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LIBRO
Joseph E. Stiglitz: El Malestar en la Globalización.
Traducción al castellano de Carlos Rodríguez Braun.
(Madrid: Taurus, 2002.)
EL NOBEL EN SU DESCONTENTO:
STIGLITZ Y LA GLOBALIZACIÓN*
Sebastián Edwards
J
oe Stiglitz ha escrito un libro importante. Deberían leerlo todos
aquellos que se interesen en el desarrollo económico, en las políticas públicas en una era de globalización, y en la economía política en el contexto de
la toma de decisiones en organizaciones internacionales. Es en parte un
libro de memorias, en parte un manifiesto y en parte una crítica al Fondo
Monetario Internacional (FMI). Como libro de memorias resulta ameno e
informativo. Cuenta la historia de cómo el profesor Stiglitz fue a Washington y no se sintió a gusto en ese ambiente. Se percató de que la política era
el principal deporte que se practicaba en los círculos de Washington, y de
que la ideología solía ser más importante que el debate intelectual riguroso.
Peor aun, fue tratado con poco respeto. Los funcionarios que ocupaban
altos cargos no siempre estaban dispuestos a escucharlo, y cuando lo hacían
a menudo ignoraban su consejo.
En cuanto manifiesto el libro es muy poderoso. No es preciso estar
de acuerdo con todo lo que afirma Stiglitz para reconocer que muchas de
sus ideas son importantes y merecen ser objeto de un análisis serio. Como
SEBASTIÁN EDWARDS. Cátedra Henry Ford II de Economía Internacional, Universidad
de California, Los Angeles. Investigador asociado del National Bureau for Economic Research
y coeditor del Journal of Development Economics. Entre 1993 y 1996 fue el Economista en
Jefe para América Latina del Banco Mundial.
* Traducción al castellano de Alberto Ide.
Estudios Públicos, 87 (invierno 2002).
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ESTUDIOS PÚBLICOS
consecuencia del debate suscitado por el libro, algunas políticas que encontraron rápida aceptación en Washington probablemente serán revisadas en
el futuro.
El aspecto más débil del libro se encuentra en los pasajes en que se
critica al FMI. Y ello no se debe sólo a lo que Stiglitz tiene que decir, sino
más que nada a cómo lo dice. El tono empleado es excesivamente hostil y
agresivo, y el autor no pierde oportunidad para insultar a los funcionarios
de dicha institución. Según Stiglitz, “la coherencia intelectual no ha sido
jamás el sello distintivo del FMI”, y sus funcionarios recurren sistemáticamente a “una práctica económica deficiente”. Su descripción de los economistas y de las políticas del FMI es injusta y, en muchos casos, sirve a los
propios intereses del autor. A mi juicio, el libro habría sido mucho más
eficaz si Stiglitz hubiera escogido un estilo más mesurado. En efecto, algunos analistas ya lo han desestimado por considerarlo una diatriba destinada
a desquitarse de unas cuantas personas, entre ellas de Stan Fischer, ex
primer subdirector gerente del FMI, y del ex secretario del Tesoro, Larry
Summers.
El argumento principal*
El principal postulado del libro es sencillo, y reza más o menos
como sigue: las políticas pro globalización tienen el potencial de hacer
mucho bien si se las aplica adecuadamente y si en ellas se consideran las
características individuales de cada país. Los países deberían sumarse a la
globalización según sus propias condiciones individuales, teniendo en cuenta su historia, cultura, tradiciones y realidades específicas. Sin embargo, si
las políticas pro globalización han sido mal diseñadas —o si se emplea
un enfoque basado en estereotipos— es probable que resulten costosas:
aumentará la inestabilidad, los países se volverán más vulnerables a los
shocks externos, disminuirá el crecimiento y aumentará la pobreza.
El problema, según Stiglitz, es que la globalización no ha sido impulsada con cuidado, o de manera equitativa. Por el contrario, las políticas
de liberalización se han aplicado demasiado rápido, en el orden incorrecto,
y a menudo basándose en un análisis económico inadecuado o abiertamente
erróneo. Como consecuencia de lo anterior, sostiene el autor, en la actualidad afrontamos terribles resultados, incluido el aumento de la miseria y de
los conflictos sociales, además de un clima de frustración generalizada. Los
* En esta sección y las siguientes, las páginas citadas corresponden a la edición
en inglés: Globalization and Its Discontents, editorial W. W. Norton & Company, 2002.
