Download sobre dignidad, autonomia y vulnerabilidad del paciente

Document related concepts
no text concepts found
Transcript
SOBRE EL RESPETO A LA AUTONOMIA DEL PACIENTE: LA DIGNIDAD
EN JUEGO1
Begoña Román Maestre
1.
Sobre nombres y referentes: ciudadano, usuario, paciente, y su autonomía.
La bioética asume de la ética categorías como la autonomía y la dignidad, y parte de un
agente que controla su situación, conoce sus deseos, tiene capacidad para entender la
realidad, la que depende de él, y la que no depende de él, que sabe deliberar sobre
alternativas y sabe elegir la mejor de las opciones desde la autodeterminación y la
independencia; por todo ello se dice que es un agente digno de respeto. Y eso es así, más o
menos, tanto en la tradición kantiana, como en la aristotélica, la utilitarista, la hedonista, la
liberal, la pragmática, etc.
El ámbito de la salud se ha impregnado de este espíritu autonomista y ha pasado de ser
paternalista, donde el respeto era a la autoridad médica, a respetar la autonomía del paciente;
aparecen así las cartas de deberes y derechos de los pacientes. De alguna manera se trata de
que el paciente sea menos pasivo y tenga paciencia, y pase a ser más agente, participativo, y
más que usuario, actor.
El peligro de ese concepto de autonomía, que no quiere ser paciente, es que
a duras penas acepta la vulnerabilidad, la fragilidad y la dependencia (no sólo como debilidad
física, sino también moral, porque cuando uno enferma la moral también se resiente). En
efecto, en nuestra sociedad indolora2 a duras penas aceptamos la vulnerabilidad, y si lo
hacemos, solemos tomarla como algo provisional, de pocos días, o de los últimos días. Pero
no asumimos la vulnerabilidad como condición humana, que es, parafraseando a Nietzsche,
demasiado humana y campo de batalla por mantener su voluntad de poder3.
Sin embargo, enfermedades como el Alzheimer, la demencia senil, o el mismo
envejecimiento, ponen en entredicho ese concepto de autonomía. Al fin y al cabo el
Alzheimer, por ejemplo, nos obliga a reconocer a un usuario que es paciente del todo, que ha
perdido su autonomía, aun cuando no su dignidad. La dignidad de la persona pasa por la
aceptación íntegra de la condición humana, que es finita y mortal. Y en nuestras agendas
1
Publicado en VVAA: Bioética, sujeto y cultura, pp. 105-121, Barcelona, Horsori, 2011.
2
LIPOVETSKY, G (2005): El Crepúsculo del deber : la ética indolora de los nuevos tiempos
democráticos, Barcelona, Anagrama.
3
NIETZSCHE, F (2003): La genealogía de la moral, Madrid, Tecnos.
1
personales no están contempladas ni la enfermedad ni la muerte, más bien son vistas siempre
como una inoportunidad a nuestros planes y a nuestra autodeterminación.
La revisión misma de la nomenclatura ya pone de relieve importantes cambios de
cosas: ya no hablamos de unidad de atención al usuario, ni al paciente (en algunos centros
socio-sanitarios hablan de cliente), sino al ciudadano. Las razones de tales cambios son que
ciudadano deja más claro la connotación de sujeto de derechos, autónomo e independiente.
Por eso no convence “paciente”, porque hay usuarios que no están enfermos, y a todos les
pedimos que sean co-responsables de su salud y del uso que hacen del sistema sanitario. Por
eso tampoco “usuario” acabó de cuajar: el que usa, abusa, y el usuario de la sanidad tiene un
perfil, una idiosincrasia, que precisaría más matizaciones que el mero usar los servicios
sanitarios y servirse de sus profesionales (tratándolos no como servidores públicos sino como
sirvientes).
Sin embargo, el término “paciente” alude precisamente a un tipo de relación claramente
reconocible: es paciente porque se ve afectado por una enfermedad, la padece. Es paciente
porque su relación con el profesional es claramente asimétrica: se confía en el profesional no
a base de talonario, sino por sus conocimientos técnicos y por su actitud atenta a la
vulnerabilidad. Y es una relación, la del paciente con el profesional sanitario, no demasiado
voluntaria, en el sentido de que muchos desearían que no tuviera que producirse porque
“todo va bien”. Con frecuencia, la información que da el profesional sanitario al paciente va
a trastocar la autonomía de éste, cuando no la volatiliza porque le implicará un cambio, a
veces de varios grados, en su proyecto de vida.
Por eso estamos hablando del paciente: porque la autonomía es siempre dependiente de
la vulnerabilidad y de la fragilidad. Forma parte del respeto a la autonomía del paciente la
buena relación del profesional sanitario y el paciente, no únicamente escuchar las elecciones
del paciente, sino acompañarlo en el proceso de deliberación de alternativas, de sopesar
riesgos y beneficios, e incluso de reubicar la enfermedad en su vida y, con ella, reordenarlo
todo.
De ese modo podemos afirmar que la autonomía es siempre un grado, y supone un
proceso y un tipo relación con el profesional:
a)
Es un grado entre la autodeterminación y el sometimiento; un grado fruto de
lidiar con presiones, condicionamientos y de sopesar alternativas y elecciones en coherencia
con el proyecto de vida para uno hoy, que depende de la calidad de vida que pueda elegir,
que no son siempre las deseables.
2
b)
Es un proceso, porque conlleva una tarea de deconstrucción y construcción en
el tiempo, dadas las nuevas circunstancias del yo que la enfermedad impone. Todo lo cual
nos recuerda que somos seres temporales e históricos, que estamos en el tiempo, sometidos a
él, y que nos explicamos narrativamente, en busca de sentido, nuestra propia identidad.
c)
Y es una relación porque recuerda que el sujeto humano es siempre con otros,
entre otros, dependiente de los otros para su propia formación y autoconocimiento: no es un
hongo sartreano que vive su proyecto subjetivamente4, sino que se forja en relación y que
toma decisiones que debe justificar ante sí y ante otros. No es un yo cartesiano pura
racionalidad que es una cosa que piensa ajena al cuerpo o res extensa que, ajeno a la
dinámica de la conciencia, hoy le falla: el yo es un ser biológico, que es (más que tiene),
cuerpo, que se relaciona consigo mismo, con los otros, y tiene un sentido de la trascendencia.
