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Letras
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biográfica…
N° 40: 141-158,La2007
arqueológica como reconstrucción
issn 0716-0798-
LA ESCRITURA ARQUEOLÓGICA COMO
RECONSTRUCCIÓN BIOGRÁFICA EN
EL GRAN MAL, DE GONZALO CONTRERAS
Archaeological writing as biographical reconstruction in the novel
El gran mal by Gonzalo Contreras
MARIO LILLO CABEZAS
Pontificia Universidad Católica de Chile
[email protected]
El artículo discute y analiza los problemas que enfrenta el narrador de la novela El gran
mal, del escritor chileno Gonzalo Contreras, en su intento por reconstruir discursivamente la
biografía del pintor Marcial Paz, tío suyo, y de quien heredó gran parte de sus pinturas. Las
fuentes para la reconstrucción, la indeterminación y la especulación ejercida por la memoria
son los aspectos centrales del análisis.
Palabras clave: arqueología, memoria, biografía.
This article seeks to discuss and analyze the narrator’s problems in the novel El gran mal
by Gonzalo Contreras in his attempt to carry out a discursive reconstruction of his uncle’s
life. The narrator and heir of Marcial Paz’ paintings has to deal with intricate aspects of the
reconstruction, such as the sources, the indetermination of knowledge and the speculation
of memory. These issues are the core of the analysis.
Keywords: archaeology, memory, biography.
“¿Cómo yo, que no había tenido fuerzas para retener
mi propio pasado, puedo esperar que salvaré el de
otro?” (Jean Paul Sartre La náusea 111).
Arqueología y escritura
En el contexto del análisis que pretendemos llevar a cabo en este trabajo, el
concepto de arqueología que empleamos para examinar el itinerario discursivo
llevado a cabo por Ricardo Vila, el biógrafo-protagonista de la novela El gran
mal de Gonzalo Contreras (1998), no está referido en primera instancia a aquel
aspecto de la ciencia que estudia los objetos antiguos hechos por el hombre
debido a su interés histórico o artístico (cf. María Moliner Diccionario de
Fecha de recepción: 27 de diciembre de 2006
Fecha de aceptación: 13 de marzo de 2007
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uso del español I: 247), sino se sitúa más bien en la esfera de lo que podemos
denominar método paleontológico de reconstrucción de un todo a partir de un
elemento aislado y parcial, lo cual remite a su vez a la figura de la sinécdoque
como expediente retórico. En este ámbito, constituye también un aporte la concepción desplegada por Michel Foucault en La arqueología del saber respecto
al método arqueológico según el cual el material original del análisis histórico
y social es una multitud de actos y de eventos y no precisamente el sujeto individual. No obstante, la idea de individuo es una construcción de la que tenemos
necesidad para comprender actos y acontecimientos que percibimos de manera
atomizada y que debemos reunir y asignar a series significativas, de las cuales
las identidades personales no son sino expresiones. Esta es una concepción
de la idea del individuo que se encuentra, por lo demás, bastante alejada de la
consideración y la sensibilidad de un personaje como Ricardo Vila, el cual en la
novela es configurado como un diligente sobrino empeñado en saldar mediante
la escritura biográfica una deuda moral frente a su tío Marcial Paz. Si tomamos
en consideración las reflexiones nietzscheanas acerca de la historia monumental
y anticuaria contenidas en “De la utilidad y de los inconvenientes de los estudios históricos para la vida” del filósofo alemán, es pertinente preguntarse qué
relación establece Foucault entre arqueología e historia:
En nuestros días, la historia es lo que transforma los
documentos en monumentos, y que, allí donde se trataba de reconocer por su vaciado lo que había sido,
despliega una masa de elementos que hay que aislar,
agrupar, hacer pertinentes, disponer en relaciones,
constituir en conjuntos. Hubo un tiempo en que la
arqueología, como disciplina de los monumentos
mudos, de los rastros inertes, de los objetos sin contexto y de las cosas dejadas por el pasado, tendía a la
historia y no adquiría sentido sino por la restitución
de un discurso histórico; podría decirse, jugando un
poco con las palabras, que, en nuestros días, la historia
tiende a la arqueología, a la descripción intrínseca del
monumento. (Foucault 11)
Sobre la base de lo anterior, y tomando en consideración el objetivo del narrador
de El gran mal, en este trabajo se trata de situar el análisis en una doble perspectiva
arqueológica: por una parte, es preciso examinar la tentativa del protagonista por
reconstruir la vida de su tío Marcial Paz para transformarla a partir de los documentos disponibles en un monumento literario. Por otra parte, el análisis mismo
procurará, en palabras de Foucault, desplegar, aislar, agrupar, hacer pertinentes,
disponer en relaciones, etc., la masa de elementos aportados por el relato a fin
de investigar el discurso del narrador autodiegético y otorgar elementos que nos
