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ARBOR Ciencia, Pensamiento y Cultura
CLXXXVI 743 m ayo-junio (2010) 3 77-392 I SSN: 0210-1963
doi: 10.3989/arbor.2010.743n1203
EL SILENCIO DE LOS
ANTROPÓLOGOS. HISTORIA
Y ANTROPOLOGÍA:
UNA AMBIGUA RELACIÓN
ANTHROPOLOGISTS’ SILENCE.
HISTORY AND ANTHROPOLOGY:
AN AMBIGUOUS RELATION
Emanuele Amodio
Escuela de Antropología
Universidad Central de Venezuela, Caracas, Venezuela
Apartado 51088, Caracas 1050, Venezuela
E-mail: [email protected]
ABSTRACT: The history of the relations between history and anthropology, present since the formation of these two disciplinary
fields, has recorded periodical approaches and estrangements up
to a point of stagnation within each academic realm. In order
to find a common ground for confrontation, it is necessary to
recover some of the links in this relation, based on the experience of each discipline in their specific research areas. Thus, in
this paper some anthopological and historiographical approaches
are analysed, convinced as we are that having both disciplines
the same object of inquiry, although temporally phased out, the
need for a dialogue between them becomes urgent, specially as
a response to the menacing epistemological nihilisms that aim at
thwarting both views.
RESUMEN: La historia de las relaciones entre historia y antropología, presentes desde la formación de los dos campos disciplinarios,
ha registrado acercamientos y alejamientos periódicos, hasta estancarse dentro de sus barreras universitarias. Por esto, para intentar
encontrar un campo común de confrontación, se hace necesario
recuperar algunos eslabones de la relación, a partir de la experiencia
de cada uno en sus campos específicos de investigación. De esta
manera, se analizan algunas posturas antropológicas e historiográficas para entender esta ambigua relación, en el convencimiento
de que, siendo el objeto de ambas disciplinas el mismo, aunque
desfasado temporalmente, el diálogo se vuelve urgente, sobre todo
frente al embate de los nihilismos epistemológicos que avanzan sus
pretensiones para desbaratar ambas miradas.
KEY WORDS: Social history; anthropology; epistemology.
PALABRAS CLAVE: Historia social; antropología; epistemología.
Preliminar
La posibilidad de reflexionar sobre las relaciones entre historia y antropología, ofrecida por este espacio de homenaje
y reflexión a partir de la obra de Peter Burke, podría ser la
ocasión propicia para presentar un estado del arte, como
se decía una vez, si no fuera que esta posibilidad ha ido
debilitándose con el tiempo y la globalización galopante
nos ha vuelto conscientes que elaborar cuadros generales
con algún valor empírico ya no es factible, particularmente
porque no podemos continuar ignorando que circulan cada
vez más informaciones, no necesariamente mediatizadas
por las traducciones norteamericanas, sobre la relación disciplinar que nos ocupa en lugares hasta hoy no tomados en
consideración como pueden ser la India, México o Italia.
Así, lo que queda es elegir un recorrido a partir de la
propia experiencia disciplinar, investigadora y/o docente,
matizándola con algunas lecturas de textos que uno recorta por elección consciente o por azar, por sintonía o
necesidad. En este sentido, vale decirlo de antemano, la
lectura de algunas escrituras de Peter Burke nos ha servido
de aliciente, en los últimos veinte años, para continuar
insistiendo en la trivialidad de las fronteras disciplinares
y, al mismo tiempo, de sostén en las diarias actividades
docentes, ya que algunos de sus textos han marcado
definidamente las bibliografías obligatorias de mis cursos
de antropología histórica en ese lejano Occidente que es
Venezuela. Actividades académicas, éstas, que se realizan
dentro de un espacio mirado con desconfianza tanto por
mis colegas antropólogos como por mis amigos historiadores, lo que no debe ser muy diferente, salvando las diferencias, de lo vivido por Burke cuando, después de llegar
a Cambridge en 1979, intentó con Bob Scribner organizar
un curso de “antropología histórica” cuya aprobación el
Comité académico pospuso más de una vez, convencido
que había “demasiada teoría” en el programa propuesto1.
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EL SILENCIO DE LOS ANTROPÓLOGOS. HISTORIA Y ANTROPOLOGÍA: UNA AMBIGUA RELACIÓN
Es precisamente esta desconfianza lo que aparece cuando
se intentan recortar nuevos espacios disciplinares o, peor,
eliminar barreras para unificar o ampliar otros ya establecidos. Así, ya que me intereso por una sociedad colonial específica del siglo XVIII, después de largos años de
trabajo de campo entre sociedades indígenas americanas
contemporáneas, para mis colegas antropólogos me he
vuelto un historiador, perdiendo mi identidad profesional; mientras que para mis amigos historiadores, continúo
siendo un antropólogo “metiche” o infiltrado, como bien
repetía hace unos años una amiga francesa, historiadora
de las mentalidades. Al fin, un traidor para los unos y un
intruso para los otros.
Estas vivencias académicas, por la carga emocional que
conllevan, a menudo impiden aclarar un problema histórico y epistemológico: la formación histórica de las disciplinas sociales, coherentes con el contexto social, económico
y cultural de su producción, y la crisis que sufren una vez
que cambia precisamente el terreno en las cuales se han
desarrollado a lo largo de los últimos doscientos años. De
hecho, antes que estilos de pensamiento y presupuestos
teóricos diferentes, las barreras entre campos disciplinares son académicas, es decir, levantadas históricamente
por esa máquina aglutinante que es la administración
universitaria, experta en moler deseos y triturar voluntades. Véase, en este sentido, la distancia entre carreras
como antropología e historia en muchas de nuestras universidades: la de antropología se incluye, generalmente,
dentro de las facultades de ciencias sociales, mientras la
de historia lo es en humanidades, lo que es claramente el
resultado de un largo proceso de decantación de intereses,
pero también de definición y demarcación de espacios de
poder.
Retrato
de familia, con invitados...
Es un hecho, un poco obvio, que la estructuración histórica
local de las disciplinas dificulta diálogos y transversalidades, y se solapa con un problema un poco más complejo y
resbaladizo que, de alguna manera, termina por justificar
las barreras epistémicas: la segmentación de la realidad
social en compartimentos más o menos estancos, dentro
del proyecto ilustrado de conocimiento científico de la
realidad que generó durante el siglo XIX y primera mitad
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del XX, a partir del modelo de la ciencias que con una
metáfora poco feliz se ha dado en llamar duras, las “ciencias sociales”, por un lado, y la “disciplina historiográfica”,
por el otro. Es evidente que la diferencia semántica entre
“ciencia”, aunque blanda, y “disciplina” pesa enormemente
en las relaciones entre las diferentes “comunidades” de
pensamiento; sin considerar que cada macro-comunidad
se diferencia, en su interior, en subgrupos geográficos o
temáticos, cada uno con su estilo, protocolos de investigación y medios de transmisión y control del saber producido.
Si ejemplos hay que hacer a este propósito, el del grupo de
los Annales, estudiado y citado a menudo por Peter Burke
(Burke, 1999), es ineludible ya que se presta magníficamente para ilustrar una historia particular de relaciones
entre mundos epistémicos diferentes, que se ha vuelto
modélica para inspirar nuevos recorridos investigativos
y, también, como antecedente valorativo para la acción
académica. Así, en la producción de las obras que están
en el origen mismo de la nueva corriente historiográfica
–el Felipe II de Febvre, El Mediterráneo de Braudel y Los
Reyes Taumaturgos de Bloch– privó la influencia explícita
del padre de la antropología francesa, Durkheim; de la
misma manera que el paso de una histoire évènementielle
a una estructural es coherente con el auge estructuralista, sobre todo antropológico. Precisamente Braudel, cuyo
concepto de “larga duración” es, de hecho, una propuesta
de temporalidad cultural que los antropólogos no deberían
desdeñar, se dedicó a difundir la necesidad de una relación fructífera entre historia y ciencias sociales (Braudel,
1995), apuntando a la necesidad de estudios que abarcaran
la “totalidad” de las vivencias sociales, así como Febvre
y Mauss habían enseñado, cada uno desde perspectivas
diferentes (Burke, 1999, 47). Sin embargo, es el acercamiento a Claude Lévi-Strauss, con quien Braudel integró la
Misión Cultural francesa en la Universidad de Sao Paulo a
mitad de los años treinta (Skidmore, 2003), lo que estructura la relación entre los dos campos disciplinares, sobre
todo considerando que el difícil diálogo y las polémicas
conceptuales que en la posguerra se produjeron tenían
un referente espacial que le daba contexto implícito a la
relación: la coexistencia en un mismo lugar académico,
la École, sobre todo en ese momento mágico cuando por
sus pasillos se cruzaban Lévi-Strauss y Barthes, Foucault y
Braudel, cada uno arrastrando su cortejo de creyentes, gli
uni contro gli altri armati.
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“El antropólogo formado en Gran Bretaña Bronislaw Malinowski descubrió y proclamó la importancia del ‘trabajo
de campo’, como él lo denominó; en otras palabras, la observación participante. Dicha observación participante no
era completamente nueva; desde 1886 Boas había hecho
largas visitas a los kwakiutl y Radcliffe-Brown vivió los años
1906-8 en las islas Andamán. Lo nuevo era la insistencia de
Malinowski en el trabajo de campo como el método antropológico por excellence. ‘El antropólogo’, declaró, ‘debe renunciar a su confortable posición en la mecedora del porche’.
