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La sabiduría es hija de la experiencia y siempre pide consejo al que
sabe corregirse a sí mismo."
Leonardo Da Vinci
John Kenneth Galbraith, 1908- 2006
Carlos Fuentes- escritor
John Kenneth Galbraith
Galbraith, cuya estatura pudo ponerlo a la altura de las nubes, siempre tuvo el
pensamiento en contacto con la tierra
El pasado sábado 29 de abril falleció John Kenneth Galbraith. Con motivo de tan
lamentable suceso, Carlos Fuentes consideró pertinente reproducir el texto que
sobre el economista publicó en el libro Retratos en el tiempo de Editorial Alfaguara.
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Durante los funerales del presidente John F. Kennedy, los dignatarios extranjeros y
varias personalidades norteamericanas fueron reunidos en un salón de la Casa
Blanca, sobresaliendo en el mar de cabezas el presidente de Francia, Charles de
Gaulle, y el profesor emérito de la Universidad de Harvard, John Kenneth
Galbraith. De Gaulle, en cierto momento, convocó a Galbraith.
-Me llamó la atención que hubiese aquí un hombre más alto que yo, le dijo De
Gaulle (un metro noventa y dos de estatura) a Galbraith (dos metros o más de
estatura, o como dicen sus admiradoras: Ken mide siete pies en todas las
direcciones).
-¿En qué nos distinguimos de los demás los hombres muy altos? -continuó el
presidente francés.
-Primero, en que nos hacemos notar, como lo acaba usted de demostrar -contestó
Galbraith-. Y segundo, en que tenemos que ser siempre hombres virtuosos, puesto
que todo mundo nos puede ver y no podemos escondernos.
-Muy bien, muy bien -sonrió De Gaulle-. Pero no olvide que debemos ser
implacables con los hombres de escasa estatura.
Todo francés lleva un pequeño Napoleón encerrado en el pecho, como todo soldado
de Bonaparte llevaba el bastón de mariscal en su mochila. En cambio, Galbraith,
hijo de las generosas llanuras canadienses, ni encierra ni esconde nada: su altura es
sólo la forma vertical de la llaneza, aunque le da derecho -él, derecho como un riela ejercer una ironía seca hacia un mundo que él puede ver desde las alturas. Lo
importante al cabo, es que la mente de Galbraith es aún más alta que él y, sin
embargo, no está en las nubes. Su pensamiento siempre toca la tierra. Este Anteo de
la social-democracia anglosajona (lo que ellos llaman "liberalismo") es un Quijote
económico, lanza en ristre, desfacedor de entuertos reaccionarios, paladín que
desenmascara las más piadosas ilusiones conservadoras, revelando detrás de la
noble Dueña Adolorida a una codiciosa Maritornes. Gracias a Galbraith, sabemos
que el intervencionismo económico del Estado moderno no es nada al lado del
permanente intervencionismo económico de las grandes corporaciones; que los
gobiernos conservadores proclaman la supremacía de las fuerzas del mercado en
todo menos dos cosas: salvar a las corporaciones y aumentar los gastos de defensa;
que sigue siendo la irrenunciable misión del Estado en beneficio de las empresas
privadas (asuntos demasiado serios para abandonarlos a la invisible mano de Dios),
y que una corporación privada que se respete jamás se abandonaría a sí misma a la
libertad (a las vicisitudes) del mercado. Carlos sorprendió al profesor a la puerta de
su recámara, durante una de las visitas que de vez en cuando hacemos a su casa de
Cambridge para gozar la hospitalidad de Galbraith y su bella y frágil esposa, Kitty.
El kimono del economista acentúa su figura de lápiz, su caligrafía personal, y su
fidelidad al Oriente.
2
Momentos más tarde, se encerraría en su estudio a escribir seis horas seguidas para
recordarnos a todos que el fin del comunismo no asegura el triunfo de la justicia
social y que el sujeto de la economía es nada menos que el ser humano concreto, y
el objeto, su bienestar y salud, su educación y su esperanza. Ningún absoluto,
ninguna estadística, ninguna gráfica abstracta, debe apartarnos de esas metas, tan
modestas que a veces son olvidadas por los economistas pero no, dice Galbraith, por
los ciudadanos que, al contrario de los economistas, no han sido entrenados en
inventar ilusiones. Miro a la altura de Galbraith y me pregunto, ¿qué haríamos sin
él?, antes de anticiparme: ¡Qué falta nos hará un día!
Al maestro Galbraith
Humberto Hernández Haddad
El Universal
Martes 02 de mayo de 2006
1.- La vida física de uno de los pensadores y educadores más importantes en el campo de la
economía del siglo XX llegó a su fin el 29 de abril, en un hospital de Cambridge, Massachusetts. El
maestro John Kenneth Galbraith concluyó as 97 años de prolífica vida intelectual que lo llevaron a
convertirse en uno de los profesores más admirados de la Universidad de Harvard.
2.- Durante el año académico 1977-1978 tuve el privilegio de tratar personalmente al doctor
Galbraith y a su esposa Catherine en nuestras sesiones de estudio en el Centro de Estudios
Internacionales de Harvard. Asistir a sus pláticas y a las cenas en su honor, fueron lecciones
permanentes de economía y responsabilidad política.
3.- Pocos pensadores han logrado lo que Galbraith consiguió con sus numerosos libros, al
popularizar el estudio de las teorías económicas haciendo accesibles sus tecnicismos. Escucharlo era
entrar al mundo lógico donde las ruedas de la economía se mueven con el trabajo, la tierra y el
capital.
4.- Pocos economistas estadounidenses recuerdan que durante la Segunda Guerra Mundial existió
una Oficina Federal de Administración de Precios, que ejercía sus poderosas facultades desde
Washington. El jefe de la División de Precios fue Galbraith, en lo que fue la oficina civil más
poderosa en esos tiempos de administración económica para la guerra.
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5.- En algún momento se consideró inminente su designación como secretario del Tesoro a la llegada
de su ex alumno John Kennedy a la Casa Blanca. Pero terminó siendo embajador en la India, país al
que llevó una misión presidencial: usarlo como laboratorio para encontrar la "vacuna contra la
pobreza".
6.- El embajador Galbraith contaba que tuvo el apoyo del presidente Kennedy primero, y luego del
presidente Johnson, para formar un inmenso equipo de trabajo integrado por economistas,
agrónomos, médicos y especialistas en todos los campos que considera necesarios para tratar de
hallar la fórmula que conduce a la prosperidad económica, partiendo desde la realidad de la India.
7.- En alguna ocasión sorprendió a los círculos de investigación económica de Estados Unidos
cuando reveló que con un grupo de economistas soviéticos haba sostenido una reunión de varios
días, a bordo de un barco que navegó por un río de Rusia, con el exclusivo propósito de analizar la
inflación como el mal común que distorsionaba los precios en los dos sistemas económicos.
8.- La voz del maestro Galbraith anticipó la cadena de grandes escándalos de corrupción corporativa
que hoy sacuden a Estados Unidos, en casos como Enron y WorldCom.
Sin embargo, a pesar de ser considerado uno de los economistas famosos de todos los tiempos, su
vasta obra no ganó el Premio Nóbel de Economía que muchas veces le anticiparon.
9.- Otorgarle a Galbraith el Nóbel de Economía post mrtem sera un acto de justicia. Pocas veces un
economista ha hecho tanto en defensa del interés público, explicando la responsabilidad social que
tienen el Estado y las corporaciones.
10.- Galbraith nació el 15 de octubre de 1908 en Ontario, Canadá; ingresó como profesor en Harvard
en 1934, y en 1937 se hizo ciudadano de EU. Mucho nos podría decir hoy sobre la absurda situación
antieconómica y de injusticia que sufren los mexicanos que trabajan en Estados Unidos.
[email protected]
Consultor jurídico
Miércoles 3 de mayo de 2006
Alejandro Nadal
John K. Galbraith, 1908-2006
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En los primeros párrafos de su libro American Capitalism (1952) John Kenneth Galbraith
señala que el peso y el diseño aerodinámico de las alas del abejorro son tales que, en
principio, no puede volar. Y sin embargo, surca los aires desafiando tanto las lecciones de
Newton como la enseñanza de Orville Wright. Eso, señalaba con su penetrante sentido del
humor Galbraith, debe mantener al insecto en un estado de miedo constante.
Además, su aprehensión por vivir en un matriarcado agrava todo, sabiendo que se trata de
una forma de gobierno opresiva. Sin duda el abejorro es un insecto exitoso, pero vive en la
inseguridad permanente.
La vida entre los abejorros debe ser muy parecida a la de Estados Unidos, concluía. "La
organización y administración actual de la economía estadounidense también desafían las
reglas, reglas que derivan su autoridad de personajes de estatura newtoniana, como
Bentham, Ricardo y Adam Smith." Personalmente yo habría excluido a Bentham de esta
lista, pero lo cierto es que efectivamente en ese país la vida está llena de aprehensión y de
inseguridad.
Ese certero retrato de la superpotencia norteña, Kenneth Galbraith hubiera podido escribirlo
en estos días. Se aplica incluso más a la inquietante situación de la economía
estadounidense hoy en día que en 1952. El retorno de los déficit gemelos, el fiscal y el
externo, así como los desequilibrios mundiales que le están íntimamente asociados, la
precaria situación de deuda del consumidor y las varias burbujas siempre a punto de
reventar, para no mencionar la creciente desigualdad social, son algunos de los rasgos de
esa economía que, en efecto, parecen desafiar las más elementales reglas. Al igual que la
vida del abejorro, la de Estados Unidos está marcada por la inquietud y el miedo.
"El débil volumen de ahorro del estadounidense promedio, la falta absoluta de ahorro en las
capas de bajos ingresos, son un reflejo del papel que desempeña el individuo en el sistema
industrial y de la concepción que se tiene sobre su función", escribía Galbraith en El Nuevo
Estado industrial (1967). Y el análisis continuaba incisivo con una frase que sintetiza todo
lo que es el pensamiento de este autor en la intersección de la ética y lo económico:
"El individuo sirve al sistema industrial no al aportar sus economías y proveer su capital,
sino al consumir sus productos. No existe otra actividad, religiosa, política o moral para la
cual se le prepare de manera tan completa, tan meticulosa y tan costosa". El papel del
individuo como consumidor es el pináculo de la vida social. Todo lo demás sale sobrando,
incluyendo la justicia y la destrucción de la base de recursos naturales y el medio ambiente.