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permitan a su vez estatuirlo como mero documento o como monumento en el
campo cultural. En este contexto, resulta sugerente hacer una analogía entre el
concepto de obra completa planteado por el filósofo francés y la vida que Ricardo
pretende reconstruir discursivamente. Al respecto, dice Foucault:
La constitución de una obra completa o de un opus
supone cierto número de elecciones que no es fácil
justificar ni aun formular: ¿basta agregar a los textos
publicados por el autor aquellos otros que proyectaba imprimir y que no han quedado inconclusos sino
por el hecho de su muerte? ¿Habrá que incorporar
también todo borrador, proyecto previo, correcciones
y tachaduras de los libros? ¿Y qué consideración
atribuir a las cartas, a las notas, a las conversaciones
referidas, a las frases transcritas por los oyentes, en
una palabra, a ese inmenso bullir de rastros verbales
que un individuo deja en torno suyo en el momento
de morir, y que, en un entrecruzamiento indefinido,
hablan tantos lenguajes diferentes? (38)
En el marco de su análisis de las regularidades discursivas, las interrogantes
que plantea el filósofo en torno al concepto de obra en su especificidad –frente
a la unidad material del volumen o libro concreto– permiten tomar conciencia
de la complejidad de aquella por la multiplicidad de factores involucrados en
su constitución, análogamente a lo que sucede con la distancia cualitativa y
cuantitativa que media entre una experiencia de vida fijada en el discurso y las
posibilidades que representa una existencia en curso o que se intenta recuperar
sobre la base de las miles de interacciones que ella tiene o tuvo, tal como es el caso
del narrador en El gran mal respecto de la biografía que se ha propuesto llevar a
cabo. Expresado en términos saussureanos, la vida concreta de un individuo se
presenta entonces como una suerte de parole, como manifestación cronotópica
de la seudo langue que representaría la vida misma como sistema virtual. Lo
mismo sucede con la obra y sus potenciales e indefinidos entrecruzamientos de
lenguajes diferentes frente a la realidad del texto fijado concretamente, como
lo señala Foucault, y en este aspecto
[E]l análisis arqueológico individualiza y describe unas
formaciones discursivas. Es decir, que debe compararlas,
u oponer unas a otras en la simultaneidad en que se
presentan, distinguirlas de las que no tienen el mismo
calendario, ponerlas en relación, en lo que pueden tener
de específico, con las prácticas no discursivas que las
rodean y les sirven de elemento general. (263)
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Es esta la tarea arqueológica que se ha propuesto Ricardo Vila, el narrador-biógrafoprotagonista, en la soledad de la montaña, y para ello debe acudir en exclusiva al
recurso de la memoria de una historia vivida por él como testigo presencial y de
una historia dicha a través del relato de su tío Marcial, de cartas, de testimonios
de terceros como Castro Ruiz y, especialmente, de su propia especulación para
recuperar discursivamente la vida de Marcial Paz en una especie de homenaje
de gratitud debida a la paulatina venta de la herencia pictórica legada por este,
como recurso básico de supervivencia. Aun cuando no tenga conciencia de ello,
lo que Ricardo tiene entre manos “[N]o es nada más y ninguna otra cosa que una
reescritura” (Foucault 235) de aquel texto artístico, emocional, etc., que Marcial
escribió durante su vida y que solo la muerte interrumpió.
Dada la realidad existencial del protagonista de El gran mal, se puede definir su
situación inicial de carencia en términos similares a los que se podría emplear
frente a Antoine Roquentin, el narrador autodiegético de Sartre empeñado en
escribir la historia del Marqués de Rollebon: “Yo vivo solo, completamente solo.
Nunca hablo con nadie; no recibo nada, no doy nada” (Sartre 19). A partir de
una situación equivalente se efectúa la tentativa de reconstrucción biográfica
del pintor Marcial Paz, y como veremos en el curso del análisis referido a este
aspecto de la novela de Contreras, muchas de las expresiones de Roquentin
podrían ser suscritas por Ricardo Vila, su especie de alter ego escritural:
Bueno, sí, pudo hacer todo esto, pero no está probado;
comienzo a creer que nunca se puede probar nada. Estas
son hipótesis juiciosas que explican los hechos; pero
veo tan bien que proceden de mí, que son simplemente
una manera de unificar mis conocimientos. Ni una
chispa viene del lado de Rollebon. Lentos, perezosos,
fastidiados, los hechos se acomodan en rigor al orden
que yo quiero darles; pero este sigue siendo exterior
a ellos. Tengo la impresión de hacer un trabajo puramente imaginativo. Además, estoy seguro de que los
personajes de una novela parecerían más verdaderos;
en todo caso, serían más agradables. (Sartre 26)
El ejemplo citado, como asimismo los que siguen, da cuenta de los préstamos
mutuos que se otorgan frecuentemente la historia y la ficción, de la complejidad
de una historia dicha sobre la base de recuerdos o testimonios y del límite muchas