(N. del E.)
SEBASTIÁN EDWARDS
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culpables son el FMI y sus “fundamentalistas del mercado”, el “consenso
de Washington” y el Tesoro estadounidense.
Stiglitz cree que a comienzos de la década de 1990 el FMI, el Banco
Mundial y el Tesoro estadounidense pusieron en marcha una especie de
conspiración para emprender una reforma económica de alcance mundial:
el infame “consenso de Washington”. Esta visión, sin embargo, es demasiado simplista e ignora la evolución del pensamiento reformista durante las
dos últimas décadas. En la década de 1980 y comienzos de los años 90 los
responsables de formular las políticas en muchos países en desarrollo estaban actuando más rápido que los organismos multilaterales o el Tesoro. En
Argentina, Chile y México, por ejemplo, las reformas derivaron de un
“consenso nacional” más imaginativo, audaz y de mayor alcance que lo que
cualquier burócrata de Washington estaba dispuesto a aceptar en ese entonces. Por ejemplo, es bien sabido que inicialmente el FMI criticó la reforma
de la seguridad social aplicada en Chile, se opuso a la Caja de Conversión
(Currency Board) de Argentina, y miró con gran escepticismo la estrategia
mexicana de apertura del comercio que culminó en la firma del NAFTA en
1993. Por sobre todo, la manera de emprender la reforma económica, su
énfasis original, provino de un grupo de economistas de países en desarrollo —muchos de ellos latinoamericanos— y no de los círculos burocráticos.
John Williamson acuñó el término “consenso de Washington” en
1993, cuando elaboró una lista de diez —y no tres, como señala Stiglitz—
áreas de reforma, como una forma de organizar el debate en una de sus
conferencias. Muchos especialistas, incluido el propio Williamson, han sostenido desde entonces que la lista era incompleta, que en ella se ignoraban
importantes diferencias entre los puntos de vista de diversas instituciones, y
que no se escogieron las palabras apropiadas. Más aún, y al contrario de lo
que da a entender Stiglitz, Williamson tuvo el cuidado de señalar que uno
de los objetivos explícitos de las reformas del “consenso de Washington”
que estaban siendo analizadas a comienzos de la década de 1990 era mejorar las condiciones sociales y la distribución del ingreso. Como escribió
Williamson, “la reforma consiste en reorientar el gasto [...] hacia áreas
desatendidas con una alta rentabilidad económica y con el potencial de
mejorar la distribución del ingreso, tales como la salud primaria y la educación, y la infraestructura (J. Williamson, 1994, p. 26, énfasis añadido).
Tres aspectos de política, relacionados entre sí, son el blanco de las
críticas de Stiglitz contra la globalización: (1) Al diseñarse los paquetes de
reformas en la década de 1990 se ignoraron aspectos esenciales acerca de la
secuencia y el ritmo de las reformas. Como resultado de lo anterior, en
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ESTUDIOS PÚBLICOS
muchos países la reforma se aplicó demasiado rápido —Stiglitz prefiere el
gradualismo— y en el orden equivocado. (2) El hecho de propugnar (e
imponer) la liberalización de la cuenta de capital fue un craso error. Y (3)
la reacción del FMI ante las crisis —y en particular frente a la crisis de Asia
Oriental— fue un desastre que contribuyó más bien a empeorar que a
mejorar la situación. En especial, imponer austeridad fiscal y un alza de las
tasas de interés constituyó un terrible desacierto que les costó a los países
de Asia Oriental varios puntos en materia de crecimiento. No resulta sorprendente, teniendo en cuenta sus escritos teóricos publicados durante los
últimos 35 años, que las críticas de Stiglitz se enmarquen dentro del ámbito
de la teoría de la información asimétrica.
