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José María Marco
Madrid, 1955 Es autor de una serie de obras que, desde 1990, vienen analizando la historia
intelectual y política de nuestro país en el siglo XX. Con ellas ha intentado proponer una visión que
se aleja de los esquemas negativos heredados de la crisis de la nación española de principios del
siglo XX.
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Servidumbre de la filosofía, por
José Sánchez Tortosa
Posted on 28 Noviembre, 20153 Diciembre, 2015 En Colaboraciones, Ideas 2 Colaboraciones 0
“Cuando alguien pregunta para qué sirve la filosofía, la respuesta debe ser agresiva, ya que la
pregunta se tiene por irónica y mordaz. La filosofía no sirve ni al Estado, ni a la Iglesia, que tiene
otras preocupaciones. No sirve a ningún poder establecido. La filosofía sirve para entristecer. Una
filosofía que no entristece o no contraría a nadie no es filosofía. Sirve para detestar la estupidez,
hace de la estupidez una cosa vergonzosa. Sólo tiene éste uso: denunciar la bajeza del
pensamiento en todas sus formas.”
Gilles Deleuze, Nietzsche y la filosofía
¿Nació vieja la filosofía? ¿Nació herida de muerte ya en el siglo IV a. C.? Si bien se erigió
institucionalmente como crítica de los mitos fundantes, fue muy pronto reducida a arcaísmo o
extravagancia por la arrebatadora fuerza innovadora y demagógica de la sofística, que en no pocas
ocasiones llegaba a ridiculizarla hasta apagar sus ascuas, por ejemplo, con la condena de Sócrates
por la vía de presentar como sofista la batalla contra la sofística[1]. Esa pregunta parece repetirse
cíclicamente. No es nueva. Pero, ¿en qué consiste esa pintoresca manía por interrogarse sobre lo
dado que atraviesa los siglos? ¿Quién puede erigirse en su encarnación? Empecemos por lo que no
es:
La filosofía no es la pureza cristalina de una disciplina libre de los influjos maléficos del mercado,
pues nació gracias a la incorporación de los rudimentos de la negociación del comercio marítimo
griego y su crecimiento, lo que pomposamente se llama diálogo, que, en realidad, es
enfrentamiento, negociación, trifulca, combate. Tampoco es la prostituta entregada a los vicios y
tiranías del Estado, pues arraiga en escuelas privadas ajenas a la gestión estatal. Ni cabe suponerla
fruto de la virginidad redentora de una fuerza enfrentada al Estado, pues nació también de la mano
de los hábitos litigantes de los atenienses, inviables fuera de una estructura jurídica y política
suficientemente desarrollada como las de las ciudades-Estado griegas. Y tampoco está limpia de
relaciones con las iglesias pues nada impide que una doctrina religiosa incorpore ideas filosóficas,
de mayor o menor rigor, como cualquier otro cuerpo doctrinal e ideológico. Son esas instituciones
en sus diferentes fases de desarrollo histórico las que propician el nacimiento y vigencia dialéctica
y precaria, siempre conflictiva, de la filosofía. Consolarse con una imagen inmaculada de la
filosofía, ajustada a los prejuicios propios no es el modo más saludable de defenderla[2]. Es un
modo amable de traicionarla por medio de ensoñaciones idealistas que ocultan la mostrenca
realidad histórica. La que nos dice que la Historia de la Filosofía no se distingue esencialmente de
las grandezas y mezquindades de otras ciencias e instituciones. Prevenir esa tentación
consoladora, no engañarse, es empezar a filosofar.
En buena medida, la filosofía nace de una paradoja lingüística, de una aporía lógica. En buena
medida, la filosofía es esa paradoja. Se atribuye a Epiménides el cretense la afirmación de que
todos los cretenses mienten siempre. Foucault da una versión más económica: “Yo miento”. Al
decir la verdad miento. Al mentir digo verdad. El yo miente siempre, vendría a sostener
aproximadamente Pascal. Hablar es mentir, salvo que el discurso quede desconectado,
desvinculado del sujeto que habla, que miente. Miente el sujeto pero el mensaje puede darse en un
plano capaz de abrir un código común, objetivo, en el que los sujetos hablantes sean cantidad
despreciable, irrelevantes en la ecuación, en la búsqueda de la verdad, que es independiente de ese
artificio ilusorio que es la identidad, quién habla. Ahí es donde Sócrates se jugó desenmascarar las
argucias sofísticas, en esa rendija de apertura a la posibilidad de conocer, de decir lo verdadero,
precaria, frágil, aproximadamente, porque yo miento pero el lenguaje, sin mí, es capaz de
verdad[3]. Agitarse en esa paradoja esencial sin pretender solventarla definitivamente es el
combustible de todo pensamiento crítico, que no tiene descanso. Hoy, la sofística no niega a la
filosofía. Se apropia de su nombre vaciándola bajo lemas tan solemnes como huecos, tan eficaces
como tramposos, como parte de una campaña de marketing publicitario.