Pocos economistas han tenido tanto impacto como él. En El nuevo Estado industrial se
sitúa en la tradición del trabajo de pensadores como Marx, Schumpeter y Keynes. En ese
libro analiza el sistema industrial de Estados Unidos, estructurado alrededor de las 500 o
600 empresas más grandes. El balance que la teoría económica supone debe brotar entre
oferta y demanda es inexistente en el nuevo sistema industrial porque las grandes
corporaciones poseen instrumentos para distorsionar esa relación. Las corporaciones
mantienen en la tecnoestructura un instrumento de poder que permite dar la vuelta a los
mecanismos de mercado y planear la extensión de sus privilegios y rentas monopólicas.
Los sacerdotes del templo le reprocharon no conocer los desarrollos matemáticos de la
teoría del equilibrio general.
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Lo interesante es que en los años sesentas y setentas, los principales exponentes de la teoría
pura del mercado, encerrados en sus laboratorios de Stanford, MIT y Yale, llegaban a una
conclusión complementaria: el programa de investigación basado en la competencia
perfecta (en el modelo de equilibrio general) era un callejón sin salida.
En ese impasse se estrellaban 200 años de investigación y todo el programa lanzado por
Smith: no es posible demostrar que el mercado es un sistema que asigna los recursos de
manera eficiente.
Desgraciadamente, John Kenneth Galbraith ya no está con nosotros para analizar las
acrobacias de la economía estadounidense y los atributos de la sociedad de consumo. El
sábado pasado falleció, dejando atrás una obra sorprendente de más de 20 libros y una
tradición crítica marcada por su profundo compromiso ético. Su herencia intelectual estuvo
marcada por Keynes, con quien compartía sin lugar a dudas el sentido de inconformidad
con la "sabiduría convencional" (una de las fórmulas acuñadas por Galbraith), la ironía
perspicaz y el gusto por la teoría de altos vuelos. Su obra es una monumental reflexión
sobre el poder, la ética y las fuerzas económicas. Para dejar atrás la estéril seudociencia de
las revistas especializadas tan inclinadas a proteger el programa de investigación decadente
(en el sentido de Lakatos) de la teoría económica, John Kenneth Galbraith seguirá siendo
un ejemplo estimulante.
El boicot en la opulencia
Rossana Fuentes-Berain
03 de mayo de 2006
En la semana del fallecimiento del economista John Kenneth Galbraith, los inmigrantes pobres en la
sociedad opulenta salieron de las sombras para hacer valer pacíficamente su peso en la economía de EU.
Galbraith, inmigrante canadiense, fue durante décadas una autorizada voz en la Universidad de Harvard
desde donde influyó a través de su cátedra y escritos en múltiples gobiernos demócratas
estadounidenses.
En una de sus obras fundamentales, La Sociedad Opulenta (1958), encuentro un párrafo que bien podría
describir lo que pasó este primero de mayo: "Que haya una coalición de los interesados. La sociedad
opulenta seguirá siendo opulenta. Los acomodados seguirán siendo acomodados pero los pobres serán
parte del sistema político".
Casi medio siglo después de que esto fueran escrito, los inmigrantes de origen latinoamericano quieren
ser parte del sistema político estadounidense. Y lo están logrando a través de un movimiento en el cual
hasta empleadores de gran tamaño, como las fábricas empacadoras de carne Cargill, se solidarizaron
con ellos dándoles el día libre para que participaran en las marchas.
Una ola blanca recorrió otra vez a Estados Unidos. Hace dos meses se veía imposible hacer salir de sus
escondites a quienes trabajan en los sótanos de la economía estadounidense. Hoy, han demostrado que,
como sus antecesores afroamericanos en el movimiento de los derechos civiles, tienen una causa
compartida y clara: que no se les excluya de la economía para la cual trabajan. El debate alrededor de si
el boicot beneficia o perjudica a su propósito es ocioso, los estadounidenses son una sociedad que desde
sus inicios utiliza la rebeldía económica para avanzar causas sociales. ¿Cómo no recordar la fiesta del té
en Boston? Cuando los colonos hartos de los impuestos de la corona se alzaron para empezar la lucha
por su independencia. ¿Cómo olvidar a Rosa Parks?
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La mujer negra que en el autobús urbano se negó a cederle a un blanco su lugar, dando origen al boicot
del transporte público y eventualmente a las movilizaciones masivas que derrumbaron el sistema que
separaba a blancos y negros, negándoles a los segundos derechos humanos fundamentales.
La consecuencia no prevista de la ley HR 4437, impulsada por el diputado republicano por Wisconsin,
James Sensenbrenner, fue la de crear el enemigo común al que hay que vencer.
Las consignas repetidas en las marchas de que un indocumentado no es un criminal y que quienes los
ayudan, sobretodo la iglesia católica, no están actuando fuera de la ley, han calado hondo en el debate
político estadounidense.
Nuevos proyectos de ley están en la mesa de discusión en los cuales no sólo no se penalizaría la
inmigración sino que se permitiría por mecanismos diversos, cómo demostrar que se han pagado
impuestos en el último lustro, que se domina el inglés y que se cuenta con una educación cívica, acceder
a un proceso de legalización que abarcaría a 7 de los 11 millones de indocumentados. Esos pobres serían
parte del sistema político como Galbraith recomendaba tan visionariamente
Los otros cuatro millones que han entrado a EU en los últimos cuatro años también podrían tener
tarjetas de trabajo, pero enfrentan un camino más largo y complicado para adquirir una "green card",
que incluiría que quienes llegaron después de enero de 2004 tendrían que salir del país para tramitarla.
Es de esperar la oposición a estas medidas por parte de Sensenbrenner y sus amigos, los comentaristas
como Lou Dobbs, o los políticos como Tom Tancredo, o los milicianos como Minuteman, pero hoy más
que nunca desde dentro de la sociedad de la opulencia se está forzando el reconocimiento del aporte
económico que significa la inmigración.
Entre 1980 y el año 2000, un estudio de la Universidad donde Galbraith trabajó la mayor parte de su
vida productiva, subraya que la inmigración evitó que los salarios fueran 4 por ciento superiores, eso es
una contribución evidente para mantener a raya presiones inflacionarias.
El beneficio para México, de un movimiento ante el cual sus autoridades han decidido permanecer al
margen, resulta claro ante el continuado ingreso millonario de remesas.
Pero de la misma manera todo el fenómeno migratorio es un triste recordatorio para nosotros de lo mal
que lo hemos hecho en estos últimos veinte años en otro de los temas que apasionaban a Galbraith: el
empleo.
En esto, los mexicanos bien haríamos en releer al maestro y tratar de poner nuestra propia casa en
orden.
[email protected]
Periodista e investigadora, ITAM
El poder y el economista útil
John Kenneth Galbraith
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Alocución presidencial ante la octogésima quinta reunión de la Asociación Económica
Norteamericana, Toronto, Canadá, diciembre 29 de 1972. En el Trimestre Económico
México, Fondo de Cultura Económica. Con omisiones. Versión al castellano de Eduardo L.
Juárez.
La alocución ceremonial del Presidente de la Asociación Económica Norteamericana es
una forma de arte que he revisado cuidadosamente, como me imagino que lo han hecho la
mayoría de mis predecesores. En el pasado, los discursos se han referido en ocasiones a
algún problema sustantivo de nuestra disciplina o a alguno que aflija a la economía. Más a
menudo, se han ocupado, siempre en tono algo crítico, de la metodología de la economía.
Al tiempo que se acepta la ciencia en general, ha habido comentarios adversos sobre los
elementos detallados de su práctica. La ciencia económica es insuficientemente normativa.
La construcción de modelos se ha convertido en un fin, no en un medio. En varios de los
años recientes, en sucesión, la crítica -incluyendo cierto elemento de introspección
personal- ha contenido un ataque excepcionalmente serio a la economía matemática. El
estilo de estas alocuciones, anotaré de paso, es tan claro como su tema. Revela la meditada
solemnidad de hombres que sienten que estamos hablando para la historia. En estas grandes
ocasiones vale la pena recordar que nuestra disciplina muestra expectativas frustradas.
Esta noche me siento inclinado a alejarme del ritual establecido. Quisiera ocuparme de
cuestiones básicas de supuestos y estructuras. Esto rompe con la tradición, pero no con la
tendencia profesional actual. Nos reunimos en un momento en que la crítica es general, en
que el gran cuerpo de teoría establecida está bajo un ataque generalizado. Durante la última
media docena de años, lo que antes se llamaba simplemente economía en el mundo no
socialista, ha venido a designarse como la economía neoclásica con extensiones apropiadas
para el desarrollo keynesiano y poskeynesiano. Lo que antes era una teoría general y
aceptada del comportamiento económico, se ha convertido en una interpretación especial y
discutible de tal comportamiento. Para una generación nueva y notablemente articulada de
economistas, la referencia a la economía neoclásica se ha vuelto marcadamente peyorativa.
Yo juzgaría, a la vez que deseo, que el ataque actual sea decisivo. La teoría establecida
tiene reservas de fortaleza. Sostienen muchos refinamientos secundarios que no plantean la
cuestión de la validez o utilidad generales. Sobrevive con fuerza en los libros de texto,
aunque aun en este reducto observemos ansiedad entre los autores más progresistas o más
sensibles al aspecto comercial. Quizá haya límites a lo que aceptarán los jóvenes.