Stiglitz sostiene que si se hubiera procedido de otra forma —es
decir, si se hubiera actuado a su manera—, el resultado en términos de
crecimiento y de condiciones sociales habría sido significativamente mejor.
En ocasiones me parece que sus argumentos son persuasivos, en particular
cuando aborda el tema de la secuencia que debe contemplar la reforma y la
liberalización de la cuenta de capital. Otras veces, sin embargo, me cuesta
creer lo que dice y tengo que preguntarme si el autor está hablando en serio.
Ello ocurre, por ejemplo, cuando leo en las páginas 129 y 231 ¡que la crisis
argentina del año 2002 se habría podido evitar aplicando una política fiscal
más expansiva!
La secuencia y el ritmo de la reforma,
y la liberalización de las cuentas de capitales
Stiglitz sostiene reiteradamente que si se pretende que la liberalización económica surta efecto es esencial que la reforma se aplique con la
velocidad adecuada y en la secuencia correcta (véanse por ejemplo, las
páginas 73 a 78). Se trata de un principio muy importante, y Stiglitz tiene
razón al resaltarlo. Creo que Stiglitz está particularmente en lo correcto
cuando argumenta que la apertura demasiado temprana de la cuenta de
capital probablemente generará graves trastornos.
Lo que de todos modos resulta interesante es que este énfasis en la
velocidad y en la secuencia no es nuevo en los análisis de políticas. En
efecto, desde los inicios de la disciplina económica este tema ha sido abordado una y otra vez. Por ejemplo, en La Riqueza de las Naciones, Adam
Smith sostuvo que determinar la secuencia apropiada era una empresa difícil que involucraba, principalmente, factores políticos (véase la edición
Cannan, libro IV, capítulo VII, 3ª parte, p. 121). Asimismo, Smith era
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partidario del gradualismo —al igual que Stiglitz— por cuanto a su juicio la
liberalización abrupta se traduciría en un considerable aumento del desempleo. Consideremos la siguiente cita de La Riqueza de las Naciones: “[L]a
súbita apertura del comercio colonial [...] podría no sólo ocasionar inconvenientes transitorios sino además una enorme pérdida permanente [...]. La
repentina pérdida del empleo [...] podría experimentarse de manera muy
sensible” (libro II, capítulo VII, 3a parte, p. 120).
El problema de la velocidad y de la secuencia también fue un aspecto central en la disuasión sobre la estrategia de reforma para los ex países
comunistas. Al analizar los problemas que afrontaba Checoslovaquia durante el período inicial de su transición, Václav Klaus (1990) señaló que una
de las principales dificultades consistía en decidir “la secuencia de las
medidas internas en materia institucional y de precios, por una parte, y de la
liberalización del comercio exterior y el tipo de cambio, por otro” (p. 18).
A comienzos de la década de 1980 el Banco Mundial se mostró
particularmente interesado en explorar aspectos relacionados con la secuencia y la velocidad de la reforma. Se encargaron trabajos, se organizaron
conferencias y se examinó la experiencia de distintos países. Tuve la suerte
de participar en ese proyecto y de analizar estos problemas junto con varios
brillantes economistas bancarios, entre ellos Sweder van Wijnbergen y Liaquat Ahmed. Escribimos una serie de trabajos, incluido un resumen de los
distintos problemas y puntos de vista que se publicó como Ensayo de
Princeton en diciembre de 1984. De los debates en torno a este trabajo
surgió una suerte de consenso respecto a la secuencia y la velocidad de la
reforma. Los elementos más importantes de este consenso contemplaban
que: (1) La liberalización del comercio debería ser gradual y apuntalada
por una considerable ayuda exterior. (2) Deberían realizarse esfuerzos
para minimizar las consecuencias de la reforma en términos de desempleo.
(3) En los países con una alta tasa inflacionaria el problema de los desequilibrios fiscales debería abordarse en una etapa muy temprana del proceso
de reforma. (4) La reforma financiera requiere la creación de modernos
organismos supervisores y reguladores. Y (5) la cuenta de capital debe
liberalizarse tan pronto como finalice el proceso, y sólo una vez que la
economía haya sido capaz de expandir exitosamente su sector exportador.
