tendremos un
compás de 4/4, así: UNO-dos-TREScuatro. Si se dobla el segundo,
tendremos el compás de 6/4: UNO-dostres-CUATRO-cinco-seis.
En
esas
unidades simples la fuerza —o acento,
como le llamamos en música (marcado
así: > cae normalmente en el primer
golpe o parte de cada compás. Pero la
nota acentuada no tiene por qué ser
necesariamente la primera del compás.
Como ejemplo, tómese un compás de
3/4. Es posible acentuar no sólo la
primera parte, sino también la segunda o
la tercera, así:
El segundo y el tercero son ejemplos
de acentuación irregular o trastocada del
compás de 3/4.
La fascinación e impacto emocional
de ritmos simples como ésos, cuando se
repiten una y otra vez, como a veces se
hace con resultado electrizante, es algo
que no se puede analizar. Todo lo más
que podemos hacer es reconocer
humildemente su efecto poderoso y a
menudo hipnótico sobre nosotros y no
sentirnos tan superiores a los salvajes
que primero los descubrieron.
Con todo, tales ritmos simples
llevan consigo el peligro de la
monotonía, especialmente si son usados
por los llamados compositores de
música «artística». Los compositores
del
siglo
XIX,
interesados
principalmente por ampliar el lenguaje
armónico de la música, permitieron que
se embotase su sentido del ritmo con una
dosis excesiva de acentos colocados a
intervalos regulares. Aun los más
grandes de ellos están expuestos a esa
acusación. Eso es probablemente el
origen del concepto del ritmo que tenían
los maestros de música corrientes de la
generación
anterior,
los
cuales
enseñaban que la primera parte de toda
unidad métrica es siempre fuerte.
Pero hay, por supuesto, un concepto
de la vida rítmica más rico que ése, aun
en el caso de los clásicos del siglo XIX.
Para explicar en qué consiste es
necesario aclarar la diferencia entre
metro y ritmo.
Entendido rectamente, rara vez hay
en la música artística un esquema
rítmico que no conste de estos dos
factores: metro y ritmo. El profano, poco
familiarizado con la terminología
musical, puede evitarse cualquier
confusión entre los dos si tiene presente
una situación análoga en poesía. Cuando
escandimos un verso, estamos midiendo
simplemente sus unidades métricas,
exactamente lo mismo que hacemos en
música cuando dividimos las notas en
valores distribuidos regularmente. En
ninguno de ambos casos tenemos el
ritmo de la frase. Así, si recitamos los
dos versos siguientes acentuando las
pulsaciones regulares del metro,
obtendremos:
En médio dél inviérno está
templáda
el água dúlce désta clára
fuénte[7].
Leyéndolos así, obtenemos sólo el
sentido silábico, no el sentido rítmico.
El ritmo viene solamente cuando lo
leemos con la entonación debida al
sentido de la frase.
Así también en música, cuando
acentuamos el primer tiempo: UNO-dostres, UNO-dos-tres y así sucesivamente,
como a algunos nos enseñaron nuestros
maestros, obtenemos sólo el metro. El
ritmo verdadero lo obtendremos
solamente cuando acentuemos las notas
de acuerdo con el sentido musical de la
frase. La diferencia entre música y
poesía está en que en música pueden
presentarse al mismo tiempo de manera
más patente el sentido del metro y el
sentido del ritmo. Sin ir más lejos, en
una pieza para piano hay una mano
izquierda y una mano derecha que actúan
al mismo tiempo. La mano izquierda no
hace a menudo, rítmicamente hablando,
más que tocar un acompañamiento en el
que
metro
y ritmo
coinciden
exactamente, mientras la derecha se
mueve con libertad por dentro y por
fuera de la unidad métrica sin jamás
violentarla. Un ejemplo especialmente
bello de eso es el tiempo lento del
Concerto italiano de Bach. También
Schumann y Brahms ofrecen ejemplos de
un sutil juego entre el metro y el ritmo.
Hacia fines del siglo XIX comenzó a
romperse la cansada regularidad de las
unidades métricas basadas en doses y
treses y sus múltiplos. En vez de
escribir un ritmo invariable de UNO-dos
, UNO-dos o UNO-dos-tres, UNO-dostres, encontramos que Tchaikovsky
aventura en el segundo tiempo de su
Sinfonía patética un ritmo compuesto de
esos dos: UNO-dos-UNO-dos-tres,
UNO-dos-UNO-dos-tres.
O,
para
decirlo con más exactitud: UNO-dosTRES-cuatro-cinco, UNO-dos-TREScuatro-cinco. Sin duda que Tchaikovsky,
al igual que otros compositores rusos de
su tiempo, no hizo sino utilizar las
fuentes de la canción popular rusa al
introducir ese metro insólito. Pero
cualquiera que sea su procedencia,
desde entonces nuestros esquemas
rítmicos no han vuelto a ser lo que eran.
El compositor ruso, empero, no
había dado más que el primer paso. Si
bien partió de un ritmo informal a cinco,
no pasó de mantenerlo rigurosamente
durante todo el tiempo. A Stravinsky
habría de corresponder el deducir la
inevitable conclusión: escribir metros
cambiantes a cada compás. Semejante
procedimiento tiene un poco este
aspecto: UNO-dos,
UNO-dos-tres,
UNO-dos-tres, UNO-dos, UNO-dostres-cuatro, UNO-dos-tres, UNO-dos,
etc. Ahora, léase eso acompasadamente
y tan de prisa como se pueda: se verá
entonces por qué los músicos
encontraban difícil a Stravinsky cuando
era una novedad, y por qué también
mucha gente encontraba desconcertante
la mera audición de esos ritmos nuevos.
No obstante, sin ellos resulta difícil ver
cómo habría podido lograr Stravinsky
esos efectos rítmicos mellados y toscos
que primero le dieron fama.
Al mismo tiempo una nueva libertad
se desarrolló dentro de los confines de
un solo compás. Habrá que explicar que
en nuestro sistema de notación rítmica se
usan las siguientes figuras arbitrarias:
En cuanto a duración, una redonda
equivaldrá a dos blancas o cuatro negras
u ocho corcheas y así sucesivamente:
El valor temporal de una redonda no
es más que relativo, es decir, que una
redonda puede durar dos segundos o
veinte, según que el tempo[8] sea rápido
o lento. Pero en todo caso los valores en
que se puede dividir son divisiones
estrictas. En otras palabras, si una
redonda dura cuatro segundos, las cuatro
negras en que se puede dividir durarán
un segundo cada una. En nuestro sistema
es usual reunir las figuras en compases.
Cuando en cada compás hay cuatro
negras, como es frecuentemente el caso,
se dice que la pieza está en compás de
cuatro por cuatro. Eso significa, por
supuesto, que cuatro negras o su
equivalente —dos blancas o una
redonda— compondrán un compás.
Cuando un compás de cuatro por cuatro
se divide en ocho corcheas, la manera
normal de distribuir éstas será
agruparlas de dos en dos: 2-2-2-2.
Los compositores modernos tuvieron
la idea muy natural de distribuir
desigualmente las corcheas en que se
dividen las negras:
O[9]:
El número de corcheas sigue siendo
el mismo, pero su distribución ya no es
2-2-2-2, sino 3-2-3 o 2-3-3 o 3-3-2.
Prolongando ese principio, no tardarán
los compositores en ponerse a escribir
ritmos similares fuera de las barras de
compás, dando a sus ritmos este aspecto
gráfico: 2-3-3-2-4-3-2-etcétera.
Ése fue otro modo, en otras
palabras, de lograr la misma
independencia rítmica que Stravinsky
dedujo de la canción popular rusa, vía
Tchaikovsky, Mussorgsky y otros.
La mayoría de los músicos todavía
encuentran más fácil de tocar un ritmo
de 6/8 que uno de 5/8, sobre todo en
tempo rápido. Y la mayoría de los
oyentes se sienten más «cómodos» con
los ritmos regulares y consagrados por
el tiempo que oyeron siempre. Pero
tanto a los músicos como a los auditores
habría que advertirles que el final de los
experimentos rítmicos aún no está a la
vista.
El paso siguiente ya ha sido dado y
es una etapa aún más compleja del
desarrollo rítmico. Se efectuó por la
combinación simultánea de dos o más
ritmos independientes y vino a dar en lo
que se ha denominado polirritmos.
La primera etapa polirrítmica es muy
sencilla y la utilizaron frecuentemente
los compositores «clásicos». Cuando
aprendíamos a tocar dos contra tres o
tres contra cuatro o cinco contra tres,
estábamos ya tocando polirritmos, con
la significativa limitación de que el
primer tiempo de un ritmo siempre
coincidía con el primero del otro. En
tales casos tenemos:
Pero son dos o más ritmos con
primeros tiempos que no coinciden lo
que realmente produce ritmos incitantes
y fascinadores.
No se imagine ni por un momento
que tales complejidades permanecieron
ignoradas hasta nuestros días. Por el
contrario, en comparación con los
tamborileros
africanos
y
los
percusionistas chinos o hindúes y sus
ritmos intrincados, nosotros somos unos
meros neófitos. Y para no alejarnos
tanto de casa, una auténtica orquesta
cubana de rumba puede enseñarnos
algunas cosas en cuanto al uso héctico
de los polirritmos. Nuestras orquestas
de swing, inspiradas por los días
oscuros de hot jazz, también sueltan a
veces un torrente de polirritmos que
desafían el análisis.
En su forma más elemental, se
pueden observar
polirritmos
en
cualquier simple arreglo de jazz.
Recuérdese
que
los
polirritmos
realmente independientes se producen
sólo cuando no coinciden los primeros
tiempos. En tales casos un ritmo de dos
contra tres tendrá este aspecto:
, o, en términos musicales:
Todo jazz está cimentado en la roca
de un ritmo firme, invariable del bajo.
Cuando el jazz era sólo «ragtime», de
ritmo básico era simplemente el compás
de una marcha: UNO-dos-TRES-cuatro,
UNO-dos-TRES-cuatro. Ese mismo
ritmo se hizo mucho más interesante en
el jazz con sólo cambiar de lugar los
acentos, de modo que el ritmo básico se
convirtió en uno-DOS-tres-CUATRO,
uno-DOS-tres-CUATRO. Los sencillos
ciudadanos que tildan de «monótono» el
ritmo del jazz admiten, sin darse cuenta,
que todo lo que oyen no es más que ese
ritmo fundamental. Pero encima de éste
hay otros ritmos y más libres; y su
combinación es lo que da al jazz toda su
vitalidad. No quiero decir con eso que
toda la música de jazz sea polirrítmica
continuamente y en todas las piezas, sino
que, en sus mejores momentos, participa
de una verdadera independencia
existente entre los diversos ritmos que
suenan simultáneamente. El siguiente
ejemplo es uno de los más tempranos de
esos polirritmos usados en el jazz,
tomado
del
Ritmo
fascinador
[10]
(Fascinating Rhythm ) —apropiado
título— del desaparecido George
Gershwin.
Sólo parcamente podía usar
Gershwin ese recurso en lo que era un
producto comercial. Pero Stravinsky,
Bartók, Milhaud y demás compositores
modernos no tenían esas limitaciones.
En obras como la Historia del soldado
de Stravinsky o los últimos cuartetos de
cuerda de Bartók abundan los ejemplos
de ritmos múltiples tratados lógicamente
que producen combinaciones rítmicas
inesperadas y nuevas.
Puede que algunos de mis lectores
más enterados se pregunten por qué en
este esbozo del desarrollo rítmico no
hice mención de esa fenomenal escuela
de
compositores
ingleses
que
florecieron en tiempos de Shakespeare y
escribieron cientos de madrigales
rebosantes
de
polirritmos
ingeniosísimos. Como la música que
compusieron era vocal, su uso del ritmo
tomó ser de la prosodia natural de las
palabras. Y como cada voz lleva su
parte distinta, el resultado es un inaudito
entretejimiento
de
ritmos
independientes. El rasgo que caracteriza
el ritmo de los madrigalistas es la falta
de todo sentido de primer tiempo
fuerte[11]. Por eso las generaciones
posteriores, menos sensibles a los
ritmos sutiles, acusaron de arrítmica a la
escuela madrigalista. La falta de un
primer tiempo fuerte común da a la
música esta apariencia:
Su efecto es todo menos primitivo. Y
ahí está su principal diferencia con
respecto a los polirritmos modernos,
cuyo efecto depende de la insistencia en
la superposición de los primeros
tiempos.
Nadie puede decir a dónde nos
llevará esta nueva libertad rítmica.
Algunos teóricos han calculado ya
matemáticamente
combinaciones
rítmicas posibles que ningún compositor
oyó todavía. «Ritmos en el papel»
podría llamárseles.
Se ruega al oyente lego que recuerde
que hasta los ritmos más complicados
han sido pensados para sus oídos. Para
gozarlos no necesita analizarlos. Lo
único que necesita es entregarse y dejar
que el ritmo haga de él lo que quiera.
Eso ya se lo permite a los ritmos
sencillos y comunes. Más tarde, cuando
escuche más atentamente y no resista en
modo alguno al impulso del ritmo, las
mayores
complejidades
rítmicas
modernas y los sutiles entrelazamientos
rítmicos de la escuela madrigalista
añadirá, sin duda, un nuevo interés a su
audición de la música.
2. La melodía
En el firmamento musical, la melodía
sigue inmediatamente en importancia al
ritmo. Como un comentarista señaló, si
la idea del ritmo va unida en nuestra
imaginación al movimiento físico, la
idea de la melodía va asociada a la
emoción intelectual. El efecto de esos
dos elementos en nosotros es un
misterio. Hasta ahora no se ha podido
analizar por qué una buena melodía tiene
el poder de conmovernos. Ni siquiera
podemos decir con alguna certeza qué es
lo que constituye una buena melodía.
Sin embargo, la mayor parte de la
gente cree saber si es bella la melodía
que oye. Por tanto, debe de tener algún
criterio sobre eso, aunque sea
inconsciente. Pero si bien no podemos
definir de antemano lo que es una buena
melodía,
podemos
ciertamente
generalizar acerca de las melodías que
ya sabemos que son buenas, y eso podrá
ayudarnos a clarificar las características
de la buena escritura melódica.
Al escribir música, el compositor
está de continuo aceptando y rechazando
las melodías que espontáneamente se le
ocurren. En ningún otro plano de la
composición está tan obligado a confiar
en su instinto musical como guía. Y si
tiene que trabajar con una melodía,
todas las probabilidades son de que
habrá de adoptar los mismos criterios
que aplicamos nosotros al juzgarla.
¿Cuáles son algunos de los principios de
la buena construcción melódica?
Una melodía bella, como una pieza
entera de música, ha de ser de
proporciones satisfactorias. Deberá
darnos la impresión de cosa consumada
e inevitable. Para eso la línea melódica
ha de ser en general larga y fluida, con
altibajos de interés y un momento
culminante, comúnmente hacia el fin. Es
claro que una tal melodía tenderá a
moverse entre notas diferentes y evitará
repeticiones innecesarias. También es
importante en la construcción melódica
una cierta sensibilidad para el fluir del
ritmo. Muchas bellas melodías se han
logrado por medio de un ligero cambio
rítmico. Pero lo más importante de todo
está en que su cualidad expresiva sea tal
que provoque en el oyente una respuesta
emocional. Ése es el atributo menos
pronosticable de todos y para el cual no
existen reglas. Por lo que toca a la mera
construcción, toda buena melodía se
verá que posee una armazón que
podremos deducir por los puntos
esenciales de la línea melódica que
queden después de cercenar las notas
«no esenciales». Sólo el músico
profesional es capaz de radiografiar el
espinazo de una melodía bien
construida, pero podemos confiar en que
el profano desprovisto de conocimientos
técnicos podrá sentir inconscientemente
la falta de una verdadera columna
vertebral melódica. Tal análisis
mostrará, por lo general, que las
melodías, al igual que las frases
gramaticales, tienen a menudo en su
curso puntos de reposo equivalentes a la
coma, al punto y coma y a los dos puntos
de la escritura. Esos puntos de reposo
momentáneos, o cadencias, como a
veces se les llama, ayudan a hacer más
inteligible la línea melódica, al dividirla
en frases más fácilmente comprensibles.
Desde un punto de vista puramente
técnico, todas las melodías existen
dentro de los límites de algún sistema
escalístico. Una escala no es más que
una cierta disposición de una
determinada serie de notas. La
investigación ha demostrado que esas
«disposiciones», llamémoslas así, no
son arbitrarias sino que se justifican con
hechos físicos. Los constructores de
escalas confiaron en su instinto y los
hombres de ciencia los apoyan ahora
con sus cifras de las vibraciones
relativas por segundo.
Hubo cuatro sistemas principales de
construcción de escalas: el oriental, el
griego, el eclesiástico y el moderno.
Con miras prácticas podemos decir que
la mayoría de los sistemas escalísticos
se basan en un cierto número de notas
escogidas entre un sonido dado y su
octava. En nuestro sistema moderno ese
trecho de una octava está dividido en
doce intervalos «iguales» llamados
semitonos, los cuales en conjunto
comprenden la escala cromática.
Empero, la mayor parte de nuestra
música no se basa en esa escala, sino en
siete sonidos escogidos entre los doce
de la escala cromática, dispuestos en el
orden siguiente: dos tonos seguidos de
un semitono más tres tonos seguidos de
un semitono. Si el lector desea saber
cómo suena eso, cante el do-re-mi-fa-
sol-la-si-do que le enseñaron en la
escuela. (Quizá ya lo olvidó, pero
cuando cantaba mi-fa y si-do estaba
cantando semitonos.)
Esa disposición de siete sonidos se
llama la escala diatónica del modo
mayor. Como dentro de la octava hay
doce sonidos, a partir de cada uno de
los cuales se puede formar la misma
escala de siete sonidos, habrá, desde
luego, doce escalas diatónicas del modo
mayor, diferentes, pero construidas de
manera semejante. Hay otras doce del
modo menor, con lo que entre todas
hacen veinticuatro. (En la exposición
que sigue omitiremos toda otra
referencia al modo menor, para mayor
claridad.)
Como fácil método de referencia,
llamemos a los siete sonidos de la
escala, 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, sin tener en
cuenta si la distancia entre cada uno y el
siguiente es de un tono entero o de
medio. Como ya dijimos, esa escala se
puede formar a partir de una cualquiera
de las doce diferentes notas. La clave
que da la posición de la escala se
encuentra viendo la posición del sonido
1. Si el sonido 1 es la nota si, entonces
se dice que la escala está en la tonalidad
de si (mayor o menor, según el modo); si
es do, en do (mayor o menor). La
modulación tiene lugar cuando nos
trasladamos de una tonalidad a otra. Así
podemos modular de la tonalidad de si
mayor a la de do mayor y viceversa.
Los siete grados de la escala tienen
también determinadas relaciones entre
sí. Están gobernados por el primer
grado, el sonido 1, conocido como la
tónica. Por lo menos en la música
anterior al siglo XX, todas las melodías
tienden a centrarse en la tónica. A pesar
de los heroicos esfuerzos para
quebrantar la hegemonía de la tónica,
ésta es todavía hoy, aunque menos
claramente que antes, el punto central en
torno al cual tienden a agruparse las
demás notas.
El siguiente en cuanto a poder de
atracción es el quinto grado o
dominante, que es como se llama, y a
éste le sigue en importancia el cuarto
grado o subdominante. El séptimo grado
se llama sensible, porque muestra una
franca atracción por la tónica. Aquí
también esas relaciones aparentemente
arbitrarias son confirmadas por los
datos referentes al número de
vibraciones.
Resumamos el sistema escalístico tal
como queda expuesto, antes de entrar en
el examen de su evolución posterior.
Hasta hace poco, todas las melodías
occidentales se escribían dentro de este
sistema escalístico. Y demuestra un
ingenio asombroso por la parte de los
compositores el que hayan sido capaces
de una tan amplia variedad de invención
melódica dentro de los límites estrechos
de la escala diatónica. Siguen aquí
algunos ejemplos de melodías tomadas
de diferentes épocas musicales.
En cuanto a pureza de línea y de
sentimiento, difícilmente se podrá citar
nada mejor que lo que ofrecen las obras
corales de Palestrina. Parte de la
cualidad ultraterrena de muchas
melodías de Palestrina se debe a su
movimiento por grados conjuntos, es
decir, por el paso de una nota a la más
próxima, superior o inferior, de la
escala, con excepción de un número
mínimo de saltos. Esa disciplina
restringente, que da a tantas melodías de
Palestrina un aspecto de tersura y
serenidad, tiene además la ventaja de
hacerlas fáciles de cantar. Obsérvese
que en esta bella melodía del motete
para voces blancas Ave regina coelorum
no hay más salto que uno de tercera.
El sujeto de la Fuga en mi bemol
menor de Bach (Clave bien temperado,
libro I) es un ejemplo notable de
pensamiento completamente redondeado
en una simple y breve frase musical. Es
importante analizar por qué este tema,
consistente en sólo unas cuantas notas,
es tan expresivo. Estructuralmente se
basa en las tres notas esenciales de la
escala: los sonidos 1, 5 y 4, mi bemol, si
bemol y la bemol. Hay algo en la
manera como el tema se eleva
valientemente de 1 a 5 y luego, después
de girar en torno a 5, se eleva de nuevo
de 1 a 4 para replegarse lentamente
sobre 1 —y algo también en el
acortamiento del sentido rítmico en la
segunda parte de la frase— que crea un
sentimiento de tranquila, pero honda
resignación.
Otro ejemplo, demasiado largo para
que lo citemos aquí, de un tipo
completamente diferente de melodía de
Bach, es la dilatada frase instrumental
del tiempo lento del Concerto italiano,
architípica de una clase de melodía
florida que el mismo Bach trató muchas
veces y con maestría consumada. Sobre
un bajo que se repite con regularidad, la
melodía alza el vuelo; construida sobre
líneas amplias y nobles, su belleza es
más de proporción que de detalle.
Un ejemplo admirable de pura
invención melódica, citado muchas
veces, es el segundo tema del primer
tiempo de la Sinfonía «inconclusa» de
Schubert. Las «reglas» de la
construcción melódica no serán de
utilidad para nadie que analice esta
frase. Tiene un modo curioso de, como
si dijéramos, replegarse sobre sí misma
(o, más exactamente, sobre el sol y el
re), lo cual se hace más perceptible
cuando en el sexto compás llega
momentáneamente a una nota más alta. A
pesar de su gran sencillez, produce una
impresión única y no nos recuerda
ningún otro tema de la literatura musical.
No puedo resistir al deseo de citar
de memoria una tonada de los indios
mexicanos, poco conocida, utilizada por
Carlos Chávez en su Sinfonía india. Usa
notas repetidas e intervalos nada
convencionales,
con
un
efecto
enteramente reconfortante.
A partir de principios del siglo
actual, los compositores ampliaron
considerablemente su concepto de lo
que constituye una buena melodía.
Richard Strauss, prolongando los
principios wagnerianos, produjo una
línea melódica más libre y sinuosa, de
atrevidos saltos y en general más vasto
alcance. Debussy creó su música a base
de un material melódico más huidero y
fragmentario.
Las
melodías
de
Stravinsky, en sí mismas, carecen
relativamente de importancia. En las
primeras obras están dentro del estilo de
la canción popular rusa y en las últimas
imitan modelos clásicos y románticos.
Los verdaderos experimentadores
melódicos del siglo fueron Arnold
Schöenberg y sus discípulos. Son los
únicos contemporáneos que escriben
melodías sin centro tonal de ninguna
especie. En su lugar, prefieren dar
iguales derechos a cada uno de los doce
sonidos de la escala cromática. Reglas
que ellos se imponen a sí mismos les
impiden repetir cualquiera de los doce
sonidos mientras no hayan sonado los
otros once. Esa escala más amplia,
además de un mayor uso de saltos más y
más extensos de nota a nota, ha
desconcertado, si no exasperado, a
muchos oyentes. Las melodías de
Schöenberg demuestran que cuanto más
nos alejamos de la norma ordinaria más
voluntad y esfuerzo consciente son
necesarios para asimilar lo que es nuevo
y poco común.
El compositor norteamericano Roy
Harris escribe melodías en un plano
intermedio. Aunque es más que probable
que pasen por todos los sonidos de la
escala cromática, sus melodías casi
siempre giran en torno a un sonido
tomado como centro, lo cual da a su
música un sentido tonal más normal.
Harris posee un don melódico fino y
robusto. En la página anterior muestro
un ejemplo tomado de la melodía que
toca el violonchelo al final del tiempo
lento de su Trío para violín, violonchelo
y piano[12].
Probablemente
el
lector
comprenderá ahora que debe ampliar
junto con los compositores sus ideas en
cuanto a lo que pueda ser una melodía.
No debe esperar de todos los
compositores una misma clase de
melodía. Las melodías de Palestrina
siguen con más fidelidad los moldes
conocidos de su época que, por ejemplo,
las de Carlos María von Weber. Sería
tonto esperar que en ambos hubiese una
inspiración melódica similar.
Además, los compositores están muy
lejos de ser todos igualmente dotados
como melodistas. Ni se debe evaluar su
música según solamente la abundancia
de sus dotes melódicas. Sergio
Prokófiev explotó una mina melódica
que se diría inagotable comparada con
la de Stravinsky y, sin embargo, pocos
serán los que pretendan que Prokófiev
es el creador musical más profundo de
los dos.
Cualquiera que sea la calidad de la
línea
melódica,
aisladamente
considerada, el oyente no deberá nunca
perder de vista su función en una
composición. Hay que seguirla como al
hilo conductor que guía al oyente a
través de la pieza, desde el mismísimo
comienzo hasta el mismísimo final.
Tengamos presente siempre que al
escuchar una pieza de música debemos
agarrarnos a la línea melódica. Puede
que ésta desaparezca momentáneamente,
quitada por el compositor a fin de que,
al reaparecer, su presencia sea sentida
con más fuerza. Pero reaparecer, es
seguro que reaparecerá, pues es
imposible, excepto en casos rarísimos,
imaginar una música, vieja o nueva,
conservadora o moderna, que no tenga
alguna melodía.
La mayoría de las melodías van
acompañadas de un material, más o
menos elaborado, de interés secundario.
No permitamos que la melodía se
sumerja bajo ese material acompañante.
Separémosla en nuestra mente de todo
cuanto la rodea. Tenemos que poder
oírla. Y al compositor y al intérprete
corresponde el ayudarnos a oírla así.
En cuanto a la capacidad para
reconocer una bella melodía cuando la
oímos, o a distinguir entre una línea
trivial y una de inspiración lozana, eso
solamente nos lo podrá dar una creciente
experiencia como oyentes, más la
asimilación de cientos de melodías de
todas clases.
3. La armonía
Comparada con el ritmo y la melodía, la
armonía es el más artificioso de esos
tres elementos musicales. Estamos tan
habituados a pensar en la música en
términos de armonía, que es probable
que olvidemos cuán reciente es esa
innovación, comparada con los demás
elementos. El ritmo y la melodía se le
ocurrieron naturalmente al hombre, pero
la armonía brotó gradualmente de lo que
fue en parte un concepto intelectual, sin
duda uno de los conceptos más
originales de la mente humana.
La armonía, en el sentido que tiene
para nosotros, era completamente
desconocida antes del siglo IX,
aproximadamente. Hasta entonces toda
la música de que tenemos noticia había
consistido en una simple línea melódica.
Y así es todavía entre los pueblos
orientales, si bien sus simples melodías
se combinan a menudo con ritmos
complejos de los instrumentos de
percusión. Los compositores anónimos
que primero hicieron experimentos con
los
efectos
armónicos
estaban
destinados a cambiar toda la música
posterior a ellos, por lo menos en las
naciones occidentales. No es para
extrañarse, pues, que consideremos el
desarrollo del sentido armónico como
uno de los fenómenos más notables de la
historia musical.
El nacimiento de la armonía se sitúa
generalmente en el siglo IX, pues en los
tratados de aquella época es cuando por
primera vez se le menciona. Como era
de esperar, las primeras formas de la
armonía resultan de un crudo
primitivismo para nuestros oídos. Hay
tres clases de escritura armónica
primitiva. La más temprana se denominó
«organum». Comprenderemos fácilmente
en qué consiste, pues siempre que
«armonizamos»
una
melodía
agregándole por encima o por debajo
intervalos de tercera y sexta, estamos
produciendo una especie de organum. Y
eso mismo era la idea del antiguo
organum, excepto que la armonización
se hacía con intervalos de cuarta inferior
o quinta superior; las terceras y las
sextas estaban proscritas. Así, pues, el
organum es una melodía más ella misma
repetida simultáneamente a la cuarta
inferior o a la quinta superior. Como
método de armonización resulta
rudimentario y francamente primitivo, en
particular si imaginamos a toda la
música tratada sólo de esa manera.
He aquí un ejemplo de organum:
La segunda de esas formas
primitivas no se desarrolló sino hasta
unos dos o tres siglos más tarde. Se la
llamó «discanto» y se atribuye al
ingenio de los compositores franceses.
En el discanto ya no había sólo una
melodía acompañada simultánea y
paralelamente por ella misma, a un
cierto intervalo de distancia, sino dos
melodías independientes que se movían
en direcciones opuestas. Entonces se
descubrió uno de los principios básicos
de la buena conducción de las voces:
cuando la voz superior desciende, la
inferior asciende, y viceversa. Esa
innovación era doblemente ingeniosa,
pues entre las voces no se usaban más
que las quintas, cuartas y octavas
permitidas originalmente en el organum.
En otras palabras, se observaban las
reglas en cuanto a los intervalos, pero se
aplicaban de una mejor manera. (Para
los que no saben lo que es un
«intervalo», diremos que ese término
indica la distancia que hay entre dos
notas. Así, de la nota do a la nota sol
hay cinco sonidos, do-re-mi-fa-sol; por
tanto, la relación entre do y sol se
denomina intervalo de quinta.) En la
página siguiente se ofrece un ejemplo de
discanto.
La última forma del contrapunto
primitivo se denominó «faux-bourdon»
(bajo falso) e introdujo los intervalos de
tercera y sexta prohibidos hasta entonces
y que habrían de constituir la base de
todos los desarrollos armónicos
posteriores. Mientras los intervalos
armónicos se limitaron a las cuartas y
las quintas, el efecto producido fue
pobre y crudo. Por eso la introducción
de las terceras y las sextas, más
melifluas, aumentaron inmensamente los
recursos armónicos. Ese paso se
atribuye a los ingleses, los cuales se
dice que «armonizaban en terceras» sus
cantos populares mucho antes de que el
fabordón[13] hiciese su entrada formal en
la música artística. He aquí un ejemplo
de melodía armonizada en fabordón:
No es mi propósito trazar una
perspectiva histórica del desarrollo
armónico, sino indicar solamente los
primeros tanteos de la armonía y
subrayar su naturaleza en constante
evolución. Si el lector no comprende la
armonía como un crecimiento y un
cambio graduales a partir de sus
comienzos primitivos, no espere
comprender lo que hay en la innovación
armónica del siglo XX.
La producción simultánea de varios
sonidos engendra los acordes. La
armonía, considerada como una ciencia,
es el estudio de esos acordes y sus
relaciones mutuas. El estudio completo
de los principios fundamentales de la
ciencia armónica le lleva más de un año
al estudiante de música. No hay que
decir que de un breve capítulo como
éste el oyente lego sólo podrá obtener un
ligero barniz informativo. Pero algún
intento habrá que hacer para relacionar
el elemento armónico con el resto de la
música, sin que se confunda al lector
con los detalles. Para ello el lector
deberá tener alguna idea, por ligera que
sea, de cómo están construidos los
acordes y cuáles son sus relaciones
mutuas; de lo que significan tonalidad y
modulación; de la importancia que tiene
en la estructura general el esqueleto
armónico básico; de la significación
relativa de consonancia y disonancia; y,
en
fin,
del
derrumbamiento
relativamente reciente de todo el sistema
armónico tal como se lo conocía en el
siglo XIX, y de algunos intentos, más
recientes aún, de reintegración.
La teoría armónica se basa en el
supuesto de que todos los acordes están
formados por una serie de intervalos de
tercera, desde la nota más baja hasta la
más alta. Tómese, por ejemplo, la nota
la como sonido base, o fundamental, de
un acorde que se va a construir.
Formando una serie de terceras sobre
esa fundamental, podremos obtener el
acorde
la-do-mi-sol-si-re-fa.
De
continuar, no haríamos sino repetir las
notas que ya están incluidas en este
acorde. Si en vez de tomar la nota la,
tomamos el número 1 como símbolo de
cualquier fundamental, obtendremos la
siguiente representación de cualquier
serie de terceras: 1-3-5-7-9-11-13.
Ese acorde de siete sonidos, 1-3-57-9-11-13, es teóricamente posible,
pero, en la práctica, la mayor parte de la
música conocida se basa sólo en 1-3-5,
que es el acorde corriente de tres
sonidos conocido como la tríada —o
acorde perfecto—. (Un verdadero
acorde está siempre formado por tres o
más sonidos diferentes; los «acordes»
de dos sonidos son demasiado ambiguos
para que se los pueda considerar como
algo más que intervalos.) Aparte de la
tríada o acorde perfecto, los demás
acordes se denominan como sigue:
Esos
cuatro
acordes
sólo
gradualmente se abrieron paso bajo el
sol de la música, y cada vez fue
necesaria una pequeña revolución para
que se los aceptase. Puesto que es la
tríada 1-3-5 lo que responde de la
mayor parte de la música que nos es
familiar, concentremos sobre ella
nuestra atención. Si se desea saber cómo
suena una tríada, cántese «do-mi-sol».
Ahora cántese «do-mi-sol-do», con el
segundo do a una octava arriba del
primero. Eso es también una tríada o
acorde perfecto, aunque hay cuatro
sonidos en el acorde. En otras palabras,
nada cambia, por lo que hace a la teoría,
si se duplica cualquier sonido de
cualquier acorde cualquier número de
veces. En realidad, la mayor parte de
nuestra escritura armónica se hace a
cuatro voces, duplicando uno de los
sonidos de la tríada.
Además, los acordes no necesitan
mantenerse en su posición fundamental,
es decir, con el sonido 1 como sonido
base del acorde. Por ejemplo, 1-3-5 se
podrá invertir de modo que tengamos el
3 o el 5 como nota del bajo de la tríada.
En ese caso el acorde tendrá estos
aspectos:
Lo mismo ocurre con los demás
acordes arriba mencionados. Ahora el
lector ya puede comprender que con la
posibilidad de duplicar notas e invertir
acordes —para no mencionar todas las
clases de alteraciones posibles,
demasiado complicadas para ponerlas
aquí— los acordes básicos, aunque
pocos en número, son susceptibles de
grandes variaciones.
Hasta
aquí
hemos
estado
considerando en abstracto los acordes.
Liguémoslos ahora a los siete sonidos
de una escala determinada, limitándonos
siempre a la tríada, en obsequio a la
sencillez. Al tomar la escala de do
mayor, por ejemplo, y construir un
acorde 1-3-5 sobre cada grado de ella,
obtenemos nuestra primera serie de
acordes, los cuales se relacionan no
sólo entre sí, sino también con acordes
similares pertenecientes a tonalidades
que no son la de do mayor. Y éste es el
momento de revisar lo dicho acerca de
la escala en el apartado anterior. Pues
todo lo que se afirmó de los siete
sonidos de la escala diatónica es cierto
también de los acordes formados sobre
esos siete sonidos. En otras palabras, es
la fundamental del acorde lo que
constituye el factor determinante. Los
acordes construidos sobre la tónica, la
dominante y la subdominante poseen la
misma atracción relativa de unos por
otros que la tónica, la dominante y la
subdominante
consideradas
como
sonidos solos. De igual manera, basta
con encontrar el acorde de la tónica para
determinar la tonalidad de una serie de
acordes; y, al igual que de los simples
sonidos, se dice que los acordes
modulan cuando pasan de una tonalidad
a otra.
En tanto son acordes y no sonidos
simples, tienen entre sí una relación
más. Si formamos tríadas sobre los tres
primeros grados de la escala,
obtendremos:
Eso nos muestra que los acordes
primero y tercero tienen en común los
sonidos 3 y 5. Ese factor, que acordes de
una misma tonalidad o de tonalidades
diferentes posean algunos sonidos en
común, es un motivo para que sintamos
con fuerza la relación existente entre los
acordes.
Baste con este breve resumen de la
formación de los acordes. Veamos ahora
cómo se aplican esos hechos armónicos.
Exactamente lo mismo que un
rascacielos tiene una armazón de acero
bajo la cubierta exterior de piedra y
ladrillo, así toda pieza de música bien
hecha tiene una armazón sólida que
refuerza la apariencia exterior de los
materiales musicales. Extraer y analizar
ese esqueleto armónico es tarea del
técnico, pero el oyente de sensibilidad
sabrá sin duda cuándo hay alguna falla
armónica, aun en el caso de que no
pueda dar las razones de ello. Quizá le
interese al lector ver cómo se puede
aislar en un pequeño ejemplo la armazón
armónica de unos cuantos compases.
Tomemos, por ejemplo, los cuatro
primeros compases de Ach! du lieber
Augustin:
En esos cuatro compases no hay más
que dos acordes subyacentes, el I y el V,
el de la tónica y el de la dominante. Por
supuesto que ahí los acordes básicos no
se ven tan claramente como en un
ejercicio de armonía. La música sería
realmente muy insípida si los
compositores no pudieran disfrazar,
variar y adornar la mera armazón
armónica.
Pero tenga por cierto el lector que
los compositores aplican ese mismo
principio no sólo a cuatro compases,
sino a los cuatro tiempos de una
sinfonía. Eso puede que le proporcione
algún atisbo del problema en cuestión.
En otros tiempos el desarrollo armónico
de una pieza estaba determinado de
antemano merced a la práctica común.
Pero aún mucho después de haberse
abolido aquellas convenciones, se
conservó en vigor el principio, pues sea
el que fuere el estilo de la música, la
estructura subyacente formada por los
acordes debe tener su lógica propia. Sin
eso, probablemente le falte a la obra
sentido de movimiento. Una armazón
armónica bien trabada no deberá ser ni
demasiado estática ni excesivamente
complicada; proporciona una base
estable que se mantiene firme en su sitio,
sean las que sean las complejidades
decorativas.
Los principios armónicos arriba
bosquejados son, por supuesto, una
versión sumamente simplificada de los
hechos armónicos existentes hasta fines
del siglo pasado. El derrumbamiento del
viejo sistema, ocurrido hacia 1900, no
se debió a una repentina decisión por
parte de ciertos revolucionarios de la
música. Toda la historia del desarrollo
armónico nos muestra una imagen en
continuo cambio. Muy lenta, pero
inevitablemente, nuestros oídos se han
ido capacitando para la asimilación de
acordes cada vez más complejos y
modulaciones a tonalidades más lejanas.