El trabajo de campo se convirtió en una fase necesaria de
la formación de cada antropólogo. El nuevo método, como
la historia de Ranke, era más científico; una forma más
segura de estudiar las sociedades tribales contemporáneas
que la historia evolutiva, en gran medida conjetural, que le
había precedido. Sin embargo, no podía aplicarse al pasado”
(Burke, 1987, 22).
Dejando la última afirmación para más adelante, es evidente que no hubo una ruptura tan abrupta y, además,
ésta nunca se consumó completamente, sobre todo considerando que se sumaban en un mismo reparo dos aspectos
distintos de la cuestión. Antes que nada, el problema del
método, y no de la simple técnica, en el contexto de un
fuerte impulso positivista para “hacer ciencia”, con una
base epistemológica suficientemente sólida para permitir
una verdadera comparación entre los “casos” estudiados,
implicaba preguntarse tanto sobre la manera de recoger
los datos (se necesitaban más expertos etnógrafos que
misioneros y viajeros)2, como la atención sobre el tratamiento de los datos, es decir, el relato antropológico como
protocolo de un “experimento” ex post facto.
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El segundo aspecto de la cuestión resultaba más perturbante para la sensibilidad de los historiadores, tanto para
los clásicos alemanes como para los modernos franceses,
ya que ponía definitivamente en duda la importancia y
hasta la existencia misma de su objeto de estudio. Así,
volviendo al texto ya citado de Burke:
“Primero se le criticó a las explicaciones históricas que fueran especulativas, después se las rechazó por irrelevantes.
Durkheim había combinado un método funcionalista con
el interés por la historia, pero los funcionalistas posteriores, como Malinowski, abandonaron la historia completamente. Según él, el pasado estaba ‘muerto y enterrado’, y
sólo importaba la imagen del pasado, porque esa imagen
formaba parte de la ‘realidad psicológica de hoy’” (Burke,
1987, 23)3.
EMANUELE AMODIO
Queremos insistir sobre la presencia de Lévi-Strauss en
nuestra “foto de familia” no sólo por la importancia que el
padre del estructuralismo tiene para el campo disciplinar
del cual provenimos, sino porque es común en quienes se
han interesado en reconstruir la historia de estas relaciones disciplinares hacer referencia al funcionalismo inglés,
dejando en segundo plano y hasta “olvidando” que las mayores discusiones, por los menos en la Europa continental
de los años sesenta y setenta, se dieron a partir del estructuralismo. Véase la reconstrucción dramática que, con
suficientes razones, elabora Peter Burke en la versión de
1980 de Sociology and History: “Entonces, repentinamente,
alrededor del año 1920 los antropólogos y los sociólogos
rompieron con el pasado” (Burke, 1987, 21). Y continúa:
Sin embargo, hay que prestar atención a todo esto: los funcionalistas no negaban la pretérita existencia del pasado a
la manera, por ejemplo, de algunos actuales postmodernos,
sino que, en la búsqueda de leyes generales con valor
universal, su teoría antropológica del funcionamiento de la
sociedad los llevaba a deducirlas de la comparación entre
formas sociales del presente, dejando en segundo plano la
posibilidad de contrastarlas históricamente4. A este propósito, mucho antes de Malinowski, el padre de la definición
de cultura, E. B. Taylor, anticipándose al mismo estructuralismo funcionalista, había dicho que “si de un conjunto
de hechos puede inferirse una ley, el papel de la historia
queda enteramente superado. Si vemos que un imán atrae
un trozo de hierro y si hemos logrado extraer la ley general
según la cual el imán atrae el hierro, no vale la pena que
profundicemos en la historia del imán en cuestión” (Taylor,
1871; en Lévi-Strauss, 1995, 52). Sin embargo, mientras la
lógica de la afirmación parece funcionar, lo que chirría es
la transposición de los términos considerados al mundo
de la vida social, porque, como bien observa Lévi-Strauss,
“a diferencia del físico, el etnólogo sigue indeciso acerca
de la posibilidad de identificar objetos que aparecen superficialmente como dos imanes o dos pedazos de hierro.
Tan sólo una ‘historia detallada’ le permitiría en cada caso
superar la duda” (Lévi-Strauss, 1995, 52).
Más allá de la defensa de la investigación historiográfica
que el padre del estructuralismo antropológico hace, fueron los mismos continuadores de la obra de Malinowski
quienes matizaron las posturas de sus maestros, como es
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EL SILENCIO DE LOS ANTROPÓLOGOS. HISTORIA Y ANTROPOLOGÍA: UNA AMBIGUA RELACIÓN
el caso de Evans-Pritchard, quien a comienzo de los años
cincuenta del siglo pasado abogaba por un cambio de
actitud en la antropología inglesa, cuando remarcaba que
las pequeñas comunidades de bajo grado de estructuración
social forman parte siempre de “grandes sociedades históricas” y, por ende, su estudio diacrónico era posible, además
de útil a la interpretación general (Evans-Pritchard, 1990,
14)5. Sin embargo, iba más allá de la simple constatación
de esta posibilidad, llegando a la conclusión de que el
estudio histórico, aunque a partir de materiales documentales indirectos, permitía un comprensión más amplia y
profunda de la realidad investigada por los antropólogos.
De allí que avanzaba la temprana hipótesis de delimitar,
por un lado, un campo de estudio que ya llamaba historia
social, mientras que, por el otro, la misma antropología
social podría considerarse una “especie de historiografía”,
y a esta conclusión llegaba a partir precisamente de la homología de los recorridos investigadores historiográfico y
antropológico: recolectar datos, anotar observaciones y, finalmente, regresar al despacho para revivir “la experiencia
crítica e interpretativamente de acuerdo con las categorías
y valores de su propia cultura y con el cuerpo general de
conocimientos de su disciplina. En otras palabras, traduce
una cultura a otra” (Evans-Pritchard, 1990, 15). Así, en esta
actitud interpretativa y traductora, historia y antropología
harían lo mismo, la una para las sociedades “primitivas”
del presente y la otra para las del pasado. El auspicio de
una posible integración, donde cada disciplina aportaría
su experiencia histórica y sus métodos característicos, es
explícito:
“Los historiadores pueden suministrar a los antropólogos
sociales un inapreciable material, examinado y comprobado
por técnicas críticas de verificación e interpretación. Los
antropólogos sociales pueden proporcionar al historiador
del futuro algunos de sus mejores informes, basados en
observaciones cuidadosas y detalladas, y pueden también
derramar sobre la historia, por medio del descubrimiento
de modelos estructurales latentes, la luz de los universales.
El valor que cada disciplina tiene para la otra pienso que
será reconocido cuando los antropólogos se entreguen con
más asiduidad a la erudición histórica y muestren cómo el
conocimiento de la antropología ilumina con frecuencia los
problemas históricos” (Evans-Pritchard, 1990, 19).
Dejando por ahora de lado la referencia a los “historiadores
del futuro”, que abre la senda de una discusión sobre la
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mirada desde adentro y la mirada desde afuera, lo que
nos llama la atención en la postura conciliadora de EvansPritchard es su cercanía con la que, en esa misma época,
tomaba en Francia Lévi-Strauss desde un estructuralismo
que ya no pactaba con el funcionalismo6.
Es ampliamente conocido el impacto que tuvo para la
antropología y las ciencias sociales la publicación en 1958
de la recopilación de textos de Lévi-Strauss que lleva el
nombre de Antropología Estructural, sobre todo el primer
capítulo Etnología e historia, donde consigna de manera
explícita su apreciación de la relación entre los dos campos
disciplinares. Rechazando la perspectiva de los funcionalistas ingleses y, en particular, de Malinowski, e inspirándose
en la obra de Boas, Lévi-Strauss considera que aun siendo
verdad que la ausencia de documentos impide en gran
parte reconstruir la historia de los pueblos donde el saber
se trasmite de manera oral, produciendo una abundancia
de inferencias conjeturales, esto no debe necesariamente
producir una postura extrema, renunciando a priori a intentarlo, y hasta teoriza su poca utilidad, “para transformar
el estudio de las culturas en un análisis sincrónico de las
relaciones entre sus elementos constitutivos en el presente”. Al contrario, la pregunta que hay que hacerse es “si
el más penetrante análisis de una cultura particular que
abarque la descripción de las instituciones y de sus relaciones funcionales y el estudio de los procesos dinámicos por
los cuales cada individuo obra sobre su cultura y la cultura
sobre el individuo, puede adquirir todo su sentido sin el
conocimiento del desarrollo histórico que ha desembocado
en las formas actuales” (Lévi-Strauss, 1995, 57).