veces difuso o imperceptible que se produce en el proceso de reconstitución
escritural de una vida. Con cierta periodicidad se producen interpolaciones de
elementos ficticios en los datos empíricos, el recuerdo de hechos vividos se
coaliga con la especulación, y con mucha frecuencia llega el momento en que
el biógrafo no está en condiciones de discriminar entre lo real y lo inventado,
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o bien la división ortodoxa entre ficción y realidad se diluye por la importancia
que cobra el texto mismo como experiencia de escritura, como enunciación
voluntarista y ajuste de cuentas con un pasado olvidado u olvidable. Es lo que
expresa Roquentin en otro momento de La náusea:
He pensado lo siguiente: para que el suceso más trivial
se convierta en aventura, es necesario y suficiente
contarlo. Esto es lo que engaña a la gente; el hombre
es siempre un narrador de historias; vive rodeado de
sus historias y de las ajenas, ve a través de ellas todo
lo que le sucede, y trata de vivir su vida como si la
contara [destacado nuestro]. (52)
Es, asimismo, lo que señala aquel narrador donosiano empeñado en encontrar
un término justo de aproximación a una vida tan singular, que no parece susceptible de ser configurada verosímilmente por el texto ficcional. El narrador
de la nouvelle Taratuta, esa especie de sosia de José Donoso, se refiere en los
siguientes términos a la vida de una persona de importancia secundaria, aparentemente real, descubierta en un texto biográfico de Lenin:
Los personajes, la acción, el espacio de esta historia
parecían ofrecerse para que cualquier pluma los recogiera. Pero al intentar hacerlo, a mí me resultó casi
imposible, no por la pobreza de los datos, cosa fácil de
remediar con un poco de fantasía, sino porque Taratuta
era un personaje esencialmente cultural, pertenecía
más a la literatura que a la vida por estar adornado
con atributos novelescos que ni su especioso fervor
revolucionario, ni su discutible fidelidad al partido
lograban recuperármelo para el mundo de los seres
reales: porfiadamente permanecía personaje, no persona. (Donoso 13)
A su vez, importa examinar en particular la actitud de Ricardo frente al texto
que tiene entre manos, pues en ella se observa con nitidez una permanente
fluctuación e irresolución ante el material que acopia acerca de la vida de su
tío, como por ejemplo cuando le dice a su joven lectora Ágata: “–¿Qué viene?
–Ah, no, eso no te lo voy a decir. Tú vas a ir leyendo los hechos. No importa
tanto lo que yo diga, sino cómo lo escriba o, mejor dicho, lo que resulte. Yo
mismo lo ignoro. Las piezas se van ordenando a medida que avanzo” (Contreras
122; en adelante solo se indica la página). Si bien, por su contenido, el final del
texto citado se puede examinar desde el tema de la novela como metatexto, no
obstante es preciso subrayar que la negativa de Ricardo de adelantar a la joven
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información sobre la biografía en proceso no se debe al empleo estratégico
de aquella técnica que Vargas Llosa denomina dato escondido en hipérbaton
–la cual se utiliza con el objetivo de proveer al relato suspenso y despertar la
curiosidad en el lector, a la manera de las narraciones policiales clásicas–, sino
al hecho de que, como se descubre a lo largo del texto, es tal la complejidad
de la reconstrucción arqueológica de la cual comienza a tomar conciencia el
biógrafo que, por decirlo en términos tradicionales, la forma va cobrando importancia insospechada frente al fondo del relato. En consecuencia, y como lo
habría expresado Marshall McLuhan, el medio se transforma en el mensaje,
y en definitiva es irrelevante si el contenido textual obedece a una verdad de
correspondencia con los hechos efectivamente acaecidos o a una verdad de
coherencia al interior de la narración.
El problema de las fuentes
Desde otra perspectiva de análisis, es oportuno examinar el relato del aspirante a
biógrafo tomando como coordenadas dos aspectos básicos: las clases de fuentes
de información a las cuales este recurre en su pesquisa arqueológica y el grado
de veracidad de estas, sin perjuicio de reiterar el interés que despierta la actitud
de Ricardo frente a su propio texto, pero que merece un trabajo aparte focalizado
en este aspecto. En este último sentido, una vez tomada la decisión de rendir
homenaje literario a su tío, es posible rastrear muy prematuramente la disposición creadora que adopta el sobrino, es decir, su estado de ánimo inicial frente
al texto: “Pensaba en Marcial, un gran artista al que a diez años de su muerte
todos comenzaban a olvidar, a quien la crítica había tratado duramente en su
última etapa, y que ahora terminaba reducido a una simple baja bursátil. Algo
se revolvía dentro de mí y una voz interior, un poco más serena, comenzaba a
modularse” (19). Es decir, la de Ricardo es una actitud inicial positiva y optimista
dentro de lo que corresponde a su personalidad con tendencias depresivas.