Casi todas las épocas tienen sus
exploradores de la armonía: en el siglo
XVII Claudio Monteverdi y Gesualdo
introdujeron acordes que escandalizaron
a sus contemporáneos de un modo muy
semejante a como Mussorgsky y Wagner
habían de escandalizar a los suyos. Es
más, todos ellos tuvieron esto en común:
que a sus nuevos acordes y
modulaciones llegaron por medio de una
ampliación del concepto de la misma
teoría armónica. La razón por la que
nuestra época se distinguió en la
experimentación armónica es que la
teoría anterior de la armonía fue lanzada
en su totalidad por la borda, cuando
menos por algún tiempo. Ya no se
trataba de ampliar un viejo sistema sino
de crear algo enteramente nuevo.
La línea de demarcación se
establece en seguida después de Wagner.
Debussy, Schöenberg y Stravinsky
fueron los principales exploradores de
ese territorio armónico que no figuraba
en ningún mapa. Wagner, con su
cromatismo, había comenzado a destruir
el viejo lenguaje armónico. Ya expliqué
que nuestro sistema, tal como se
practicó sin discusión hasta fines del
siglo XIX, admitía la hegemonía de una
nota principal, la tónica, dentro de la
escala, y, por tanto, de una tonalidad
principal dentro de una pieza de música.
La modulación a otras tonalidades se
consideraba como temporal, solamente,
y ello implicaba de modo inevitable la
vuelta a la tonalidad de la tónica. Ya que
hay doce escalas diatónicas diferentes,
se puede representar la modulación
como la esfera de un reloj, con el XII
como símbolo de la tonalidad de la
tónica. Los compositores de los siglos
XVII y XVIII no se aventuraron muy lejos
en sus esquemas modulatorios. Irían
desde XII a I, a XI y vuelta otra vez a
XII. Los que les sucedieron fueron más
audaces, pero todavía siguió siendo
imperativo el retorno a XII. Pero
Wagner fue de tal manera de una
tonalidad a otra, que se comenzó a
perder el sentido de una tonalidad
central. Modulaba audazmente de XII a
VI, a IX, a II, etc., y no se estaba seguro
de cuándo se efectuaría, si se llegaba a
efectuar, el regreso a la tonalidad
central.
Schöenberg
dedujo
las
consecuencias
lógicas
de
esa
ambigüedad armónica y abandonó por
completo el principio de tonalidad. Su
tipo de armonía suele denominarse
«atonalidad», para distinguirlo de la
música basada en la tonalidad[14]. Lo
que quedaba era la serie de los doce
semitonos «iguales» de la escala
cromática. El mismo Schöenberg
encontró años más tarde que ese
remanente era un tanto anárquico, y
comenzó la construcción de un nuevo
sistema para el manejo de esos doce
semitonos iguales, que llamó sistema
dodecafónico o de los doce sonidos. No
haré más que mencionarlo, pues su
adecuada explicación nos llevaría
demasiado lejos.
Debussy, si bien, armónicamente
hablando,
menos
radical
que
Schöenberg, precedió a éste en la
iniciación del derribo del viejo sistema.
Debussy, uno de los músicos más
instintivos que hayan existido jamás, fue
el primer compositor de nuestro tiempo
que haya osado hacer de su oído el
único juez de lo que estaba bien
armónicamente. En Debussy los
analistas encontraron acordes que ya no
se podían explicar según la vieja
armonía. Si se le hubiera preguntado a
Debussy por qué usó semejantes
acordes, estoy seguro de que habría
dado la única respuesta posible:
«¡Porque me gustó así!» Como si por fin
un compositor tuviese confianza en su
oído. Estoy exagerando un poco, pues, al
fin y al cabo, los compositores nunca
esperaron a que los teóricos les dijesen
lo que podían hacer o no hacer. Porque,
al contrario, siempre acaeció de la otra
manera: que los teóricos explicaron la
lógica del pensamiento del compositor
después de que éste lo había escrito
instintivamente.
Sea como fuere, lo que Debussy hizo
fue barrer con todas las teorías de la
ciencia
armónica
profesadas
anteriormente. Su obra inauguró una era
de completa libertad armónica, libertad
que ha venido siendo desde entonces el
tropiezo de innumerables oyentes. Se
quejan éstos de que esa nueva música
esté llena de «disonancias», cuando toda
la historia musical anterior demuestra
que debe haber siempre una mezcla
razonable de consonancia y disonancia.
Esta cuestión de consonancia y
disonancia merece párrafo aparte, si es
que hemos de quitar ese tropiezo. Como
ya se señaló muchas veces, ése es un
problema puramente relativo. Decir que
una consonancia es un acorde de sonido
agradable es simplificar demasiado la
cuestión. Porque el acorde sería más o
menos disonante para nosotros según la
época en que vivamos, según nuestra
experiencia de oyentes y según se toque
fortissimo en los metales o se acaricie
pianissimo en las cuerdas. De modo que
una disonancia es sólo relativa: relativa
con respecto a nuestra época y al lugar
que ocupa en el conjunto de la pieza.
Eso no niega la existencia de la
disonancia, como parecen negarla
algunos comentaristas, sino que
meramente indica que la mezcla
conveniente
de
consonancia
y
disonancia es asunto que se ha de dejar
a la discreción del compositor. Si toda
la música nueva nos parece continua e
irremediablemente disonante, eso es
indicio seguro de que nuestra
experiencia de auditores es insuficiente
en cuanto a la música de nuestro tiempo,
lo cual en la mayoría de los casos no
deberá extrañarnos habida cuenta de la
poca música nueva que oye el auditor
medio, si se la compara con la cantidad
que oye de música de tiempos
anteriores.
Otra
innovación
armónica
importante se introdujo antes de la
primera Guerra Mundial. Al principio se
la confundió con la atonalidad, debido a
que sonaba revolucionariamente como
aquélla. Pero en realidad era
exactamente lo opuesto a la atonalidad,
en cuanto que reafirmaba el principio
tonal y aun lo reafirmaba por partida
doble. Es decir que, no contenta con una
sola tonalidad, introducía la idea de
hacer sonar simultáneamente dos o más
tonalidades
distintas.
Ese
procedimiento, usado a veces por
Darius Milhaud con suma eficacia, fue
conocido como «politonalidad». Un
claro ejemplo se encuentra en
Corcovado, una de las piezas de
Milhaud sobre temas brasileños
tituladas Saudades do Brazil, en la que
la mano derecha toca en re mayor
mientras la izquierda anda por sol
mayor. También en esto, si el lector
tiende a sentirse molesto con los
politonalismos de la música nueva, lo
único que se puede hacer es aconsejarle
que los escuche reiteradamente hasta
que le resulten tan familiares como la
música de Schumann o Chopin. Si lo
hace, puede que esa música no llegue a
gustarle (pues es ocioso añadir que no
toda la música politonal es buena
música), pero ya no serán las
«disonancias» producidas por el choque
de las armonías lo que le desagrade.
La revolución armónica de la
primera mitad del siglo XX ha llegado
definitivamente a su fin. Politonalidad y
atonalidad han pasado a formar parte de
las corrientes musicales en boga. Cabe
señalar un hecho inesperado: el
recrudecimiento del interés, al final de
la segunda Guerra Mundial, por el
método de los doce tonos de Arnold
Schöenberg, en especial en países como
Italia, Francia y Suiza, donde antes su
influencia era escasa o poco importante.
Compositores como el italiano Luigi
Dallapiccola o el suizo Frank Martin no
dudaron en extraer implicaciones
tonales del método dodecafónico (doce
tonos), suprimiendo así parte de su vigor
pancromático. Algunos compositores
más jóvenes, seguidores del alumno más
radical de Schöenberg, Anton Webern,
han persistido en escribir una música
más rigurosamente atemática y atonal
que la del maestro vienés mismo.
A pesar de las innovaciones
armónicas, gran parte de la música
contemporánea permanece básicamente
diatónica y tonal. Pero no es ya la
armonía diatónica y tonal del periodo
anterior al cambio de siglo. Como
muchas revoluciones, ésta ha dejado su
marca en nuestro lenguaje armónico. A
resultas de ello, puede decirse que la
música escrita en nuestros días con
frecuencia se enfoca hacia lo tonal
aunque pueda no tener ninguna tonalidad
analizable en el sentido antiguo. Esta
tendencia hacia el conservadurismo
armónico contribuirá seguramente a
llenar un vacío entre el compositor
contemporáneo y su audiencia. Con la
producción
regular
de
discos
fonográficos, radio y «bandas sonoras»,
y las audaces armonías recientemente
creadas se han asimilado, gradualmente
y en forma natural, al lenguaje musical
de nuestros días.
4. EL TIMBRE
Después del ritmo, la melodía y la
armonía, viene el timbre o color del
sonido. Así como es imposible oír
hablar sin oír algún timbre determinado,
así también la música sólo puede existir
según algún determinado color sonoro.
El timbre en música es análogo al color
en pintura. Es un elemento que fascina
no sólo por sus vastos recursos ya
explorados, sino también por sus
ilimitadas posibilidades futuras.
El timbre musical es la cualidad del
sonido producido por un determinado
agente sonoro. Ésa es una definición
formal de algo perfectamente familiar
para todo el mundo. De igual modo que
la mayoría de los mortales conocen la
diferencia que hay entre el blanco y el
verde, así el distinguir las diferencias de
timbre es una facultad innata en casi
todos nosotros. Cuesta trabajo imaginar
una persona tan «ciega para el sonido»
que no pueda distinguir entre una voz de
bajo y una de soprano o —para ponerlo
en el plano instrumental— entre una tuba
y un violonchelo. No es cuestión de
saber los nombres de las voces o de los
instrumentos, sino sencillamente de
reconocer por el oído las diferencias
cualitativas de su sonido, cuando, por
ejemplo, los oímos detrás de un biombo.
Así pues, todo el mundo tiene por
instinto una buena base para llegar a una
comprensión más cabal de los diferentes
aspectos del timbre. Y no permitamos
que esa natural percepción limite
nuestro gusto a ciertos timbres favoritos,
con exclusión de todos los demás.
Pienso al decir esto en el hombre que
adora el sonido del violín, pero siente
una extremada aversión por cualquier
otro instrumento. Al contrario, el oyente
experimentado deberá ampliar su
estimación hasta incluir en ella toda
especie conocida de timbre. Además,
aunque dije que todos pueden, en líneas
generales, distinguir de timbres, hay
también diferencias sutiles que sólo la
experiencia auditiva puede aclarar. El
mismo estudiante de música tiene al
principio dificultad para distinguir el
sonido de un clarinete del de su hermano
el clarinete bajo.
En relación con el timbre, el auditor
inteligente deberá tener dos objetivos
principales: a) aguzar su conciencia de
los diversos instrumentos y de las
diferentes características sonoras de
éstos, y b) adquirir una mejor
percepción de los propósitos expresivos
del compositor cuando usa algún
instrumento
o
combinación
de
instrumentos.
Antes de explorar las cualidades
sonoras de los diversos instrumentos
habrá que explicar más cabalmente la
actitud del compositor ante las
posibilidades instrumentales, porque es
el caso que no todos los temas musicales
nacen envueltos por entero en unos
pañales sonoros. Muy a menudo se
encuentra el compositor con un tema que
igual se puede tocar en el violín, la
flauta, el clarinete, la trompeta o en
media docena de otros instrumentos más.
¿Qué es, pues, lo que le decide a
escoger uno y no otro? Una cosa
solamente: que aquel instrumento tiene
el timbre con que mejor se expresa el
significado de su idea. En otras
palabras, su elección está determinada
por el valor expresivo de cada
instrumento. Eso es cierto lo mismo en
el caso de un instrumento aislado que en
el de una combinación de instrumentos.
El compositor que elige un fagot y no un
oboe también podrá tener que decidir en
ciertos casos si su idea musical es más
propia de un conjunto de cuerda que de
una orquesta completa. Y será el sentido
expresivo que pretende él comunicar lo
que le haga decidir en cada caso.
Por supuesto que hay ocasiones en
que
el
compositor
concibe
instantáneamente el tema y su ropaje
sonoro. De ello hay ejemplos notables.
Uno, frecuentemente citado, es el solo
de flauta al comienzo de L’après-midi
d’un faune (La siesta de un fauno). Ese
mismo tema, tocado por cualquier otro
instrumento que no fuese la flauta,
produciría una emoción muy diferente.
Es imposible imaginar que Debussy
haya concebido primero el tema y
después decidiera que lo tocase la
flauta. Ambas cosas han debido de
acaecer simultáneamente. Pero eso no
liquida la cuestión.
Pues aun en el caso de temas que se
le ocurren al compositor con toda su
armadura orquestal, las evoluciones
musicales posteriores en el curso de una
determinada pieza pueden llevar consigo
una necesidad de tratar de varias
maneras orquestales el mismo tema. En
un caso así el compositor es como el
dramaturgo que tiene que decidir el
vestido de una actriz para una
determinada escena. En la escena
aparece la actriz sentada en un banco de
un parque. El dramaturgo pudo haber
querido que esté vestida de tal manera
que el espectador sepa, tan pronto como
se levante el telón, en qué estado de
ánimo se encuentra. No es un vestido
bonito, precisamente; es un vestido
especialmente diseñado para darnos una
determinada
impresión
de
ese
determinado
personaje
en
esa
determinada escena. Y así ocurre con el
compositor que «viste» un tema musical.
La gama completa de los colores
sonoros que están a su disposición es tan
rica que sólo un claro concepto de la
emoción que trata de comunicar puede
hacerle decidirse entre un instrumento y
otro o entre un grupo y otro de
instrumentos.
La idea de relación inevitable entre
un determinado color y una música
determinada es relativamente moderna.
Es muy probable que los compositores
anteriores a Händel no hayan tenido un
aguzado sentido del color instrumental.
Por lo menos la mayoría de ellos ni
siquiera se molestaban en aclarar por
escrito qué instrumento querían para una
determinada parte. Por lo visto, para
ellos era una cuestión indiferente que
una partitura a cuatro voces la
ejecutaran cuatro instrumentos de
madera o cuatro de cuerda. Hoy día los
compositores insisten en que ciertos
instrumentos se utilicen como vehículos
de ciertas ideas, y han llegado a escribir
de un modo tan característico que una
parte de violín puede resultar intocable
en el oboe, aun en el caso de que esa
parte se limite a registros semejantes de
ambos instrumentos.
Solamente de un modo gradual
penetraron en la música los timbres de
que puede disponer el compositor. Y esa
penetración abarcó tres etapas. Primero
hubo que inventar el instrumento. Y
puesto que los instrumentos, como
cualquier otro invento, suelen comenzar
bajo una forma rudimentaria, la segunda
etapa la constituyó el perfeccionamiento
del instrumento. Y en tercer lugar, los
ejecutantes tuvieron que alcanzar
gradualmente el dominio técnico del
nuevo instrumento. Ésa es la historia del
piano, del violín y de la mayoría de los
demás instrumentos.
Desde luego, todo instrumento, por
perfecto que sea, tiene sus limitaciones.
Hay limitaciones de extensión, de
dinámica,
de
ejecución.
Cada
instrumento puede tocar así de grave,
pero no más, así de agudo, pero no más.
El compositor puede desear a veces que
el oboe llegue hasta un semitono más
abajo de lo que llega; pero no hay nada
que hacerle: ésos son límites prescritos.
Así también las limitaciones dinámicas;
la trompeta, aunque suena fuerte en
comparación con el violín, no puede
sonar más fuerte de lo que lo hace. Los
compositores a veces se resienten por
ese hecho, pero así es y no hay que darle
vueltas.
El compositor también debe tener
siempre presentes las dificultades de
ejecución. Una idea melódica que
parece predestinada a ser cantada por el
clarinete puede resultar que hace uso de
un cierto grupo de notas que ofrece
dificultades insuperables para el
clarinetista,
debido
a
ciertas
peculiaridades de construcción del
instrumento. Esas mismas notas pueden
ser muy fáciles de tocar en el oboe o en
el fagot, pero da la casualidad de que
son muy difíciles para el clarinete. Por
tanto, los compositores no tienen
libertad absoluta para elegir los timbres.
Pero aun así, los de hoy se hallan en
mucho mejor posición que sus
predecesores. Debido, precisamente, a
que los instrumentos son máquinas
sujetas a perfeccionamiento, como
cualquiera otra máquina, el compositor
contemporáneo disfruta de ventajas, en
cuanto al timbre, que Beethoven no tuvo.
El compositor de hoy cuenta con
materiales nuevos y perfeccionados con
que trabajar y además se aprovecha de
la experiencia de sus predecesores. Eso
es cierto sobre todo en cuanto al uso que
hace de la orquesta. No tiene nada de
extraño que críticos que se enorgullecen
de su severidad para con la música
contemporánea admitan de buen grado la
brillantez y la habilidad del compositor
moderno en el manejo de la orquesta.
Hoy día el tener sentido de la
naturaleza esencial de cada instrumento,
de cómo hay que utilizarlo para explotar
sus características más individuales, es
cosa importante para el compositor. A
fin de mostrar lo que entiendo por usar
característicamente un instrumento,
tomaré como ejemplo un instrumento
perfectamente conocido de todos: el
piano. Eso mismo es lo que hacen, con
respecto a los demás instrumentos, los
tratados de orquestación.
El piano es un instrumento muy
socorrido, «una criada para todo», como
alguien lo denominó en una ocasión.
Puede sustituir a una gran variedad de
diversos instrumentos e incluso a la
misma orquesta. Pero es también un ser
por derecho propio —es también un
piano— y, como tal, tiene propiedades y
características que sólo a él pertenecen.
El compositor que explota el piano por
lo que hay de esencial en su naturaleza
será el que lo utilice con el máximo
rendimiento. Veamos lo que es esa
naturaleza esencial.
El piano se puede utilizar de una de
estas dos maneras: o como instrumento
que vibra o como instrumento que no
vibra. Eso se debe a su construcción,
consistente en una serie de cuerdas,
tendidas sobre un marco de acero, y un
apagador sobre cada cuerda. Ese
apagador es vital para la naturaleza del
instrumento y está gobernado por el
pedal[15]. Si no se toca al pedal, el
sonido dura solamente el tiempo que la
tecla permanece oprimida por el dedo
del pianista. Pero si, oprimiendo el
pedal, se levanta el apagador, entonces
el sonido se sostiene más tiempo. En
ambos casos el sonido comienza a
perder intensidad a partir del instante en
que se produce, pero el pedal reduce un
tanto esa debilidad y es, de consiguiente,
la clave de la buena escritura pianística.
Aunque el piano lo inventó hacia
1711 un tal Cristofori, los compositores
no supieron hasta mediados del siglo
XIX cómo aprovechar el pedal de una
manera verdaderamente característica.
Chopin, Schumann y Liszt fueron unos
maestros en escritura pianística, porque
tuvieron en cuenta plenamente las
peculiaridades
del
piano
como
instrumento que vibra. Debussy y Ravel
en Francia y Scriabin en Rusia
continuaron la tradición de Chopin y
Liszt en lo que respecta a la escritura
pianística. Todos ellos tuvieron muy
presente el hecho de que el piano, según
un lado de su naturaleza, es una
colección de cuerdas que vibran por
simpatía y producen una conglomeración
de sonidos delicada y aterciopelada o
brillante y dura, sonidos que se pueden
extinguir inmediatamente con aflojar el
pedal que mueve los apagadores.
Otros compositores más recientes
explotaron el lado no vibrante de la
naturaleza esencial del piano. El piano
no vibratorio es el piano en que se hace
poco o ningún uso del pedal. Tocándolo
así, el piano produce una sonoridad
dura, seca, que tiene su particular virtud.
El gusto del compositor moderno por los
efectos sonoros ásperos y derivados de
la percusión halló amplia satisfacción en
esa nueva manera de utilizar el piano,
que lo convierte en una especie de gran
xilófono. En las obras pianísticas de
contemporáneos como Béla Bartók,
Carlos Chávez o Arthur Honegger se
encuentran excelentes ejemplos de eso.
El último de esos compositores tiene en
su Concertino para piano y orquesta un
atractivo último tiempo que crepita
bellamente con una sonoridad pianística
seca, quebradiza.
Lo que afirmé con respecto al piano
es válido también para todos los demás
instrumentos. Hay ciertamente una
manera característica de escribir para
cada uno de ellos. Los colores sonoros
que puede producir un instrumento, y
que son exclusivamente suyos, son los
que el compositor busca.
Timbres simples
Ahora estamos en mejor posición para
examinar los timbres simples que se
hallan en la orquesta sinfónica usual. Se
toman generalmente como norma los
instrumentos de la orquesta, porque son
los que con mayores probabilidades
hemos de encontrar en cualquier
partitura. Después necesitaremos saber
cómo se mezclan esos timbres simples
para formar los de las diversas
combinaciones instrumentales.
Los instrumentos de la orquesta se
dividen en cuatro tipos o grupos
principales. El primer grupo es, por
supuesto, el de la cuerda; el segundo, el
de las maderas; el tercero es el de los
metales y el cuarto, la percusión. Cada
uno de ellos está formado por un
conjunto homogéneo de instrumentos de
un tipo similar. Todos los compositores,
al componer, tienen muy presentes esos
cuatro grupos.
El grupo de la cuerda, que es el más
usado de todos, está formado a su vez
por cuatro tipos diferentes de
instrumentos de cuerda, que son: el
violín, la viola, el violonchelo (o chelo,
para abreviar) y el contrabajo.
El instrumento más familiar para el
lector es, por supuesto, el violín. En la
escritura orquestal, los violines se
dividen en dos grupos —denominados
primeros violines y segundos violines
—, aunque comprenden únicamente un
solo tipo de instrumento. De seguro que
no hay necesidad de describir aquí la
cualidad lírica, cantante del violín: nos
es sumamente familiar a todos. Pero
puede que el lector esté menos
familiarizado con ciertos efectos
especiales que ayudan al instrumento a
producir una gran variedad de timbres.
El más importante de ellos es el
pizzicato, que consiste en puntear las
cuerdas con los dedos de la mano
derecha, en vez de tañerlas con el arco,
lo cual produce un efecto un tanto
semejante al de la guitarra. Nos es
también bastante familiar. Menos lo es,
en cambio, el efecto de lo que se llaman
los armónicos, los cuales se producen
oprimiendo la cuerda con los dedos de
la mano izquierda, pero no de la manera
usual, sino ligeramente, con lo cual se
crea una sonoridad aflautada de un
encanto especial. «Doble, triple y
cuádruple cuerda» quiere decir tañer
simultáneamente dos, tres o cuatro
cuerdas, de modo que se obtenga un
efecto de acorde. Finalmente, hay el
sonido velado y delicado que se obtiene
por medio de la sordina, pequeño
adminículo que, colocado sobre el
puente del instrumento, amortigua la
sonoridad.
Todos esos efectos diversos se
pueden obtener no sólo en el violín, sino
también en los demás instrumentos de
cuerda.
La viola es un instrumento que se
confunde a menudo con el violín, pues
no solamente se parece a éste en su
aspecto exterior, sino que también se ase
y tañe de la misma manera. Pero un
examen atento hará ver que es un
instrumento ligeramente más grande y
pesado que produce un sonido más
ponderoso y grave. No puede cantar
notas tan altas como las que canta el
violín, pero eso lo compensa con poder
cantar notas más bajas. Hace el papel de
contralto en relación con el de soprano
que hace el violín. Si le falta la leve
calidad lírica de éste, posee, por otra
parte, una sonoridad seriamente
expresiva que se diría llena de emoción.
El violonchelo es un instrumento
más fácil de reconocer, ya que el
ejecutante lo toca sentado y lo sostiene
apoyado firmemente entre las rodillas.
Hace de barítono y bajo con respecto al
contralto, que es la viola. Su extensión
abarca una octava más abajo que la
viola, pero eso lo paga con no poder
subir tan alto como ella. La calidad
sonora del violonchelo la conoce todo el
mundo.
Pero
los
compositores
distinguen en ella tres registros
diferentes. En su registro agudo el
violonchelo puede ser muy penetrante y
patético. Al otro extremo de su
extensión, su sonoridad tiene una
profundidad
serena.
El
registro
intermedio, que es el que se usa con más
frecuencia, produce el sonido que nos es
más familiar: una calidad sonora seria,
suave, abaritonada y que casi siempre
expresa algo de emoción.
El último de la familia de la cuerda,
el contrabajo, es el más grande de todos
y hay que tocarlo de pie. A causa de
vérsele en las orquestas de jazz,
adquirió desde hace poco una
importancia casi proporcionada a su
tamaño. Cuando se empezó a utilizar en
las orquestas desempeñó un papel muy
servil, no haciendo apenas otra cosa que
lo que hacía el violonchelo, pero a una
octava baja de éste (doblando el bajo,
que es como se decía). Eso lo hace muy
bien. Después los compositores le
dieron a tocar una parte propia en las
profundidades de la orquesta. Casi
nunca actúa como instrumento solista, y
el lector comprenderá por qué, si alguna
vez oyó un contrabajo que tratara de
cantar una melodía[16]. La función propia
del contrabajo es suministrar una base
firme a toda la estructura que se alza
sobre él.
El
segundo
grupo
de
los
instrumentos orquestales comprende
aquellos que se conocen con la
denominación de maderas. Aquí también
hay cuatro tipos diferentes, si bien en
este caso cada tipo tiene uno o varios
instrumentos
estrechamente
emparentados con el instrumento
principal, una especie de primos
hermanos de éste. Las cuatro maderas
principales son la flauta, el oboe, el
clarinete y el fagot. Los «primos
hermanos» de la flauta son el flautín o
piccolo y la flauta en sol. El oboe está
emparentado con el corno inglés, el
cual, como dice un libro de
orquestación, ni es inglés ni corno, pero
así se le llama a pesar de todo. El
clarinete está emparentado con el
requinto o clarinete piccolo y el
clarinete bajo. Y el fagot, con el
contrafagot.
Recientemente se ha añadido un
nuevo instrumento que es en parte una
madera,
llamado
saxofón.
¡Probablemente el lector tiene noticia de
él! Al principio se le utilizó sólo
parcamente en la orquesta sinfónica
corriente. Luego, de pronto, la orquesta
de jazz comenzó a explotarlo, y ahora se
está introduciendo de nuevo en el
terreno sinfónico para ser utilizado más
ampliamente.
Aun en los momentos en que todos
los instrumentos de la orquesta suenan lo
más fuerte que les es posible, el flautín
se puede oír, casi siempre, por encima
de ellos. En el fortissimo posee una
sonoridad delgada pero penetrante y
brillante y puede dominar sobre
cualquier otro instrumento al alcance de
nuestros oídos. Los compositores lo
utilizan con cautela. A menudo no hace
más que doblar a la octava aguda lo que
canta
la
flauta.
Pero
algunos
compositores
recientes
nos
han
descubierto que, tocado apaciblemente
en su registro más suave, tiene una
delgada voz cantante de no pequeño
encanto.
El timbre de la flauta es bastante
bien conocido. Es un timbre blando,
frío, fluido, suave como la pluma. A
causa de su personalidad muy definida
es uno de los instrumentos más
atractivos de la orquesta. Es sumamente
ágil; puede tocar más notas por segundo
que cualquier otro miembro de la
familia de las maderas. El registro
familiar para la mayoría de los oyentes
es el agudo. Del más grave se hizo
mucho uso en los últimos años, un
registro sombríamente expresivo, de la
manera más particular.
El oboe es un instrumento de sonido
nasal, completamente diferente de la
flauta en cuanto a sonoridad. (El oboísta
sostiene su instrumento en posición
vertical, en tanto que el flautista sostiene
el suyo horizontalmente.) El oboe es el
más expresivo de los instrumentos de
madera, y lo es de una manera muy
subjetiva. En comparación con él, la
flauta parece impersonal. El oboe tiene
una cierta calidad pastoril de la que a
menudo
hacen
buen
uso
los
compositores. Más que cualquiera otra
madera, el oboe hay que tocarlo bien
para que su limitado ámbito sonoro
tenga suficiente variedad.
El corno inglés es una especie de
oboe barítono que los oyentes poco
experimentados confunden a menudo con
el oboe, en cuanto al timbre. Sin
embargo,
posee
una
calidad
quejumbrosa muy suave que Wagner
explotó plenamente en la introducción al
tercer acto de Tristán e Isolda.
El clarinete tiene un sonido liso,
abierto, casi hueco. Es un instrumento
más frío y de sonoridad más llana que el
oboe, pero también más brillante. Más
próximo en calidad a la flauta que al
oboe, es casi tan ágil como la primera y
canta con tanta gracia como ella toda
clase de melodías. En su octava más
grave posee un timbre único de un efecto
hondamente obsesionante. Su ámbito
dinámico es más notable que el de
cualquiera otra madera, pues va desde
un mero susurro al más brillante
fortissimo.
El clarinete bajo apenas se
diferencia del clarinete, a no ser porque
su ámbito está una octava más bajo. En
su registro más grave tiene una calidad
espectral que no se olvida fácilmente.
El fagot es uno de los instrumentos
que más cosas diferentes puede hacer.
En su registro más agudo tiene un sonido
quejumbroso muy especial. Stravinsky
hizo un uso excelente de ese timbre en el
mismísimo comienzo del Sacre du
Printemps (Consagración de la
Primavera). Por otra parte, el fagot
puede producir en el registro más grave
un staccato seco, grotesco, de un efecto
que se diría evocador de algún duende
travieso. Y constantemente se le está
pidiendo que con el mero peso de su
sonoridad dé mayor resonancia a los
bajos, que son opacos. Como
instrumento socorrido, ciertamente que
lo es.
El contrafagot está con él en la
misma relación que el contrabajo con el
violonchelo. Ravel lo utilizó para
representar a la bestia en La bella y la
bestia de la suite Ma mère l’Oie (Mamá
la Oca). Principalmente ayuda a
suministrar el bajo de la orquesta allí
donde más se necesita, en lo más
profundo de la región grave.
El grupo de los metales, al igual de
los otros, se precia de cuatro tipos
principales de instrumentos: el corno (o
trompa), la trompeta, el trombón y la
tuba. (La corneta es tan semejante a la
trompeta que no hay para qué
mencionarla aquí.)
El corno, o trompa, es un
instrumento que tiene un sonido amable,
redondo; un sonido suave, agradable,
casi líquido. Si se toca fuerte, adquiere
una calidad majestuosa, metálica, que es
todo lo contrario de su sonido suave. Si
existe algún sonido más noble que el de
ocho cornos que cantan al unísono y
fortissimo una melodía yo no lo he oído
jamás. Hay otra sonoridad sumamente
impresionante que se puede obtener del
corno interceptando el sonido ya sea con
una sordina, ya sea con la mano
colocada en el pabellón del instrumento.
Si se fuerza entonces el sonido, se
produce una sonoridad ahogada,
rasposa. Y si no se fuerza, el mismo
procedimiento da un sonido ultraterreno
que parece emanar mágicamente de
algún lugar lejano.
La trompeta es ese instrumento
brillante, penetrante, imponente que
todos conocemos. Es el apoyo de todos
los compositores en los momentos
culminantes. Pero también posee un
sonido bello cuando se toca suavemente.
Al igual que el corno, tiene sus sordinas
especiales que producen en el forte una
sonoridad como de enfado, estridente,
que es indispensable en los momentos
dramáticos, y una voz suave, dulce,
aflautada cuando se toca piano.
Recientemente los trompetistas de jazz
han hecho uso de un gran surtido de
sordinas, cada una de las cuales produce
una sonoridad completamente diferente.
Es casi seguro que más adelante algunas
de ellas entrarán en la orquesta
sinfónica.
El sonido del trombón se alía por su
calidad con el del corno. Como éste, el
trombón posee un sonido noble y
majestuoso, aún más amplio y redondo
que el del corno. Pero en parte también
está cerca de la trompeta por su timbre
brillante en el fortissimo. Los momentos
de grandeza y solemnidad se deben a
menudo al uso juicioso del grupo de los
trombones de la orquesta.
La tuba es uno de los instrumentos
más espectaculares de la orquesta,
puesto que llena los brazos del que la
toca. No es fácil de manejar. Para
tocarla se necesitan en todo caso buenos
dientes y grandes reservas de aliento. Es
una especie de trombón, pero más
pesada, con más dignidad y más difícil
de mover. Rara vez se la usa
melódicamente, si bien en los últimos
años los compositores han encomendado
temas a su osuna benignidad, con
diversos resultados. (Un ejemplo
particularmente feliz es el solo de tuba
en la versión orquestal de los Cuadros
de una exposición, de Mussorgsky,
hecha por Ravel.) Sin embargo, su
función consiste principalmente en dar
realce al bajo, y como tal, presta un
estimable servicio.
El cuarto grupo de la orquesta está
formado por varias clases de
instrumentos de percusión. Todo el que
asiste a un concierto repara en ese
grupo, y quizá demasiado. Con pocas
excepciones, esos instrumentos no tienen
entonación definida. Por regla general se
usan de estas tres maneras: para
intensificar los efectos rítmicos, para
realzar dinámicamente el sentido de
clímax o para añadir color a los demás
instrumentos. Su eficacia está en razón
inversa del uso que se haga de ellos. En
otras palabras, cuanto más se
economicen y reserven para los
momentos esenciales, más eficaces
serán.
En el grupo de las percusiones, la
familia más imponente es la de los
tambores. Todos ellos son instrumentos
rítmicos y productores de ruido, de
varias clases y tamaños, desde el
pequeño tam-tam hasta el corpulento
bombo. El único instrumento de esta
familia que tiene entonación definida es
el timbal, de todos conocido, y que suele
encontrarse por grupos de dos o tres. Se
toca con dos baquetas y su extensión
dinámica va desde un rumor espectral,
lejano, hasta una abrumadora sucesión
de golpes sordos. Otros instrumentos
productores de ruido, aunque no de la
familia de los tambores, son los
platillos, el gongo o tantán, el wood
block, el triángulo, el látigo y muchos
más.
Otros instrumentos del grupo de las
percusiones proporcionan color más
bien que ritmo o ruido. Son, entre otros,
la celesta y el glockenspiel, el xilófono,
el vibráfono y las campanas tubulares.
Los dos primeros producen sonidos
débiles y como de campana, de gran
valor para el colorista. El xilófono es,
posiblemente, el instrumento más
conocido de este grupo, y el vibráfono
el más reciente. El arpa, la guitarra y la
mandolina, instrumentos bien conocidos
de todos, se catalogan generalmente
como instrumentos de percusión en
razón de su timbre de cuerdas punteadas.
En los últimos años se ha usado el piano
como parte integral de la orquesta.
Hay, desde luego, un cierto número
de instrumentos que no pertenecen a la
orquesta, tales como el órgano, el
armonio, el acordeón —sin mencionar la
voz humana—, respecto de los cuales no
podemos hacer más que enumerarlos.
No hay para qué añadir que todos ellos
se usan a veces con la orquesta.
Timbres mixtos
Una de las ocupaciones más agradables
para el compositor es mezclar esos
instrumentos
en
diferentes
combinaciones.
Si
bien
hay,
teóricamente, un gran número de
combinaciones
posibles,
los
compositores se limitan comúnmente a
aquellos grupos de instrumentos que el
uso hizo familiares. Ellos pueden ser
agrupaciones de instrumentos que
pertenecen a una misma familia, tales
como el cuarteto de cuerda, o a familias
diferentes, como flauta, violonchelo y
arpa. No podemos hacer más que
mencionar unas cuantas combinaciones
habituales: el trío formado por el violín,
el violonchelo y el piano; el quinteto de
viento, combinación de flauta, oboe,
clarinete, fagot y corno; el quinteto con
clarinete (clarinete más cuarteto de
cuerda); el trío de flauta, clarinete y
fagot. En los últimos años los
compositores hicieron una cantidad
considerable de experimentos —de
resultado diverso— con combinaciones
menos usuales. Uno de los más
originales y felices es la orquesta del
ballet de Stravinsky Les noces (Las
bodas) que comprende cuatro pianos y
trece percusionistas[17].
En la música de cámara, la
combinación más usual es el cuarteto de
cuerda, compuesto de dos violines,
viola y violonchelo. Para el compositor
inclinado a lo subjetivo, no hay mejor
medio de expresión que el cuarteto de
cuerda. Su timbre mismo crea una
sensación de intimidad y sentimiento
personal, cuyo marco mejor es una sala
en la que haya un estrecho contacto con
la sonoridad de los instrumentos. No hay
que perder de vista nunca las
limitaciones del medio expresivo; a
menudo incurren los compositores en la
falta de pretender que el cuarteto de
cuerda suene como una pequeña
orquesta. Dentro de su propio marco, el
cuarteto es un admirable medio de
expresión polifónico, con lo cual quiero
decir que existe en cuanto está formado
por las voces distintas de los cuatro
instrumentos. Para escuchar el cuarteto
de cuerda tenemos que estar dispuestos
a escuchar contrapuntísticamente. Lo que
eso significa se aclarará más adelante,
cuando lleguemos al capítulo de la
textura musical.
La orquesta sinfónica es, sin duda, la
combinación
instrumental
más
interesante que hasta ahora hayan
desarrollado los compositores. Desde el
punto de vista del oyente, es igualmente
fascinadora, pues contiene en sí todas
las combinaciones instrumentales, de
una inagotable variedad.
Al escuchar la orquesta, será
prudente no olvidar los cuatro grupos
principales y su importancia relativa.
No dejemos que nos hipnoticen los
movimientos
extravagantes
del
timbalero, por mucho que atraigan
nuestra atención. No concentremos ésta
exclusivamente en el grupo de la cuerda
por la sola razón de que esos músicos se
encuentren sentados más cerca de
nosotros. Tratemos de librarnos de los
malos hábitos que se dan en el auditor
de orquesta. Lo más importante que
podemos hacer al escuchar la orquesta,
aparte de disfrutar de la pura belleza del
sonido mismo, es desembarazar el
material melódico principal de los
elementos que lo rodean y soportan.
Generalmente, la línea melódica pasa de
un grupo a otro o de un instrumento a
otro, y habrá que estar siempre alerta si
se
espera
poder
seguir
sus
peregrinaciones. El compositor nos
ayuda al equilibrar cuidadosamente sus
sonoridades instrumentales; el director
nos ayuda al realizar ese equilibrio y
ajustar las condiciones individuales a la
intención del compositor. Pero ninguno
nos podrá ayudar si no estamos
preparados para desenredar el material
melódico de la malla sonora que lo
acompaña.
El director, si se le mira como es
debido, puede prestar alguna ayuda para
eso. Por lo general, encontraremos que
pone atención principal en los
instrumentos que llevan la melodía más
importante. Si observamos atentamente
lo que hace, podremos adivinar, sin
conocimiento previo de la pieza, dónde
deberá estar el centro de nuestra
atención. No hay que decir que un buen
director se limitará a los ademanes
necesarios; de otro modo, puede ser de
lo más perturbador.
Escrito en Norteamérica, un capítulo
sobre el timbre resultaría incompleto si
no hiciera mención de la orquesta de
jazz, original contribución nuestra a los
nuevos timbres orquestales. La orquesta
de jazz es una verdadera creación de
nuevos efectos sonoros, nos gusten o no.
La ausencia de la cuerda y la resultante
sujeción a los metales y maderas como
instrumentos melódicos son lo que hace
que la orquesta moderna de jazz suene
tan diferente de una orquesta de vals
vienés. Si se escucha atentamente una
orquesta de jazz, se descubrirá que
ciertos instrumentos proporcionan el
fondo rítmico (piano, banjo, contrabajo
y percusión), otros, el tejido armónico y,
por regla general, un instrumento a solo
lleva la melodía. La trompeta, el
clarinete, el saxofón y el trombón se
usan alternativamente como instrumentos
armónicos
o
melódicos.