Y esto es más relevante en el caso del paciente: cuando viene la enfermedad, o la
ineludible vejez, aumenta el grado de dependencia y con ella el protagonismo de la
enfermedad, más que de la voluntad; la consciencia del tiempo, como inmersos en él, y no
como una propiedad de la que disponer a voluntad; y la consciencia de la importancia de las
relaciones personales de uno, dado que ve aumentado el grado de su dependencia respecto a
los conocimientos que tiene el profesional, y dada la merma de las propias capacidades y
fuerzas que ha de prever, de las personas allegadas.
Porque la toma de decisiones autónomas precisa de conocimientos de expertos (sobre lo
que sea la verdad sobre la realidad que hay y se avecina, diagnóstico y pronóstico), afecta al
entorno “familiar” (el de la intimidad cotidiana del paciente), la autonomía no es sólo cosa
del paciente. El respeto a la autonomía del paciente involucra a más de uno. El
consentimiento informado, la comunicación de las voluntades anticipadas (que son mucho
más que meros documentos firmados y registrados), etc. ponen de relieve que la decisión
autónoma que uno toma no sólo le afecta a él, ni sólo dependen de él. Por eso hay que
traducirla en documentos que salvaguardan la autonomía manifestada, para que la familia y
los profesionales cooperen.
Así pues, el respeto a la autonomía del paciente interpela a varios agentes, no es sólo
cosa de uno, asunto propio:
En primer lugar a la persona, que se debe asumir como paciente, por su ser afectado por
la enfermedad y por la paciencia que el tiempo y su nuevo transcurrir le imponen. Pero
también, en segundo lugar, la autonomía requiere de la cooperación, en la forja de la
4
SARTRE, J. P (1999): El existencialismo es un humanismo, Barcelona, Edhasa.
3
autonomía del primero, de los profesionales que le atendrán y de las personas de su entorno
familiar que le cuidarán. Esta cooperación no es sólo para, una vez oída la determinación
autónoma, darle seguimiento y efectividad, sino que la cooperación es requerida antes,
durante, y después de la decisión tomada: antes, para que la pueda tomar; durante, para que le
puedan secundar en su decisión y hacerla valer; y después, por si hay que reconsiderarla de
nuevo o tomar decisiones en su nombre, por substitución, dada la vulnerabilidad en la que
puede llegar a hallarse uno.
Y ésa es la cuestión que aquí discutimos: los asaltos a la autonomía, las ineludibles
vulnerabilidades (naturales y sociales) que hay que sopesar, y el necesario asesoramiento por
parte de los expertos y profesionales a los ciudadanos, que subraya la dependencia respecto
de la información requerida para poder ejercer responsablemente la autonomía, que es más
que preferencia entre opciones: toda autonomía implica preferencias, pero no toda
preferencia es autónoma.
Claro que no se trata de retroceder en la gestión sanitaria hacia el paternalismo. Pero ser
capaces, desde la autonomía, de respetar la fragilidad supone, entre otros, tres grandes
cambios:
a)
Una reflexión sobre lo que somos y sobre lo que podemos en justicia esperar:
con una condición finita y mortal universal, aunque “encarnados”, “incorporados”, situados
históricamente en contextos culturales diversos. Esto supone todo un cambio de
mentalidades, de valores y, en definitiva, qué tipo de mundo queremos habitar: primero,
dignidad para todos, luego, calidad de vida según las preferencias.
b)
Un cambio en las instituciones socio-sanitarias: se trata de ir más allá del
contractualismo que parte de sujetos simétricamente situados, en condiciones de poder
reclamar y negociar, a recuperarla confianza de que, más allá de medicina legalista, defensiva
y reactiva, se confía en que se está en buenas manos. Al fin y al cabo, en un entorno de
recortes presupuestarios y de envejecimiento demográfico mundial, el respeto a la autonomía
de los pacientes pasa necesariamente por una saber jerarquizar sobre vulnerabilidades. No se
trata tanto de ser presionados por lobbies y encuestas electorales para saber qué se incluye o
no en la cartera de servicios de las políticas socio-sanitarias públicas, sino de saber medir la
vulnerabilidad de las personas afectadas, entrando en la búsqueda dialógica de soluciones
con los implicados. Esta buena gestión de la vulnerabilidad pasa por una apuesta relacional
con los pacientes, con las familias, con el voluntariado, con las administraciones de todo tipo.
4
c)
Todo lo cual acaba concretándose en una pedagogía social sobre qué podemos
esperar los unos de los otros en cuestiones socio-sanitarias: asunción de la dependencia, de la
vejez y de los límites que la propia medicina debe autoimponerse.
Como veremos a continuación, la reducción de la autonomía, característica esencial del
agente moral, a elección autónoma, como vemos que acontece en el ámbito bioético, es un
síntoma del triunfo del pragmatismo americano que renuncia de entrada a la fundamentación,
es decir, al porqué último debemos respectar al paciente, y al porqué lo convertimos
“principio”, pues se supone que es el punto de partida de todo lo demás.
2. Genealogía filosófica de la autonomía, la dignidad y el respeto.
La razón de ser del respeto a la autonomía del paciente encuentra su razón última en la
consideración a su persona y a la característica inmediata que se asocia a la persona, su
dignidad. La tríada autonomía, dignidad y respeto son las características esenciales del
concepto persona.