Resulta un poco chocante leer afirmaciones como la anterior por parte de quien ha sido considerado, por lo menos
por la vulgata estructuralista, como el “negador” de la importancia de la historia para la descripción e interpretación
de las sociedades del presente7. En verdad, y aquí estriba
la equivocación, lo que era un debate sobre la posibilidad
de historiar sociedades sin escritura –los kwakiutl de Boas,
los trobriandeses de Malinowski o los nambiquara de LéviStrauss– se extendió, de manera más o menos maliciosa,
al pasado de cualquier sociedad, generando equivocaciones
y obvios rechazos, comenzando por el mismo Lévi-Strauss,
para quien la distancia entre los métodos de las dos disciplinas no es tanta como la indicada por los funcionalistas (el
trabajo de campo para los unos, el trabajo de archivo para
los otros). En ambos casos se trata de estudiar sociedades
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Esta equivalencia de los dos tipos de actividad investigadora, es decir, el historiador como etnógrafo o viceversa,
resulta muy cercana a la expresada por Evans-Pritchard
más o menos una década después:
“Cuando el historiador fija su atención exclusivamente en
una cultura particular y en un período determinado y limitado de su historia, produce lo que podríamos llamar
una monografía etnográfica... Cuando, por otra parte, un
antropólogo social escribe acerca del desarrollo en el tiempo
de una sociedad, escribe un libro de historia, distinto, es
verdad, de la historia narrativa y política corriente, pero en
lo esencial el mismo que redactaría un historiador social”
(Evans-Pritchard, 1990, 17-18).
Sin embargo, esta simple homologación no resiste mucho un análisis epistemológico, ya que unifica los objetos
(la sociedad), aunque desplazados en el tiempo, y parece
también unificar los métodos, aunque unos testimoniales
y otros documentales; pero nada nos dice de la “mirada”,
es decir, a partir de cuál teoría del mundo se produce el
interés del investigador y, sobre todo, la construcción de su
objeto. Y esto porque un mismo objeto puede adquirir significado y sentido diferente precisamente a partir de una
diferente mirada dentro de un mismo campo disciplinar
y más aún cuando se trata de campos diferentes. Pienso
que Lévi-Strauss fue consciente de esta problemática y
de hecho su planteamiento sucesivo puede considerarse
una solución posible, por lo menos desde la perspectiva
antropológica estructuralista:
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“Pero el paralelismo metodológico que se pretende trazar
entre etnografía e historia para oponer la una a la otra es
ilusorio. El etnógrafo es un individuo que recoge los hechos
y los presenta (si es un buen etnógrafo) de acuerdo a las
mismas exigencias que rigen para el historiador. El papel del
historiador consiste en utilizar estos trabajos cuando las observaciones, escalonadas a lo largo de un período suficiente
de tiempo, se lo permiten; éste es también el papel del etnólogo, cuando observaciones de un mismo tipo, relativas a
un número suficiente de regiones distintas, lo hacen posible.
En todos los casos, el etnógrafo establece documentos que
pueden ser útiles al historiador. Y si los documentos existen
ya, y el etnógrafo decide integrar su trabajo con la sustancia
de los mismos, ¿no debe acaso el historiador envidiarle el
privilegio –a condición, naturalmente, de que el etnógrafo
tenga un buen método histórico– de hacer historia de una
sociedad de la cual posee una experiencia vivida?” (LéviStrauss, 1995, 65).
EMANUELE AMODIO
diferentes de la propia, no importando si esta heterogeneidad cultural deriva de la distancia espacial o de la temporal,
para “ampliar una experiencia particular hasta alcanzar las
dimensiones de una experiencia más general que para esta
misma razón resulta accesible como experiencia a hombres
de otro país o de otro tiempo. Y ambos lo logran bajo las
mismas condiciones: ejercicio, rigor, simpatía, objetividad”
(Lévi-Strauss, 1995, 64). Evidentemente, entre la recolección presencial de los datos y la recopilación a través de
documentos escritos o restos materiales, como en el caso de
los arqueólogos, hay una diferencia que no puede solaparse,
sobre todo considerando que las diferencias de materiales
imponen técnicas de acopio diferentes, además que la presencia del investigador en el lugar de los hechos permite
disminuir las mediaciones que presenta, por ejemplo, el
relato histórico de un contemporáneo no entrenado.
La utilización del trabajo etnográfico por parte de los
historiadores, esta vez no del futuro, como había indicado
Evans-Pritchard, sino del presente, tendría su contrapartida en la toma en consideración de las “reconstrucciones”
historiográficas por parte del etnógrafo. De esta manera, y
si esto fuera todo, el aporte de Lévi-Strauss, aunque más
sofisticado, no iría más allá de las exhortaciones genéricas
de antropólogos e historiadores que, durante la segunda
mitad del siglo XX, se han dedicado a auspiciar la existencia de canales de comunicación entre las dos disciplinas,
sin considerar en absoluto el problema de la diferencia entre las epistemologías que definen estas dos disciplinas. Al
contrario, nos parece que ésta es precisamente la dirección
indicada por Lévi-Strauss.
En la cita anterior llama la atención que, después de indicar la utilidad que los informes etnográficos pueden tener
para los historiadores, Lévi-Strauss añade que lo mismo
ocurre con los etnólogos. La entrada en escena de este
tercer personaje, presuntamente homólogo del historiador,
complica el panorama y perturba la genérica y general exhortación de fraternidad, pero permite aclarar el problema
epistemológico: ¿Cuál es la diferencia entre un etnógrafo
y un etnólogo y por qué es tan importante en el contexto
de la propuesta estructuralista? En palabras del mismo
antropólogo francés, “la etnografía consiste en la observación y el análisis de grupos humanos considerados en su
particularidad... y que busca restituir, con la mayor fideliARBOR CLXXXVI 743 mayo-junio [2010] 377-392 ISSN: 0210-1963
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dad posible, la vida de cada uno de ellos, mientras que la
etnología utiliza de manera comparativa... los documentos
presentados por el etnógrafo” (Lévi-Strauss, 1995, 50). En
este sentido, la etnología correspondería a la anglosajona
antropología social y cultural. Son precisamente estos dos
niveles o fases del trabajo antropológico los que permiten a Lévi-Strauss articular las relaciones entre historia
y antropología: “Teniendo el mismo objeto, que es la vida
social, el mismo propósito, que es una mejor comprensión del hombre, y un método que sólo varía en cuanto
a la dosificación de los procedimientos de investigación,
se distinguen sobre todo por la elección de perspectivas
complementarias: la historia organiza sus datos en relación con las expresiones conscientes de la vida social, y la
etnología en relación con las condiciones inconscientes”
(Lévi-Strauss, 1995, 65-66).
Lo que podría parecer un argucia digna de un prestidigitador, en el contexto de nuestra discusión aparece como
un verdadero aporte teórico. Lévi-Strauss asume y lleva a
su lógica consecuencia la koiné que constituye el centro
medular de la representación del mundo de la modernidad:
que la vivencia humana está constituida por diferentes niveles de existencia, algunos de los cuales funcionan de manera inconsciente, y es precisamente este “opacamiento” lo
que permite el funcionamiento de individuos y sociedades,
desde la producción de identidades culturales y étnicas,
hasta la puesta en práctica automática de las reglas sociales. Así, éste sería el objetivo de la etnología:
“Su objetivo consiste en alcanzar, más allá de la imagen
consciente y siempre diferente que los hombres forman de
su propio devenir, un inventario de posibilidades inconscientes, cuyo número no es ilimitado: el repertorio de estas
posibilidades y las relaciones de compatibilidad e incompatibilidad que cada una de ellas mantiene con todas las demás
proporcionan una arquitectura lógica a desarrollos históricos
que pueden ser imprevisibles sin ser nunca arbitrarios. En
este sentido, la célebre fórmula de Marx: ‘los hombres hacen
su propia historia, pero no saben que la hacen’ justifica, en
su primer término la historia, y en su segundo término, la
etnología. Al mismo tiempo muestra que ambos caminos son
indisociables” (Lévi-Strauss, 1995, 70).
Así, derivando de la teoría de la alienación de Marx y, sobre
todo, de la psicología freudiana, el padre del estructuralismo propone diferenciar antropología y disciplina histórica
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a partir de una diferenciación de objeto y de mirada, es
decir, de carácter epistemológico. Será precisamente este
último aspecto el que socavará, de alguna manera, la propuesta. De hecho, en cuanto al método, Lévi-Strauss se
pregunta cómo alcanzar esas estructuras inconscientes, ya
que, para él, de eso se trata:
“¿Cómo llegar a esta estructura inconsciente? Aquí convergen el método etnológico y el método histórico. Resulta
inútil invocar en este caso el problema de las estructuras
diacrónicas, para las cuales los conocimientos históricos son
evidentemente indispensables. Ciertos desarrollos de la vida
social traen consigo sin duda una estructura diacrónica, pero
el ejemplo de la fonología enseña a los etnólogos que este
estudio es más complejo –y plantea otros problemas– que el
de las estructuras sincrónicas que ellos apenas comienzan a
emprender. Sin embargo, inclusive el análisis de las estructuras sincrónicas implica un constante recurrir a la historia.
Únicamente ésta permite extraer, al poner de manifiesto
instituciones que se trasforman, la estructura subyacente a
formulaciones múltiples” (Lévi-Strauss, 1995, 68-69).
Ahora, más allá de esta necesaria complementariedad, para
Lévi-Strauss los dos recorridos investigadores se cruzan
doblemente: la historia avanza desde lo explícito hacia
lo implícito, mientras la etnología de lo particular hacia
lo universal, pero en “direcciones opuestas”: “el etnólogo
marcha hacia delante, tratando de alcanzar, a través de
un consciente que jamás ignora, un sector cada vez mayor
del inconsciente hacia el cual se dirige, mientras que el
historiador avanza, para decirlo así, mirando hacia atrás,
los ojos fijos en las actividades concretas y particulares,
de las cuales se aleja únicamente para considerarlas desde
una perspectiva más rica y más completa” (Lévi-Strauss,
1995, 71). Desde esta perspectiva, las diferencias entre los
dos campos no llevarían a un antagonismo epistemológico
sino a una complementariedad, tanto que el antropólogo
francés termina por definirlos como “Jano bifronte”. Sin
embargo, más allá de la particular visión que Lévi-Strauss
tiene de la historia, en gran parte influenciada precisamente por la Escuela de los Annales, los problemas que su
propuesta suscitó y continúa suscitando no son pocos.