Lo
verdaderamente divertido comienza
cuando la melodía se contrapuntea con
otra u otras subsidiarias, tendiendo a un
enredo de elementos melódicos y
rítmicos que sólo el oído más atento
puede deshacer. No hay razón para no
usar la orquesta de jazz como
instrumento en la práctica de separar los
diversos elementos musicales. Cuando
la orquesta de jazz alcanza sus mejores
momentos, nos plantea problemas en
abundancia.
5. La textura musical
A fin de comprender mejor qué es lo que
se ha de escuchar en la música, el lego
deberá poder distinguir, de un modo
general, tres clases diferentes de textura.
Hay tres especies de textura musical: la
monofónica, la homofónica y la
polifónica.
La música monofónica es, por
supuesto, la más simple de todas. Es la
música consistente en una línea
melódica que no tiene acompañamiento.
La música china o hindú es de textura
monofónica. Ninguna armonía, en el
sentido que esta palabra tiene para
nosotros, acompaña su línea melódica.
La línea misma, aparte de un
acompañamiento
de
percusión
rítmicamente complicado, es de una
extraordinaria finura y sutileza y hace
uso de cuartos de tono y otros pequeños
intervalos desconocidos de nuestro
sistema. No solamente todos los pueblos
orientales, sino también los griegos
tuvieron música de textura monofónica.
El fruto más hermoso que la
monofonía dio en nuestra música es el
canto gregoriano. Después de unos
comienzos oscuros dentro de la música
eclesiástica primitiva, su poder
expresivo
se
vio
acrecentado
grandemente por las generaciones de
compositores
que
trabajaron
y
trabajaron sobre el mismo material. Es
el mejor ejemplo que tenemos en la
música occidental de una línea melódica
carente de acompañamiento.
En tiempos más recientes, el empleo
de la monofonía ha tenido, por lo
regular, carácter incidental. La música
parece hacer una pausa momentánea al
concentrar la atención en una sola línea,
por lo cual produce un efecto semejante
a un claro en un paisaje. Hay, desde
luego, ejemplos de escritura monofónica
en sonatas para instrumentos a solo,
tales como la flauta o el violonchelo, de
compositores de los siglos XVIII y XX. A
causa de cientos de años de usarse
armonías acompañantes, esas obras de
una sola línea sugieren a menudo una
armonía implícita, aunque ninguna
armonía suene en realidad. Por lo
general, la monofonía es la textura más
clara de todas y no presenta mayores
problemas de audición.
La segunda especie —la textura
homofónica— es apenas más difícil de
escuchar que la monofonía. Pero
también es más importante para nosotros
los auditores, a causa de su uso
constante en música. Consiste en una
línea melódica principal y un
acompañamiento de acordes. Mientras
la música se concibió vocal y
contrapuntísticamente —esto es, hasta
finales del siglo XVI—, la textura
homofónica, en el sentido que tiene para
nosotros,
era
desconocida.
La
homofonía fue «invento» de los
primeros compositores de ópera
italianos, los cuales buscaban una
manera más directa de comunicar la
emoción dramática y una mayor claridad
para el texto literario cantado que las
que
permitían
los
métodos
contrapuntísticos.
Lo que sucedió es muy fácil de
explicar. Hay dos maneras de considerar
una simple sucesión de acordes. O la
consideramos
contrapuntísticamente,
esto es, que cada una de las voces de un
acorde va a su nota inmediata en el
acorde siguiente, o la consideramos
armónicamente, en cuyo caso no se
conserva ninguna idea de voces
separadas. La cuestión es que los
antecesores de los innovadores italianos
del siglo XVII nunca imaginaron sus
armonías sino de la primera de esas
maneras, como resultado de la
combinación de voces melódicas
separadas. El paso revolucionario se
dio al poner todo el énfasis en una sola
línea y reducir todos los demás
elementos a la condición de meros
acordes acompañantes.
He aquí un ejemplo temprano de
música homofónica, tomado de Caccini,
y que muestra la «nueva», más sencilla
clase de acompañamiento con acordes.
Hace falta tener bastante perspectiva
histórica para comprender cuán original
había de parecer esto a sus primeros
oyentes.
No pasó mucho tiempo sin que esos
acordes se partieran o «figuraran», que
es como se dice. Nada se cambia
esencialmente al figurar o convertir esos
acordes en arpegios correntios. Una vez
descubierto, pronto se elaboró este
recurso, y desde entonces ha venido
ejerciendo
una
extraordinaria
fascinación sobre los compositores. El
ejemplo anterior, si se hacen figurados
sus acordes, tendrá el aspecto que se
muestra abajo.
La única textura musical que
presenta verdaderos problemas para el
oyente es la de la tercera especie: la
textura polifónica. La música escrita
polifónicamente exige mucho de la
atención del oyente, porque se mueve
según hebras melódicas separadas e
independientes que, juntas, forman las
armonías. La dificultad nace de que
nuestros hábitos auditivos se formaron
en la música concebida armónicamente,
y la música polifónica exige que
escuchemos de una manera más lineal,
sin hacer caso, hasta cierto punto, de
aquellas armonías resultantes.
Ningún auditor puede permitirse
ignorar este punto, pues es fundamental
para llegar a escuchar la música de una
manera más inteligente. Tenemos que
recordar siempre que toda la música
escrita antes del año de 1600, y mucha
de la que se escribió después, era
música de textura polifónica, de suerte
que cuando escuchamos música de
Palestrina u Orlando de Lasso hemos de
escuchar de modo diferente que cuando
la escuchamos de Schubert o Chopin.
Eso es cierto no sólo desde el punto de
vista de su significado emocional, sino
también técnicamente, porque la música
fue concebida de un modo en todo
diferente. La textura polifónica implica
un auditor que pueda oír distintas hebras
de melodía cantadas por distintas voces,
en lugar de oír solamente el sonido de
todas las voces, tal como pasan de un
momento al siguiente, que es escuchar
verticalmente.
Ningún otro punto de este libro
necesita más que éste de ilustración
musical directa. No espere el lector
comprenderlo del todo si no escucha una
y otra vez la misma pieza de música y no
hace un esfuerzo mental para desenredar
las voces entretejidas. Tenemos que
limitarnos aquí a una sola ilustración: el
conocido preludio de coral de Bach Ich
ruf ’ zu Dir, Herr Jesu Christ.
Éste es un ejemplo de polifonía a
tres voces. Como una miaja de trabajo
de laboratorio, el lector deberá escuchar
cuatro veces esta breve pieza, oyendo
primero la parte que es siempre más
fácil de oír: la parte superior o soprano.
Ahora vuelva a escuchar, pero esta vez
la parte del bajo, que se mueve con
aplomo, a base de notas repetidas.
Luego escuche la parte del contralto o
voz intermedia. Esa voz es una especie
de melodía figurada y se distingue de las
demás por su movimiento (más rápido) a
base de semicorcheas. Ahora oiga las
tres voces juntas, pero manteniéndolas
separadas mentalmente: el soprano con
su melodía sostenida, el contralto con la
melodía interior más correntía, y el bajo
con su línea llena de aplomo. Se puede
hacer un experimento suplementario
consistente en oír dos voces cada vez:
soprano y bajo, contralto y soprano,
bajo y contralto, antes de oír las tres
voces juntas. (Para los fines de esta
investigación se recomienda el arreglo
de Stokowski, disco RCA Victor.)[18]
La realización de este pequeño
experimento será una cosa de gran valor
para el lector. Porque mientras no se
pueda oír de este modo toda la música
polifónica —es decir, como voz contra
voz, línea contra línea—, no se
escuchará como es debido.
La textura polifónica lleva consigo
la cuestión de cuántas voces puede
percibir simultáneamente el oído
humano. En esto las opiniones difieren.
Hasta los mismos compositores han
atacado a veces la polifonía,
sosteniendo que se trata de una idea
intelectual —no natural— que se nos ha
impuesto. Sea como fuere, creo que se
puede sostener con seguridad que, si se
tiene bastante experiencia como oyente,
se puede oír música a dos y tres voces
sin demasiado esfuerzo mental. El
verdadero engorro comienza cuando la
polifonía consiste en cuatro, cinco, seis
u ocho voces distintas e independientes.
Pero, por regla general, el compositor
nos ayuda a escuchar polifónicamente,
pues rara vez hace que canten todas las
voces al mismo tiempo. Aun en la
polifonía a cuatro voces, los
compositores se las arreglan de modo
que por lo regular calle una voz mientras
están en actividad las otras. Eso hace
considerablemente más ligera la carga.
También hay que decir esto de la
música polifónica: que las repetidas
audiciones mantienen mejor nuestro
interés que si se trata de música y
textura homofónica. Aun suponiendo que
no se oigan igualmente bien todas las
diferentes voces, es muy probable que
cuando se vuelva sobre ella habrá algo
nuevo que escuchar. Siempre se puede
oír desde un punto de vista diferente.
Pero que se puedan oír o no varias
voces al mismo tiempo, eso es ahora
simplemente una cuestión académica,
puesto que gran parte de la gran música
universal se escribió basándose en el
principio de la audición polifónica.
Además,
los
compositores
contemporáneos han mostrado una
marcada inclinación por renovar el
interés de la escritura polifónica. Eso se
produjo como parte de la reacción
general contra la música del siglo XIX,
que es básicamente de textura
homofónica. A causa de sentir los
nuevos compositores más simpatía por
los ideales estéticos del siglo XVIII, los
compositores nuevos se apoderaron de
la textura contrapuntística de aquella
época, aunque con esta diferencia: que
su escritura independiente a varias
voces produce armonías que ya no son
convencionales. Esa nueva clase de
escritura contrapuntística se la llamó a
veces contrapunto lineal o «disonante».
Desde el punto de vista del auditor, en el
contrapunto moderno hay menos peligro
de perder el sentido de separación de
cada voz, ya que no hay ninguna meliflua
trama armónica a que acogerse. En la
reciente escritura contrapuntística las
voces «sobresalen», como si dijéramos,
porque lo que se acentúa es su
independencia más bien que su unión.
Ele aquí un ejemplo del nuevo
contrapunto, tomado de Hindemith, que
es uno de los que mejor practican la
moderna textura polifónica[19]:
Recuérdese, pues, que la música de
textura polifónica, ya sea de Bach o de
Hindemith, se escucha de la misma
manera exactamente.
Por supuesto que no todas las piezas
de música corresponden a una sola de
esas tres diferentes clases de textura. En
una pieza cualquiera el compositor
puede pasar sin transición de una clase a
otra. Y uno, en cuanto oyente, debe estar
en disposición de seguir la especie de
textura que el compositor haya escogido
para cada momento. Su elección no
carece en sí misma de significado
emocional. Es evidente que una línea
melódica sin acompañamiento produce
mayor impresión de libertad y expresión
personal directa que una complicada
trama de sonidos. La música
homofónica, cuyo efecto tanto depende
del fondo armónico, tiene, por lo
general, más atractivo inmediato para el
oyente que la música polifónica. Pero la
música polifónica lleva consigo una
mayor participación intelectual. El mero
hecho de que tengamos que escuchar de
un modo más activo para oír lo que está
ocurriendo provoca un mayor esfuerzo
intelectual. También los compositores,
por regla general, hacen mayor esfuerzo
mental al escribir música polifónica.
Con la utilización en una sola pieza de
las tres clases de textura, se obtiene una
mayor variedad de expresión.
El «Allegretto» de la Séptima
Sinfonía de Beethoven proporciona un
ejemplo, tan bueno como cualquier otro,
de la utilización de una textura variada
en una obra maestra de la música. (Se
recomienda el disco RCA Victor
grabado por Toscanini.) El comienzo
consiste casi únicamente en acordes, con
sólo una sugestión de frase melódica en
la voz superior. En todo caso, es de
textura
francamente
homofónica.
Después se añade en las violas y la
mitad de los violonchelos una nueva
melodía. El efecto es sólo en parte
contrapuntístico, pues las voces
acompañantes superior e inferior no son
apenas otra cosa que un sugestivo
recuerdo de la estructura por acordes
del comienzo. Pero mucho después
(hacia el final de la segunda cara del
disco) se llega a una parte puramente
contrapuntística. Entre los primeros y
segundos violines comienza a tejerse
una textura polifónica en torno a un
fragmento tomado del un tanto
inexpresivo primer tema. Si somos
capaces de percibir cómo esa parte
contrapuntística, con su movimiento de
semicorcheas, llega paulatinamente a
imponerse a un fortissimo de los
acordes que habíamos oído al comienzo,
nos habremos acercado a la idea que
realmente tuvo Beethoven cuando
concibió el clímax de ese tiempo. Aquí,
como siempre, el escuchar atenta e
inteligentemente se recompensará con un
contacto más íntimo con el pensamiento
del compositor, y no sólo en el sentido
técnico, pues es seguro que cuanto más
sensibles seamos a la textura musical,
tanto más completamente percibiremos
el sentido expresivo de la música.
Es indudable que el lector alcanzará
una comprensión más plena de la textura
contrapuntística y de su relación con la
homofónica cuando haya tenido ocasión
de examinar el capítulo que trata de las
formas fundamentales. La discusión de
las
formas
fugadas
facilitará
particularmente la audición de la textura
polifónica.
6. La estructura
musical
Casi todo el mundo distingue con más
facilidad las melodías y los ritmos, y
aun las armonías, que el fondo
estructural de una pieza de música un
tanto larga. Por eso es por lo que de
aquí en adelante hemos de dar el mayor
énfasis a la estructura de la música, pues
el lector debe comprender que una de
las cosas más importantes que hay que
buscar
cuando
se
escucha
conscientemente es el plan que liga toda
una composición. La estructura en
música no difiere de la estructura en
otro arte cualquiera: es, sencillamente,
la organización coherente del material
utilizado por el artista. Pero en la
música el material tiene un carácter
fluido y un tanto abstracto; por tanto, la
tarea estructuradora es doblemente
difícil para el compositor, a causa de la
naturaleza misma de la música.
Por lo general, al explicar la forma
de la música se ha tendido a simplificar
demasiado. El método usual consiste en
tomar ciertos moldes formales bien
conocidos y demostrar cómo, en mayor
o menor medida, los compositores
escriben sus obras dentro de esos
moldes. Sin embargo, un examen
detenido de la mayoría de las obras
maestras mostrará que éstas rara vez se
amoldan tan limpiamente como se
supone a las formas expuestas en los
libros de texto. Y la conclusión que
inevitablemente sacamos es que no basta
con dar por sentado que la estructura en
la música es simplemente cuestión de
escoger un molde formal y luego
llenarlo
de
sonidos
inspirados.
Entendida como se debe, la forma no
puede ser más que el crecimiento
gradual de un organismo vivo a partir de
cualquier premisa que el compositor
escoja. De esto se sigue que «la forma
de toda auténtica pieza de música es
única». El contenido musical es lo que
determina la forma.
Empero, los compositores no gozan
de una independencia absoluta con
respecto a los moldes formales externos.
Por eso el oyente necesita comprender
esta relación que existe entre la forma
dada, o elegida, y la independencia del
compositor con respecto a esa forma. En
esto se implican, pues, dos cosas: la
dependencia y la independencia del
compositor en relación con las formas
musicales históricas. En primer lugar, el
lector puede preguntar: «¿Qué son esas
formas y por qué el compositor se ha de
molestar poco o mucho por ellas?»
La respuesta a la primera parte de la
pregunta es fácil: El allegro de sonata,
la variación, el passacaglia, la fuga son
los nombres de algunas de las formas
más conocidas. Cada uno de esos
moldes
formales
se
desarrolló
lentamente mediante la experiencia
combinada
de
generaciones
de
compositores que trabajaron en muchos
países diferentes. A los compositores de
hoy día tendría que parecerles necedad
el descartar toda esa experiencia y
comenzar a trabajar a la ventura en cada
nueva obra. Es natural y nada más —
sobre todo porque la organización del
material es tan difícil por su misma
naturaleza— que los compositores, cada
vez que comienzan a escribir, tiendan a
apoyarse en esas formas bien probadas.
En el fondo de su ánimo, y antes de
comenzar a componer, están todos esos
moldes musicales usados y conocidos,
los cuales obran como apoyo y, a veces,
estímulo de su imaginación.
De igual manera el dramaturgo de
hoy, a pesar de la variedad de material
argumentístico que tiene a su
disposición, amolda, por lo general, su
comedia a la forma de pieza en tres
actos. Ésa ha venido a ser la habitual, no
la pieza en cinco actos. O puede que
prefiera la forma de pieza en un cierto
número de escenas breves, forma que
encontró aceptación recientemente; o la
de un acto largo sin interrupción. Pero
sea lo que fuere lo que él escoja, se
supone que parte de una forma dramática
generalizada. De igual manera el
compositor parte cada vez de una forma
musical generalizada y bien conocida.
A Busoni eso le parecía una
debilidad. Escribió un folleto para
demostrar que el futuro de la música
exigía que los compositores se liberasen
de su excesiva dependencia con
respecto a las formas preestablecidas.
Pero los compositores han seguido
dependiendo de ellas como en el
pasado, y la aparición de un nuevo
molde formal sigue siendo exactamente
tan rara como siempre.
Pero sea el que fuere el molde
externo que se escoja, hay ciertos
principios estructurales básicos que es
preciso observar. En otras palabras, no
importa lo que sea nuestro esquema
arquitectónico: siempre tendrá que
justificarse psicológicamente por la
naturaleza del material mismo. Y es eso
lo que obliga al compositor a salirse del
molde formal dado.
Tomemos, por ejemplo, el caso del
compositor que está trabajando en una
forma que por lo general presupone que
haya de haber una coda, o parte
conclusiva, al final de su composición.
Un día, mientras está trabajando con su
material, se encuentra con una parte que
sabe que estaba destinada a ser esa
coda. Se da el caso también de que esa
determinada coda es de un carácter
especialmente tranquilo y reminiscente.
Pero inmediatamente antes de ella es
necesario que se construya un largo
clímax. Entonces el compositor se pone
a componer su clímax. Mas cuando
llegue a terminar esa larga parte, puede
que se encuentre con que ella hace
superflua aquella conclusión tranquila.
En ese caso las exigencias del material
desarrollado harán que se trastorne el
molde
formal.
Análogamente,
Beethoven, a pesar de lo que digan los
libros de texto acerca de «los temas en
contraste» de la forma de primer
tiempo[20], no tiene temas en contraste en
el primer tiempo de su Séptima Sinfonía
—cuando menos en el sentido usual— a
causa del carácter específico del
material temático de que partió.
Ténganse presentes, pues, dos cosas.
Recuérdense las líneas generales del
molde formal y recuérdese que el
contenido de su propio pensamiento
obliga al compositor a utilizar ese
molde formal de un modo particular y
personal, de un modo que pertenece
solamente a esa determinada pieza que
está escribiendo. Esto se aplica
principalmente a la música artística. Las
simples canciones populares suelen ser
de estructura exactamente similar dentro
de su pequeño marco. Pero nunca hubo
dos sinfonías exactamente iguales.
La condición principal de toda
forma es la creación del sentido de la
gran línea ya mencionada en un capítulo
anterior. Esa gran línea debe darnos una
sensación de dirección y debe
hacérsenos sentir que esa dirección es la
inevitable. Cualesquiera que sean los
medios empleados, el resultado neto
deberá producir en el oyente una
sensación satisfactoria de coherencia
producida por la necesidad psicológica
de las ideas musicales que sirvieron de
punto de partida al compositor.
Diferencias
estructurales
Dos maneras hay de considerar la
estructura musical: 1) la forma en
relación con la pieza considerada como
un todo y 2) la forma en relación con las
diferentes partes menores de la pieza.
Las diferencias formales más amplias se
referirán a los tiempos enteros de una
sinfonía, una sonata o una suite. Las
unidades
formales
pequeñas
compondrán juntas un tiempo entero.
Esas diferencias formales resultarán
más claras para el profano si se
establece una comparación con la
construcción de una novela. Una novela
de dimensiones normales puede estar
dividida en cuatro libros: I, II, III y IV.
Eso será análogo a los cuatro tiempos de
una suite o de una sinfonía. El libro I, a
su vez, podrá dividirse en cinco
capítulos. Análogamente, el tiempo I
podrá componerse de cinco partes. Un
capítulo contendrá tantos párrafos. En
música, cada parte se subdividirá
también
en
partes
menores
(desgraciadamente, no hay término para
denotar esas unidades menores). Los
párrafos se componen de oraciones. En
música, lo análogo a la oración es la
idea musical. Y, por supuesto, la palabra
es análoga al sonido o nota musical. No
hay que decir que esta comparación sólo
se ha de tomar en un sentido general.
Al trazar el esquema de un tiempo
aislado es costumbre representar las
partes grandes por las letras A, B, C, etc.
Las partes menores se representan
habitualmente por a, b, c, etcétera.
Principios
estructurales
Para crear la sensación de equilibrio
formal se usa en música un principio
importantísimo. Y es tan fundamental
para nuestro arte que probablemente no
dejará de usarse, de un modo u otro,
mientras se siga escribiendo música.
Ese principio es el muy simple de la
repetición. La mayor parte de la música
se basa estructuralmente en una amplia
interpretación de ese principio. A causa,
probablemente, de la naturaleza un tanto
amorfa de la música, el uso en ella de la
repetición parece estar más justificado
que en cualquiera de las demás artes. El
único principio formal que hay que
mencionar además de ése es el contrario
de la repetición, esto es, el de la norepetición.
Hablando en general, la música cuya
estructura vertebral se basa en la
repetición se puede dividir en cinco
categorías diferentes. La primera es la
repetición exacta; la segunda, la
repetición por secciones, o simétrica; la
tercera, la repetición por medio de la
variación; la cuarta, la repetición por
medio del tratamiento fugado; la quinta,
la repetición por medio del desarrollo.
Cada una de esas categorías (excepto la
primera) será tratada por separado más
adelante. Se verá que cada categoría
tiene diferentes formas típicas que se
agrupan bajo el título de una
determinada clase de repetición. La
repetición exacta (que es la primera
categoría) es demasiado simple para que
necesite demostración especial. Las
demás categorías se dividen según las
siguientes formas típicas:
Las demás categorías formales
fundamentales son las que se basan en la
no-repetición, y las llamadas formas
«libres».
Antes de lanzarnos a la discusión de
esas formas típicas de la repetición, es
prudente examinar el principio de
repetición aplicado en pequeña escala.
Ello es fácil, pues esos principios
reiterativos se aplican lo mismo a las
grandes partes que abarcan todo un
tiempo que a las pequeñas unidades que
hay en cada parte. La forma musical se
asemeja, por tanto, a una serie de ruedas
dentro de otras ruedas, en la que la
formación de la rueda más pequeña es
notablemente análoga a la de la más
grande. La canción popular suele estar
construida según líneas similares a una
de esas unidades pequeñas y la
utilizaremos, siempre que nos sea
posible, para ilustrar los principios más
simples de la repetición.
El más elemental es el de la
repetición
exacta,
que
puede
representarse por a-a-a-a, etc. Tales
simples repeticiones se encontrarán en
muchas canciones, en las que una misma
música se repite para cantar un cierto
número de estrofas consecutivas. La
primera forma de la variación aparece
cuando en canciones análogas a ésas se
alteran ligeramente las repeticiones, a
fin de permitir un mayor ajuste entre el
texto y la música. Esa clase de
repetición se puede representar por
a-a’-a’’-a’’’, etcétera.
La siguiente forma de repetición es
fundamental no sólo para muchas
canciones populares, sino también para
la música artística en sus partes más
pequeñas y más grandes. Es la
repetición después de una digresión. Esa
repetición puede ser exacta, en cuyo
caso se representa por a-b-a, o puede
ser variada y, de consiguiente,
representada por a-b-a’. Es muy
frecuente que la primera a se repita
inmediatamente. Parece como si hubiese
alguna necesidad fundamental de grabar
en la mente del auditor la primera frase
o parte antes de que venga la digresión.
La mayoría de los teóricos están de
acuerdo, sin embargo, en que la forma
esencial a-b-a no se altera con la
repetición de la primera a. (En la
música se puede indicar la repetición
por medio del signo :||, dando lugar a la
fórmula ||:a:||-b-a.) En la página anterior
mostramos esa repetición en dos
canciones populares, Au clair de la lune
y Ach! du lieber Augustin.
La mismísima fórmula se puede ver
en la música artística. La primera de las
piezas para piano Escenas de niños de
Schumann es un buen ejemplo de pieza
breve compuesta de a-b-a, con
repetición de la primera a. En la página
anterior se muestra la línea melódica sin
acompañamiento.
La misma fórmula, con ligeros
cambios,
la
podemos
encontrar
formando parte de una pieza más larga,
en la primera página del scherzo de la
Sonata para piano, Op. 27, Núm. 2 de
Beethoven. Aquí, aun la primera a en su
repetición
inmediata
se
altera
ligeramente por una cierta dislocación
del ritmo; y la última repetición se
diferencia al final por un sentido
cadencial más fuerte. (En música una
«cadencia» quiere decir una frase
conclusiva.) En la página siguiente, el
contorno melódico.
Sería fácil multiplicar los ejemplos
de la fórmula a-b-a con pequeñas
variaciones, pero no es mi propósito
incluirlo todo. Lo que hay que recordar,
en cuanto a esas unidades menores, es
que cada vez que se expone un tema es
muy
probable
que
se
repita
inmediatamente; que una vez repetido,
una digresión es de precepto, y que
después de la digresión hay que contar
con una vuelta al primer tema, ya sea
que se repita exactamente o con
variantes. En capítulos posteriores se
demostrará cómo esa misma fórmula ab-a es aplicable a la pieza considerada
como un todo, incluso a la forma sonata.
El único otro principio formal
básico, el de la no-repetición, se puede
representar por la fórmula a-b-c-d, etc.
Puede ilustrarse en pequeña escala con
The Seeds of Love, canción popular
inglesa, cuyas cuatro frases son todas
diferentes entre sí (p. 125).
Este mismo principio se encontrará
en muchos de los preludios compuestos
por Bach y algunos de sus
contemporáneos. Un breve ejemplo es el
Preludio en si bemol mayor del Libro I
del Clave bien temperado. La unidad
está lograda en él por la adopción de un
determinado diseño, dentro del cual se
ha escrito libremente, pero evitando
cualquier repetición de notas o frases.
Sobre él hemos de volver en el capítulo
dedicado a las formas libres.
Obtener análoga unidad en una pieza
que dure veinte minutos y sin usar forma
alguna de repetición temática no es cosa
fácil de lograr. Ésa es, probablemente,
la razón de que el principio de no-
repetición
se
aplique
casi
exclusivamente a composiciones breves.
El oyente encontrará que se usa con
mucha menos frecuencia que cualquiera
de las formas reiterativas, que son las
que ahora habrá que examinar
detalladamente.
7. Las formas
fundamentales
1. La forma por
secciones
Binaria, ternaria, rondó,
disposición libre de las
secciones
La forma que el auditor percibe más
fácilmente es la construida por
secciones. La separación más o menos
definida de las partes afines es de pronta
asimilación. Desde un cierto punto de
vista, toda la música puede considerarse
en realidad como construida por
secciones, incluso los largos poemas
sinfónicos de un Richard Strauss. Pero
en este capítulo hemos de limitarnos a
las formas típicas que claramente están
compuestas de diferentes partes
combinadas de una cierta manera.
La forma binaria
La más sencilla de ellas es la forma en
dos partes, o binaria, que se representa
por A-B. La forma binaria se usa muy
poco hoy día, pero desempeñó un papel
preponderante en la música escrita entre
1650 y 1750. La división en A y B se
puede ver claramente en la página
impresa, pues el final de la parte A está
casi siempre indicado por la doble barra
con el signo de repetición. A veces
también el signo de repetición sigue al
final de la parte B, y en este caso la
fórmula será más exactamente A-A-B-B.
Pero, como ya he señalado, al
analizar las formas no se tienen en
cuenta esas repeticiones exactas, porque
no afectan realmente a la traza general
de la música considerada como un todo.
Es más, los intérpretes se atienen a su
propio albedrío en cuanto a ejecutar o
no las repeticiones indicadas.
En todas las demás formas, una
sección B indicará una sección
independiente, distinta, en cuanto al
material musical, de la sección A. Pero
en la forma binaria hay una general
correspondencia entre las partes primera
y segunda. La A y la B parecen
equilibrarse la una con la otra; B suele
no ser casi otra cosa que una nueva
versión de A. Cómo, exactamente, se
realiza esa «nueva versión», es cosa que
varía con cada pieza y en gran parte
responde de la gran variedad que hay
dentro de la estructura binaria. La
sección B está a menudo formada, en
cierto modo, por una repetición de A y
una especie de desarrollo de algunas
frases que se hallan en A. Se podría
decir, por tanto, que el principio de
desarrollo, que luego llegó a ser tan
importante, tuvo ahí su origen. El
profano podrá distinguir claramente las
dos partes de esa forma, si al escuchar
pone atención en el fuerte sentido
cadencial que hay al final de cada parte.
La forma binaria se utilizó en
millares de piezas breves para
clavicímbalo escritas durante los
siglos XVII y XVIII. El tipo de suite del
siglo XVII comprendía cuatro o cinco o
más de tales piezas, que estaban dentro
de algún tipo de forma de danza. Las
danzas más usualmente incluidas en la
suite son la allemande (alemana), la
courante, la zarabanda y la giga. Menos
frecuentes son la gavota, la bourrée, el
passepied y el loure. (No hay que
confundir este tipo temprano de suite
con la suite moderna, que no es más que
una colección de piezas más ligeras por
su carácter que los tiempos de una
sonata o una sinfonía.)
Instamos al lector a que escuche,
como ejemplos de la forma binaria, las
piezas de François Couperin o de
Domenico Scarlatti. (Recomendamos los
discos grabados con música de ambos
por Wanda Landowska.) Couperin, que
vivió de 1668 a 1733, publicó cuatro
libros de piezas para clavicímbalo en
los que se contiene alguna de la mejor
música que jamás haya escrito un
francés. Esas piezas llevan a menudo
títulos caprichosos, como por ejemplo,
Las barricadas misteriosas, o Mellizos,
o El mosquito. Esta última pieza (Le
moucheron) es un ejemplo excelente de
la forma binaria. También lo es La
commère (La comadre), brillante
ejemplo, además del ingenio y esprit
dieciochescos. Algo de la sensualidad
de la música francesa de hoy se
encuentra ya en Les langueurs tendres.
Couperin creó un mundo de refinada
sensibilidad dentro de esa forma en
miniatura.
Domenico Scarlatti (1685-1757) es
la réplica italiana de Couperin. También
él compuso cientos de piezas de forma
binaria, todas bajo el nombre genérico
de sonata, aunque no tienen nada en
común, ni en forma ni en sentimiento,
con la sonata de épocas posteriores. La
personalidad de Scarlatti se manifiesta
poderosamente en todo lo que él
escribió. Scarlatti era aficionado a la
escritura clavicimbalística brillante,
suntuosa, en la que hay grandes saltos y
cruces de manos propios de un estilo
verdaderamente instrumental. No tuvo
miedo de usar armonías que debieron de
sorprender por su atrevimiento a sus
contemporáneos. (Muchas de esas
armonías fueron «suavizadas» por los
que, con criterio académico, revisaron
para su publicación en el siglo XIX las
obras de Scarlatti.) Es difícil escoger
algunos ejemplos entre tal profusión de
riquezas. Las Sonatas Núm. 413 (en re
menor), Núm. 104 (en do mayor) y Núm.
338 (en sol menor) de la edición de
Longo figuran entre sus mejores obras.
El segundo tipo de la forma por
secciones es la forma ternaria, que se
representa por la fórmula A-B-A. Ya
hemos visto cómo la unidad menor de
una pieza se puede construir según el
esquema a-b-a. Ahora es necesario
examinar ese esquema en su relación
con la pieza considerada en su totalidad.
La forma ternaria
En el caso de la forma ternaria, estamos
tratando de un tipo de construcción que
los
compositores
usan
hoy
constantemente. Entre los ejemplos
tempranos más claros figuran los
minuetos de Haydn y Mozart. En ellos la
parte B —titulada, a veces, «trío»—
está en franco contraste con respecto a
la parte A. A veces es casi como una
piececita independiente limitada a
ambos lados por la primera parte:
minueto-trío-minueto. Cuando la vuelta a
la primera parte consistía en su
repetición exacta, los compositores no
se molestaban en escribirla de nuevo,
sino que, simplemente, indicaban «da
capo» (quiere decir «desde el
comienzo»). Pero cuando esa vuelta
tiene variantes, la tercera parte hay que
escribirla.
El minueto, y con él la forma
ternaria, fue cambiando gradualmente de
carácter, aun entre los llamados
compositores clásicos. El mismo Haydn
inició la transformación del minueto,
desde una sencilla forma de danza hasta
lo que finalmente habría de ser el
scherzo de Beethoven. En realidad, hay
pocos ejemplos tan buenos de la
expansión gradual de un patrón formal
como esta metamorfosis del minueto en
scherzo. El esquema A-B-A continuó
siendo el mismo, pero el carácter se
transformó por completo. En manos de
Beethoven, el minueto gracioso y digno
se convirtió en el scherzo-allegro
brusco y caprichoso que tan bien
contrasta con el tiempo lento que le
precede.
Una importante alteración de esa
forma fue introducida por el mismo
Beethoven y adoptada por los
compositores que le siguieron. En los
primitivos minuetos y scherzos era
costumbre que hubiese una sensación
perfecta de conclusión al final tanto de
la primera como de la segunda parte.
Pero en los ejemplos posteriores de esa
forma, la parte A se une a la parte B por
medio de un pasaje puente; y,
análogamente, en la vuelta, B se une así
a A, con lo cual se crea una mayor
impresión de continuidad. Esa tendencia
se encontrará en la mayoría de las
formas musicales; los puntos de
demarcación entre las diferentes partes
tienden a borrarse ante la necesidad de
dar una mayor impresión de continuo
fluir. Las divisiones claramente
marcadas tienen la ventaja para el
oyente de ser más fáciles de seguir, pero
el más elevado desarrollo de la forma
lleva consigo la necesidad de trabajar
con una línea ininterrumpida y más
larga.
En la página siguiente se muestra una
ilustración típica del minueto de Haydn,
tomada del Cuarteto de cuerda, Op. 17,
Núm. 5. Las divisiones están claramente
marcadas.
Como ejemplo moderno de la forma
minueto puedo recomendar el Minueto
de Le tombeau de Couperin, de Ravel,
una colección de seis piezas para piano,
orquestadas más tarde por el propio
compositor. Allí está presente la forma
típica A-B-A, pero con estas diferencias:
que la vuelta a la sección A está formada
por una ingeniosa superposición de A
sobre B, y que al final se añade una coda
primorosamente elaborada. Pero lo
esencial de la forma de minueto no
sufrió allí ningún cambio.
Veamos ahora lo que hizo Beethoven
con esa misma forma. Tomemos como
ilustración el mismo scherzo de la
Sonata para piano, Op. 27, Núm. 2,
cuya primera página hemos analizado en
el capítulo anterior. Si analizamos el
Scherzo en conjunto, aquella primera
página que resultaba ser ||:a:||b-a, valdrá
como A de la fórmula grande A-B-A. La
parte B —el Trío— es, por necesidades
de contraste, de índole más pareja. Es lo
que ocurre casi siempre con toda parte
central de un scherzo y ello hace más
fácilmente perceptibles las divisiones.
La vuelta a A es repetición exacta de esa
parte.
Ese determinado scherzo, si se
tocara lentamente, podría considerársele
como un minueto. Pero no así el scherzo
de la Sonata, Op. 27, Núm. 1. A éste el
carácter beethoveniano, tempestuoso, lo
aparta por completo del pomposo
minueto que dio origen a esa forma. De
haberse escrito una parte B conforme al
tipo usual, de carácter parejo y en
contraste con A, se habría disipado el
carácter de la parte A. Es interesante ver
cómo Beethoven se las arregla para
escribir una parte que contraste con la
anterior y al mismo tiempo conserve el
carácter febril, hirviente de la primera
parte. La vuelta a A está variada por una
ligera sincopación del ritmo, lo cual
sirve para acentuar el carácter
tormentoso.
La forma ternaria, con ligeras
variantes, es la forma típica genérica de
innumerables piezas que llevan nombres
diversos. Algunos de los más comunes
son: nocturno, berceuse, rêverie, balada,
elegía,
vals,
estudio,
capricho,
impromptu,
intermedio,
mazurca,
polonesa, etc. Por supuesto que no
tienen por qué estar necesariamente en
forma ternaria, pero es muy probable
que lo estén. Búsquese siempre una
parte central, en contraste con las otras
dos, y alguna especie de vuelta a lo del
comienzo: ésas son las marcas
inconfundibles de la forma ternaria.
La limitación de espacio nos impide
señalar más de un ejemplo: el Preludio,
Núm. 15 en re bemol, de Chopin. Es un
excelente ejemplo de «adaptación» de la
forma A-B-A. Después de una primera
parte de carácter reposado y parejo,
viene la parte B, que, en contraste, es
más dramática y «amenazadora».
Muestra la tendencia, que después se
había de hacer más y más frecuente, a
buscar la manera de unir la B con la A
por medio de algún elemento común a
ambas, tal como por ejemplo una figura
rítmica o melódica (en este caso, una
nota que se repite). Tratada así, la parte
B parece nacer de la primera parte, en
vez de ser meramente una parte
independiente que está en contraste con
ella y que muy bien podríamos imaginar
como perteneciente a otra pieza
cualquiera. La vuelta a A en ese
Preludio está muy abreviada. Es como
si Chopin le dijese al oyente:
«Recuerdas el carácter de la primera
parte. Con volverte a ella durante unos
cuantos compases será bastante para
darte una impresión de su totalidad, sin
tener que molestarnos en tocarla del
principio al fin.» Eso es un buen
razonamiento psicológico para esa
determinada pieza y contribuye tanto a la
originalidad como a la concisión del
tratamiento formal.
El rondó
La tercera forma típica importante que
se basa en la división por secciones es
la del rondó. Es fácil de reducir a la
fórmula A-B-A-C-A-D-A, etc. El rasgo
típico de cualquier rondó es, pues, la
vuelta al tema principal después de cada
digresión. El tema principal es lo
importante; el número y longitud de las
digresiones
es
indiferente.
Las
digresiones proporcionan contraste y
equilibrio; ésa es su principal función.
Hay diversos tipos de forma rondós,
tanto lentos como rápidos. Pero el más
usual es el que figura como último
tiempo de sonata, ligero, animado y
semejante a una canción.
