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[Comparative Studies in Society and History 26: 126-166. Londres, 1984.]*
La teoría en antropología
desde los años sesenta
SHERRY B. ORTNER
Universidad de Michigan
Todos los años, con ocasión de las reuniones de la American
Anthropological Association, el New York Times pide a un antropólogo de
renombre que escriba un artículo de opinión sobre el estado de la disciplina.
Esos artículos tienden a adoptar una perspectiva un tanto sombría. Hace
unos años, por ejemplo, Marvin Harris sugirió que la antropología estaba
siendo ocupada por místicos, fanáticos religiosos y cultistas de California;
que las reuniones estaban dominadas por convocatorias sobre chamanismo,
brujería y “fenómenos anormales”; y que “las ponencias científicas basadas
en estudios empíricos” habían sido excluidas deliberadamente del programa
Este ensayo encierra buena parte de mi propia historia intelectual. No hay lugar más
apropiado para agradecer a mis profesores, Frederica de Laguna, Clifford Geertz y
David Schneider, el que me hayan convertido, para bien o para mal, en una
antropóloga. Así mismo, quiero agradecer a los siguientes amigos y colegas sus
útiles aportaciones al desarrollo de este ensayo: Nancy Chodorow, Salvatore
Cucchiari, James Fernandez, Raymond Grew, Keith Hart, Raymond Kelly, David
Kenzer, Robert Paul, Paul Rabinow, Joyce Kiegelhaupt, Anton Weiler y Harriet
Whitehead. Partes de este trabajo fueron presentadas en el Departamento de
Antropología de la Universidad de Princeton; el Departamento de Antropología
Social de la Universidad de Estocolmo; el Seminario de Historia de las Ciencias
Sociales (fundado y coordinado por Charles y Louise Tilly) de la Universidad de
Michigan; el Seminario de Humanidades de la Universidad de Stanford; y el
Seminario sobre Teoría y Métodos en los Estudios Comparativos (coordinado por
Neil Smelser) de la Universidad de California en Berkeley. En todos esos ámbitos
he recibido valiosos comentarios y respuestas.
*
Traducción: JAP
SHERRY B. ORTNER
/
1
(Harris 1978). Más recientemente, en un tono más sobrio, Eric Wolf sugirió
que el campo de la antropología se está disgregando. Los subcampos (y
sub-subcampos) se centran cada vez más en sus intereses especializados,
perdiendo el contacto entre sí y con el conjunto. Ya no hay un discurso
compartido, un único juego de términos con el cual dirigirse unos
practicantes a otros, un idioma común que todos nosotros, aunque
idiosincrásicamente, hablemos (Wolf 1980).
El estado de la disciplina se parece mucho al que describe Wolf. El campo
tiene la apariencia de una tela hecha de remiendos, de individuos y pequeños
corrillos centrados en investigaciones disyuntivas y hablándose principalmente a sí mismos. Ya no oímos siquiera argumentos provocadores.
Aunque la antropología nunca ha estado realmente unificada en el sentido de
adoptar un solo paradigma compartido, hubo un periodo en el que había al
menos unas pocas categorías amplias de afiliación teórica, un conjunto de
campos o escuelas identificables y unos epítetos simples que cada cual podía
espetar a sus antagonistas. Incluso a este nivel, ahora parece dominar una
apatía de espíritu. Ya no ponemos nombres a los demás. Ya no estamos
seguros de cómo están compuestas las facciones y de dónde nos situaríamos
si pudiéramos identificarlas.
A pesar de todo, como antropólogos podemos reconocer en todo esto los
síntomas clásicos de liminalidad —confusión de categorías, expresiones de
caos y antiestructura—. Y sabemos que dicho desorden puede ser el caldo de
cultivo de un orden nuevo y quizá mejor. De hecho, si se escruta el presente
más detenidamente, cabe incluso discernir en él la forma del nuevo orden
por venir. Eso es lo que me propongo hacer en este artículo. Defenderé que
está surgiendo un nuevo símbolo-clave de orientación teórica, el cual puede
etiquetarse como “práctica” (o “acción” o “praxis”). En sí mismo no es ni
una teoría ni un método, sino, como he dicho, un símbolo, en cuyo nombre
se está desarrollando una variedad de teorías y métodos. No obstante, para
entender la importancia de esta tendencia hemos de remontarnos al menos
veinte años atrás y ver en dónde empezamos y cómo llegamos a donde ahora
estamos.
Antes de iniciar la empresa, sin embargo, es importante especificar su
SHERRY B. ORTNER
LA TEORÍA EN ANTROPOLOGÍA DESDE LOS AÑOS SESENTA
naturaleza. Este ensayo abordará principalmente las relaciones entre varias
escuelas o aproximaciones teóricas, en unos periodos de tiempo
determinados y también a través de ellos. Ninguna aproximación será
bosquejada exhaustivamente o tratada en sí misma; antes que eso, se
resaltarán diversos temas o dimensiones de cada una en la medida que se
relacionen con las más amplias tendencias del pensamiento, de las cuales me
ocupo. Cada antropólogo o antropóloga probablemente encontrará
sobresimplificado, cuando no completamente distorsionado, el tratamiento
de su escuela favorita, dado que he optado por subrayar rasgos que no se
corresponden con los que normalmente escogen los practicantes para formar
la lista de sus rasgos teóricos más importantes. Por ello, los lectores que
quieran encontrar discusiones más exhaustivas de aproximaciones
particulares y/o discusiones que partan de un punto de vista más interno de
esas aproximaciones, tendrán que buscar en otra parte. El interés aquí, lo
repito, es elucidar relaciones.
LOS AÑOS SESENTA: SÍMBOLO, NATURALEZA, ESTRUCTURA
Aunque en toda discusión histórica hay siempre alguna arbitrariedad al
escoger un punto de partida, he decidido empezar en los inicios de los años
sesenta. En primer lugar, es cuando yo misma entré en la disciplina y, puesto
que generalmente asumo la importancia de observar todo sistema, al menos
en parte, desde el punto de vista del actor, ello me permitirá también unir
teoría y práctica desde el principio. Reconozco totalmente, pues, que estas
páginas no parten de algún hipotético punto de observación externo, sino de
la perspectiva de este particular actor* que se ha movido en la antropología
entre el año 1960 y el presente.
Pero los actores siempre reclaman universalidad para sus experiencias e
interpretaciones particulares. Yo sugeriría, entonces, que a comienzos de los
años sesenta realmente hubo, en un sentido relativamente objetivo, un
conjunto importante de revoluciones en la teoría antropológica. De hecho,
parece que esa agitación revisionista fue característica de muchos otros
*
La autora también usa actor, en masculino, en lugar de actress (el término
“actriz”, referido a actores sociales y no a profesionales del escenario, parece
forzado). [N. del T.]
/
2
campos en ese momento. En la crítica literaria, por ejemplo,
hacia los años sesenta una mezcla volátil de lingüística, psicoanálisis y semiótica,
estructuralismo, teoría marxista y estética de recepción había empezado a
reemplazar al viejo humanismo moral. El texto literario tendió a desplazarse hacia el
estatus de fenómeno: un evento socio-psico-culturo-lingüístico e ideológico,
surgiendo de las competencias del lenguaje, las taxonomías disponibles de orden
narrativo, las permutaciones de género, las opciones sociológicas de formación
estructural, las constricciones ideológicas de la infraestructura. ... [Había una]
percepción revisionista amplia y combativa. (Bradbury 1981: 137)
En antropología, al final de los años 50, el equipo del bricoleur teórico
estaba compuesto por tres paradigmas principales y algo exhaustos —el
estructural-funcionalismo británico (descendiente de A. R. Radcliffe-Brown
y Bronislaw Malinowski), la antropología cultural y psicocultural
norteamericana (descendiente de Margaret Mead, Ruth Benedict y otros) y la
antropología evolucionista norteamericana (centrada en torno a Leslie White
y Julian Steward y con fuertes afiliaciones en arqueología)—. Con todo, fue
también durante los años 50 cuando ciertos actores y cohortes centrales en
nuestra historia se estaban especializando en cada una de dichas áreas. Esos
actores emergieron al comienzo de los años sesenta con activas ideas sobre
cómo fortalecer los paradigmas de sus mentores y antepasados, así como con
posiciones mucho más combativas, al parecer, frente a las otras escuelas.
Fue esta combinación de nuevas ideas y agresividad intelectual la que
impulsó los tres movimientos con los que esta historia comienza: la
antropología simbólica, la ecología cultural y el estructuralismo.
La antropología simbólica
La expresión “antropología simbólica”, en tanto que etiqueta, nunca fue
usada por ninguno de sus proponentes principales durante el periodo
formativo —digamos, 1963-66—. Era más bien un signo taquigráfico
(probablemente inventado por la oposición), un paraguas para un número de
tendencias un tanto diversas. Dos de sus variantes principales parecen haber
sido inventadas independientemente, una por Clifford Geertz y sus colegas
en la Universidad de Chicago y la otra por Victor Turner en Cornell.1 Las
1
En la discusión sobre los años sesenta y setenta, en general sólo invocaré a las
SHERRY B. ORTNER
LA TEORÍA EN ANTROPOLOGÍA DESDE LOS AÑOS SESENTA
importantes diferencias entre los geertzianos y los turnerianos probablemente no sean del todo apreciadas por quienes se sitúan fuera del escenario
de la antropología simbólica. Mientras que Geertz estaba influido
principalmente por Max Weber (a través de Talcott Parsons), Turner estuvo
influido principalmente por Emile Durkheim. Además, Geertz representa
claramente una transformación de la antropología norteamericana anterior,
fundamentalmente interesada por las operaciones de la “cultura”, mientras
que Turner representa una transformación de la antropología británica
anterior, fundamentalmente interesada por las operaciones de la “sociedad”.
El movimiento teórico más radical de Geertz (1973b) fue sostener que la
cultura no es algo encerrado bajo llave en las cabezas de las personas, sino
algo encarnado en símbolos públicos, símbolos a través de los cuales los
miembros de una sociedad comunican su cosmovisión, valores, ethos y todo
lo demás, entre sí y a las generaciones futuras —y a los antropólogos—. Con
esta formulación, Geertz le dio, al hasta entonces huidizo concepto de
cultura, un locus relativamente fijo y un grado de objetividad del que no
disfrutaba antes. Para Geertz y otros, centrar su atención en los símbolos fue
heurísticamente liberador: les indicó dónde encontrar lo que querían
estudiar. Con todo, lo importante de los símbolos era que constituían en
última instancia vehículos de significados; el estudio de los símbolos como
tal nunca fue un fin en sí mismo. Así, por una parte, los geertzianos2 no han
estado nunca particularmente interesados en distinguir y catalogar las
variedades de tipos simbólicos (signos, señales, iconos, índices, etc. —véase,
en contraste, Singer 1990—); ni, por otro lado (y en contraste con Turner, al
que volveremos enseguida), han estado particularmente interesados en las
formas con que los símbolos realizan ciertas operaciones prácticas en el
proceso social —sanar a la gente mediante ritos de curación, convertir a
muchachos y muchachas en hombres y mujeres a través de la iniciación,
matar mediante brujería, etc.—. Los geertzianos no ignoran esos efectos
figuras y las obras más representativas. En un artículo de esta longitud han de
soslayarse muchos desarrollos interesantes. Una figura importante de este periodo
que ha sido dejada de lado es Gregory Bateson (p.ej., 1972), el cual, aunque fue un
pensador profundo y original, nunca fundó en verdad una escuela importante en
antropología.
2
P.ej., Ortner 1975; M. Rosaldo 1980; Blu 1980; Meeker 1979; Rosen 1971.
/
3
sociales prácticos, pero tales símbolos no han constituido su área de interés
primaria. El interés de la antropología geertziana ha estado centrado de
forma consistente en la pregunta relativa al modo en que los símbolos
conforman lo que los actores sociales ven, sienten y piensan sobre el mundo,
o, en otras palabras, el modo en que operan los símbolos en tanto que
vehículos de “cultura”.
Merece la pena señalar, en anticipación de la discusión sobre el
estructuralismo, que el corazón de Geertz siempre ha estado más del lado del
“ethos” en la cultura que del de la “cosmovisión”, más con las dimensiones
afectivas y estilísticas que con las cognoscitivas. Aunque, por supuesto, es
muy difícil (por no decir improductivo y, en última instancia, erróneo)
separar nítidamente los dos, no obstante es posible distinguir un énfasis en
uno u otro lado. Para Geertz, pues (como para Benedict, sobre todo, antes
que él), incluso el más cognoscitivo o intelectual de los sistemas culturales
—digamos, los calendarios balineses— no se analiza (sólo) para revelar un
juego de principios cognitivos ordenadores, sino (sobre todo) para entender
cómo el modo balinés de parcelar el tiempo imprime su sentido del ego, de
las relaciones sociales y de la conducta con un sabor particular culturalmente
distintivo, un ethos (1973c).3
La otra contribución principal del armazón geertziano fue la insistencia en
estudiar la cultura “desde el punto de vista del actor” (p.ej., 1975). De
nuevo, esto no implica que debamos entrar “en la cabeza de las personas”.
Lo que significa, muy simplemente, es que la cultura es un producto de seres
sociales que intentan dar un sentido al mundo en el que se encuentran y que,
si hemos de dar sentido a una cultura, tenemos que situarnos en la posición
desde la que fue construida. La cultura no es un sistema ordenado de manera
abstracta que derive su lógica de principios estructurales ocultos o de
3
Si la cultura ha constituido un fenómeno esquivo, puede decirse que Geertz ha
perseguido la parte más esquiva de ella, el ethos. Cabe también sugerir que ello,
entre otras cosas, explica su continuo y amplio atractivo. Quizá la mayoría de los
estudiantes que entran en la antropología, y con seguridad la mayoría de los
no-antropólogos que quedan fascinados con la disciplina, lo hagan porque en algún
punto de sus experiencias se han topado con la “otredad” de otra cultura, lo que
denominaríamos su ethos. La obra de Geertz proporciona uno de los pocos asideros
para captar esa otredad.
SHERRY B. ORTNER
LA TEORÍA EN ANTROPOLOGÍA DESDE LOS AÑOS SESENTA
símbolos especiales que proporcionen las “claves” de su coherencia. Su
lógica —los principios de las relaciones que se obtienen entre sus
elementos— se deriva más bien de la lógica u organización de la acción, de
las personas que operan dentro de ciertos órdenes institucionales
interpretando sus situaciones para actuar coherentemente en ellos (1973d).