Y también siguen siendo formidables los arreglos mediante los cuales se conserva la
ortodoxia en el mundo académico moderno. Aproximadamente durante su primera media
centuria como tema de instrucción e investigación, la economía se vio sujeta a la censura de
los observadores externos. Los hombres de negocios y sus acólitos políticos e ideológicos
vigilaban los departamentos de economía y reaccionaban prontamente ante la herejía, es
decir, ante cualquier cosa que pareciese amenazar la santidad de la propiedad, los
beneficios, la política arancelaria adecuada, el presupuesto equilibrado, o que implicase
simpatía hacia los sindicatos, la propiedad pública, la regulación pública, o los pobres en
cualquier forma organizada. El poder y la confianza en sí mismo del sector educativo que
van en aumento, la complejidad formidable y creciente de nuestra disciplina, y sin duda la
mayor aceptación de nuestras ideas, nos han liberado en gran medida de esa intervención.
8
En algunos de los principales centros de enseñanza la responsabilidad de los profesores está
segura o se va aproximando al ideal. Pero en lugar de la antigua censura ha llegado un
nuevo despotismo que consiste en definir la excelencia científica como cualquier cosa que
se acerque más en creencias y métodos a la tendencia académica de los líderes. Esto es algo
generalizado y opresivo, que no resulta menos peligroso por el hecho de que, con
frecuencia, sea a la vez puritano e inconsciente.
Pero a un este control tienen sus problemas. La economía neoclásica o neokeynesiana tiene
una falla decisiva, aunque proporcione oportunidades ilimitadas de mayores refinamientos.
No ofrece soluciones útiles a los problemas económicos que confronta la sociedad
moderna. y estos problemas son impertinentes: no se ocultarán y morirán como un favor a
nuestra profesión. Ningún arreglo para la perpetuación del pensamiento es seguro si ese
pensamiento no entra en contacto con los problemas que se supone debe resolver.
No omitiré esta noche la mención de los defectos de la teoría neoclásica. Pero quiero invitar
también a que consideremos los medios por los cuales podemos volver a comunicarnos con
la realidad. Algunos de estos medios resumirán argumentos anteriores, otros se encuentran
e un libro próximo a publicarse. Para este momento, aun el más conservador de mis oyentes
estará tranquilo. Hablar bien de nuestra propia obra, publicada o inédita, cualesquiera que
sean nuestras otras aberraciones, es algo que se encuentra fuertemente arraigado en nuestra
tradición.
Las características más conocidas de la economía neoclásica y neokeynesiana son los
supuestos que eliminan del estudio al poder y, con ello, al contenido político. La empresa
comercial está subordinada a lo que disponga el mercado, y por lo tanto al individuo o la
unidad familiar. El estado está subordinado a lo que disponga el ciudadano. ha excepciones,
pero en relación con una regla general y controladora, y la teoría neoclásica esta
firmemente arraigada a la regla. Si la empresa está subordinada al mercado -si éste es su
amo-, no tendrá poder que ejercer en la economía, salvo en la medida en que beneficie al
mercado y a consumidor. Y aparte de la influencia que pueda obtener para modificar el
comportamiento de los mercados, la empresa no puede ejercer poder sobre el Estado porque
en este caso es el ciudadano quien manda.
La debilidad fundamental de la economía neoclásica y neokeynesiana no reside en el error
de los supuestos por los que elude el problema del poder. La capacidad para sostener
creencias erróneas es muy grande especialmente cuando ello coincide con la conveniencia.
Pero al eludir el poder -al convertir a la economía en una disciplina no política- la teoría
neoclásica destruye, por el mismo proceso, su relación con el mundo real. Además, los
problemas de este mundo están aumentando en número y en la profundidad de su aflicción
social. En consecuencia, la economía neoclásica y neokeynesiana está relegando a sus
protagonistas a la "banca" social, donde no deciden ninguna jugada o aconsejen jugadas
equivocadas.
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Específicamente, la exclusión del poder y de su concomitante contenido político de la
economía hace que ésta sólo pueda vislumbrar dos problemas económicos intrínsecos e
importantes. Uno de ellos es el problema microeconómico de la imperfección del mercado más concretamente, del monopolio u oligopolio en los mercados de productos o factoresque conduce a aberraciones en la distribución de los recursos y el ingreso. El otro es el
problema macroeconómico del desempleo o la inflación, de una deficiencia o exceso de la
demanda agregada de bienes y servicios, incluyendo la asociada a efectos monetarios. Y en
ambos casos el fracaso es dramático. La economía neoclásica lleva a la solución errónea del
problema microeconómico y a ninguna solución del problema macroeconómico. Al mismo
tiempo, deja de analizar en gran medida toda una constelación de otros problemas
económicos urgentes.
La comunidad advierte ahora claramente, y lo mismo hacen los economistas cuando no les
nubla el entendimiento la doctrina profesional, que las áreas más prominentes del mercado
oligopólico -automóviles, caucho, productos químicos, plásticos, alcohol, tabaco,
detergentes, cosméticos, computadoras, medicamentos espurios, la aventura espacial- no
están experimentando un desarrollo lento sino rápido, no padecen del uso inadecuado, sino
excesivo, de recursos. Y un instinto poderoso nos dice que en algunas áreas monopólicas y
oligopólicas, especialmente en la producción de armas y de sistemas armamentistas, el uso
de recursos es peligrosamente exagerado.
Otra contradicción a las conclusiones de microeconomía establecidas es la creciente
reacción de la comunidad ante el uso deficiente de recursos por parte de industrias que, por
lo menos en cuanto a la escala y la estructura de las empresas, se aproximan al modelo del
mercado. La vivienda, los servicios de salud y el transporte urbano, son algunos de los
casos principales. Las privaciones y la intranquilidad social que derivan de la mala
actuación de estas industrias es algo que la mayoría de los economistas da por sentado,
cuando se expresan en forma no doctrinal.
Por supuesto, el defensor de la doctrina establecida arguye que el exceso y la deficiencia
del uso de recursos en las áreas mencionadas reflejan las elecciones del consumidor. Y en
las áreas deficientes puede insistir con razón en que la culpa es de empresas que, a pesar de
ser pequeñas, son monopolios locales, o que reflejan el poder monopólico de los sindicatos.
Estas explicaciones eluden dos interrogantes obvios y notables: ¿Por qué el consumidor
moderno tiende cada vez más a la locura, insistiendo crecientemente en perjudicarse a sí
mismo? ¿Y cómo es que los monopolios pequeños obtienen malos resultados y los grandes
los obtienen excelentes?.
Lo cierto es que el modelo neoclásico no tiene explicación para el problema
microeconómico más importante de nuestro tiempo, a saber: ¿Por qué observamos un
desarrollo muy desigual entre industrias de gran poder en el mercado e industrias de escaso
poder en el mercado, con claro predominio de las primeras, contra todo lo que haría esperar
la doctrina?
10
El fracaso macroeconómico ha sido, si acaso, más embarazoso. Salvo en su manifestación
estrictamente mística en una rama de la teoría monetaria, la política macroeconómica
moderna depende del mercado neoclásico para su validez y funcionamiento. El mercado, ya
sea competitivo, monopólico y oligopólico, constituye el indicador último y autorizado para
la empresa que busca elevar al máximo su beneficio. Cuando la producción y el empleo son
deficientes, la política requiere que aumente la demanda agregada; ésta es una orden para el
mercado, ante el cual reaccionarán a su vez las empresas. Cuando la economía llega al nivel
de la capacidad efectiva de las plantas y de la fuerza de trabajo, o se aproxima al mismo, y
la inflación se convierte en el problema social importante, el remedio se invierte. La
demanda se constriñe; el resultado es un efecto inicial sobre los precios u otro más tardado
a medida que la fuerza de trabajo excedente busca empleo, las tasas de interés bajan y los
menores costos de los factores producen precios estables o menores.
Tal es la base aceptada de la política. Se deriva fielmente de la feneoclásica en el mercado.
No hay necesidad de elucidar las consecuencias prácticas de tal política. En todos los países
desarrollados se ha seguido en años recientes. El resultado común ha sido un desempleo
políticamente inaceptable, una inflación persistente y (en mi opinión) socialmente
perjudicial, o más a menudo una combinación de las dos cosas. no es sorprendente que el
fracaso mayor se haya experimentado en el país industrializado más avanzado: los Estados
Unidos. Pero la experiencia reciente de Gran Bretaña ha sido casi igualmente
decepcionante. Suponemos que algunos políticos canadienses creen ahora que una
combinación de desempleo e inflación no es la mejor plataforma para luchar en una
elección general.
No debemos privarnos de la enseñanza o la diversión que derivan de la historia reciente de
los Estados Unidos en este aspecto. Hace cuatro años, el presidente Nixon llegó al poder
con una firme convicción en favor de la ortodoxia neoclásica. Contaba para ello con el
apoyo de algunos de sus más distinguidos y devotos exponentes en todo el país. Su
descubrimiento subsecuente de que él era un keynesiano no supuso ningún alejamiento
precipitado o radical de esa fe. El descubrimiento se produjo treinta y cinco años después
de La teoría general; como acabo de apuntar, toda la política neokeynesiana descansa
firmemente en el papel preponderante del mercado. Pero hace año y medio, cuando
confrontaba la reelección, Nixon encontró que la fidelidad de sus economistas a la
ortodoxia neoclásica y keynesiana, por admirable que fuese en lo abstracto, era un lujo que
ya no se podía permitir. Cometió la apostasía del control de salarios y precios; lo mismo
hicieron sus economistas, con ejemplar flexibilidad mental, aunque se admite que esta
aceptación del mundo real debe sobrevivir todavía a su prueba crítica que se presentará
cuando los apóstatas regresen a las computadoras y los salones de clase. Pero nuestra
admiración por esta flexibilidad no debe impedir que recordemos el hecho de que, cuando
el Presidente cambió de rumbo, ningún economista norteamericano estaba trabajando en la
política que Nixon se vio obligado a adoptar en vista de las circunstancias. Y más
perturbador aún es el hecho de que ahora mismo haya pocos economistas trabajando en la
política que nos hemos visto obligados a seguir.