El rondó es una forma musical muy
vieja, pero que ni con mucho ha perdido
su utilidad. Se encuentran ejemplos de
ella lo mismo en la música de Couperin
que en la obra más reciente del
norteamericano Walter Piston. En los
ejemplos primitivos —hasta el tiempo
de Haydn y Mozart inclusive— la
separación entre las secciones estaba
claramente marcada. Pero también aquí
la evolución en el uso de la forma tendió
a destruir las líneas de demarcación,
hasta el punto de poderse decir
verdaderamente que la cualidad esencial
del rondó es la creación de una
impresión constante de fluidez. Ese
estilo de fácil fluidez es cosa esencial
del carácter del rondó, lo mismo que la
música sea vieja o nueva.
Una buena ilustración de lo que fue
el rondó temprano la tenemos en el
último tiempo de la Sonata Núm. 9 en re
mayor para piano, de Haydn. (Véanse
las páginas 136 y 137.)
Obsérvese un rasgo muy importante:
que cada vez que vuelve la parte A,
aparece variada, lo cual contribuye a
que tenga siempre nuevo interés a pesar
de las numerosas repeticiones. A partir
de esa época, el rondó contiene
invariablemente diferentes versiones de
A cada vez que reaparece ésta.
Ejemplos numerosos de rondó
moderno se encontrarán en las obras de
Roussel,
Milhaud,
Hindemith,
Stravinsky, Schöenberg, etc. El famoso
ejemplo de Strauss Las travesuras de
Till Eulenspiegel es demasiado
complicado para poderlo comprender
sin un análisis especial.
Forma libre por secciones
El cuarto y último tipo de forma por
secciones no se puede reducir a una
fórmula determinada, puesto que permite
cualquier disposición libre de las
partes, con tal de que éstas formen un
todo coherente. Cualquier disposición
que tenga sentido musical será posible,
así por ejemplo, A-B-B o A-B-C-A o AB-A-C-A-B-A. La primera es la fórmula
del Preludio Núm. 20 en do menor, de
Chopin; la última es la de la pieza
titulada «Asustar» (Fürchtenmachen),
de las Escenas de niños de Schumann.
En esa pieza de Schumann es muy fácil
de ver, porque cada sección es muy
breve y característica.
Un buen ejemplo de disposición
libre de varias secciones usada por un
compositor moderno lo encontramos en
los tiempos primero y segundo de la
Suite, Op. 14, de Béla Bartók.
2. La variación
Basso ostinato, passacaglia,
chacona, tema con
variaciones
Las formas de variación ejemplificarán
lo que es de esperar que oiga el auditor
y lo que es de esperar que no oiga, en
cuanto a la forma musical. Es decir que
sería tonto imaginar que cualquiera que
oiga por primera vez una forma de
variación la oiga con un cierto grado de
exactitud en lo que respecta a cada una
de las variaciones. Sin embargo, es de
considerable valor para él reconocer las
líneas generales, aunque no pueda seguir
en detalle el desarrollo de cada
variación. Con un poco de preparación
es relativamente fácil oír las líneas
generales de cualquier forma de
variación, lo mismo si la obra es de un
compositor clásico como si lo es de un
compositor moderno.
Antes de seguir adelante tenemos
que advertir al lector que la variación
musical tiene dos aspectos diferentes
que no hay que confundir. El primer
aspecto es el de la variación que se usa
como un artificio y de modo puramente
incidental; esto es, se puede variar
cualquiera de los elementos musicales,
cualquier armonía, cualquier melodía,
cualquier ritmo. Asimismo, la variación
en cuanto artificio se puede aplicar
momentáneamente a cualquier forma —
por secciones, sonata, fugada, etc—. En
realidad, es un artificio tan fundamental
que los compositores recurren a él
constantemente y lo aplican casi sin
pensar. Pero no hay que descuidar el
segundo aspecto: el de la variación tal
como se usa en las formas de variación
propiamente dichas y en las cuales
constituye el único y exclusivo principio
formal. Este segundo aspecto es el que
me propongo tratar aquí.
El principio de la variación musical
es muy antiguo. Pertenece al arte tan
naturalmente que sería difícil imaginar
alguna época en que no se haya
utilizado. Ya en los días de Palestrina, y
aun antes, cuando la música vocal era la
primera, el principio de la variación
melódica estaba firmemente establecido
en la práctica musical. La misa de los
maestros del siglo XVI solía estar
basada por entero en una determinada
melodía, la cual se utilizaba con
variantes en cada una de las diversas
partes de la obra. Aun cuando el
principio de la variación se aplicó
primero melódicamente, pronto los
virginalistas ingleses lo adaptaron al
estilo instrumental, variando la armazón
armónica de una manera muy semejante
a la que hoy día se sigue. En realidad,
esos maestros primitivos ingleses
utilizaron tanto este nuevo artificio, que
acabó por hacerse un poco fastidioso;
más que en un principio formal se
convirtió en una mera fórmula.
Cualquiera podía coger un tema y
escribir sobre él diez variaciones llenas
versiones más sencillas son aquellas en
las que el basso ostinato no es casi otra
cosa que una figura acompañante, como
en la Pastoral para piano de Sibelius de
la página anterior[21].
Otro ejemplo, más reciente, es el
Cortege del conocido oratorio de
Honegger El rey David (página 142)[22].
Aquí también el basso ostinato es una
mera figura que fácilmente se presta a
los picantes cambios de tonalidad de la
parte superior.
Obsérvese que una vez que el basso
ostinato se fija firmemente en nuestra
conciencia ya podemos hasta cierto
punto darlo por supuesto y de ese modo
prestar mayor atención al resto del
material.
Muchos bellos ejemplos se podrían
entresacar de la música del siglo XVII.
En la página anterior insertamos uno
tomado de una de las últimas obras de
Monteverdi, La coronación de Popea,
escrita en 1642. En este caso el basso
ostinato ya no es una mera figura: es una
verdadera melodía con todas las de la
ley.
Henry Purcell, uno de los más
grandes compositores que ha tenido
Inglaterra, vivió a fines del siglo XVII y
sintió especial afición por el basso
ostinato. Sus obras ofrecen gran
cantidad de ejemplos de un uso
sumamente
variado
de
ese
procedimiento. En la página anterior
mostramos uno tomado de su famosa
ópera Dido y Eneas, un solo llamado
«El lamento de Dido». El basso
ostinato sorprende por su cromatismo y,
por tanto, es fácil de recordar, y los
acordes que se le superponen tienen un
resplandor romántico muy avanzado
para la época de Purcell.
Uno de los mejores ejemplos
modernos es el segundo número, titulado
«El violín del soldado», de la
pantomima de Stravinsky La historia del
soldado. Con ayuda de cuatro notas
pizzicato del contrabajo, el compositor
traza un cuadro, a medias lastimero y a
medias sarcástico, que constituye uno de
los más tempranos y mejores ejemplos
de humor de la música moderna. (Félix
Petyrek usa eficazmente el basso
ostinato con fines humorísticos en sus
Once piezas para niños [de las cuales
no hay grabación].)
El passacaglia
El passacaglia es el segundo tipo de la
forma variación. Aquí también, al igual
que en el basso ostinato, toda una
composición se asienta sobre un bajo
que se repite. Pero esta vez el bajo que
se repite es invariablemente una frase
melódica, no una mera figura. Además,
como pronto veremos, no se limita a
repetir literalmente el basso ostinato,
sino que admite un tratamiento variado
de éste.
No se conoce muy bien el origen del
passacaglia.Se dice haber sido una
danza lenta en compás de tres por
cuatro, originaria de España[23]. Sea
como fuere, el passacaglia de hoy, igual
que el de otros tiempos, es siempre de
carácter lento y grave y conserva el
signo de compás de tres por cuatro
original. Pero toda relación con la
danza, en cuanto tal, se ha perdido.
El
passacaglia
comienza
invariablemente con el enunciado o
exposición del tema por el bajo, sin
acompañamiento. Puesto que es ese tema
lo que ha de constituir los cimientos de
todas las variaciones que vendrán
después, es de capital importancia que
el tema mismo se grabe bien en la mente
del auditor. Por tanto, es regla general
que durante las primeras variaciones se
repita literalmente el tema en el bajo,
mientras la parte superior inicia
moderadamente el avance.
Hablando en términos generales, dos
son los objetivos del compositor al
tratar esta forma. Primero, que con la
adición de cada nueva variación se vea
el tema como bajo una nueva luz. En
otras palabras, el interés por el basso
ostinato que tanto se repite lo ha de
despertar, mantener y aumentar la
imaginación creadora del compositor.
En segundo lugar, aparte la belleza de
cualquier
variación
aisladamente
considerada, todas ellas han de ir
acumulando ímpetu, de modo que la
forma
en
su
conjunto
sea
psicológicamente satisfactoria. Este
segundo
objetivo
ha
sido
particularmente efectivo desde el tiempo
de Bach.
Después de las primeras variaciones
no hay para qué seguir repitiendo
literalmente el tema. El recurso más
sencillo es trasladar el tema a la voz
superior o a una intermedia, con lo cual
se invierte su posición natural. Otros
recursos ocultan momentáneamente el
tema, aunque de seguro que éste ha de
estar presente, ya sea en las notas más
graves de algunas figuras, ya en las de lo
que puede parecer meros acordes
acompañantes[24]. El tocar el tema al
doble o a la mitad de su velocidad
normal
o
el
combinarlo
contrapuntísticamente
con
nuevo
material temático, son procedimientos
legítimos
para
obtener
nuevas
variaciones.
Al ligar las diferentes variaciones en
un todo coherente es costumbre que se
las agrupe según su analogía de diseño.
Eso proporciona transiciones más
suaves de un tipo de variación al
siguiente. El efecto acumulativo se ha
logrado a menudo, desde el tiempo de
Bach, por el sencillo procedimiento de
aumentar en cada compás el número de
notas, creándose así, por medio de un
movimiento cada vez más rápido, una
sensación de clímax. De hecho, una de
las principales diferencias que hay entre
el uso que hizo Bach de esta forma y el
que hicieron sus predecesores es esa
adopción de un movimiento cada vez
más rápido con el fin de producir
clímax, recurso que desde entonces se
ha utilizado reiteradamente y no sólo en
el passacaglia.
Uno de los ejemplos más grandes de
toda la literatura musical, y que
indefectiblemente se cita siempre que
esta forma está en discusión, es el gran
Passacaglia en do menor para órgano,
de Bach. Se basa en el siguiente tema
característico:
Instamos al oyente lego a que estudie
repetidamente la partitura o el disco, o
ambos, pues pocas composiciones
recompensarán mejor que ésta el que se
les escuche con atención. Lo primero, es
necesario tener bien en la imaginación el
tema. Y luego no olvidar que cada vez
que se acaba de tocar el tema entero
comienza una nueva variación. Eso
puede que cause confusión al principio,
cuando, como ocurre en las dos
primeras variaciones, el diseño es casi
idéntico, a no ser por un realce de las
armonías expresivas en la segunda.
Obsérvese cómo en la cuarta variación
el movimiento comienza a hacerse más
rápido, cambiando las corcheas por
semicorcheas. Durante las cuatro
primeras variaciones el tema es
exactamente el mismo; en la quinta
variación lo encontraremos bajo una
forma disimulada: sus notas constituyen
la base de otros tantos arpegios
ascendentes. En la variación octava se
añade una nueva línea contrapuntística
por encima de los acordes cuyos
respectivos bajos son las notas del tema.
En la variación siguiente, el tema pasa a
la parte del tiple, quedando por debajo
de él la línea contrapuntística. Merece
especial atención la acumulación de
fuerza al final, inmediatamente antes de
comenzar la fuga. (Es frecuente que se
escriba una fuga como conclusión del
passacaglia, pero la fuga no afecta en
ningún sentido a la forma misma.)
El passacaglia estuvo un tanto en
olvido durante el siglo XIX. En esa
época los compositores que utilizaron
formas de variación parecen haber
preferido
escribir
temas
con
variaciones. Pero los compositores
modernos han escrito passacaglias. Un
buen ejemplo es el del tiempo central
del Trío para violín, violonchelo y
piano, de Ravel. Tanto Alban Berg, en
su ópera Wozzeck, como Anton Webern
(Passacaglia para orquesta, Op. 1)
muestran nuevos tratamientos de esa
forma.
La chacona
La chacona es el tercer tipo de la forma
variación.
Está
estrechamente
emparentada con el passacaglia. Las
diferencias entre ambos son tan leves, en
realidad, que hubo en ocasiones gran
discusión entre los teóricos sobre si
llamar passacaglia o chacona a una
pieza que el compositor había dejado
descuidadamente sin calificativo. El
ejemplo clásico de esto es el último
tiempo de la Cuarta Sinfonía de
Brahms. Algunos comentaristas aluden a
él como passacaglia y otros como
chacona. Y puesto que Brahms lo
denominó solamente cuarto tiempo, es
probable que la discusión se prolongue
largamente en el futuro.
En todo caso, la chacona, como el
passacaglia, fue en sus orígenes, con
toda probabilidad, una forma de danza
lenta en compás de tres por cuatro.
Todavía
conserva
su
carácter
majestuoso, grave. Pero, a diferencia del
passacaglia, no comienza con un tema
en el bajo sin acompañamiento. Por el
contrario, el tema del bajo se oye desde
el
comienzo
con
armonías
acompañantes. Eso quiere decir que al
tema del bajo no se le da el papel de
exclusiva importancia que tiene en el
passacaglia, pues las armonías que lo
acompañan también son objeto de
variación en la chacona. De modo que la
chacona es una especie de pasadera
entre el passacaglia y el tema con
variaciones, como veremos dentro de
poco.
He aquí un tema de chacona del gran
precursor de Bach, Dietrich Buxtehude:
En este caso, como el lector verá, el
tema del bajo ya tiene sus armonías
acompañantes, de tal manera que su
exposición suena como si fuese la
primera variación de un passacaglia.
Ahí es donde comienza la confusión.
El gran ejemplo moderno de la
forma chacona es el tiempo arriba
mencionado de la Cuarta Sinfonía de
Brahms, que en esta categoría es en la
que
yo
habré
de
incluirlo.
Desgraciadamente, la falta de espacio
impide todo análisis detallado. Baste
con decir que el tema que más tarde ha
de constituir el basso ostinato se oye
por primera vez como extremo agudo de
los acordes con que comienza el trozo,
los cuales en muchas ocasiones se
conservan juntos con el tema. En otras
palabras, la chacona, a diferencia del
passacaglia, tiene algo así como un
sesgo armónico junto con su basso
ostinato.
El tema con variaciones
El tema con variaciones es la última y la
más importante de las formas de
variación. Su fama se ha extendido
allende los dominios de la música pura,
un poco al estilo de lo que ocurrió con
la forma fuga, y se la utilizó para dar
título a poemas y novelas.
El tema que se adopta para
someterlo a variación lo mismo puede
ser original del compositor que tomado
de cualquier otra fuente. Por regla
general es sencillo y de carácter franco.
Es mejor que sea así, a fin de que el
auditor pueda oírlo en su versión más
simple antes de que comiencen las
operaciones que lo han de variar. Tenga
presente el lector que el tema con
variaciones, como muchas otras formas,
se fue haciendo cada vez más complejo
a medida que pasó el tiempo. En los
primeros ejemplos, el tema solía estar
en una pequeña forma bipartita o
tripartita cuyas líneas generales se
conservaban en cada una de las
variaciones subsiguientes. Por otra
parte, las diferentes variaciones se
ensartaban muy flojamente, como si su
único principio formal fuese un sentido
general de equilibrio y contraste.
La práctica moderna trastrueca eso.
Las líneas generales del tema de que
parte el compositor se pierden de vista
en cada diferente variación, pero hay un
designio claro de construirlas todas
dentro de una apariencia de unidad
estructural. Lo que hemos dicho en este
sentido acerca de la forma passacaglia
—la unión de las diversas partes con la
mira de su efecto acumulativo— es más
cierto aún en lo que respecta al tema con
variaciones.
Hay diferentes tipos de variación
que se pueden aplicar virtualmente a
cualquier tema. Se pueden distinguir con
facilidad cinco tipos generales: 1)
armónico, 2) melódico, 3) rítmico, 4)
contrapuntístico y 5) una combinación
de los cuatro tipos anteriores. Ninguna
fórmula de los libros de texto podría
prever todas las clases de planes de
variación que un compositor con
inventiva puede descubrir. Hasta es
difícil ilustrar por medio de alguna
pieza las cinco divisiones que he
señalado. Como ilustración, me pareció
mejor escribir el comienzo de cada
fórmula típica de variación sobre alguna
melodía muy conocida, por ejemplo,
Ach! du lieber Augustin (véase el
apéndice I).
Como ya dijimos, esto de ningún
modo agota las posibilidades de
variación casi ilimitadas que hay para
cualquier tema. La mayoría de los
compositores suelen apegarse bastante
al tema básico al comienzo de la
composición e ir tomándose cada vez
más libertades a medida que avanza la
pieza. Es muy frecuente que justo al final
de ella se exponga otra vez el tema en su
forma original. Es como si el
compositor dijese: «Ven ustedes cuán
lejos hemos podido ir; pues bien, henos
aquí de vuelta en el punto de partida.»
La literatura musical se encuentra tan
generosamente provista de temas con
variaciones, que la mención de
cualquier ejemplo en particular podría
parecer casi superflua. Sin embargo,
aconsejo vehementemente al lector que
escuche el primer tiempo de la Sonata
para piano en la mayor, de Mozart, que
está en forma de tema con seis
variaciones. Obsérvese que la traza
formal del tema se conserva en cada una
de las seis variaciones. La primera es un
buen ejemplo del tipo florido-melódico
de variación; la cuarta, de cómo se
reduce la armonía a su esqueleto. Un
pequeño recurso, caro a los maestros
clásicos, se ejemplifica en la tercera
variación, en la que la armonía se
convierte de mayor en menor. Desde el
punto de vista del oyente, es importante
darse cuenta del comienzo de cada
nueva variación, de suerte que la pieza
se descomponga en nuestra mente de
manera igual a como estuvo dividida en
la mente del compositor mientras éste la
componía[25].
Excelentes ejemplos del siglo XX,
pero de una complejidad mucho mayor
que las mozartianas, son los muy citados
Études Symphoniques de Schumann y el
menos conocido, aunque admirable
Tema con variaciones de Gabriel Fauré.
Un interesante ejemplo moderno, que
contiene una ligera variación de la
forma de variación misma, es el tiempo
central del Octeto de Stravinsky. Aquí,
en lugar del esquema usual: A-A’-A’’A’’’-A’’’’, etc., tenemos el plan siguiente:
A-A’-A’’-A’-’’’-A’’’’-A’-A.
El
rasgo
curioso aquí es que el compositor,
después de unas cuantas variaciones, no
vuelve al tema propiamente dicho (como
en la forma rondó) sino a la primera
variación del tema.
Las Variaciones para piano (1930)
del autor, basadas en un tema
relativamente breve, trastruecan el
procedimiento usual al poner en segundo
lugar la versión más simple del tema y
denominar «tema» a lo que es,
propiamente hablando, una variación
primera. La idea fue ofrecer primero al
oyente una versión más sorprendente del
tema, lo cual parecía más de acuerdo
con el carácter generalmente dramático
de toda la obra.
3. La forma fugada
Fuga, concerto grosso,
preludio de coral, motetes
y madrigales
El capítulo I partió de la premisa de que
para
aprender
a
escuchar
inteligentemente era esencial oír la
música repetidas veces y en gran
cantidad, y que la lectura, por mucho
que se lea, no podía remplazar a la
audición. Lo que allí se escribió es
especialmente cierto con respecto a las
formas fugadas. Si el lector desea
realmente oír lo que sucede en esas
formas, deberá estar dispuesto a
seguirlas una y otra vez. Las formas
fugadas, más que cualquier otro molde
formal, si el profano las ha de oír
plenamente, exigen repetidas audiciones.
Todo lo que cae bajo la
denominación de forma fugada participa
en algún modo de la naturaleza de la
fuga. El lector ya sabe, estoy seguro de
ello, que, en cuanto a textura, todas las
fugas son polifónicas o contrapuntísticas
(estos dos términos tienen idéntico
significado). Por consiguiente, resulta
que todas las formas fugadas son de
textura polifónica o contrapuntística.
Al llegar aquí, haría bien el lector en
repasar lo que se dijo en el capítulo V
acerca del escuchar polifónicamente. Se
afirmó allí que el oír polifónicamente la
música implica un oyente que pueda oír
simultáneamente
varias
líneas
melódicas. Las voces no tienen por qué
ser de igual importancia, pero hay que
oírlas independientemente. Eso no
constituye una gran hazaña; cualquier
persona medianamente inteligente puede,
con un poco de práctica, oír más de una
melodía a la vez. De todos modos, ello
es la condición sine qua non para oír
inteligentemente las formas fugadas.
Las cuatro principales formas
fugadas son: primera, la fuga
propiamente dicha; segunda, el concerto
grosso; tercera, el preludio de coral;
cuarta, los motetes y los madrigales. No
hay que decir que la escritura
contrapuntística no se limita a esas solas
formas. Así como hemos visto que el
principio de variación es aplicable a
cualquier forma, así también la textura
contrapuntística puede aparecer sin
preparación en casi todas las formas
musicales. En otras palabras, esté el
lector dispuesto en todo momento a
escuchar polifónicamente.
Siempre que hay textura polifónica
están en uso un cierto número de
procedimientos
contrapuntísticos
conocidos.
No
es
que
estén
invariablemente presentes, sino que
pueden aparecer en cualquier momento,
y por eso el auditor tiene que estar en
guardia. De esos procedimientos, los
más sencillos son: la imitación, el
canon, la inversión, la aumentación y la
disminución.
Procedimientos
más
recónditos
son
el
cancrizante
(movimiento de cangrejo) y el
cancrizante invertido. Algunos de esos
recursos son muy difíciles de distinguir
cuando están enredados en la trama de la
textura contrapuntística. Los señalo
ahora más por completar esta exposición
que porque el lector con un solo ejemplo
vaya a aprender a reconocerlos cada vez
que aparezcan (véase el apéndice II).
La imitación es el procedimiento
más simple de todos. Cualquiera que
haya cantado alguna vez en la escuela un
round,[26] sabrá lo que quiere decir
imitación. Jugando a una especie de
«follow-the-leader»musical[27], una voz
imita lo que otra hace. Cuando ése
procedimiento se usa incidentalmente en
el curso de una pieza, se le denomina
«imitación». Esta idea, perfectamente
natural, se encuentra lo mismo en la
música muy antigua que en la
contemporánea. La más simple imitación
suscita una ilusión de música a varias
voces, aunque en realidad no suena más
que una melodía. La imitación no tiene
por qué partir de la misma nota con que
comienza la voz original. En casos así
hablamos de imitación «a la cuarta»
superior o «a la segunda» inferior, con
lo cual se indica a qué altura en relación
con la voz original entra la voz que hace
la imitación. Paradójicamente, tenemos
que escuchar contrapuntísticamente,
aunque sólo se trata de una melodía.
El canon es simplemente una especie
más elaborada de imitación, en la cual
la imitación se desarrolla lógicamente
del principio al fin de la pieza. En otras
palabras, del canon se puede hablar
como de una verdadera forma, mientras
que la imitación no es más que un
procedimiento. La música del siglo XVIII
nos proporciona muchísimos ejemplos;
de la música del siglo pasado, el más
citado es el último tiempo de la Sonata
para violín y piano de César Franck.
Recientemente, Hindemith escribió
cánones en forma de sonatas para dos
flautas.
La inversión no es tan fácil de
reconocer. Consiste en poner patas
arriba, como si dijéramos, una melodía.
La melodía invertida se mueve siempre
en dirección contraria a la que sigue su
versión original. Es decir, si la original
da un salto de octava hacia arriba, la
inversión salta una octava hacia abajo, y
así sucesivamente. Por supuesto que no
todas las melodías tienen sentido si se
invierten. Corresponde al compositor
decidir si la inversión de una melodía
está o no justificada musicalmente.
La aumentación es fácil de explicar.
Aumentar un tema es duplicar la
duración de las notas, con lo cual
hacemos el tema el doble de lento de lo
que era originalmente. (La negra se
convierte en blanca; la blanca, en
redonda.) La disminución es lo contrario
de la aumentación. Consiste en reducir a
la mitad el valor de las notas, de modo
que el tema se mueve con el doble de
rapidez que originalmente. (La redonda
se convierte en blanca; la blanca, en
negra, etcétera.)
Cancrizante, o movimiento de
cangrejo, quiere decir, como su nombre
indica, que la melodía se lee de atrás a
delante. En otras palabras, la-si-do-re
se convierte en re-do-si-la. Aquí
también la aplicación meramente
mecánica del procedimiento no siempre
produce resultados musicales. La
imitación al cangrejo se encuentra
mucho menos frecuentemente que los
otros procedimientos contrapuntísticos,
si bien la moderna escuela vienesa, con
Arnold Schöenberg a la cabeza, la usó
con liberalidad. Todavía más intrincada
es la imitación cancrizante invertida, en
la cual el tema está invertido además de
leído hacia atrás.
La
capacidad
de
escuchar
contrapuntísticamente,
más
la
comprensión
de
los
diversos
procedimientos, es todo lo que se
necesita como preparación para oír
fugas inteligentemente. La mayoría de
las fugas están escritas a tres o a cuatro
voces. Las fugas a cinco voces son más
raras y todavía más las a dos voces. El
número de voces, una vez adoptado, se
mantiene a todo lo largo de la fuga. Pero
no todas las voces están presentes de
continuo en la fuga, pues una fuga bien
escrita entraña lugares de respiro en
cada línea melódica. De suerte que en
una fuga a cuatro voces pocas veces oye
el auditor más de tres voces a un tiempo.
Pero no importa cuántas voces
puedan estar sonando a la vez: siempre
hay una que predomina. Así como el
malabarista que está manejando tres
objetos atrae nuestra atención sobre el
objeto que lanza más alto, de igual
manera el compositor atrae nuestra
atención sobre una de esas voces por
igual independientes. Es el tema, o
sujeto, de la fuga lo que tiene
preferencia cada vez que se presenta. El
lector podrá apreciar, por tanto, cuán
importante es acordarse del sujeto de la
fuga. A ello nos ayudan los
compositores
con
exponer
invariablemente al comienzo de la fuga
el sujeto sin acompañamiento. Los
sujetos de las fugas son, por lo general,
más bien breves —de dos a tres
compases— y de carácter bien definido.
(Examine el lector, si le es posible, los
famosos cuarenta y ocho temas de fuga
usados por Bach en su Clave bien
temperado.)
Antes de exponer todo lo que puede
ser esquematizado de la fuga
considerada como un todo, habrá que
aclarar que las líneas generales de esta
forma no son tan definidas como las de
otros moldes formales. Cada fuga difiere
de las demás en cuanto a la presentación
de las voces, a la longitud y a los
detalles interiores. Sus diversas partes
no son tan fáciles de distinguir como,
digamos, las de las formas por
secciones. En un libro no técnico como
éste es imposible la explicación compás
por compás que cada fuga requiere para
su completo análisis.
En todo caso, todas las fugas
comienzan por lo que se llama la
«exposición». Antes de seguir con el
examen del resto de la forma, veamos en
qué consiste la exposición de la fuga.
Toda fuga, como he dicho, comienza por
el enunciado del sujeto sin adornos. Si
tomamos como modelo una tuga a cuatro
voces, el sujeto aparecerá por primera
vez en una de ellas: tiple, contralto,
tenor o bajo. (Por razones de
conveniencia, llamémoslas V1, V2, V3 y
V4.) Cualquiera de las cuatro voces
puede hacer el primer enunciado del
sujeto de la fuga. Sea el que fuere el
orden seguido, el sujeto se oye en cada
una de las cuatro voces, una tras otra,
así:
o en este otro orden de entrada:
(V2 y V4 son conocidas más
exactamente como «respuestas» al
sujeto. Pero en obsequio a la sencillez,
conservé la indicación de «sujeto» en
todas las cuatro voces.)[28]
Cada voz, una vez que ha expuesto el
sujeto y el contrasujeto, queda en
libertad de continuar sin restricciones
como una supuesta «voz libre». Con ese
relleno, nuestro plano de la exposición
está
completo:
En algunas fugas no es factible pasar
directamente, sin un compás o dos de
transición, de una entrada de una voz a
la siguiente; eso es debido a relaciones
tonales de orden demasiado técnico para
exponerlas aquí. Esas transiciones son
lo que indican las equis minúsculas. La
exposición se considera terminada
cuando cada una de las voces de la fuga
ha cantado el tema una vez. (Ciertas
fugas tienen una sección de reexposición
en la que se repite la exposición, pero
con diferente orden de entrada para las
voces.)
La exposición es la única parte de la
forma fuga que está definitivamente
fijada. De ahí en adelante no se puede
resumir la forma con precisión. El plan
general podría reducirse a una fórmula
por el estilo de ésta: exposición —
(reexposición)— episodio 1 —sujeto—
episodio 2 —sujeto— episodio 3—
sujeto— (etc.) —estrecho (para la
explicación de este término, véase la
página siguiente)— cadencia. En
términos generales, una serie de
episodios
van
alternando
con
enunciados del sujeto, visto éste cada
vez bajo un nuevo aspecto. No hay
reglas que determinen el número de
episodios ni las repeticiones del tema.
El episodio suele estar emparentado con
algún fragmento del sujeto o del
contrasujeto de la fuga. Es raro que esté
construido con materiales totalmente
independientes. Su función principal es
divertir nuestra atención del tema de la
fuga, como para mejor prepararle a éste
la escena de su reaparición. El carácter
general del episodio es, por lo regular,
el de una sección puente, de índole más
floja y menos dialéctico que los
desarrollos del sujeto.
A pesar de la apariencia de la
fórmula anterior, en la fuga no hay
verdadera repetición, excepto para el
meollo del sujeto mismo y el
contrasujeto
que
frecuentemente
acompaña a cada una de las apariciones
de aquél. Se nos escapará la mitad de lo
que es la forma fuga, si no
comprendemos claramente que con cada
entrada del sujeto se arroja una luz
diferente sobre el tema mismo. Éste se
puede aumentar o invertir, combinar
consigo mismo o con otros temas
nuevos, abreviar o alargar, cantar
sosegadamente o con bravura. Cada
nueva aparición suya prueba el ingenio
del compositor. En el grueso de la fuga
—esto es, lo que hay después de la
exposición y antes del estrecho— se
suele adoptar un severo plan
modulatorio, de orden demasiado
técnico
para
examinarlo
aquí
plenamente.
El estrecho de la fuga es voluntario,
pero cuando lo hay se encuentra de
ordinario inmediatamente antes de la
cadencia final. Estrecho[29] es el nombre
que se da a una especie de imitación en
la que las diversas voces entran tan
inmediatamente una tras otra, que
producen la impresión de tropezarse. No
todos los sujetos de fuga se prestan por
igual a esta clase de tratamiento, y ello
explica por qué no se encuentran
estrechos en todas las fugas. Cualquiera
que sea la naturaleza de la fuga, el final
no es nunca casual. Por regla general
lleva consigo un claro enunciado del
sujeto y la insistencia por establecer sin
lugar a dudas la tonalidad principal de
la fuga.
La fuga pide que se la escuche con
atención y, por tanto, no es larga, unas
pocas páginas, nada más. Su carácter no
tiene más limitación que la imaginación
de su creador. Puede ser sombrío o
gracioso, pero nunca trata de ser ambas
cosas en una misma fuga. Por lo que se
refiere a su carácter general, una fuga
dice una cosa y deriva su tónica de la
naturaleza del sujeto mismo. En otras
palabras, su alcance emocional está
limitado por la clase de tema con que se
comienza.
El aspecto riguroso de la fuga
desafió durante siglos el ingenio de los
compositores, y continúa desafiándolo.
Pero en general se tiene la opinión de
que la fuga es, en esencia, una forma
dieciochesca. Eso se puede atribuir en
parte a que los compositores del
siglo XIX tendieron a abandonar una
forma que, indudablemente, se asociaba
en sus espíritus con el formalismo de
una era pasada y también al énfasis dado
en la época romántica a la libertad de
expresión. Otras razones hubo también,
pero ésas bastan.
Sin embargo, los compositores
recientes han demostrado un renovado
interés por la fuga. Si sus logros en este
terreno justifican o no su rehacer una
forma que el pasado ha hecho de manera
tan consumada, eso solamente el futuro
podrá decirlo. En todo caso, no hay nada
esencialmente diferente en una fuga
moderna. Ésta, en lo que respecta a la
forma o al carácter emocional en
general, sigue siendo la fuga de una
época disciplinada. El problema para el
oyente es el mismo en ambos casos.
El concerto grosso
La segunda de las principales formas
fugadas es la del concerto grosso. Como
todas esas formas fugadas, también ella
es esencialmente una forma anterior al
siglo XIX. No la confunda el lector con
el concerto, más tardío, escrito para un
virtuoso solista acompañado de
orquesta. El origen del concerto grosso
es atribuible a la curiosidad que los
compositores de la segunda mitad del
siglo XVII sintieron por el efecto que se
podía obtener oponiendo entre sí dos
grupos instrumentales, uno pequeño y
otro grande. El grupo pequeño, llamado
concertino, podía formarse con
cualquier combinación de instrumentos,
a gusto del compositor. Sea el que fuere
el grupo instrumental pequeño, la forma
se construye en tomo al intercambio
dialéctico entre el concertino y el grupo
instrumental grande, o tutti, como se le
suele llamar.
El concerto grosso es, pues, una
especie de forma fugada instrumental.
Está formado generalmente por tres o
más tiempos. Los ejemplos clásicos de
esta forma son los de Händel y Bach.
Los ensayos de este último dentro de tal
forma —conocidos como los Conciertos
de Brandenburgo y de los cuales hay
seis— usan de un concertino diferente
para cada uno. Es muy frecuente, al
escuchar la textura contrapuntística de
alguna de esas obras, que tengamos la
impresión de una salud y vitalidad
maravillosas. El movimiento interior de
las diversas voces revela un natural
atlético, como si todas ellas estuviesen
en
excelentes
condiciones
de
funcionamiento.
Durante el siglo XIX, esta forma se
vio abandonada en favor del concerto
para solista y orquesta, el cual se puede
considerar con derecho como un vástago
del primitivo concerto grosso. Al igual
que otras formas del siglo XVIII, el
concerto grosso ha gozado de un
renovado interés por parte de los
compositores recientes. Un conocido
ejemplo moderno es el Concerto grosso
de Ernest Bloch.
El preludio de coral
El preludio de coral, que es la tercera
de las formas fugadas, tiene una traza
menos precisa que el concerto grosso y,
por tanto, es más difícil definirlo con
cierta exactitud. Tuvo su origen en las
melodías corales que se cantaron en los
templos protestantes a partir del tiempo
de Lutero. Los compositores adscritos a
la iglesia ejercitaban su ingenio en hacer
primorosos arreglos de aquellas
sencillas melodías. En un sentido, esos
arreglos son variaciones sobre la
melodía de un himno. Mencionaré tres
de los tipos más conocidos de
tratamiento de esas melodías corales.
El método más simple consiste en
conservar intacta la melodía dada dar
mayor interés a las armonías que la
acompañan, ya sea aumentando la
complejidad armónica, va haciendo más
intrincadamente polifónicas las voces
acompañantes. Un segundo tipo borda
sobre el tema mismo, prestando al más
pobre diseño melódico una gracia y
floridez insospechadas. El tercer tipo, el
más complicado, es una especie de fuga
que se teje alrededor de la melodía del
coral. Así, por ejemplo, un fragmento de
la melodía del coral sirve de sujeto de
fuga; se escribe una exposición de fuga
exactamente como si no fuera a haber
coral, y luego, de pronto, mientras la
fuga continúa plácidamente, comienzan a
oírse, por encima o por debajo de ellas,
las prolongadas notas del coral.
Algunas de las creaciones más
hermosas de Bach fueron escritas en una
u otra de esas formas de preludio de
coral. Su Orgelbüchlein es una
colección de breves preludios de coral
que contiene una abundancia inagotable
de riquezas musicales y que ningún
amante de la música puede permitirse
ignorar. Profundamente emocionantes
desde el punto de vista expresivo, no
dejan de ser, al mismo tiempo, una
maravilla de ingenio técnico, ejemplo
magistral de la estrecha unión de la
emoción y el pensamiento.
Motetes y madrigales
La cuarta y última de las formas fugadas
es la de los motetes y madrigales. Me
apresuro a añadir que el motete o el
madrigal no es una forma, propiamente
hablando; pero en vista de que se han de
escuchar
cada
vez
más,
y
definitivamente pertenecen a las formas
contrapuntísticas, su lugar adecuado es
éste. No se puede generalizar en cuanto
a su forma, pues son composiciones
corales
que
se
cantan
sin
acompañamiento y en cada caso
particular su traza formal depende de su
letra.
Durante los siglos XV, XVI y XVII se
escribieron profusión de motetes y
madrigales. La diferencia que hay entre
ambos consiste en que el motete es una
composición vocal breve con letra
sacra, mientras que el madrigal es una
composición similar, pero con letra
profana. El madrigal es de carácter
menos severo, por lo general. Ambos
son formas fugadas vocales típicas de la
era anterior al advenimiento de Bach y
sus contemporáneos.
Desde el punto de vista del oyente,
es importante distinguir la textura del
motete o madrigal. Tampoco en esto
prevalece una regla; los motetes y los
madrigales pueden ser o bien de estilo
fugado, o bien a base de acordes, o bien
una combinación de ambas cosas. No
concibo cómo esas formas vocales se
puedan oír inteligentemente sin tener una
idea elemental acerca de sus diferentes
texturas. En el motete o madrigal de
textura fugada o contrapuntística, la
circunstancia de que las diversas voces
melódicas estén unidas a la letra
resultará de especial utilidad para
ayudar al auditor a oír el contrapunto
con más facilidad que en las formas
puramente instrumentales[30].
La época del Renacimiento está
repleta de maestros que utilizaron esas
formas vocales. Palestrina en Italia,
Orlando de Lasso en los Países Bajos,
Victoria en España, Byrd, Wilbye,
Morley y Gibbons en Inglaterra son unos
cuantos de los nombres prominentes de
una de las eras más notables de la
música. La falta de familiaridad de la
mayoría del público de conciertos con
esa época extraordinaria es indicio de
cuán relativamente estrechos son los
intereses musicales de nuestro tiempo.
4. La forma sonata
La sonata como un todo, la
forma sonata propiamente
dicha, la sinfonía
La forma sonata, para el auditor de hoy,
tiene algo de la significación que las
formas fugadas tuvieron para los
auditores del siglo XVIII. Pues no es
exagerado decir que, a partir de
aquellos tiempos, la forma básica de
casi todas las piezas extensas de música
ha estado ligada de algún modo a la
sonata. Es asombrosa la vitalidad de
esta forma. Está exactamente tan viva
hoy como lo estaba en la época de su
primer desarrollo. La lógica de la
forma, tal como se practicó en los
primeros tiempos, más su maleabilidad
en manos de los compositores
posteriores, explica, sin duda, su
continuo dominio sobre la imaginación
de los creadores musicales durante los
últimos ciento cincuenta años por lo
menos.
No se ha de olvidar, por supuesto,
que cuando hablamos de la forma sonata
no estamos examinando solamente la
forma que se halla en las piezas
llamadas sonatas, pues el significado del
término es mucho más amplio que eso.