En el contexto de los aspectos básicos recién nombrados, con frecuencia el biógrafo hace explícita la fuente de reconstrucción a la cual acude en los distintos
momentos de su trabajo. Esta consiste alternativamente en su memoria, en las
confesiones del mismo biografiado –sean estas directas o epistolares–, en el
testimonio de Castro Ruiz, amigo de Marcial, y en las cartas de Eve, la esposa
neoyorkina del pintor. En este sentido, el acto simple de recordar se presenta
de modo recurrente, al menos en los inicios de la escritura biográfica, como lo
demuestran los siguientes ejemplos, en el primero de los cuales destaca de algún
modo la reconstrucción del pasado a la manera de Proust, puesto que el hotel de
montaña en que reside Vila por un par de meses evoca un acontecimiento vivido
junto al biografiado: “La altura, ahí estaba. Recordé nuestro breve viaje a los
montes del Atlas Central junto a Girault, sus palabras aquel atardecer de hace
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más de veinticinco años en la terraza del refugio Netter” [destacado nuestro]
(21). A modo de comentario adicional al tema que analizamos en este trabajo,
en el texto citado es preciso enfatizar una tendencia que se puede constatar en
otras novelas de Gonzalo Contreras (La ciudad anterior y El nadador) en el
sentido de que es posible observar en las palabras de Ricardo una expansión
temporal que hace que, en su aspecto narrado o dicho, el tiempo configurado
experimente un incremento que desborda significativamente la historia vivida.
Este es un procedimiento narrativo recurrente en este escritor. Según el texto
citado, Ricardo goza de una gran capacidad para rescatar vivencias lejanas en
el tiempo –aquí se habla de veinticinco años–, y este factor debiese ser garantía
de una arqueología exitosa en torno a la vida de Marcial Paz. Así parece corroborarlo aquello que expresa algunas páginas más adelante:
Debía recordar con mayor precisión mis conversaciones con Marcial, volver a todos aquellos aspectos
en los que insistía con mayor frecuencia referidos al
accidente. La soledad, el abandono, la frustración de
sentir que algo había salido mal, de pensar si acaso
no se trataba de un signo fatal en su vida, en fin, los
encontrados sentimientos que tuvo en la cama del
hospital, absolutamente abandonado del mundo por
espacio de tres meses. ¿Cómo diablos se llamaba el
barco? [destacado nuestro] (37)
En el párrafo anterior se superponen dos aspectos contradictorios, acaso propios
de una personalidad como la revelada en aquellos pasajes de la novela en los
cuales Ricardo se muestra al lector como alguien próximo a la cosmovisión
del personaje sartreano ya citado. Un primer aspecto a considerar remite a la
agudeza y precisión de Ricardo –que también son características de los narradores de las dos novelas anteriores de Contreras– para explorar los entresijos
de la conciencia de los personajes, siempre y cuando en el presente caso no
se trate de meras especulaciones del biógrafo. En El gran mal esa capacidad
sobresale especialmente por la distancia temporal que media entre el presente
del acto de rescate biográfico y los hechos recordados por una memoria que
parece omnipotente y omnisciente, pues el escenario de los hechos recordados, el puerto de Guayaquil, está espacialmente distante (Marcial recuerda
el hecho en Tánger o en Nueva York) y no resulta grato en su memoria. Lo
disonante en la situación reside en la pregunta final del pasaje citado, pues
ante la riqueza desplegada en la reconstrucción de estados de ánimo de su tío,
aun cuando estos le hubiesen sido revelados directamente por su protagonista,
el biógrafo experimenta la impotencia de no poder recordar algo tan anodino
como el nombre del barco, lo cual emerge, en primera instancia, como la
manifestación de un elemento postmoderno en la narración en el sentido de
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hacer coexistir en el relato una versión particular de aquello que Northrop
Frye denomina high mimetic y low mimetic: en este caso, la coexistencia de
la incursión en el inconsciente con al dato prosaico (cf. Anatomía de la crítica). No obstante, la pregunta que se hace Ricardo corresponde a la actitud
de la primera etapa en su trabajo escritural, en la cual él parece empeñado en
ser fiel y exacto con el recuerdo de lo vivido y oído, y esto podría explicar su
afán de precisión. Pero este no es el único caso de convivencia de elementos
heterogéneos desde el punto de vista del nivel del contenido. El fenómeno
también se detecta en otra secuencia del recuerdo del biógrafo, en la cual se
relata la experiencia del pintor en la Bienal de Venecia, la cual le indicó la
dirección correcta, artísticamente hablando, en que se hallaba: “Acerca de la
acogida de la solitaria tela de Paz en el Salón de los Independientes, no se
sabe mucho. Interrogado acerca del tema, él sólo decía: ‘No me acuerdo’. Lo
que sí recuerda es que a su vuelta compraron un auto” (130). Beatriz Sarlo
se refiere al punto que nos ocupa y a los que siguen en este trabajo desde una
perspectiva muy atingente y esclarecedora:
Precisamente el discurso de la memoria y las narraciones en primera persona se mueven por el impulso
de cerrar los sentidos que se escapan. Frente a la dispersión del sentido, se busca establecer un sentido en
la narración del recuerdo. En el límite, también está
operando la utopía de un relato “completo”, del cual
no quede nada afuera. De ahí la inclinación por el
detalle y la acumulación de precisiones con las que se
crea la ilusión de que algo concreto de la experiencia
pasada fue capturado en el discurso. Mucho más que
la historia, el discurso es concreto y pormenorizado,
a causa de su anclaje en la experiencia recuperada
desde lo singular. (Sarlo 41)
El texto de Sarlo refleja con bastante cercanía los alcances y límites con los