Primeramente, el problema de las estructuras y, en segundo
lugar, el de sociedades frías y sociedades calientes. Sobre el
primer asunto, la polémica que se desató apuntaba a varios
aspectos: la existencia de estructuras, su función y, sobre
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“Si, como creemos nosotros, la actividad inconsciente del
espíritu consiste en imponer formas a un contenido, y si
estas formas son fundamentalmente las mismas para todos
los espíritus, antiguos o modernos, primitivos o civilizados
–como lo muestra de manera brillante el estudio de la función simbólica, tal como se expresa en el lenguaje–, es necesario y suficiente alcanzar la estructura inconsciente que
subyace en cada institución o cada costumbre para obtener
un principio de interpretación válida para otras instituciones
y otras costumbres a condición, naturalmente, de llevar lo
bastante lejos el análisis” (Lévi-Strauss, 1995, 68).
Aquí estriba el núcleo central de la polémica: si las formas
que el inconsciente da a los contenidos son “universales”
y válidas para cualquier sociedad, del presente o del pasado, evidentemente estas formas no cambian, aunque la
segunda parte de la cita deja entrever que podría tratarse
de una “universalidad” interna a cada sociedad, sobre todo
cuando se refiere a su utilización, una vez identificadas,
para interpretar instituciones diferentes de aquélla que
permitió la determinación8. Pero, frente a las equivocaciones que su propuesta produjo, Lévi-Strauss abandona un
poco este aspecto de su definición de estructura, tendencialmente inmóvil y universal, en función de una definición
más dinámica, haciendo explícita referencia a estructuras
de comunicación y estructura de subordinación, lo que
permite concluir a Gilles Granger, utilizando por ejemplo
una cierta lectura de las Mitológicas, que se trata de “un
movimiento constante de desestructuración y de reestructuración, inseparables de la estructura ‘precaria’, que es,
pues, un proceso” (Granger, 1969, 28). Hablar de “proceso”
en este contexto y relacionarlo con Lévi-Strauss parece
una provocación. Sin embargo, es él mismo quien en El
Pensamiento Salvaje afirma que:
“Las estructuras sólo aparecen a la observación practicada
desde afuera y, en contrapartida, ésta no puede captar los
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procesos que se refieren a la manera particular en la que
una temporalidad es vivida por el sujeto. Lo que equivale a
decir que sólo existe proceso para el individuo implicado en
su propio devenir histórico o, más exactamente, en el del
grupo al que pertenece” (Lévi-Strauss, 1984, 44).
Reaparece aquí la diferencia de enfoque entre historiadores y antropólogos, por lo menos según Lévi-Strauss, en
cuanto al estudio de procesos conscientes y estructuras
inconscientes. Pero, precisamente, la referencia al concepto de “procesos” permite echar otro puente, este vez más
operativo, entre antropología e historia, ya que de alguna
manera permite la superación de la clásica “fijación” de las
dos disciplinas sobre los hechos, como si éstos existieran
en realidad como “objetos” y no fueran una construcción
del observador, incluyendo a los investigadores. La referencia introduce también el otro polo de la polémica: la
diferenciación entre sociedades frías y sociedades calientes, es decir, según la lectura vulgar, con y sin historia.
La incomprensión fue máxima en la época. Esta vez no
fueron los historiadores a reclamar, tan convencidos ellos
de su implícito evolucionismo cultural y de su adhesión
a las teoría de Lévi-Bruhl sobre mentalidades pre-lógicas
y afines, sino los antropólogos, sobre todo los del campo
marxista9.
EMANUELE AMODIO
todo, su presunta universalidad. Se trata, en verdad, de
dos aspectos distintos aunque complementarios, que giran
alrededor de la relación entre acontecimiento y estructura.
Siguiendo a Braudel y su propuesta de distinguir por lo
menos tres “duraciones”, los acontecimientos son los que
más rápidamente se trasforman, mientras las estructuras
lo harían a una velocidad menor, en la “larga duración”. Sin
embargo, el valor semántico del concepto de estructura de
Lévi-Strauss parece ser otro del considerado por Braudel:
Para responder a este y otros problemas de la polémica,
Lévi-Strauss escribió un segundo texto con el mismo
título que el primero, Etnología e historia, presentándolo en 1983 como conferencia en honor a Marc Bloch,
precisamente uno de los padres de la llamada Nueva
Historia. Aquí ridiculizaba un poco la interpretación que
se había hecho de su definición de sociedades frías y
sociedades calientes, reafirmando que: “Todas las sociedades son históricas con el mismo grado, pero algunas
lo admiten francamente mientras otras lo repugnan y
prefieren ignorarlo” (Lévi-Strauss, 1988, 59). A partir
de esto se pregunta cómo, en nuestras palabras, una
sociedad que vive o intenta vivir en el presente, alejando de sí cualquier idea de pasado, puede “abrirse”
a la historia y “cabalgarla”, si se nos permite el uso de
esta metáfora. Mejor: se pregunta, marxianamente nos
parece, cuáles son “las condiciones y en qué formas se
abren a la historia el pensamiento colectivo y los individuos” (ídem). Para explicar este proceso, Lévi-Strauss
recurre a ejemplos japoneses y samoanos, introduciendo
el concepto de ideología:
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Nº
743
EL SILENCIO DE LOS ANTROPÓLOGOS. HISTORIA Y ANTROPOLOGÍA: UNA AMBIGUA RELACIÓN
“El llamar frías a las sociedades de este tipo lleva implícito
que existe una distancia mínima entre su ideología y su
práctica; o, como se creyó durante mucho tiempo, la primera
es el fiel reflejo de la segunda; o la ideología disfraza la
realidad, pero le inflige un pequeño número de distorsiones
que se pueden enderezar fácilmente con la observación y el
análisis”. En las sociedades llamadas complejas o semicomplejas, la ideología se despega más de la infraestructura. Las
distancias se amplían y se redistribuyen sobre varios ejes...”
(Lévi-Strauss, 1988, 68).
El despegue puede originarse tanto de un acontecimiento
que pone en estado de “turbulencia” el orden social local,
así como de un cambio en las relaciones de producción,
que determinan nuevos arreglos de poder. Precisamente,
considerando un ejemplo del primer caso, la llegada del
capitán Cook a Tahití, Marshall Sahlins elaboró su fundamental aporte contenido en el libro Islas de Historia
(Sahlins, 1988).
Lo anterior es pensable en la medida que la vivencia diacrónica no sea percibida como continua sino como una
serie discontinua. El pasado, así, más que la historia, hecha
ésta por los historiadores desde su mirada y contexto social
y cultural, se eslabonaría de forma discontinua, en sucesiones de sincronías que intentan apaciguar las turbulencias a
través de sistemas de estabilización, como los ha llamado
Hobsbawm; y cuando no lo consiguen, se transforman,
precisamente por las contradicciones que no resuelven o,
si se quiere, por el conflicto que conllevan las relaciones
entre sujetos sociales de diferente género, posición social
o poder. Y estos sujetos, más que individuos, son grupos,
estamentos y, finalmente, clases.
De ahí que, para Lévi-Strauss, y en polémica con Piaget y
su epistemología genética, una vez negada la continuidad,
el problema de los orígenes no tiene asidero epistemológico, salvo precisamente como identificación de tendencia
de una sociedad específica que se busca en el pasado, que
es lo mismo que decir que cada presente construye su
pasado con fines ideológicos o simplemente identitarios. El
pasado, así, es construido por el presente y “emerge”, diría
Foucault, a la conciencia de los individuos como Minerva
con su yelmo y armadura de la cabeza de Zeus10.
Resumimos: la intención de Lévi-Strauss era la de introducir el concepto de inconsciente en las reconstrucciones
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históricas convencido, pero en gran parte equivocado, de
que esa era también la dirección tomada por los nuevos historiadores de los Annales. Hablar de estructuras
inconscientes en psicología o en antropología no era
lo mismo que hablar de estructuras, por ejemplo, económicas, aun cuando estas últimas se producen sin la
participación consciente de los individuos. Retorna aquí
el problema del nivel de existencia de las estructuras:
¿formas estructurantes, ordenaciones virtuales, modelos, formaciones discursivas, como las llamará Foucault,
­ciclos?
Sin embargo, para entonces, y eran ya los años ochenta
del siglo pasado, parafraseando a Burke, por segunda vez,
aunque esta vez no tan repentinamente, “los antropólogos rompieron con el pasado”. Me explico: la crisis del
estructuralismo, así como del marxismo, sepultó el debate
entre estructura y acontecimiento, y los antropólogos, ya
en plena búsqueda posmoderna de soluciones a la crisis
de la misma modernidad, centraron su atención en los
relatos etnográficos, poniendo en duda su bases metodológicas, mientras el campo epistémico de su disciplina se
fragmentaba en una multiplicidad de recorridos, perdiendo
para siempre los asideros fuertes, totalizantes, que habían
dado origen a la antropología que ya podía ser definida
como clásica.