11
En realidad, un número mayor de economistas está ocupado ahora tratando de conciliar los
controles con el mercado neoclásico. Esto ha producido una combinación infructuosa de
economía y arqueología con buenos deseos. Esta combinación sostienen que a fines de los
años sesenta se desarrolló una crisis inflacionaria en conexión con el financiamiento -o el
financiamiento deficiente- de la guerra de Vietnam. Y la expectativa inflacionaria se
convirtió en una parte de los cálculos de las empresas y los sindicatos. La crisis y la
expectativa subsisten aún. Los controles son necesarios hasta que desaparezcan esos
factores. Entonces volverá el mundo neoclásico y neokeynesiano, junto con las políticas
apropiadas, con toda su tranquila comodidad. Podemos estar seguros de que esto no
sucederá. Tampoco debemos esperar que suceda si observamos el papel que juegan el poder
y la decisión política en el comportamiento económico moderno.
En lugar del sistema de mercado, ahora debemos suponer que existe el poder o el sistema
de planeación aproximadamente en la mitad de la producción económica total (el último
término me parece más descriptivo, menos peyorativo, y por lo tanto preferible). En los
Estados Unidos, el sistema de planeación está integrado por 2 000 grandes corporaciones a
lo sumo. En sus operaciones tienen un poder que trasciende al mercado. Allí donde no
toman prestado el poder del Estado, rivalizan con él. Por lo menos algunos de ustedes
conocerán mis opiniones sobre este punto, de modo que me privaré del placer de una
repetición extensa. No puedo creer que el poder de la corporación moderna, los fines en que
lo emplea, o el poder correspondiente del sindicato moderno, puedan parecer inverosímiles
o aun muy novedosos cuando no entre en conflicto con la doctrina establecida.
Así pues, convenimos en que la corporación moderna, por sí sola o en unión de otras, ejerce
gran influencia sobre sus precios y sus costos principales. ¿Podemos dudar de que vaya más
allá de sus precios y del mercado para persuadir a sus clientes? ¿O de que vaya más allá de
sus costos para organizar la oferta? ¿O que mediante sus ganancias o la posesión de filiales
financieras trate de controlar sus fuentes de capital? ¿O de que su persuasión del
consumidor unido al esfuerzo similar de otras empresas -y con la bendición más que
accidental de la pedagogía neoclásica- ayude a establecer los valores de la comunidad,
notablemente la asociación del bienestar con el consumo progresivamente creciente de los
productos de esta parte de la economía?
Y como ciudadanos, si no como académicos, no negaríamos que la corporación moderna
ocupe una posición preponderante en el Estado moderno. Lo que necesita la corporación en
términos de investigación y desarrollo experimental, de personal técnicamente calificado,
de obras públicas, de apoyo financiero de emergencia, se convierte en la política pública.
Lo mismo ocurre con el abastecimiento militar que sostiene la demanda de muchos de sus
productos. Lo mismo sucede, tal vez, con la política exterior que justifica el abastecimiento
militar. Y el medio por el que este poder influye sobre el Estado se acepta generalmente. Se
requiere una organización para enfrentarse a una organización. Y entre las burocracias
públicas y privadas -entre la GM y el Departamento de Transporte, entre la General
Dynamics y el Pentágono- hay una relación profundamente simbiótica. Cada una de estas
burocracias puede hacer mucho por la otra. Aun existe entre ellas un intercambio grande y
continuo de personal ejecutivo.
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Por último, sobre este ejercicio del poder y su gran acrecentamiento flota la rica aureola de
la respetabilidad. Los hombres que dirigen a la corporación moderna, incluyendo a las
autoridades financieras, legales, técnicas, publicitarias y otros sacerdotes de la función
corporativa, son los miembros más respetables, ricos y prestigiosos de la comunidad
nacional. Ellos forman el Establecimiento. Su interés tiende a convertirse en el interés
público. En un interés que aun algunos economistas encuentran cómodo y conveniente
defender.
Por supuesto, ese interés se centra grandemente en el poder, en lograr que los demás
acepten los fines colectivos o de corporación. No se desentiende de los beneficios, que son
importantes para asegurar la autonomía de la administración -lo que he llamado la
tecnoestructura- y para lograr que la empresa controle la oferta de capital. Los beneficios
son también una fuente de prestigio y por lo tanto de influencia. Pero lo que es
fundamentalmente importante es la meta mucho más directamente política del crecimiento.
Tal crecimiento trae consigo una fuerte recompensa económica; aumenta directamente los
salarios, premios y oportunidades de ascenso de los miembros de la tecnoestructura. Y
además consolida y agranda la autoridad. Esto beneficia al individuo, el hombre que ahora
dirigirá una empresa más grande o una parte mayor de una empresa. Y aumenta la
influencia de la corporación en conjunto.
La economía neoclásica no carece del instinto de supervivencia. Con justicia considera la
soberanía no controlada del consumidor, la soberanía última del ciudadano, y la elevación
al máximo de los beneficios con la subordinación resultante de la empresa la mercado,
como las tres patas de un trípode en el que descansa. Estos son los elementos que excluyen
el papel del poder en el sistema. Las tres proposiciones exigen mucho de la capacidad de
creencia. No se niega de plano que el consumidor moderno sea objeto de un esfuerzo
masivo de manejo por parte del productor. Por su propia naturaleza, los métodos del tal
manejo son embarazosamente visibles. Sólo se puede argüir que en alguna forma se
cancelan entre sí. Las elecciones en Estados Unidos y Canadá se libran ahora con base en el
problema de la subordinación del Estado al interés corporativo. Como votantes, los
economistas aceptan la validez de la cuestión. Sólo su enseñanza la niega. Pero es probable
que la entrega de la burocracia de la corporación moderna a su propia expansión sea el
elemento más claro de todos. Nadie cree que el conglomerado moderno prefiera siempre el
beneficio al crecimiento. En los últimos años existe l creencia general, que se refleja
claramente en los precios de los valores, de que la aglomeración siempre ha sido buena para
el crecimiento pero a menudo mala para las ganancias.
En la economía moderna subsiste -y esto hay que recalcarlo- un mundo de empresas
pequeñas donde las indicaciones del mercado son todavía fundamentales, donde los costos
están dados, donde el Estado es algo remoto y está sujeto, a través de la legislatura, a las
presiones tradicionales de los grupos de interés económico, y donde la elevación del
beneficio máximo es lo único compatible con al supervivencia. No debemos creer que este
mundo sea la parte clásicamente competitiva del sistema, en contraste con el sector
monopólico u oligopólico de donde ha surgido el sistema de planeación. Por el contrario,
con su combinación de estructuras competitivas y monópolicas se aproxima a todo el
modelo neoclásico. Repito que tenemos dos sistemas.
13
En uno de ellos el poder sigue estando, como siempre, contenido por el mercado. en el otro,
un sistema que sigue desarrollándose, el poder se extiende a todos los mercados, en forma
incompleta pero global, a las personas que lo patrocinan, al Estado, y por lo tanto en última
instancia el uso de recursos. A su vez, la coexistencia de estos dos sistemas se convierte en
una clave importante de la actuación económica.
Dado que el poder interviene en forma tan total en una gran parte de la economía, ya no
pueden los economistas distinguir entre la ciencia económica y la política, excepto por
razones de conveniencia o de una evasión intelectual más deliberada. Cuando la
corporación moderna adquiere poder sobre los mercados, poder en la comunidad, poder
sobre el Estado, poder sobre las creencias, se convierte en un instrumento político, diferente
del Estado mismo en su forma y su grado, pero no en esencia. Sostener lo contrario -negar
el carácter político de la corporación moderna- no implica sólo un escape de la realidad,
sino un disfraz de la misma. Las víctimas de ese disfraz son aquellos a quienes instruimos
en el error. Los beneficiarios son las instituciones cuyo poder disfrazamos en la forma
dicha. Que no quepa duda: la economía, tal como ahora se enseña, se convierte, aunque sea
inconscientemente, en parte de un arreglo por el cual se impide que el ciudadano o el
estudiante advierta, cómo es, o será, gobernado.
Esto no significa que la economía se convierta ahora en una rama de la ciencia política. Esa
es una perspectiva, que con justicia debe resultarnos repelente. La ciencia política es
también un cautivo de sus estereotipos, incluyendo el del control del Estado por el
ciudadano. Además, mientras que la economía rinde pleitesía al pensamiento, por lo menos
en principio, la ciencia política reverencia normalmente al hombre que sólo sabe lo que se
hecho antes. La economía no se convierte en una parte de la ciencia política. Pero la
política sí debe convertirse en parte de la economía.
Podrá temerse que en cuanto abandonemos la teoría actual, con su refinamiento
intelectualmente exigente y su creciente instinto favorable a la medición, perderemos el
filtro por medio del cual se separa a los académicos de los charlatanes y los oportunistas.
Estos son siempre un peligro, pero más peligroso resulta quedarse en un mundo que no es
real. Y según creo, nos sorprenderemos de la nueva claridad y coherencia intelectual con
que vemos nuestro mundo en cuanto incluimos al poder como parte de nuestro sistema.
Ahora me ocuparé de esta visión.
En la visión neoclásica de la economía podría suponerse una identidad general de intereses
entre las metas de la empresa y las de la comunidad. La empresa estaba sujeta a los dictados
de la comunidad, a través del mercado o de la urna de votación. Los individuos no podrían
estar fundamentalmente en conflicto consigo mismo, dada siempre cierta decencia
razonable de la distribución del ingreso. En cuanto aparece la empresa en el sistema de
planeación dotada de poder global para perseguir su propio interés, el supuesto anterior se
vuelve insostenible. Es posible que accidentalmente sus intereses coincidan con los del
público, pero no hay ninguna razón orgánica para que así suceda necesariamente. En
ausencia de pruebas en contrario, debemos suponer la divergencia de intereses, no su
identidad.