cuales tiene que lidiar el biógrafo, y permite obtener una visión comprensiva de
los avatares de este frente al magma inicial y a la cadena de recuerdos que se
va formando en el proceso de reconstrucción. Más de cien páginas después, el
conflicto ante la precisión aún está presente en la conciencia de Ricardo:
Alguien puede pensar en celos retrospectivos de parte
mía o algo parecido, pero no hay tal: Eran sólo los
escrúpulos naturales de todo escritor para el cual la
realidad debe reflejarse en cada objeto o pensamiento
que toca o le ocurre a su personaje, en su anverso y su
reverso. Esto me indujo a pensar que acaso mi trabajo
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no estaba siendo lo suficientemente complejo frente
a la lectura real de los acontecimientos; si la vida de
Marcial no abría los ojos de una jovencita, es que algo
estaba fallando. (149)
A pesar del esfuerzo de Ricardo, a medida que transcurre el relato la exactitud y fidelidad del recuerdo experimenta una suerte de degradación que ya se
anuncia en los inicios en la novela: “Hasta aquí. No puedo más. El esfuerzo es
demasiado. Recuerdo que Marcial me contó todo esto con una sonrisa amable,
cuando habían pasado más de veinte años, cuando ya nada de eso le importaba
realmente” (57). Es posible que el esfuerzo al cual se refiere Ricardo se deba a
la precisión de lo recordado a la cual intenta acceder y a la enfermedad que lo
mina física y sicológicamente desde su infancia y que da nombre a la novela,
de modo que en un primer momento es comprensible la dificultad de mantener
la coherencia en la diacronía del relato. Al respecto, es legítimo preguntarse
acerca del carácter metafórico de las primeras frases del siguiente párrafo: “No
tenía [Marcial] por entonces ningún control sobre el mundo, era un hombre
literalmente a la deriva, lo que explica en parte la desorganización del relato. La
narración no es más que el reflejo de esa anarquía, lo que no facilita las cosas
para el que escribe. Pero en fin, al trabajo” (62). Sin embargo, este aspecto claramente autobiográfico es materia de otro trabajo en torno a esta novela. Por el
momento, ponemos en evidencia la homología entre vida y relato descubierta
por el biógrafo.
Aun cuando es asombrosa la fidelidad en la reconstrucción de ciertos acontecimientos de la vida de Marcial, especialmente aquellos centrados en su relación
sentimental con Evangelina Cruz: sus estados de ánimo, detalles de la intimidad,
etc., que se detectan en el relato de Ricardo, hacia finales del primer tercio de la
novela comienza a hacerse más evidente la incapacidad de la sola memoria para
reconstruir la vida del pintor, y es entonces cuando comienzan a aparecer en el
léxico del biógrafo palabras que denotan la trasgresión del límite que separa a
los datos y recuerdos concretos o de primera mano como fuentes del terreno
de la inferencia, de la especulación o la franca invención del pasado mediante
aquel discurso al cual se refieren Sarlo y Antonio Muñoz. Según este último,
inventar y recordar son tareas parecidas y con frecuencia se confunden, dado
que la memoria inventa permanentemente nuestro pasado, y es por ello que se
transforma finalmente en lo que Muñoz denomina “…una ficción más o menos
desleal a los hechos que nos sirve para interpretar las peripecias casuales o inútiles del pasado y darle la coherencia de un destino” (Sarlo 312). En El gran
mal la ficción construida por la memoria comienza a cobrar materialidad en las
reflexiones de Ricardo consigo mismo y en sus conversaciones con Ágata, como
se observa en los ejemplos a continuación, de los cuales destacamos aquellos
elementos indiciales de la transformación ya mencionada:
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–¿Y por qué lo dejaste hasta ahí? –preguntó Ágata
soltando el manuscrito en que se había enfrascado por
cerca de una hora […] –Porque tengo que recordar
bien lo que pasó y lo que sigue es más confuso. En
verdad, según su estado de ánimo, las versiones de lo
ocurrido donde Matta diferían y nunca pude dar con la
verdadera. Además, han pasado muchos años de eso
y jamás tuve la ocurrencia de tomar notas de nuestras
conversaciones. [destacado nuestro] (105)
En el estado actual de avance de su trabajo arqueológico, Ricardo ha comenzado
a tomar conciencia de lo azaroso que es el intento de reconstruir toda vida sobre
la base de datos que no pueden dar cuenta cabal de las infinitas complejidades
que supone cada acto de la existencia. ¿Qué hacer entonces ante la evidencia de
que toda historia, de que todo relato no es sino una versión de lo efectivamente
sucedido? Así las cosas, la reconstrucción discursiva de la vida de Marcial,
como la de cualquier vida, se convierte en una virtualidad que opera en ocasiones a través del mecanismo de la mise en abyme o de las cajas chinas, como
lo atestigua según el ejemplo recién citado la versión de Ricardo de una de las
versiones de Marcial en torno a su entrevista con el pintor Matta en París. Dicho
sea de paso, y visto desde una perspectiva más lúdica, el fenómeno recuerda
aquella versión literal (ficticia) de Pierre Menard –adjudicada por Madame Henri
Bachelier a la obra de este– de la versión literal de Quevedo de la Introduction
a la vie dévote de San Francisco de Sales de la cual da cuenta el narrador del
célebre relato borgeano. Por ello, no es extraña la perplejidad y sorpresa de la
joven Ágata ante la confusión y proliferación de versiones, si bien el biógrafo
intenta defender su trabajo con el recurso a un método algo más “objetivo” en
la labor arqueológica que se asemeja a lo paleontológico antes mencionado:
“–Pero entonces… lo que no recuerdas, ¿lo inventas? –había cierto desengaño
en su tono. –No, no es así. No invento nada. Si por momentos hay alguna laguna
histórica, que por lo demás son muy pocas, puedo deducir lo que ocurrió, puedo
inferirlo perfectamente” [destacado nuestro] (112).