Entre los pensadores medievales, el referente más clásico del concepto de «persona» es
Boecio en su Liber de persona et duabus naturis (cap. III): la persona es una sustancia
individual de naturaleza racional («persona est naturae rationalis individúa substantia»). Lo
primero que se subraya de la persona es su capacidad de subsistir por ella misma, su
independencia y suficiencia. La persona, además, es indivisa, una, original, única e
irrepetible. Pese a ser única (según el principio de individuación), la suya es una realidad en
sí misma pero relacional, por esto destaca también la naturaleza o esencia racional, que
razona, argumenta, entiende, se entiende y se hace entender. De la persona no destaca, pues,
la constitución animal, que también la tiene, sino la capacidad de razonar. Lo que nos separa
del resto de animales y nos caracteriza específicamente es nuestra capacidad de tomar
decisiones sobre cómo vivir: en contra de la determinación instintiva, la autodeterminación
racional.
El carácter sagrado de la naturaleza humana fue ya subrayado por Séneca cuando, en
contra de la máxima de l’homo homini lupus de Plauto, afirmó: «Homo sacra res homini».
La persona es sagrada porque es inviolable. Por este motivo, tratar mal una persona
supondría, dada su especificidad, unicidad y originalidad, darle un trato impersonal —es
decir, homogeneizador—, un trato de indiferencia, alienado, convertido en otro (alius)
infravalorado en su condición de alter (altruista). Tratar mal una persona supone el olvido de
su condición de substancia única y original.
5
En el Renacimiento, Pico della Mirandola, en su Discurso sobre la dignidad del
hombre, subrayaba el que será, más adelante, el rasgo característico de la persona, a saber, la
dignidad, que le viene dada por su libertad.
Con la filosofía moderna se subrayará la dimensión consciente y cognoscitiva de la
persona. Se trata ahora de un sujeto que es una res cogitans (Descartes). En Hume, la persona
ya no será una sustancia, sino un constructo mental: gracias a unas leyes de asociación, a la
memoria y a la imaginación, la identidad personal no es otra cosa que un fajo de sensaciones.
Como puede apreciarse, en la modernidad partimos del yo y nos quedamos cercados en el yo,
en su solipsismo, en la insularidad de su conciencia.
Kant romperá con el primado de la razón teológica y teórica predominante hasta
entonces, y afirmará que el rasgo esencial de la persona, del cual emerge su dignidad, no son
sus facultades intelectuales. El acento pasa del Bewusstsein a la Gewissen, del mero darse
cuenta, a asumir la carga moral de los actos5.
Para el filósofo de Könisberg, la moralidad es la única condición bajo la cual un ser
racional puede ser un fin en sí mismo. Por lo tanto, la Moralidad —-y la humanidad, en
cuanto que capaz de aquella–— es la única cosa que tiene dignidad, y no precio. La dignidad
personal se adquiere con «la mayoría de edad» y la capacidad de responsabilizarse de los
propios actos. La dignidad también se pierde cuando, a pesar de darse la condición necesaria
de su posibilidad —a saber: la racionalidad—, no se da su condición suficiente, y se actúa en
contra de la ley moral.
Para Kant, el fundamento de la dignidad, aquello que la hace merecedora de respeto es
la libertad o autonomía. E insistirá que la autonomía, que es el fundamento de la dignidad, es
un deber. La autonomía es pues un deber, el contenido esencial del imperativo categórico,
dada la doble filiación del ser humano: de una parte, en cuanto que ser empírico, el hombre
está predeterminado por leyes naturales, que le inducen a actuar según máximas de habilidad
y prudencia; por otra parte, la voluntad humana, diferente de una voluntad santa, no quiere
siempre el deber (que no es otro que ser una persona humana autónoma) y la ley (que manda
respetar la humanidad). Por este motivo, el hombre entiende el contenido de la ley moral
como un imperativo que se le impone necesariamente desde la razón pura. Aun así, esta
predeterminación de las leyes naturales tampoco es absoluta, puesto que, en cuanto que ser
racional, el hombre tiene la facultad de decidir cuál debe ser el fundamento de determinación
de su voluntad.
5
KANT, I (2002): Fundamentación para una Metafísica de las costumbres, Madrid, Alianza
Editorial.
6
Es a esta capacidad de autodeterminación de la voluntad a lo que alude la expresión de
fin en sí mismo acuñado por Kant. Esta expresión tiene su origen en el concepto biológico de
organismo, que denota una característica de los seres vivos. Estos, en cuanto que organismos,
pueden ser entendidos como fin, puesto que contienen todos los miembros y órganos que los
permiten existir como tales. Un fin es lo que subsiste por sí mismo en cuanto que todo; cada
uno de sus órganos ejerce una función concreta en el todo, y la pérdida o falta de uno de ellos
hace peligrar o dificulta la supervivencia del organismo en su conjunto.
Al trasladar este concepto biológico de «fin» a la moralidad, se designa stricto sensu el
ser racional, que en la determinación de su voluntad se basta a sí mismo, que es autónomo, y
no sólo porque la ley moral se origina en él desde la razón pura, sino porque es él quien se la
impone. Un ser como éste, origen y fin de sus propias leyes, es un ser autolegislador y, en
sentido moral, subsiste por sí mismo, porque no precisa de nada más que de sí mismo para su
obrar moral.
Esta facultad de autodeterminarse es, pues, lo que hace de él un fin en sí mismo y un
valor absoluto. La expresión «valor absoluto», si bien encuentra buena parte de su aclaración
negativamente (por su contraposición con lo que tiene un valor relativo, un precio o un
equivalente), únicamente encontrará una explicación positiva unida al concepto de fin en sí
mismo.