14
También se vuelve previsible la naturaleza del conflicto. Dado que el crecimiento es una de
las metas principales del sistema de planeación, será mayor cuando el poder sea mayor. Y
el crecimiento será deficiente en el sector de mercado de la economía, al menos por
comparación. Esto no se deberá, como sostiene la doctrina neoclásica, a que los individuos
tengan una amable tendencia a equivocar sus necesidades. Se deberá a que el sistema está
construido en tal forma que sirve mal a las necesidades de los individuos y luego obtiene
mayor o menor aquiescencia de los mismos en el resultado. El hecho de que el sistema
actual conduzca a una producción excesiva de automóviles, a un esfuerzo de fructificación
improbable tendiente a cubrir de asfalto las zonas económicamente desarrolladas del
planeta, a una preocupación lunática con la exploración lunar, a una inversión
fantásticamente cara y potencialmente suicida en proyectiles, submarinos, bombarderos y
portaaviones, es lo que debiéramos esperar. Estas son las industrias que tienen poder para
obtener los recursos que requiere su crecimiento. Y una disminución de tales industrias será
vital para el interés público -para una utilización sensata de los recursos- como sugieren
ahora todos los instintos. Es así como la introducción del poder como un aspecto global de
nuestro sistema corrige nuestro error actual. No podemos dejar de advertir que éstas son
exactamente las industrias en que una visión enteramente neoclásica del monopolio y el
oligopolio, y de la elevación del beneficio al máximo a costa del uso ideal de los recursos,
sugeriría nada menos que una expansión de la producción. ¡Hasta dónde se nos permitirá
equivocarnos!
La contrapartida de un uso excesivo de recursos en el sistema de planeación donde el poder
interviene por todas partes es un uso relativamente deficiente de recursos en el área donde
el poder está circunscrito. Así sucederá en la parte de la economía donde prevalecen la
competencia y el monopolio empresarial distinto del gran conglomerado. Y si el producto o
servicio se relaciona estrechamente con la comodidad o la supervivencia, el descontento
será considerable. Se acepta que las área de la vivienda, los servicios de salud, el transporte
urbano, algunos servicios caseros, padecen graves deficiencias. Es en tales industrias que
todos los gobiernos modernos tratan de aumentar el uso de recursos. Aquí, desesperados,
hasta los devotos defensores de la empresa libre aceptan la necesidad de la acción social,
aún del socialismo.
Aquí podemos observar también que el error de la ciencia económica es perjudicial. Como
ciudadanos podemos invocar una restricción en el área de uso excesivo de recursos, pero no
en nuestra enseñanza. Como ciudadanos podemos instar a la acción social cuando la
empresa se aproxima a la norma neoclásica, pero no en nuestra enseñanza. En este último
caso no sólo ocultamos el poder de la corporación sino que consideramos también como
anormal la acción correctora en áreas tales como la vivienda, la salud, el transporte; tal es la
consecuencia del error sui generis que nunca se explica totalmente. Esto es lamentable
porque tenemos aquí tareas que requieren imaginación, orgullo y determinación.
Cuando incluimos el poder en nuestros cálculos, nuestro embarazo macroeconómico
también desaparece. La ciencia económica hace aparecer razonable lo que los gobiernos se
ven obligados a hacer en la práctica. Las corporaciones tienen poder en sus mercados. Lo
mismo ocurre, parcialmente como consecuencia, con los sindicatos. Las reclamaciones
competitivas de los sindicatos se pueden resolver más convenientemente trasladando el
coto del arreglo al público.
15
Las medidas tendientes a contrarrestar este ejercicio del poder limitando la demanda
agregada deben ser severas. Y, como era de esperarse, el poder del sistema de planeación se
ha ejercitado para excluir las medidas macroeconómicas que tienen un efecto primordial
sobre ese sistema. Por ejemplo, se permite enteramente la política monetaria, lo que se
debe, por lo menos en parte, a que su efecto principal lo resiente el empresario neoclásico
que debe tomar dinero prestado. La restricción monetaria es mucho menos dolorosa para la
gran corporación que, como un ejercicio elemental del poder, se ha asegurado una oferta de
capital derivada de sus ganancias o de sus filiales financieras o bancos moralmente
obligados. El poder del sistema de planeación en la comunidad se ha ganado también la
inmunidad contra los gastos públicos que le importan: carreteras, investigación industrial,
préstamos de recuperación, defensa nacional. Estos gastos tienen la sanción de un fin
público más elevado. Se está haciendo un esfuerzo similar, aunque ligeramente con menor
éxito, en materia de impuestos corporativos y personales. También la política fiscal se ha
acomodado en esta forma a los intereses del sistema de planeación.
De aquí deriva lo inevitable de los controles. La interacción del poder de las corporaciones
y los sindicatos sólo puede ser derrotada por las restricciones fiscales y monetarias más
fuertes. Las restricciones de que se dispone tienen un efecto comparativamente benigno
sobre quienes gozan de poder, mientras que oprimen adversamente a los individuos que
votan. Tal política es posible quizá cuando no haya elección en puerta. Ganará aplausos por
sus respetabilidad. Pero no puede tolerarla nadie que deba ponderar su efecto popular.
Al igual que ocurre con la necesidad de acción y organización social en el sector del
mercado, hay muchas razones que aconsejan que los economistas acepten lo inevitable de
los controles de salarios y precios. Ello ayudaría a que los políticos, que responden a la
resonancia de su propia instrucción del pasado, dejasen de suponer que los controles son
algo malo y antinatural y por lo tanto algo temporal que debe abandonarse en cuanto
parezca empezar a funcionar. Esta es una actitud poco favorable para el desarrollo de una
administración sensata. También haría que los economistas considerasen la forma en que
los controles pueden funcionar y en que el efecto sobre la distribución del ingreso se vuelva
más equitativo. Esta distribución se vuelve un asunto serio con los controles. El mercado ya
no disfrazará la desigualdad de la distribución del ingreso, por más egregia que sea. Debe
considerarse que una gran desigualdad es el resultado del poder relativo.
Hay otras cuestiones de gran interés actual que se iluminan cuando incluimos al poder en
nuestro sistema. Por ejemplo, la contrapartida de las diferencias de desarrollo derivadas del
sistema entre el sector de planeación y el del mercado de la economía son las diferencias
sectoriales del ingreso derivadas también del sistema. En el sistema neoclásico se supone
que hay movilidad de recursos, la que en términos generales iguala los rendimientos entre
las industrias. La desigualdad que exista se deberá a las barreras al movimiento. Vemos
ahora que, dado su gran poder de mercado, el sistema de planeación puede protegerse
contra los movimientos adversos de sus términos de intercambio. El mismo poder le
permite aceptar los sindicatos, puesto que no necesita. absorber sus demandas ni siquiera
temporalmente. En el sistema de mercado no hay un control similar de los términos de
intercambio, aparte de algunas áreas de poder monopólico o sindical. Dada la ausencia de
poder en el mercado, no pueden aceptarse en la misma forma los aumentos de salarios,
porque no existe la misma certeza de que tales aumentos podrán trasladarse (es por el
16
carácter de la industria que trata de organizar, no por su poder original, que muchos
consideran a César Chávez como el nuevo Lenin). Y en el sistema de mercado los ocupados
por cuenta propia tienen la opción -que no existe en el sistema de planeación- de reducir sus
propios salarios (y en ocasiones los de sus empleados familiares o inmediatos) para
sobrevivir.
Así pues, hay una desigualdad inherente del ingreso entre los dos sistemas. Y de aquí
deriva también el argumento en favor de una legislación de salarios mínimos, apoyo a los
sindicatos en la agricultura, legislación de precios de garantía, y lo que quizá es más
importante, un ingreso familiar garantizado como antídoto a esa desigualdad interindustrial.
De nuevo, este enfoque de la cuestión se ajusta a nuestras preocupaciones actuales. La
legislación de salarios mínimos, la de precios de garantía, y el apoyo a los contratos
colectivos son temas de controversia política continua cuando se aplican a las empresas
pequeñas y a la agricultura.
No son problemas serios en la industria altamente organizada, es decir, en el sistema de
planeación. Y la cuestión de un ingreso familiar garantizado, un asunto de intensa
controversia política, ha dividido recientemente a los trabajadores del sistema de
planeación, que no se beneficiarán, y los trabajadores del sistema de mercado que sí se
beneficiarían. De nuevo encontramos tranquilidad en una visión de la economía que nos
prepare para la política de nuestro tiempo.
La inclusión del poder en el cálculo económico también nos prepara para el gran debate
sobre el ambiente. La economía neoclásica sostiene que previó las posibles consecuencias
ambientales del desarrollo económico, que hace algún tiempo elaboró el concepto de las
deseconomías externas de la producción, y por inferencia las del consumo. Pero, ¡ay!, ésta
es una pretensión modesta. La exclusión de las deseconomías externas se consideró durante
largo tiempo como un defecto secundario del sistema de precios, como una idea marginal
para la discusión de una hora en el salón de clase. Y los libros de texto la pasaron por alto
en gran medida, como ha observado E. J. Mishan. La nación de las deseconomías externas
tampoco ofrece ahora un remedio útil. Nadie puede suponer, o supone realmente, que si se
interiorizarán las deseconomías externas podría compensarse en alguna forma útil más de
una fracción del daño, especialmente el que hace a la belleza y la tranquilidad de nuestro
ambiente.
Si el crecimiento es el objetivo fundamental y vital de la empresa, y si se dispone por todas
partes de poder para imponer esta meta a la sociedad, surge de inmediato la posibilidad del
conflicto entre el crecimiento privado y el interés público. Así pues, dado que este poder
depende en medida tan grande de la persuasión, antes que de la fuerza, el esfuerzo tendiente
a lograr que se acepte la contaminación o se considere que sus beneficios valen tanto como
su costo sustituye a la acción, incluyendo la publicidad de medidas correctores.
Fundamentalmente, esto no equivale a una interiorización de las deseconomías externas.
Más bien se está especificando los parámetros legales dentro de los cuales puede tener lugar
el crecimiento, o como ocurre en el caso del uso de automóviles en las grandes ciudades, de
aviones sobre áreas urbanas, de la expropiación de terrenos rurales y de caminos para la
construcción de subterráneos, o para fines industriales, comerciales y residenciales, las
clases de crecimiento que son incompatibles con el interés público.
17
Habríamos evitado mucha corrupción de nuestro ambiente si nuestra ciencia económica
hubiese sostenido que tal acción era la consecuencia previsible de la búsqueda de los
objetivos económicos actuales y no el resultado excepcional de una aberración peculiar del
sistema de precios.