Cabe señalar aquí, no obstante, que la perspectiva centrada en actores,
aunque fundamental en el edificio teórico de Geertz, no fue elaborada
sistemáticamente: Geertz no desarrolló una teoría de la acción o la práctica
como tal. Sí situó firmemente, sin embargo, al actor en el centro de su
modelo y, como veremos, gran parte del trabajo posterior centrado en la
práctica se construye sobre una base geertziana (o geertzo-weberiana).
La otra figura importante en la escuela de antropología simbólica de
Chicago ha sido David Schneider. Schneider, al igual que Geertz, era un
producto de Parsons y también él se dedicó principalmente a refinar el
concepto de cultura. Pero sus esfuerzos se encaminaron a entender la lógica
interna de los sistemas de símbolos y significados, mediante una noción de
“símbolos nucleares” y así mismo mediante ideas afines al concepto de
estructura de Claude Lévi-Strauss (p.ej., 1968, 1977). De hecho, aunque
Geertz utilizó la expresión “sistema cultural” (cursivas añadidas) de forma
prominente, nunca prestó mucha atención a los aspectos sistémicos de la
cultura y fue Schneider quien desarrolló de manera mucho más completa
esta vertiente del problema. En su propia obra, Schneider separó la cultura
de la acción social mucho más radicalmente que Geertz. Con todo, quizá
precisamente porque la acción social (“práctica”, “praxis”) fue separada tan
radicalmente de la “cultura” en el trabajo de Schneider, él y algunos de sus
estudiantes se contaron entre los primeros antropólogos simbólicos que
consideraron la práctica como un problema (Barnett 1977; Dolgin,
Kemnitzer y Schneider 1977).
Victor Turner, finalmente, proviene de un trasfondo intelectual muy
diferente. Su formación se inscribió en la variante del
estructural-funcionalismo británico que desarrollara Max Gluckman, la cual
había recibido la influencia del marxismo y subrayaba que el estado normal
de la sociedad no es uno de solidaridad e integración armoniosa de partes,
sino un estado de conflicto y contradicción. Así, la cuestión analítica no era,
como sí lo era para los herederos de Durkheim en línea recta, el modo en
/
4
que la solidaridad se modula, refuerza e intensifica, sino el modo en que es
construida y mantenida en primera instancia por encima de los conflictos y
contradicciones que constituyen el estado normal de los asuntos sociales. Al
lector norteamericano esto puede parecerle sólo una variante menor del
proyecto funcionalista básico, puesto que para ambas escuelas el énfasis está
en el mantenimiento de la integración y específicamente en el mantenimiento de la integración de la “sociedad” —actores, grupos, el todo
social— en tanto que opuesta a la “cultura”. Pero Gluckman y sus
estudiantes (incluido Turner) creían que sus diferencias con respecto a la
corriente principal eran muy profundas. Es más, siempre constituyeron una
minoría dentro del establishment británico. Este trasfondo puede explicar en
parte la originalidad de Turner frente a sus compatriotas, que finalmente le
llevó a la invención independiente de su propia versión de una antropología
explícitamente simbólica.
A pesar de la relativa novedad del acercamiento de Turner a los símbolos,
hay en su obra una continuidad profunda con las preocupaciones de la
antropología social británica y de ella resultan unas hondas diferencias entre
la antropología simbólica turneriana y la geertziana. Para Turner, los
símbolos no tienen interés en tanto que vehículos de, o ventanas analíticas
hacia, la “cultura” —el ethos y la cosmovisión integrados de una sociedad—
sino como lo que cabría denominar operadores en el proceso social, esto es:
cosas que, reunidas con ciertas ordenaciones en ciertos contextos (sobre todo
rituales), producen transformaciones esencialmente sociales. Así, los
símbolos en los rituales ndembu de curación o iniciación o caza se
investigan buscando las maneras en que hacen pasar a los actores de un
estatus a otro, resuelven las contradicciones sociales y vinculan a los actores
con las categorías y normas de su sociedad (1967). Sin embargo, en el
camino hacia esas metas estructural-funcionales bastante tradicionales,
Turner identificó o elaboró interpretaciones sobre ciertos mecanismos
rituales y algunos de los conceptos que desarrolló en esa tarea se han
convertido en elementos indispensables del vocabulario del análisis ritual
—liminalidad, marginalidad, antiestructura, communitas, etc. (1967,
1969)—.4
4
Otro punto de contraste entre Turner y Geertz reside en que el concepto de
SHERRY B. ORTNER
LA TEORÍA EN ANTROPOLOGÍA DESDE LOS AÑOS SESENTA
Si Turner y los antropólogos simbólicos de Chicago no entraron en
conflicto fue simplemente porque, en general, hablaban unos de otros en
pasado. No obstante, los turnerianos 5 añadieron al campo global de la
antropología simbólica una dimensión importante y característicamente
británica: un sentido de la pragmática de los símbolos. Fueron ellos quienes,
con mucho más detalle que Geertz, Schneider y otros, investigaron la
“efectividad de los símbolos”, la cuestión de cómo los símbolos hacen de
hecho lo que todos los antropólogos simbólicos afirman que hacen: operar
como fuerzas activas en el proceso social (véase también Lévi-Strauss 1963;
Tambiah 1968; Lewis 1977; Fernandez 1974).
Retrospectivamente, cabe decir que la antropología simbólica tenía varias
limitaciones significativas. No me refiero a las acusaciones de que era
acientífica, mística, literaria, blanda y cosas por el estilo, formuladas por los
practicantes de la ecología cultural (véase más abajo). Se puede señalar,
mejor, la carencia en la antropología simbólica, sobre todo en su forma
norteamericana, de una sociología sistemática; su sentido subdesarrollado de
la política de la cultura; y su falta de curiosidad sobre la producción y el
mantenimiento de los sistemas simbólicos. Estos aspectos se discutirán más
completamente en el transcurso de este artículo.
La ecología cultural6
La ecología cultural representó una nueva síntesis y un nuevo desarrollo del
significado del primero, al menos en aquellas primeras obras que impulsaron su
aproximación, es en gran medida referencial. Los significados son cosas a las que
los símbolos apuntan o se refieren, como “línea materna” o “sangre”. Geertz, por
otro lado, se ocupa primariamente de lo cabe llamar el Significado, con S mayúscula
—el propósito o tema o significación amplia de las cosas—. En esta línea, el autor
cita una frase de Northrop Frye: “No acudes a Macbeth para aprender la historia de
Escocia —lo haces para aprender qué siente un hombre tras haber ganado un reino y
haber perdido su alma—” (Geertz 1973f: 450).
5
P.ej., Munn 1969; Myerhoff 1974; Moore y Myerhoff 1975; Babcock 1978.
6
Este apartado se basa parcialmente en lecturas, parcialmente en entrevistas
semiformales con Conrad P. Kottak y Roy A. Rappaport, y parcialmente en
discusiones generales con Raymond C. Kelly. Todos estos informantes quedan
absueltos de responsabilidad.
/
5
evolucionismo materialista de Leslie White (1943, 1949), Julian Steward
(1953, 1955) y V. Gordon Childe (1942). Sus raíces se remontan a Lewis
Henry Morgan y E. B. Tylor, en el siglo XIX, y en última instancia a Marx y
Engels, aunque a muchos de los evolucionistas de los años 50 no se les
alentó, por razones políticas comprensibles, a subrayar la conexión
marxista.7
White había investigado lo que vino a denominarse la “evolución
general”, o evolución de la cultura-en-general, en términos de estadios de
complejidad social y avance tecnológico. Tales estadios fueron luego
refinados por Elman Service (1958) y por Marshall Sahlins y Elman Service
(1960) en el famoso esquema de bandas-tribus-jefaturas-estados. En la
versión de White, los mecanismos evolutivos se derivaban de eventos más o
menos fortuitos: invenciones tecnológicas que permitían una mayor “captura
de energía” y un crecimiento demográfico (y quizás la guerra y la
conquista), los cuales estimularían el desarrollo de formas más complejas de
organización y coordinación socio/políticas. Steward (1953) criticó la
atención prestada a la evolución de la cultura-en-general (por oposición a las
culturas específicas) y la falta de un mecanismo evolutivo con un
funcionamiento más sistemático. Subrayó, en lugar de todo ello, que las
culturas concretas despliegan sus formas en el proceso de adaptación a
condiciones medioambientales igualmente concretas y que la aparente
uniformidad de los estadios evolutivos es en realidad una cuestión de
adaptaciones similares a condiciones naturales similares en diferentes partes
del mundo.
Si la idea de que la cultura se encarna en símbolos públicos y observables
fue la clave para la liberación de la antropología simbólica con respecto a la
primera antropología cultural norteamericana, el concepto que desempeñó
un papel similar en la ecología cultural fue el de “adaptación”. (Véase un
resumen en Alland 1975.) Así como Geertz había pregonado que el estudio
de la cultura en tanto que encarnada en símbolos eliminaba el problema de
entrar en la cabeza de la gente, Sahlins proclamó que centrarse en la
adaptación a factores medioambientales era el modo de soslayar factores
7
White y Childe sí fueron muy explícitos en cuanto a la influencia marxista en
su obra.
LA TEORÍA EN ANTROPOLOGÍA DESDE LOS AÑOS SESENTA
amorfos como la gestalten cultural y la dialéctica histórica (1964). Había un
amplio rechazo del estudio del funcionamiento interno de la cultura en el
sentido norteamericano y de la sociedad en el sentido británico. Se
consideraba que las dinámicas internas eran difíciles de medir y que era aun
más difícil escoger aquéllas a las que asignar una primacía causal, mientras
que los factores externos del medio natural y social se dejaban abordar como
“variables independientes”, fijas, mensurables:
Durante décadas, siglos ya, ha habido una batalla intelectual para dirimir qué sector
de la cultura es el decisivo para el cambio. Muchos de esos sectores han entrado en
las listas bajo estandartes diversos. Curiosamente, pocos parecen haber salido.
Leslie White abanderó el crecimiento tecnológico como el sector primariamente
responsable de la evolución cultural; Julian Huxley, con muchos otros, entiende
como fuerza decisoria “la visión de los hombres sobre el destino”; el modo de
producción y la lucha de clases aún están en la disputa. A pesar de sus diferencias,
estas posiciones convienen en un aspecto: que el impulso del desarrollo se genera
desde dentro. ... La defensa de las causas internas de desarrollo puede reforzarse
apuntando a un mecanismo, como la dialéctica hegeliana, o puede apoyarse de
manera más insegura en un argumento de la lógica. ... En todo caso, siempre está
presente una asunción irreal y vulnerable: que las culturas son sistemas cerrados. ...
Es precisamente en este punto donde la ecología cultural ofrece una nueva
perspectiva. ... [E]lla desplaza la atención hacia la relación entre lo interno y lo
externo: vislumbra como causa principal del movimiento evolutivo el intercambio
entre cultura y ambiente. Ahora bien, cuál será el punto de vista prevaleciente no es
algo que pueda decidirse en una hoja de papel. ... Pero si la adaptación vence al
dinamismo interno, será por fortalezas intrínsecas y obvias. La adaptación es real,
naturalista, está anclada en esos contextos históricos de las culturas que ignora el
dinamismo interno (Sahlins 1964:135-36).8
La versión de la ecología cultural de Sahlins y Service, a la que se adhirió
también la corriente principal del ala arqueológica de la antropología,
todavía era fundamentalmente evolucionista. El uso primario del concepto
de adaptación se orientaba a explicar el desarrollo, el mantenimiento y la
transformación de formas sociales. Pero hubo otra variante de la ecología
cultural, que se desarrolló poco después y que llegó a dominar el ala
materialista en los años sesenta. Su posición, expresada con mayor energía
8
Ésta fue la posición programática. En la práctica, Sahlins prestó mucha
atención a la dinámica social interna.
SHERRY B. ORTNER
/
6
por Marvin Harris (p.ej., 1966) y quizás más elegantemente por Roy
Rappaport (1967), recurrió abundantemente a la teoría de sistemas. El
enfoque analítico se alejó de la evolución y se orientó a explicar la presencia
de elementos particulares de culturas particulares desde el punto de vista de
sus funciones adaptativas o sostenedoras del sistema. Así, el ritual kaiko
entre los maring prevenía la degradación del medio natural (Rappaport
1967), los potlatch de los kwakiutl mantenían un equilibrio en la distribución
del alimento entre segmentos tribales (Piddocke 1969) y el carácter sagrado
de la vaca en la India protegía un eslabón vital en la cadena alimentaria
agrícola (Harris 1966). En estos estudios, el área de interés abandona la
cuestión del modo en que el medio estimula (o impide) el desarrollo de
formas sociales y culturales y se centra en la cuestión de los modos en que
operan las formas sociales y culturales para mantener las interrelaciones
existentes con el medio. Fueron estos últimos tipos de estudios los que
acabaron por representar a la ecología cultural en su conjunto durante los
años sesenta.
Habría que haber estado muy lejos de la teoría antropológica del momento
para no percibir el ácido debate entre los ecólogos culturales y los
antropólogos simbólicos. Si los ecólogos culturales consideraron a los
antropólogos simbólicos como mentalistas de cabezas confusas,
abandonados a vuelos de interpretación subjetiva acientíficos y no
contrastables, los antropólogos simbólicos consideraron que la ecología
cultural se comprometía con un cientifismo tonto y estéril, entretenido en
contar calorías y medir precipitaciones, que ignoraba deliberadamente la
única verdad que presumiblemente había establecido la antropología en ese
momento: que la cultura media toda la conducta humana. La lucha maniquea
entre “materialismo” e “idealismo”, aproximaciones “duras” y “blandas”,
“emics” interpretativos y “etics” explicativos, dominó el campo durante
buena parte de los años sesenta y, en algunos sectores, bien entrados los
setenta.
El que la mayoría de nosotros pensemos y escribamos haciendo uso de
tales oposiciones puede apoyarse en parte en esquemas más penetrantes del
pensamiento occidental: subjetivo/objetivo, naturaleza/cultura, alma/cuerpo,
etc. La propia práctica del trabajo de campo puede suponer una contribución
adicional a ese pensamiento, en la medida que se basa en el paradójico
LA TEORÍA EN ANTROPOLOGÍA DESDE LOS AÑOS SESENTA
requerimiento de participar y observar a la vez. Cabe, entonces, que esta
clase de construcción polarizada del paisaje intelectual en antropología esté
demasiado profundamente motivada, por categorías culturales y por las
formas de practicar el oficio*, como para ser completamente eliminada. Pero
las luchas entre lo emic y lo etic en los años sesenta tuvieron varios efectos
desafortunados, no siendo el menor de ellos el que impidieran una
autocrítica adecuada a ambos lados del frente. Ambas escuelas se
regodearon en las carencias del vecino y dejaron de examinar las serias
debilidades que minaban sus propias casas. De hecho, ambos lados eran
débiles no sólo por su incapacidad de manejar lo que el otro lado sí
manejaba (los antropólogos simbólicos al renunciar a toda demanda de
“explicación”, los ecólogos culturales al perder de vista los marcos de
significado en los cuales tiene lugar la acción humana); también lo eran por
aquello que ninguno de los dos elaboró: una mayor sociología sistemática.9
Desde el punto de vista de la antropología social británica, todo el debate
norteamericano carecía de sentido, ya que parecía omitir el término central
necesario en toda discusión propiamente antropológica: la sociedad. ¿Dónde
estaban los grupos sociales, las relaciones sociales, las estructuras sociales,
las instituciones sociales que median al tiempo las maneras en que piensan
las personas (la “cultura”) y las maneras en que las personas experimentan
su medio y actúan en él? Pero este conjunto de interrogantes no habría
podido resolverse desde el punto de vista de las categorías
antropológico-sociales de los británicos (si alguien se hubiera molestado en
preguntarles), porque los británicos tenían sus propias rebeliones
intelectuales, a las que volveremos en su momento.