Además, al lado de los antropólogos intranquilos con su
propio campo, otros continuaron reproduciendo su idea
clásica de la disciplina sin percatarse mucho de que el contexto de producción de esa mirada ya había cambiado; lo
mismo que muchos historiadores, comprometidos todavía
con sus reconstrucciones de los “hechos” pasados, sobre
todo políticos. Para todo ellos, continuó valiendo lo que
Burke escribía en 1980:
“Tanto los sociólogos como los historiadores ven la paja
en el ojo de su vecino. Por desgracia, cada grupo tiende a
percibir al otro en términos estereotipados... Un contraste
similar se ha establecido entre la tribu de los historiadores
y la de los antropólogos. Desde un punto de vista histórico,
está claro que las dos partes sufren de anacronismo. Parece
que los sociólogos piensan que la historia todavía está en la
fase de Ranke, narrativa sin análisis; mientras que para los
historiadores es como si la sociología todavía estuviera en
la fase de Comte, grandes generalizaciones sin investigación
empírica” (Burke, 1987, 13).
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“Los historiadores tradicionales a menudo niegan que tengan alguna relación con los modelos, pero en la práctica
muchos de ellos usan modelos, como M. Jourdain usaba la
prosa, sin darse cuenta de ellos. Sin embargo, a pesar de
que eviten la palabra ‘modelo’, se permiten utilizar términos
generales como ‘feudalismo’ y ‘capitalismo’, ‘Renacimiento’
e ‘Ilustración’, o hablar sobre la forma ‘clásica’ o ‘de libros
de texto’ de un fenómeno social como la manor (casa señorial) medieval. El utilizar modelos de esta forma, sin ser
conscientes de su estatus lógico, a veces ha llevado a los
historiadores a dificultades innecesarias” (Burke, 1987, 41).
La necesidad de explicitar la teoría o los modelos interpretativos en la recopilación de datos estriba precisamente
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en el hecho de que no hay percepción de la realidad inmediata y directa sino que siempre está mediada por las
teorías implícitas de la sociedad del investigador, lo que es
obligatorio “vigilar” precisamente a través de la producción
de modelos teóricos conscientes. Como escribe Charles
M. Radding en 1984, “la elección no es entre hechos y
teoría, sino entre teoría consciente y teoría inconsciente”
(Radding, 1989, 113). Sin embargo, lo que ha pasado, en
la relación de muchos historiadores con la antropología,
ha sido más una positiva consideración y aprehensión de
las metodologías etnográficas, que una reflexión sobre la
epistemología que las producían. En palabras de Radding:
EMANUELE AMODIO
De cualquier manera, ingenuos unos o complicados los
otros, los historiadores “intranquilos” insistieron en leer
a los antropólogos y utilizar algunos de sus aportes, aunque con polémicas de un lado y del otro. Pensamos, por
ejemplo, en el debate que se dio en el Journal of Interdisciplinary History, en 1975, sobre la utilización de ejemplos
etnográficos por parte de Keith Thomas en su Religion and
the Decline of Magic (1971), criticado por Hildred Geertz
por “haber tomado, en palabras de Thompson, prestados
enfoques de varias escuelas antropológicas dispares, cuando lo que se supone que tendría que haber hecho es
haberse mantenido bajo la disciplina de una sola de ellas.
Sin una disciplina teórica coherente tales préstamos revelan un oportunismo empírico o un mero amateurismo. La
brujería debe ser explicada de esta o de aquella manera;
no estamos autorizados a jugar con varias categorías de
interpretación alternativas, tomadas de teorías antropológicas incompatibles” (Thompson, 1989, 81). El comentarista sin embargo está explícitamente del lado de Thomas,
aunque está convencido de que “las categorías o modelos
derivados de un contexto deben ser probados, refinados, y
quizás reformados en el curso de la investigación histórica;
por ello debemos ser cautos en su uso por el momento”
(ídem), considerando que “el estímulo antropológico no
surte su efecto en la construcción de modelos, sino en
la localización de nuevos problemas, en la percepción de
problemas antiguos con ojos nuevos...” (Thompson, 1989,
82). Sin embargo, aunque nos parece que recibir un estímulo para reconsiderar el planteamiento de los problemas
a partir del aporte antropológico es deseable, permanece el
problema de cómo construir conscientemente los datos sin
una teoría explícita, ya que, como bien dijo Burke:
“Lo que los historiadores han adoptado con entusiasmo son
las metodologías, de las que parecen creer que pueden ser
utilizadas independientemente de cualquier posición teórica
sobre algo. Como el sexo sin matrimonio, es algo bonito
cuando se consigue. Pero, como el sexo, las metodologías
pueden llevar, voluntariamente o no, a responsabilidades y
complicaciones imprevistas. Efectivamente, las metodologías no son simplemente, como parecen pensar a menudo
los historiadores, modos de proceder en la recogida de los
datos, ni siquiera valoraciones sobre la importancia de ciertos hechos. Las metodologías implican juicios sobre el nexo
que une los hechos entre sí, que derivan de una precisa
concepción de cómo funcionan las sociedades y de cómo
piensa la gente” (Radding, 1989, 106).
En relación con este problema de la teoría en campo
historiográfico, vale la pena citar la lectura que Giovanni
Levi, uno de los más importantes miembros de la llamada
microhistoria italiana, ha hecho de la obra del antropólogo
Clifford Geertz, sobre todo a partir de su teoría de la “descripción densa” (Geertz, 1987), contenida en la antología
de textos Formas de hacer historia, editada por Peter Burke
(1993a). Después de aclarar que “las características de la
microhistoria demuestran los lazos íntimos que ligan la
historia a la antropología” (Levi, 1993, 126), el historiador
italiano presenta las consideraciones de Geertz sobre las
descripciones que los antropólogos realizan y su característica de “densidad”, es decir, interpretativa, haciendo
propio el concepto, pero sin llegar al extremo, como hace
el antropólogo, de afirmar la imposibilidad de “formular
sistemas intelectuales sin recurrir a la guía de modelos
de emoción públicos y simbólicos, de manera que tales
modelos son elementos esenciales utilizados para dar
sentido al mundo” (Lévi, 1993, 129); lo que llevaría a la
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EL SILENCIO DE LOS ANTROPÓLOGOS. HISTORIA Y ANTROPOLOGÍA: UNA AMBIGUA RELACIÓN
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antropología interpretativa, según la lectura de Lévi, a “la
renuncia a cualquier intento de construir modelos y establecer las reglas formales del juego de la interpretación y
la comunicación” (Lévi, 1993, 134). Por esto, piensa que
“una de las principales diferencias de perspectiva entre la
microhistoria y la antropología interpretativa es que ésta
ve significados en los signos y símbolos públicos, mientras que la microhistoria intenta definirlos y medirlos por
referencia a la multiplicidad de representaciones sociales
que generan” (Lévi, 1993, 132)11. Resulta interesante esta
crítica, entre otras sobre el relativismo, que un historiador formula a un antropólogo, ya que coincide con otras
que a la antropología interpretativa y a la “descripción
densa” han sido expresadas desde el mismo campo disciplinar, aunque a partir de otras corrientes antropológicas
(Reynoso, 1995). De hecho, que las descripciones sean
interpretativas lo sabíamos ya tanto antropólogos como
historiadores y “el problema, como dice Lévi, reside más
bien en cómo podríamos elaborar un paradigma que gire
sobre el conocimiento de lo particular sin renunciar a la
descripción formal y el conocimiento científico de ese
mismo particular” (Lévi, 1993, 141).
Sobre estos aspectos de la relación entre antropología
interpretativa e historia, también Burke interviene, en la
misma antología citada, con un texto sobre Historia de
los acontecimientos y renacimiento de la narración (Burke,
1993c), para matizar la fuerza totalizante de la propuesta
de Geertz insinuando que así como hay “descripciones
densas” lo mismo las hay “fluidas”: “La narración, como
la descripción, podría calificarse de más o menos ‘fluida’
o ‘densa’. En el polo fluido del espectro tenemos la mera
observación de un libro de anales, como los de la Crónica
Anglosajona, donde se lee: ‘En este año Ceowulf perdió
su reino’. En el otro extremo hallamos relatos (demasiado
escasos hasta el momento) construidos deliberadamente
para soportar un gran peso interpretativo” (Burke, 1993c,
297). Más allá del hecho de que, por ejemplo, en el caso
latinoamericano, los ejemplos de “narración densa”, entendida de esta manera, existan en abundancia –basta pensar
en los Cronistas de la conquista– tengo la sospecha de que
la lectura de Burke se refiere solamente a un aspecto de
la teoría de Geertz (la densidad de los “textos” expresados,
es decir, la de los “guiños” de los actores social de Ryle) y
menos a la descripción etnográfica (la densidad implícita
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en la descripción), como parece indicar cuando sugiere que
las “micronarraciones” permitirían esa densidad, aunque la
“reducción de escala no adensa de por sí una narración”
(Burke, 1993c, 300).
En verdad, en la propuesta de Geertz, la “descripción densa” atañe sobre todo a la “interpretación”, sea ésta de los
actores sociales implicados en acontecimientos específicos, como la de los antropólogos, ocupados en describir
etnográficamente (a menudo sin consciencia que están
ya interpretando) y, después, interpretar etnológicamente.