En todo caso, tenemos derecho a guiar la acción del futuro porque hay un fuerte argumento
conservador en tal sentido. Mientras que los economistas juegan débilmente con las
deseconomías externas, otros están sosteniendo que el crecimiento mismo es el villano.
Están buscando su extinción. En consecuencia, si vemos que el deterioro ambiental es una
consecuencia natural del poder y el objetivo de la planeación, y si vemos por tanto la
necesidad de limitar el crecimiento dentro de parámetros que protegen al interés público,
podremos ayudar a la continuación del crecimiento económico.
Por último, cuando el poder se convierte en una parte de nuestro sistema, también lo hace
Ralph Nader. Estamos preparados para la explosión de la preocupación que se llama ahora
el "consumismo". Si el consumidor es la fuente de la autoridad, su abuso es una falta
ocasional. El consumidor no puede estar fundamentalmente en desacuerdo con un sistema
económico que controle. Pero si la empresa productiva tiene un poder global y objetivos
propios, el conflicto es sumamente probable. La tecnología se subordina entonces a la
estrategia de la persuasión del consumidor. No se cambian los productos para mejorarlos,
sino para aprovecharse de la creencia de que lo nuevo es mejor. Hay una alta proporción de
fracasos cuando se trata de producir no lo que sea mejor sino lo que se puede vender. El
consumidor -el que no haya sido persuadido o esté decepcionado- se rebela. Esta no es una
rebelión contra cuestiones secundarias de fraude o mala interpretación. Es una gran
reacción contra todo un despliegue de poder mediante el cual el consumidor se convierte en
el instrumento de propósitos que no son los suyos.
Este ejercicio de incorporación de poder a nuestro sistema impone dos conclusiones. En
cierta forma, la primera es estimulante: que el economista no ha hecho todavía su trabajo.
Por el contrario, apenas está principiando. Si aceptamos la realidad del poder como parte de
nuestro sistema, tendremos años de trabajo útil a nuestra disposición. Y dado que estaremos
en contacto con problemas reales, y dado que los problemas reales inspiran pasión, nuestra
vida será de nuevo agradablemente contenciosa, quizá hasta útilmente peligrosa.
La otra conclusión se refiere al Estado. Cuando incluimos en nuestro sistema al poder y por
tanto a la política, ya no podemos eludir o disfrazar el carácter contradictorio del Estado
Moderno. El Estado es el objetivo primordial del poder económico. Es un cautivo. Y sin
embargo, en todas las cuestiones que he mencionado -las restricciones al uso excesivo de
recursos, la organización para contrarrestar el uso inadecuado de los recursos, la acción
para corregir la desigualdad derivada del sistema, la protección del ambiente, la protección
del consumidor- la acción correctora corresponde al Estado. El zorro tiene poder en la
administración del gallinero. Es a esta administración que las gallinas deben recurrir para su
protección.
18
Esto plantea lo que es quizá nuestro problema principal. Es posible la emancipación del
Estado del control del sistema de planeación? Nadie lo sabe. Y en ausencia de ese
conocimiento nadie sugeriría que se trate de un problema fácil. Pero hay un brillo de
esperanza. Como siempre, las circunstancias están forzando el paso.
La última elección de los Estados Unidos se peleó exclusivamente sobre cuestiones en que
los objetivos del sistema de planeación o de sus principales participantes divergen de los
intereses del público. La cuestión de los gastos de defensa es una de ellas. La de la reforma
tributaria es otra. La carencia de vivienda, transportación masiva, servicios de salud,
servicios públicos, es otra más una que refleja la relativa incapacidad de estas industrias
para organizar y controlar recursos. La cuestión de un ingreso garantizado es otra de la
lista. Su efecto, como he indicado, se ejerce sobre los ingresos de fuera del sistema de
planeación, sobre los explotados en el sistema de mercado, sobre quienes son rechazados
por los dos sistemas. El ambiente es una de estas cuestiones, con su conflicto entre la meta
de crecimiento de la tecnoestructura y la preocupación pública por sus alrededores. Sólo el
control de salarios y precios no se discutió en la última elección. Ello se debió casi
seguramente a que los economistas de tendencia ortodoxa en ambos bandos encontraron la
perspectiva demasiado embarazosa para discutirla.
Menciono estas cuestiones con el único fin de mostrar que los problemas que surgen
cuando incluimos el poder en nuestros cálculos son actuales y reales. Casi no es necesario
recordar que los problemas políticos no los plantean los partidos ni los políticos, sino las
circunstancias.
Por supuesto, cuando incluyamos el poder en nuestro sistema no escaparemos a la
controversia política que deriva del enfrentamiento de problemas reales. Esto me trae al
último punto que quiero tratar. No defiendo el partidarismo en nuestra ciencia económica,
sino la neutralidad. Pero aclaremos lo que es la neutralidad. Si el Estado debe emanciparse
del interés económico, una economía neutral no negaría esa necesidad. Esto es lo que hace
ahora la ciencia económica. Le dice al joven e impresionable, y al viejo y vulnerable, que la
vida económica no tiene un contenido de poder y política porque la empresa está
seguramente subordinada al mercado y la Estado y por esta razón está seguramente bajo el
control del consumidor y el ciudadano.
Tal ciencia económica no es neutral. Es un aliado influyente y sumamente valioso de
aquellos cuyo ejercicio del poder depende de la aquiescencia pública. Si el Estado es el
comité ejecutivo de la gran corporación y del sistema de planeación, ello se debe en parte a
que la economía neoclásica es su instrumento para neutralizar la sospecha de que así ocurre
en efecto. He hablado de la emancipación del Estado del interés económico. Para el
economista no puede haber dudas acerca de dónde principia esta tarea. Principia con la
emancipación del pensamiento económico.
19
Tiempos prósperos para la industria
armamentística
James K. Galbraith-hijo de John
K.Galbraith
El 21 de septiembre de 2001, la Bolsa de Valores Americana creó el
“índice de defensa”, una medida de los precios de las acciones de 15
corporaciones que juntas abastecían aproximadamente el 80% del
aprovisionamiento y las investigaciones contratados por el
Departamento de Defensa de los Estados Unidos. El índice incluye
por supuesto a los cinco mayores contratistas militares: Boeing,
General Dynamics, Lockheed Martin, Northrop Grumman y
Raytheon.
El gráfico de arriba, que fue presentado en una conferencia en París
por los economistas Luc Mampaey y Claude Serfati, ilustra qué ha
ocurrido desde entonces. Con la guerra de Afganistán, el índice de
armas de disparó, ganando aproximadamente el 25% para abril de
2002. Luego cayó, junto con el resto del mercado. El que hubiese
invertido 1000 dólares en una cartera de valores de defensa en el
punto álgido de la subida durante el conflicto talibán, para marzo de
2003 habría perdido una tercera parte de sus participaciones.
20
Pero entonces llegó Irak. Y ha sido un trébol para los inversores
desde entonces. Las ganancias totales desde marzo de 2003 son de
aproximadamente el 80%. Incluso si hubiese invertido su dinero al
principio, en septiembre de 2001, habría subido el 50%. No está mal,
si lo tenemos en cuenta.
Aquí no hay ningún escándalo, por supuesto. Es obvio que la guerra
es buena para la industria armamentística. Las compañías
involucradas son públicas, cualquiera puede comprar sus acciones.
Suponga que volviendo a 2001, tuviese acceso ilimitado a
préstamos. Y suponga que supiese de buena tinta que George W.
Bush acabaría con Sadam Husein, pasase lo que pasase. Entonces
usted, también, podría haber ganado billones durante los últimos tres
años.
¿Y si fuese el Carlyle Group, al que el expresidente George H. W.
Bush sirvió como asesor principal? En este caso, le iría muy bien en
el fondo. El Carlyle Group se describe a sí mismo aún hoy en día
como “el accionista privado líder en las industrias aeroespacial y
armamentística”. No hay razón para poner en duda esta afirmación.
El verdadero gran escándalo se encuentra en algún otro sitio. No es
el hecho de que un pequeño grupo de políticos con información
confidencial se enriqueciesen a costa de la guerra de Irak. El gran
escándalo está en todas las demás cifras: el promedio industrial Dow
Jones. El índice Standard and Poor’s 500. El índice compuesto
NASDAQ. Fíjese en ellos, no se han movido en tres años.
A alguna gente le preocupa que el mercado secundario suba. Les
preocupan las burbujas económicas, que seguramente explotarán, y
la desigualdad de riqueza que aumenta de forma natural en un
mercado en auge, puesto que solo unos cuantos americanos poseen
la mayoría del capital social. Estos problemas son reales. Pero me
incluyo en el grupo que prefiere ver el lado bueno de las cosas. Un
mercado secundario en auge provoca que la industria vea la
posibilidad de futuros beneficios, que a su vez estimulan la inversión.
Y eso, sobre todo, es lo que crea nuevos puestos de trabajo, que tan
escasos han sido en los últimos cuatro años.
Si quiere un análisis gráfico del problema económico de América,
este gráfico es tan bueno como cualquier otro que encuentre.
Expone con una claridad brutal la economía de Bush tal y como es
verdaderamente, manejada para beneficiar a los amigos del
presidente. El gráfico expone con la misma claridad el gran coste
económico de la guerra de Irak: el bloqueo que ha supuesto para la
total recuperación de nadie más.
21
Se ha dado mucha importancia al hecho de que los recortes de
impuestos aprobados por Bush benefician de forma aplastante al 1%
con rentas más altas. Pero si estos recortes hubiesen conseguido
provocar una expansión económica fuerte y generalizada, como
consiguieron los que aprobó Ronald Reagan hace 20 años, ¿quién
se opondría? No sería yo, sinceramente. El problema es que no han
logrado hacer esto.
Una parte de los motivos por los que ha fallado reside en el pobre
diseño de los recortes de impuestos. Y otra parte, seguramente, en
que la guerra de Irak es una enorme interrogación que ensombrece
el futuro de la economía de América, y por lo tanto, un elemento
disuasivo para la inversión industrial.