Por ejemplo, toda sinfonía es una sonata
para orquesta; todo cuarteto de cuerda
es una sonata para cuatro instrumentos
de cuerda; toda concerto, una sonata
para un instrumento solista y orquesta.
También la mayoría de las oberturas
tienen la forma de un primer tiempo de
sonata. El uso del término sonata está
generalmente
confinado
a
composiciones para un instrumento
solista, con o sin acompañamiento de
piano; pero, como fácilmente se echa de
ver, eso no es lo bastante amplio para
incluir las varias aplicaciones de lo que,
de hecho, es la forma sonata a los
diferentes vehículos sonoros.
Afortunadamente para el oyente
lego, la forma sonata en cualquiera de
sus muchas manifestaciones es más
accesible, en suma, que algunas de las
otras formas que hemos venido
estudiando. Eso se debe a que el
problema que plantea al que escucha no
es el de atender al detalle en los
diversos compases, como en la fuga,
sino el de seguir el amplio trazado de
grandes secciones. Además, la textura
de la sonata no es, por lo general, tan
contrapuntística como la de la fuga. En
cuanto textura, la sonata incluye mucho
más: dentro de los dilatados límites de
la forma sonata entra casi de todo.
Antes de aventurarnos más lejos,
habrá que prevenir al lector contra otra
confusión posible respecto al uso del
término «forma sonata». En realidad, se
aplica a dos cosas diferentes. En primer
lugar, hablamos de forma sonata cuando
pensamos en una obra entera consistente
en tres o cuatro tiempos. Por otra parte,
también hablamos de forma sonata
cuando nos referimos a un tipo
determinado de estructura musical que
se encuentra generalmente en el primer
tiempo, y a menudo también en el
último, de una sonata. Así pues, dos
cosas hay que tener presentes: 1) la
sonata como un todo y 2) la forma sonata
propiamente dicha, llamada a veces
forma de allegro o de primer tiempo de
sonata. Lo de allegro de sonata se
refiere al hecho de que casi todos los
primeros tiempos de las sonatas están en
tempo allegro (es decir, rápido).
Hay todavía otra distinción que
hemos de tener presente. Cuando vaya el
lector a un concierto y encuentre en el
programa una sonata para violín y piano
de Händel o Bach, no busque en ella la
forma que estamos examinando aquí. La
palabra sonata se usaba entonces en
oposición a la palabra cantata: sonata
era algo para ser sonado o tañido y
cantata, algo para ser cantado. Por lo
demás, poco o nada tiene que ver esa
sonata con la posterior del tiempo de
Mozart y Haydn.
La sonata, tal como nosotros la
entendemos, se dice ser en gran parte
creación de uno de los hijos de Bach,
Carlos Felipe Manuel Bach. Éste tiene
fama de haber sido uno de los primeros
compositores que hicieron experimentos
con la nueva forma de sonata, los
perfiles clásicos de la cual fueron
definitivamente establecidos después
por Haydn y Mozart. Beethoven puso
todo su genio en ampliar el concepto que
tenía su época de la forma sonata; le
siguieron Schumann y Brahms, los
cuales, en menor grado, también
extendieron la significación de ese
molde formal. En la actualidad, el
tratamiento de esa forma es tan libre,
que, en ciertos casos, casi no se la
puede reconocer. A pesar de eso, siguen,
aun hoy, intactos el cascarón y mucho de
lo psicológico que hay en esa forma.
La sonata como un todo
La sonata como un todo comprende
tres o cuatro tiempos diferentes. Hay
ejemplos de sonatas en dos tiempos y,
más recientemente, en un solo tiempo;
pero son excepcionales. La distinción
más evidente entre los tiempos es la de
tempo: en la especie de sonata en tres
tiempos, es rápido-lento-rápido; en la
sonata en cuatro tiempos, es, por lo
regular,
rápido-lento-moderadamente
rápido-muy rápido.
La gente, por lo general, desea saber
qué es lo que hace que esos tres o cuatro
tiempos se pertenezcan mutuamente.
Nadie ha surgido con una respuesta
satisfactoria a esa pregunta. El uso y la
costumbre hacen que esos tiempos
parezcan pertenecerse mutuamente, pero
yo siempre sospeché que se podría
sustituir el Minueto de la Sinfonía
número 98 de Haydn por el Minueto de
la Sinfonía número 99 de Haydn, sin que
se notase en cualquiera de esas obras
ninguna falta seria de cohesión.
Particularmente en esos ejemplos
tempranos de la sonata, los tiempos
están ligados entre sí más por
necesidades de equilibrio y contraste y
por ciertas relaciones tonales que por
ninguna conexión intrínseca. Más tarde,
como veremos en la llamada forma
cíclica de la sonata, los compositores
trataron de encadenar sus tiempos por
medio de la unidad temática, mientras
que conservaban las características
generales de los diversos tiempos.
Consideremos ahora, por un
momento, la forma de cada uno de los
diferentes tiempos de la sonata. Nuestras
descripciones se han de tomar como
verdaderas sólo en general, pues de las
afirmaciones que se pueden hacer sobre
la forma sonata casi no hay ninguna a la
que no se oponga la excepción de algún
determinado ejemplo. Como ya se dijo,
el primer tiempo de cualquier sonata —
y uso esta palabra genéricamente para
denotar sinfonías, cuartetos de cuerda y
demás— tiene siempre la forma de un
allegro de sonata. Páginas adelante
investigaremos a fondo esa forma.
El segundo tiempo suele ser tiempo
lento, pero no hay nada que se pueda
llamar forma de tiempo lento. Se puede
escribir dentro de alguno de varios
moldes. Por ejemplo, puede ser un tema
con variaciones semejante a los que ya
hemos estudiado. O puede ser la versión
lenta de la forma rondó —ya sea un
rondó breve, ya un rondó extenso—. Y
puede ser algo todavía más sencillo que
eso, perteneciente a la forma tripartita
ordinaria. Más raramente se parece
mucho a la forma de primer tiempo de
sonata. Cualquiera de esas formas será
de esperar para el oyente que escuche el
segundo tiempo de una sonata.
El tercer tiempo suele ser un minueto
o un scherzo. En las primeras obras, de
Haydn y Mozart, es un minueto; más
tarde será un scherzo. En cualquiera de
ambos casos será la forma tripartita AB-A que hemos examinado al tratar de
las formas por secciones. A veces los
tiempos segundo y tercero se permutan:
en lugar de encontrarse el tiempo lento
como segundo y el scherzo como
tercero, el scherzo puede estar como
segundo y el tiempo lento como tercero.
El cuarto tiempo, o finale, como
frecuentemente se le llama, tiene casi
siempre o forma de rondó extenso o
forma de allegro de sonata. Por tanto, es
solamente el primer tiempo de la sonata
el
que
ofrece
una
fisonomía
completamente nueva para nosotros.
Las sonatas en un solo tiempo son
por lo general de dos tipos: o se limitan
a un tratamiento extenso de la forma de
primer tiempo o tratan de incluir los
cuatro tiempos dentro de los límites de
uno solo. Las sonatas en dos tiempos son
demasiado caprichosas para que
podamos catalogarlas.
Forma de allegro o primer
tiempo de sonata
Uno de los rasgos más notables de la
forma de allegro de sonata es que se
pueda reducir tan fácilmente a la
ordinaria fórmula tripartita: A-B-A. En
todo lo concerniente a sus líneas más
generales, no difiere de la pequeña
sección analizada en el capítulo «La
estructura musical», o de las varias
clases de forma tripartita examinadas
como Formas por Secciones. Pero en
este caso es preciso recordar que cada
una de las partes de A-B-A representa
extensos trozos de música, cada uno de
los cuales tiene de cinco a diez minutos
de duración.
La explanación convencional de la
forma allegro de sonata es fácil de ver.
Explica en su mayor parte las formas
más tempranas y menos complejas del
allegro de sonata. Un simple diagrama
mostrará la traza general de esa forma:
Como puede verse, el A-B-A de la
fórmula se llama, en este caso,
exposición-desarrollo-recapitulación o
reexposición. En la parte de la
exposición se expone el material
temático; en la parte del desarrollo ese
material temático es tratado de maneras
nuevas e insospechadas; en la
recapitulación vuelve a oírsele en su
forma original.
La parte de la exposición contiene
un primer tema, un segundo tema y un
tema conclusivo[31]. El carácter del
primer
tema
es
dramático,
o
«masculino», y está siempre en la
tonalidad de la tónica[32]; el carácter del
segundo tema es lírico, o «femenino», y
está siempre en la tonalidad de la
dominante; el tema conclusivo es menos
importante que los dos anteriores y está
también en la tonalidad de la dominante.
La sección del desarrollo es «libre»,
esto es, combina libremente los
materiales presentados en la exposición
y añade a veces nuevo material propio.
En esta sección la música pasa a
tonalidades nuevas y extrañas[33]. La
recapitulación o reexposición repite más
o menos literalmente lo que se encontró
en la exposición, con la diferencia de
que ahora todos los temas están en la
tonalidad de la tónica.
He ahí lo que son las meras líneas
generales de esa forma. Examinémosla
ahora más detenidamente y veamos si no
podemos generalizar acerca de ella de
manera que la hagamos más aplicable a
ejemplos concretos de todas las épocas.
Todos los allegros de sonata,
cualquiera que sea la época a que
pertenezcan, conservan la forma
tripartita de exposición-desarrollorecapitulación. La exposición contiene
variedad de elementos musicales. Ésa es
su naturaleza esencial, pues si así no
fuere poco o nada habría que
desarrollar. Esos varios elementos
suelen estar divididos en una a
minúscula, una b minúscula y una c
minúscula que representan lo que se
solía llamar primer tema, segundo tema
y tema conclusivo. Digo «se solía
llamar», porque a los nuevos analistas
acabó desagradándoles la manifiesta
disparidad que hay entre esa
nomenclatura y la evidencia mostrada
por las obras mismas. Es difícil decidir
en términos generales qué es
exactamente lo que entra en una
exposición. No obstante, se puede decir
con seguridad que los temas se exponen,
que hay contraste entre sus caracteres
respectivos y que producen una
sensación de conclusión al final de la
sección. Por razones de conveniencia,
no habría inconveniente en llamar a al
primer tema, siempre y cuando se
entendiese bien que puede consistir en
un conglomerado de varios temas o
fragmentos de tema, de carácter, por lo
general, dramático y afirmativo. Lo
mismo se puede decir de b, llamado
segundo tema, el cual también puede ser
en realidad un tema o una serie de
temas, aunque de naturaleza más lírica y
expresiva que a. Esa yuxtaposición de
dos grupos de temas, uno que significa
fuerza y agresividad y otro de carácter
blando y cantable, es la esencia de la
exposición y determina el carácter de
toda la forma allegro de sonata. En la
mayoría de los primeros ejemplos de
esa forma se sigue más estrictamente la
ordenación del material en tema primero
y tema segundo, pero en los de más tarde
sólo podemos estar seguros de que en la
exposición concurrirán dos elementos
opuestos, sin que podamos decir en qué
orden exactamente habrán de aparecer.
El último o últimos temas,
correspondientes a la c minúscula,
constituyen una frase o frases finales.
Por tanto, pueden ser de cualquier
naturaleza que lleve a una sensación de
conclusión. Eso es importante, pues el
auditorio, si se supone que va a seguir
inteligentemente el desarrollo, deberá
tener idea clara de en qué lugar se
produce el final de la exposición. Si el
lector sabe música, siempre podrá
encontrar de un modo mecánico el fin de
la exposición de cualquiera de las
sonatas y sinfonías clásicas con buscar
la doble barra con el signo de repetición
que indica la repetición de rigor en toda
la parte. Hoy día los intérpretes siguen
su personal criterio en cuanto a repetir o
no la exposición. De modo que una parte
del problema de escuchar la forma de
primer tiempo consiste en observar si se
hace o no esa repetición. Las sonatas y
sinfonías más modernas no indican
repetición alguna, de suerte que, aunque
sepamos leer música, no nos será fácil
encontrar el final de la sección.
Otro elemento importante hay en la
exposición. No se puede pasar con
facilidad, sin alguna especie de
transición de un estado de ánimo
fuertemente dramático a otro líricamente
expresivo. Esa transición, o puente,
como a menudo se le llama, puede ser
breve y muy elaborada. Pero
temáticamente nunca deberá ser de tanta
significación como los elementos a y b,
pues ello no traería sino confusión. Los
compositores, en tales momentos,
recurren a una especie de figuración
musical que tiene importancia por su
significado funcional más bien que por
su interés musical intrínseco. Esté, pues,
atento el lector a la aparición del puente
entre a y b y a la posibilidad de un
segundo puente entre b y c.
Es la sección del desarrollo lo que
da al allegro de sonata su carácter
especial. En ninguna otra forma hay una
parte especial reservada para la
extensión y desarrollo del material
temático presentado en una sección
previa. Ese rasgo de la forma allegro de
sonata es lo que tanto ha fascinado a
todos los compositores: la oportunidad
de trabajar libremente con materiales ya
expuestos. El lector verá, pues, que la
forma sonata, entendida correctamente,
es en esencia una forma psicológica y
dramática. No podemos mezclar los dos,
o más, elementos de la exposición, sin
que se cree una sensación de lucha o
drama. La parte del desarrollo es lo que
pone a prueba la imaginación de todo
compositor. Se podría llegar hasta decir
que es una de las cosas principales que
separan al compositor del profano.
Porque cualquiera puede silbar tonadas,
pero hay que ser realmente un
compositor, con el oficio y la técnica de
un compositor, para poder escribir un
desarrollo realmente bello de esas
tonadas.
No hay reglas que rijan la sección de
desarrollo.
El
compositor
tiene
completa libertad en cuanto a los tipos
de desarrollo, en cuanto al material
temático que decida desarrollar, en
cuanto a la introducción de nuevos
materiales y en cuanto a la longitud de la
sección. Solamente se puede generalizar
acerca de dos factores: 1) que el
desarrollo comienza comúnmente por
una repetición parcial del primer tema, a
fin de recordar al oyente cuál fue el
punto de partida, y 2) que durante el
curso del desarrollo la música modula a
lo largo de una serie de tonalidades
lejanas, lo cual sirve para preparar la
sensación de regreso al hogar que se
produce cuando se alcanza, al comienzo
de la recapitulación, la tonalidad
original. Por supuesto que todo eso
varía considerablemente según se trate
de una forma temprana de allegro de
sonata o de una más tardía. Así por
ejemplo, en época aun tan temprana
como la de Beethoven, la sección de
desarrollo se hizo mucho más elaborada
de lo que era antes. El plan modulatorio
se siguió aceptando, aun en los últimos
tiempos en que la clásica relación de
tónica-dominante-dominante entre los
temas primero, segundo y tercero,
respectivamente, se rompió por
completo. La tendencia a dar mayor
importancia a la sección de desarrollo
ha ido en aumento, como ya señalé, de
suerte que esa sección se convirtió en el
eje de la forma allegro de sonata y en
ella vierte el compositor, hasta la última
gota, toda la imaginación e invención de
que es capaz.
La
recapitulación
(o
reexposición[34]) es, como su nombre
indica, una repetición de la exposición.
En el allegro de sonata clásico la
repetición es, por lo general, exacta, si
bien aún ahí hay tendencia a omitir lo
que no es esencial y a descartar el
material ya suficientemente oído. Más
tarde, la repetición se fue haciendo más
y más libre, hasta convertirse a veces en
un mero fantasma de su ser anterior. No
es muy difícil comprender por qué. El
allegro de sonata tuvo su origen en una
época en que los compositores tenían
una mentalidad «clásica», esto es,
partían de una estructura cuya traza era
perfectamente clara, y en ella metían una
música bien controlada y de carácter
emocional objetivo. Entre el esquema
formal A-B-A y la naturaleza del
contenido
musical
no
había
contradicción. Pero con el advenimiento
de la era romántica la música se hizo
mucho más dramática y psicológica. Era
inevitable que el nuevo contenido
romántico resultase difícil de contener
dentro del marco de un esquema formal
esencialmente clásico. Porque es
simplemente lógico que si el compositor
expone su material en la exposición y lo
desarrolla luego de una manera
sumamente dramática y psicológica, al
final haya de llegar realmente a
conclusiones diferentes. ¿Qué sentido
tiene pasar por toda la baraúnda y la
lucha de la sección de desarrollo si es
sólo para llevarnos a las mismas
conclusiones de que habíamos partido?
Por eso parece justificada la tendencia
de los compositores modernos a
abreviar la recapitulación o a sustituirla
con una conclusión nueva.
Una de las equivocaciones más
extraordinarias de la música es el caso
de Scriabin, el compositor ruso de dotes
asombrosas, fallecido en 1915. El
carácter de su material temático era
realmente personal, realmente inspirado.
Pero Scriabin, que escribió diez sonatas
para piano, tuvo la idea fantástica de
intentar ponerle a esa emoción realmente
nueva la camisa de fuerza de la vieja
forma sonata clásica, con recapitulación
y todo. Pocos compositores modernos
cayeron después en ese error. En
realidad, se van a veces al extremo
opuesto y dan una interpretación tan
liberal a la palabra sonata que le quitan
realmente todo significado. De suerte
que hoy día el oyente tiene que estar
dispuesto a ver aplicado ese término
casi en cualquier sentido.
Dos importantes adiciones se
hicieron a esa forma cuando todavía se
encontraba en las primeras etapas de su
desarrollo: una introducción antes del
allegro y una coda al final. La
introducción es casi siempre de aire
lento, indicación segura de que la
sección A no ha comenzado aún. Puede
consistir en materiales musicales
independientes por completo del allegro
que sigue o puede que contenga una
versión lenta del tema principal de A, a
fin de contribuir a dar sensación de
unidad. La coda no se puede describir
tan terminantemente. De Beethoven en
adelante
ha
desempeñado
un
preponderante papel en la dilatación de
los límites de esa forma. Su objeto es
crear una sensación de apoteosis: el
material es visto por última vez y bajo
una luz nueva. Aquí tampoco hay reglas
que rijan el procedimiento. El
tratamiento es a veces tan extenso que
convierte a la coda en una especie de
segunda sección de desarrollo, aunque
siempre conducente a una sensación de
epílogo y conclusión.
Este resumen de la forma allegro de
sonata solamente tendrá valor para el
lector si éste lo aplica a la audición de
obras concretas. Como un ejemplo entre
muchos, escogí la Sonata Waldstein
para piano, Op. 53, de Beethoven, y
cuyo análisis se encontrará en el
apéndice III. Para que un análisis de esta
clase sea de provecho, será necesario
oír la obra una y otra vez. Mi
experiencia me ha enseñado que no
conozco a fondo una obra mientras no
soy capaz de cantármela mentalmente,
de volverla a crear, por decirlo así, en
mi imaginación. No hay mejor modo de
apreciar en verdad las diferencias entre
el mero esquema diagramático de una
forma y el contacto con los cambios
caleidoscópicos de un organismo vivo.
Es como la diferencia que hay entre leer
una descripción de la fisonomía de un
ser humano y conocer a un hombre o a
una mujer de carne y hueso.
La sinfonía
Aunque no constituya una forma
independiente, distinta de la sonata, la
condición actual de la sinfonía es tal que
sería imposible pasarla por alto sin más
examen. No nos es posible, en realidad,
oír un programa orquestal, sea en la sala
de conciertos, sea por radio, sin que
topemos con alguna de las sinfonías del
repertorio usual. Recordemos, empero,
que esas obras no ofrecen problemas
específicos diferentes de los arriba
bosquejados.
Al contrario de lo que sería de
esperar, la sinfonía tuvo su origen no en
formas instrumentales como el concerto
grosso, sino en la obertura de la
primitiva ópera italiana. La obertura, o
sinfonía, como se la llamaba tal como la
perfeccionó
Alessandro
Scarlatti,
constaba de tres partes: rápida-lentarápida, presagiando así los tres tiempos
de la sinfonía clásica. Hacia 1750 la
sinfonía acabó por desprenderse de la
ópera que le había dado el ser y llevar
una vida independiente en la sala de
conciertos. Karl Nef, en su Esquema de
la historia de la música, describe así lo
sucedido: «Una vez que la sinfonía de
teatro fue trasladada a la sala de
conciertos, se apoderó del mundo
musical una verdadera manía de tocar
sinfonías. Los compositores nunca
publicaban menos de una docena cada
vez. Muchos de ellos escribieron cien y
aún más; la suma total ascendió a
muchos miles. En tales circunstancias,
sería vano intentar descubrir al hombre
que haya fundado el nuevo estilo. Fueron
muchos
los
compositores
que
colaboraron en el nuevo movimiento; en
la primera época, italianos, franceses y
alemanes.»[35]
La mejor orquesta de entonces fue la
sostenida en Mannheim de 1743 a 1777.
Allí los precursores de Haydn y Mozart
inventaron muchos rasgos de la sinfonía
de más tarde, tales como el crescendo y
el diminuendo orquestales y una mayor
flexibilidad del tejido orquestal. La
textura general fue más homofónica,
sirviéndose del carácter ligero, cantable
del estilo operístico, más que de la
grave manera contrapuntística del
concerto grosso.
Fue ésta la base sobre la que Haydn
perfeccionó gradualmente el estilo
sinfónico. No debemos olvidar que
algunos de sus logros más importantes
en ese terreno fueron creados después
de muerto Mozart y tras un largo periodo
de gestación y madurez. La sinfonía la
dejó redondeada como forma artística,
capaz de ulterior desarrollo, pero no de
mayor perfección dentro de los límites
de su propio estilo.
El camino quedaba abierto para las
famosas Nueve de Beethoven. La
sinfonía perdió toda conexión con sus
orígenes operísticos. La forma se
amplió, el ámbito emocional se
ensanchó, la orquesta piafó y tronó en
forma completamente nueva e inaudita.
Beethoven creó sin ayuda un coloso que
sólo él pareció capaz de domeñar.
Porque los compositores del siglo
XIX que le sucedieron —Schumann y
Mendelssohn— escribieron una sinfonía
menos titánica. A mediados del siglo la
sinfonía se encontró en peligro de
perder su hegemonía en el terreno
orquestal.
Aparentemente,
los
modernistas Liszt, Berlioz y Wagner
consideraban la sinfonía como una
antigualla, a menos de combinarla con
alguna idea programática o de
incorporala en esencia al drama
musical. Fueron los conservadores como
Brahms, Bruckner y Tchaikovsky
quienes defendieron lo que comenzaba a
parecerse mucho a una causa perdida.
Durante esa época se introdujo una
innovación importante en cuanto a la
forma sinfónica, a saber, la llamada
forma cíclica de la sinfonía. César
Franck tuvo especial predilección por
ese procedimiento. Era un intento de
ligar las diversas partes de la obra por
medio de la unificación del material
temático. Unas veces es un tema «mote»
que se oye cuando menos se espera en
los diferentes tiempos de la sinfonía,
dando la impresión de un único
pensamiento unificador. Otras veces —y
esto es más exactamente la forma cíclica
— todo el material temático de toda una
sinfonía se puede derivar de solos unos
cuantos temas principales que se
metamorfosean por completo a medida
que avanza la obra, de suerte que lo
presentado primeramente como un
sobrio tema de introducción se
transforma en la melodía principal del
scherzo y, análogamente, en tiempo lento
y en finale.
El que la forma cíclica no haya
tenido mayor aceptación se debe,
probablemente, a que no satisface la
necesidad de una lógica musical dentro
de cada uno de los tiempos. Es decir,
que la unificación de todo el material
temático es sólo un expediente, más o
menos interesante según el ingenio con
que lo utilice el compositor; pero la
sinfonía ¡todavía hay que escribirla! Los
problemas de forma y sustancia con que
hay que luchar siguen siendo los mismos
y, en comparación con ellos, el derivar
de una sola fuente todo el material no es
más que un detalle. Después de Franck
usó la forma cíclica su alumno y
discípulo Vicent d’Indy, y, más
recientemente, la utilizó Ernest Bloch en
más de una obra.
Hasta hace unos cuantos años
prevaleció la impresión de que los
compositores
modernos
habían
abandonado la forma sinfonía. No hay
duda de que el interés por esa forma se
enfrió entre las figuras más importantes
de los 20 primeros años del presente
siglo. Debussy, Ravel, Schöenberg y
Béla Bartók no escribieron sinfonías en
sus años maduros. Pero después la cosa
cambió. Hoy se están escribiendo otra
vez sinfonías, a juzgar por las obras de
franceses como Roussel y Honegger,
rusos como Miaskovsky (con quince a su
crédito), Prokófiev y Shostakovich,
ingleses como Bax, Vaughan Williams y
Walton; norteamericanos como Harris,
Sessions y Piston[36]. No hay que olvidar
un hecho más; que aun durante el
periodo de su supuesta decadencia, la
forma sinfónica siguió siendo usada por
compositores tan acérrimos como
Mahler y Sibelius. El que justamente
ahora comiencen sus obras a encontrar
lugar en el repertorio usual de las
entidades sinfónicas puede ser indicio
de un resurgimiento del interés por esa
forma.
Mahler y Sibelius han sido más
intrépidos que algunos de sus sucesores
en su tratamiento de la sinfonía. Mahler
trató como un desesperado de hacer la
sinfonía más grande de lo que era.
Agrandó las dimensiones de la orquesta
en proporciones gigantescas, aumentó el
número de los tiempos, introdujo la
masa coral en la Segunda y la Octava y,
en general, tomó a su cargo el continuar
las tradiciones de la sinfonía
beethoveniana. Se le acusó con acritud
de ser un poseur irremediablemente
descarriado en sus pretensiones. Pero el
poder escoger algunos de los diversos
tiempos de sus nueve sinfonías, por mi
parte estoy seguro de que su posición
será algún día equivalente a la de
Berlioz. Sea como fuere, en su obra
podemos encontrar el origen de nuevas
texturas contrapuntísticas y nuevos
colores orquestales sin los cuales sería
inconcebible la sinfonía moderna.
Sibelius manejó libremente la forma,
en especial en sus sinfonías Cuarta y
Séptima. Esta última pertenece a la rara
especie de las sinfonías en un solo
tiempo. Mucho se ha escrito sobre el
magistral desarrollo dado por Sibelius a
la forma sinfónica. Pero habría que ver
si su desviación de la norma usual no
habrá sido tan grande que casi haya roto
con el modelo del siglo XIX. Tengo la
sospecha de que la Séptima, a pesar de
su nombre, está, en cuanto a forma, más
próxima al poema sinfónico que a la
sinfonía. Sea como fuere, hay que
recordar, desde el punto de vista del
oyente lego, que los tiempos de Sibelius
no están construidos convencionalmente
y dependen del crecimiento orgánico
gradual de un tema que da lugar a otro,
más bien que del contraste entre dos
temas. En sus mejores momentos, la
música parece como si floreciese
partiendo a menudo de un comienzo
nada prometedor.
Si es posible alguna generalización
acerca del manejo de esa forma por los
más nuevos compositores, podrá
afirmarse que la sinfonía, en cuanto
colección de tres o más tiempos
distintos, tiene aún una vigencia tan
firme como siempre. Sigue sin haber
nada inferior o casual en cuanto a la
forma. Ésa es aún la forma en la que el
compositor trata de aprehender las
grandes emociones. Si es que se pueden
columbrar
algunos
cambios
fundamentales, serán probablemente
cambios en la disposición estructural
interna de los tiempos aisladamente
considerados.
En
ese
sentido
restringido, la forma es más libre: los
materiales se presentan de una manera
menos rigurosa, la separación entre los
grupos primero, segundo y conclusivo es
mucho menos clara, si es que existe
siquiera; nadie puede predecir la
naturaleza de la sección de desarrollo ni
la extensión de la recapitulación, si es
que la hay. Por eso la sinfonía moderna
es más difícil de escuchar que los
ejemplos más antiguos de esa forma,
más plenamente digeridos para nosotros.
Está claro que la sinfonía, y con ella
la forma allegro de sonata, todavía no
han muerto. A menos que todos los
signos sean engañosos, ambas tendrán
una sana descendencia.
5. Las formas Libres
El preludio, el poema
sinfónico
Para tener alguna idea de en qué
consiste una forma libre hemos de saber
lo que es una forma rigurosa. En los
cuatro
capítulos
anteriores
se
resumieron las formas fundamentales
pertenecientes a la variedad rigurosa.
Descubrimos que la mera descripción de
la armazón estructural externa de una
pieza no encierra la verdadera forma
interna de esa pieza; que el compositor
usa libremente de todos los moldes
formales, de suerte que se puede decir
que depende y al mismo tiempo no
depende de ellos.
Todas las formas que no tienen como
punto de referencia uno de los moldes
formales
acostumbrados
son
técnicamente formas «libres». Pero
ponemos la palabra «libre» entre
comillas
porque,
hablando
con
propiedad, no hay lo que se llama una
forma musical absolutamente libre. Por
muy libre que sea una pieza siempre
será preciso que tenga sentido como
forma. Todo eso es obvio; es cierto en
cualquier arte y especialmente cierto en
la música, en la que tan fácil es que se
pierda la sensación de coherencia. Por
tanto, aun en las llamadas formas libres,
ha de haber ciertamente algún plan
formal básico, aun cuando éste puede no
tener relación con ninguno de los moldes
normales que hasta ahora hemos
examinado.
Ciertos tipos de composición
parecen avenirse más naturalmente que
otros con formas que son libres. Así, por
ejemplo, las obras vocales suelen entrar
en esa categoría a causa de la necesidad
de seguir la letra. La Misa, por ejemplo,
a pesar de estar predeterminadas las
líneas generales de sus diversas partes,
tiene posibilidades de variedad casi
ilimitadas. Un compositor puede
escribir un Kyrie muy breve, mientras
que otro lo puede estirar para que dure
quince minutos. En general, las
composiciones vocales son más «libres»
de forma que las obras instrumentales.
De las piezas instrumentales, hay
más probabilidades de que las obras
para piano y para orquesta estén en
formas «libres» que no la música de
cámara. Eso puede ser debido a que las
formas libres se utilizan muy
frecuentemente en conexión con ideas
extramusicales, y la música de cámara
casi siempre encaja en la categoría de la
llamada «música absoluta»[37].
Es muy natural que, si el compositor
parte de una idea extramusical,
encuentre demasiado estrechos para sus
propósitos los patrones estereotipados
de las formas usuales. A muchos
ejemplos nuevos de forma «libre» puede
atribuírseles ese origen.
Evidentemente
es
imposible
generalizar acerca de las formas
«libres». Sin embargo se puede decir
con seguridad
que
hemos
de
encontrarlas probablemente en uno de
estos dos tipos de composición: el
preludio y el poema sinfónico.
El preludio
Preludio es un término muy vago que
designa una gran variedad de piezas,
generalmente escritas para piano. Como
título puede significar casi cualquier
cosa, desde una pieza tranquila,
melancólica, hasta una larga pieza
virtuosística y aparatosa. Pero en cuanto
forma, encontraremos que pertenece, por
lo general, a la categoría de «libre».
Preludio es el nombre genérico de
cualquier pieza de estructura formal no
demasiado precisa. Muchas otras piezas
que llevan otros nombres pertenecen a la
misma categoría, piezas llamadas
fantasía, elegía, impromptu, capricho,
aria, estudio y demás. Las piezas tales
como ésas pueden tener la forma
rigurosa A-B-A o pueden estar tratadas
«libremente». Por tanto, el oyente tendrá
que estar alerta si espera seguir la idea
estructural del compositor.
Bach escribió muchísimos preludios
(muy a menudo seguidos de una fuga
como contrapeso), muchos de los cuales
tienen forma «libre». Ésos son los que
Busoni señaló como ejemplo del camino
que a su juicio debiera seguir la música.
En esos preludios «libres» consiguió
Bach una unidad de trazo, sea por la
adopción de un patrón de carácter bien
definido, sea por una progresión clara
de acordes que nos llevan del principio
al fin de la pieza sin utilizar ninguna
repetición de los materiales temáticos.
Frecuentemente se combinan ambos
métodos. Con esos medios crea Bach
una sensación de fantasía libre y de
resuelta libertad de trazo que sería
imposible de lograr dentro de una forma
rigurosa. Cuando se oyen esas piezas se
tiene la convicción de que Busoni estaba
muy en lo cierto al decir que los futuros
problemas en el manejo de la forma
musical van ligados a esa bachiana
libertad de forma.
Un ejemplo excelente es el Preludio
en si bemol mayor del Clave bien
temperado, Libro I, de Bach. Aquí no se
trata de temas y de su organización por
secciones. La música comienza como se
muestra en la página siguiente.
Al llegar a medio camino, Bach
abandona su dibujo por una serie de
acordes resonantes entremezclados con
roulades y pasajes escalísticos.
Solamente en el penúltimo compás hay
una referencia al dibujo del comienzo, y
aun allí tampoco hay una verdadera
repetición de notas, sino simplemente de
dibujo. El único signo externo de un
principio unificador en una pieza de esa
clase es la armazón formada por las
armonías. Otros ejemplos de especie
mucho más grande los encontraremos en
las Fantasías de Bach, por ejemplo, en
la Fantasía cromática y Fuga o en la
famosa Fantasía y Fuga en sol menor
para órgano. Particularmente en sus
grandes obras para órgano, Bach crea
una sensación extraordinaria de
magnificencia valiéndose de ese tipo
más libre de estructura.
Durante la mayor parte del siglo
XIX, los compositores escribieron en
forma de fácil identificación. Eso se
debió, sin duda, a la gran variedad que
se pudo lograr dentro de los límites de
la forma tripartita y de la forma allegro
de sonata. Pero aun después, dentro ya
de este siglo, con el advenimiento de
Richard Strauss —el cual ciertamente se
preocupó en sus grandes obras
orquestales de los problemas de las
formas «libres»— el énfasis sigue
estando en el enunciado y pleno
desarrollo de los temas.
Creo que mucho del renacimiento
del interés por las formas «libres» se
puede atribuir a la influencia de
Debussy. Tenía éste pocos antecedentes
en la música de su tiempo para la
manera sumamente personal con que
trabajó las formas pequeñas. Sin
depender de ningún modelo conocido,
compuso veinticuatro Preludios para
piano, cada uno de los cuales tiene su
propio carácter formal. Cada nuevo
Preludio significó inventar una nueva
forma, pues la escritura de uno no
ayudaba a la creación del siguiente. No
es de extrañar que la producción de
Debussy haya sido relativamente
pequeña.
Exactamente igual que en el caso del
dibujo-patrón de Bach, Debussy usa a
veces una menuda figura, o motivo,
como ayuda para dar unidad a la pieza.
Tomemos, por ejemplo, el preludio para
piano titulado Pasos en la nieve (Des
pas sur la neige). Aquí el menudo
motivo se mantiene firmemente como
fondo a lo largo de toda la pieza. Es un
ritmo único de dos notas, la segunda de
las cuales está situada melódicamente un
grado por encima de la primera, así[38]:
Por encima de esa figura
misteriosamente evocadora se oye una
melodía espectral y fragmentaria,
típicamente debussiana. Obsérvese que
la melodía no se repite nunca; en lugar
de eso, parece surgir espontáneamente a
la vida, poco a poco, por una serie de
vacilaciones e impulsos secretos, hasta
producir, delicada pero seguramente,
una sensación de consumación. La pieza,
ciertamente, tiene unidad, pero los
medios unificadores son completamente
distintos de los utilizados por los
predecesores de Debussy.
Desde el tiempo de Debussy la
forma ha tendido a una libertad cada vez
mayor, hasta el punto de presentar ahora
serios obstáculos para el auditor
profano. Dos cosas hacen fácil de
escuchar la música: la melodía clara y
la abundancia de repeticiones. La
música nueva contiene melodías más
bien recónditas y evita las repeticiones.
Una tendencia se ha afirmado opuesta a
la repetición: el afán de condensación.
Esa tendencia se la puede ver
clarísimamente en las Piezas para
piano, Op. 19, de Arnold Schöenberg,
obra perteneciente a la época media del
compositor. Es tan intensa la emoción en
cada una de esas piececitas para piano
que toda repetición es inconcebible. Hay
veces que no se puede hablar de tema:
un ritmo menudo en una pieza, un solo
acorde en otra, son suficientes para
apoderarse del oyente. Cuando hay
melodía, ni ésta es fácil de comprender,
ni se detiene nunca para volver sobre lo
andado. No es extraño, pues, que los
auditores encuentren que Schöenberg es
difícil de tragar. En general, yo diría que
la mitad de la dificultad de los
aficionados para entender la llamada
música moderna proviene de no
comprender cómo está compuesta la
música.
El poema sinfónico
Una de las razones de nuestra actual
libertad de forma muy bien puede haber
sido la creación del poema sinfónico. El
poema sinfónico[39] suscita la cuestión
de la música de programa, la cual es lo
primero que hay que dilucidar.
El lector deberá tener idea clara de
la diferencia que hay entre la música de
programa, que es la música relacionada
de algún modo con una historia o una
idea poética, y la llamada música
«absoluta», que es la que no tiene
connotaciones extramusicales[40]. La
idea de usar de la música como medio
de describir algo ajeno a ella es
perfectamente natural, casi pueril. En
realidad es bastante antigua, pues hasta
los compositores del siglo XVII tuvieron
inclinación
a
describir
cosas
musicalmente[41]. Las batallas fueron un
tema favorito; también la imitación de
animales gozó de gran favor, aun antes
del florecimiento de la música
instrumental. Kuhnau, un predecesor de
Bach y Händel, se hizo justamente
famoso por sus Sonatas bíblicas, en las
que se pintan realistamente historias
bíblicas tales como la muerte de Goliath
por David. El notable Chant des
oiseaux (El canto de los pájaros) de
Jannequin es un excelente ejemplo de lo
que podía hacer un compositor del siglo
XVI en cuanto a imitar las voces de los
pájaros por medio de un coro de seres
humanos.El parloteo de las mujeres[42]
fue otro de los temas que ese compositor
abordó. De modo que el lector verá que
la idea no es nueva.
Pero hasta el siglo XIX los
compositores no fueron realmente
capaces de describir bien las cosas. La
música se hizo cada vez menos ingenua.
Hoy día, si se quiere reproducir
musicalmente una batalla, contando con
la orquesta moderna, lo probable es que
se cree un cuadro realista bastante
desagradable. En otras palabras, el
siglo XIX desarrolló los medios para una
descripción musical más exacta de los
sucesos extramusicales. Quizás el
desarrollo de la ópera haya sido también
responsable del interés que sintieron los
músicos por el poder descriptivo de la
música. Tampoco debemos olvidar la
influencia del movimiento romántico.
Para el compositor romántico no bastaba
con escribir una pieza triste; necesitaba
que supiésemos quién era el que estaba
triste y las circunstancias particulares de
su tristeza. Por eso es por lo que
Tchaikovsky no se contentó con escribir
una obertura sin título en la que hubiese
un bello segundo tema, sino que la llamó
Romeo y Julieta y de ese modo designó
aquel tema como el motivo del «amor de
Romeo por Julieta».
