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Todo descubrimiento es inmenso
Mercedes Villalba
sobre
T u r ba d e ag ua du l c e
de Aurora Clara Castillo
∞
en Cobra
Aranguren 150, Caballito.
∞
Del 10 al 31 de Mayo de 2013
La formación de turba constituye la primera etapa
del proceso por el que la vegetación se transforma en
carbón mineral. Se forma como resultado de la putrefacción y carbonificación parcial de la vegetación en el
agua ácida de pantanos, marismas y humedales.
La formación de una turbera es relativamente lenta
como consecuencia de una escasa actividad microbiana, debida a la acidez del agua o la baja concentración de oxígeno. El paso de los años va produciendo
una acumulación de turba que puede alcanzar varios
metros de espesor, a un ritmo de crecimiento que se calcula de entre medio y diez centímetros cada cien años.
Wikipedia, “Turba”
Entre 1699 y 1702 Maria Sibylla Merian se
dedicó a observar la metamorfosis de las mariposas
en Surinam. Acompañada de su hija Dorothea y hasta
que finalmente la vencieran los síntomas de la Malaria,
Merian, hija de impresores y grabadistas, produjo las
ilustraciones, notas y observaciones que conformarían
su gran obra Metamorphosis Insektorum Surinamensium publicada en 1705. En la Europa del siglo XVII
los insectos, así como las larvas y los gusanos se consideraban subproductos del barro. La idea de la metamorfosis de gusanos en mariposas sorprendió como
totalmente nueva y marcó lo que luego se conocería
como la entomología, la diciplina que estudia a los insectos. Las ilustraciones que acompañaban su trabajo
eran de una delicadeza y precisión que hacía imposible
dudar en su veracidad, pero había algo más. Una cierta
inclinación a la hora de representar a los insectos, una
textura en las superficies de las plantas que daban a
ambos un aire de familiaridad. Como si mariposas,
larvas, escarabajos, flores, helechos, semillas y frutos
fueran en realidad partes de un organismo secreto
cuyas partes se nos muestran separadas a simple vista.
Maria Sybilla Merian,
Metamorfosis de la mariposa, 1705.
Aurora Clara Castillo,Cuatro Piedras, 2012.
Aurora Clara Castillo, Papa Brotada, 2012.
Aurora Clara Castillo se pregunta si lo que
pinta son piedras o planetas. Sinceramente no sabe,
cuando su pincel chorrea arriba de un papel un poco
húmedo, en qué escala está aquello que dibuja. Puede
que los círculos sean piedras. Pero también pueden ser
líquenes vistos muy de cerca. O planetas vistos muy de
lejos. La iconografía botánica y naturalista que maneja
no la saca del embrollo: el pistilo que sube y se desarma
en ramas puede ser la topografía del río principal de
un planeta minúsculo. ¿Planetas o piedras? Pregunta a
la hora de poner título a una serie de dibujos, confundida con la cercanía de cosas que se suponen separadas.
En los dibujos, el negro de la tinta que brota al contacto con el agua es el mismo negro del carbón: un negro
opaco y mineral que brilla cuando está fresco. Capáz
por su pasado vegetal, porque así brillan los carbones
que rodean esa piedra blanca gigante robada una noche de un cantero, como invocando una especie de
panteísmo mineral donde todo lo que habido y habrá
es reconocible en la superficie lustrosa de un pedazo
de carbón. El recuerdo de todo lo que crece, brota y se
deshace en el proceso lentísimo de la turba.
Este entramado de escalas y guiños materiales supera a
Castillo a un punto que la lleva a preguntarse sobre la
identidad de lo que dibuja. Los elementos y las texturas
resuenan entre ellos y ella recoge piedras y pedazos de
cosas del suelo que sabe, con certeza, que de alguna
manera están relacionados. ¿Importa si se relacionan
microscópica o formalmente? No. Importa la necesidad de hacer visible esa relación, volverla tangible
como otras tantas relaciones entre cosas que parecen
inanimadas o intrascendentes: orugas y mariposas,
carbones y plantas, piedras y papeles. Porque los descubrimientos son relaciones que se evidencian y todo
descubrimiento es inmenso. Después vendrá el análisis
y confirmará o desmentirá aquello que creíamos, pero
eso es tarea de otros. Aurora Clara Castillo, entre tanto,
seguirá recogiendo piedras y criando líquenes que todavía extrañan el mar cuando los pintan con agua.
Marianne North Gallery, en Kew Gardens, Londres, 2008.
Extracto del diario de Marianne North durante
su estadía en Pernambuco, Brasil, entre 1872-73
Era domingo y las tiendas estaban cerradas
con tanto rigor como en el mismo Glasgow. No vi
mucho más que loros, naranjas y bananas a la venta.
En los soberbios jardines vimos inmensas palmeras
y otras plantas tropicales totalmente nuevas para mi.
La palmera abanico de Madagascar era quizás la más
notable, con sus grandes hojas en forma de remo y sus
tallos maravillosamente unidos a la manera de antiguos tejidos griegos, cada tallo formando una perfecta
reserva de agua pura de fácil acceso desde el tronco; los
viajeros sedientos tienen buenas razones para llamar a
esta palmera —strelitzia o Ave del Paraíso— su amiga.
Los árboles de Frangipani (Plumeria sp.) eran también
de gran hermosura, cubiertos con racimos cerosos de
flores amarillas o salmón de olor dulce y con forma de
grandes azaleas, pero todavía casi sin hojas. Las flores
se mantienen abiertas por varias semanas, luego llegan
las hojas y con ellas inmensas orugas naranjas y negras
de cabeza roja que las devoran en poco tiempo. Los
nativos dicen que las polillas ponen sus huevos en el
fondo mismo de la madera, y que si un gajito del árbol
es separado y llevado a cualquier parte del mundo y un
pequeño árbol nace de él las también orugas crecerán,
apareciendo justo a tiempo para comer los primeros
brotes de hojas.
Traducido de Abundant Beauty: The Adventurous
Travels of Marianne North, Botanical Artist,
Greystone Books, Canadá, 2010.
Aurora Clara Castillo, Composición, 2013.
Marianne North en su casa en Ceylon
fotografiada por Margaret Cameron.