Por eso, lo que mata la filosofía no es su reclusión o su prohibición. Llegar a esos extremos le
inyectaría la fuerza política de lo clandestino, como estéril pero necesario discurso crítico contra
el poder de la ignorancia. Y acaso se vería vivificada por la persecución y la marginalidad
explícitas, materiales, institucionales. Lo que la mata, en consecuencia, es su trivialización, su
banalización, su vulgarización, la violación que de su nombre hace la estupidez, el fanatismo, la
ceguera. La filosofía es de todos y de nadie (Nietzsche) y no sirve a nadie en particular ni sirve a
todos de facto. Con la pregunta servil y burocrática “¿para qué sirve la filosofía?”, se está
buscando implícitamente su servidumbre. No importa para qué sirve la filosofía, sino a quién o a
qué sirve su invocación, a qué servidumbre se ve sometida bajo el pretexto de su democratización,
de su masificación, pues, recordemos, “la masa no puede filosofar” (Platón). La filosofía se
levanta en defensa propia contra los mitos heredados y contra los que generan las nuevas
tecnologías y ciencias. Por eso, no irrumpe de la nada, ni de la meditación con uno mismo, ni de la
inspiración divina, ni de la comunión con la naturaleza, ni de la superioridad del genio. Es un
trabajo de destrucción dialéctica contra toda la distorsión de la realidad, que moldea la mentalidad
de los sujetos según los códigos de esas mitologías. Es un trabajo solitario que no se puede hacer
más que en discusión con otros, contra los demás y contra uno mismo, contra el peso de la pereza
intelectual que dicta lemas apresurados, consignas simplistas, dogmas que no se discuten,
banalidades que parecen sublimes, generalidades inertes, imprecisas, tramposas, homicidas. La
filosofía es una peculiar aristocracia contra las masas al alcance de cualquiera. Por eso no está
reservado de antemano a elites de sabios o profetas, de líderes o iluminados. Necesita rigor,
precisión, paciencia. El trabajo que cualquiera puede realizar, pero que muy pocos realizan. Justo
lo que la escuela pública postmoderna ha barrido de los centros de enseñanza, convertidos en
guarderías para sujetos infantilizados hasta la ciudadanía administrativa.
Es preciso impugnar la pregunta misma, de la que uno es preso en el acto mismo de tratar de
responderla. “¿De qué sirve? ¿De qué sirve?…” Esa pregunta no es pregunta, como exige el
pensar filosófico, es ya una respuesta, un supuesto que se dispara al que se pregunta y que éste se
traga si se relaja, si se duerme, como la hipnosis del discurso sofista, en la que temía caer el
mismo Sócrates a poco que se relajara. La filosofía es tensión, un estado permanente de alerta. El
vicio del examen, del escrutinio, del análisis, de la búsqueda de la verdad objetiva, del escrúpulo
constante por discriminar, clarificar, clasificar, diagnosticar, búsqueda sin fin y sin finalidad, ansia
por no dejarse engañar (la primera lección filosófica, según Alain). Acomodarse, consolarse,
adormecerse es alta traición, es entregarse en los brazos de la propia esclavitud, alimentar la
ignorancia servil del que repite, del que cree. La filosofía no sirve, como no sirve el orgasmo,
como no sirve la belleza, como no sirve la inteligencia, pues siempre acaban venciendo la
ignorancia y la muerte.