El estructuralismo
El estructuralismo, la invención más o menos exclusiva de Claude
En el original se lee “... too deeply motivated, by both cultural categories and
the forms of practice of the trade, to be completely eliminated”. Traducir "trade" por
"oficio" me ha parecido lo más adecuado, dada la referencia a la práctica del trabajo
de campo en la frase anterior. [N. del T.]
9
El primer Turner representa una excepción parcial a esto, pero no la mayoría
de sus sucesores.
*
SHERRY B. ORTNER
/
7
Lévi-Strauss, fue el único paradigma genuinamente nuevo que se
desarrollaría en los años sesenta. Cabría decir incluso que es el único
paradigma genuinamente original de la ciencia social (y, en ese sentido,
también de las humanidades) desarrollado en el siglo XX. Utilizando la
lingüística y la teoría de la comunicación y considerándose influido por
Marx y Freud, Lévi-Strauss defendió que la variedad aparentemente
desconcertante de fenómenos sociales y culturales podía tornarse inteligible
demostrando las relaciones comunes de esos fenómenos con unos pocos y
simples principios subyacentes. Trató de establecer la gramática universal de
la cultura, las formas en que se crean las unidades del discurso cultural
(mediante el principio de oposición binaria) y las reglas según las cuales las
unidades (los pares de términos opuestos) se ordenan y combinan para
producir las elaboraciones culturales reales (mitos, reglas de matrimonio,
ordenación de clanes totémicos, etc.) que registran los antropólogos. Las
culturas son principalmente sistemas de clasificación, así como conjuntos de
producciones institucionales e intelectuales construidas sobre la base de esos
sistemas de clasificación y que, a su vez, operan sobre éstos. Una de las
operaciones secundarias más importantes de la cultura en relación con sus
propias taxonomías es precisamente mediar o reconciliar las oposiciones que
en primer término constituyen las bases de esas taxonomías.
En la práctica, el análisis estructural consiste en entresacar los conjuntos
básicos de oposiciones que subyacen en algún fenómeno cultural complejo
—un mito, un ritual, un sistema matrimonial— y en mostrar el modo en que
el fenómeno en cuestión es al tiempo una expresión de esos contrastes y una
reelaboración de ellos, produciendo así una afirmación culturalmente
significativa del orden, un reflejo de éste. No obstante, aun sin un análisis
completo de un mito o ritual, la mera enumeración de los conjuntos
importantes de oposiciones en una cultura pasa por ser una empresa útil,
porque revela los ejes del pensamiento y los límites de lo pensable en esa
cultura y otras relacionadas (p.ej., Needham 1973b). Pero la demostración
más completa de la fuerza del análisis estructural se observa en
Mythologiques, el estudio en cuatro volúmenes de Lévi-Strauss (1964-71).
En sus páginas, el método permite, al mismo tiempo, la ordenación de los
datos en una escala inmensa (incluyendo la mayor parte de la América del
Sur indígena y, así mismo, partes de la América del Norte nativa) y la
SHERRY B. ORTNER
LA TEORÍA EN ANTROPOLOGÍA DESDE LOS AÑOS SESENTA
explicación de miles de diminutos detalles —por qué el jaguar cubre su boca
al reírse o por qué las metáforas de la miel describen la huida de animales de
caza—. La combinación de amplio alcance y mínimo detalle es lo que da a
la obra su gran fuerza.
Mucho se ha escrito sobre el hecho de que, en última instancia,
Lévi-Strauss enraizara en la estructura de la mente, por debajo de la sociedad
y la cultura, las estructuras identificadas por el análisis. Tanto la noción
como su crítica quizá sean algo irrelevantes para los antropólogos. Parece
incontrovertible que todos los humanos, y todas las culturas, clasifican. Esto
hace pensar, a su vez, en una propensión mental innata de alguna clase, pero
no significa que cualquier esquema particular de clasificación sea inevitable,
no más que el hecho de que todos los humanos coman pueda motivar algún
sistema universal de categorías de comida.
La contribución más duradera del estructuralismo de Lévi-Strauss estriba
en la percepción de que la exuberante variedad, incluso la aparente
aleatoriedad, puede tener una unidad y una sistematicidad más profundas,
derivadas del funcionamiento de un pequeño número de principios
subyacentes. Es en este sentido que Lévi-Strauss pretende una afinidad con
Marx y Freud, quienes de manera semejante sostienen que, bajo la
proliferación superficial de formas, operan unos mecanismos relativamente
simples y relativamente uniformes (DeGeorge y DeGeorge 1972). Dicha
percepción, a su vez, nos permite distinguir mucho más claramente entre las
transformaciones simples, que operan dentro de una estructura dada, y el
cambio real, revolución si se quiere, en el que la propia estructura se
transforma. Así, a pesar de la base naturalista o biológica del estructuralismo
y a pesar de la predilección personal de Lévi-Strauss por considerar que plus
ça change, plus c'est la même chose, la teoría estructuralista siempre ha
tenido implicaciones importantes para una antropología mucho más histórica
y/o evolutiva que la practicada por el maestro. La obra de Louis Dumont en
particular ha desarrollado algunas de estas implicaciones evolutivas en el
análisis de la estructura del sistema de castas indio y en la articulación de
algunos de los profundos cambios estructurales implicados en la transición
de la casta a la clase (1965, 1970; véase también Goldman 1970; Barnett
/
8
1977; Sahlins 1981).10
El estructuralismo nunca fue del todo popular entre los antropólogos
norteamericanos. Aunque en principio fue considerado (sobre todo por los
ecólogos culturales) como una variante de la antropología simbólica, sus
supuestos centrales mantenían de hecho bastante distancia con respecto a los
de los antropólogos simbólicos (con la excepción parcial de los
schneiderianos). Había varias razones para esto, las cuales sólo puedo
esbozar muy brevemente: (1) el énfasis muy puramente cognitivo en la
noción de significado de Lévi-Strauss, frente al interés de los
norteamericanos por el ethos y los valores; (2) el énfasis bastante austero de
Lévi-Strauss en la arbitrariedad del significado (todo significado se establece
a través de contrastes, nada porta un significado en sí mismo), frente al
interés de los norteamericanos por las relaciones entre las formas de las
estructuras simbólicas y los contenidos de los cuales aquéllas son vehículo;11
y (3) el locus explícitamente abstracto de las estructuras, divorciado en todos
los sentidos de las acciones e intenciones de los actores, frente al
actor-centrismo consistente, aunque diversamente definido, de los
antropólogos simbólicos (Schneider es, de nuevo, una excepción parcial a
este punto). Por todas estas razones, y probablemente más, el estructuralismo
no fue tan abrazado por los antropólogos simbólicos norteamericanos como
podría haber parecido probable a primera vista. 12 Se le concedió lo que
podría denominarse un estatus de parentesco ficticio, en gran medida por su
tendencia a abordar algunos de los mismos dominios que los antropólogos
simbólicos adoptaron como propios —mito, ritual, etiqueta, etc.—
10
Dumont es otra de esas figuras que merece más espacio del que aquí puede
dársele.
11
Esto no quiere decir que los antropólogos simbólicos norteamericanos nieguen
la doctrina de la arbitrariedad de los símbolos. Pero sí que dichos autores insistieron
en que la elección de una forma simbólica particular entre los símbolos posibles,
igualmente arbitrarios y adecuados para la misma concepción, no sólo no es
arbitraria, sino que tiene implicaciones importantes que han de investigarse.
12
James Boon (p.ej., 1972) ha dedicado muchos esfuerzos a la tarea de
reconciliar a Lévi-Strauss y/o Schneider, por un lado, y Geertz, por otro. El
resultado generalmente se inclina con claridad a favor del estructuralismo. (Véase
también Boon y Schneider 1974.)
SHERRY B. ORTNER
LA TEORÍA EN ANTROPOLOGÍA DESDE LOS AÑOS SESENTA
El impacto principal del estructuralismo fuera de Francia tuvo lugar en
Inglaterra, entre algunos de los antropólogos sociales británicos más
aventurados (véase especialmente Leach 1966). Lévi-Strauss y los
británicos, nacidos en dos líneas de filiación surgidas de Durkheim, eran de
hecho parientes entre sí de manera más real. En todo caso, el estructuralismo
en el contexto británico sufrió varias transformaciones importantes. Evitando
la cuestión de la mente y de las estructuras universales, los antropólogos
británicos aplicaron principalmente el análisis estructural a sociedades
particulares y cosmologías particulares (p.ej., Leach 1966, 1969; Needham
1973a; Yalman 1969; ello se aplica así mismo a Dumont [1970] en Francia).
También abordaron con mayor detalle el proceso de mediación de
oposiciones y produjeron varias y muy originales reflexiones sobre la
anomalía y la antiestructura, especialmente la obra Purity and Danger de
Mary Douglas (véase también Turner 1967, 1969; Leach 1964; Tambiah
1969).
Sin embargo, hubo también una importante vía por la que muchos autores
británicos purgaron al estructuralismo de uno de sus elementos más radicales
—la erradicación de la distinción durkheimiana entre la “base” social y su
“reflejo” cultural—. Lévi-Strauss había afirmado que el que las estructuras
míticas muestren paralelismo con las estructuras sociales no se debe a que el
mito refleje la sociedad, sino a que mito y organización social comparten
una estructura subyacente común. Muchos estructuralistas británicos
(Rodney Needham es la excepción principal), por otro lado, se remontaron a
una posición más ajustada a la tradición de Durkheim y Marcel Mauss y
consideraron mito y ritual como reflejo y resolución “en el nivel simbólico”
de oposiciones fundamentalmente consideradas como sociales. 13 Al
estructuralismo británico, en la medida que se confinaba al estudio del mito
y el ritual, le era posible encajar en la antropología británica sin provocar en
ésta un efecto muy profundo. Se convirtió en su versión de la antropología
13
El mismo Lévi-Strauss se desplazó desde una posición propia de
Durkheim/Mauss en “La Geste d'AsdiwaI” (1967) hasta una posición más
radicalmente estructuralista en las Mythologiques. No es accidental que Leach, o
quien quiera que adoptara la decisión, escogiera presentar “La Geste d'AsdiwaI”
como el ensayo más importante en la recopilación británica titulada The Structural
Study of Myth and Totemism (1967).
/
9
cultural o simbólica, su teoría de la superestructura. Sólo después, cuando un
ojo estructural (esto es, estructural-marxista) se volvió hacia el propio
concepto británico de estructura social, empezarían a saltar chispas.
A comienzos de los años setenta hubo una fuerte reacción contra el
estructuralismo en diversos campos —lingüística, filosofía, historia—. Se
percibían como especialmente problemáticas, por no decir inaceptables, dos
negaciones relacionadas entre sí: rechazar la relevancia de un sujeto dotado
de intenciones para el proceso social y cultural y desdeñar todo impacto
significativo de la historia o el “acontecimiento” sobre la estructura. Los
especialistas comenzaron a elaborar modelos alternativos en los que agentes
y eventos desempeñaban un papel más activo. Sin embargo, en la
antropología estos modelos no tuvieron mucho éxito hasta fines de los años
setenta y los abordaremos en la última sección de este ensayo. En
antropología, durante la mayor parte de dicha década, el estructuralismo, con
todos sus fallos (y virtudes), se convirtió en la base de una de las escuelas
teóricas dominantes, el marxismo estructural. Entremos ya en esa década.
LOS AÑOS SETENTA: MARX
La antropología de los años setenta estuvo vinculada con los sucesos del
mundo real de manera mucho más obvia y transparente que la del periodo
anterior. A fines de los años sesenta, en los Estados Unidos y en Francia
(menos en Inglaterra), empezaron a surgir movimientos sociales radicales en
gran escala. Primero vino la contracultura, luego el movimiento antibélico y
luego, sólo un poco después, el movimiento de las mujeres; no es sólo que
estos movimientos afectaran al mundo académico, es que en buena parte se
originaron en él. Se cuestionó y criticó todo lo que formaba parte del orden
establecido. En antropología, las críticas más tempranas adoptaron la forma
de una denuncia de los vínculos históricos entre la antropología, por un lado,
y el colonialismo y el imperialismo, por otro (p.ej., Asad 1973; Hymes
1974). Pero esto meramente suponía arañar la superficie. El problema se
desplazó rápidamente hacia el cuestionamiento, más profundo, de la
naturaleza de nuestros esquemas teóricos y, especialmente, del grado en que
encierran y transmiten supuestos de la cultura burguesa occidental.
Marx fue el símbolo aglutinante de la nueva crítica y de las alternativas
LA TEORÍA EN ANTROPOLOGÍA DESDE LOS AÑOS SESENTA
teóricas ofrecidas para sustituir los viejos modelos. De entre todos los
grandes antecesores decimonónicos de la ciencia social moderna, la figura
de Marx había estado visiblemente ausente del repertorio teórico dominante.
La obra Structure of Social Action, de Parsons, uno de los textos sagrados de
los antropólogos simbólicos educados en Harvard, repasaba el pensamiento
de Durkheim y Weber y de dos teóricos de la economía, Alfred Marshall y
Vilfredo Pareto, cuyo principal valor en aquel contexto parece que estribó en
que no eran Marx. Los británicos, incluyendo a los antropólogos simbólicos
y a los estructuralistas, todavía estaban firmemente anclados en Durkheim.
Lévi-Strauss afirmó haber recibido la influencia de Marx, pero pasó algún
tiempo antes de que alguien supiera deducir qué había querido decir con eso.