Y si de metaversiones se trata, tomemos otro caso ilustrativo poniendo de relieve
los términos pertinentes: “–Pero, ¿sabes?, creo que tu última interpretación […]
es la que se acerca más a la verdad, porque no me imagino a Marcial tal como
lo pinta ese… ¿cómo se llama? –dijo Ágata con énfasis. –Luis Castro Ruiz se
llama […] No hay mala fe en su relato, es un punto de vista, nada más” (148).
Se trata de interpretaciones y puntos de vista con los cuales se pone una vez más
en evidencia la poca confiabilidad de la reconstitución del pasado a través de la
memoria propia o ajena, del testimonio, del documento o de cualquier soporte
expuesto a interpretación o manipulación consciente o inconsciente. Es por ello
que en otro momento de su narración Ricardo simplemente invalida o relativiza
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la importancia de la exactitud en su reconstrucción al manifestar por ejemplo:
“…este biógrafo ignora los detalles de la cotidianeidad de la pareja…” (190) en
abierto contraste con la abundancia de información o especulación suministrada
al lector en otros momentos en que se refiere a la pareja Marcial-Evangelina.
Aun cuando la fuente de información a que recurre en otros momentos se supone
de primera mano y desinteresada, como en el caso de Castro Ruiz, el biógrafo
matiza la confiabilidad de su fuente: “No sabemos cuándo comenzó realmente
la relación amorosa [con Evangelina Cruz en París] y, la verdad, poco importa
[…] Cuando me encontré con Castro en una de sus pasadas fugaces por Chile,
me lo contó” (118-9).
Como decíamos, destaca en el texto la evidente contradicción subyacente al
hecho de que con anterioridad el relato del biógrafo había hecho gala de un
conocimiento acabado de los pormenores de la tormentosa relación entre los dos
aprendices de pintor en París. En virtud del ámbito inestable en que se mueve
la reconstrucción discursiva en proceso, ni siquiera un testigo presencial puede
otorgarle un estatuto de verdad, y en las palabras de Ricardo a Ágata se percibe
su propia actitud escéptica frente al relato: “–Es Castro Ruiz el que habla. Y si
lo suprimo no sería por salvar a Marcial. El asunto es que nadie puede decir
cómo fueron realmente las cosas, ni aun Castro. Habían pasado muchos años.
Él se había convertido en un escéptico. Era inevitable. Tal vez él y yo estemos
equivocados, y no quiero ser injusto” [destacado nuestro] (147).
Fluctuación y especulación de la memoria
Por otra parte, si bien llama la atención esa fluctuación permanente entre búsqueda de exactitud y entrega a la especulación, no obstante esta no obedece
necesariamente a estímulos identificables que vayan transformando el estado de
ánimo de Ricardo en un grado tal que se pueda sostener que, en el curso de los
meses que pasa en la montaña, sufre alteraciones significativas que influyen en
su relato. Se trata más bien de una impotencia relativa que lo afecta en ciertos
momentos frente a la materia por elaborar y a la adopción de un punto de vista
narrativo que responda a las exigencias del género abordado. Si a lo anterior
agregamos la presencia de una lectora tan activa y cómplice como Ágata,
entonces son comprensibles las mencionadas fluctuaciones e incertidumbres.