La industria no es tonta. Sabe que Irak no nos sacó de la “guerra del
terror”. Sabe que ahora estamos menos seguros que si hubiésemos
perseguido a Al-Qaida hasta el final más amargo. Sabe que los
mercados energéticos son inestables y que podemos dirigirnos hacia
un largo periodo de encarecimiento del petróleo. Sabe quizás, sobre
todo, que la guerra de Irak dista de estar terminada. Y sabe que
ciertas personas con información confidencial de Wahington se
encuentran, incluso ahora, muy atareadas preparándose para la
prueba de fuerza que la administración de Bush, después de las
elecciones, mantendrá con Irán. Nada de esto le inspira confianza.
De vuelta en 1919, justo después de la I Guerra Mundial, John
Maynard Keynes escribió algo sobre los efectos de la guerra en la
industria: “La guerra ha revelado la posibilidad de consumo a todos y
la vanidad de abstinencia a muchos”. Algo como esto es lo que
ocurrió después de septiembre de 2001. Las familias pidieron
préstamos y mantuvieron altos sus gastos, incluso mientras
disminuyeron sus ingresos. Como también escribió Keynes, “no
teniendo seguridad sobre qué pasará en el futuro, [los capitalistas]
tratan de disfrutar completamente de sus libertades de consumo
mientras duren”. Pero no invierten, y no generan empleo.
El gran escándalo no es quién se enriqueció. Es quién no lo hizo. No
es el puñado que consiguió buenos puestos trabajando para las
compañías de defensa. No son los valientes conductores de
camiones que arriesgan sus vidas en las carreteras de Irak. Son los
millones que no obtuvieron absolutamente nada. Es el hecho de que
Bush no hizo nada para impedir esto. El mensaje es, una vez más: a
Bush no le importa.
Las líneas que separan los dos grandes asuntos de esta campaña, el
desempleo y la guerra de Irak, están borrosas.
22
La economía es parte del precio que estamos pagando por la guerra.
En ambos, el mensaje de Bush es el mismo: las cosas van bien.
Nuestra economía es fuerte y será más fuerte. Bagdad es seguro y
será más seguro. Y al infiel lo arrojaremos al mar.
¡Oh! Lo siento. Lo último no lo dijo Bush. Lo dijo Alí Hasan al-Majidh,
“Alí el Químico”, el ministro de información de Sadam Husein, como
nos recordó brillantemente Bill Maher el otro día.
The Canadian-born, Berkeley-trained John Kenneth Galbraith has been considered by many
as the "Last American Institutionalist". As a result, Galbraith has remained something of a
renegade in modern economics - and his work has been nothing if not provocative. In the
1950s, he presented economics with two tracts that needled the mainstream: one developing
a theory of price control (which arose out of his wartime experience in the Office of Price
Administration) which he argued for as an anti-inflation policy (1952); the second,
American Capitalism (1952), which argued that American post-war success arose not out of
"getting the prices right" in an orthodox sense, but rather of "getting the prices wrong" and
allowing industrial concentration to develop. It is a formula for growth because it enables
technical innovation which might otherwise not been done. However, it can only be
regarded as successful provided there is a "countervailing power" against potential abuse in
the form of trade unions, supplier and consumer organizations and government regulation.
Many have since argued the formula for East Asian success later in the century was based
precisely on this combination of oligopolistic power and "countervailing" institutions.
It was his smallish 1958 book, The Affluent Society, that earned Galbraith his popular
reknown and professional emnity. Although the thesis was not astoundingly new - having
long been argued by Veblen, Mitchell and Knight - his attack on the myth of "consumer
sovereignty" went against the cornerstone of mainstream economics and, in many ways, the
culturally hegemonic "American way of life".
23
His New Industrial State (1967) expanded on Galbraith's theory of the firm, arguing that the
orthodox theories of the perfectly competitive firm fell far short in analytical power. Firms,
Galbraith claimed, were oligopolistic, autonomous institutions vying for market share (and
not
profit
maximization)
which
wrested
power
away
from
owners
(entrepreneurs/shareholders), regulators and consumers via conventional means (e.g.
vertical integration, advertising, product differentiation) and unconventional ones (e.g.
bureaucratization, capture of political favor), etc. Naturally, these were themes already
well-espoused in the old American Institutionalist literature, but in the 1960s, they had been
apparently forgotten in economics.
The issue of "political capture" by firms was expanded upon in his 1973 Economics and the
Public Purpose. But new themes were added - notably, that of public education, the
political process and stressing the provision of public goods.
Although often not acknowledging it explicitly, many economists have since pursued
themes raised by Galbraith. The issue of political capture has been followed up by
Buchanan and "Public Choice" economics, the objectives and conduct of the firm by Simon
and the "New Institutionalist" schools, the failure of consumer sovereignty by Scitovsky
and others. Even the game- theoretic developments in industrial organization have replayed
Galbraithian themes.
Although Galbraith is outside the mainstream, that did not prevent them from electing him
president of the American Economic Association in 1972. Galbraith certainly remains one
of the better-known economists in post-war America and has worked in a variety of
capacities. Besides his tenure at Harvard and the Office of Price Administration, Galbraith
was editor of Fortune magazine for several years, director of the US Strategic Bombing
Survey, chairman of the Americans for Democratic Action in the late 1960s, television and
newspaper commentator, advisor and speechwriter for John Fitzgerald Kennedy, Eugene
McCarthy and George McGovern. He also served as the American ambassador to India in
the early 1960s and tried his hand at two novels (1968, 1990).
Major works of John Kenneth Galbraith
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Modern Competition and Business Policy, 1938.
A Theory of Price Control, 1952.
American Capitalism: The concept of countervailing power, 1952.
The Great Crash, 1929, 1954.
The Affluent Society, 1958.
The Liberal Hour, 1960
The New Industrial State, 1967.
The Triumph, 1968.
Ambassador's Journal, 1969.
Economics, Peace and Laughter, 1972.
"Power and the Useful Economist", 1973, AER
Economics and the Public Purpose, 1973
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Money, 1975.
The Age of Uncertainty, 1977.
Annals of an Abiding Liberal, 1979.
A Life in Our Times, 1981.
The Tenured Professor, 1990.
A Journey Through Economic Time, 1994.
The Good Society: the humane agenda, 1996.
A cloud over civilisation
Corporate power is the driving force behind US foreign policy - and the slaughter in
Iraq
JK Galbraith
Thursday July 15, 2004
The Guardian
At the end of the second world war, I was the director for overall effects of the
United States strategic bombing survey - Usbus, as it was known. I led a large
professional economic staff in assessment of the industrial and military effects of
the bombing of Germany. The strategic bombing of German industry,
transportation and cities, was gravely disappointing. Attacks on factories that made
such seemingly crucial components as ball bearings, and even attacks on aircraft
plants, were sadly useless. With plant and machinery relocation and more
determined management, fighter aircraft production actually increased in early
1944 after major bombing. In the cities, the random cruelty and death inflicted from
the sky had no appreciable effect on war production or the war.
These findings were vigorously resisted by the Allied armed services - especially,
needless to say, the air command, even though they were the work of the most
capable scholars and were supported by German industry officials and impeccable
German statistics, as well as by the director of German arms production, Albert
Speer. All our conclusions were cast aside. The air command's public and
academic allies united to arrest my appointment to a Harvard professorship and
succeeded in doing so for a year.
Nor is this all. The greatest military misadventure in American history until Iraq was
the war in Vietnam.
When I was sent there on a fact-finding mission in the early 60s, I had a full view of
the military dominance of foreign policy, a dominance that has now extended to the
replacement of the presumed civilian authority. In India, where I was ambassador,
in Washington, where I had access to President Kennedy, and in Saigon, I
developed a strongly negative view of the conflict. Later, I encouraged the anti-war
campaign of Eugene McCarthy in 1968. His candidacy was first announced in our
house in Cambridge.
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At this time the military establishment in Washington was in support of the war.
Indeed, it was taken for granted that both the armed services and the weapons
industries should accept and endorse hostilities - Dwight Eisenhower's "militaryindustrial complex".
In 2003, close to half the total US government discretionary expenditure was used
for military purposes. A large part was for weapons procurement or development.
Nuclear-powered submarines run to billions of dollars, individual planes to tens of
millions each.
Such expenditure is not the result of detached analysis. From the relevant
industrial firms come proposed designs for new weapons, and to them are
awarded production and profit. In an impressive flow of influence and command,
the weapons industry accords valued employment, management pay and profit in
its political constituency, and indirectly it is a treasured source of political funds.
The gratitude and the promise of political help go to Washington and to the
defence budget. And to foreign policy or, as in Vietnam and Iraq, to war. That the
private sector moves to a dominant public-sector role is apparent.
None will doubt that the modern corporation is a dominant force in the present-day
economy. Once in the US there were capitalists. Steel by Carnegie, oil by
Rockefeller, tobacco by Duke, railroads variously and often incompetently
controlled by the moneyed few. In its market position and political influence,
modern corporate management, unlike the capitalist, has public acceptance. A
dominant role in the military establishment, in public finance and the environment is
assumed. Other public authority is also taken for granted. Adverse social flaws and
their effect do, however, require attention.
One, as just observed, is the way the corporate power has shaped the public
purpose to its own needs. It ordains that social success is more automobiles, more
television sets, a greater volume of all other consumer goods - and more lethal
weaponry. Negative social effects - pollution, destruction of the landscape, the
unprotected health of the citizenry, the threat of military action and death - do not
count as such.
The corporate appropriation of public initiative and authority is unpleasantly visible
in its effect on the environment, and dangerous as regards military and foreign
policy.
Wars are a major threat to civilised existence, and a corporate commitment to
weapons procurement and use nurtures this threat. It accords legitimacy, and even
heroic virtue, to devastation and death.
Power in the modern great corporation belongs to the management. The board of
directors is an amiable entity, meeting with self-approval but fully subordinate to
the real power of the managers. The relationship resembles that of an honorary
degree recipient to a member of a university faculty.
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The myths of investor authority, the ritual meetings of directors and the annual
stockholder meeting persist, but no mentally viable observer of the modern
corporation can escape the reality. Corporate power lies with management - a
bureaucracy in control of its task and its compensation. Rewards can verge on
larceny. On frequent recent occasions, it has been referred to as the corporate
scandal.