Incluso los ecólogos culturales, los únicos autoproclamados materialistas de
los años sesenta, difícilmente invocaban a Marx; de hecho, Marvin Harris lo
repudió expresamente (1968). No se necesita ser un analista especialmente
sutil de los aspectos ideológicos de la historia intelectual para advertir que la
ausencia de una influencia marxista significativa antes de los años setenta
era un reflejo de la política del mundo real, como lo fue igualmente la
emergencia de una fuerte influencia marxista en los setenta.
Hubo al menos dos escuelas marxistas de teoría antropológica: el
marxismo estructural, desarrollado principalmente en Francia e Inglaterra, y
la economía política, que surgió primero en los Estados Unidos y después
también en Inglaterra. Había, además, un movimiento que podría llamarse
marxismo cultural, elaborado sobre todo en las páginas de trabajos históricos
y literarios, pero los antropólogos no lo siguieron hasta hace poco y será
abordado en la sección final de este ensayo.
El marxismo estructural
El marxismo estructural fue la única de las escuelas mencionadas que se
desarrolló completamente dentro del campo de la antropología y,
probablemente por esa razón, también fue la que ejerció un impacto más
temprano. En su seno, Marx era usado para atacar y/o repensar, o en muy
último extremo expandir, virtualmente todo esquema teórico aparecido sobre
el paisaje —la antropología simbólica, la ecología cultural, la antropología
social británica y el propio estructuralismo—. El marxismo estructural
constituyó una revolución intelectual pretendidamente total y, si no tuvo
SHERRY B. ORTNER
/
10
éxito a la hora de establecerse como la única alternativa a todo lo demás, sí
lo alcanzó en la tarea de hacer temblar a la mayor parte del conocimiento
recibido. Esto no implica necesariamente que fueran los escritos de los
marxistas estructurales mismos (p.ej., Althusser 1971; Godelier 1977; Terray
1972; Sahlins 1972; Friedman 1975) los que produjeran tal efecto; ocurrió
simplemente que el marxismo estructural era la fuerza original dentro de la
antropología para promulgar y legitimar a “Marx”, al “marxismo” y a la
“indagación crítica” en el discurso del campo en su conjunto (véase también
Diamond 1979).
El avance específico del marxismo estructural sobre las formas anteriores
de antropología materialista estriba en que no localizó las fuerzas
determinantes en el medio natural y/o en la tecnología, sino específicamente
dentro de ciertas estructuras de las relaciones sociales. No se excluyeron las
consideraciones ecológicas, pero se entendían sobrepasadas por y
subordinadas al análisis de la organización social, y especialmente política,
de la producción. La ecología cultural fue acusada, entonces, de
“materialismo vulgar”, en tanto que reforzaba, en lugar de deshacer, el
clásico fetichismo capitalista de las “cosas”, la dominación de los sujetos por
los objetos antes que por las relaciones sociales materializadas en y
simbolizadas por esos objetos (véase especialmente Friedman 1974). Las
relaciones sociales esenciales, denominadas modo(s) de producción, no
habían de ser confundidas con la organización superficial de las relaciones
sociales, la estudiada tradicionalmente por los antropólogos sociales
británicos —linajes, clanes, mitades y todo lo demás—. Estas formas
superficiales de lo que los británicos llamaron “estructura social” se
consideran modelos nativos de organización social que los antropólogos han
adquirido como si fueran lo real, pero que de hecho enmascaran, o al menos
sólo parcialmente se corresponden con, las ocultas relaciones asimétricas de
producción que dirigen el sistema. En ese aspecto, pues, se situó la crítica de
la antropología social británica tradicional (véase especialmente Bloch 1971,
1974, 1977; Terray 1975).
Además de criticar y revisar la ecología cultural y la antropología social
británica, los marxistas estructurales dirigieron su atención a los fenómenos
culturales. A diferencia de los ecólogos culturales, los marxistas
estructurales no despacharon las creencias culturales y las categorías nativas
LA TEORÍA EN ANTROPOLOGÍA DESDE LOS AÑOS SESENTA
como algo irrelevante para las operaciones reales u objetivas de la sociedad;
tampoco se dedicaron a mostrar que creencias culturales aparentemente
irracionales, como la vaca sagrada, tenían en realidad funciones adaptativas
prácticas. Del mismo modo que en el mundo real la Nueva Izquierda
abordaba los problemas culturales (el estilo de vida, la conciencia) de forma
más seria que la Vieja Izquierda, los marxistas estructurales asignaron a los
fenómenos culturales (creencias, valores, clasificaciones) al menos una
función básica en su modelo del proceso social. Concretamente, la cultura se
convirtió en la “ideología” y fue considerada desde el punto de vista de su
papel en la reproducción social: la legitimación del orden establecido,
mediando las contradicciones en la base y mistificando las fuentes de la
explotación y la desigualdad en el sistema (O'Laughlin 1974; Bloch 1977;
Godelier 1977).
Así pues, una de las virtudes del marxismo estructural fue que en su
esquema había un lugar para todo. Al negarse a considerar como empresas
opuestas las indagaciones sobre las relaciones materiales y sobre la
“ideología”, sus practicantes establecieron un modelo en el que los dos
“niveles” se relacionaban entre sí a través de un núcleo de procesos
sociales/políticos/económicos. En este sentido, ofrecían una mediación
explícita entre los “materialistas” e “idealistas” de la antropología de los
años sesenta. La mediación era bastante mecánica, como discutiremos
enseguida, pero ahí estaba.
Más importante, a mi juicio, es que los marxistas estructurales volvieron a
introducir en escena una sociología relativamente poderosa. Fertilizaron las
categorías socio-antropológicas británicas con las marxistas y construyeron
un modelo extendido de organización social (el “modo de producción”) que
luego procedieron a aplicar sistemáticamente a casos particulares. Mientras
que otros marxistas subrayaban casi exclusivamente las relaciones de
organización política/económica (la “producción”), los marxistas
estructurales eran, después de todo, antropólogos y estaban entrenados para
prestar atención al parentesco, la descendencia, el matrimonio, el
intercambio, la organización doméstica y cosas parecidas. Incluyeron, pues,
esos elementos en sus consideraciones sobre las relaciones políticas y
económicas (a menudo dándoles un envoltorio más marxista al denominarles
“relaciones de reproducción”) y el resultado global fue la producción de
SHERRY B. ORTNER
/
11
ricas y complejas representaciones de procesos sociales en casos concretos.
Dada la relativa escasez, ya mencionada, de un análisis sociológico detallado
en las distintas escuelas de los sesenta, ésta era una contribución importante.
Dicho todo lo anterior, cabe no obstante reconocer que el marxismo
estructural adolecía de varios problemas. En primer lugar, el estrechamiento
del concepto de cultura hasta hacerlo coincidir con el de “ideología”, que
tenía el poderoso efecto de permitir a los analistas conectar las concepciones
culturales con las estructuras específicas de las relaciones sociales, era
demasiado extremo y planteó el problema de relacionar de vuelta la
ideología con nociones de cultura más generales. Por otro lado, la tendencia
a considerar la cultura/ideología principalmente desde el punto de vista de
mistificación dio un gusto decididamente funcionalista a la mayoría de los
estudios culturales o ideológicos amparados en esta escuela, puesto que la
conclusión de dichos análisis era mostrar cómo el mito, el ritual, el tabú o
cualquier otra cosa mantenía el statu quo. Por último, y esto es más grave,
aunque los marxistas estructurales aportaron una manera de mediar los
“niveles” material e ideológico, en realidad no desafiaron la idea de que tales
niveles fueran analíticamente discernibles en primera instancia. Así, a pesar
de criticar la noción durkheimiana (y parsoniana) de “lo social” como la
“base” del sistema, se limitaron a ofrecer una “base” más profunda y
pretendidamente más real y objetiva. Y a pesar de intentar descubrir
funciones más importantes para la “superestructura” (o a pesar de afirmar
que la identificación concreta de qué constituye la base y qué la
superestructura varía culturalmente y/o históricamente —o incluso, bien que
de manera ocasional y vaga, que la superestructura es parte de la base—),
continuaron reproduciendo la idea de que es útil mantener semejante
conjunto de apartados analíticos.
En este sentido, puede verse que el marxismo estructural aún estaba muy
enraizado en los años sesenta. Aunque inyectó una dosis saludable de
sociología en el esquema anterior de categorías y aunque esa sociología se
concebía de manera relativamente original, no revisó radicalmente los
compartimentos básicos del pensamiento de los sesenta. Además, a
diferencia de la escuela de la económica política y otras aproximaciones más
recientes que abordaremos en breve, el marxismo estructural era en gran
medida no-histórico, un factor que, de nuevo, lo ató a las formas anteriores
LA TEORÍA EN ANTROPOLOGÍA DESDE LOS AÑOS SESENTA
de antropología. De hecho, cabe suponer que fue en parte esa confortable
mezcla de viejas categorías y asunciones envueltas en una nueva retórica
crítica lo que hizo tan atractivo en su día al marxismo estructural. Era en
muchos aspectos el vehículo perfecto para aquellos académicos que habían
sido educados en una era anterior, pero que, en los años setenta, sentían el
tirón del pensamiento y la acción críticos que estallaban a su alrededor.
La economía política
La inspiración de la escuela de la económica política procede primariamente
de las teorías de los sistemas mundiales y el subdesarrollo en sociología
política (Wallerstein 1976; Gunder Frank 1967). En contraste con el
marxismo estructural, que se centró principalmente en sociedades o culturas
relativamente discretas —al modo de los estudios antropológicos
convencionales—, los economistas políticos han desplazado su objeto a los
sistemas regionales político/económicos a gran escala (p.ej., Han 1982).
Cuando han intentado combinar este enfoque con un trabajo de campo
tradicional en comunidades o microrregiones concretas, su investigación
generalmente ha adoptado la forma de un estudio de los efectos de la
penetración capitalista en esas comunidades (p.ej., American Ethnologist
1978; Schneider y Schneider 1976). El énfasis en el impacto de fuerzas
externas y en las formas con que las sociedades cambian o evolucionan
principalmente en respuesta adaptativa a ese impacto, enlaza por ciertas vías
la escuela económico-política con la ecología cultural de los años sesenta; de
hecho, muchos de sus actuales practicantes fueron educados en esa escuela
(p.ej., Ross 1980). Pero, si para la ecología cultural de los sesenta —que
normalmente estudiaba sociedades relativamente “primitivas”— las fuerzas
externas importantes eran las del medio natural, para los economistas
políticos de los setenta —que generalmente estudian a “campesinos”— las
fuerzas externas importantes son las del estado y el sistema capitalista
mundial.
En el nivel de la teoría, los economistas políticos difieren en parte de sus
antepasados ecológico-culturales porque muestran una mayor voluntad de
incorporar problemas culturales o simbólicos en sus investigaciones (p.ej.,
Schneider 1978; Riegelhaupt 1978). Concretamente, su trabajo tiende a
abordar los símbolos involucrados en el desarrollo de la identidad de clase o
SHERRY B. ORTNER
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grupo, en el contexto de luchas político/económicas de un tipo u otro. La
escuela económico-política se solapa así con la floreciente industria de la
“etnicidad”, aunque la literatura sobre este último campo me resulta
demasiado vasta y demasiado amorfa como para hacer aquí algo más que
saludar a su paso. En todo caso, la disposición de los economistas políticos a
prestar atención a los procesos simbólicos, aunque sea de forma limitada,
forma parte de la relajación general de la vieja guerra entre materialismo e
idealismo de los años sesenta.
El énfasis de esta escuela en grandes procesos regionales también resulta
saludable, al menos hasta cierto punto. Los antropólogos tienen tendencia a
tratar las sociedades, incluso las aldeas, como si fueran islas volcadas hacia
sí mismas, con una escasa percepción de los sistemas mayores de relaciones
en los que esas unidades se incluyen. Los ocasionales trabajos que han
considerado las sociedades en un contexto regional mayor (p.ej., Political
Systems of Highland Burma, de Edmund Leach) han constituido una especie
de fenómeno inclasificable (aunque admirado). Ignorar el hecho de que los
campesinos forman parte de los estados y de que incluso las sociedades y
comunidades “primitivas” están invariablemente enlazadas en sistemas más
amplios de intercambios de toda clase, implica distorsionar seriamente los
datos; la virtud de los economistas políticos es recordarnos esto.
Finalmente, a los economistas políticos ha de reconocérseles su decidido
énfasis en la importancia de la historia para los estudios antropológicos. No
son los primeros en haberlo hecho ni son los únicos en hacerlo; hablaré más
sobre el acercamiento entre antropología e historia en las conclusiones de
este ensayo. No obstante, los miembros de esta escuela son quienes parecen
más comprometidos con una antropología totalmente histórica y quienes
están produciendo un trabajo sostenido y sistemático basado en tal
compromiso.
En el lado negativo del balance, podemos lamentar primero que el modelo
económico-político sea demasiado económico, demasiado estrictamente
materialista. Se oye hablar mucho de sueldos, mercado, dinero en efectivo,
explotación económica, subdesarrollo, etc., pero no lo suficiente de las
relaciones de poder, dominación, manipulación, control, etc., en que esas
relaciones económicas tienen lugar y que para los actores constituyen gran
parte de la injusticia económica que sufren. En otras palabras: la economía
LA TEORÍA EN ANTROPOLOGÍA DESDE LOS AÑOS SESENTA
política no es lo bastante política.
Mi objeción principal, sin embargo, apunta a un nivel más profundo del
modelo teórico de la economía política. Concretamente, encuentro
cuestionable, por decirlo suavemente, la visión del mundo centrada en el
capitalismo, sobre todo para la antropología. En el propio núcleo del modelo
late el supuesto de que virtualmente todo lo que estudiamos ha sido tocado
ya (“penetrado”) por el sistema capitalista mundial y que, por consiguiente,
gran parte de lo que vemos en nuestros trabajos de campo y describimos en
nuestras monografías debe entenderse como algo que se ha conformado en
respuesta a ese sistema. Quizá esto sea verdad para los campesinos europeos,
pero incluso en este caso una querría al menos dejar la cuestión abierta. Sin
embargo, cuando profundizamos más en ese “centro”, el supuesto se vuelve
realmente muy problemático. Una sociedad, incluso una aldea, tiene su
propia estructura e historia y éstas deben ser tan parte del análisis como sus
relaciones con el contexto más amplio en cuyo seno operan. (Véase una
visión más equilibrada en Joel Kahn [1980].)
