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MEDITACIONES CUARESMALES-XVIII 18. LA CONVERSIÓN, UNA SALIDA AL ENCUENTRO DEL OTRO Resulta paradójico que en una sociedad como la nuestra, en la que, en teoría, impera el poder de lo políticamente correcto, la tolerancia y el respeto a las minorías, se sigan produciendo hechos de racismo y xenofobia a lo largo y ancho del país. ¿Qué está pasando? Sin saber cómo ni por qué, como si de algo genético se tratara, parece que alguien ha grabado en nuestra forma de pensar una ley que aplicamos casi con carácter universal: sospechar, en el mejor de los sentidos, de los que no son como nosotros, de los que consideramos diferentes o inferiores. No se trata de racismo o xenofobia, sino de un talante que, sin pretenderlo, hace que tratemos de distinta forma a aquellos que consideramos que son menos económicamente, en el campo de la cultura, en su forma de vestir e, incluso, desde nuestras categorías morales de “bueno” y “malo”. Parece que, frente a la aparente progresión de la especia humana y a las lecciones que la historia nos ha querido enseñar (sin olvidar que, a la hora de estudiar historia, se hace válida aquella sentencia de que “la letra con sangre entra”), aún anidan en lo más profundo de nuestro ser rescoldos de la primera hoguera, la sangre del primer “mamut” cazado y el sentimiento del primer asesinato de la humanidad cuando un hombre, al ver ante sí a un semejante “distinto”, alzó la lanza para proclamar que él era superior. No es que seamos racistas, xenófobos o cosas por el estilo. Se trata simplemente de que, por mido a confesar que alguien es “distinto” o “menor” ( y el más y el menos hoy día lo decide el número de ceros que cada cual tiene en su cuenta corriente) lo humillamos. La verdad es que, como gente civilizada que somos, no tenemos grandes enemigos, pero sí que estamos enemistados con mucha gente a la que negamos por sistema nuestra amistad. Frente a esta ley no escrita, pero inscrita en nosotros, Jesús nos propone una “ley” mucha más radical, una ley que tiene por objeto derribar todas las barreras que ponemos para así impedir que el otro, nuestro hermano, llegue a nuestro corazón. Habéis oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo”. Pues yo os digo: amad a vuestros enemigos y rogad por lo que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos y llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publicanos? Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de particular? ¿No hacen eso mismo también los gentiles? (Mt 5,43-47). La radicalidad que esta “Ley” supone para nosotros no está en la novedad, pues es bien conocida por todos, ni en la “necesidad” de ser más que los publicanos o los gentiles, si no en la motivación que Jesús presenta: porque eso mismo hace nuestro Padre celestial, que trata de igual modo a buenos y malos, a justos e injustos... Hay muchas ONG, asociaciones y movimientos que, renegando de Dios y de todo lo que suene a cristiano, nos dan cien vueltas con su compromiso a favor de los demás y su entrega sincera a los más necesitados. ¿Entonces, qué es lo específicamente cristiano, la señal que nos tiene que distinguir de los “filántropos”? Si en el fondo de nuestro corazón no dejamos que lata con toda su fuerza la convicción de que somos Hijos de Dios y que Nuestro Padre es Padre de todos, también de los que son de distinto color, sexo, lengua, religión, país, barrio, clase social, estaremos poniendo barreras que nuestro hermano no se acerque a nosotros. No le llamaremos enemigo (quizá porque quede feo o parezca una palabra muy fuerte); pero le estamos tratando como tal. No diremos que nos ha ofendido, pero le estamos tratando como tal. No diremos que nos ha ofendido, pero nuestra falta de consideración y respeto para con él es ya una ofensa a él y a Dios, nuestro Padre. Y si por casualidad descubrimos que nosotros somos los “enemigos” o los “perseguidos”, no desfallezcamos: orando por ellos, pidiendo al Padre por su bien, ya estamos albergándoles en nuestro corazón. Es el primer paso que hay que dar para derrotar el odio, la marginación y el desamparo. ORACIÓN Enemigos, lo que se dice enemigos, no tengo ninguno, Señor; pero sí que hay gente a la que, por el mero hecho de ser como son, ya les he desterrado por completo de mi corazón. Me gusta que me llamen demócrata, tolerante, conciliador y dialogante; pero, eso sí, que no toquen mis intereses, mi prestigio o mi reputación. ¿Cómo voy a ser yo menos que nadie? No sé si es orgullo, arrogancia o vanidad, pero cuando los demás me cuestionan dejo de ser el demócrata tolerante y conciliador que me creo y mi capacidad de diálogo se convierte en una retahíla de argumentos que tratan de convencerme, y convencer a los demás, y que acaban por poner puertas y cerrojos a mi corazón, a mi capacidad de amar... también a los que son “distintos”. Hazme humilde, Señor, capaz de reconocer que lo diferente es enriquecedor y que en los “diferentes” estás Tú. Hazme sincero conmigo mismo, y ayúdame a admitir que, aunque no tenga “enemigos de verdad”, hay muchos a los que niego mi amistad y los trato como si lo fueran.