Por cierto que no todos estuvieron de acuerdo con la totalidad de estas
recomendaciones, pero la mayoría de la gente sí las aceptó. En particular,
los funcionarios del FMI no objetaron estos principios generales. Por ejemplo, Jacob Frenkel, quien más tarde llegaría a ser Consejero Económico del
FMI, sostuvo en un artículo publicado a mediados de la década de 1980 en
los IMF Staff Papers, que la cuenta de capital debería, en realidad, abrirse
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hacia el final del proceso de reforma. Pienso que es justo afirmar que
durante la última etapa de la década de 1980 la idea del gradualismo y de
una secuencia en la que la “cuenta de capital va en último lugar” había
llegado a formar parte de la sabiduría recibida.
En algún momento durante los inicios de la década de 1990 esta
sabiduría recibida acerca de la secuencia y la velocidad comenzó a ser
cuestionada. En los círculos de Washington se comenzó a exigir que las
reformas se adoptaran rápida y simultáneamente. Muchos sostuvieron que
desde el punto de vista político ésta era la única manera de avanzar. De lo
contrario —continuaba el razonamiento—, los opositores a la reforma lograrían neutralizar los esfuerzos liberalizadores. Recuerdo que esta postura
me fue dada a conocer por Václav Klaus, un economista que se transformó
en político. Cuando me reuní con él en Praga en 1991 me dijo: “Oh, usted
es el profesor de la ‘secuencia...’”, y luego añadió: “su idea es completamente errónea. No existe tal secuencia óptima. Debemos hacer todo lo que
podamos, tan rápido como seamos capaces”. Cuando le pregunté en qué se
basaba su recomendación, él se limitó a señalar: “la política, la política...”.
Stiglitz critica en su libro la estrategia de reforma “rápida y simultánea”
propuesta por Klaus, pero en su cuestionamiento no se refiere a las inquietudes en materia de economía política que en ese entonces asediaban a
Klaus y a otros pioneros de la reforma en Europa Central y Oriental.
Como señala Stiglitz, fue aproximadamente en esa época cuando el
gobierno estadounidense comenzó a presionar a las naciones de Asia Oriental para que liberalizaran las restricciones a sus cuentas de capitales y
permitieran que el capital circulara más libremente. Estas recomendaciones
causaron honda preocupación entre los responsables de las políticas y los
académicos de la mayor parte de la región. Eran dos los aspectos que
principalmente los inquietaban. Por una parte, sostenían que —como había
ocurrido en algunas naciones latinoamericanas durante la primera parte de
la década de 1980— la liberalización de la cuenta de capital redundaría en
una apreciación en gran escala del tipo de cambio real. Lo anterior se
contraponía, por cierto, a una política aplicada durante varias décadas, que
consistía en mantener un tipo de cambio real altamente competitivo como
una manera de fomentar las exportaciones. La principal preocupación se
basaba en un argumento del tipo histerético: si el flujo de capital disminuyera repentinamente —o peor aun, se revirtiera—, el país se quedaría para
siempre con un sector exportador más pequeño. Su segunda inquietud era
que la masiva entrada de capitales podría alimentar un burbujeante auge del
mercado de bienes raíces que dejaría a la economía particularmente vulnerable a los shocks financieros.