La auténtica libertad moral para Kant
radica en aceptar el reto de convertir la
humanidad en uno mismo y en cualquier otro ser humano en el único valor absoluto. De ahí
la fórmula segunda del imperativo categórico sinónima a la de la universalización de la
máxima. La persona siempre es la fuente de la legitimación, ella es el fundamento de toda
moral, pero debe ser persona autónoma. La última autoridad moral es un sujeto que es yo,
pero un yo que debe poder ser todos los seres racionales y cualquiera de
ellos. Si
convertimos al yo en la fuente de todo deseo y de cualquier fin, estamos cuestionando la
legitimidad de los fines que se propone el yo, la legitimidad de los fines relativos; lo que no
se pone, sin embargo, en cuestión nunca es que el yo que se propone fines relativos es él
mismo un fin en sí mismo: la persona es este yo que tiene el derecho de ser libre, y el deber
de
autodeterminarse realizando, concretando, la humanidad en la propia persona. La
humanidad es un valor a desarrollar en nuestra persona mediante nuestras acciones.
Descubrimos nuestra persona en la obligación moral a realizarla desde la autonomía. Ya no
es la persona sin más algo dado con el nacimiento, que subsiste (con dignidad en un sentido
laxo, como posibilidad de llegar a serlo), sino que la persona y su valía moral, en sentido
estricto, es algo a forjar y a realizar autónomamente.
7
En una nota a pie de página en la Crítica de la razón práctica, Kant afirma: «La
moralidad es la ratio cognoscendi de la libertad y la libertad es la ratio essendi de la
moralidad.»6 Esta afirmación de que «la moralidad es la ratio cognoscendi de la libertad» nos
recuerda que el motivo por el cual conocemos que somos personas y libres no es el
conocimiento científico: nos sabemos libres cuando nos cuestionamos la moralidad de
nuestras acciones. No conocemos la libertad como un hecho empírico, del mismo modo que
conocemos que el calor dilata los cuerpos. Nos damos cuenta de la libertad —que es un
hecho nouménico— por un saber que nos da la razón en su uso práctico al orientar las
acciones desde la voluntad autónoma.
Esto significa que descubrimos nuestra condición personal en nuestra constitución
moral, en la pregunta por el qué debo hacer, en la constatación de nuestra capacidad de
escoger los motivos por los que escogemos (los fundamentos de determinación). En nuestra
racionalidad práctica descubrimos nuestra libertad, y en ella radica la única posibilidad de
personalizarnos, de forjar nuestro ethos. La identidad personal es así algo a conquistar, por
esto uno es padre y hijo de sus obras. Se es lo que hace, y no una sustancia previa, dada,
completa.
Por esto Kant afirma que «la autonomía es el fundamento de la dignidad de todo ser
racional». Esta legislación moral propia determina todo valor de toda persona. Así se explica
que «la libertad es la ratio essendi de la moralidad». Lo que nos dicta el imperativo
categórico es que seamos uno mismo: se nos ordena ser libres.
Cuando analizamos desde la imparcialidad de la razón pura cuál sería el fundamento
correcto de determinación, sabemos que el correcto es el legislado por nuestra razón pura, es
lo que hace falta hacer, pese a que no apetezca o contradiga nuestro interés particular.
A partir de Kant, el yo es una voluntad y no «una cosa que piensa», deja de ser una
conciencia psicológica, cognoscitiva y pasa a ser una
identidad personal que gestiona
conflictos internos. Cuando Kant afirma que la voluntad debe luchar consigo misma, se está
refiriendo a la batalla entre la voluntad legislativa (la razón pura) y la voluntad ejecutiva (el
libre albedrío). El libre albedrío, cuando ha de elegir como último fundamento y último
motivo de sus actuaciones la razón, tiene una libertad de decisión y puede elegir entre el
deber (lo correcto para todo el mundo imparcialmente, la ley universal) o la inclinación, el
placer (el interés particular, el privi-legio). Esta es la libertad negativa, que toda persona tiene
y que no es una libertad de indiferencia, puesto que no es igual una opción que otra.
6
KANT, I (2000): Crítica de la razón práctica, Madrid, Alianza Editorial, p. 52-53.
8
De ese modo, somos libres de hacer o no hacer lo que es correcto, pero no somos libres
de decir qué es lo correcto. Somos libres de decir o no decir la verdad, pero no somos libres
de erigir como verdad lo que nos parezca. Somos libres de tratar una persona como humana
o no hacerlo, cosificándola, alienándola, pero así no le privaremos a ella de su dignidad:
somos nosotros quienes perdemos la nuestra por el hecho de abusar de la libertad, de nuestra
condición autónoma. Al desconsiderar la humanidad en otra persona, atentamos contra la
humanidad y rebajamos nuestra dignidad, mientras que la de ella permanece intacta, porque
ellas son víctimas, “pacientes”, y la dignidad requiere stricto sensu agencia moral. Así pues,
según Kant, sólo un mismo se puede privar de su dignidad personal.
Cuando se escoge que la inclinación sea el motivo por el cual uno se determina, se usa
la libertad negativa para renunciar a la verdadera autonomía. Por esto el imperativo
categórico es deber y libertad a la vez, porque se debe luchar contra los sentimientos y las
inclinaciones. En el momento que decidimos que el fundamento de determinación sea el
placer, usamos la libertad negativa, y decidimos que un «otro» (múltiples factores de los que
dependen las inclinaciones) decidida por nosotros; y eso es heteronomía, renuncia al
proyecto personal.
Para Kant, el criterio moral, del cual depende la valía moral de una persona y que la
convierte en persona dignamente humana, no es la capacidad de sentir. Esta nos equipara con
los animales y no depende de nosotros. Tener unos sentimientos u otros no depende de
nuestra voluntad, pero sí el hecho de convertirlos en la voz cantante de nuestra vida. Kant no
está arremetiendo contra las inclinaciones y los placeres: no se trata sin más ni más que el
placer sea malo, sino que no sea lo que decida por nosotros.
¿Por qué la libertad es la ratio essendi de la moralidad? Porque la única obligación
moral plena es construirse como persona humana, digna, merecedora de la oportunidad, lo
cual quiere decir seguir las directrices que un mismo se ha dado cuando se ha puesto a
analizar cuáles deberán ser las directrices de cualquier persona humana. Y precisamente
porque no es un ejercicio individual, lo que “yo” creo que es lo correcto, mis preferencias, mi
concepción de “calidad de vida”, sino lo que creo que cualquier persona podría querer sin
contradicción, se ha fundamentado la ley moral en la autonomía.