Beethoven mismo, como lo atestigua
la Sinfonía pastoral, se sintió atraído
por la idea de describir en términos
musicales acontecimientos extraños a la
música. El suyo fue uno de los primeros
ejemplos
de
música
orquestal
descriptiva. Lo que Beethoven inició en
su Sexta Sinfonía como obra
excepcional, lo hizo Berlioz base de
toda una carrera. La Sinfonía fantástica
es un ejemplo pasmoso del progreso
logrado en el siglo XIX por la habilidad
de los compositores para describir
gráficamente no sólo escenas guerreras
o pastoriles, sino también cualquier otro
suceso o idea que decidiesen
representar.
Hablando en términos generales, hay
dos clases de música descriptiva. La
primera corresponde a la calificación de
descripción literal. El compositor desea
reproducir el sonido de las campanas en
la
noche.
Por
tanto,
escribe
determinados acordes, para orquesta o
para piano o para cualquier otro medio
sonoro que esté utilizando, los cuales
realmente suenan como las campanas en
la noche. En ese caso tenemos una cosa
real imitada realistamente. Un ejemplo
famoso de esa clase de descripción
musical es el pasaje de un poema
sinfónico de Strauss, en el que el
compositor imita balidos de ovejas y
carneros[43]. La música en ese caso no
tiene otra raison d’être que la mera
imitación.
El otro tipo de música descriptiva es
menos literal y más poético. No se trata
de describir una determinada escena o
acontecimiento; lo que el compositor
desea es comunicar al oyente ciertas
emociones suscitadas en él por alguna
circunstancia externa. Pueden ser las
nubes, o el mar, o una feria campesina, o
un aeroplano; pero el caso es que, en
lugar de una imitación literal, tenemos
una transcripción músico-poética del
fenómeno tal como se refleja en el
espíritu del compositor. Eso constituye
una forma más elevada de la música de
programa. El balido de las ovejas
siempre sonará al balido de las ovejas,
pero
una
nube
representada
musicalmente deja más en libertad a la
imaginación.
Un principio hay que tener muy
presente: por muy programática o
descriptiva que sea la música, ésta
siempre deberá existir solamente en
términos musicales. No permitamos
nunca al compositor que nos justifique
su pieza con la historia en ella
contenida. Que la protagonista encuentre
un fin prematuro no es razón suficiente
para dar un final lento a la pieza. Ese
final lento deberá estar justificado
también por el contenido musical. En
una palabra, el interés de la historia no
puede nunca ocupar el puesto del interés
musical, ni puede nunca convertirse en
una excusa de los procedimientos
musicales. La música ha de ser capaz,
de mantenerse en pie por sí misma, de
suerte que no sea cercenado el goce de
la persona que la oiga sin conocer el
argumento. En otras palabras, el
argumento no debe ser nunca otra cosa
que un atractivo que se añade. Romeo y
Julieta es una de las mejores piezas de
Tchaikovsky, aunque no conozcamos
cómo se titula. El primer tema es
dramático y conmovedor y está bien
tejido. Si por casualidad sabemos que
simboliza la lucha entre las casas
rivales de Montesco y Capuleto, puede
que el tema nos parezca más pertinente,
pero al mismo tiempo eso limita su
capacidad de herir nuestra imaginación.
Éste es el peligro que corre toda música
de programa. Seguramente que, a causa
de ello, los compositores no escriben
hoy día tanta música de programa como
se solía a fines del siglo pasado.
Es bastante sorprendente que una
cantidad considerable de la música de
programa esté escrita en una u otra de
las formas fundamentales. Puesto que el
compositor describe alguna cosa, era de
esperar
que
la
forma
fuese
necesariamente
libre.
Pero
con
frecuencia no es ése el caso. Sobre todo
al comienzo, el poder de la música
absoluta y de sus moldes formales era
demasiado fuerte para que se hiciese
caso omiso de él. Así, la Sinfonía
pastoral de Beethoven es en primer
lugar una sinfonía y sólo en sentido
secundario una sinfonía pastoral.
Análogamente, el apasionado drama de
Romeo se ajusta con sorprendente
facilidad a la forma regular del allegro
de sonata, con su introducción, primer
tema y segundo tema, desarrollo y
recapitulación. No fue sino hasta Strauss
y Debussy cuando los compositores
tuvieron el valor de abandonar las
formas rigurosas en favor de una mayor
fidelidad
a
sus
intenciones
programáticas. El comienzo de esa
mayor libertad fue, por supuesto, la
creación del poema sinfónico, una de las
pocas formas nuevas del siglo XIX.
Liszt es considerado generalmente
como el creador del poema sinfónico.
Escribió trece, algunos de los cuales
todavía se ejecutan. Liszt comprendió
que una idea poética, si había de ser
expresada con propiedad, no podía
confinarse dentro de los límites de las
formas rigurosas, ni aun aplicándolas
del modo en que lo hizo Berlioz, en sus
sinfonías programáticas. La solución de
Liszt fue el poema sinfónico en un solo
tiempo, con una explicación previa
impresa en la partitura. Su ejemplo lo
siguieron
otros
compositores,
especialmente Saint Saëns, César
Franck, Paul Dukas, Tchaikovsky,
Smetana, Balakiref y multitud de
músicos menores. No todos sus poemas
sinfónicos están en formas «libres».
Pero el principio quedaba establecido.
Entre 1890 y 1900 escribió Richard
Strauss una serie de poemas sinfónicos
que por su libertad y audacia
asombraron al mundo musical. Eran los
herederos lógicos de la idea de Liszt,
pero en un plano mucho más grande y
presuntuoso. El primitivo poema
sinfónico era análogo a un tiempo suelto
de una sinfonía, pero el poema sinfónico
straussiano es más bien el equivalente
de una sinfonía de cuerpo entero. A
pesar de evidentes debilidades —que
pueden afectar con el tiempo su posición
actual, aparentemente sólida dentro del
repertorio sinfónico—, esas obras
constituyen notables hazañas. Como
representación pictórica, tienen pocos
rivales y como tratamiento de las formas
libres fueron las primeras en su clase.
Incluso cuando se apoyan en alguna de
las formas rigurosas, tales como el
rondó (Till Eulenspiegel) o la variación
(Don Quijote), el manejo de los
materiales es tan poco convencional que
constituye en realidad una forma libre.
En Ein Heldenleben (Una vida de
héroe) o Also sprach Zarathustra (Así
hablaba Zaratustra), cuya forma se
puede decir que está construida por
secciones, el mero tamaño es tan grande
que hace peligrosamente inestable la
composición. Está por ver si la mente
humana puede en realidad relacionar
entre sí los diversos momentos de una
forma libre que dura más de cuarenta
minutos sin interrupción. Como quiera
que sea, eso es lo que Strauss pide de
nosotros. Para comprender como es
debido el contorno formal de un poema
sinfónico de Strauss serían necesarias
más explicaciones de las posibles
dentro de los límites de este libro.
El poner al día la idea programática
es un asunto muy sencillo. Todo lo que
se necesita para ello es describir en
términos musicales algún fenómeno
típicamente moderno, tal como una
fábrica o una lancha de carreras
aerodinámica. Con eso es bastante fácil
dar a la vieja idea un especioso aire de
modernidad. Como ya dije, los nuevos
compositores no han escrito mucha
música de programa. Hubo excepciones,
sin embargo. A Arthur Honegger le
correspondió una cantidad considerable
de notoriedad por su breve pieza
orquestal titulada Pacific 2-3-1. El título
se refiere a un determinado tipo de
locomotora conocido por ese nombre en
Europa. Honegger se aprovechó de
cierta analogía que hay entre el lento
arranque de un tren, su gradual aumento
de velocidad, su veloz carrera a través
del espacio, su aminorar la velocidad
hasta pararse… y la música. El
compositor se las arregla muy bien para
dar al oyente la impresión del silbido
del vapor y del chogchog de la máquina
y, al mismo tiempo, escribir una pieza
sólidamente construida con melodías y
armonías como cualquier otra. Pacific
2-3-1 es un excelente ejemplo de la
música de programa moderna; si no es
una gran pieza de música, ello se debe
más bien a la baja calidad de una parte
del material temático que al tratamiento
de la idea programática misma.
La música de programa, en ese
sentido literal, está aparentemente en
decadencia. Honegger escribió una
segunda pieza programática titulada
Rugby, Mossolov escribió su Fundición
de acero; otros compositores utilizaron
como materia de descripción musical
campeonatos,
pistas
de
patinar,
estaciones de radio, fábricas Ford,
almacenes de a cinco y diez centavos.
Pero, por una parte, la tendencia a
alejarse de la música impresionista y,
por otra, el impulso hacia el
neoclasicismo han dejado con pocos
partidarios, relativamente, a la música
de
programa.
Hoy
días
los
compositores, o la mayoría de ellos,
prefieren no mezclar sus categorías: o
escriben sin rodeos obras teatrales o
escriben música absoluta. Pero nadie
puede profetizar si podrá recrudecerse o
no el interés por la música de programa.
Los nuevos instrumentos eléctricos,
cuando
estén
suficientemente
perfeccionados, abrirán, sin duda,
nuevas posibilidades al poder imitativo
de la música.
8. La ópera y el
drama musical
Hasta aquí, la cuestión de escuchar de
modo inteligente se consideró tan sólo
en relación con la música que
corresponde a lo que se denomina
música de concierto. Por extraño que
parezca, la música, que es un fin en sí
misma, que no tiene conexión con
ninguna idea extramusical, no es un
fenómeno
natural
como
parece.
Ciertamente, la música no nació como
música de concierto. Sólo después de un
desarrollo histórico que duró siglos fue
cuando la música escuchada por lo que
ella es pudo parecer bastarse a sí
misma.
Por otra parte, la música teatral es,
en comparación, una cosa perfectamente
natural. Sus orígenes se remontan hasta
la música ritual primitiva de la tribu
salvaje o el canto religioso del drama
sacro medieval. Aun hoy, la música
escrita para acompañar un drama, una
película o un ballet parece explicarse
por sí misma. La única forma de música
teatral que en todo caso está sujeta a
controversia, y por tanto necesita alguna
explicación, es la forma operística.
La ópera es en nuestros días una
forma artística de reputación un tanto
dudosa. Hablo, naturalmente, de la
opinión de la élite, musical. Pero eso no
siempre fue así. Hubo un tiempo en que
a la ópera se la consideró como la forma
más avanzada de todas. Pero luego,
hasta hace muy poco, fue usual entre la
élite hablar de la forma operística con
una cierta condescendencia.
Hubo varias razones para el
descrédito en que cayó la ópera. Entre
las principales figuraba la circunstancia
de llevar la ópera consigo la «mácula»
de Wagner. Durante por lo menos treinta
años después de su muerte, la totalidad
del mundo musical estuvo haciendo
heroicos esfuerzos por arrojar de sí el
terrible impacto de Wagner. Esto no es
un baldón para su música. Quiere decir
sencillamente que cada generación debe
crear su propia música, y eso era cosa
muy difícil de lograr, particularmente en
la ópera, inmediatamente después de
Wagner.
Además, y aparte por completo el
drama musical wagneriano, se puede
decir en rigor que el público que
rebañegamente se congregaba para oír
ópera poco favor le hacía a ésta. Por un
lado, acabó asociado con lo que a veces
se denominó «público de barberos», una
fauna musical para la que el verdadero
arte de la música se suponía que era un
libro cerrado. Por otro lado, estaba el
«público de la buena sociedad», que
convertía la ópera en un lugar de recreo
a la moda y la veía solamente bajo su
aspecto circense.
Además,
el
repertorio
que
generalmente se representaba estaba
formado en su mayor parte por «lo de
siempre», piezas espectaculares pasadas
de moda, capaces de despertar asombro
solamente en el ánimo de un magnate del
cine. ¿Cómo se habría podido pensar en
inyectarle a esa situación una ópera
nueva escrita en el estilo más moderno
de los años veinte, aun cuando esa
música nueva, revolucionaria, ya
estuviese invadiendo las salas de
conciertos? Para la élite musical toda
música de pretensiones serias parecía
automáticamente proscrita de los teatros
de ópera. Si por algún feliz accidente
llegaba una obra nueva a la escena, era
más que probable que se la encontrase
demasiado esotérica para el auditorio,
eso si no se la había aniquilado
previamente con los artificios del
montaje operístico convencional.
Ésas son algunas de las razones de
la poca estima en que tenían a la ópera,
en cuanto forma, las personas que
tomaban la música en serio. Pero
alrededor de 1924 comenzó un
renacimiento del interés por la ópera, el
cual tuvo su origen en Alemania. Todas
las pequeñas ciudades de Alemania
tienen un teatro de ópera. Por aquel
tiempo se dijo haber no menos de diez
escenarios de ópera de primera clase y
veinte de segunda, que funcionaban
durante la mayor parte del año. No hay
que olvidar que en Alemania la ópera
ocupa el lugar que entre nosotros tienen
la comedia musical, el cine y el teatro
juntos. Todo buen ciudadano tiene su
abono semanal a la ópera, de suerte que
era casi un deber social para la ópera el
renovarse como forma. Además, los
editores de música hicieron mucho para
alentar la composición de nuevas obras
operísticas. Una ópera de verdadero
éxito producía grandes utilidades, tanto
a los autores como a los editores. Los
compositores tenían, pues, mucho
estímulo para escribir óperas, y los
editores para imprimirlas, además de la
ventaja de un público de posguerra
interesado por meterse en nuevas
aventuras operísticas fuera del sendero
convencional. No tardó mucho en
propagarse el interés a otros países, y
hasta nuestro Metropolitan rindió
pleitesía tibiamente a la nueva ópera con
alguna que otra representación de una
obra moderna representativa.
Si se ha de convencer al lector de
que hay alguna justificación para la vida
infundida nuevamente a la ópera, será
necesario que comprenda un poco la
ópera como forma. Estoy seguro de que
muchos de mis lectores tienen la
convicción de que la ópera es una forma
estúpida, y por su gusto, y si pueden
evitarlo, jamás van a una representación
operística. Veamos lo que se puede
decir para demoler ese prejuicio.
La primera consideración que se ha
de hacer, y en la que nunca se hará
demasiado hincapié, es que la ópera está
atada de pies a cabeza por la
convención. Por supuesto que la ópera
no es la única forma artística que está
atada así. El teatro, por ejemplo,
pretende que la cuarta pared de un
aposento está allí y que nosotros, de
algún modo milagroso, estamos
contemplando escenas de la vida real.
Los niños que van por primera vez al
teatro se imaginan que todo lo que allí
ocurre son sucesos reales; pero
nosotros, las personas mayores, no
tenemos inconveniente en aceptar como
real la convención escénica, aunque
sabemos muy bien que los actores no
hacen más que fingir. La cuestión es que
la ópera también tiene sus convenciones,
y aun mayores que el teatro. Será
importante para nosotros comprender
hasta qué punto aceptamos la
convención en el teatro, si es que hemos
de ceder en nuestra resistencia a aceptar
la convención aún mayor de la ópera.
En un sentido, una ópera es
simplemente un drama cantado en vez de
un drama hablado. Ésa es la primera
convención,
completamente
en
desacuerdo con la realidad. Pero hay
más, el drama no se canta continuamente
(por lo menos hasta el tiempo de
Wagner), sino que se divide en piezas
musicales dispuestas y contrastadas con
regularidad, lo cual lo aleja todavía más
de toda conexión con la realidad que se
supone estar describiendo. Además, la
historia que allí se narra suele ser de
una simpleza tal que difícilmente podría
exagerarse. Nunca nada sensato parece
tener lugar en el escenario de ópera. Ni
la actuación de los cantantes concurre a
hacer un poco menos tonto el libreto,
que es como se le llama al libro de la
ópera.
Finalmente, está la cuestión del
recitativo —esa parte de la ópera que no
es ni hablada ni cantada, sino más bien
cantada a medias— que va narrando el
argumento (especialmente en las viejas
óperas), sin ningún esfuerzo por
estimular el interés musical. Cuando la
ópera se canta en un idioma
desconocido del auditor, como es el
caso de la mayoría de las óperas en los
países de habla inglesa, esos trozos de
recitativo pueden ser sumamente
fastidiosos. Esos hechos vienen a
demostrar que la ópera no es una forma
realista de arte, y no se debe exigir que
lo sea. En realidad, no hay nadie más
molesto que esas personas que en arte
solamente pueden comprender el
realismo. El no creer nunca nada de lo
que vemos, a menos que parezca real,
demuestra una mentalidad artística un
tanto baja. Debemos estar dispuestos a
admitir que las cosas simbólicas
también
reflejan
realidades
y
proporcionan a veces mayor placer
estético que las meramente realistas. El
teatro de ópera es un buen lugar donde
poder hallar esos placeres de orden más
simbólico. En resumidas cuentas, lo que
traté de expresar es que, para disfrutar
de lo que sucede en el teatro de ópera se
debe comenzar por aceptar sus
convenciones.
Es sorprendente que todavía algunas
personas consideren la ópera como una
forma muerta. Lo que la hace
diferenciarse tanto de las demás formas
musicales es su condición de incluirlo
todo. En sí misma contiene casi todos
los medios de expresión musical: la
orquesta sinfónica, la voz solista, el
conjunto vocal, el coro. El carácter de la
música puede ser ya serio, ya ligero, o
ambas cosas dentro de la misma obra.
La ópera puede contener música de
naturaleza sinfónica o «absoluta» y
puede ser puramente descriptiva y
programática. La ópera contiene también
ballet, pantomima y drama. Pasa
fácilmente de una cosa a otra. En otras
palabras, es casi imposible imaginar
algún tipo de arte musical o teatral que
no se sienta en la ópera como en su
propia casa.
Pero a eso se añade el fausto
espectacular que sólo la ópera a su
modo puede ofrecer. Es teatro en gran
escala: multitud de personas en la
escena, magnificencia de las luces,
vestidos y decoraciones. El compositor
al que no atrae semejante medio muy
poco teatralismo tiene en el alma. Pero
algunos tienen la mayoría de los
creadores, evidentemente, pues la ópera
ha fascinado a algunos de los
compositores más grandes del mundo.
El problema, al escribir una ópera,
es combinar todos esos elementos
dispares para que formen un todo
artístico. Es un problema que no tiene
nada de fácil. En realidad es imposible
escoger una ópera y decir: «¡Ésta es la
ópera perfecta! Aquí está la solución
para todos del problema de la forma.»
En un sentido, el problema no tiene
solución, pues es casi imposible igualar
y equilibrar los diferentes elementos de
una ópera de tal manera que se logre un
todo completamente satisfactorio. La
consecuencia ha sido, en la práctica, que
los compositores destaquen un elemento
a expensas de otro.
Eso se aplica particularmente al
texto literario de la ópera, como el
primero de los elementos con que
trabaja el compositor. Los compositores
de óperas han hecho en la práctica una
de estas dos cosas: o dieron a la letra un
papel preponderante y usaron la música
sólo como servidora del drama, o
sacrificaron francamente la letra y la
usaron tan sólo como percha para colgar
su música. De suerte que todo el
problema de la ópera se puede reducir a
la estrepada de la letra por un lado y de
la música por el opuesto. Es instructivo
el contemplar desde ese punto de vista
la historia de la ópera y observar cómo
los compositores, cada uno por sí
mismo, resolvieron ese problema.
El año de 1600 proporciona un
punto de partida conveniente, pues fue
por entonces cuando comenzó la historia
de la ópera. Fue ésta el resultado —por
lo menos así lo dicen los historiadores
— de las reuniones de ciertos
compositores y poetas en el palacio de
un tal Conde Bardi, en Florencia.
Recuérdese que hasta entonces la
música seria había sido casi por entero
coral y de naturaleza sumamente
contrapuntística e intrincada. De hecho,
la música había llegado a ser tan
contrapuntística, tan compleja, que era
casi imposible entender una palabra de
lo que estaban diciendo los cantores. La
«nueva música» iba a cambiar todo eso.
Nótense inmediatamente dos cualidades
fundamentales de la ópera en sus
mismos
comienzos.
Primera,
la
importancia dada a la letra, haciendo
que la música narre una historia.
Segunda, el aspecto «buena sociedad»
de la ópera desde su mismo principio.
(Cuarenta años pasaron antes de que se
abriese en Venecia el primer teatro
público de ópera.)
El propósito aparente de los
hombres que se reunían en casa del
Conde Bardi era la restauración del
drama griego. Deseaban volver a crear
lo que creían que había sucedido en el
teatro griego. Por supuesto que lo que
lograron fue una cosa completamente
distinta: la creación de una forma nueva
que estaba destinada a inflamar la
imaginación de artistas y auditorios en
las generaciones futuras.
El primer gran compositor de óperas
fue el italiano Claudio Monteverdi.
Desgraciadamente rara vez se dan hoy
día sus obras, y, si se representaran,
sorprenderían a nuestros actuales
aficionados a la ópera como poco más
que piezas de museo. Desde el punto de
vista ventajoso en que nos encontramos,
el estilo de Monteverdi resulta limitado
de recursos: consiste en su mayor parte
en lo que llamaremos recitativo. Hoy día
consideramos de poco interés el
recitativo de una ópera y aguardamos
siempre al aria que le sigue para
despabilarnos. Para nuestro modo de
ver, las óperas de Monteverdi están
exentas de arias, de modo que parecen
no ser otra cosa que un largo recitativo
con alguno que otro interludio orquestal.
Pero lo muy extraordinario del
recitativo de Monteverdi es su carácter.
Suena absolutamente a cosa verdadera,
está sentido de manera asombrosa. A
pesar de que aparece casi en los
mismísimos momentos de nacer la nueva
forma, nadie después de Monteverdi fue
capaz, de poner palabras en música de
un modo tan sencillo, conmovedor y
convincente. Al escuchar a Monteverdi
es necesario entender el significado de
la letra, pues es mucha la intención que
el compositor pone en ella. Lo mismo
sucede mucho después en la historia de
la ópera, cuando ciertos compositores
vuelven al ideal operístico de
Monteverdi.
La nueva forma artística, que tan
felizmente había comenzado, se extendió
gradualmente de Italia a otros países.
Primero pasó de Venecia a Viena y de
Viena a París, Londres y Hamburgo.
Ésos fueron los grandes centros
operísticos por los años de 1700. Para
entonces la ópera ya había virado con
respecto al prototipo monteverdiano. La
letra se volvió menos importante cada
vez, mientras se ponía todo el énfasis en
el lado musical de la ópera. La nueva
forma condensó en lo que ahora
consideramos como arias la emoción
despertada por la acción, y esas arias se
unieron por medio de pasajes de
recitativo. Pero no hay que confundir
esos
pasajes
con
la
especie
monteverdiana de recitativo; eran
recitativos
ordinarios,
prosaicos,
destinados meramente a narrar la
historia lo más rápidamente posible,
para poder llegar al aria siguiente. El
resultado fue una forma de ópera
consistente en una colección de arias
entremezcladas con recitativos. No
había ningún intento de pintar con la
música los sucesos que acaecían en la
escena. Eso había de venir después.
El gran compositor de óperas en el
siglo XVII fue Alessandro Scarlatti,
padre del clavecinista Domenico, cuyas
obras hemos comentado al examinar la
forma binaria. El modelo de ópera que
Scarlatti el viejo desarrolló lo
enlazamos ahora con las óperas de
Händel que habían de venir después. En
este tipo de ópera el argumento importa
poco, el drama es estático y la acción
desdeñable. Todo el interés se centra en
el cantante y la parte vocal, y la ópera se
justifica solamente por su atractivo
musical. Esa evolución resultó ser
peligrosa, pues no pasó mucho tiempo
sin que el natural deseo de los cantantes
de convertirse en el centro de la escena
condujese a serios abusos que hasta
ahora no han sido de ningún modo
extirpados por completo. La rivalidad
entre los cantantes llevó a añadir a la
línea melódica toda clase de gorgoritos
y perifollos con el único propósito de
exhibir las proezas del intérprete en
cuestión.
Lo que siguió era inevitable. Como
la ópera se había convertido en una
forma artística tan formalista y
antinatural, alguien tenía que surgir
como reformador. La historia de la
ópera está salpicada de reformadores.
Siempre hay alguien que trata de hacer a
la ópera más real de lo que fue en la
época inmediatamente anterior. El
campeón de la reforma que quería
corregir los abusos de la ópera
haendeliana fue, como se sabe,
Christoph Willibald von Gluck.
Gluck
mismo
había
escrito
muchísimas óperas en el estilo italiano
convencional de su tiempo, antes de
asumir el papel de reformador, de modo
que sabía de qué hablaba cuando dijo
que la ópera necesitaba que se la
purificase. Gluck trató sobre todo de
hacer más racional la ópera, de que ésta
tuviese más sentido. En la vieja ópera,
el cantante estaba por encima de todo y
la música era la servidora del cantante;
Gluck puso la idea dramática por
encima de todo y escribió una música
que era la servidora de las intenciones
del texto literario. Cada acto había de
ser una entidad en sí mismo, no una
colección fantástica de arias más o
menos
impresionantes.
Tendría
equilibrio y contraste y una fluidez y
continuidad que le darían coherencia en
cuanto forma artística. Así, por ejemplo,
el ballet no sería un mero divertimiento
introducido como tal, sino una parte
integrante de la idea dramática de la
obra.
Las ideas de Gluck sobre la reforma
operística eran justas. Y lo que es más,
fue capaz de incorporarlas a obras
prácticas. Orfeo y Eurídice, Armida,
Alcestes son los nombres de algunas de
sus más felices hazañas. En esas óperas
creó una especie maciza, impasible, de
música, que se ajustaba muy bien al
asunto grandioso de muchas de sus
obras. Y, concomitante con la impresión
de monumentalidad, hay la de una calma
extraordinaria, una clase de belleza
tranquila que es única en la música y
enteramente aparte de las frivolidades
del medio operístico de su tiempo. No
se han de clasificar como piezas de
museo las obras de Gluck; son las
primeras óperas de las que se puede
decir que el tiempo no ha disminuido su
efectividad.
Esto no quiere decir que Gluck haya
sido completamente afortunado en su
reforma.
Sus
óperas
son,
indudablemente, más racionales que las
anteriores, pero quedaba mucho por
realizar a los que habían de venir
después. Su reforma no fue más que
relativa; en muchos casos no hizo otra
cosa
que
poner
sus
propias
convenciones en lugar de las que
estaban en curso antes de él. Pero, con
todo eso, fue un genio de primer orden y
consiguió establecer un ideal de ópera
que señalase el camino a los
reformadores futuros.
Mozart, el siguiente nombre grande
de la historia operística, no fue, por
naturaleza, un reformador. Lo que se
espera encontrar en Mozart es la
perfección, sea el que fuere el medio
que escoja para su obra. Las óperas de
Mozart no son excepción, pues tienen en
sí una abundancia de recursos mayor que
la que se pueda hallar en cualquier
ópera anterior a ellas. De La flauta
mágica se habla a veces como de la
ópera más perfecta que jamás se haya
escrito. Su asunto se presta muy bien al
tratamiento operístico, por su naturaleza
fantástica. Es seria y cómica al mismo
tiempo y combina un tesoro de inventiva
musical con un estilo popular accesible
a todos.
Una verdadera contribución de
Mozart a esta forma fue el finale
operístico. Es un efecto solamente
posible en la ópera, esa escena final de
acto en la que todas las principales
figuras cantan al mismo tiempo, cada
una acerca de una cosa distinta, y
concluyen con un resonante fortissimo
para satisfacción de todos los
interesados. Mozart realizó ese truco
típicamente musical de un modo tan
definitivo y perfecto que todos los que
después lo utilizaron —¿y quién no?—
son deudores suyos. Debe de ser un
efecto fundamental de la escritura
operística, ya que hoy está exactamente
tan vivo como en tiempos de Mozart.
También en otro respecto se adelantó
Mozart a su época. Él fue el primer
compositor que escribió una comedia
con texto en lengua alemana. El rapto
del serrallo, estrenada en 1782, es el
primer hito en el camino que conduce
directamente a la futura ópera alemana.
Estableció el estilo para una larga serie
de imitadores, entre los cuales se puede
contar el Wagner de los Meistersinger
(Los maestros cantores).
Richard Wagner fue el siguiente gran
reformador de la ópera. Su propósito
era, como lo había sido el de Gluck,
racionalizar la forma operística.
Imaginaba esta forma como la unión de
todas las artes —que incluían la poesía,
el drama, la música y las artes escénicas
—, en fin, todo lo relacionado con la
ópera espectacular bosquejada al
comienzo de este capítulo. Quiso dar
nueva dignidad a la forma operística y la
llamó drama musical. El drama musical
iba a diferenciarse de la ópera en dos
respectos importantes. En primer lugar,
el número musical de rigor habría de
abandonarse en favor de un fluir musical
continuo que siguiese su ininterrumpido
curso del principio a la conclusión del
acto. La ópera de arias diversas unidas
entre sí por el recitativo se abandonó en
aras de un mayor realismo de la forma
dramática. En segundo lugar, se
introdujo el famoso concepto del
leitmotiv. Por medio de la asociación de
una determinada frase musical, o
motivo, con cada personaje o idea del
drama musical se aseguraría una mayor
cohesión de los elementos musicales.
Pero lo más significativo del drama
musical wagneriano es el papel
asignado a la orquesta. De ello tuve una
muy pronunciada impresión un invierno
en el Metropolitan, al oír una noche
Manon, de Massenet, y a la siguiente
Die Walküre (La valquiria), de Wagner.
Con la obra del francés uno nunca ponía
atención especial en la orquesta. Ésta
hacía un papel en nada diferente al de un
grupo de músicos de teatro en el foso de
la orquesta; pero tan pronto comenzó a
sonar la orquesta de Wagner, se tuvo la
impresión de que la Philarmonic
Symphony se había trasladado al
Metropolitan. Wagner llevó la orquesta
sinfónica al teatro de ópera, de tal
manera que el interés principal no está a
menudo en la escena, sino en el foso de
la orquesta. Con frecuencia hay que
escuchar a los cantantes como cosa
solamente secundaria, mientras que la
atención principal se pone en lo que
«dice» la orquesta. Wagner fue por
naturaleza un sinfonista que aplicó sus
dotes sinfónicas a la forma de la ópera.
Queda la pregunta: «¿Logró Wagner
la realidad en el teatro de ópera?» La
respuesta tiene que ser: «No.» No la
logró mejor que Gluck. Una vez más,
convenciones diferentes reemplazaron a
las que estaban en curso en tiempo del
compositor. También podemos preguntar
con justicia: «¿Logró Wagner aquella
igualdad entre todas las artes que nunca
se cansó de proclamar?» Aquí la
respuesta es, otra vez: «No.» El honrado
auditor que presencia una representación
wagneriana saldrá forzosamente con la
impresión de que aquello es más
musical que dramático. Imagínese un
libreto de Wagner con una música
diferente: nadie demostraría el menor
interés por él. Solamente porque es tan
extraordinaria la música, es por lo que
Wagner mantiene su dominio sobre el
público. Lo supremo allí es la música;
comparados con ella, los demás
elementos del drama musical son
endebles. El profesor Edward Dent, de
Cambridge, expresó exactamente mis
sentimientos con respecto a los méritos
extramusicales del drama wagneriano.
«Muchos disparates se han escrito —
dice—, algunos ciertamente por el
propio Wagner, sobre la significación
filosófica y moral de sus óperas.» La
prueba definitiva del drama musical, así
como de la ópera, deberá ser el teatro
mismo. Y es solamente el subyugador
dominio de los recursos musicales
manifestado por la obra de Wagner lo
que la hace soportable en el teatro.
Sólo dos o tres contemporáneos
pudieron competir con Wagner en su
propio terreno. Verdi es el principal de
ellos. Como Gluck, escribió un gran
número
de
óperas
italianas
convencionales que el público aclamó
desenfrenadamente,
pero
que
encontraron poco favor entre los
contemporáneos admiradores del drama
musical. Mas en los últimos años ha
habido por parte de los conocedores una
tendencia a volver a estimar la
contribución de Verdi. Un tanto
purificados, por no decir jorobados, con
la escena estática y «filosófica» del
drama musical, se encuentran ahora en
posición de apreciar mejor las
virtuosísticas dotes teatrales de un
hombre como Verdi. Sus óperas eran, sin
duda,
demasiado
tradicionales,
demasiado fáciles y aun a veces
demasiado vulgares; pero conmovían.
Verdi fue un hombre nacido para el
teatro; la pura eficacia de obras como
Aída, Rigoletto, Traviata asegura a
éstas un puesto permanente en el
repertorio operístico.
El ejemplo de Wagner influyó un
tanto en el propio Verdi al componer sus
dos últimas obras, Otello y Falstaff,
ambas escritas cuando el compositor
pasaba de los setenta. Desechó el aria
operística suelta, utilizó la orquesta de
una manera menos ingenua, concentró su
atención más directamente en los
elementos dramáticos del enredo. Pero
no abandonó su instintivo sentido de la
escena. Por eso esas dos obras —
asombrosos ejemplos de las facultades
de un anciano— son en conjunto mejores
modelos para la edificación del joven
compositor de óperas que el drama
musical —más teórico— de Wagner.
Mussorgsky y Bizet fueron capaces
ambos de crear óperas dignas de
comparación con las mejores de Verdi o
Wagner. De los dos, las óperas del ruso
son las que han tenido descendencia más
copiosa. Boris Godunof fue la primera
ópera nacionalista, escrita fuera de
Alemania, que haya señalado un modo
de salir del atolladero wagneriano. El
Boris es operístico en el mejor sentido
de la palabra. Su protagonista es el coro
más bien que el individuo; su color está
tomado de lo local ruso; la utilización
del material folklórico típicamente ruso
da frescura a su fondo musical. La
escena del segundo cuadro que
representa el atrio del Kremlin, con las
habitaciones del Zar al fondo y la
procesión de la coronación que cruza el
escenario, es una de las más
espectaculares que se hayan concebido
jamás en el medio operístico.
La influencia del Boris ha sido lenta,
porque la obra no se representó en la
Europa occidental hasta el presente
siglo. Pero Debussy debió de haber
conocido su existencia durante las
visitas que hizo a Rusia en su
juventud[44]. En todo caso, la influencia
de Mussorgsky está patente en la única
ópera de Debussy, Pelléas et
Mélisande, que es el siguiente gran hito
en la historia operística. Debussy volvió
en Pelléas al ideal monteverdiano de la
ópera; a las palabras del drama poético
de Maeterlinck se le concedieron todos
sus derechos. La música se destinó
solamente a servir como de marco a las
palabras, de modo que realzase su
poético significado.
En cuanto a método y sentimiento, la
ópera de Debussy fue la antítesis del
drama musical wagneriano. Eso se ve
inmediatamente cuando se compara la
gran escena de Tristán con su análoga
de Pelléas. En la ópera de Wagner,
cuando los amantes se declaran por
primera vez su amor, se produce una
maravillosa efusión de emociones en
términos de música; pero cuando Pelléas
y Mélisande se declaran por primera vez
su amor, se produce un silencio
absoluto. Todo el mundo —cantantes,
orquesta y compositor— está rendido de
emoción. Esa escena es típica de la
ópera entera: es el triunfo de la
reticencia. Hay muy pocos pasajes forte
en Pelléas—, toda la obra está bañada
por una atmósfera de misterio y
acerbidad. La música de Debussy
añadió una nueva dimensión a la
piececita de Maeterlinck. No se puede
ya seguir imaginando la pieza separada
de la música.
Quizá se deba precisamente a esa
completa identidad de drama y música
el que Pelléas et Mélisande haya
quedado como un caso especial. No
proporcionó ningún programa nuevo
para la producción de subsiguientes
óperas dentro de la misma tradición.
(Pocos dramas hay tan a propósito para
ser puestos en música.) Es más, el
interés de Pelléas se confió en gran
parte a aquellos que entienden el
francés, pues mucha de la calidad de la
obra depende de la comprensión del
texto literario. Como Pelléas no tuvo
casi descendencia, los rectores de la
opinión
musical
llegaron
a
desinteresarse completamente por la
forma operística y se volvieron a la
sinfonía o el ballet como principales
formas musicales.
Ya se han dado las razones que hubo
para la renovación del interés por la
ópera hacia el año de 1924. Todas las
óperas escritas desde entonces están en
plena reacción contra los ideales
wagnerianos. Los compositores de
ópera de hoy están de acuerdo por lo
menos en un punto: la franca aceptación
de las convenciones de la escena
operística. Puesto que no hay esperanza
posible de hacer «real» la ópera, han
renunciado voluntariamente a todo
intento de reforma. Parten valientemente
de la premisa de que la ópera es una
forma no-realista, y en lugar de deplorar
ese hecho están decididos a utilizarlo.
Tienen la convicción de que la ópera es,
antes que nada, teatro y, como tal, exige
un compositor que sea capaz de escribir
música para la escena.
Después de Pelléas, la ópera más
significativa es, según opinión de la
mayoría de los críticos, Wozzeck, de
Alban Berg. La ópera de Berg es
sorprendente en varios aspectos. Berg,
al igual que Debussy, tomó una pieza
teatral como punto de partida. Wozzeck
es la obra de un dramaturgo precoz del
siglo XIX, Georg Büchner. En veintiséis
escenas breves narra Büchner la historia
de un pobre diablo de soldado, de lo
más bajo de la escala social, el cual, sin
culpa alguna por su parte, lleva una vida
de infortunio y no deja más que un rastro
de infortunio tras de sí. Es un tema
realista con un sentido social; pero, tal
como lo trató Berg, se convirtió en
realismo de otro orden. La impresión
que sacamos es la de un realismo
exaltado, lo que se llama a veces
realismo expresionista. Todo en esa
ópera está extremadamente condensado.
Las escenas se suceden velozmente,
relatando cada una algún momento
dramático esencial y unidas y enfocadas
todas ellas por la música intensamente
expresiva de Berg.
Una de las razones de que en los
círculos musicales se haya aceptado
poco a poco esa original obra es el
lenguaje de la música misma. Berg,
como devoto discípulo de Arnold
Schöenberg, utilizó el sistema armónico
atonal de su maestro. Wozzeck fue la
primera ópera atonal que subió a la
escena. Revelador de la fuerza
dramática de la música es el hecho de
que, a pesar de ser difícil de ejecutar y
casi tan difícil de entender, se haya
abierto camino tanto en Europa como en
América. Debe mencionarse otro rasgo
curioso de Wozzeck y de la última obra
escrita por Berg antes de su muerte, su
segunda ópera, Lulú. Berg tuvo la idea
un tanto extraña de introducir en el
cuerpo de sus óperas formas rigurosas
de concierto, tales como el passacaglia
y el rondó. Esa innovación de la forma
operística no tiene más interés que el
técnico, pues el público oye la obra sin
darse cuenta de la presencia de esas
formas subyacentes, lo cual fue
exactamente la intención del compositor,
según él mismo admitió. Como cualquier
otra ópera, la obra de Berg domina la
escena en virtud de su fuerza dramática.
Unas pocas óperas modernas se han
apoderado de la imaginación pública a
causa de su tratamiento de algún asunto
contemporáneo. La primera de ellas fue
Jonny spielt auf de Krěnek[45], que gozó
de una enorme boga durante algún
tiempo. Resultaba muy picante para el
público provinciano de Alemania que el
héroe de una ópera fuese un negro
director de una orquesta de jazz y que el
compositor se atreviese a meter unas
cuantas melodías de jazz en su partitura.