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En 1992, y en respuesta a lo que se percibía como una presión
estadounidense para eliminar los controles sobre el capital, Yung Chul
Park, de la Universidad de Corea, organizó una conferencia sobre la liberalización de la cuenta de capital. Este encuentro, que se celebró en Seúl, fue
particularmente exitoso, y la mayoría de los participantes coincidió en que
la aplicación de una secuencia adecuada era fundamental para que la liberalización surtiera efecto. La idea de que una apertura prematura de la cuenta
de capital podría entrañar un grave riesgo para el país en cuestión recibió a
su vez un amplio respaldo (véase S. Edwards, editor, 1995). En un trabajo
presentado en esa conferencia, Robert Mundell describió de manera sucinta
los puntos de vista de la mayoría de los participantes. La siguiente cita
resulta ilustrativa: “desgraciadamente [...] hay algunas externalidades negativas [de una liberalización temprana de la cuenta de capital]. Una es que
los fondos obtenidos en préstamo se destinan al consumo y no al ahorro,
con lo cual el país importador de capital puede gastar más de lo que tiene
[...] sin que haya una compensación con producción futura que permita
servir la deuda. Incluso si el pasivo está enteramente en manos privadas, el
gobierno puede sentirse forzado a transformar la deuda no amortizable en
deuda pública en lugar de permitir la ejecución de hipotecas u otra garantía
prendaria” (p. 20). Lo que resulta particularmente importante en esta cita es
que Mundell admite que la probabilidad de que un gobierno rescate a los
deudores privados constituye una grave externalidad. Sin embargo, Stiglitz
no reconoce este problema. Al criticar las posturas del FMI respecto a los
desequilibrios comerciales sostiene —erróneamente a mi juicio— que el
gobierno no debería preocuparse si el sector privado recurre en grandes
déficits. Más específicamente señala que: “Este [cuantioso endeudamiento
del sector privado para financiar inversiones cuestionables] puede representar un problema para el acreedor, pero no es un problema por el cual el
gobierno del país —o el FMI— tengan que preocuparse” (p. 200).
En la Conferencia de Seúl sobre liberalización de capitales, celebrada en 1992, uno de los pocos disidentes fue el difunto Manuel Guitián, en
ese entonces alto funcionario del FMI, quien abogó en favor de una rápida
transición hacia la convertibilidad de la cuenta de capital. A pesar de todo,
y en abierto contraste con la forma en que Stiglitz describe a los dirigentes
del FMI, la postura de Guitián no era ni dogmática ni arrogante. Él escuchaba los argumentos de los demás, presentaba contraargumentos y escuchaba cuidadosamente las réplicas a sus contraargumentos. El trabajo de
Guitián —titulado sugestivamente “Capital Account Liberalization: Bringing Policy in Line with Reality” [Liberalización de la cuenta de capital:
Ajustando las políticas a la realidad]— es, a mi juicio, una de las primeras
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obras en que se documenta el cambio en las opiniones del FMI respecto a la
secuencia y la convertibilidad de las cuentas de capital. Tras analizar la
evolución de los mercados financieros internacionales, y manifestar sus
reservas respecto a la recomendación de secuencia en que “la cuenta de
capital va en último lugar”, Guitián resumió así sus puntos de vista: “No
parece existir un motivo a priori que explique por qué las dos cuentas
[corriente y de capital] no podrían ser sometidas simultáneamente a un
régimen de apertura [...]. Es posible esgrimir un sólido argumento en favor
de una liberalización rápida y decisiva de las transacciones de capital”
(pp. 85-86).
Como lo documenta Stiglitz en su libro, durante la segunda mitad
de la década de 1990 la visión según la cual los países emergentes y en
transición deberían eliminar los controles sobre el capital y abrir su cuenta
de capital fue la que llegó a predominar en el FMI y en el Tesoro. En parte
como resultado de lo anterior, a contar de 1995 más países comenzaron a
relajar sus controles sobre la movilidad del capital. Al hacerlo, sin embargo, tendieron a aplicar distintas estrategias y a seguir diferentes rumbos.
Mientras algunos países sólo relajaron los préstamos bancarios, otros únicamente permitieron movimientos de capital a largo plazo, e incluso otros
—como Chile— utilizaron mecanismos basados en el mercado para reducir
el ritmo de entrada del capital en la economía. Con todo, muchos países no
necesitaron ser estimulados por el FMI o por los Estados Unidos para abrir
su cuenta de capital. Indonesia y México —sólo por mencionar dos casos
importantes— contaban con una larga tradición de libre movilidad del capital, la cual precedió a los acontecimientos analizados en este libro, y nunca
tuvieron la intención de aplicar una política distinta.
Ahora bien, estar de acuerdo con la importancia de la secuencia no
es lo mismo que afirmar que nunca se deben eliminar los controles sobre el
capital. Un aspecto complicado e importante —el cual Stiglitz no aborda
realmente en este libro— se refiere a cómo y cuándo suprimir los impedimentos a los flujos de capital. Un primer paso para responder a esta pregunta consiste en determinar las consecuencias a largo plazo de la movilidad
del capital en el comportamiento de la economía. Como lo admite Stiglitz,
se trata de una pregunta difícil y respecto a la cual hay limitada evidencia.