Kant afirma que actuar por sentimientos es inmoral, si bien no lo es actuar con
sentimientos. Uno de los sentimientos más importantes en la ética kantiana es el respeto, que
es el efecto de la ley moral en la sensibilidad, y gracias al cual nada humano nos puede ser
indiferente. Sin embargo Kant no sabía explicar cómo un mero concepto de ley moral, y lo
que ésta implica, la humanidad, podía provocar ese sentimiento.
9
Mantener viva la razón práctica —que si debe ser práctica, es decir, orientadora de las
acciones voluntarias, sólo puede serlo cuando es autónoma— obliga a distinguir la dignidad
de la calidad, la autonomía de las preferencias, la vulnerabilidad de la inferioridad. Al
parecer de Kant,
“Cuando esta diferencia no se respeta, cuando se erige como principio la eudemonía [el
principio de la felicidad] en vez de la eleuteronomía [el principio de la libertad de la
legislación interior], entonces la consecuencia es la eutanasia [la muerte dulce] de toda
moral.”7
En el sentido kantiano, la persona tiene una dignidad, merece la vida por, como punto
de partida, hacer un proyecto autónomo de ella y traer la dignidad, en sentido estricto, a su
punto álgido de una vida “humana”. Pero hemos de ir más allá de Kant y reconocer que los
seres humanos que, por causas ajenas a su voluntad (como por ejemplo por discapacidad o
por enfermedad), tienen un grado muy «diferente» de racionalidad, no pierden por esto su
dignidad, si la carencia de autonomía es ajena a su voluntad, no es fruto de una decisión
personal.
Así, pues, hace falta no olvidar que la dignidad personal tiene dos sentidos, laxo y
estricto, y nunca se trata de calidad de vida sin más ni más. Hace falta una relectura de la
autonomía y de la «naturaleza racional» para incluir la discapacidad y los grados de
racionalidad y autonomía como cambiantes, no sólo de una persona a otra, sino también a lo
largo de la vida de la persona. Porque hace falta preservar también la responsabilidad ante la
vulnerabilidad y la finitud, precisamente porque nada humano no nos puede ser indiferente.
H. Jonas critica así el exceso de raciocentrismo y de autonomía para poder hablar de
dignidad. Él cree que el origen del respeto (de respiciere, mirar atento) es la llamada de un
ser vulnerable para ser atendido8. De forma que para Jonas no es la racionalidad y la
autonomía el fundamento de la dignidad, sino el ser mismo que reclama la atención, la
mirada atenta, respeto.
Es legítimo limitar los derechos de aquellos que por su «minoría de edad» son
incapaces de responsabilizarse de sus actos. Mientras haya racionalidad, habrá posibilidad de
autonomía, pero su condición de fin en sí mismo, de valor absoluto que merece respeto
condicional, no puede sólo depender de la autodeterminación. Esto nos obliga a tener
presente, junto a la autonomía, la vulnerabilidad personal: la asistencia para aumentarla en
7
KANT, I (1997): Metafísica de las costumbres, Madrid, Tecnos, p. 227.
8
JONAS, H (1994): El principio responsabilidad, Barcelona, Círculo de Lectores, cap. IV.
10
quienes no la tienen todavía (los niños), mantenerla en cierto grado en los que la tienen
malograda (los enfermos) o no rebajarla bajo mínimos en los que la han perdido. En esto
consiste el deber de respetar su inextirpable condición personal.
Podemos resumir principalmente en dos la críticas al concepto de autonomía kantiano:
por un lado, su universalismo abstracto que olvida al yo situado9, las fuentes sociales del
yo10, la biología de ese yo11; y la segunda crítica es que reduce la dignidad a los agentes
morales, dejando desprovista, si no de dignidad, sí de fundamento filosófico, a los humanos
que por causa de enfermedad, que es de lo que aquí tratamos, verán reducidas sus fuerzas, su
autonomía, y ello no puede suponer la pérdida de dignidad.
De este modo, tenemos que el origen de la palabra autonomía alude a un criterio
racional normativo, del que depende la dignidad de la persona y que la hace merecedora de
respeto. La decantación de la dignidad hacia la calidad, de la autonomía de la voluntad al
preferentismo de los actos y a la calidad de vida, como hecho empírico y contingente,
comienza con J. S. Mill12: se inicia el vaciamiento al reducir la libertad a mera independencia
de factores externos, supondrá la pérdida de valor normativo, y con ello, de cualquier
discurso sobre derechos y deberes.
Y a partir de él se explican las distinciones entre libertad como mera no intromisión,
ausencia de obstáculos y el separar las acciones autónomas del agente autónomo, que es lo
que predomina en la bioética de Gracia o de Beauchamps i Childress entre otros. Como
mucho llegamos a una ética contractualista de pedir permiso y de no intromisión, como es la
bioética que se desprende de T.H. Engeldhardt13.
Sea cómo sea, en los últimos años asistimos a polémicas en qué la mayoría de los
argumentos a favor o en contra parten del principio ético del respeto a la persona y a su
autonomía. Tener claro de qué hablamos y qué nos jugamos es fundamental.
3.
Genealogía bioética de la autonomía, la dignidad y el respeto.
9
BENHABIB, S (1992): Situating the self : gender, community and postmodernism in
contemporary ethics, Polity Press
10
TAYLOR, C (1996) Fuentes, del yo. LA construcción de la identidad moderna, Barcelona,
Paidós.
11
MACINTYRE, A (2001): Animales racionales dependientes, Barcelona, Paidós.
12
MILL, J. S (1999): Sobre la libertad, Madrid, Alianza editorial.