Kurt Weill desarrolló esa tendencia
popularista en una serie que hizo época
en la Alemania prehitleriana. Su obra
más característica de aquel periodo fue
la Ópera de tres peniques, con un eficaz
libreto de Bert Brecht[46]. Weill
sustituyó abiertamente las arias por
«canciones» y la orquesta usual de
ópera por una seudo-orquesta de jazz y
escribió una música tan ordinaria y
trivial que no tardó en andar silbándola
todo vendedor de periódicos alemán.
Pero lo que da a su obra una distinción
de la que Jonny spielt auf carecía es
que la música tiene verdadero carácter.
Es una cáustica expresión en música del
espíritu alemán de los años veinte, la
Alemania
desesperadamente
desintegrada y degenerada de la
posguerra, que George Grosz pintó con
brutal franqueza. No nos engañemos con
la trivialidad de Weill. Es una
trivialidad intencionada y significativa
para el que, como si dijéramos, sabe
leer entre líneas y percibir la honda
tragedia oculta en su carácter
aparentemente despreocupado.
Una manifestación más de la ópera
como comentario de lo social fue The
Consul,
del
compositor
italoestadunidense Gian-Carlo Menotti. Es
difícil profetizar cuánto durará esa
tendencia. Pero a menos que los
compositores
sean
capaces
de
universalizar
su
comentario
y
presentarlo en términos de drama
escénico efectivo, ningún bien habrá
traído el acercarse más la ópera a la
vida cotidiana.
Este examen de la ópera moderna
estaría incompleto si no hiciéramos
mención de uno de los más prolíficos
compositores contemporáneos de ópera,
el francés Darius Milhaud. El empeño
más ambicioso de Milhaud en ese
terreno ha sido su ópera Cristóbal
Colón,
una
cosa
grandiosa
y
espectacular que se ha representado
algunas veces en el extranjero, pero
nunca en este país. Milhaud puede ser
violento y lírico por turno, y ambas
cualidades las ha utilizado con buen
resultado en El pobre marinero, Esther
de Carpentras, Juárez y Maximiliano y
otras obras escénicas. Una idea justa de
su fuerza dramática la podremos tener si
escuchamos el trozo de sus Coéforas
titulado Invocación y del cual hay
discos en el comercio. Cantante y coro
declaman rítmicamente, acompañados
por toda una batería de instrumentos de
percusión. El efecto es absolutamente
irresistible
y
señala
nuevas
posibilidades, aún no sondeadas, para la
ópera del futuro.
Si algunos de mis lectores dudan
todavía de la viabilidad de la ópera
moderna o de la música teatral en
general, les ruego que consideren este
hecho definitivo. Tres de las obras que
resultaron ser piedras miliares en el
desarrollo de la música nueva fueron
obras destinadas a la escena. El Boris
de Mussorgsky, el Pelléas de Debussy y
la Consagración de la Primavera de
Stravinsky, todas han contribuido al
progreso de la música. Muy bien
pudiera ser que el nuevo paso hacia
delante se dé en el teatro más bien que
en la sala de conciertos.
Queda todavía la cuestión de la
ópera en Norteamérica o, para ser más
exactos, de la ópera norteamericana.
Algunos de nuestros escritores han
expuesto, con mucha razón, la teoría de
que las películas ocupan legítimamente
en la escena norteamericana el puesto de
la ópera. Para ellos la ópera es una
manifestación artística típicamente
europea que no se ha de trasplantar a
suelo norteamericano. Pero, desde el
punto de vista del compositor, la ópera
no deja de ser una forma fascinante,
como quiera que se mire. Si se la ha de
trasplantar con ciertas probabilidades
de éxito, dos cosas tendrán que ocurrir:
que los compositores sean capaces de
encajar el inglés en una línea melódica
que no falsee el ritmo natural de la
lengua y que las representaciones
operísticas sean más frecuentes de lo
que son hoy en nuestro país. Es un hecho
positivo que algunas de las aventuras
operísticas más sanas, tales como
Cuatro santos en tres actos, de
Thomson y Stein o La cuna se mecerá,
de Marc Blitzstein, llegaron a la escena
sin el apoyo de ninguna organización
operística establecida. Quizás el futuro
de la ópera norteamericana esté fuera de
los teatros de ópera[47]. Pero en
cualquier caso, estoy seguro de que
todavía no hemos visto el final de esa
forma, ni aquí ni en el extranjero.
9. La música
contemporánea
Una y otra vez se plantea la pregunta de
por qué tantos melómanos se sienten
desorientados cuando escuchan la
música contemporánea. Parecen aceptar
con ecuanimidad la idea de que las
obras de los compositores de la
actualidad no se hicieron para ellos.
¿Por qué? Porque, sencillamente, «no la
comprenden». Tal como recientemente
dijo un no profesional, «demasiados
melómanos retroceden cuando se les
dice que una pieza de música es
“moderna”». Antes —hasta mediados de
los años veinte, poco más o menos—
todavía la nueva música de tendencia
progresista
fue
agrupada,
indiscriminadamente, bajo el marbete
«ultramoderna». Aún hoy persiste la
idea de que lo «clásico» y lo «moderno»
representan dos estilos musicales
irreconciliables, el primero de los
cuales
plantea
problemas
comprensibles, el otro abunda en
problemas insolubles.
Lo primero que debe recordarse es
que los artistas creadores, en general,
constituyen un grupo serio y profesional:
su propósito no es desconcertar a nadie.
Esto, a su vez, presupone de parte del
melómano un criterio abierto, buena
voluntad y cierta confianza, a priori, en
aquello que va a escuchar. Los
compositores varían enormemente en su
ámbito y gama, en temperamento y
expresión. Por ello, la música
contemporánea no constituye sólo una
índole, sino muchas clases distintas de
experiencia musical. También debemos
tener
eso
presente.
Algunos
compositores de la actualidad son muy
fáciles de comprender, en tanto que
otros pueden resultar difíciles, o bien,
distintas piezas de un mismo compositor
pueden caber en la una o en la otra
categoría. En el medio se encuentran
muchos autores contemporáneos, que
van desde totalmente accesibles hasta
bastante difíciles.
Colocar toda esta música bajo el
marbete de «moderna» resulta una
injusticia patente y sólo puede producir
confusiones. Por tanto, acaso resulte útil
poner cierto orden en el aparente caos
de las composiciones contemporáneas,
separando a algunos de sus más
destacados exponentes, según su grado
relativo de dificultad para la
comprensión
de
sus
idiomas
respectivos:
Muy fáciles: Shostakovitch y
Jachaturian, Francis Poulenc y Erik
Satie; en sus primeras obras, Stravinsky
y Schöenberg; Virgil Thomson.
Bastante accesibles: Prokófiev,
Villa-Lobos, Ernest Bloch, Roy Harris,
William Walton, Malipiero, Britten.
Considerablemente difíciles: El
Stravinsky de sus últimas obras, Béla
Bartók, Milhaud, Chávez, William
Schuman, Honegger, Hindemith, Walter
Piston.
Muy difíciles: Schöenberg, en las
obras de su madurez; Alban Berg, Anton
Webern, Varese, Dallapiccola, Krenek,
Roger Sessions y, a veces, Charles Ives.
No es esencial que esté usted de
acuerdo con estas apreciaciones
comparativas. Simplemente pretenden
indicar al lector que no toda la música
nueva debe ser considerada como
igualmente inaccesible. La escuela
dodecafónica de Schöenberg es la más
peliaguda, aun para los músicos. Para
apreciar al Stravinsky de sus últimas
obras se deben amar el estilo, la
precisión, la personalidad; para gustar
de Milhaud o de Chávez se precisa una
afición a las sonoridades bien
sazonadas. Hindemith y Piston exigen un
oído contrapuntístico; Poulenc y
Thomson, ingenio e inteligencia; VillaLobos, la intuición de lo exuberante y
pintoresco.
Después, el primer requisito es
diferenciar a los compositores, tratando
de oír a cada uno por separado, de
acuerdo con lo que cada cual desea
comunicarnos. ¡Los compositores no son
intercambiables! Cada uno tiene su
propio objetivo, y el auditor inteligente
hará bien en tener presente tal objetivo.
También debemos tener en cuenta
esta clarificación de objetivo cuando
distingamos los placeres musicales que
pueden derivarse de la música antigua y
de la nueva. El melómano no iniciado
seguirá considerando peculiar la música
contemporánea mientras persista en
tratar de oír la misma clase de sonidos u
obtener la misma índole de deleite
musical que obtiene de las grandes
obras de los maestros del pasado. Esto
es esencial. Mi amor a la música de
Chopin y de Mozart es tan grande como
el de cualquiera; pero me sirve de poco
cuando me siento a escribir mi propia
música, porque su mundo no es el mío, y
su idioma musical me es ajeno. Los
principios subyacentes en su música son
tan válidos hoy como lo fueron en su
propia época, pero con aquellos mismos
principios se puede obtener, y se
obtiene, un resultado totalmente distinto.
Al enfrentarnos a una obra actual de
pretensiones
serias,
debemos
comprender, primero, cuál es el objetivo
del compositor, y luego disponernos a
oír una especie de tratamiento distinto
del que fue habitual en el pasado.
Al tratar los elementos y las formas
de la música, hemos citado varios
ejemplos para mostrar cómo los
compositores recientes han adaptado y
extendido nuestros recursos técnicos
para sus propios fines de expresión.
Estas extensiones de los procedimientos
habituales necesariamente exigen al
auditor la capacidad de prestarse, por
instinto o por preparación, a escuchar un
idioma no familiar. Por ejemplo, si usted
es de los que rechazan una pieza porque
le resulta muy disonante, ello
probablemente indica que su oído está
insuficientemente
acostumbrado
al
vocabulario musical de nuestra época, y
necesita más práctica, es decir, más
preparación para escucharla. (Siempre
existe la posibilidad de que haya culpa
de parte del compositor, por haber
escrito disonancias no inspiradas o
simplemente caprichosas.)
Al seguir una nueva obra, el
contenido melódico —o su ausencia
aparente— puede ser causa de
confusión. El auditor acaso eche de
menos la tonada que puede tararearse.
Es posible que las melodías de hoy sean
«incantables», especialmente en la
escritura instrumental, aun cuando sólo
se deba ello a que van mucho más allá
de las limitaciones de la voz humana. O
acaso se deba a que son excesivamente
tortuosas, o sincopadas, o fragmentarias,
para tener un atractivo inmediato. Éstos
son
atributos
expresivos
que,
temporalmente, pueden dejar perplejo al
auditor; pero el compositor, dado el
ámbito ensanchado de la invención
melódica contemporánea, no puede
regresar a la escritura melódica,
sencilla, a veces obvia, de antaño. Si
reconocemos talento a un compositor,
las repetidas audiciones de su obra
pondrán de manifiesto el atractivo, a
largo plazo, de su línea más intrincada.
Finalmente, hay un reproche que se
repite más que ningún otro; a saber, que
la música de hoy parece evitar todo
sentimiento, que es simplemente
cerebral
e
inteligente,
no
emocionalmente significativa. En un
breve párrafo no podemos tratar
adecuadamente este persistente error. Si
la obra de un compositor contemporáneo
le parece al auditor fría e intelectual, el
auditor debe preguntarse si no está
aplicándole normas de comparación que
realmente ya no proceden. La mayoría
de los melómanos no sabe hasta qué
grado se halla bajo el influjo del
enfoque romántico a la música. Nuestros
públicos han llegado a identificar el
romanticismo musical del siglo XIX con
el propio arte de la música. Como el
romanticismo
constituyó,
y
aún
constituye, una expresión tan poderosa,
suelen olvidar que durante cientos de
años, antes de que floreciera el
romanticismo, se escribió gran música.
Y sucede que una proporción
considerable de la música de hoy tiene
nexos estéticos más íntimos con aquella
música anterior, que con la de los
románticos. El camino de los mejores
románticos, con su calor e ímpetu tan
personal y sin inhibiciones, no es
nuestro camino. Aun aquel segmento de
la
música
contemporánea
que
claramente
conserva
tonalidades
románticas tiene buen cuidado de
expresarse más discretamente, sin
ninguna exageración. Y así debe ser,
pues es una verdad evidente que el
movimiento romántico ya había llegado
a su clímax al terminar el siglo pasado,
y que nada fresco podía sacarse de él.
La transición del romanticismo a un
ideal musical más objetivo se realizó
gradualmente. Como los propios
compositores encontraron difícil el
rompimiento, no debemos asombrarnos
de que el público en general sólo haya
aceptado lentamente todo aquello que
implicaba lo que estaba ocurriendo. El
siglo XIX fue el siglo romántico por
excelencia, de un romanticismo que
encontró su expresión más característica
en el arte de la música. Ello acaso
explique la continua renuencia del
público melómano a reconocer que con
el nuevo siglo había de nacer una clase
distinta de música. Y sin embargo, sus
colegas en el mundo de la literatura no
esperan que André Gide o Thomas Mann
o T. S. Eliot nos conmuevan con los
acentos de Víctor Hugo o de Walter
Scott. Entonces, ¿por qué hemos de
esperar que Bartók o Sessions canten
con la voz de Brahms o de Tchaikovsky?
Cuando una pieza contemporánea le
parezca seca y cerebral al lector, cuando
aparentemente exprese poco sentimiento,
hay una gran posibilidad de que el lector
esté siendo insensible al característico
idioma musical de su propia época.
Ese idioma musical —de ser
realmente vital— sin duda incluirá un
lado experimental y controvertible. Y,
¿por qué no? ¿Por qué ocurre que el
típico melómano de nuestra época sea al
parecer tan renuente a considerar una
composición
musical
como,
posiblemente, todo un desafío? Cuando
yo oigo una nueva pieza de música que
no comprendo, quedo intrigado; deseo
entrar en contacto con ella nuevamente,
a la primera oportunidad. Es un desafío;
mantiene vivo mi interés en el arte de la
música. Si después de repetidas
audiciones una obra no me dice nada, no
por ello concluyo que los compositores
modernos se encuentran en una
condición lamentable. Simplemente,
concluyo que esa pieza no es para mí.
A pesar de todo, ya he observado,
tristemente, que mi propia reacción no
es la típica. La mayoría de la gente
parece disgustarse por el lado
controvertible de la música; no desean
ver perturbados sus viejos hábitos. Se
valen de la música como de un diván;
desean sentirse mecidos por ella,
relajados y consolados de las tensiones
de la vida cotidiana. Pero la música
seria nunca pretendió ser un soporífero.
La
música
contemporánea,
especialmente, ha sido creada para
despertar al auditor, no para ponerlo a
dormir. Pretende sacudir y excitar al
auditor, conmoverlo, aun dejarlo
exhausto. Pero ¿no es esa clase de
estímulo la que se busca en el teatro, o
por la que se compra un libro? Entonces,
¿por qué hacer una excepción con la
música?
Bien puede ser que la nueva música
suene como algo peculiar, por la única
razón de que, en el curso de la audición
ordinaria, se oye tan poco de ella en
comparación con la cantidad de la
música tradicional que se ejecuta año
tras año. Los programas de radio y de
los conciertos, los anuncios de los
fabricantes de discos y de sus
representantes, los habituales programas
escolares, todos ellos parecen convenir,
acaso inconscientemente, en la idea de
que la música «normal» es la música del
pasado, la música que ha demostrado su
valía. Un cálculo generoso indica que
tan sólo una cuarta parte de la música
que escuchamos puede ser llamada
contemporánea, y tal cálculo se aplica
principalmente a la música que se oye
en los grandes centros musicales. En
tales circunstancias es probable que la
música contemporánea siga pareciendo
«peculiar», a menos que quien la
escucha esté dispuesto a hacer el
esfuerzo extra necesario para romper la
barrera de la no familiaridad.
No sentir la necesidad de participar
en la expresión musical de la propia
época es cerrarse a una de las
experiencias más emocionantes que
puede darnos el arte de la música. La
música contemporánea nos habla como
ninguna otra música puede hacerlo. Es la
música antigua —la música de
Buxtehude y de Cherubini— la que
debiera parecemos distante y ajena, no
la de Milhaud y de William Schuman.
Pero ¿no es universal la música? Acaso
el lector pregunte, ¿qué puede decirnos
el compositor vivo que no pueda
encontrarse, en términos bastante
análogos, en la música anterior? Todo
depende del punto de visión: lo que
vemos produce mayores extremos de
tensión y distensión, un optimismo más
vivo, un pesimismo más gris, clímax de
abandono y de histeria explosiva,
variedad colorística, sutilezas de luz y
sombra, un sentido relajador del humor,
que a veces llega a lo grotesco, texturas
apretadas,
panoramas
abiertos,
«dolorosos» anhelos, una deslumbrante
brillantez.
Indudablemente,
varios
matices y gradaciones de todo ello
tienen su equivalente en la música
antigua; pero ningún auditor sensitivo
podría
confundirlos
jamás.
Habitualmente reconocemos el periodo
al que pertenece una composición en
alguna parte esencial de su fisonomía.
Es lo único y exclusivo de toda autentica
expresión artística la que hace
inconcebible
toda
aproximada
duplicación en cualquier otro periodo.
Ésta es la razón por la cual el melómano
que desdeña la música contemporánea
está privándose a sí mismo del goce de
una experiencia estética imposible de
obtener de otra manera.
La clave de nuestra comprensión de
la nueva música es: repetidas
audiciones. Por fortuna para nosotros, la
abundancia de los discos de larga
duración nos facilita enormemente las
cosas.
Muchos
melómanos
han
atestiguado el hecho de que la in
comprensibilidad gradualmente cede
ante la familiaridad que sólo pueden
darnos repetidas audiciones. Sea como
fuere, no hay modo mejor de averiguar
si la música contemporánea habrá de
tener significación para nosotros.
10. La música de
películas
La música de películas constituye un
nuevo medio musical que puede ejercer
una fascinación propia. En realidad, es
una nueva forma de música dramática —
relacionada con la ópera, el ballet, la
música incidental para el teatro— en
contradistinción con la música de
concierto, sinfónica o de cámara. Como
forma nueva, abre posibilidades
inexploradas para los compositores, y
plantea algunas preguntas interesantes al
aficionado al cine.
Millones de cinéfilos consideran
como algo natural el acompañamiento
musical de una película dramática, hasta
un grado injustificado. Cinco minutos
después de terminada la película, no
podrían decir si han oído música o no.
Preguntarles si consideran que la música
era interesante, o tan sólo adecuada, o
verdaderamente horrible, sería causarles
un complejo de inferioridad. Pero
después,
posiblemente
como
autoproyección, viene la pregunta:
«¿Verdad que no se supone que uno esté
escuchando la música? ¿O no se supone
que trabaje en el inconsciente, sin tener
que escucharla directamente, como si se
estuviera en un concierto?»
Ninguna discusión de la música de
una película llega muy lejos sin que
antes se plantee este problema: ¿Se debe
escuchar la partitura de una película? Si
el lector es un músico, no hay problema,
porque lo más probable es que no pueda
menos que escuchar. Para mí, más de
una buena película ha sido arruinada por
una partitura deficiente. ¿Ha pasado
usted por la misma experiencia? ¿Sí?
Entonces, puede felicitarse a sí mismo:
usted, definitivamente, tiene oído
musical.
Pero es el espectador medio, tan
absorto en la acción dramática que no se
da cuenta de la música de fondo, el que
quiere saber si se está perdiendo algo.
La música depende de su grado de
percepción musical en general. El grado
de orientación auditiva es el que
determinará el placer que pueda
obtenerse
absorbiendo
el
acompañamiento musical como parte
integral de la impresión combinada de la
película.
Saber más de lo que ocurre en la
partitura de una película puede ayudar al
auditor a obtener más placer. Por
fortuna, el proceso no es tan complejo
que no se le pueda bosquejar
brevemente.
Al prepararse a componer la música,
lo primero que el compositor debe
hacer, desde luego, es ver la película.
Casi todas las partituras musicales se
escriben después de terminada la
película. La única excepción a esto
ocurre cuando el guion pide una música
realista, es decir, música visualmente
cantada o actuada o bailada en la
pantalla. En tal caso, la música debe
componerse antes de fotografiar la
escena. Entonces, será grabada, y la
escena en cuestión filmada contra la
grabación. Así, cuando se ve a un actor
cantando, actuando, o danzando, tan sólo
está simulando, por lo que al sonido
respecta, pues la música ya ha sido
registrada.
La primera proyección de la película
es para el compositor, habitualmente, un
momento solemne. Después de todo,
tendrá que vivir con ella durante varias
semanas. La solemnidad de la ocasión
es realzada por el público exclusivo que
ve la película con él: el productor, el
director, el jefe musical del estudio, el
editor de la película, el cortador de
música, el director de la música, el
orquestador… de hecho, todos los que
tienen que ver con la grabación de la
película.
El propósito de esta primera
proyección es decidir cuánta música se
necesitará, y dónde deberá entrar. (En la
jerga técnica, esto se llama spotting.)
Como ninguna partitura de fondo es
continua durante toda la longitud de una
película (ello constituiría una ópera
filmada, forma cinematográfica, casi no
explotada), la partitura consistirá,
normalmente, en secuencias separadas,
cada una de las cuales durará desde
unos cuantos segundos hasta varios
minutos. Una secuencia de siete minutos
de duración sería ya excepcional. Pero
la partitura, integrada por, quizá, treinta
o más de tales secuencias, puede sumar
de cuarenta a noventa minutos de
música.
Mucha discusión, mucho toma y daca
serán necesarios antes de llegar a las
decisiones finales respecto al spotting
de la película. Es prudente hacer un uso
moderado del poder de la música,
ahorrándola
para
los
puntos
absolutamente esenciales. Un buen
compositor sabe cómo jugar con los
silencios, sabe que suprimir la música a
ratos puede ser más efectivo que todo
sonido que la banda musical pueda
producir.
Por otra parte, el productor-director
se inclina más a pensar en la música por
su inmediato valor funcional. A veces,
tiene otros motivos: algo que esté mal en
una escena, como un trozo mal actuado,
como un parlamento realmente malo,
como una pausa embarazosa; en secreto,
espera que ello quede compensado por
un buen compositor. Se han conocido
productores que esperan que una
película sea salvada por una buena
partitura. Pero el compositor no es un
mago; sería injusto esperar de él que
hiciera más que dar mayor potencia, por
medio de su música, a los valores
dramáticos y emocionales de la película.
Cuando está bien hecha, es
indudable que una partitura musical
puede ayudar enormemente a una
película. Se puede demostrar ello como
en un laboratorio, mostrando a un
público una escena culminante sin la
música, y luego, nuevamente, con banda
de sonido. Brevemente enumeraremos
así ciertos modos en que la música sirve
a la pantalla:
1. Crea una atmósfera más
conveniente de tiempo y lugar. No es
que todos los compositores de
Hollywood se preocupen por tal
nimiedad. Demasiado a menudo, sus
partituras son intercambiables: un
drama medieval del siglo XIII y una
moderna batalla de sexos reciben un
tratamiento similar. La rica textura
sinfónica de fines del siglo XIX sigue
siendo la influencia dominante. Pero
hay excepciones. Recientemente, la
película de vaqueros ha empezado a
tener su propia atmósfera musical,
generalmente derivada de la canción
folclórica.
2.
Subrayar
refinamientos
psicológicos: los pensamientos no
expresados de un personaje o las
repercusiones no vistas de una
situación. La música puede influir
sobre las emociones del espectador,
haciendo a veces de contrapunto a lo
que ve, con una imagen auditiva que
indica lo contrario de las imágenes.
Esto no es tan sutil como puede
parecer. Un acorde disonante bien
colocado puede modificar la actitud
del espectador en mitad de una
escena sentimental, o un pasaje de las
maderas, bien colocado, puede
convertir el que parecía un momento
solemne en digno de carcajadas.
3. Servir como una especie de fondo
neutro. Ésta es realmente la música
que se supone que no oímos, de esa
clase que sirve para llenar los
pasajes vacíos, como las pausas en
una conversación. Ésta constituye la
tarea más ingrata del compositor.
Pero a veces, aunque nadie más
pueda
notarlo,
obtendrá
una
satisfacción privada al pensar que
música de poco valor intrínseco, por
medio de una buena manipulación
profesional, ha dado mayor vida y
humanidad a una sombra fantasmal
proyectada en una pantalla. Eso es lo
más difícil de hacer, como puede
atestiguar cualquier compositor; este
tipo de música tendrá que entretejerse
por debajo del diálogo.
4. Dar un sentido de continuidad. El
editor de películas sabe mejor que
nadie cuánta ayuda puede prestarle la
música para dar unidad a un medio
visual que, por su naturaleza misma,
continuamente está en peligro de
desmembrarse.
Donde
más
claramente se ve esto es en las
escenas de montaje, cuando el uso de
una idea musical unificadora puede
salvar los breves pasajes de escenas
desconectadas, para que no resulten
caóticas.
5. Sostener la estructura teatral de
una escena, y redondearla con un
sentido de finalidad. El primer
ejemplo que se nos ocurre es la
música que suena al final de una
película.
Ciertos
productores
alardean de la falta de una partitura
musical de su película, pero nunca he
visto ni sabido de una película que
terminara en silencio.
Tan sólo hemos analizado la
superficie, sin mencionar siquiera los
innumerables ejemplos de música
utilitaria: bandas callejeras, pero que
suenan fuera de la escena, la danza
campesina, la del tiovivo, la música
del circo, la del café, la de la chica
de al lado que practica en el piano y
similares. Todas éstas, y muchas
otras, introducidas con una intención
aparentemente naturalista, sirven para
hacer variar sutilmente el interés
auditivo de la banda de sonido.
Pero volvamos ahora a nuestro
hipotético compositor. Habiendo
determinado dónde empezarán y
terminarán las diferentes secuencias
musicales, pasa la película al
cortador, quien prepara la llamada
clave. La clave da al compositor una
descripción detallada de la acción
física de cada secuencia, más la
entrada exacta, en tercios de segundos
de tal acción, haciendo así posible
para un compositor experimentado
escribir toda una partitura sin volver
a remitirse siquiera a la película.
El lego habitualmente cree que la
parte más difícil de la tarea de
componer para la película se
relaciona con la «correspondencia»
de la música y la acción. ¿No es ello
una camisa de fuerza para el
compositor? La respuesta, por dos
razones, es no: en primer lugar, tener
que
componer
música
para
acompañar a una acción específica
constituye una ayuda, no un obstáculo,
ya que la acción misma despierta, en
un compositor con imaginación
teatral, cierta música, en tanto que al
escribir música absoluta carece de tal
estímulo visual. En segundo lugar, la
correspondencia es, generalmente,
cuestión de adaptaciones menores,
pues el tejido musical en general ya
habrá sido determinado.
Para el compositor de música de
conciertos, el cambiar al medio del
celuloide le tiende ciertas trampas
especiales. Por ejemplo, la invención
melódica, tan apreciada en la sala de
conciertos, a veces puede constituir
sólo una distracción en ciertas
situaciones cinematográficas. Aun
frasear a la manera del concierto, lo
que
normalmente
subraya
la
independencia de las distintas líneas
contrapuntísticas, puede ser toda una
distracción si se aplica al
acompañamiento de la pantalla. En la
orquestación hay muchas sutilezas de
timbre —distinciones que, se espera,
serán escuchadas por su propia
cualidad expresiva en una sala—, que
resultan un desperdicio en la banda
de sonido.
Como compensación por estas
pérdidas, el compositor tiene otras
posibilidades, algunas de ellas
verdaderos trucos, que no pueden
obtenerse, por ejemplo, en Carnegie
Hall. Por ejemplo, al poner música a
una sección de La heredera, logré
sobreponer dos orquestas, una encima
de otra. Ambas habían tocado la
misma música en momentos distintos;
una orquesta era sólo de cuerdas, la
otra era perfectamente normal. Más
tarde, ambas fueron combinadas,
registrando simultáneamente las
bandas adicionales y produciendo así
una textura orquestal sumamente
expresiva. Bernard Herrmann, uno de
los más ingeniosos compositores para
la pantalla, pidió (y obtuvo) ocho
celestas —inaudita combinación en la
Calle 57— para sugerir un trineo de
invierno; el uso hecho por Miklos
Rozsa de la «cámara de eco» —
recurso para dar un aura fantasmal a
tonalidades normales— fue muy
celebrado,
y
subsiguientemente
utilizado hasta el cansancio.
Efectos extraños pueden obtenerse
haciendo que traslapen dos bandas
musicales, de entrada y de salida.
Como dos trenes que se cruzan, es
posible pasar de entrada y de salida
dos piezas diferentes. El pony
colorado me dio una ocasión de
valerme
de
esa
especialidad
cinematográfica.
Cuando
los
ensueños de un chico hacen que las
gallinas blancas se conviertan en
blancos caballos de circo, la imagen
visual se refleja en una imagen aural,
haciendo que la música de las
gallinas se transforme, a su vez, en
música de circo, recurso que sólo
podía lograrse por medio del
traslape.
Supongamos ahora que la partitura
musical ya está terminada, y lista para
registrarse. La sala de registro es el
lugar de los sueños de cualquier
compositor. Hollywood ha reunido
algunos de los más destacados
ejecutantes del país; la música será
bellamente tocada, y registrada con
una perfección técnica que no se
encuentra en ninguna otra parte.
A la mayoría de los compositores
les gusta invitar a sus amigos a la
sesión de grabado de las secuencias
importantes. La razón es que ni el
compositor ni sus amigos volverán a
oír, probablemente, la música como
en un concierto, pues cuando se
combine con la película, se cambiará
la mayor parte de los niveles
dinámicos. De otra manera, el
producto terminado podría sonar
como un concierto con imágenes. Al
bajar los niveles dinámicos, algunos
matices, algunas voces internas y
sonidos bajos pueden perderse. Erich
Korngold lo expresó bien: «La
inmortalidad de un compositor de
música de película dura desde la
etapa de grabado hasta la sala de
sonido.»
La sala de sonido es donde todas
las bandas, con sonidos de cualquier
especie, incluso el diálogo, se
insertan en las máquinas para obtener
una banda de sonido definitiva. Por lo
que hace a la música, éste es un
proceso delicado, pues tan sólo un
cabello separa el «demasiado alto»
del «demasiado bajo». Los ingenieros
de sonido, que manipulan los
aparatos de control de volumen, no
siempre tienen la sensibilidad
musical
que
desearían
los
compositores. Lo que se necesita es
una nueva especie, un mezclador de
sonido que sea mitad músico y mitad
ingeniero; y aun entonces siempre
será problemática la mezcla de
diálogo, música y sonidos realistas
de todas clases.
En vista de estos inconvenientes
para el perfecto sonido de la música,
tan sólo es natural que el compositor
a menudo tenga esperanzas de lograr
hacer una suite de concierto a partir
de la partitura de la película. Hay una
tendencia a creer que las partituras de
películas no son un material
apropiado para música de concierto.
La idea es que, apartada de su
justificación visual, tal música resulta
insípida.
Personalmente, yo dudo mucho de
que pueda establecerse cualquier
regla fija que cubra todos los casos.
Habrá que juzgar por sus propios
méritos
cada
partitura;
indudablemente, los temas que
requieran un tipo más continuo de
desarrollo musical en una atmósfera
unificada se prestarán mejor que
otros a su readaptación para la sala
de conciertos. Rara vez resulta
concebible que la música de una
película pueda extraerse sin mucho
retoque. Pero si buenas suites, como
la Peer Gynt, de Grieg, pueden
obtenerse a partir de música
incidental del siglo XIX, no veo por
qué no ha de esperarse que un
compositor del siglo XX pueda
lograrlo a partir de una partitura de
película.
En cuanto a la partitura, tan sólo es
en la sala cinematográfica donde el
compositor, por vez primera, siente
todo el efecto de lo que ha realizado,
pone a prueba el efecto dramático de
sus partes favoritas, aprecia la
curiosa importancia o falta de
importancia del detalle, es allí donde
acaso desee haber hecho ciertas
cosas de otro modo, y donde se
sorprende de que otras partes resulten
mejor de lo que había creído. Pues,
en suma, el arte de combinar las
imágenes
cinematográficas
con
sonidos musicales sigue siendo un
arte misterioso. Y uno de los
elementos más misteriosos es la
reacción del aficionado al cine:
millones estarán escuchando, pero
nunca
puede
saberse
cuántos
realmente estarán percibiendo. La
próxima vez que vaya usted al cine,
no deje de ponerse del lado del
compositor.
11. Del compositor al
intérprete y de éste al
oyente
Hasta aquí, este libro se interesó en su
mayor parte por la música en abstracto.
Pero casi toda situación musical,
prácticamente considerada, implica tres
factores distintos: un compositor, un
intérprete y un oyente. Ellos forman un
triunvirato, ningún miembro del cual
está completo sin los otros dos. La
música comienza por un compositor,
pasa por un intérprete como medio y
termina por ti, el oyente. En último
análisis, se puede decir que en la música
todo va dirigido a ti, el oyente. Por
tanto, para escuchar inteligentemente
tienes que entender bien no sólo tu papel
sino también los del compositor y el
intérprete y con qué contribuye cada uno
a la suma total de una experiencia
musical.
Comencemos por el compositor, va
que la música de nuestra civilización
comienza por él. ¿Para qué, después de
todo, escuchamos cuando escuchamos a
un compositor? No tiene que narrarnos
una historia, como el novelista; no tiene
que «copiar» la naturaleza, como el
escultor; su obra no tiene que
desempeñar una función práctica
inmediata, como el dibujo del
arquitecto. ¿Qué es, pues, lo que nos da?
Una sola respuesta me parece posible:
se nos da a sí mismo. La obra de todo
artista es, por supuesto, una expresión
de sí mismo, pero ninguna tan directa
como la del músico creador. Él nos da,
sin relación con «acontecimientos»
exteriores, la quintaesencia de sí mismo,
esa porción que entraña la expresión
más plena y profunda de sí mismo en
cuanto hombre y de su experiencia en
cuanto semejante nuestro.
Recuerde siempre el oyente que
cuando escucha la creación de un
compositor está escuchando a un
hombre, a un determinado individuo con
su particular personalidad. Porque el
compositor, si ha de ser de alguna valía,
deberá tener personalidad propia. La
música podrá ser de mayor o menor
importancia, pero en caso de ser
significativa siempre reflejará esa
personalidad. Ningún compositor puede
poner en su música valores que no posea
como hombre. Su carácter podrá estar
entreverado de humanas flaquezas —
como el de Lully o el de Wagner, por
ejemplo—, pero todo lo que haya de
fino en su música provendrá de todo lo
que haya de fino en él en cuanto hombre.
Si examinamos más atentamente esta
cuestión del carácter individual del
compositor, descubriremos que está
formado en realidad por dos elementos
distintos: la personalidad con que nació
el compositor y el influjo de la época en
que vive. Porque, evidentemente, cada
compositor vive en una cierta época y
cada época tiene también su carácter.
Cualquiera que sea la personalidad del
compositor, ella se expresa dentro del
marco de su época. Es la reacción
recíproca entre personalidad y época lo
que da por resultado la formación del
estilo del compositor. Dos compositores
de personalidades enteramente análogas
que viviesen en épocas diferentes
producirán inevitablemente música de
estilos diferentes. Así pues, cuando
hablamos del estilo de un compositor
nos estamos refiriendo al resultado
combinado de un carácter individual y
una época determinada.
Quizá se aclare más esta importante
cuestión del estilo musical si la
aplicamos a un caso concreto. Tomemos
a Beethoven, por ejemplo. Una de las
características más evidentes de su
estilo es la rudeza. Beethoven, como
hombre, tenía fama de ser un individuo
brusco y rudo. En todo caso, por el solo
testimonio de su música sabemos que es
un compositor de carácter osado y tosco,
una verdadera antítesis de lo suave y lo
melifluo. Pero además, ese carácter rudo
de Beethoven adoptó diferente expresión
en los diferentes periodos de la vida del
compositor. La rudeza de la Primera
Sinfonía es diferente de la de la
Novena. Es una diferencia de épocas. El
primer Beethoven era rudo dentro de los
límites de una manera clásica
dieciochesca, mientras que el Beethoven
maduro experimentó la influencia de las
tendencias liberadoras del siglo XIX.
Por eso es por lo que, al examinar el
estilo de un compositor, debemos tener
en cuenta su personalidad tal como la
refleja la época en que vivió. Hay tantos
estilos como compositores, y cada
compositor importante tiene varios
estilos diferentes que corresponden a las
influencias de su tiempo y a la
maduración de su propia personalidad.
Si es esencial para el oyente
comprender la cuestión del estilo
musical aplicada a la obra de un
compositor, aún lo es más para el
intérprete. Porque el intérprete es,
musicalmente, una especie de agente de
negocios. Lo que oye el auditor no es
tanto el compositor como el concepto
que del compositor tiene el intérprete.
El contacto del escritor con su lector es
directo; el cuadro del pintor no necesita
más, para que se vea, que colgarlo bien.
Pero la música, al igual que el teatro, es
un arte que, para que viva, necesita ser
reinterpretado. El pobre compositor, una
vez que ha terminado su composición,
tiene que entregarla a las benignas
mercedes de un artista intérprete, el
cual, no hay que olvidarlo nunca, es un
ser dotado de una naturaleza musical y
una personalidad propias. Por tanto, el
oyente lego sólo podrá juzgar
cabalmente una interpretación si es
capaz de distinguir entre el pensamiento
del compositor, idealmente hablando, y
el grado de fidelidad con que el
intérprete reproduce ese pensamiento.
El papel del intérprete no deja lugar
a discusiones. Todos estamos de
acuerdo en que el intérprete existe para
servir al compositor, para asimilar y
volver a crear el «mensaje» del
compositor. La teoría es bastante clara;
lo que necesita elucidación es su
aplicación en la práctica.
La mayoría de los intérpretes de
primer orden están hoy equipados en
cuanto a técnica en un grado más que
suficiente para todo lo que se les pueda
exigir. De suerte que, en la mayoría de
los casos, la habilidad técnica se da por
descontada. El primer problema
interpretativo real lo plantean las notas
mismas. La notación musical, en el
estado en que hoy se halla, no es una
transcripción exacta del pensamiento del
compositor. No puede serlo, porque es
demasiado vaga y permite desviaciones
demasiado amplias en las cuestiones
individuales de gusto y preferencia. A
causa de eso, el intérprete está siempre
ante el problema de qué grado de
fidelidad se espera de él para con la
música escrita. Los compositores son
humanos y se sabe que han incurrido en
inexactitudes de notación y en omisiones
importantes. También se sabe que han
cambiado de opinión en cuanto a sus
propias indicaciones de tempo y
dinámica. Por tanto, los intérpretes
tienen que hacer uso de su inteligencia
musical ante la música escrita. Por
supuesto que es posible la exageración
en los dos sentidos: apegarse demasiado
estrictamente a las notas o desviarse
demasiado de ellas. Probablemente se
resolvería hasta cierto punto el
problema si se dispusiera de una manera
más exacta de escribir una composición.
Pero aun así, todavía quedaría sujeta la
música
a
una
multitud
de
interpretaciones diferentes.