Los problemas derivados de la perspectiva centrada en el capitalismo
también afectan a la perspectiva de los economistas políticos sobre la
historia. La historia se trata a menudo como algo que llega, al modo de un
navío, desde fuera de la sociedad en cuestión. De este modo no captamos la
historia de esa sociedad, sino el impacto de (nuestra) historia en esa
sociedad. Los informes elaborados desde dicha perspectiva son con
frecuencia muy poco satisfactorios desde el punto de vista de las
preocupaciones antropológicas tradicionales: la organización y la cultura
efectivas de la sociedad en cuestión. Los estudios tradicionales tenían, por
supuesto, sus propios problemas con respecto a la historia. Frecuentemente
se nos presentaban con un pequeño capítulo inicial sobre el “trasfondo
histórico” y un inadecuado capítulo final sobre el “cambio social”. Los
estudios de la economía política invierten esa relación, pero sólo para crear
el problema inverso.
Los economistas políticos tienden, además, a situarse más en el navío de
la historia (capitalista) que en la costa donde aquél atraca. Afirman, en
efecto, que nunca podremos conocer la apariencia de ese otro sistema en lo
relativo a sus aspectos “tradicionales” y particulares. Al advertir que buena
parte de lo que vemos como tradición es de hecho una respuesta ante el
SHERRY B. ORTNER
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impacto occidental —así reza el argumento—, no sólo conseguimos una
representación más exacta de lo que está ocurriendo, sino que al mismo
tiempo reconocemos los efectos perniciosos de nuestro propio sistema sobre
los otros. Tal opinión está también presente, si bien en clave de indignación
y/o desesperación en lugar de pragmatismo, en varias obras recientes que
cuestionan filosóficamente el que podamos conocer verdaderamente al
“otro” —el ejemplo principal es Orientalism, de Edward Said (véase
también Rabinow 1977; Crapanzano 1980; Riesman 1977)—.
Ante dicha postura sólo podemos responder: inténtenlo. Desde el punto de
vista de nuestras teorías y nuestras prácticas, el esfuerzo es tan grande como
importantes sus resultados. El empeño en percibir los otros sistemas desde el
mismo suelo es la base, quizá la única base, de la contribución original de la
antropología a las ciencias humanas. Nuestra capacidad de adoptar la
perspectiva de la gente que deambula en la costa adonde arriba el navío
occidental, principalmente desarrollada en el trabajo de campo, es la que nos
permite aprender algo más allá de lo que ya sabemos —incluso en nuestra
propia cultura—. (De hecho, a medida que un creciente número de
antropólogos realiza su trabajo de campo en culturas occidentales,
incluyendo los Estados Unidos, se hace más patente la importancia de
mantener una capacidad de percibir la otredad incluso en la puerta de al
lado.) Aun más, es nuestra ubicación “sobre el suelo” la que nos sitúa en
posición de percibir a las personas no meramente como entes que reaccionan
de forma pasiva ante algún “sistema” y lo ponen en escena, sino como
agentes y sujetos activos en su propia historia.
Para concluir este apartado, debo confesar que mi localización de la
escuela económico-política en los años setenta tiene algo de maniobra
ideológica. De hecho, la economía política está muy viva y sana en los años
ochenta y probablemente prosperará por algún tiempo. Por tanto, mi
periodización, como la de todas las historias, sólo en parte se relaciona con
el tiempo real. He incluido la economía política y el marxismo estructural
dentro de este periodo/categoría porque ambas escuelas continúan
compartiendo un conjunto de supuestos distinto a aquél que pretendo
subrayar para la antropología de los años ochenta. Ambas asumen
concretamente, junto con las antropologías anteriores, que la acción humana
y el proceso histórico están casi completamente determinados de forma
SHERRY B. ORTNER
LA TEORÍA EN ANTROPOLOGÍA DESDE LOS AÑOS SESENTA
estructural o sistémica. Sea la mano oculta de la estructura o la capacidad
destructiva del capitalismo la que se considere como el agente de la
sociedad/historia, lo cierto es que éste no se sitúa de alguna manera relevante
en personas reales que hacen cosas reales. Tales son precisamente las
aproximaciones de las que parecen estar intentando liberarse al menos
algunos antropólogos, así como algunos especialistas en muchos otros
campos, a medida que entramos en la presente década.
EN LOS AÑOS OCHENTA: LA PRÁCTICA
Comencé este artículo señalando la precisión de los comentarios de Wolf
con respecto a la desintegración del campo de la antropología, aun cuando se
reconozca el escaso grado de integración que ha tenido en el pasado.
También sugerí que es posible encontrar, dispersos sobre el paisaje, los
elementos de una nueva tendencia que parece estar cobrando fuerza y
coherencia. En este último apartado, dirijo mi atención hacia esa nueva
tendencia, esbozándola y sujetándola a una crítica preliminar.
Durante los últimos años, ha habido un creciente interés por un análisis
centrado en uno u otro de entre un haz de términos relacionados: práctica,
praxis, acción, interacción, actividad, experiencia, actuación. Un segundo, y
estrechamente relacionado, manojo de términos se centra en el hacedor de
todo lo anterior: agente, actor, persona, yo, individuo, sujeto.
En algunos campos, los movimientos en esta dirección empezaron
relativamente pronto en los años setenta. Algunos de ellos como reacción
directa ante el estructuralismo. En la lingüística, por ejemplo, hubo un
temprano rechazo de la lingüística estructural y un fuerte movimiento
tendente a considerar la lengua como comunicación y actuación (p.ej.,
Bauman y Sherzer 1974; Cole y Morgan 1975). También en antropología
hubo reivindicaciones dispersas de una aproximación más basada en la
acción. En Francia, Pierre Bourdieu publicaba en 1972 su Outline of a
Theory of Practice. En los Estados Unidos, Geertz atacaba tanto los estudios
hipercoherentes de los sistemas simbólicos (muchos de ellos inspirados en
sus propios artículos programáticos) cuanto lo que consideraba el
formalismo estéril del estructuralismo, reclamando en sustitución de todo
ello que los antropólogos entendieran “la conducta humana ... como ...
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acción simbólica” (1973a: 10; véase también Dolgin, Kemnitzer y Schneider
1977; Wagner 1975; T. Turner 1969). En Inglaterra, había un ala minoritaria
que criticó las visiones tradicionales de la “estructura social” no desde el
punto de vista del marxismo estructural, sino desde la perspectiva de la
elección individual y la toma de decisiones (p.ej., Kapferer 1976).14
Durante buena parte de los años setenta, sin embargo, los marxistas
estructurales y, después, los economistas políticos siguieron siendo
dominantes, al menos en antropología. Para ellos, los fenómenos sociales y
culturales habían de explicarse primariamente remitiéndolos a mecanismos
sistémicos/estructurales de una clase u otra. Sólo a fines de los setenta
comenzó a menguar la hegemonía del marxismo estructural, si bien no la de
la economía política. En 1978 se publicaba una traducción inglesa del libro
de Bourdieu y fue aproximadamente en ese momento cuando empezaron a
hacerse más audibles las llamadas en favor de una aproximación más
orientada a la práctica. He aquí un muestrario:
Los instrumentos de razonamiento están cambiando y cada vez se representa menos
a la sociedad como una máquina elaborada o como un cuasi-organismo, que como
un juego serio, un drama callejero o un texto conductista. (Geertz 1980a:168 [1991:
66])
Necesitamos examinar esos sistemas [de parentesco] en acción, para estudiar la
táctica y la estrategia, no meramente las reglas del juego. (Barnes 1980:301)
... las concepciones de género en cualquier sociedad han de ser entendidas como
aspectos vivos de un sistema cultural a través del cual los actores manipulan,
interpretan, legitiman y reproducen las pautas ... que ordenan su mundo social.
(Collier y Rosaldo 1981:311)15
¿Qué quieren los actores y cómo pueden conseguirlo? (Ortner 1981:366)
14
La tradición transaccionalista en la antropología británica puede, claro está,
remontarse a Barth y Bailey en los años sesenta, a las primeras obras de Leach
(p.ej., 1960) y en última instancia a Raymond Firth (p.ej., 1963, 1951). Véase
también Marriott (1976) en los Estados Unidos.
15
Si contara con más espacio, defendería que la antropología feminista ha
constituido uno de los primeros ámbitos en donde se ha desarrollado una
aproximación a la práctica. El artículo de Collier y Rosaldo (1981) es un buen
ejemplo. Véase también Ortner (1981).
SHERRY B. ORTNER
LA TEORÍA EN ANTROPOLOGÍA DESDE LOS AÑOS SESENTA
/
15
Si el análisis estructural/semiótico ha de extenderse a la antropología general sobre
la base del modelo de su pertinencia para el “lenguaje”, entonces lo que se pierde no
es meramente la historia y el cambio, sino la práctica —la acción humana en el
mundo—. Algunos podrían pensar que lo que se está perdiendo es todo aquello
sobre lo cual versa la antropología. (Sahlins 1981:6)
del conjunto mayor, una orientación que a mí me parece particularmente
prometedora. No pretendo canonizar ninguno de estos trabajos ni deseo
proponer un nombre para el subconjunto y dotarle de más realidad de la que
tiene. Lo que aquí hago se parece más a los primeros pasos del revelado de
una fotografía: convertir una forma latente en algo reconocible.
Al igual que ocurriera con la fuerte tendencia revisionista de los años
setenta, el actual movimiento parece exceder ampliamente el campo de la
antropología. En lingüística, Alton Becker, en un artículo muy citado, ha
dado énfasis a las cuestiones del texto en construcción por encima de y
frente a la reificación de El Texto (1979). En sociología, el interaccionismo
simbólico y otras formas de la denominada microsociología parecen estar
polarizando una nueva atención 16 y Anthony Giddens ha conceptuado la
relación entre estructura y “agencia” como uno de los “problemas centrales”
de la teoría social moderna (1979). En historia, E. P. Thompson ha dirigido
su ataque contra los teóricos (todos, desde los parsonianos hasta los
estalinistas) que tratan “la historia como un 'proceso sin sujeto' [y] coinciden
en la expulsión de la agencia humana del campo de la historia” (1978:79).
En los estudios literarios, Raymond Williams insiste en que la literatura debe
abordarse como el producto de prácticas particulares y, a quienes abstraen de
la práctica la obra literaria, les acusa de realizar “una gesta ideológica
extraordinaria” (1977:46). Si fuéramos un poco más allá —y aquí pisamos
un terreno peligroso— podríamos entender incluso el movimiento global de
la sociobiología como parte de esta tendencia general, en la medida que
identifica el mecanismo evolutivo, ya no con la mutación al azar, sino con la
elección intencional por parte de unos actores que intentan maximizar su
éxito reproductivo. (Probablemente debo decir, aquí y no en una nota a pie
de página, que tengo un abanico de objeciones muy fuertes contra la
sociobiología. Con todo, no creo que sea excesivo entender su emergencia
como parte del amplio movimiento al que aquí estoy prestando atención.)
Cabe empezar contrastando, de una manera general, este grupo (o
subconjunto) de nuevos trabajos orientados a la práctica con ciertas
aproximaciones más establecidas, sobre todo con el interaccionismo
simbólico en sociología (Blumer 1962; Goffman 1959; véase también, en
antropología, Berreman 1962 y, más recientemente, Gregor 1977) y con lo
que en antropología se denominó transaccionalismo (Kapferer 1976,
Marriott 1976, Goody 1978, Barth 1966, Bailey 1969). El primer punto por
señalar es que estas últimas aproximaciones se elaboraron en oposición a la
visión dominante del mundo como algo ordenado por reglas y normas,
esencialmente parsoniana/durkheimiana. 17 Aun reconociendo la existencia
de organización institucional y configuración cultural, los interaccionistas
simbólicos y los transaccionalistas intentaron, no obstante, minimizar o
poner entre paréntesis la relevancia de esos fenómenos en la tarea de
entender la vida social:
La aproximación de la práctica es diversa y no intentaré comparar y
contrastar su muchas ramas. En lugar de eso, seleccionaré para su discusión
un número de trabajos que parecen compartir una orientación común dentro
Desde el punto de vista de la interacción simbólica, la organización social es un
marco dentro del cual desarrollan sus acciones las unidades actuantes. Rasgos
estructurales como la “cultura”, los “sistemas sociales”, la “estratificación social” o
las “reglas sociales”, establecen las condiciones de sus acciones pero no determinan
sus acciones. (Blumer 1962:152)
Los nuevos teóricos de la práctica, por otro lado, comparten la noción de
que “el sistema” (en una variedad de sentidos que abordaremos más
adelante) tiene de hecho un efecto muy poderoso, incluso “determinante”,
sobre la acción humana y la forma de los acontecimientos. Su interés en el
estudio de la acción y la interacción no implica, pues, negar o minimizar este
punto, sino que expresa más bien una urgente necesidad de entender de
Parsons y sus colegas dieron al término “acción” un lugar central en su
esquema (1962 [1951]), pero lo que entendían por tal concepto era esencialmente la
puesta en escena de reglas y normas. Bourdieu, Giddens y otros han señalado esto y
en parte han formulado sus argumentos contra tal posición.
17
16
Mayer Zald, comunicación personal, en el Social Science History Seminar
(Universidad de Michigan), 1982.
SHERRY B. ORTNER
LA TEORÍA EN ANTROPOLOGÍA DESDE LOS AÑOS SESENTA
dónde viene “el sistema” —cómo es producido y reproducido y cómo puede
haber cambiado en el pasado o puede cambiar en el futuro—. Como
argumenta Giddens en su reciente e importante obra (1979), el estudio de la
práctica no es una alternativa antagónica al estudio de los sistemas o
estructuras, sino un complemento necesario.
El otro aspecto importante de la nueva orientación de la práctica, que la
diferencia significativamente de las anteriores aproximaciones interaccionistas y transaccionalistas, reside en una palpable influencia marxista
heredada de los años setenta. Esto resulta parcialmente visible en las formas
de considerar cosas como la cultura y/o la estructura. Esto es: aunque los
nuevos teóricos de la práctica comparten con la antropología de los sesenta
un fuerte sentido del poder conformador de la cultura/estructura, ese poder
se entiende, de forma un tanto oscura, como una cuestión de “constricción”,
“hegemonía” y “dominación simbólica”. Más abajo volveremos con mayor
detenimiento a esta idea. Más genéricamente, la influencia marxista ha de
verse en el supuesto de que, con propósitos analíticos, las formas más
importantes de acción o interacción sean aquéllas que se insertan en
relaciones asimétricas o de dominación; que sean estas clases de acción o
interacción las que mejor expliquen la forma de cualquier sistema dado en
cualquier tiempo dado. Ya se trate de abordar directamente la interacción
(incluso la “lucha”) entre actores asimétricamente relacionados, o ya, más
ampliamente, de definir a los actores (cualquier cosa que hagan) desde el
punto de vista de los roles y estatus derivados de las relaciones asimétricas
en que participan, la aproximación tiende a resaltar la asimetría social como
la dimensión más importante tanto de la acción como de la estructura.