13
ENGELHARDT, H.T (1995): Los Fundamentos de bioética, Barcelona, Paidós
11
Podríamos decir, recogiendo la genealogía kantiana, que una decisión es autónoma si
deseas para ti lo que puedes querer que, al mismo tiempo, fuera la ley universal. Dicho de
manera negativa: no quieras para ti lo que no quisieras fuera la ley que rige el universo de las
relaciones humanas. Es el propio sujeto autodeterminándose quien decide qué es lo bueno;
pero si es bueno, no se puede caer en la contradicción de que lo sea para él, y por ello lo
quiera para sí y, al mismo tiempo, sea indeseable, y por tanto malo, para el resto de los
humanos. Y añadiéndole el giro lingüístico de la ética dialógica, podemos completar la
afirmación diciendo que, como las relaciones humanas se realizan vía lenguaje, la veracidad,
la transparencia en el decir y la publicidad en el hacer son consecuencias de la aplicación del
principio de autonomía.
Pero hay que añadir además, más allá de Kant y los dialógicas, que el ser humano se
encuentra en condiciones de debilidad que pueden alterar su autonomía, por eso este
principio ha de completarse con la vulnerabilidad humana. La autonomía no es absoluta, es
un continum que se posee más o menos y a la que le afectan la enfermedad, las presiones, la
ignorancia.
En bioética se prefiere hablar de decisiones y acciones autónomas antes que de
persona autónoma en bioética. Por ello, en líneas generales, se considera que una decisión
personal es autónoma cuando
a) está libre de presiones, obstáculos, coacciones (internas i externas);
b) cuando se toma desde el conocimiento de la realidad (en caso de decidir si operarse
o no, conocer la situación, riesgos, beneficios), lo que significa competencia para entender la
realidad, deliberar alternativas, sopesar pros y contras, riesgos y beneficios de la elección,
etc.
c) cuando se toma en coherencia con la escala de valores, la cosmovisión, la ética de
máximos propia, y se mantiene la misma decisión constantemente a lo largo del tiempo (no
va cambiando la decisión aleatoriamente).
Comparando ambas nociones constatamos que en muchas de las consideraciones
bioéticas de la autonomía del paciente, la autonomía, en sentido kantiano, permanece
olvidada. Como hemos visto en la genealogía filosófica de donde toma su fuente el concepto
de autonomía bioético, para Kant respetar la autonomía del otro no sólo quiere decir respetar
su capacidad de escoger y de poder actuar con conocimiento de causa y sin coacción, sino
también ayudar a escoger aquello que respetará la dignidad en la propia persona. La
autonomía en sentido ético es ciertamente la capacidad de decidir, pero de decidir en la
12
dirección de lo que es correcto, es decir, universalizable. En cambio, la autonomía de la
bioética puede derivar fácilmente a la autarquía14 o al preferentismo.
En bioética asistimos también a esa decantación que inició Mill, a ese vaciamiento
progresivo del concepto de autonomía, tanto de su aspecto normativo como de su dimensión
racional, que explicaría que lleguemos a confundir el respeto a la autonomía del paciente con
el acatar la arbitrariedad de las preferencias del cliente. Dicho vaciamiento del concepto
normativo de la bioética lo constatamos en la definición del principio de autonomía de
grandes bioeticistas como Beauchamps i Childress, Gracia, i Engelhardt, por citar tres
nombres relevantes de la bioética.
Para todos ellos, en efecto, la autonomía personal es la regulación personal de uno
mismo, libre, sin interferencias externas que puedan controlar, y sin limitaciones personales
que impidan hacer una elección. Una persona actúa libremente de acuerdo con un plan
elegido, sin ninguna referencia a la norma (auto-nomía) universal, a o la humanidad en la
propia persona, sino al plan de uno y a sus expectativas privadas.
Y prefieren hablar de acciones autónomas más que de sujetos autónomos, y los agentes
de acciones autónomas actúan: a) intencionadamente; b) con conocimiento; y c) con ausencia
de influencias externas que pretendan controlar y determinar el acto. En eso se cifra la acción
autónoma, en condiciones fácticas sin referencia a criterio normativo alguno.
De ese modo, el respeto a la autonomía del paciente se puede formular, negativamente,
afirmando que las acciones autónomas no deben ser controladas ni limitadas por otros. La
obligación positiva de ser respetuoso supondrá ofrecer información y favorecer la toma de
decisiones autónomas, en coherencia con el plan de vida personal. Los actos autónomos
requieren de la cooperación activa de otros que permita que las opciones personalmente
decididas sin coacción sean viables, asegurando la comprensión y la voluntariedad, y
fomentando la toma de decisiones adecuada.
De ahí se afirma que la autonomía expresa la capacidad para darse normas a uno mismo
sin influencia de presiones externas o internas. El principio de autonomía tiene un carácter
imperativo(es un deber del profesional, no del paciente), y debe respetarse como norma
excepto cuando se dan situaciones en que las personas puedan ser no autónomas o presenten
una autonomía disminuida (personas en estado vegetativo o con daño cerebral, etc.), en cuyo
caso será necesario justificar por qué no existe autonomía o por qué ésta se encuentra
14
Busquets,
E:
“Autonomía
y
beneficiencia.
Dos
principios
en
tensión”,
en
www.bioeticaweb.com/content/view. Consultado el 3 de octubre de 2010.
13
disminuida. En el ámbito médico, el consentimiento informado es la máxima expresión de
este principio de autonomía, constituyendo un derecho del paciente y un deber del médico,
pues las preferencias y los valores del enfermo son primordiales desde el punto de vista ético
y suponen que el objetivo del médico es respetar esta autonomía porque se trata de la salud
del paciente.
D. Gracia prefiere reducir la autonomía al acto de elección autónoma porque resulta más
simple y operativa en el ámbito de respetar las opciones de los pacientes. Y vuelve a subrayar
las tres condiciones de "intencionalidad" (querer hacerlo), "conocimiento" (saber lo que hay
en juego) y "ausencia de control externo”.