Escribe Geertz:
“El derecho de la relación etnográfica a que se le preste
atención no depende de la habilidad que tenga su autor para
recoger hechos primitivos en remotos lugares y llevarlos a su
país, como si fueran una máscara o una escultura exótica,
sino que depende del grado en que ese autor sea capaz de
clarificar lo que ocurre en tales lugares, de reducir el enigma
–¿qué clase de hombres son ésos?– al que naturalmente dan
nacimiento hechos no familiares que surgen en escenarios
desconocidos... Si ésta es descripción densa y los etnógrafos son los que hacen las descripciones, luego la cuestión
fundamental en todo ejemplo dado en la descripción (ya se
trate de una nota aislada de la libreta de campo, o de una
monografía de las dimensiones de las de Malinowski) es la
de saber si la descripción distingue los guiños de los tics
y los guiños verdaderos de los guiños fingidos. Debemos
medir la validez de nuestras explicaciones, no atendiendo a
un cuerpo de datos no interpretados y a descripciones radicalmente tenues y superficiales, sino atendiendo al poder
de la imaginación científica para ponernos en contacto con
la vida de gentes extrañas. Como dijo Thoreau, no vale la
pena dar la vuelta al mundo para ir a contar los gatos que
hay en Zanzíbar” (Geertz, 1987, 29).
Pienso que, en vista de la periódica vuelta de la narración
en el campo historiográfico, así como de la descripción
etnográfica sin pretensiones interpretativas, por lo menos
conscientes, o nomotéticas, se hace necesario volver a estos
temas con la consciencia, como dice Reynoso en su crítica a
Geertz: “Los hechos no hablan a menos que los interrogue
una teoría, como los significados no proliferan a menos que
actúe un método interpretante (expresable, comunicable y
replicable en tanto método)...” (Reynoso, 1995, 22).
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Miradas
y campos de estudios:
convergencias posibles o irreductibles
Además, visto el desinterés de los antropólogos, para decirlo en términos coloquiales, la pelota quedó solamente
en el campo de los historiadores, quienes continuaron en
busca de teorías que dieran sentido a su eterna búsqueda
de los “hechos”, mirando esperanzados a los desentendidos
colegas del campo limítrofe. El silencio de los antropólogos, a partir sobre todo de los años ochenta, les obligó a
experimentar por su cuenta la utilización de textos más o
menos clásicos de la antropología en búsqueda de ejemplos que sirvieran para entender e interpretar fenómenos
superficialmente parecidos, pero producidos en contextos
diferentes, lo que terminaba por banalizar la comparación
ya que, como diría Lévi-Strauss, “un hacha, en cambio,
no engendra nunca otra hacha”. No son los objetos o los
acontecimientos, cada uno con su contexto de sentido, los
que son comparables, sino su representación (Lévi-Strauss,
1995, 52).
A esta misma conclusión parecen haber llegado también
algunos historiadores sociales, aunque permanecen algunos problemas de coherencia epistemológica sobre la realidad que el término “representación” expresa. De cualquier
manera, ha habido un intento, más o menos explícito, de
construir modelos que dieran cuenta de realidades más o
menos olvidadas por los historiadores políticos: “historia
de las mentalidades”, aunque las debilidades del término
de Lévi-Bruhl son obvias; “historia de las sensibilidades”,
aunque hay un problema de transposición del mundo psicológico individual al mundo de lo social; y hasta “historia
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EMANUELE AMODIO
Como cualquier reconstrucción del pasado, la elaborada
en las páginas anteriores es personal y deriva de dos criterios más o menos conscientemente elegidos: el primero
se refiere a la búsqueda de asideros para valorizar una
perspectiva disciplinar actual, aunque estos son asumidos
como pretéritos, lo que implica producir un efecto de
superación sin negación; el segundo deriva de una constatación, tal vez un poco exagerada, que, sin embargo, puede
servir a los fines de nuestra discusión. En la historia de la
relación, ya se dijo ambigua, entre antropología e historia,
lo que quiere decir entre antropólogos e historiadores, las
discrepancias han sido más pretexto para delimitar campos disciplinares y cuotas de poder universitario que real
discusión sobre las diferencias epistemológicas.
de las representaciones”, término que, en su utilización
historiográfica, confunde a menudo modelos culturales,
discursos culturales y hasta ideologías. Ha sido tanta la
fuerza de estos movimientos disciplinarios en el campo
historiográfico que se le ha ido reduciendo el campo a
los mismos antropólogos, tanto que cada vez más hay
historiadores que se interesan por el presente, aunque esa
definición de “historia instantánea” que algunos utilizan
no es de las más felices.
Precisamente a partir de la última observación, vale la
pena citar un aporte que pensamos importante para nuestro recorrido: un historiador que se interesa por el presente.
Queremos referirnos a Carlo Ginzburg con su texto El
juez y el historiador, sobre el caso Sofri (Ginzburg, 1993).
Ginzburg ha desempeñado un rol fundamental en la producción del enfoque historiográfico llamado microhistoria,
donde se han conjugado una reducción de escala en la
delimitación de los objetos de estudio con una explícita
referencia a la vivencia cultural de individuos y pequeños
grupos humanos. Más allá de las críticas metodológicas,
en parte acertadas, la investigación que lleva el nombre
de El queso y los gusanos (1996) constituye un ejemplo
importante de sensibilidad antropológica que hace de
Menocchio un personaje no fácil de olvidar, más allá de
que se trata de una “construcción” que tanto debe a los
documentos inquisitoriales como a la trayectoria vivencial
del mismo autor. Después de haber buceado a lo largo
del pasado italiano y europeo de la temprana modernidad, con especial atención a los procesos inquisitoriales,
y de haber sugerido la utilidad metodológica del llamado
“paradigma indiciario”, Ginzburg se siente impelido, por
motivos declaradamente personales, a examinar las actas
del largo proceso a Adriano Sofri, acusado de ser la mente
detrás del asesinato del jefe de policía Calabresi, en los
años setenta, italianos, llamados de “plomo”. Es opinión
compartida que los varios procesos contra Sofri han sido
plagados de problemas de procedimiento y las actas registran con abundancia lo que Ginzburg, siguiendo las mismas
requisitorias, define irónicamente como “pequeños errores”
(Ginzburg, 1993, 28). No viene al caso aquí discutir los
resultados de estas indagaciones, sino apuntar a que un
material documental del presente es sometido al análisis
de un experto en documentos del pasado. Valdría aquí la
pregunta sobre cuál sería la diferencia entre esta mirada
microhistórica y la del antropólogo, ya que este último, en
su lugar, analizaría los documentos del proceso, vería las
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743
grabaciones de las diferentes sesiones, leería los periódicos
y, sobre todo, escucharía lo que la gente común tiene que
decir sobre el caso. Esto es precisamente lo que Ginzburg
ha hecho y con buenos resultados.
EL SILENCIO DE LOS ANTROPÓLOGOS. HISTORIA Y ANTROPOLOGÍA: UNA AMBIGUA RELACIÓN
En verdad, y en esta investigación sobre todo, Ginzburg
parece ser consciente de que su mirada se ha ampliado.
Así, rememorando la tradición antigua que ve el trabajo
del historiador homólogo al del juez, Ginzburg pone su
experiencia en el análisis de los procesos inquisitoriales al
servicio de un examen de las actas de un procedimiento
contemporáneo a su misma vivencia. Sin embargo, no en el
sentido estricto de la homología citada: “El modelo judicial
tuvo dos efectos interdependientes sobre los historiadores.
Por una parte les indujo a centrarse en los acontecimientos
(políticos, militares, diplomáticos) que en cuanto tales podían ser atribuidos sin demasiadas dificultades a la actuación de uno o más individuos; por otra, a descuidar todos
los fenómenos (historia de los grupos sociales, historia de
las mentalidades y así sucesivamente) que no encajaban
en esta pauta explicativa” (Ginzburg, 1993, 20). Aunque
puede parecer reductivo, nos parece que lo que esa historiografía se olvidaba es precisamente del objeto de estudio
de la antropología, es decir, la cultura. De hecho, el mismo
Ginzburg, paseándose por los ejemplos de la historiografía
de los Anales, hace referencia a los “acontecimientos fantasmales”, “la imagen que de ellos se hacía una miríada
de individuos anónimos” (Ginzburg, 1993, 21), haciendo
hincapié en su “eficacia simbólica”, término precisamente
empleado por Lévi-Strauss en un texto con este mismo
título contenido en su Antropología estructural. En verdad, Ginzburg se está refiriendo a las “representaciones”,
concepto muy utilizado por los antropólogos desde por lo
menos el mismo Durkheim, y que los historiadores franceses y norteamericanos han puesto en auge, aunque a menudo olvidando la necesidad de anclarlas en una realidad
etnográfica concreta. Como escribe Ginzburg, y esto vale
también para los antropólogos interpretativos:
“La fuente histórica tiende a ser examinada exclusivamente
en tanto que fuente de sí misma (según el modo en qué
ha sido construida), y no de aquello de lo que se habla. Por
decirlo con otras palabras, se analizan las fuentes (escritas,
en imágenes, etcétera) en tanto que testimonios de ‘representaciones’ sociales; pero al mismo tiempo se rechaza, como
una imperdonable ingenuidad positivista, la posibilidad de
analizar las relaciones existentes entre estos testimonios y
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la realidad por ellos designada o representada. Pues bien,
estas relaciones nunca son obvias: definirlas en términos
de representación sí que sería ingenuo. Sabemos perfectamente que todo testimonio está construido según un código
determinado: (alcanzar la realidad histórica o la realidad)
directamente es por definición imposible. Pero inferir de ello
la incognoscibilidad de la realidad significa caer en una forma de escepticismo perezosamente radical que es al mismo
tiempo insostenible desde el punto de vista existencial y contradictoria desde el punto de vista lógico: como es sabido, la
elección fundamental del escéptico no es sometida a la duda
metódica que declara profesar” (Ginzburg, 1993, 22-23).