En este sentido, es lógico que se produzca un abandono progresivo del dato
“duro” acerca de la vida de Marcial, del documento por lo demás escaso, y se
haga formalmente explícita la subjetividad ineludible en toda biografía. Así lo
evidencian ejemplos como el siguiente: “La mejor lectura que se puede hacer
de la actitud de Marcial es que en ningún caso entregó su alma al diablo y que,
por mucho que lo niegue, se había enamorado sinceramente de Evangelina”
[destacado nuestro] (124-5), y como el siguiente:
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Ahora que estoy solo me pregunto lo mismo que Ágata:
¿por qué soportó todo eso? ¿El perdón estratégico de
un hombre que sabe lo que quiere? ¿La autoexplicación
de cualquier tonto enamorado que después de la batalla
salva su pellejo y lo que queda de su honra? Uno puede
suponer muchas cosas. [destacado nuestro] (135)
Como Ricardo sostiene, uno puede suponer muchas cosas, pero él tiene al menos
claro el propósito de su esfuerzo: “No era un propósito, claro está, sólo que la
absoluta parcialidad de Ágata en lo que se refería a Marcial no sólo me causaba
una leve irritación, sino que echaba por tierra parte del objetivo de mi trabajo, el
ser veraz y dejar de lado cualquier intención apologética” [destacado nuestro]
(163). Al tenor de la cita precedente, el esfuerzo encuentra un punto de fuga
en la actitud más realista de la joven, para la cual parece estar claro el hecho
de que el relato de una historia de vida no constituye un documento que, como
tal, pueda alegar objetividad e imparcialidad, pues los meros expedientes de
seleccionar, discriminar o jerarquizar vivencias y recuerdos de por sí implican
un punto de vista que invalida por definición toda pretensión de objetividad.
Ricardo es una persona cercana a los cuarenta años que ha fracasado en la escritura
de una novela, y acaso este hecho condiciona su visión del género biográfico,
aun cuando en su análisis retrospectivo de las vicisitudes emocionales de su
tío demuestra estar en posesión de la lucidez correspondiente a un narrador
que observa los hechos desde una edad madura. En este sentido, en apariencia
el lector se beneficia de la diferencia de niveles diegéticos, toda vez que en la
reconstrucción de aquellos pasajes de la vida de Marcial en los cuales Ricardo
interviene directamente se produce una situación de esquizofrenia narrativa,
dado que quien ve, el foco de la narración, es el joven Ricardo de quince años,
mientras que el que habla, la voz narrativa, es el hombre mayor al cual se le puede
atribuir mayor penetración y capacidad de evocación que al muchacho. Es por
este factor que en algunas secuencias del relato, especialmente en aquella que
transcurre en Tánger con un Ricardo quinceañero, la exactitud y profundidad
de lo rememorado en torno a los movimientos sicológicos de Marcial hacen
pensar al lector en un adolescente superdotado emocionalmente, cuando en
realidad se trata del fenómeno de anacronía recién señalado entre foco y voz,
entre la distancia que media entre la historia y la narración. De ello dan cuenta
párrafos como los que citamos:
Bien apoyado en el respaldo, las piernas cruzadas,
aspirando su cigarrillo, Marcial miraba el mundo.
¿Qué le decía el mundo a él? Voces contradictorias,
¿el bullicio de París, el recuerdo de Evangelina, las
noticias que le llegaban de oídas desde Nueva York?
Volver de una vez, continuar ahí, ¿hasta cuándo?
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La escritura arqueológica como reconstrucción biográfica…
Seguramente todas hablaban al mismo tiempo en
su cabeza y ninguna alcanzaba a imponerse sobre la
otra. (218)
El texto anterior constituye un ejemplo de la especulación que ejerce Ricardo
desde una distancia temporal de cerca de 30 años. En el momento del recuerdo,
Ricardo tenía 15 años, y el escenario de lo rememorado es Tánger, el refugio de
Marcial tras su fracaso sentimental con Evangelina. En lo anteriormente dicho
no debe sorprender la inexactitud cronológica respecto de la edad de Marcial o
de Ricardo, pues el factor cronológico constituye también un caso de aproximación a los hechos reales que parece haber contagiado al autor empírico, dada la
diferencia de alrededor de cuatro años en la edad del biografiado que se percibe
a lo largo de la novela, según las fechas y acontecimientos que se narran en la
voz de Ricardo.