Beauchamp, Childress y Gracia consideran así que el principio de respeto a la autonomía
consiste en una doble tarea: no controlar ni limitar las acciones de otros y ofrecer
información para favorecer una toma de decisiones autónoma.
H. T. Engelhardt prefiere reducir el principio de autonomía al de permiso: el principio de
permiso fundamenta la moralidad del respeto mutuo, ya que exige que sólo se utilice a otras
personas si éstas dan previamente su consentimiento, recuperando así el imperativo kantiano
de que no se debe utilizar a los pacientes como simples medios para un fin. Como
consecuencia, sin este consentimiento o permiso no existe autoridad.
Engelhardt da por hecho que la persona tiene el derecho fundamental a autodeterminarse;
lo que a él le preocupa en que el respeto a la autonomía supone si una acción (hacia otro) no
cuenta con su permiso o consentimiento, no hay autoridad para llevarla a cabo. La autoridad
o acción adecuada tiene que ser fruto de un proceso de negociación. Y en este caso volvemos
a desconsiderar las condiciones de fragilidad, dependencia y vulnerabilidad con la que se
hallan “los extraños morales”: aquí acampa el contractualismo, un sujeto de derecho y
poderes que tiene que hacerlos valer a documentos (como el consentimiento informado o el
de voluntades anticipadas).
De este modo, a pesar de que todos reconocen la diferencia entre “autonomía personal” y
“respeto a la autonomía”, lo que les interesa son las condiciones que debe cumplir una acción
para ser considerada autónoma (intencionalidad, conocimiento, ausencia de interferencias
externas). Esa simplificación por operativa también lo es por enturbiadora de lo que se debe
respetar, porque desconsideran la vulnerabilidad en que precisamente se halla el paciente en
busca de su autonomía.
Precisamente porque éste es vulnerable en lo que hay que “asistirle” no es en preguntarle
por su autonomía, sino en reconstruirla dada las nuevas condiciones que la enfermedad
impone. Los miedos, las negaciones a recibir información, los pactos de silencio, etc., bien
14
podrían ser acciones autónomas desde muchos de estos puntos de vista, y sin embargo, no
necesariamente serán respetables, porque no cuentan con el consentimiento de los afectados,
familiares, por ejemplo, ni con el principio de transparencia y publicidad o universalidad
kantiano. Los profesionales socio-sanitarios informan y preguntan, no siempre se asumen
como interlocutores válidos cuyo respeto al paciente también implica ingresar en una
comunidad dialógica con el objeto de aclarar cuál sea la mejor opción para el paciente.
Kemp i Rendtorff15 insisten en añadir al principio de autonomía, como distinto, el de
vulnerabilidad, el de integridad y el de dignidad, porque cada uno de ellos por separado
amplía los múltiples motivos, no sólo la autonomía, que tenemos para respetar a la persona:
a) Vulnerabilidad, como nos recuerda Jonas, que es una llamada imperativa a hacerse
cargo, a responder de la fragilidad y dependencia personal.
b) Integridad por la necesidad de dotar de su sentido existencial, de unidad narrativa, que
es la vida humana
c) Dignidad porque la persona es, por el mero hecho de ser, algo inviolable en sí mismo.
Todo lo cual supone que la autonomía no está en el origen, sino en el final, en el origen
está el respeto a la dignidad de esa persona, hoy vulnerable.
La reflexión sobre los principios, su número, su aumento, su interpretación, va a
seguir siendo un tema de discusión en el ámbito de lo bioético. Pero respetar la autonomía de
los pacientes obliga, más allá del contractualismo, a partir con la vulnerabilidad que supone
la enfermedad. Así como también habrá que forjar virtudes públicas y profesionales para
poder acompañar la autonomía sin que nos volvamos hacia el paternalismo vertical, ni hacia
la autonomía ficticia de un sujeto cartesiano casi sin cuerpo, o un sujeto monadológico, sin
puertas ni ventanas, que sabe a priori quién es y qué quiere hoy y en sus próximos años.
4.
¿Asaltos a la autonomía? Envejecimiento, enfermedad y cultura.
Si quisimos recuperar la dimensión humanista de la medicina recuperando en ella el
respeto a la autonomía del paciente; si queremos una bioética al alcance de todos, desde la
justicia con pretensiones de universalidad, hace falta, repensar qué hay tras el respeto a la
autonomía del paciente.
15
Rendtorff, J. D i Kemp, P (2000): Basic Ethical Principles in European Bioethics and Biolaw, Centre
for Bioethcis and Biolaw (Copenhagen) and Institut Borja de Bioètica (Barcelona)
15
Por ello necesitamos reconsiderar la dignidad y la autonomía, para hacer efectivo el
respeto al paciente:
La dignidad porque, más allá de Kant, no la hemos de hacer depender tanto de la
autonomía racional y la agencia moral, como de un compendio de factores entre los que se
encuentra la vulnerabilidad, la fragilidad y la dependencia.
Y la autonomía porque hemos de recordar nuestro ser biológico e histórico, que nos
hacen dependientes temprano, cuando nacemos, y más o menos tarde, al envejecer.
Si no hay nada sagrado, como el valor en sí, absoluto, que como es la humanidad en la
propia persona y en la de cualquier otro, será difícil entender nuestras categorías morales
heredadas, rescatar la autodeterminación de la heteronomía de inclinaciones o presiones
sociales y, en definitiva, recuperar la razón práctica de los asaltos de la razón instrumental o
preferentista. Y cuando confundimos dignidad con calidad de vida, se pierde el momento
normativo, y con él, el sentido de la ética y la bioética.