Aun así, investigaciones recientes en que se utilizan nuevos y mejorados
parámetros para medir el grado de movilidad del capital sugieren que una
cuenta de capital más libre repercute positivamente en el crecimiento a
largo plazo en países que han superado cierta etapa en el proceso de desarrollo cuentan con instituciones y mercados de capital internos sólidos. El
problema de cómo transitar hacia un mayor grado de movilidad del capital
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es sumamente complejo y requiere una investigación adicional. De todos
modos, hay cierta evidencia que sugiere que los mecanismos transparentes
y basados en los precios, como el impuesto flexible sobre los ingresos de
capital a corto plazo usado por Chile durante gran parte de la década de
1990, funcionan de manera relativamente adecuada como herramientas de
transición. Este sistema permite cierto grado de movilidad del capital y
desalienta las inversiones especulativas a corto plazo; al mismo tiempo
impide que los burócratas adopten decisiones arbitrarias. Pero, como he
sostenido en otros escritos, incluso los controles sobre el capital al estilo de
Chile tienen un costo, y no evitaron que este país se contagiara o que
experimentara un período de inestabilidad macroeconómica durante la segunda mitad de la década de 1990.
Manejo de la crisis en Asia Oriental
La postura de Stiglitz es particularmente crítica respecto a la manera
en que el FMI manejó la crisis de Asia Oriental. A su juicio entre los
grandes errores se cuentan: 1) cerrar, en medio de un clima de pánico
financiero, diversos bancos en Indonesia; 2) rescatar a acreedores privados
y, en su mayoría, extranjeros; 3) no permitir el establecimiento de controles
sobre las salidas de capital; y 4) imponer políticas fiscales restrictivas y
altas tasas de interés. Stiglitz sostiene que las experiencias de China e India
—dos países que no sufrieron una crisis—, y de Malasia —que no siguió el
consejo del FMI y se recuperó rápidamente—, respaldan su punto de vista.
De todos modos, este argumento resulta muy poco persuasivo. Cualquier
persona levemente informada sabe que hay muchas razones por las que
India y China no han afrontado una crisis, y atribuir esa situación a la
presencia de controles sobre el capital es muy simplista, si no abiertamente
erróneo. El caso de Malasia es un poco más complicado. Se ha recuperado
rápido —aunque no tanto como Corea del Sur—, pero no queda claro si
esta mejoría ha sido el resultado de la imposición de controles sobre el
capital y de la fijación del tipo de cambio. Sigue siendo una pregunta
abierta que requerirá investigación adicional. Lo que es cierto, sin embargo,
es que Malasia sorprendió a muchos observadores al intensificar los controles sólo temporalmente; al cabo de aproximadamente un año, y una vez que
la economía se había estabilizado, se eliminaron los controles tal como lo
había anunciado originalmente el Dr. Mahatir.
Lo que convierte la situación de Malasia en un caso particularmente
interesante es que desde un punto de vista histórico el uso provisorio de
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ESTUDIOS PÚBLICOS
controles es una medida muy excepcional. La norma histórica se aproxima
más al fenómeno observado en Latinoamérica durante la crisis de la deuda
ocurrida en la década de 1980, cuando lo que se suponía sería una intensificación transitoria de los controles se convirtió en una característica a largo
plazo de las economías regionales. Asimismo, en Latinoamérica los controles más estrictos sobre las salidas de capital no fomentaron la reestructuración de las economías internas, ni tampoco se tradujeron en la adopción de
reformas ordenadas. De hecho, sucedió lo contrario. En un país tras otro los
políticos experimentaron con medidas populistas que en definitiva profundizaron la crisis. México nacionalizó el sector bancario y expropió los
depósitos en dólares. Argentina y Brasil crearon nuevas monedas —el austral y el cruzado—, al tiempo que controlaron los precios y expandieron el
gasto público. En Perú, los controles más rígidos sobre las salidas de capital
permitieron que la administración del presidente Alan García erosionara en
forma sistemática las bases de una economía sana y productiva, mientras el
país era rápidamente consumido por una virtual guerra civil. No resulta
sorprendente que, en los tres países, la aplicación de estas políticas haya
generado una inflación galopante y el colapso de la actividad económica.