No todos los actuales trabajos orientados a la práctica manifiestan la
influencia marxista. Algunos de ellos —al igual que el propio
interaccionismo simbólico y el propio transaccionalismo— están más en el
espíritu de Adam Smith. Los miembros del subconjunto que me ocupa, sin
embargo, implícita o explícitamente comparten, si no una fidelidad
sistemática a la teoría marxista per se, al menos sí el regusto crítico de la
antropología de los años setenta.
Con todo, hablar de una influencia marxista en todo esto supone en
realidad oscurecer un aspecto importante de lo que está ocurriendo: una
interpenetración, casi una fusión, entre los marcos marxista y weberiano. En
/
16
los años sesenta se subrayó la oposición entre Marx y Weber en tanto que
“materialista” uno e “idealista” el otro. Los teóricos de la práctica, por el
contrario, se basan en un conjunto de autores que interpretan el corpus
marxista de manera tal que lo hacen en gran medida compatible con las
posiciones de Weber. Si Weber situó al actor en el centro de su modelo,
estos autores dan énfasis a las cuestiones de la praxis humana en Marx. Si
Weber subsumió lo económico en lo político, estos autores engloban la
explotación económica en la dominación política. Y si Weber se interesó de
manera central en el ethos y la conciencia, estos autores subrayan cuestiones
similares en la obra de Marx. El hecho de escoger a Marx antes que a Weber
como teórico de referencia es una suerte de movimiento táctico. En realidad,
el marco teórico en cuestión muestra deudas con ambos. (En el nivel teórico,
véase Giddens 1971; Williams 1976; Avineri 1971; Ollman 1971; Bauman
1973; Habermas 1973; Goldmann 1977. Para asomarse a análisis de casos
sustantivos en esta línea weberiano-marxista, véase Thompson 1966;
Williams 1973; Genovese 1976.)
En lo que sigue procederé a explicar y evaluar la “nueva” posición de la
“práctica” formulando una serie de preguntas: ¿Qué es lo que intenta
explicar una aproximación a la práctica? ¿Qué es la práctica? ¿Cómo se
motiva? Y ¿qué tipos de relaciones analíticas se postulan en el modelo?
Permítaseme subrayar muy claramente que no ofrezco aquí una teoría
coherente de la práctica. Simplemente ordeno y discuto, de una manera muy
preliminar, algunos de los ejes centrales de dicha teoría.
¿Qué es lo que quiere explicarse?
Como ya se indicó, la moderna teoría de la práctica se orienta a explicar la(s)
relación(es) existentes entre la acción humana, por un lado, y, por otro,
alguna entidad global que podemos llamar “el sistema”. Las preguntas
relativas a esas relaciones pueden plantearse en cualquiera de las dos
direcciones —el impacto del sistema en la práctica y el impacto de la
práctica en el sistema—. Más abajo abordaremos cómo operan esos
procesos. Ahora hemos de decir unas palabras sobre la naturaleza de “el
sistema”.
En dos recientes trabajos antropológicos que explícitamente intentan
SHERRY B. ORTNER
LA TEORÍA EN ANTROPOLOGÍA DESDE LOS AÑOS SESENTA
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17
elaborar un modelo basado en la práctica (Bourdieu 1978 [1972]; y Sahlins
1981), los autores adoptan nominalmente una visión franco-estructuralista
del sistema (las pautas de relaciones entre categorías y las de relaciones
entre relaciones). De hecho, sin embargo, los habitus de Bourdieu y los
“dramas cosmológicos” de Sahlins se comportan de muchas maneras como
el concepto norteamericano de cultura, combinando elementos de ethos,
afecto y valor con esquemas de clasificación más estrictamente cognitivos.
La elección de una perspectiva francesa o norteamericana sobre el sistema
tiene ciertas consecuencias en la forma global del análisis, pero aquí no las
exploraremos. Lo importante es que los antropólogos de la práctica asumen
que la sociedad y la historia no son simplemente sumas de respuestas y
adaptaciones ad hoc ante estímulos particulares, sino que están gobernadas
por esquemas organizadores y de valores. Son estos esquemas (encarnados,
por supuesto, en formas institucionales, simbólicas y materiales) los que
constituyen el sistema.
insistencia en el holismo y la posición privilegiada de la dominación,
característica de esta perspectiva. Optando por el término “hegemonía” de
Antonio Gramsci como rótulo para referirse al sistema, el autor sostiene que
El sistema, además, no es descompuesto en unidades como las de base y
superestructura o sociedad y cultura, sino que se considera más bien un todo
relativamente coherente. Una institución —digamos, un sistema
matrimonial— es al tiempo un sistema de relaciones sociales, arreglos
económicos, procesos políticos, categorías culturales, normas, valores,
ideales, pautas emocionales, etc. No se hace ningún intento de ordenar tales
componentes en niveles y asignar primacía a uno u otro nivel. Tampoco, por
ejemplo, se asigna el matrimonio en conjunto a “la sociedad”, mientras que
la religión se asigna a la “cultura”. Una aproximación centrada en la práctica
no tiene ninguna necesidad de descomponer el sistema en fragmentos
artificiales como los de base y superestructura (ni de defender cuál
determina a cuál), porque el esfuerzo analítico no busca explicar un
fragmento del sistema refiriéndolo a otro, sino explicar el sistema como un
todo íntegro (lo cual no equivale a decir un todo armoniosamente integrado)
refiriéndolo a la práctica.
Es justamente en ese reconocimiento de la totalidad del proceso donde el concepto
de “hegemonía” va más allá del de “ideología”. Lo decisivo no es sólo el sistema
consciente de ideas y creencias, sino el proceso global vivido en tanto que
prácticamente organizado por significados y valores concretos y dominantes. ...
Pero al tiempo que el sistema se entiende como un todo íntegro, no todas
sus partes o dimensiones tienen una importancia analítica equivalente. En el
núcleo del sistema, conformándolo y deformándolo, están las realidades
concretas de asimetría, desigualdad y dominación en un tiempo y lugar
dados. Raymond Williams, un historiador literario/cultural marxista, reúne la
“hegemonía” es un concepto que a la vez incluye y va más allá de dos poderosos
conceptos anteriores: el de “cultura” como un “proceso social global”, en el que los
hombres definen y conforman sus vidas; y el de “ideología” en cualquiera de sus
sentidos marxistas, en el que un sistema de significados y valores es la expresión de
la proyección de un interés de clase particular.
“Hegemonía” va más allá de “cultura” en su insistencia por relacionar el “proceso
social global” con las distribuciones concretas del poder y la influencia. Decir que
los hombres definen y conforman sus vidas sólo es verdad en abstracto. En toda
sociedad real hay desigualdades concretas en los medios y, por tanto, en la
capacidad de comprender ese proceso. ... Gramsci introduce, por consiguiente, el
reconocimiento necesario de la dominación y la subordinación en lo que, sin
embargo, aún espera ser reconocido como un proceso global.
[La hegemonía] es en el sentido más fuerte una “cultura”, pero una cultura que ha de
verse también como la dominación y la subordinación vividas de clases particulares
(Williams 1977:108-109, 110).
Así pues, lo que trata de explicar una teoría de la práctica es la génesis, la
reproducción y el cambio de forma y significado de un todo social/cultural
determinado, definido —más o menos— en este sentido.
¿Qué es la práctica?
En principio, la respuesta a esta pregunta resulta casi ilimitada: todo lo que
hacen las personas. No obstante, dada la centralidad de la dominación en el
modelo, las formas más significativas de práctica son aquéllas con
implicaciones políticas, deliberadas o no. Pero, de nuevo, todo lo que las
personas hacen tiene tales implicaciones. De modo que el estudio de la
práctica es, a fin de cuentas, el estudio de todas las formas de acción
humana, pero desde una perspectiva particular —política—.
SHERRY B. ORTNER
LA TEORÍA EN ANTROPOLOGÍA DESDE LOS AÑOS SESENTA
Más allá de esta idea general, pueden introducirse distinciones
adicionales. Antes que nada, está la cuestión de cuáles son las unidades
actuantes. Hasta la fecha, la mayor parte de la antropología de la práctica
entiende que esas unidades son los actores individuales, ya sean individuos
históricos reales o tipos sociales (“mujeres”, “plebeyos”, “obreros”,
“hermanos menores”, etcétera). El analista adopta a estas personas y a sus
hechos como punto de referencia para entender una sucesión particular de
acontecimientos y/o para entender los procesos involucrados en la
reproducción o el cambio de algún conjunto de rasgos estructurales. En
contraste con un corpus abundante de obras en el campo de la historia, en
antropología se ha trabajado relativamente poco acerca de acciones
colectivas concertadas (pero véase Wolf 1969; Friedrich 1970; Blu 1980;
véase también la literatura sobre los cultos cargo, especialmente Worsley
1968). No obstante, aun en los estudios sobre una acción colectiva, la
colectividad se maneja metodológicamente como un solo sujeto. A lo largo
de este apartado discutiremos algunos de los problemas que surgen del
esencial individualismo que exhiben la mayoría de las formas actuales de
teoría de la práctica.
Un segundo conjunto de cuestiones tiene que ver con la organización
temporal de la acción. Algunos autores (Bourdieu es un ejemplo) tratan la
acción en términos de decisiones relativamente ad hoc y/o de
“movimientos” de plazo relativamente corto. Otros sugieren, aun cuando
no desarrollan la idea, que los seres humanos actúan dentro de planes o
programas que siempre tienen mayor alcance que cualquier movimiento
aislado; que, de hecho, la mayoría de los movimientos sólo es inteligible en
el contexto de esos planes más amplios (Sahlins [1981] alude a esto, como lo
hacen Ortner [1981] y Collier y Rosaldo [1981]; véase un ejemplo más
antiguo en Hart y Pilling [1960]). Muchos de esos planes son
proporcionados por la cultura (el ciclo de vida normativo, por ejemplo), pero
muchos otros han de ser construidos por los actores mismos. Sin embargo,
hasta los proyectos generados (“creativamente”) por los actores tienden a
adoptar formas estereotipadas, en la medida que las constricciones y los
recursos del sistema son relativamente constantes para los actores situados
en posiciones similares. En todo caso, un énfasis en “proyectos” de amplio
alcance en lugar de en “movimientos” particulares subraya la idea de que la
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18
acción misma tiene una estructura (de desarrollo), además de operar en, y en
relación con, una estructura.
Finalmente, está la cuestión relativa a los tipos de acción que se
consideran analíticamente centrales en la aproximación actual. Todos
parecen convenir en oponerse a la visión parsoniana o saussuriana, en cuyo
seno la acción se considera una mera puesta en escena o ejecución de reglas
y normas (Bourdieu 1978; Sahlins 1981; Giddens 1979). Todos parecen
convenir también en la inutilidad de una suerte de “voluntarismo” romántico
o heroico, que subraye la libertad y la relativamente irrestricta inventiva de
los actores (p.ej., Thompson 1978). Lo que queda, entonces, es una
perspectiva de la acción formulada en buena medida en términos de
opciones y decisiones pragmáticas y/o de cálculos y estrategias activos.
Tendré más que decir sobre el modelo estratégico en el próximo apartado,
cuando discuta las perspectivas de la motivación implicadas en la teoría de
la práctica. Ahora, no obstante, quiero plantear la duda sobre si la crítica de
la puesta en escena o ejecución no habrá ido demasiado lejos. De hecho, a
pesar de los ataques de Bourdieu y Giddens contra Parsons, los dos autores
reconocen el papel central en la reproducción sistémica de una conducta
altamente pautada y rutinaria. Es precisamente en esas áreas de la vida en
donde la acción procede con menor grado de reflexión —especialmente en el
denominado dominio doméstico— donde tiende a localizarse el
conservadurismo de un sistema. Ya sea porque los teóricos de la práctica
desean dar énfasis al vigor e intencionalidad de la acción, ya sea por un
creciente interés por el cambio en contraste con la reproducción, o ya sea por
ambas cosas, puede que se haya infravalorado indebidamente el grado en
que los actores siguen en realidad normas porque “así lo hacían nuestros
antepasados”.
¿Qué motiva la acción?
Una teoría de la práctica requiere algún tipo de teoría de la motivación. Por
el momento, la teoría dominante de la motivación en la antropología de la
práctica se deriva de la teoría del interés. El modelo es el de un actor
esencialmente individualista y algo agresivo, interesado en sí mismo,
racional, pragmático y quizá también orientado a la maximización. Lo que
hacen los actores —se asume— es perseguir racionalmente lo que desean y
LA TEORÍA EN ANTROPOLOGÍA DESDE LOS AÑOS SESENTA
lo que desean es aquello que resulta material y políticamente útil para ellos
en el contexto de sus situaciones culturales e históricas.
Las ascuas de la teoría del interés ya se han removido en muchas
ocasiones. Aquí bastará simplemente con señalar algunos puntos que tienen
particular relevancia para los estudios antropológicos de la práctica.
En la medida que la teoría del interés es, aunque no lo pretenda, una teoría
psicológica, resulta demasiado estrecha. En particular porque la racionalidad
pragmática, aunque ciertamente es un aspecto de la motivación, nunca es el
único e incluso no siempre el dominante. Otorgarle el estatus de fuerza
motivadora exclusiva supone marginar del discurso analítico toda una gama
de términos relativos a emociones —necesidad, miedo, sufrimiento, deseo y
otros— que seguramente debe formar parte de la motivación.
Desgraciadamente, los antropólogos han encontrado en general que les
resulta metodológicamente difícil manejar unos actores con demasiada carga
psicológica y, en esto, los teóricos de la práctica no constituyen una
excepción. Hay, sin embargo, un corpus creciente de literatura que explora
la construcción variable del yo, la persona, la emoción y el motivo en
perspectiva intercultural (p.ej., M. Rosaldo 1980, 1981; Friedrich 1977;
Geertz 1973a, 1975; Singer 1980; Kirkpatrick 1977; Guemple 1972). El
crecimiento de este corpus constituye en sí una parte de la amplia tendencia
hacia la elaboración de un paradigma centrado en actores, como lo
constituye el hecho de que el subcampo de la antropología psicológica
parezca estar disfrutando de algo parecido a un renacimiento (p.ej., Paul
1982; Kracke 1978; Levy 1973). Cabe esperar algún cruce fertilizador entre
los estudios de la práctica sociológicamente orientados, con sus visiones
relativamente desnaturalizadas de la motivación, y algunos de esos estudios
sobre la emoción y la motivación con más ricas texturas.