La filosofía no sirve, pero, a la inversa, bien podría preguntarse de qué sirve una sociedad sin
filosofía, sin la cautela de no transigir con vaguedades, tópicos, de no tolerar dogmas,
generalidades. ¿A qué se arriesga? ¿Qué es Auschwitz sino la ciencia, la política, la economía sin
filosofía, sin cuestionamiento crítico de la idea del bien, que Platón situó, como forma de formas,
en la cúspide de su sistema de pensamiento? Los campos de exterminio fueron la puesta en
práctica de una amnesia que fanatizó la ciencia y la ideología. Médicos e iluminados asumiendo
no ya el estudio de la realidad, sino su producción. Cadenas de montaje produciendo muerte
gracias a un sistema de engranajes automatizado, ciego, ajeno a la distancia irónica que en nada
cree demasiado en serio y que, desde Sócrates, al menos, llamamos filosofía. Sin la defensa propia
en que consiste la crítica que dinamita los prejuicios, los fanatismos, se está abocado, en grados
diferentes, a esa épica asesina. Y no sólo las ciencias, la psicología, la economía, la religión, el
arte… pueden ser objeto de fanatismo. También la filosofía misma (su nombre, su invocación, su
impostura) puede incurrir en esa ceguera. Hegel es seguramente el caso más extremo de esa
deriva. Esa Wissenschaft totalizadora, totalitaria, que ya no es anhelo de saber, siempre en
proceso, siempre in medias res, sino saber acabado, completo, total, que lo engulle todo.
En el terreno degradado de la enseñanza pública, campo de batalla político y único medio de
elevarse siquiera un palmo por encima de la barbarie, la tiranía y el populismo, lo grave no es que
la filosofía deje de estudiarse como asignatura, sino que el sistema de enseñanza no sea filosófico,
aunque se imparta la filosofía en sus planes de estudios, como coartada formal que la desactiva
materialmente. Un sistema de enseñanza filosófico en un sentido profundo, no gremial, que haga
viable una visión global de la enseñanza y de su organización, sin reduccionismos ni
compartimentaciones. Hoy es la pedagogía, básicamente, la que ostenta el monopolio ideológico,
doctrinal, terminológico y administrativo de la enseñanza. Y, sin embargo, no se estudia como
asignatura en la enseñanza media. Lo cual nos indica dónde parece estar el lugar de los “expertos
en educación”, curiosamente fuera del aula, y dónde reside la fuerza de su poder. No en ser una
asignatura entre otras, sino en regir el organigrama de las demás disciplinas. O, lo que es lo
mismo, la tendencia a reducir la enseñanza a procesos psicológicos y formales, mediante la
imposición burocrática de una pseudociencia que, con su jerga, su voluntarismo y su ceguera,
somete a las masas de sujetos en periodo de escolarización a la incompetencia bajo la promesa
retórica de la integración, de la felicidad.
¿Dónde está el pedagogo que, como el cretense, afirme que los pedagogos mienten?
Notas
[1] Luciano Canfora, en El Mundo de Atenas, ha estudiado con cierto detalle este momento crucial
de la Historia del pensamiento.
[2] Tengo noticias de lo obtuso que puede llegar a ser un profesor de Filosofía, como es el caso de
los profesores de instituto que, por ejemplo, se negaban a enseñar a S. Tomás de Aquino. Ignoro
si seguirá dándose el caso, pero tiendo a pensar que aun es mejor eso que algunos modos
sesgados, torpes, dogmáticos de enseñar a los pensadores más importantes.
[3] Eric A. Havelock, en La musa aprende a escribir, explica con gran elegancia el tránsito de la
oralidad a la escritura, cuando el emisor empieza a desaparecer ante la presencia independiente del
mensaje escrito.
José Sánchez Tortosa, Doctor en Filosofía con la tesis titulada El formalismo pedagógico, es
escritor y profesor de Filosofía en bachillerato. Ha escrito artículos para El Catoblepas, textos
sobre educación, filosofía, judaísmo y holocausto para el diario El Mundo y distintas revistas
especializadas. Es autor del libro de ensayo El profesor en la trinchera, Editorial Esfera de los
Libros, 2008, y de los poemarios Ajuste de cuentas, Editorial Vitruvio, 2011 y Versus, con la
misma editorial y que acaba de ser publicado.
Coautor del reportaje sobre los campos de exterminio nazis en elmundo.es: Viaje al Holocausto y
de la recientemente publicada Guía didáctica de la Shoá.
Es responsable de los blogs josesancheztortosa.com y El Jardín de Epicuro en Periodista Digital
y del proyecto filosófico-didáctico proyectotelemaco.com.
Contacto: [email protected]
Ilustración: Zenón de Elea, Frescos de la Biblioteca de El Escorial.
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2 Comentarios
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Antonio Sánchez
20 Noviembre, 2015
Muy inspirado, querido colega deseducativo.
RESPONDER

José Sánchez Tortosa
6 Diciembre, 2015
Gracias, querido amigo.
Un abrazo desde la trinchera deseducativa…
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Es autor de una serie de obras que, desde 1990, vienen analizando la historia intelectual y
política de nuestro país en el siglo XX. Con ellas ha intentado proponer una visión que se
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