Resulta interesante constatar que a las mismas conclusiones había llegado un antropólogo que se ha interesado del
pasado, como es el caso de Marshall Sahlins y su reconstrucción de la muerte del capitán Cook en Tahití en 1778
(Sahlins, 1988). Retomando la discusión sobre acontecimiento y estructura, Sahlins se pregunta en qué relación
se encuentran los dos términos, llegando a la conclusión
de que “el acontecimiento es una relación entre un suceso
y una estructura (o varias estructuras): un englobamiento
del fenómeno en sí mismo como valor significativo, del que
se deduce su eficacia histórica específica”, proponiendo interponer “un tercer término entre estructura y el acontecimiento: la síntesis situacional de los dos en una ‘estructura
de la coyuntura’” (Sahlins, 1988, 14). De manera explícita el
concepto de coyuntura difiere un poco del de Braudel, ya
que se trataría de “la realización práctica de las categorías
culturales en un contexto histórico específico, como se
expresa en la acción interesada de los agentes históricos,
incluida la microsociología de su interacción” (ídem). La
cercanía con la postura de Ginzburg es evidente, lo que
hace posible delimitar un campo interesante de interacción
entre las dos miradas disciplinares a partir, esta vez, de dos
epistemologías conmensurables, donde la atención a la realidad de los procesos tiene en cuenta tanto la materialidad
de las interacciones como las representaciones que de ellos
se hacen culturalmente individuos o grupos, dando por
adquirida y necesaria la noción de inconsciente12.
Ésta nos parece la misma dirección indicada por Burke en
varias de sus obras, sobre todo cuando, identificando las
deficiencias del funcionalismo, advierte del “peligro de
estudiar la vida social desde fuera sin tener en cuenta las
intenciones de los ‘actores’ o sus definiciones de la situación” (Burke, 1987, 31), además de estar convencido que
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“el cambio está estructurado, y las estructuras cambian”
(Burke, 1987, 11). Y, finalmente, describe de la siguiente
manera, a comienzo de los noventa, la perspectiva de los
historiadores sociales, entre los cuales se adscribe:
Evidentemente, nos encontramos en un ambiente que podemos bien definir como antropológico, entendiendo con esta
caracterización: (a) la vida social y cultural como objeto
de estudio, con atención a las prácticas sociales y a las
representaciones culturales; (b) una atención metodológica
particular a las “voces” de los actores sociales, es decir,
atención a la vivencia y a las ideas que alrededor de ella
circulan en la sociedad local; (c) un interés tanto por las
ideas conscientes como por los niveles inconscientes que las
definen; y (c) la necesidad de una teoría previa, aunque no
constrictiva, del objeto elegido. Burke, en su análisis de la
“historia de las mentalidades”, corrobora de alguna manera
nuestras conclusiones cuando identifica características similares en esta corriente que también propone definir como
“antropología histórica de las ideas” (Burke, 2006, 208). Sin
embargo, precisamente esta referencia a las “ideas” lo hace
afirmar críticamente que “la primera observación que cabe
hacer sobre la historia de las mentalidades es que algo debe
ocupar el espacio conceptual entre historia de las ideas e
historia social a fin de no tener que elegir entre una historia
intelectual que excluye a la sociedad y una historia social
que excluya el pensamiento” (Burke, 2006, 210). A estas
críticas añade otras –la sobrevalorización de la homogeneidad social, la poca atención al cambio social, la implícita
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EMANUELE AMODIO
“Lo común a estas formas de abordar la cuestión es su interés por el mundo de la experiencia ordinaria (más que por
la sociedad en abstracto) en cuanto punto de partida, junto
con un empeño por considerar problemática la vida diaria,
en el sentido de mostrar que el comportamiento o valores
dados por supuestos en una sociedad se descartan como en
otra como evidentemente absurdos. Ciertos historiadores, al
igual que los antropólogos sociales, intentan en la actualidad
desvelar las reglas latentes de la vida cotidiana (la ‘poética’
de cada día, en expresión del semiólogo ruso Juri Lotman) y
mostrar a sus lectores cómo se es padre o hija, legislador o
santo en una determinada cultura. En este punto, la historia
social y cultural parecen disolverse la una en la otra. Algunos
de quienes las practican se describen como ‘nuevos’ historiadores de la cultura; otros como historiadores ‘socioculturales’.
En cualquier caso, el impacto del relativismo cultural en la
historiografía parece ineludible” (Burke, 1993b, 25).
creencia en la autonomía de las representaciones, su evolucionismo y etnocentrismo (Burke, 2006, 217-222)– que, en
positivo, diseñan una disciplina que podríamos bien llamar
“antropología histórica”, a secas. De hecho, el mismo Burke,
recorriendo los problemas y alcances de la “Historia cultural”, sugiere implícitamente su necesaria transformación en
“historia antropológica” (Burke, 2006, 241). Asumiendo esta
sugerencia y ampliándola, podríamos llegar a la conclusión
de que todos estos enfoques pueden desembocar en una
disciplina unitaria con dos vertientes: una antropología histórica que se interese de estudiar la sociedad en su “sincronía”, cruzando los niveles estructurales con los conformados
por los acontecimientos; y una historia antropológica que
apunte su mirada hacia los cambios sociales y culturales,
intentando una explicación antropológica de los mismos,
sin desvalorizar el impacto de los cambios económicos y
políticos y, naturalmente, las experticias historiográficas que
sobre estos se han producido.
Esta confluencia disciplinar no puede pasar por alto el problema de la diferencia de método, sobre todo en cuanto se
refiere al llamado “trabajo de campo” de los antropólogos,
es decir, la convivencia con la gente investigada (o “en
que se estudia”, para recordar la proposición de Clifford
Geertz) que definiría la diferencia metodológica entre la
disciplina historiográfica y la antropológica. Volvemos así
al comienzo de nuestro recorrido, al Malinowski que teorizaba el método antropológico descalificando los métodos
historiográficos de conocimiento de la realidad social y
cultural. No cabe duda de que el impacto emocional de
la convivencia favorece la producción de una sensibilidad especial hacia la diferencia, que es base de cualquier
mirada relativista, permitiendo no sólo ver a los otros en
acción, sino también percibir con mayor facilidad la manera en que los actores miran su mundo y el mundo de
los demás. En este sentido, y a fines sobre todo didácticos,
una previa experiencia antropológica de campo para cualquier historiador podría redundar en una mayor capacidad
de comprensión de la diversidad temporal ya que, como
escribe Burke, “la cuestión es que para comprender el
comportamiento de la gente de otras culturas no basta con
ponerse en su situación; también es necesario imaginar
su definición de la situación, verla a través de sus ojos”
(Burke, 2006, 216)13.
Sin embargo, ante la importancia de lo anterior, cabe también observar que, a fin de cuentas, lo que el antropólogo
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EL SILENCIO DE LOS ANTROPÓLOGOS. HISTORIA Y ANTROPOLOGÍA: UNA AMBIGUA RELACIÓN
analiza, cuando finalmente redacta su “informe” en su despacho son “textos”: de sus informantes, de la gente común y,
es útil recalcarlo, de él mismo cuando tomaba notas durante
su investigación participante. Claro que hay que distinguir,
de alguna manera, el estatuto semiótico de un texto emitido oralmente de uno elaborado a través de la escritura,
como es el caso de los documentos de archivos utilizados
por los historiadores. Pero, precisamente la conciencia de
la diferencia, dentro de una homologación posible, permite
estructurar una metodología de análisis común, por ejemplo
recurriendo a la semiótica, sobre todo teniendo en cuenta
los niveles diferentes de mediación que pueden producirse,
en un caso o en el otro, entre hablantes y redactores de textos más o menos profesionales. Esto implica tener siempre
en cuenta que las miradas de los actores, desde adentro, son
igual de importantes que las miradas desde afuera, sean estas
de ac­tores de otras culturas o, de manera antropológica, de
otros que delimitan espacios de observación tendencialmente emancipados del “sentido común” de su sociedad, el
“lugar del afuera”, como diría Foucault (Amodio, 2005).
“Hasta el presente, una distribución de tareas justificada por
antiguas tradiciones y por las necesidades del momento ha
contribuido a confundir los aspectos teóricos y prácticos de la distinción, y de esa manera a separar más de lo conveniente la
etnología de la historia. Sólo cuando ambas aborden conjuntamente el estudio de las sociedades contemporáneas, se podrán
apreciar plenamente los resultados de su colaboración y se
llegará a la convicción de que, en ese caso como en los demás,
nada puede la una sin la otra” (Lévi-Strauss, 1995, 72).