Si la teoría del interés asume demasiada racionalidad en los actores,
también les supone demasiado vigor. La idea de que los actores siempre
están instando demandas, siguiendo metas, avanzando propósitos y cosas por
el estilo puede ser simplemente una perspectiva demasiado energética (y
demasiado política) de cómo y por qué actúan las personas. Cabe recordar
aquí la distinción, subrayada por Geertz, entre la teoría del interés y la teoría
de la tensión (1973c). Si en la teoría del interés los actores siempre están
SHERRY B. ORTNER
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compitiendo activamente por ganar, en la teoría de la tensión se considera
que los actores experimentan las complejidades de sus situaciones e intentan
resolver los problemas planteados por tales situaciones. De estas nociones se
sigue que la perspectiva de la tensión pone un énfasis mayor en el análisis
del propio sistema, las fuerzas en juego sobre los actores, como manera de
comprender de dónde vienen —por seguir con la expresión que hemos
empleado— los actores. En particular, un sistema se analiza con objeto de
revelar las clases de ataduras con que sujeta a los actores, las clases de
cargas que pone sobre ellos, etc. Este análisis, a su vez, aporta buena parte
del contexto que permite entender los motivos de los actores y los tipos de
proyectos que éstos construyen para afrontar sus situaciones (véase también
Ortner 1975, 1978).
Aunque la teoría de la tensión no rectifica las debilidades psicológicas de
la teoría del interés, sí constituye al menos una exploración más sistemática
de las fuerzas sociales que conforman los motivos. De hecho, puede decirse
que la teoría de la tensión es una teoría de la producción social, y no
psicológica, de “intereses”, entendiéndose éstos menos como expresiones
directas de utilidad y ventaja para los actores y más como imágenes de
soluciones ante las tensiones y problemas experimentados.
Finalmente, una aproximación basada en el interés tiende a ir de la mano
de una acción conceptuada como “movimiento” táctico a corto plazo, en
lugar de un “proyecto” de prolongada trayectoria. Desde el primer punto de
vista, los actores buscan ganancias concretas, mientras que desde el segundo
punto de vista se entiende que los actores están implicados en transformaciones relativamente profundas de sus estados —de sus relaciones con
las cosas, las personas y el yo—. Puede decirse, en el espíritu de Gramsci,
que la acción en la perspectiva del desarrollo de “proyectos” es más una
cuestión de “convertirse en algo” que de “conseguir algo” (1957). En esta
última perspectiva se incluye de manera intrínseca un sentido del motivo y la
acción que los asume conformados no sólo por los problemas en resolución
y las ganancias en consecución, sino por las imágenes e ideales sobre qué
constituye lo bueno —en la gente, en las relaciones y en las condiciones de
vida—.
La anterior es una peculiaridad de la teoría del interés que comparte con
un amplio espectro de analistas y teóricos de la práctica, marxistas y
LA TEORÍA EN ANTROPOLOGÍA DESDE LOS AÑOS SESENTA
no-marxistas, “viejos” y “nuevos”. La popularidad y durabilidad de la
perspectiva, a pesar de los numerosos ataques y críticas, sugiere que se
requerirán cambios especialmente profundos en nuestras propias prácticas si
algo ha cambiarse en este terreno.
La naturaleza de las interacciones entre la práctica y el sistema
1. ¿De qué modo conforma el sistema a la práctica? La mayoría de los antropólogos —en todo caso la mayoría de los norteamericanos— ha convenido desde hace tiempo en que la cultura conforma, guía e incluso dicta en
cierta medida la conducta. En los años sesenta, Geertz trabajó sobre algunos
de los mecanismos importantes involucrados en este proceso y, en mi
opinión, la mayoría de los teóricos modernos de la práctica, incluyendo a
aquéllos que escriben en términos marxistas y/o estructuralistas, mantienen
una perspectiva esencialmente geertziana. Pero hay ciertos cambios de
énfasis, derivados de la centralidad de la dominación en el marco de la
práctica. En primer lugar, como se señaló antes, el énfasis se ha desplazado
desde lo que la cultura capacita y permite ver, sentir y hacer a las personas,
hacia lo que les restringe e impide ver, sentir y hacer. Además, aunque se
está de acuerdo en que la cultura constituye eficazmente la realidad en que
viven los actores, esa realidad se observa con ojos críticos: ¿por qué ésta y
no alguna otra?, ¿qué tipo de alternativas se impide ver a las personas?
Es importante señalar que esta perspectiva es, al menos en parte, distinta
de una visión de la cultura como mistificación. En esta última, la cultura (=
“ideología”) miente sobre las realidades de las vidas de las personas y el
problema analítico es entender cómo las personas llegan a creer esas
mentiras (p.ej., Bloch 1977). En la aproximación ahora discutida, sin
embargo, hay sólo una realidad que se constituye culturalmente de arriba
abajo. El problema no es el del sistema que miente sobre alguna “realidad”
extrasistémica, sino el de por qué el sistema tiene una cierta configuración
global y el de por qué y cómo se excluyen posibles configuraciones
alternativas.
En todo caso, al abordar la pregunta sobre el modo en que el sistema
constriñe la práctica, el énfasis tiende a situarse en mecanismos
esencialmente culturales y psicológicos: mecanismos de formación y
SHERRY B. ORTNER
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transformación de la “conciencia”. Aunque se reconocen las constricciones
de tipo material y político, incluida la fuerza, parece haber un acuerdo
general en que la acción está profunda y sistemáticamente constreñida por
las maneras en que la cultura controla las definiciones del mundo de los
actores, limita sus herramientas conceptuales y restringe sus repertorios
emocionales. La cultura se vuelve parte del yo. Hablando del sentido del
honor entre los cabileños, por ejemplo, Bourdieu dice:
... el honor es una disposición permanente, embebida en los mismos cuerpos de los
agentes en forma de disposiciones mentales, esquemas de percepción y
pensamiento, sumamente generales en su aplicación, como aquéllas que dividen el
mundo de acuerdo con las oposiciones entre hombres y mujeres, este y oeste, futuro
y pasado, cima y base, derecha e izquierda, etc., y también, a un nivel más profundo,
en forma de posturas y posiciones corporales, formas de estar, sentarse, parecer,
hablar o caminar. Lo que se llama el sentido del honor no es otra cosa que la
disposición cultivada, inscrita en el esquema del cuerpo y los esquemas de
pensamiento (1978: 15).
En una dirección similar, Foucault dice del discurso de las “perversiones”:
La maquinaria de poder que apunta a toda esa extraña tensión no busca suprimirla,
sino darle una realidad analítica, visible y permanente; fue implantada en los
cuerpos, se introdujo bajo los modos de conducta, se convirtió en un principio de
clasificación e inteligibilidad, se estableció como una raison d'être y un orden de
desorden natural. ... La estrategia que subyace en esta diseminación era reglar con
ella la realidad e incorporarla en el individuo (1980:44).
Así, en la medida que la dominación es, a la vez, una cuestión de procesos
culturales y psicológicos y de procesos materiales y políticos, opera
modelando las disposiciones de los actores de modo tal que, en el caso
extremo, “las aspiraciones de los agentes muestran los mismos límites que
las condiciones objetivas de las que son producto” (Bourdieu 1978:166;
véase también Rabinow 1975; Barnett y Silverman 1979; Rabinow y
Sullivan 1979).
Sin embargo, esos mismos autores que subrayan la dominación cultural
ponen, al tiempo, límites importantes al alcance y la profundidad de los
controles culturales. Éstos nunca llegarían al caso extremo antes aludido,
con frecuencia ni siquiera de cerca. Así, aun aceptando la perspectiva de la
LA TEORÍA EN ANTROPOLOGÍA DESDE LOS AÑOS SESENTA
cultura como fuerza que constriñe, se defiende que la hegemonía siempre es
más frágil de lo que parece y nunca tan total como pretende ella misma (o
como pretende la antropología cultural tradicional). Las razones que se
aducen para apoyar esta concepción son diversas y se relacionan
directamente con las maneras en que los distintos autores conceptúan el
cambio sistémico. Ello nos conduce a nuestro último grupo de preguntas.
2. ¿De qué modo conforma la práctica al sistema? Aquí hay en realidad dos
consideraciones —el modo en que la práctica reproduce el sistema y el
modo en que la práctica transforma el sistema—. Una teoría unificada de la
práctica idealmente debería poder dar cuenta de ambas haciendo uso de un
solo edificio teórico. Por el momento, sin embargo, está claro que cuando se
enfoca la reproducción se tiende a producir una representación bastante
diferente a la que se obtiene cuando se enfoca el cambio; por ello
abordaremos separadamente estas cuestiones.
Empezando con la reproducción, hay que decir que la pregunta acerca del
modo en que las normas, valores y esquemas conceptuales se reproducen por
y para los actores cuenta, por supuesto, con una larga tradición en
antropología. Antes de los años sesenta, al menos en la antropología
norteamericana, se subrayó el papel de las prácticas de socialización como
agentes primarios de este proceso. Sin embargo, en Inglaterra, la influencia
del paradigma durkheimiano generó un énfasis en el ritual. La realización de
distintos tipos de rituales era el medio por el que los actores llegaban a
ligarse con las normas y valores de su cultura y/o el medio por el que eran
purgados, siquiera temporalmente, de los sentimientos disidentes que
pudieran abrigar (p.ej., Gluckman 1955; V. Turner 1969; Beidelman 1966).
El enfoque ritual, o lo que podría denominarse la atención privilegiada hacia
prácticas extraordinarias, se reforzó aun más en los años sesenta y setenta.
Los antropólogos simbólicos norteamericanos adoptaron la concepción del
ritual como una de las principales matrices de la reproducción de la
conciencia (Geertz 1973b; Ortner 1974), aun cuando disintieran en ciertos
aspectos de la aproximación británica. Y los marxistas estructurales
concedieron también un gran peso a la capacidad de los rituales de mediar
las contradicciones socio-estructurales y mistificar las operaciones del
sistema. El ritual es de hecho una forma de práctica —la gente lo hace— y
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estudiar la reproducción de la conciencia, mistificada o no, en los procesos
de conducta ritual no es sino estudiar una de las maneras en que la práctica
reproduce el sistema.
Las nuevas aproximaciones a la práctica, sin embargo, subrayan más las
prácticas de la vida cotidiana. Aunque los trabajos anteriores no ignoraban
ésta en absoluto, ahora se le supone una mayor prominencia. Así, a pesar de
su énfasis en los momentos más intencionales de la práctica, Bourdieu
también dedica una meticulosa atención a las pequeñas rutinas que las
personas repiten, una y otra vez, al trabajar, comer, dormir y relajarse, así
como a los pequeños escenarios acordes con las buenas maneras que
aquéllas recomponen una y otra vez en la interacción social. Todas estas
rutinas y escenarios se basan en, y encarnan por sí mismos, las categorías
fundamentales de ordenación temporal, espacial y social que organizan y
subyacen en el sistema en su conjunto. Al ejecutar esas rutinas, los actores
no sólo continúan siendo conformados por los principios organizadores
subyacentes de que se trate, sino que continuamente refrendan esos
principios materializándolos en el mundo de la observación y el discurso
públicos.
Una pregunta que acecha tras todo esto es si de hecho toda la práctica,
todo lo que todos hacemos, incluye y reproduce las asunciones del sistema.
Realmente hay aquí una profunda cuestión filosófica: si los actores son seres
totalmente culturales, ¿cómo pueden hacer algo que no transmita de alguna
manera asunciones culturales centrales? En un nivel más prosaico, la
pregunta se traduce en si las prácticas divergentes o no-normativas
constituyen simples variaciones de los temas culturales básicos o bien
implican en verdad modos sociales y culturales alternativos.
Estas dos últimas fórmulas se apoyan en sendos y muy diferentes modelos
del cambio sistémico. Uno es el modelo marxista clásico, en el que las
divisiones del trabajo y las asimetrías de las relaciones políticas crean
verdaderas contraculturas incipientes en el sistema dominante. Al menos
algunas prácticas y modos de conciencia de los grupos dominados “escapan”
a la hegemonía prevaleciente. El cambio tiene lugar, entonces, como
resultado de la lucha de clases cuando los grupos anteriormente dominados
logran impulsar e instituir una nueva hegemonía basada en sus propias y
particulares formas de ver y organizar el mundo.
LA TEORÍA EN ANTROPOLOGÍA DESDE LOS AÑOS SESENTA
Este modelo plantea un número de problemas que no repasaré aquí.
Simplemente señalaré que parece exagerar las diferencias de orientación
conceptual entre clases u otras entidades asimétricamente relacionadas, en
lugar de considerarlas diferencias tácticas. El modelo parece funcionar mejor
cuando las diferencias de clase son también, históricamente, diferencias
culturales, como ocurre en los casos de colonialismo e imperialismo (p.ej.,
Taussig 1980). Funciona peor en aquellos otros tipos de casos que
típicamente abordan los antropólogos —sistemas culturalmente homogéneos
en los que las desigualdades y asimetrías de orden diverso (basadas, por
ejemplo, en el género, la edad o el parentesco) resultan inseparables de las
complementariedades y reciprocidades que son percibidas de manera
igualmente real e igualmente fuerte—.
Recientemente, Marshall Sahlins ha ofrecido un modelo que deriva el
cambio sistémico de los cambios en las prácticas de un modo bastante
distinto. Sahlins sostiene que no hay porqué hacer equivaler un cambio
radical con la llegada al poder de grupos con cosmovisiones alternativas.
Subraya, en su lugar, la importancia de los cambios de significado que
experimentan las relaciones existentes.
Muy brevemente, Sahlins defiende que las personas con posiciones
sociales diferentes tienen diferentes “intereses” (término éste que Sahlins
lamenta, pero que usa ampliamente) y actúan de acuerdo con ellos. Esto no
implica por sí mismo conflicto o lucha ni que las personas con intereses
diferentes sostengan visiones del mundo radicalmente distintas. Sí implica,
sin embargo, que tratarán de reforzar sus respectivas posiciones cuando surja
la oportunidad, aunque lo harán siguiendo los medios tradicionalmente
disponibles para el tipo de personas y posiciones al que pertenecen. El
cambio tiene lugar cuando las estrategias tradicionales, que asumen pautas
de relaciones tradicionales (p.ej., entre jefes y plebeyos o entre hombres y
mujeres), se despliegan ante nuevos fenómenos (p.ej., la llegada del Capitán
Cook a Hawai) que no responden a esas estrategias de maneras tradicionales.
Este cambio de contexto, esta refracción del mundo real con respecto a las
expectativas tradicionales, pone en cuestión tanto las estrategias de la
práctica como la naturaleza de las relaciones que ellas presuponen:
la pragmática tenía su propia dinámica: relaciones que derrotaron a la intención y a
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la convención. El complejo de intercambios que se desarrolló entre hawaianos y
europeos... condujo a los primeros a unas condiciones atípicas de conflicto y
contradicción internos. Consecuentemente, sus diferentes conexiones con los
europeos dotaron a sus propias interrelaciones de un nuevo contenido funcional.