As the corporate interest moves to power in what was the public sector, it serves
the corporate interest. It is most clearly evident in the largest such movement, that
of nominally private firms into the defence establishment. From this comes a
primary influence on the military budget, on foreign policy, military commitment
and, ultimately, military action. War. Although this is a normal and expected use of
money and its power, the full effect is disguised by almost all conventional
expression.
Given its authority in the modern corporation it was natural that management would
extend its role to politics and to government. Once there was the public reach of
capitalism; now it is that of corporate management. In the US, corporate managers
are in close alliance with the president, the vice-president and the secretary of
defence. Major corporate figures are also in senior positions elsewhere in the
federal government; one came from the bankrupt and thieving Enron to preside
over the army.
Defence and weapons development are motivating forces in foreign policy. For
some years, there has also been recognised corporate control of the Treasury. And
of environmental policy.
We cherish the progress in civilisation since biblical times and long before. But
there is a needed and, indeed, accepted qualification. The US and Britain are in
the bitter aftermath of a war in Iraq. We are accepting programmed death for the
young and random slaughter for men and women of all ages. So it was in the first
and second world wars, and is still so in Iraq. Civilised life, as it is called, is a great
white tower celebrating human achievements, but at the top there is permanently a
large black cloud. Human progress dominated by unimaginable cruelty and death.
Civilisation has made great strides over the centuries in science, healthcare, the
arts and most, if not all, economic well-being.
But it has also given a privileged position to the development of weapons and the
threat and reality of war. Mass slaughter has become the ultimate civilised
achievement.
The facts of war are inescapable - death and random cruelty, suspension of
civilised values, a disordered aftermath. Thus the human condition and prospect as
now supremely evident. The economic and social problems here described can,
with thought and action, be addressed. So they have already been. War remains
the decisive human failure.
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· This is an edited extract from The Economics of Innocent Fraud: Truth for Our
Time, by JK Galbraith, published by Allen Lane. To order a copy for £8 (RRP £10)
plus p&p, call the Guardian Book Service on 0870 836 0875
Published on Monday, July 1, 2002 in the lndependent/UK
Shocked and Angry: The Prophet Whose Warnings
Over Wall Street Were Ignored
Interview: Professor JK Galbraith - Economist
by Rupert Cornwell in Cambridge, Massachusetts
This surely is the hour of John Kenneth Galbraith, grand old man of American economics. But those
who travel to the leafy suburbs of Boston in the expectation of a giant and gloating "I told you so"
will come away disappointed.
Amid the debris of Enron and WorldCom, the lifelong critic of unbridled corporate power exhibits
none of the satisfaction of a prophet whose warnings have come to pass.
"Those of us who've concerned themselves with this matter cannot take satisfaction for discovering
that we were at least partly right. That's too much like seeing a Colorado forest fire and knowing
there was inadequate protection." The size, too, of the problem has astonished him.
Galbraith is 93 now, close to the end of one of the more remarkable American lives of the 20th
century, in which he has been professor, author, ambassador, adviser of Democratic presidents
from Roosevelt to Johnson and perhaps the most famous left-wing economist of his age.
These days, frail health forces him to receive visitors in an upstairs room in his rambling, woodpaneled house on a side street behind the Harvard University campus. On a sun-dappled summer
afternoon, this Cambridge in North America reminds you irresistibly of north Oxford in England, with
its quiet streets and shady gardens. But if the body is frail, the mind is as sharp has ever. Indeed,
he has just finished a book dealing, among other things, with corporate fraud.
For his influence and his fame Galbraith never won a Nobel prize – perhaps because he writes too
clearly and too elegantly in a field where impenetrability has a habit of being confused with genius.
Even John Maynard Keynes, at whose knee Galbraith went to the English Cambridge to study in
the 1930s, has not been spared his pupil's tongue. Galbraith once criticized the "unique
unreadability" of the General Theory, noting acidly that "as Messiahs go, Keynes was deeply
dependent on his prophets". But for all his historical perspective, Galbraith is reluctant to rank this
crisis in comparison with other watersheds of American capitalism: the depredations of the robber
barons and the ensuing anti-trust legislation, the stock market crash of 1929 and the excesses of
the 1980s (in retrospect a trailer perhaps of the even greater follies of the 1990s).
"We can't say how serious this is yet, and anyone who makes such a prediction is suspect," he
says, eschewing the giant soundbite dangling in front of him. "I can only say I hadn't expected to
see this problem on anything like the magnitude of the last few months – the separation of
ownership from management, the monopolization of control by irresponsible personal moneymakers."
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Time and again as we talk, the author of American Capitalism and of The New Industrial State, the
chronicler of The Affluent Society, returns to the same two points.
His first is that the large modern corporation, as manipulated by what he calls the "financial
craftsmen" at Enron and elsewhere, has grown so complex that it is now almost beyond monitoring.
Second, and consequently, these new entities "have grown out of effective control by the owners,
the stockholders, into nearly absolute control by the management and the individuals recruited by
management". And in the process, he insists, this latter group has "set its own compensation, either
in the form of salaries which can get to fantastic levels, or of stock options".
Such was their power that until they carried their behavior to extremes and the companies
collapsed, "there was almost no criticism from the shareholders – the owners". Galbraith detects
something of the conspiracy of silence he recounted so memorably in his book The Great Crash:
1929, first published in 1955 but as readable today as it was then. "They remained very quiet," he
wrote of the financial luminaries of that era. "The sense of responsibility in the financial community
for the community as a whole is not small. It is nearly nil. To speak out against madness may be to
ruin those who have succumbed to it. So the wise on Wall Street are nearly always silent. The
foolish have the field to themselves and none rebukes them."
And so it has been today, just as 73 years ago. "There's still a tradition, a culture of restraint," he
says, "that keeps one from attacking one's colleagues, one's co-workers, no matter how wrong they
seem to be." Amid the current wreckage, this unrivalled student of American business through the
ages can identify few crumbs of comfort. One perhaps is that 21st-century-style corporate "larceny"
has by and large not infected older established companies. Another is that if Enron and the rest
were bad, the accounting industry was worse still.
Galbraith still produces aphorisms to die for, including what may become the epitaph of this age of
feckless book-keeping: "Recessions catch what the auditors miss." But behind the quip lie genuine
shock and anger. "I've been tracking this matter for a lifetime, and my greatest surprise was the
sheer scale of the inadequacy of the accounting profession and some of its most prominent
members. I've been looking at auditors' signatures all my life, but I will never again do so without
some doubts as to their validity. There must be the strongest public and legal pressure to get
honest competent accounting." However belatedly, Galbraith believes that may happen. Indeed, the
whole philosophy with which he is identified, of corporate regulation and greater public control of the
private sector, may be edging back in favor, two decades after it went out of fashion under Ronald
Reagan.
"One of the vocal critics of corporate behavior," he notes with a wry smile, "has been none other
than George Bush. There's no doubt these scandals have altered the mood of the country, and
altered the notion that there can be no interference with the free enterprise system. There'll be a
search for ways in which the management can be made more responsible, both to
shareholders/owners and to the community at large." Steps must be taken, says Galbraith, so that
boards of directors, supine and silent for so long, "are clearly the representatives of stockholders'
interests, and are competent to exercise that responsibility".
Much of this will feature in his new book entitled, rather bafflingly, The Economics of Innocent
Fraud, due to be published next year.
Talking to Galbraith, you realize that the "innocent fraud" embraces the entire economic system, no
less – a system in which, in many respects, "belief has no necessary relation to reality". Almost
everyone, economists included, is unwittingly accomplice to the fraud.
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One comforting delusion, says Galbraith, Keynesian to the core, is that the central bank can control
the economy simply by tweaking interest rates.
"Nothing is more agreeable and reassuring than that the Federal Reserve System and the excellent
Alan Greenspan can guide and stabilize the economy by small changes in interest rates. We've
hoped and dreamt of this since 1913 [the year the Fed was set up up by President Woodrow
Wilson], but it hasn't worked in any predictable way." Instead Galbraith cites the Second World War
and the years when he was at the heart of policy-making, running the Office of Price Administration,
surely the most interventionist agency in the history of US economic policy-making. The Fed was to
all intents and purposes set aside for the duration of the war as the government, not the market, set
price levels. Business loathed the OPA, but it worked.
"We came through that period of great expenditure and disaster with no memory of inflation." If the
Fed's role is one false assumption, another – now so shockingly exposed – is that corporations
always tell the truth. Even the name of the game is a deception, Galbraith argues. "It's no longer
called 'capitalism'. That has an inconvenient history. Now it's known as 'the market system',
supposedly controlled by consumers – but in a world where the greatest intellectual and artistic
talent goes into the management of consumers." Recent events have forced some rewriting of the
book, but Galbraith is now confident he has the emphasis right.
Capitalism, though, is nothing if not adaptable. It has to be, with so much riding on the system for
almost everyone. In the course of his life, Galbraith has seen America go full circle, from the harsh
neglect of the Depression to the New Deal and now back – to some extent at least – to the ruthless
ways of the past. "The national mood is less fair today," he says. "We are far more tolerant of a
large takeover of revenue by the rich." On the other hand, "the conscience of the community has
improved greatly.
"That was the achievement of Roosevelt and the New Deal. Public attitudes were never quite the
same again." But then Galbraith leapfrogs 70 years and a dozen presidencies to the massive Bush
tax cuts of 2001 to reinforce his point that nothing very much has changed. "It is still politically safe
to be very rich," he says, citing what he calls the "imaginative developments" of the Bush
administration as a prime example.
"Assuming they will not be in power indefinitely, they are taking the interesting step of enacting tax
legislation not for the immediate future but for all of a decade hence. We not only legislate for the
affluent, we do it for their permanent advantage." And suddenly, once more, the impish delight of
the phrasemaker bursts through. "How's that?" he asks with the sly chuckle of an iconoclast 93
years young.
© 2002 lndependent Digital (UK) Ltd
Recopilación del Profesor Ramón Jiménez, FCA-UNAM, Posgrado 2006
www.yumka.com
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