NOTAS
Recibido: 1 de diciembre de 2008
Aceptado: 1 de mayo de 2009
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Así, en esta época que reclama, cada vez más, una multiplicidad de miradas o, como escribía Burke, citando a Mijail
Bajtin, al final de su Formas de historia cultural (Burke,
2006, 264), una “visión polifónica”, frente al multiplicarse
de las realidades culturales que aparecen con fuerza en el
horizonte historiográfico del Occidente, espero llegado
el momento de cerrar el círculo que nunca tendría que haberse abierto entre historia y antropología, recuperando la
posibilidad de cruzar métodos e intenciones. Fue así como,
en el lejano 1949, lo auspiciaba Lévi-Strauss:
1 Sobre los hechos citados, véase la
entrevista que Peter Burke concedió
a Claudia Möller en 1996 durante
su visita a Argentina, invitado por
el Programa de Maestría en Historia
de la Facultad de Humanidades, de
la Universidad Nacional de Mar del
Plata (http://clio.rediris.es/entrevistas/peter_burke.htm).
2 Hay que recordar que, en la misma
época que Malinowski teorizaba sobre
el trabajo de campo en las primeras
páginas de Argonautas (Malinowski,
2001), en Francia Marcel Mauss elaboraba cuestionarios etnográficos para la
recolección de datos de campo, los que
confluirán en su Manual de Etnografía,
publicado en 1926, y cuyo primer capítulo se titulaba precisamente “Méthodes d’observation” (Mauss, 1967).
3 La cita de Malinowski pertenece al capítulo tercero de su obra de Dynamics
of Culture Change (New York, 1946).
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4 Sobre el tema de la función desempeñada por las “imágenes” del pasado, los antropólogos funcionalistas
ingleses no ahondaron mucho, hasta
por lo menos el seminario organizado
por Eric Hobsbawm y Terence Ranger
sobre este tema (Hobsbawm y Ranger, 1983).
5 Resulta interesante acotar que, en esa
misma década, Julio Caro Baroja recorría en España los mismos senderos
entre antropología e historia, sugiriendo precisamente una postura antropológica funcionalista en el estudio del
pasado, a fin de superar el morfologismo de la descripción historiográfica,
como bien expresa en su artículo “La
investigación histórica y los métodos
de la etnología (morfología y funcionalismo)”, publicado en la Revista de
Estudios políticos, en el N. 80 del año
1955 (Castilla Urbano, 1993 y 1994).
6 Ya que los dos autores no se citan en
sus respectivos textos sobre la relación
entre historia y antropología, aunque
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ción de estructura en etnología, texto
contenido en la misma Antropología
estructural, Lévi-Strauss escribe: “El
principio fundamental afirma que la
noción de estructura social no se refiere a la realidad empírica, sino a
los modelos construidos de acuerdo
a ésta” (Lévi-Strauss, 1995, 301), distinguiendo tajantemente la noción de
estructura de la relaciones sociales.
9 A propósito de la polémica sobre sociedades frías y sociedades calientes,
en la entrevista que Viveiros de Castro
le hizo a Lévi-Strauss a final de los
años noventa, éste declaraba sobre la
confusión entre su categorización y
la de sociedades con o sin historia:
“Porque nadie se dio al trabajo de reflexionar. Existía una vieja distinción,
pueblos con historia y pueblos sin
historia, entonces ellos dicen que mi
distinción es idéntica a ésa... ¡Fueron
ellos que congelaron esas sociedades
no yo!”. Y añade: “Nos dicen que esas
sociedades [indígenas americanas] no
son diferentes de la nuestra, que ellas
tienen la misma historia que la nuestra, etc., ésta no es absolutamente
la cuestión. Lo que pedíamos a esas
sociedades que estudiábamos es que
ellas no nos debiesen nada: que ellas
representasen experiencias humanas
completamente independientes de la
nuestra. A parte de esto, ellas pueden
tener todas las historias que se quiere,
pero ésta no es la cuestión. ¿Nos deben ellas lo que son, o no? Si ellas nos
deben, ellas nos interesan moderadamente: si ellas no nos deben, ellas nos
interesan apasionadamente” (Viveiros
de Castro, 1998, 119 y 121).
10 Sobre este tema, asumiendo explícitamente la postura de Foucault, escribe Burke en 1997: “Si queremos evitar
la atribución anacrónica de nuestras
intenciones, intereses y valores a los
muertos, no podemos escribir la histo-
ria continuada de nada. De una parte,
nos arriesgamos a imponer a nuestro
objeto los esquemas del presente; de
la otra, a no poder escribir nada en
absoluto. Quizá hay un camino intermedio, un enfoque del pasado que
plantee cuestiones derivadas de nuestros esquemas actuales, pero no dé
respuestas inducidas por los mismos;
que se ocupe de las tradiciones, pero
deje margen para su continua reinterpretación, y que tenga en cuenta
la importancia de las consecuencias no
intencionales en la historia de la escritura histórica además de en la historia política” (Burke, 2006, 16).
11 Sobre el trabajo etnográfico, afirma
Clifford Geertz: “Lo que en realidad
encara el etnógrafo (salvo cuando está
entregado a la más automática de las
rutinas que es la recolección de datos)
es una multiplicidad de estructuras
conceptuales complejas, muchas de
las cuales están superpuestas o enlazadas entre sí, estructuras que son
al mismo tiempo extrañas, irregulares,
no explícitas, y a las cuales el etnógrafo debe ingeniarse de alguna manera,
para captarlas primero y para explicarlas después. Y esto ocurre hasta en
los niveles de trabajo más vulgares y
rutinarios de su actividad: entrevistar
a informantes, observar ritos, elicitar
términos de parentesco, establecer
límites de propiedad, hacer censo de
casas... escribir su diario. Hacer etnografía es como tratar de leer (en el
sentido de ‘interpretar un texto’) un
manuscrito extranjero, borroso, plagado de elipsis, de incoherencias, de
sospechosas enmiendas y de comentarios tendenciosos y además escrito,
no en las grafías convencionales de
representación sonora, sino en ejemplos volátiles de conducta modelada”
(Geertz, 1987, 24). La referencia al
“manuscrito extranjero, borroso” pa-
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EMANUELE AMODIO
el parentesco de sus posiciones es
evidente, cabe la duda si hubo o no
conocimiento de las posturas teóricas
del otro. A falta de datos, vale la pena
indicar las fechas de publicación de
los diferentes textos que utilizamos
como referencia: de Evans-Pritchard,
Pasado y presente es una conferencia
de 1950, mientras Antropología e historia lo es de 1961; de Lévi-Strauss, el
texto Etnología e historia es de 1949,
publicado en la Revue de Métaphysique et de Morale. Pareciera así que el
antropólogo inglés tuvo posibilidad de
leer el texto del francés. Sin embargo,
hay que tener en cuenta que el texto
de Lévi-Strauss tendrá su verdadera
resonancia solamente después de que
fuera reeditado en 1958 como primer
capítulo del libro Antropología estructural (Lévi-Strauss, 1995). De alguna
manera, también en el caso de EvansPritchard, pasó lo mismo, aunque con
menor peso, ya que los dos textos citados fueron publicados en 1962 en
la antología Ensayos de Antropología
Social (Evans-Pritchard, 1990).
7 Resulta útil acotar que Lévi-Strauss
ha sido un constante lector de la obra
de los historiadores de los Anales, sobre todo en los años inmediatamente
posteriores a la segunda guerra mundial. Véase, por ejemplo, la referencia
al libro de Lucien Febvre, Probléme
de l’incroyance au XVI siécle, citado
como ejemplo de historia cercana a
la antropología (Lévi-Strauss, 1995,
71) y la misma invitación a participar en 1983 en las Conférences-Marc
Bloch, de la École des hautes études
en sciences sociales.
8 Es importante resaltar que las equivocaciones, producidas también por el
uso ambiguo de ciertas definiciones
del mismo Lévi-Strauss, se refieren
también a la existencia empírica o
virtual de la estructura. Así, en La no-
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EL SILENCIO DE LOS ANTROPÓLOGOS. HISTORIA Y ANTROPOLOGÍA: UNA AMBIGUA RELACIÓN
rece acercar, más allá de las intenciones del antropólogo norteamericano, el trabajo del antropólogo con el
del historiador. Sin embargo, aunque
Geertz no se haya interesado directamente de sociedades pretéritas, parece
tener una resistencia a aceptar esta
homología, sobre todo considerando el
hecho que la “distancia”, temporal en
un caso, espacial en el otro, no unifica
las dos “otredades”, ya que en el caso
del pasado, “el Otro se nos aparece
como ancestral” (Geertz, 1992, 58).
12 A propósito de Sahlins y del capitán
Cook, escribe Burke: “Sahlins nos ha
contado una historia con moraleja o,
quizá, con dos moralejas. La destinada
a los ‘estructuralistas’ es que deberían
reconocer el poder de los acontecimientos, su lugar en el proceso de
‘estructuración’. Por otra parte, los defensores de la narración son estimulados a examinar la relación entre los
acontecimientos y la cultura en que
suceden. Sahlins ha ido más allá de
la famosa yuxtaposición de Braudel
entre acontecimientos y estructuras.
De hecho ha resuelto, o disuelto, la
oposición binaria entre estas dos categorías” (Burke, 2006, 304).
13 Escribe Marc Augé: “Todo lo que aleja de la observación directa del campo, aleja también de la antropología,
y los historiadores que tienen intereses antropológicos no por eso hacen
antropología” (Augé, 1993, 16). Precisamente nuestra sugerencia pretende superar esta apreciación.
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