Porque, después de todo, una
composición es un organismo. Es una
cosa que vive, no una cosa estática. Por
eso es por lo que puede ser vista bajo
diferentes luces y desde diferentes
puntos por los diversos intérpretes y aun
por un mismo intérprete en diferentes
momentos. La interpretación es en sumo
grado una cuestión de énfasis. Cada
pieza tiene una cualidad esencial que no
debe
ser
traicionada
por
la
interpretación. Toma esa cualidad de la
naturaleza misma de la música, la cual
se deriva de la personalidad del propio
compositor y de la época en que fue
escrita. En otras palabras, cada
composición tiene su propio estilo, al
cual debe ser fiel el intérprete. Pero
cada intérprete tiene también su
personalidad propia, de modo que el
estilo de una pieza lo oímos tal como lo
refracta la personalidad del intérprete.
La relación entre el ejecutante y la
composición que él vuelve a crear es,
por tanto, delicada. Cuando el intérprete
inyecta a un grado inexcusable su
personalidad en una ejecución, surgen
los equívocos. En estos últimos años, la
mera palabra «interpretación» ha caído
en
descrédito.
Desalentados
y
fastidiados por las exageraciones y
falsificaciones de los intérpretes a lo
«prima donna», un cierto número de
compositores, con Stravinsky como
cabecilla, han dicho, en efecto: «No
queremos ninguna de esas llamadas
interpretaciones de nuestra música; no
haga más que tocar las notas; no añadan
ni supriman nada.» Aunque es bien clara
la razón de esa admonición, me parece
que representa una actitud nada realista
por parte de los compositores. Porque
no es posible que ningún cumplido
intérprete toque una pieza de música, ni
aun siquiera una frase, sin añadirle algo
de su propia personalidad. Para decirlo
de otro modo, los intérpretes tendrían
que ser autómatas. Es inevitable que
cuando ejecutan música la ejecutan a su
manera. Y al hacerlo así no tienen por
qué falsificar las intenciones del
compositor; no hacen más que «leer» la
música con las inflexiones de su propia
voz.
Pero hay más razones, y más
profundas, para las diferencias de
interpretación. Es indudable que una
sinfonía de Brahms, interpretada por dos
directores de primer orden, puede variar
efectivamente sin ser infiel a las
intenciones de Brahms. Es interesante
que rumiemos por qué eso ha de ser
cierto.
Tomemos, por ejemplo, dos de los
intérpretes notables de nuestros días:
Arturo
Toscanini
y
Serge
Koussevitzky[48].
Son
dos
personalidades totalmente diferentes,
hombres que piensan diferentemente,
que se emocionan de diferente manera
con las cosas, cuya filosofía de la vida
es diferente. Es de esperar, pues, que
cuando manejen las mismas notas sus
interpretaciones
discrepen
considerablemente.
El director italiano es un clásico por
naturaleza. Un cierto despego es parte
esencial del carácter del clásico. La
primera impresión que nos produce es
curiosa: Toscanini parece no hacerle
absolutamente nada a la música. Sólo
después de un rato de haber estado
escuchando es cuando empieza a
apoderarse de nosotros la sensación de
que allí hay un arte que oculta al arte.
Toscanini trata la música como si ésta
fuese un objeto. La música parece
encontrarse al fondo del escenario,
donde la podemos contemplar para
deleite nuestro. En torno de ella hay una
maravillosa sensación de despego. Y,
sin embargo, es música todo el tiempo,
la más apasionada de las artes. Con
Toscanini, el énfasis está siempre en la
línea, en la estructura como un todo,
nunca en el detalle o en el compás
aislado. La música se mueve y vive por
sí y para sí, y nos consideramos
afortunados con poder contemplarla
vivir de ese modo.
Por el otro lado, el director ruso es
un romántico por naturaleza. Se mete en
cuerpo y alma en la música que
interpreta. Hay poco de calculador en él.
Tiene el fuego, la pasión, la imaginación
dramática y la sensualidad del
verdadero romántico. Para Koussevitzky
toda obra maestra es un campo de
batalla en el que él capitanea el gran
combate y del cual podemos estar
seguros que el espíritu humano surgirá
triunfante. Cuando Koussevitzky «está
de vena», el efecto que produce es
irresistible.
Si esas dos opuestas personalidades
aplican sus dotes a la misma sinfonía de
Brahms, los resultados tendrán que ser
diferentes. Este caso de un compositor
profundamente alemán interpretado por
un ruso y un italiano es típico. Ninguno
de los dos intérpretes es probable que
saque a su orquesta la sonoridad que un
alemán
reconocería
como
echt
deutsch[49]. En manos del ruso, la
orquesta de Brahms resplandecerá con
un lustre insospechado, y al llegar al
final se habrá extraído hasta la última
gota el drama romántico contenido en la
sinfonía. En cambio, con el italiano se
acentuará el lado clásico-estructural de
Brahms y las líneas melódicas serán
buriladas con el estilo lírico más puro.
Como verá el lector, en ambos casos se
trata simplemente de una cuestión de
énfasis. Puede ocurrir que ninguno de
esos hombres encarne nuestro concepto
del intérprete perfecto de una sinfonía
de Brahms. Pero no es ésa la cuestión.
La cuestión es que para escuchar
inteligentemente una interpretación hay
que
poder
reconocer
qué
es,
exactamente, lo que el intérprete está
haciendo con la composición en el
momento en que la vuelve a la vida.
En otras palabras, hay que
percatarse mejor de la parte que tiene el
intérprete en la ejecución que se está
oyendo. Para eso son necesarias dos
cosas: tener como punto de referencia un
concepto más o menos ideal del estilo
propio del compositor en cuestión y
poder percibir hasta qué punto el
intérprete reproduce ese estilo, dentro
de la estera de su propia personalidad.
Por lejos que estemos de alcanzar ese
ideal de la audición, será bien que lo
tengamos presente como objetivo.
Al llegar aquí, la importancia del
papel que tiene el oyente en todo este
proceso debe resultar evidente por sí
misma. Los empeños combinados del
compositor y el intérprete sólo tienen
sentido si se dirigen a un conjunto
inteligente de auditores. Eso revela una
responsabilidad por parte del auditor.
Pero antes de que se pueda entender la
música hay que amarla de verdad. Los
compositores y los intérpretes quieren
sobre todo auditores que se entreguen
plenamente a la música que están
oyendo. Virgil Thomson describió una
vez el oyente ideal como «la persona
que aplaude vigorosamente». Con ese
bon mot quiso dar a entender, sin duda,
que el auditor que en realidad se mete en
la música es el único que tiene
importancia para la música o los que
hacen música.
Entregarnos por completo significa
inevitablemente una ampliación de
nuestro gusto. No basta con amar la
música solamente en sus aspectos más
convencionales. El gusto, al igual que la
sensibilidad, es hasta cierto punto una
cualidad congénita, pero ambos se
pueden
desarrollar
de
modo
considerable
con
una
práctica
inteligente. Eso quiere decir escuchar
música de todas las escuelas y de todas
las épocas, vieja y nueva, conservadora
y moderna. Quiere decir escuchar sin
prejuicios, en el mejor sentido del
término.
Toma, lector, tu responsabilidad de
oyente. Todos nosotros, profesionales y
profanos
por
igual,
estamos
esforzándonos siempre por hacer más
profunda nuestra comprensión de este
arte. No tienes por qué ser una
excepción, por modestas que sean tus
pretensiones como oyente. Y puesto que
nuestras reacciones juntas de auditores
son lo que más profundamente influye
tanto en el arte de la composición como
en el de la interpretación, se puede
afirmar en verdad que el futuro de la
música está en nuestras manos.
La música sólo puede estar viva
realmente si hay auditores que estén
realmente vivos. Escuchar atentamente,
escuchar conscientemente, escuchar con
toda nuestra inteligencia es lo menos que
podemos hacer en apoyo de un arte que
es una de las glorias de la humanidad.
Este libro ha sido publicado
originalmente para:
www.epublibre.org
Mas libros, mas libres
APÉNDICES
I. Fórmulas típicas de
variación
Ach! du lieber Augustin
TEMA
1. Variantes armónicas:
a. La melodía se conserva
literalmente, pero las armonías que la
acompañan
se
transforman
por
completo:
b. La melodía y la armonía
originales se conservan, pero la textura
se enriquece:
c. Todo vestigio de la melodía se ha
perdido. Sólo se conserva el esqueleto
armónico subyacente (en el caso de Ach!
du lieber Augustin, los únicos acordes
en cuestión son los de tónica y
dominante):
d. El esqueleto armónico se ha
variado. Esto ya no es tanto una
variación del tema como una variación
de los acordes que acompañan al tema:
2. Variantes melódicas:
a. La melodía se ha variado. Su
contorno se conserva, pero la línea es
más floreada. Este tipo se basa en el
concepto, fundamental en la música, de
que lo mismo que se va directamente de
do a re, se puede ir pasando por do
sostenido (do-do#-re) sin que se cambie
nada esencial en la línea:
b. El segundo tipo melódico es el
opuesto al anterior: hacer menos
floreada la línea melódica original,
reduciéndola a sus notas esenciales más
escuetas. En otras palabras, si el tema
original pasa de do a do sostenido y de
éste a re, entonces la línea puede ir
directamente de do a re:
c. El tema se conserva, pero su
posición cambia de la voz superior a la
inferior o a una intermedia, o viceversa:
3. Variante rítmica:
a. Todos los tipos de variación
rítmica se pueden agrupar en una
categoría: el cambio rítmico. Un
ejemplo: si el aire de vals en tres por
cuatro de Ach! du lieber Augustin se
cambia por un cuatro por cuatro en
tempo muy rápido, la naturaleza del
tema se transforma por completo:
4. Variantes contrapuntísticas:
a. Un tipo sencillo de variación
contrapuntística consiste en añadir un
nuevo tema al original, destacando el
nuevo mientras que el otro se mantiene
en segundo término:
b. Un segundo sistema, más sutil,
consiste en extraer del tema original una
sola frase y someterla a tratamiento
contrapuntístico. Este tipo es difícil de
captar para el oyente, a menos que el
origen del fragmento sea claro desde el
comienzo:
5. Cualquier combinación de los
tipos anteriores.
II. Recursos
contrapuntísticos
1. Imitación (Bach: Fuga en mi
menor. Clave bien temperado, Libro I)
2.
Canon (esquema)
(Bach:
Erschienen ist der herrliche Tag)
3. Inversión (Beethoven: Sonata
para piano, Op. 110)
4. Aumentación (Bach: Fuga en do
menor. Clave bien temperado, Libro II)
5. Disminución (Vaughan-Williams:
Sinfonía en fa menor. Scherzo)
El ejemplo 5 se reproduce con
autorización de Oxford University Press,
Londres (Agentes norteamericanos: Carl
Fischer, Inc.).
6.
Cancrizante
Passacaglia para piano)
propietarios
del
(Copland:
copyright.
Copyright asignado a Salabert & Co.,
Nueva York.
7.
Cancrizante
(Schöenberg: Cuarteto
Número III)
invertido
de cuerda
SERIE DODECAFÓNICA
III. Análisis de la
Sonata Op. 53,
«Waldstein», de
Beethoven
Un análisis como el que intentaré aquí
nunca podrá ser satisfactorio, pues nos
falta el sonido de las notas. Procederé a
él en el supuesto, posiblemente
aventurado, de que el lector puede
obtener o la partitura o el disco.
Una de las ventajas de utilizar como
ejemplo de esa forma está determinada
sonata es que hay un extremo contraste
entre los grupos temáticos primero y
segundo. Para el lector que piense
solamente en términos melódicos, el
primer tema apenas tendrá nada de tema.
Está formado por tres diferentes partes
muy pequeñas y crea una atmósfera de
incertidumbre y misterio. Esto se debe
al ritmo básico de corcheas repetidas
que podemos considerar primer
elemento. El segundo elemento es
bastante inocente:
Nadie seguramente podría sospechar
el papel que desempeñará más tarde en
la sección de desarrollo. Lo mismo
ocurre con el tercer pequeño fragmento,
que es como sigue:
Los cuatro primeros compases se
repiten inmediatamente un tono más bajo
y sin detenerse se lanzan hacia un
calderón sobre la nota sol (compás 13).
Ahora, otra vez, vuelve a repetirse todo
desde el principio, pero con la
diferencia importante de que las
corcheas repetidas del comienzo están
divididas en semicorcheas (figuradas) y
ligeramente cambiadas de tonalidad.
Esas repeticiones cumplen el propósito
importante de fijar firmemente en la
conciencia del auditor el material
temático esencial. Esta vez no hay
calderón; la música, por medio de una
serie
de
alargamientos,
pasa
imperceptiblemente a la sección puente
(compás 23; para la explicación del
término «puente», véase la página 173).
Aquí lo que uno encuentra no es
melodía,
sino
pasajes
rápidos
escalísticos y arpegios. Aunque no
hayamos oído nunca esta sonata,
sentiremos
claramente,
dada
la
naturaleza del material, que la pieza ha
estado trasladándose de un grupo
primero a un grupo segundo de
elementos.
¡Y qué brillantemente se realiza en
este caso la transición! La música
parece aflojar el paso para dar
comienzo a un segundo tema (compás
35) de carácter completamente opuesto a
lo anterior. Los acordes lentos,
sostenidos producen una sensación de
calma y alivio casi religiosos, como de
un coral. Esos acordes sostenidos se
repiten inmediatamente (compás 43) con
adición de una floreada línea melódica
en la parte superior. (Es característico
que a pesar de tanta repetición, tan usual
en toda la música, rara vez hay
repeticiones literales, sino secciones
que se repiten con variantes.)
Esa floreada melodía adicional que
se teje por encima de los acordes
sostenidos obra como una «excusa» para
volver al carácter más figurado de la
primera sección de transición (compás
50). Aquí tenemos uno de esos
momentos en que el analista se siente
atormentado a lo Tántalo ante diferentes
interpretaciones posibles de la forma.
Evidentemente, este nuevo pasaje es,
una de dos, o una segunda parte de b, lo
cual uno admite de mala gana, pues su
naturaleza es demasiado diferente de la
primera parte de b, o un segundo puente
que nos lleva a c, lo cual es muy poco
probable a causa de su índole
demasiado elaborada. En esto es en lo
que el compositor tiene suerte: no
necesita nunca razonarse a sí mismo la
forma que crea, si el resultado final es
lógico. Pero al pobre del teórico que
quiera explicar él la forma no le será
muy fácil hacerlo si no toma una
decisión. Así, pues, yo me decido por la
primera de aquellas hipótesis y prefiero
considerar ese largo pasaje como una
especie de b2 que conduce al tema
conclusivo.
La sección c, o conclusiva (compás
74), más corta que las otras, tiene más
afinidad con el cantable segundo tema
que con el primero, que es de carácter
agitado. Sirve para volver a la
sensación de sosiego, acentuando con
eso el sentido conclusivo y preparando
al mismo tiempo el camino para la
nueva entrada del primer material a la
cabeza de la sección de desarrollo.
Esto es exactamente lo que sucede.
La primera cosa que hace el compositor
es recordarnos dónde comenzó, damos,
como si dijéramos, un punto de
referencia. Apenas hecho esto, ya está
Beethoven en camino. En realidad, está
determinada sección de desarrollo no es
ni muy larga ni muy elaborada. Escoge
para desarrollarlos solamente los dos
fragmentos citados arriba y la sección
que decidí denominar b2. No se hace
ninguna referencia al tema que parece un
coral ni al tema conclusivo ni a las
corcheas repetidas del comienzo. Pero
hay una sensación general de
movimiento y excitación interna que
penetra la mayor parte de todo el primer
tiempo.
La sección de desarrollo está
dividida en dos partes. Primero
yuxtapone el compositor los dos
fragmentos del primer tema arriba
citados (compás 92). Luego concentra su
atención en el primero de los dos
fragmentos y desarrolla lo que en su
origen era solamente una frase diminuta,
hasta convertirlo en una pequeña parte
ligeramente lírica. Esto conduce
directamente al desarrollo del material
siguiente, los primeros compases del
pasaje b2. Sobre esa base la música se
desarrolla por medio de marchas
armónicas, de tal manera que pasa por
muchas tonalidades extrañas antes de
llegar a la nota sol, la dominante. Sobre
esa dominante (compás 142) vuelve
Beethoven a la sensación de misterio del
mismísimo comienzo, a fin de
prepararnos psicológicamente para la
vuelta del primer tema. Esta nueva
transición es sumamente notable, aunque
no sea más que por no poderse encontrar
nada comparable en la música de Haydn
o Mozart. El misterioso redoble del
bajo y la gradual acumulación de
intensidad son un rasgo típicamente
beethoveniano.
Con una repentina vuelta al
pianissimo se inicia la recapitulación
(compás 156). La repetición es casi
literal en este caso, salvo unos cuantos
cambios de poca importancia, la
mayoría de orden tonal. Sigue una coda
de dos páginas y media (compás 249).
Después de comenzar casi como la
primera sección de desarrollo, prosigue
con un nuevo desarrollo de los dos
fragmentos
usados
allí,
pero
yuxtapuestos ahora de una manera un
tanto diferente. Esto nos vuelve a
conducir, tras dos acordes sostenidos, al
tema de coral que ahora adquiere una
expresión nueva por la adición de un
nuevo bajo (compás 284). La aparente
desgana para abandonar ese sosiego
recién descubierto es rota por una
impetuosa carrera hacia el fin. El
allegro de sonata está completo.
LISTA DE OBRAS
MENCIONADAS
La lista consiste, en gran parte, en las
obras citadas como ejemplos en el texto,
que hoy se encuentran en discos de larga
duración (1957). Se han mencionado
otras grabaciones, marcadas con un
asterisco. No se ha hecho ningún intento
por recomendar ciertas interpretaciones
por encima de otras. Para ello existen
varias obras escritas por autores
competentes.
Capítulo II. Cómo escuchamos
Bach —En la obra: Clave bien
temperado. Libros I y II (48 temas
fugados)
Beethoven —Sinfonía No. 9 en re
menor (primer movimiento)
Capítulo III. El proceso creador de la
música
Música espontáneamente concebida:
Schubert —Ciclo de canciones: Die
Schöne Müllerin o Die Winterreise
Wolf —Canciones con textos de
Mörike, Eichendorff, Goethe
Música cuidadosamente construida:
Beethoven —Sonata para piano en
do mayor, Op. 53 («Waldstein»)
*Bartók —Música para cuerdas,
percusión y celesta
*Hindemith —Mathis der Maler
Música de estructura tradicional:
Palestrina —Stabat Mater
Bach —Clave bien temperado, libro
II, preludio en mi bemol mayor.
Música de intención innovadora:
Gesualdo —Madrigales
Berlioz —Haroldo en Italia
(«Marcha de los peregrinos», «Orgía de
los ladrones»)
Mussorgsky —Cuadros de una
exposición
Debussy —Preludios para piano,
libros I y II Varèse— Ionisation
Capítulo IV. Los cuatro elementos de
la música
Bach
—Concierto
italiano
(movimiento lento)
Schumann
—Danzas
de
Davidsbündler, Op. 6, Núm. 10
Brahms —Intermezzi, Op. 118,
Núm. 4; Op. 119, Núm. 3
Tchaikovsky —Sinfonía Núm. 6
(«Patética») (segundo movimiento)
Stravinsky —La consagración de la
Primavera (sección última)
Schubert —Sinfonía Núm. 8 en si
menor («Inconclusa»)
Chávez —Sinfonía India
Strauss —Las alegres travesuras de
Till Eulenspiegel, Op. 28
Wagner —Tristán e Isolda (preludio
y liebestod)
Harris —Trío para violín, chelo y
piano
Prokófiev —Concierto para violín
Núm. 2 en sol menor (segundo
movimiento)
*Berg —Concierto para violín
*Schöenberg —El libro de los
Jardines Colgantes Obras maestras de
la música antes de 1750 (organum)
Monteverdi —Madrigales
Gesualdo —Madrigales
Mussorgsky —Canciones y danzas
de la muerte
Debussy —Iberia
Schöenberg
—Cinco
piezas
orquestales
Webern —Cinco movimientos para
cuarteto de cuerdas
Milhaud —Saudades do Brazil
(especialmente «Corcovado»)
*Dallapiccola —Canti di Prigiona
*Martin
—Petite
Symphonie
Concertante
Debussy —Siesta de un fauno
Honegger —Concertino para piano
Britten —Guía de los jóvenes para
la orquesta, Op. 34
Ibert —Concierto para flauta
Cimarosa —Concierto para oboe
Nielsen —Concierto para clarinete
Vivaldi —Concierto para fagot
Mozart —Concierto para corno
Haydn —Concierto para trompeta
Hindemith —Sonata para trombón
Wagner —Tristán e Isolda, Preludio
al Acto III (solo para corno inglés)
Ravel —Suite de Mamá la Oca (el
contrabajo en «La bella y la bestia»)
Mussorgsky-Ravel —Cuadros de
una exposición (solo para tuba)
Ravel —Bolero (solos para varios
instrumentos) Percussion Music: Bell,
Drum, and Cymbal (Saul Goodman)
First Chair (orquesta de Filadelfia,
solos para maderas y metales)
Stan Kenton —A concert of
Progressive Jazz
Duke Ellington —Duke Ellington
Plays Duke Ellington
Capítulo V. La textura musical
La textura monofónica:
Canto gregoriano
Textura homofónica:
Monteverdi —Il Combattimento di
Tancredi e Clorinda
Textura polifónica:
*Bach —Ofrenda musical
Hindemith —Das marienleben
Textura variada:
Beethoven —Sinfonía
(movimiento allegretto)
Núm.
7
Capítulo VI. La estructura musical
Schumann —Escenas infantiles
(Kinderscenen), Op. 15
Beethoven —Sonata para piano,
Op. 27, Núm. 2 (scherzo)
Capítulo
VII.
fundamentales
Las
formas
La forma binaria:
F.
Couperin —Música
para
harpsicordio
(Les
Bamcades
mystérieuses, Le Moucheron, La
Commère, Les Jumelles, Les Langueurs
tendres)
D. Scarlatti —Sonatas para el
harpsicordio
(Ralph
Kirkpatrick)
(Longo, Núms. 104, 338, 413)
La forma ternaria:
Haydn —Cuarteto para cuerdas,
Op. 17, Núm. V (minueto)
Ravel —Le Tombeau de Couperin
(minueto)
Beethoven —Sonata para piano,
Op. 27, Núm. 1 (scherzo)
Beethoven —Sonata para piano Op.
27, Núm. 2 (scherzo)
Chopin —Preludio, Op. 28, Núm. 15
El rondó:
Haydn —Sonata para piano Núm. 9
en re mayor.
Schubert —Sonata para piano, si
bemol mayor, Op. post, (último
movimiento)
Strauss —Las alegres travesuras de
Till Eulenspiegel
Las formas libres:
Chopin —Preludio, Op. 28, Núm. 20
(A-B-B)
Schumann —«Asustar» (Escenas de
niños) (A-B-A-C-A-B-A)
Bartók —Suite, Op. 14 para piano
(movimientos primero y segundo)
El basso ostinato:
Honegger —El rey David
Monteverdi —L’Incoronazione di
Poppea
Purcell —Dido y Eneas («Lamento
de Dido»)
Stravinsky —L’Histoire du Soldat
(«Violín del soldado»)
El passacaglia:
Bach —Passacaglia y fuga en do
menor (órgano)
Ravel —Trío en la menor para
violín, chelo y piano
Berg —Wozzeck (comienzo del lado
2)
Copland —Passacaglia (1922)
La chacona:
Buxtehude —Chaconas para órgano
Bach —Chacona en re menor (solo
para violín)
Brahms —Sinfonía Núm. 4 en mi
menor (cuarto movimiento)
El tema con variaciones:
Early English Keyboard Music
(Byrd —The Carman’s Whistle)
Mozart —Sonata para piano Núm.
11 en la mayor, K. 331
Schumann —Estudios sinfónicos,
Op. 13
Fauré —Tema con variaciones en
do sostenido menor, Op. 73
Elgar —Variaciones Enigma, Op.
36
d’Indy —Variaciones Istar Strauss
— Don Quijote
Stravinsky
—Octeto
para
instrumentos de viento (movimiento
central)
Copland —Variaciones para piano
(1930)
Recursos contrapuntísticos:
La imitación: Bach —Clave bien
temperado, libro I, fuga en mi bemol
menor
Canon: Franck —Sonata en la mayor
para violín y piano (último movimiento)
La inversión: Beethoven —Sonata para
piano, Op. 110 (final)
La aumentación: Bach —Clave bien
temperado, libro II, fuga en do menor
La disminución: Vaughan Williams
—Sinfonía Núm. 4 (scherzo)
El cancrizante: Copland —Passacaglia
(1922) (cuarta variación)
Los
cancrizantes
invertidos:
Schöenberg —Cuarteto para cuerdas
Núm. 3
La fuga:
Bach —Clave
bien
temperado,
libros I y II El concerto grosso:
Bach
—Conciertos
de
Brandenburgo Núms. 1-6
Händel —Concerto Grosso, Op. 5,
Núms. 1-12
Bloch —Concerto Grosso
Martinu —Concerto Grosso
El preludio coral:
Bach
—Preludios
(Orgelbüchlein)
corales
Motetes y madrigales:
Antología sonora —Vol. 2 The
Triumphs of Oriana
Beethoven —Sonara para piano,
Op. 53 (Waldstein) (véase Apéndice III)
Las sinfonías:
Haydn —Sinfonía Núm. 102 en la
sostenido mayor
Mozart —Sinfonía Núm. 41 en do
mayor (Júpiter)
Beethoven —Sinfonías Núms. 1-9
Schumann —Sinfonía Núm. 4 en re
menor (forma en un movimiento)
Mendelssohn —Sinfonía Núm. 4 en
la mayor
Brahms —Sinfonías Núms. 1-4
Tchaikovsky —Sinfonía Núm. 6 en
si menor (movimiento lento, al final)
Franck —Sinfonía en re menor
(forma cíclica)
Mahler —Sinfonía Núm. 2 en do
menor (con coro)
Sinfonías contemporáneas:
Sibelius —Sinfonía Núm. 4 en la
menor
Prokófiev —Sinfonía Núm. 5 Op.
100
Roussel —Sinfonía Núm. 3 en sol
menor
Shostakovitch —Sinfonía Núm. 10
en mi menor
Honegger —Sinfonía Núm. 5
Vaughan Williams —Sinfonía Núm.
4 en fa menor
Harris —Sinfonía Núm. 3 (en un
movimiento)
Piston —Sinfonía Núm. 4
Copland —Sinfonía Núm. 3
William Schuman —Sinfonía Núm.
6 (en un movimiento)
Bach —Clave bien temperado, libro
I, preludio en si bemol mayor
Bach —Fantasía cromática y fuga
en re menor
Bach —Fantasía y fuga en sol
menor (órgano)
Debussy —Preludios, libro II,
(piano)
El poema sinfónico:
Jannequin —Chansons
Liszt —Les Préludes
Saint-Saëns —La rueca de Onfalo
Tchaikovsky —Romeo y Julieta
Honegger —Pacific 231
Ives —The Unanswered Question
Capítulo VIII. La ópera y el drama
musical
Monteverdi —Orfeo
Händel —Julius Caesar
Gluck —Orfeo y Eurídice
Mozart —La flauta mágica
Wagner —Los maestros cantores
Verdi —Otelo
Mussorgsky —Boris Godunof
Bizet —Carmen
Debussy —Pelléas et Mélisande
Berg —Wozzeck
Weill —La ópera de tres centavos
Menotti —El Consul
Stravinsky —The Rake’s Progress
Capítulo IX. Música contemporánea
Muy fácil:
Poulenc —Le Bal masqué
Stravinsky —Petrouchka
Shostakovitch —Sinfonía Núm. 1 en
fa mayor, Op. 10
Thomson —Acadian Songs and
Dances (tomado de Louisiana Story)
Bastante fácil:
Bloch —Schelomo
Villa-Lobos —Coros Núms. 4-7
Walton —Concierto para viola
Prokófiev —Suite escita, Op. 20
Barber —Concierto para chelo
Bastante difícil:
Bartók —Sonata para dos pianos y
percusión
Honegger —Sinfonía Núm. 2
(Liturgique)
Stravinsky —Sinfonía en do
Piston— Sinfonía Núm. 4
Muy difícil:
Schöenberg
(septeto)
—Suite,
Op.
29
Webern —Concierto para nueve
instrumentos
Varèse —Ionisation
Ives —Sonata Núm. 2 para piano
(«Concord, Mass.»)
Sessions —Cuarteto para cuerdas
Núm. 2
Carter —Cuarteto para cuerdas
BIBLIOGRAFÍA
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Thomson, Virgil, The art of judging
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York, 1948.
AARON COPLAND (Brooklyn, Nueva
York, 14 de noviembre de 1900 Peekskill, estado de Nueva York, 2 de
diciembre de 1990) Compositor y
director de orquesta estadounidense, uno
de los músicos más sólidos e
interesantes de su patria. Nacido, como
su colega y amigo Leonard Bernstein, en
el seno de una familia judía de origen
ruso, Copland inició su educación
musical en Nueva York. En 1921 se
trasladó a París, donde durante tres años
recibió clases de composición de la
célebre Nadia Boulanger.
Sus obras más representativas se
enmarcan dentro de una corriente que
buscaba sus motivos de inspiración en el
folclore estadounidense, a veces (como
en el Concierto para clarinete,
compuesto en 1948 para Benny
Goodman) con reminiscencias del jazz.
A este período pertenecen Salón
México (1933-1936) y Retrato de
Lincoln (1942), pero son los ballets
Billy el Niño (1939), Rodeo (1942) y
Primavera apalache (1944) las
partituras más destacadas y aplaudidas
de esta etapa creativa de Copland, que
cabría calificar de nacionalista.
Debe destacarse especialmente el ballet
en dos escenas Rodeo; con música de
Copland y argumento y coreografía de
Agnes de Mille, Rodeo ha sido una de
las páginas preferidas del género en
Estados Unidos, como lo demuestran sus
continuas reposiciones. Su éxito radica
en el uso del material folclórico
norteamericano, en un momento en el
que la atmósfera bélica que precedió a
la Segunda Guerra Mundial había
potenciado al máximo los sentimientos
nacionalistas. Fue estrenado por los
Ballets Rusos de Montecarlo el 16 de
octubre de 1942, en el Metropolitan
Opera House de Nueva York.
Con posterioridad, el estilo de Aaron
Copland fue haciéndose más austero y
abstracto, e integró técnicas más
comprometidas con su tiempo histórico
como el dodecafonismo, en obras como
el Cuarteto con piano (1950) y
Connotaciones (1962), las cuales, a
pesar de su considerable interés y lo
impecable de su factura, no encontraron
el mismo eco entre el público. Como
director de orquesta se prodigó en la
interpretación de su propia música.
Es autor de los libros: What to Listen
For in Music (1939), Our New Music
(1941) y Music and Imagination
(1952). Del primero de ellos existe
versión española y el segundo se reeditó
en 1968 con el título The New Music:
1900-1960.
Notas
[1]
Han aparecido traducciones en
alemán, italiano, español, sueco, hebreo
y persa. <<
[2]
El número de obras mencionadas por
el autor como no grabadas ha
disminuido en estos últimos tiempos.
Así,
pues,
esa
indicación
la
conservaremos sólo para aquellas obras
de las que, a la hora de entrar en prensa
esta traducción, no tengamos noticia de
que hayan sido grabadas. [T.] <<
[3]
William Schuman rebate esta idea.
Como resultado de su trabajo práctico
con aficionados,
sostiene
haber
conseguido buenos resultados ayudando
a quienes tienen mal oído para la música
a reconocer materiales melódicos. <<
[4]
Chroniques de ma vie es el título
original. [T.] <<
[5]
Experimentos recientes con música
producida
electrónicamente,
sin
embargo, apuntan hacia una nueva
especie de compositor de formación
científica como el tipo pionero de
nuestro tiempo. <<
[6]
<<
En el ejemplo hay realmente dos. [T.]
[7]
Con estos versos de la Égloga
Segunda de Garcilaso sustituimos los
dos de análoga estructura yámbica que,
sin declarar su procedencia —
Soneto LII de Shakespeare—, cita el
autor:
What is your súbstance whereof áre you
máde,
That mllions óf strange shádows ón you
ténd? [T.] <<
[8]
Velocidad a que se ejecuta la música.
[T.] <<
[9]
Véase el ejemplo de Roy Harris, p.
68. [T.] <<
[10]
Citado con autorización de los
editores. Copyright, 12 de diciembre de
1924, por Harms, Inc. <<
[11]
Como se verá por el esquema que da
el autor, primeros tiempos fuertes los
hay en cada voz. Lo que en realidad se
quiere decir es que no hay ninguna
simultaneidad entre los primeros
tiempos de las diversas voces. Véase
más adelante la comparación de esta
música con los polirritmos modernos.
[T.] <<
[12]
Citado, con autorización de Roy
Harris, de New Music (vol. 9, núm. 3.
abril de 1936), publicación trimestral de
la New Music Society of California. <<
[13]
Ésta es la forma que se le ha venido
dando tradicionalmente en castellano al
término «faux-bourdon». [T.] <<
[14]
Schöenberg rechazaba el término
«atonalidad». No obstante, la palabra
sigue
empleándose,
más
por
conveniencia que por su exactitud. <<
[15]
El autor se refiere aquí al pedal de
la derecha. El de la izquierda
desempeña otra función, que es la de
amortiguar o velar la sonoridad del
instrumento. [T.] <<
[16]
El lector podrá oír un contrabajo a
solo en Pulcinella de Stravinsky y en El
teniente Kijé de Prokófiev. [T.] <<
[17]
Es decir, cuatro pianos más cuatro
timbales, xilófono, campanas, pandereta,
triángulo,
platillos,
bombo,
dos
tambores y un par de platillos pequeños.
[T.] <<
[18]
Disponible sólo en discos de 78
rpm. <<
[19]
De Das Marienleben (La vida de
María) de Paul Hindemith. Se cita con
la autorización de Associated: Music
Publishers, Inc. <<
[20]
Es decir, forma «allegro de sonata»,
[T.] <<
[21]
De From the Land of a Thousaud
Lakes, de Jan Sibelius. Se cita con la
autorización de The Boston Music
Company. <<
[22]
De Le Roi David de Honneger.
Reservados todos los derechos. Se
reproduce con autorización de los
editores MM. Foetisch Frères S.A.,
Lausana, Suiza. <<
[23]
Según eso, su nombre en castellano
sería «pasacalle». Pero como este
término tiene hoy un significado musical
muy diferente, preferimos conservar
aquí el nombre en italiano, que es lo que
también hace el autor. [T.] <<
[24]
En tal caso, el tema se encuentra en
el bajo, o sea en su posición natural,
salvo que esos acordes acompañantes
estén por encima de un nuevo
contrapunto. [T.] <<
[25]
Regla de oro aplicable a la audición
de toda forma musical. [T.] <<
[26]
Canción a varias voces en la que la
segunda entra a poco de haber
comenzado la primera y con la misma
melodía, y de igual modo la tercera con
respecto a la segunda, la cuarta con
respecto a la tercera, y así
sucesivamente. [T.] <<
[27]
Juego en el que todos los
participantes van imitando lo que se le
antoja hacer al «guía». [T.] <<
[28]
Esa advertencia acerca de las
respuestas se refiere al primer esquema,
evidentemente. En el segundo, las
respuestas son V2 y V1. [T.] <<
[29]
Stretto en italiano. [T.] <<
[30]
Cf, lo dicho por el autor en la página
59. [T.] <<
[31]
Esta esquemática descripción se
propone indicar únicamente la estructura
convencional como se acostumbra
hacerlo en los libros de texto. <<
[32]
Es decir, la tonalidad principal del
tiempo. [T.] <<
[33]
El calificativo «extrañas» tiene el
sentido estricto de «ajenas a la tonalidad
principal». No se tome, pues, en el
sentido de «raras» o «singulares». [T.]
<<
[34]
El autor usa siempre el término
«recapitulación». Añadimos nosotros el
de «reexposición», por ser más usual
entre los músicos de habla castellana.
[T.] <<
[35]
Reproducido, con autorización, de
Karl Nef. Esquema de la historia de la
música, trad. de Cari F. Pfatteicher,
Columbia University Press, 1935. <<
[36]
A los compositores citados por el
autor hay que añadir el Stravinsky de los
últimos años, autor de la Sinfonía de
Salmos (1930), la Sinfonía en do (1940)
y la Sinfonía en tres tiempos (1945), y
el propio Copland, autor de tres
sinfonías, que sepamos. [T.] <<
[37]
Sobre el significado de «música
absoluta», véase la página 192. [T.] <<
[38]
Reproducción autorizada por Durand
& Cie., París, y Elkan-Vogel Company,
Inc., Filadelfia, propietarios del
copyright. <<
[39]
«Symphonic, or tone, poem» escribe
el
autor.
Traduciremos
siempre
«sintónico», que es lo tradicional en
castellano. Decir «poema tonal» es
incurrir en barbarismos por querer
traducir demasiado literalmente el «tone
poem» inglés o el «tondichtung» alemán.
En buena terminología castellana, lo
tonal es sólo lo relativo a la tonalidad.
Y ello nos evitará tener que decir, por
ejemplo, que una obra de la escuela
dodecafónica es «un poema atonal». [T.]
<<
[40]
En el castellano de nuestra mocedad
solía decirse «música pura», como
también se decía «poesía pura». Pero
supuesto que, por ejemplo, al alcohol
anhidro se le llama «alcohol absoluto»,
¿por qué no calificar de «absoluta» la
música sin aguar? [T.] <<
[41]
Por el año 600 a. C., va Sakadas
describía en el aulos la lucha de Apolo
con el dragón. [T.] <<
[42]
Título original: Le Caquet des
femmes. [T.] <<
[43]
<<
El autor alude al Don Quijote. [T.]
[44]
En 1881, y probablemente también
en 1882, como músico al servicio de la
Sra. von Meck, la célebre amiga y
protectora de Tchaikovsky. [T.] <<
[45]
Jonny se da tono. En Francia se
tradujo este título: Jonny mène la danse
(Jonny guía la danza). [T.] <<
[46]
El autor da el título en inglés: Three
Penny Opera. El título alemán original
es Drei Groschen Oper (Groschen es la
moneda que vale diez pfennigs), título
despectivo cuya traducción justa —que
no literal— variará para cada país: en
Francia, L’opéra de quat’sous; en
España, La ópera de cuatro cuartos o
de tres al cuarto), etc. No hay que
olvidar que la idea de Brecht y Weill
está tomada de The Beggar’s opera (La
ópera del mendigo), obra de Gay y
Pepusch estrenada en Londres en 1728.
[T.] <<
[47]
Lo sucedido, años después de
escrito este libro, con las óperas de
Menotti vino a confirmar que el autor no
andaba descarriado cuando afirmó eso.
[T.] <<
[48]
Esta comparación de rasgos de
personalidad fue escrita durante sus
años como intérpretes activos de música
sinfónica. <<
[49]
«Alemán genuino.» [T.] <<