Y, para empeorar la situación, en ninguno de ellos los controles sobre la
salida de capital lograron desacelerar la fuga de capitales.
Dos de las críticas de Stiglitz son acertadas: el cierre de los bancos
en medio de un clima de pánico constituye un gran error, el que en Indonesia contribuyó a profundizar la crisis. Además los rescates masivos de
acreedores resultan costosos e ineficaces. Algunas personas han reconocido
esto durante mucho tiempo, y la reciente propuesta de Anne Krueger, primera subdirectora gerente del FMI, representa un avance positivo en un
esfuerzo por aplicar un marco efectivo que mantenga el statu quo mientras
se avanza en una negociación. Aún queda por ver si existe el suficiente
grado de respaldo político para este esquema o para una variante del mismo.
La crítica más severa de Stiglitz se refiere a la política fiscal y de
tasas de interés del FMI. Sostiene que la crisis de Asia Oriental requería la
aplicación de políticas fiscales expansionistas y no de contracción, como
insistía el FMI. En su opinión, al imponer una reducción del gasto fiscal el
FMI profundizó aun más un grave fenómeno recesivo. Peor aún, los aumentos de las tasas de interés ordenados por el FMI generaron una sucesión de
quiebras que ahondaron la crisis de confianza y contribuyeron todavía más
a la desaceleración. Pese a lo anterior, la postura de Stiglitz cuenta con
escaso respaldo empírico y no reconoce la gravedad que había alcanzado la
situación hacia fines de 1997. No se trataba, como él sostiene, de “graves
contracciones de la actividad económica” que precisaban la adopción de
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políticas fiscales anticíclicas de tipo teórico; se trataba de una crisis monetaria en gran escala. Y una de las características esenciales de las crisis
monetarias es que el público reduce drásticamente su demanda de bonos
gubernamentales y de dinero interno, recurriendo a activos más seguros, en
especial divisas. Esta situación restringe el margen de acción de los gobiernos de países en crisis: al descender la demanda de bonos gubernamentales
—por parte de inversionistas locales y extranjeros— resulta muy difícil
poner en práctica una política fiscal más expansionista a menos que se
monetice el déficit. Además, si no se detiene la disminución de la demanda
de dinero interno, el valor de las divisas se elevará drásticamente —sobrepasando con creces su nivel de equilibrio— y la inflación aumentará
en forma considerable. Si el endeudamiento en moneda extranjera es alto
—como ocurrió en algunos países de Asia Oriental—, el debilitamiento de
la moneda redundará en un considerable aumento de la carga de la deuda y
en nuevas quiebras.
La primera consigna del sector financiero en una situación de crisis
en gran escala es restablecer la confianza. Si bien las quiebras generalizadas y recurrentes no contribuyen a lograr este objetivo, tampoco lo hacen
los grandes déficits que se traducen en la impresión de billetes o en una
rápida depreciación de los tipos de cambio. En definitiva se trata de un
problema en el que hay que llegar a un solución de compromiso, y la
pregunta clave es en cuánto permitir que se deprecie el tipo de cambio, y en
cuánto —y por cuánto tiempo— aumentar las tasas de interés. La respuesta
depende en parte de los objetivos del gobierno. Si las autoridades pretenden
evitar la morosidad y la inflación desbocada —objetivos que claramente
son esenciales para todos los gobiernos de Asia Oriental—, permitir que el
tipo de cambio se desboque es una medida muy riesgosa. En la mayoría de
los casos resulta improbable que una inyección de liquidez, cuando se está
contrayendo la demanda de dinero, y la emisión de deuda pública, cuando
el mercado está siendo inundado con bonos gubernamentales, restauren la
confianza o eviten una explosión inflacionaria. Hay que admitir la posibilidad de que investigaciones adicionales logren demostrar de manera convincente que, en algunos casos, esta línea de acción realmente va a serle de
ayuda a un país con una moneda en crisis. Esa evidencia convincente, sin
embargo, aún no se ha obtenido.