Han sido objetivos de este artículo
a)
Recuperar las raíces normativas del concepto de autonomía desligándolo
del mero preferentismo (por el cual hay que limitar las elecciones del paciente cuando éstas
son contraindicadas según la Lex Artis, ilegales o maleficentes).
b)
Completar la dignidad con otros fundamentos menos raciocéntricos y
nouménicos que los kantianos, como son la vulnerabilidad y la mera posibilidad de llegar a
ser humano. Estos fundamentos son más realistas (recuperan el ser de su olvido), están
encarnados e incorporados en comunidades históricas, pero siguen siendo normativos y
universales, aunque menos abstractos, son más tangibles y perceptibles.
c)
Regenerar el vocabulario moral heredado para que nos permita pensar y
hablar con rigor y tener expectativas adecuadas sobre qué es respeto a la autonomía del
paciente.
Si un sujeto sabe que en su sociedad se atienden a las personas porque éstas son
dignas, independientemente de su autonomía, de su poder de hacerse respetar, con sus
presiones externas e internas (fobias); si cuenta con profesionales, familia o allegados para
crear un entorno favorable a la búsqueda de nuevo de su proyecto de vida; en un entorno así,
donde la confianza acampa, no hay que negociar.
Si la identidad es un constructo intersubjetivo, social, histórico, cultural, dialógico (con
palabras y gestos y miradas, no sólo con retórica), más que un proyecto subjetivo, individual,
en un entrono así hasta los documentos de consentimiento informado y de voluntades
16
anticipadas no serían tan necesarios: porque el respeto a la autonomía y dignidad del paciente
está intrínsecamente ligado al proceso de atender, que radica en comunicar más que en
informar, en preguntar, más que en responder y en acompañar en la búsqueda del propio
ethos en el nuevo entrono que la enfermedad impone.
Una sociedad así es contradictoria con una identidad cambiante, con sociedades
cambiantes. Por eso se puede uno desdecir en cualquier momento de aquellos documentos:
porque somos en el tiempo, volubles, variables, finitos, limitados, con miedo al dolor y al
sufrimiento. Y ese miedo no se combate con contratos y seguridad jurídica sino con
relaciones familiares sólidas y con profesionales al servicio de la integridad, dignidad,
vulnerabilidad y mermada autonomía de los pacientes.
Precisamente por la falta de poder que implica la pérdida de grados de autonomía, el
aumento de dependencia que ello supone, ponen de relieve el peligro de despersonalizar a la
persona cuando es dependiente, con un trato homogeneizador. Una sociedad envejecida
como la europea, muy vulnerable ante planteamientos tan contractualistas, debería
preocuparse por la nueva amenaza a los derechos humanos: un trato infantil a los mayores si
éstos no previeron y previnieron abusos en su vejez. Pero una sociedad que sólo piensa en
blindarse de posibles infantilismos o abusos por parte de sus profesionales es una sociedad
que desconfía de las manos en quienes se pone.
Y es que, aunque todos queremos llegar a viejos, pero nadie quiere serlo. La mengua de
grados de autonomía fruto del aumento de debilidad, fragilidad, dependencia consecuencia
de la enfermedad y la vejez no puede suponer una mengua en la dignidad ni en el respeto a
ésta, aunque ya no haya mucha capacidad de autodeterminación, dadas las ineludibles
tiranías del cuerpo, del dolor, del sufrimiento, del tiempo y de la muerte. Es un imperativo
categórico, la dignidad está en juego, que a dichas tiranías naturales y universales no se unan
otras sociales y contingentes del tipo “productividad”, “utilidad social” o “calidad de vida”
de la mayoría. La pérdida de vigor no debe suponer nunca la pérdida de valor.
Bibliografía
- Benhabib, S (1992): Situating the self: gender, community and postmodernism in
contemporary ethics, Polity Press.
- Busquets, E: “Autonomía y beneficiencia. Dos principios en tensión”, en
www.bioeticaweb.com/content/view.
17
- Ferrer, J. J; Juan Carlos Álvarez, J.C. (2003). Para fundamentar la bioética: teorías y
paradigmas teóricos en la bioética contemporánea. Bilbao: Desclée de Brouwer; Madrid:
Universidad Pontificia de Comillas.
- Beauchamp, T.L y Childress, J. (1999). Principios de Ética Biomédica. Barcelona:
Masson.
- Couceiro, A. (Ed.) (1999). Bioética para clínicos, Madrid: Triacastela.
- Engelhardt, T.H.: Los fundamentos de la bioética, Madrid, FCE.
- Gracia, D. (1988). Fundamentos de Bioética, Madrid: Eudema.
- Gracia, D. (1991). Procedimientos de decisión en ética clínica. Madrid: Eudema.
- Gracia, D. (2004). Como arqueros al blanco: Estudios de bioética. Madrid:
Triacastela.
Kant, I (2002): Fundamentación para una Metafísica de las costumbres, Madrid,
Alianza Editorial.
- Kant, I (2000): Crítica de la razón práctica, Madrid, Alianza Editorial.
- Kant, I (1997): Metafísica de las costumbres, Madrid, Tecnos.
- Lipovetsky, G (2005): El Crepúsculo del deber : la ética indolora de los nuevos
tiempos democráticos, Barcelona, Anagrama.
- MacIntyre, A (2001): Animales racionales dependientes: Porqué los seres humanos
necesitamos las virtudes, Barcelona, Paidós.
- Mill, J.S (1970). Sobre la libertad, Madrid, Alianza.
- Nietzsche, F (2003): La genealogía de la moral, Madrid, Tecnos.
- Rendtorff, J. D i Kemp, P (2000): Basic Ethical Principles in European Bioethics and
Biolaw, Centre for Bioethcis and Biolaw (Copenhagen) and Institut Borja de Bioètica
(Barcelona).
- Sartre, J. P (1999): El existencialismo es un humanismo, Barcelona Edhasa.
- Simón, P. (2000). El consentimiento informado, Madrid: Triacastela.
- Simón, P. (2006). Ética de las organizaciones sanitarias, Madrid: Triacastela.
- Taylor, C (1996): Las fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna,
Barcelona, Paidós.
18