Ésta es una transformación estructural. Los valores adquiridos en la práctica vuelven
a la estructura como nuevas relaciones entre sus categorías (Sahlins 1981:50).
El modelo de Sahlins es atractivo en varios sentidos. Como ya quedó
señalado, no hace equivaler la divergencia de intereses con una formación
casi contracultural y, por tanto, no se ve forzado a considerar el cambio
desde el punto de vista de una sustitución efectiva de grupos (aunque,
eventualmente, también hay algo de esto en el caso hawaiano).
Adicionalmente, al sostener que el cambio puede ocurrir en gran medida a
través de los intentos (fracasados) de aplicar interpretaciones y prácticas
tradicionales, su modelo une los mecanismos de reproducción y de
transformación. El cambio, afirma, es reproducción fallida. Y finalmente, al
subrayar los cambios de significado como un proceso esencialmente
revolucionario, le da a la propia revolución un carácter menos extraordinario
(aunque no menos dramático a su manera) que el que le prestan los modelos
convencionales con que contamos.
Cabe expresar, no obstante, algunas objeciones menores. En primer lugar,
Sahlins todavía está en lucha con la perspectiva del interés. El
enfrentamiento es breve y el autor ofrece una fórmula que intenta suavizar
algunas de las cualidades más etnocéntricas de dicha perspectiva, pero no
llega a captar en verdad toda la gama de pensamientos y sentimientos que
mueve a los actores a actuar y a hacerlo de formas complejas.
Puede sugerirse, además, que Sahlins hace que el cambio parezca
demasiado fácil. El libro es corto, por supuesto, y el modelo sólo queda
esbozado. Incluso resulta probable que la relativa “apertura” de un sistema
dado, y de diferentes tipos de sistemas, sea empíricamente variable (véase,
p.ej., Yengoyan 1979). No obstante, Sahlins sólo señala de pasada los
muchos mecanismos que, en el curso normal de los acontecimientos, tienden
a mantener el sistema en su sitio a pesar de la existencia de cambios
aparentemente importantes en las prácticas. Los movimientos para mantener
LA TEORÍA EN ANTROPOLOGÍA DESDE LOS AÑOS SESENTA
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el statu quo por parte de aquéllos que poseen intereses en él* tienen quizá
una importancia menor y, en todo caso, pueden provocar un efecto contrario
y producir nuevos e imprevistos resultados. Más importante resulta esa
especie de “obstáculo” introducido en el sistema por el hecho de que los
actores, como resultado de la enculturación, materialicen el sistema además
de vivir en él (véase Bourdieu 1978). Ahora bien, no todos los actores
maduros son tan flexibles. Un modelo adecuado sobre la capacidad de la
práctica para revisar la estructura ha de abarcar con toda probabilidad un
marco de desarrollo a largo plazo, que abarque dos o tres generaciones.
adoptada por sí misma, resulta unilateral. Las pautas de cooperación,
reciprocidad y solidaridad constituyen la otra cara de la moneda del ser
social. En el presente contexto post-años-setenta, las perspectivas de lo
social en términos de reparto, intercambio y obligación moral —“la difusa y
duradera solidaridad” según reza la famosa frase de David Schneider— se
conceptúan principalmente como ideología. A menudo son ideológicas, por
supuesto. Con todo, una perspectiva hobbesiana de la vida social
seguramente sea tan sesgada como una que retorne a Rousseau. Un modelo
adecuado ha de abarcar todo el conjunto.
Una idea relacionada se deriva del hecho de que la mayor parte de la
reproducción sistémica tenga lugar por medio de las actividades rutinarias y
las interacciones íntimas de la vida doméstica. En la medida que la vida
doméstica esté aislada de la esfera social mayor (una medida generalmente
mucho mayor que en el caso de la Polinesia), prácticas importantes —relaciones de género y socialización de los niños— permanecerán relativamente
intactas y puede que impidan la transmisión a las siguientes generaciones de
nuevos significados, valores y relaciones entre categorías. Sólo en muy
último extremo se modificará de manera significa —y conservadora— lo
que se transmite.
Mi segunda nota no es tanto una reserva crítica como una especie de
juego con una ironía anclada en el núcleo del modelo de la práctica. La
ironía, aunque algunos puedan no percibirla como tal, es la siguiente: que,
aunque las intenciones de los actores reciben un lugar central en el modelo,
el cambio social importante no tiene lugar principalmente como una
consecuencia intencional de la acción. Por muy racional que pueda ser la
acción, el cambio es principalmente un derivado, una consecuencia
imprevista de la acción. Al querer concebir niños con un mana superior y
yacer con los marineros británicos, las mujeres hawaianas se convirtieron en
agentes del espíritu del capitalismo en su sociedad. Al querer conservar sus
estructuras y reducir las anomalías matando a un “dios” que en realidad no
era sino el capitán Cook, los hawaianos pusieron en movimiento una cadena
de acontecimientos que finalmente derrocó a sus dioses y a sus jefes y
provocó el derrumbe del mundo que conocían. Decir que la sociedad y la
historia son producto de la acción humana es decir verdad, pero sólo en un
cierto sentido irónico. Raramente son el producto que los actores mismos
pretenden conseguir.18
En pocas palabras, en el camino que vuelve de la práctica a la estructura
hay probablemente muchos más vínculos y muchas más probabilidades de
resbalar que las que permite la relativamente suave explicación de Sahlins.
No obstante, aunque el curso del cambio estructural sea más difícil de lo que
asume Sahlins, éste presenta una explicación convincente de cómo puede
resultar más fácil de lo que algunos afirman.
Concluyo esta sección final con dos reservas más allá de las ya
expresadas. La primera concierne a la centralidad de la dominación en el
edificio teórico contemporáneo de la práctica o, al menos, en el de ese
segmento que aquí hemos tratado. Estoy tan convencida como otros de que
penetrar en el funcionamiento de las relaciones sociales asimétricas implica
penetrar en el corazón de gran parte de lo que sucede en un sistema dado.
Estoy igualmente persuadida, sin embargo, de que semejante empresa,
*
Estos movimientos, protagonizados por las élites, son los que Sahlins parece
subrayar en el caso hawaiano. [N. del T.]
18
Michel Foucault, cuyas más recientes obras (1979 y 1980) forman claramente
parte de la actual tendencia de la práctica y que está teniendo impacto al menos en
algunos sectores de la antropología, ha formulado muy bien esta idea: “Las personas
saben lo que hacen y frecuentemente saben por qué hacen lo que hacen; lo que no
saben es qué hace lo que hacen” (citado por Dreyfus y Rabinow 1982: 187). Lamento no haber sido capaz de incluir a Foucault en las discusiones de este apartado. El
autor ha luchado, en particular, contra algunas de las ramificaciones del individualismo que anida en el corazón de buena parte de la teoría de la práctica, aunque no
ha salido indemne del combate, pues se ha enredado en otros nudos —tales como
una “intentionalidad sin sujeto [y] una estrategia sin un estratega” (ibid.)—.
LA TEORÍA EN ANTROPOLOGÍA DESDE LOS AÑOS SESENTA
CONCLUSIONES Y PERSPECTIVAS
No ha sido mi intención, como señalé más arriba, hacer un examen
exhaustivo de una sola escuela de pensamiento antropológico durante las dos
últimas décadas. Me he centrado, más bien, en las relaciones entre diversas
tendencias intelectuales de la disciplina, en y a través del tiempo. Tampoco
he hecho, como ahora ya será obvio, una indagación del todo desinteresada.
Las corrientes de pensamiento que he optado por subrayar son aquéllas que
considero más importantes en la conducción de la disciplina hacia una cierta
posición contemporánea; y mis representaciones acerca del lugar en que hoy
estamos son claramente selectivas.
Gran parte de lo que se ha dicho en este ensayo puede subsumirse en el
pequeño epigrama de Peter Berger y Thomas Luckmann: “La sociedad es un
producto humano. La sociedad es una realidad objetiva. El hombre es un
producto social” (1967:61). La mayoría de las antropologías anteriores han
puesto el énfasis en el segundo componente de este conjunto: la sociedad (o
la cultura) se ha considerado, de una forma u otra, como una realidad
objetiva, con su propia dinámica divorciada en gran medida de la agencia
humana. Los antropólogos culturales y psicológicos norteamericanos han
subrayado, además, el tercer componente, las maneras en que la sociedad y
la cultura conforman la personalidad, la conciencia, las formas de ver y
sentir. Pero, hasta muy recientemente, no se han hecho sino pequeños
esfuerzos por entender de qué modo la sociedad y la cultura mismas son
producidas y reproducidas a través de la intención y la acción humanas. La
antropología de los años ochenta, a mi juicio, está empezando a tomar forma
precisamente en torno a esta cuestión, aunque manteniendo —idealmente—
un sentido de las verdades que encierran las otras dos perspectivas.
Por ello, he conceptuado a la práctica como el símbolo-clave de la
antropología de los ochenta. Soy consciente, sin embargo, de que muchos
otros habrían escogido un símbolo-clave distinto: la historia. En torno a este
término se aglomeran nociones como las de tiempo, proceso, duración,
reproducción, cambio, desarrollo, evolución, transformación (véase Cohn
1981). En lugar de percibir el cambio teórico en la disciplina como un movimiento desde las estructuras y los sistemas hacia las personas y las prácticas,
cabría percibirlo, entonces, como un cambio desde los análisis sincrónicos y
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estáticos a los diacrónicos y procesales. Vista de este modo, la aproximación
de la práctica no constituye sino una cara del movimiento hacia la diacronía,
aquélla que subraya los microprocesos de desarrollo —transacciones,
proyectos, carreras, ciclos de desarrollo y cosas por el estilo—.
La otra cara del movimiento hacia la diacronía es la macro-procesal o
macro-histórica y comprende al menos dos tendencias. Por un lado, está la
escuela de la económica política, ya tratada, que intenta entender el cambio
de las pequeñas sociedades típicamente estudiadas por los antropólogos
relacionándolo con desarrollos históricos de mayor escala (sobre todo la
expansión colonialista y capitalista), externos a las sociedades en cuestión.
Por otro, hay un tipo más etnográfico de investigación histórica, que presta
una mayor atención a las dinámicas internas de desarrollo a través del
tiempo. No se descartan los impactos externos, pero hay un mayor esfuerzo
por delinear las fuerzas de estabilidad y de cambio que operan en un sistema,
así como los filtros sociales y culturales que funcionan seleccionando y/o
reinterpretando cualquier cosa que pueda venir de fuera (p.ej., Geertz 1980b;
Blu 1980; R. Rosaldo 1980; Wallace 1980; Sahlins 1981; Ortner, en
preparación [1989]; Kelly s.f. [1985]).
El acercamiento de la antropología y la historia es, a mi juicio, un
desarrollo sumamente importante para la disciplina en su conjunto. Si en
este ensayo he optado por no subrayarlo, sólo ha sido porque, por el
momento, la tendencia es demasiado amplia. Recubre distinciones
importantes, en lugar de revelarlas. En la medida que la historia se mezcla
con casi todo tipo de trabajo antropológico, aporta una pseudo-integración
de la disciplina que no afronta algunos de los problemas más profundos.
Como se ha argumentado en este ensayo, esos problemas más profundos
fueron generados por los mismos éxitos de las aproximaciones sistémica y
estructuralista, las cuales establecieron la naturaleza real de la sociedad
como si fuera una cosa, pero dejaron de preguntarse, en forma sistemática,
de dónde viene esa cosa y cómo podría cambiar.
Contestar a estas preguntas con la palabra “historia” supone evitarlas, si
por historia se entiende principalmente una cadena de acontecimientos
externos ante los cuales reaccionan las personas. La historia no es simplemente algo que les pasa a las personas, sino algo que ellas hacen —por
supuesto, bajo las muy poderosas constricciones del sistema en el que
LA TEORÍA EN ANTROPOLOGÍA DESDE LOS AÑOS SESENTA
operan—. Una aproximación centrada en la práctica intenta abordar esa
elaboración ya sea en el pasado o en el presente, ya en la creación de cosas
nuevas o ya en la reproducción de las mismas cosas. En lugar de incurrir en
un fetichismo de la historia, una aproximación centrada en la práctica aporta,
o al menos promete, un modelo que implícitamente une los estudios
históricos y antropológicos.19
Por supuesto, ha habido antes intentos de devolver la agencia humana a la
teoría social y cultural. Esos esfuerzos, sin embargo, fueron demasiado lejos
o se quedaron demasiado cortos en relación con el papel que otorgaron a los
sistemas/estructuras. En el caso de la “teoría general de la acción” de
Parsons, la acción se vio casi puramente como una puesta en escena de las
reglas y roles del sistema. En los casos del interaccionismo simbólico y el
transaccionalismo, se minimizaron las constricciones sistémicas, considerándose el propio sistema como un depósito relativamente grande de
“recursos” que los actores extraen al construir sus estrategias. Las versiones
modernas de teoría de la práctica, por otro lado, parecen las únicas en
aceptar los tres lados del triángulo de Berger y Luckmann: que la sociedad
es un sistema, que el sistema constriñe con fuerza y, no obstante, que el
sistema puede hacerse y deshacerse a través de la acción y la interacción
humanas.
Todo ello no equivale a decir que la perspectiva de la práctica represente
el fin de la dialéctica intelectual o que sea perfecta. En este ensayo no he
abordado muchos de sus defectos. Como toda teoría, es un producto de su
tiempo. La práctica tuvo en otro tiempo el aura romántica del voluntarismo
—“el hombre”, como rezaba el dicho, “que se hace a sí mismo”—. En la
actualidad, la práctica tiene cualidades relacionadas con la dureza del día de
hoy: pragmatismo, maximización de la ventaja, “todo hombre”, como reza el
19
Podría objetarse que los economistas políticos reservan a la práctica un lugar
central en su modelo. Cuando reciben el impacto de acontecimientos externos, los
actores de una sociedad determinada reaccionan e intentan abordar dichos impactos.
El problema es que la acción se convierte primariamente en reacción. El lector
podría objetar, a su vez, que la reacción también constituye un elemento central en
el modelo de Sahlins. Pero la idea de Sahlins es que la naturaleza de la reacción
viene conformada tanto por la dinámica interna cuanto por la naturaleza de los
acontecimientos externos.
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dicho, “para sí mismo”. Esta perspectiva parece natural en el contexto del
fracaso de muchos de los movimientos sociales de los años sesenta y setenta
y en el contexto de una economía desastrosa y una mayor amenaza nuclear.
No obstante, por muy realista que pueda parecer ahora, esa perspectiva
resulta tan sesgada como el propio voluntarismo. Queda mucho trabajo por
hacer.
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