Aspectos secundarios y grandes omisiones
Hay algunos aspectos menores en este libro con los que se puede
discrepar. También contiene algunas incongruencias y —tal vez lo más
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ESTUDIOS PÚBLICOS
grave— algunas omisiones importantes. En cuanto a estas últimas sorprende lo poco que Stiglitz tiene que decir acerca de las políticas cambiarias en
los países emergentes. Cualquiera que haya seguido los recientes debates en
los países emergentes y en transición sabe que los aspectos relativos al
régimen cambiario adecuado encabezan la lista de prioridades. Los indígenas de Ecuador se rebelaron cuando las autoridades decidieron retirar bruscamente el sucre de circulación y adoptar el dólar estadounidense como
moneda de curso legal; la clase media argentina perdió los ahorros de toda
una vida cuando se eliminó la Caja de Conversión, y en la actualidad están
clamando por la dolarización; y los agricultores de Europa Oriental se
encuentran sumamente preocupados por la posible adopción del euro. Con
todo, Stiglitz mantiene en general silencio respecto a estos problemas decisivos, muchos de los cuales fueron muy importantes en los debates del
período cubierto por su informe. La página y media que dedica al tema en
el capítulo 8 es más bien superficial y contiene poca sustancia.
También creo que Stiglitz debería haberse referido más extensamente a la corrupción y a la transparencia en el mundo en desarrollo. Claro está,
aun cuando se refiere a estos temas de manera dispersa —en el índice se
encuentran una gran cantidad de entradas relativas tanto a la “corrupción”
como a la “transparencia”—, a mi juicio no lo hace con suficiente fuerza.
Concuerdo con Stiglitz en cuanto a que los países emergentes deberían
adoptar un conjunto de políticas de globalización propias. Pero también
estoy convencido de que los intelectuales, los funcionarios públicos y la
comunidad de donantes deberían insistir en una agenda de reformas mínimas, basada en la creación de instituciones transparentes y democráticas, y
en la reducción del nivel de corrupción.
Se aprecian también varias incongruencias. Permítaseme mencionar
sólo una. Stiglitz desaprueba —acertadamente a mi juicio— la gradualidad
en los métodos y objetivos de las misiones del FMI, así como la excesiva
condicionalidad de sus programas. Luego, sin embargo, critica al Fondo por
no incorporar en sus programas algunas condiciones relativas a la reforma
agraria, la educación y los servicios de salud. En esta sección, al igual que
en otros pasajes del libro, Stiglitz viola ese antiguo y venerable principio
que dice que “no se puede tener todo al mismo tiempo”.
Finalizo donde comencé: se trata de un libro importante que merece
ser leído y ampliamente debatido. Con todo, en definitiva quedé con una
sensación de vacío. No me cabe duda de que Stiglitz es sincero y de que
realmente le afligen los que él considera son grandes problemas de la
globalización. Pero también muestra algo de ingenuidad. Y es ésta y no la
estridencia de su discurso lo que a fin de cuentas frustra su libro. Stiglitz
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confía demasiado en la capacidad de los gobiernos para actuar como es
debido, y exagera enormemente el alcance de las crisis de los mercados.
Las tareas de la agenda deberían consistir en mejorar las instituciones y los
incentivos; promover la competencia y la eficiencia; aplicar políticas que
aumenten la productividad; ayudar verdaderamente a los pobres y a los
desposeídos; poner fin a la corrupción y al abuso; y garantizar que la
globalización se transforme en un proceso justo en que los países industrializados también eliminen sus barreras proteccionistas. La agenda no debería
consistir en traer de regreso a los burócratas, autócratas xenófobos y políticos corruptos para que manejen la economía. Ya hemos vivido esa experiencia y no funciona.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
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World Economy. Cambridge University Press, 1995.
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Sebastián Edwards (ed.), Capital Controls, Exchange Rates, and Monetary Policy
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