En cierta forma Paz, por constitución anímica y mental,
tenía una visible inclinación por la renuncia a los
afanes y ambiciones, pero su juventud y el temprano
compromiso con su obra le impedían el repliegue, lo
llamaban a continuar, continuar sin descanso. Solamente
podía huir hacia delante. Hoy, como testigo, puedo
verlo. [destacado nuestro] (246)
El hoy de la última oración es identificable en los años 1986-7, dado que el
narrador afirma que escribe la biografía diez años después de la muerte de su
tío, la cual sucedió en 1977, pues en la página 317 se expresa que es 1968 y
que a Marcial le quedan nueve años de vida. No obstante, la partida de Marcial
a París se produce en el año 1952 a sus veinticinco años, como se reitera majaderamente en el relato, hecho que lo hace nacer en 1927. Por otra parte, en
la página 172 Ricardo sostiene que a fines de la década del 40 Marcial tiene
dieciocho años: “Una primera exposición suya (¿1949?) en la Sala del Pacífico
había tenido una crítica favorable pese a la juventud del autor, dieciocho años”
(172). A la luz de estos datos que indican que Ricardo se confunde, entonces
su tío habría nacido a comienzos de la década del treinta o bien a fines de los
años veinte. Y es muy posible que se equivoque con la cronología de su tío
si consideramos que su propio relato lo sitúa a él mismo naciendo en 1942 y
1943 en diferentes secuencias. Lo que deseamos poner de relieve con este breve
recuento arqueológico de fechas imprecisas es justamente aquello que se ha
detectado en otros momentos del relato, es decir, la propiedad con que Ricardo
se mueve en el incierto terreno de la conciencia de su biografiado mediante
el recuerdo, la especulación o ambos indistintamente, y la vacilación e incertidumbre con que enfrenta hechos fácilmente verificables, como son fechas
onomásticas de la persona en cuestión. Todo esto contribuye a la constitución
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de una rememoranza contaminada por la indeterminación o, en el mejor de
los casos, sometida a los vaivenes de una memoria que se destaca por su alta
volatilidad e imprecisión frente a diferentes estímulos, pues esa misma precisión o capacidad inventiva que demuestra hacia ciertos acontecimientos de la
vida del pintor, en otros casos se pierde y el biógrafo se refugia en el terreno
más familiar de las conjeturas:
La vida continuaba su marcha, ahora con un Marcial
más debilitado, con unos años perdidos a su haber. Es
probable que el regreso a Occidente le produjera un
franco temor, pero es probable también que a fuerza
de matar el tiempo en Tánger sintiera el llamado a la
huida, ése que le dice al gran artista que no hay descanso ni tregua, y él lo sabía mejor que nadie. Debía
volver a la realidad con toda su opacidad, su aspereza,
su afán. [destacado nuestro] (243-4)
En otros momentos, en cambio, el sobrino muestra una actitud francamente
errática en el breve lapso que va de una afirmación a la siguiente en el proceso
de recordar:
Marcial se encontraba en Nueva York desde hacía
cuatro años. Escribía escasamente y de su vida
contaba poco y nada. A través de su distanciada correspondencia era imposible inferir cómo marchaban
las cosas para él. Yo, que lo había visto en acción en
el espacio del ancho mundo, podía sacar algunas
conclusiones de sus lacónicas cartas. [destacado
nuestro] (256)
La actitud paradójica de Ricardo en el sentido de afirmar la imposibilidad de
inferir acerca de la situación de su tío para, acto seguido, sostener lo contrario, no es tan extraña como sugiere el párrafo si tomamos en consideración el
contexto ficticio de la enunciación. Como se sabe, dentro de las convenciones
narrativas el hablante básico debe llevar al lector a aceptar, si es estratégicamente
adecuado, la simultaneidad entre enunciado y enunciación. Por consiguiente,
en el caso de El gran mal el estado de ánimo “…difuso, estaba desarmado y
mi imaginación agotada” (252) en que se encuentra el biógrafo después de
descubrir la relación incestuosa de Ágata con su hermano debe parecer contemporáneo al instante real de la enunciación, la cual por cierto se lleva a cabo
una vez concluido el fallido intento biográfico en la montaña. Como sostuvimos
anteriormente, esta convención supone por añadidura pasar por alto la circunstancia de que también este relato posee una disposición in extrema res, dado
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que se materializa una vez que la historia ha sido vivida por sus protagonistas,
y ahora lo que corresponde es narrarla generando la ilusión de simultaneidad
y no de posterioridad en el relato. Para expresar lo anterior en otros términos,
una vez de vuelta en la ciudad, al desdoblarse en el hablante implicado previo
al narrador ficticio que se manifiesta concretamente en el relato, Ricardo conserva la ficción de encontrarse en un estado de turbación de tales dimensiones
ante lo que se le reveló en la montaña que no le es posible evitar incurrir en
contradicciones como la señalada en el párrafo recién citado. Nosotros, como
lectores, sabemos que el tiempo transcurrido desde entonces ha atemperado
la confusión de Ricardo, y en el panorama general de indeterminación en la
reconstrucción biográfica de la novela es significativo y rescatable el hecho de
que este recobre fielmente su estado de ánimo de entonces, a riesgo de poner
en evidencia inconsistencias como la detectada. En todo caso, es válida la idea
de que esta y otras inconsistencias no son sino parte de la estrategia narrativa
llevada a cabo precisamente para enfatizar los vaivenes de la memoria, como
lo muestra un párrafo como este:
Pero es necesario remontarnos al pasado y quitarles
el velo a esos primeros cuatro años en Nueva York.
Poco se sabe de su llegada, salvo que alquiló una pieza
modesta en una casa de Brooklyn. El primer año es
una nebulosa y ni siquiera yo conseguí sacarle palabra
de ese período, de lo que se deduce que debe haber
sido ingrato. [destacado nuestro] (259)
Párrafo al cual siguen cuatro páginas en las cuales se reproducen con detalles
insospechados –mimesis narrativa incluida– las circunstancias y hechos concretos
del primer trabajo de Marcial Paz en Nueva York como pintor de brocha gorda
en la microempresa de un contratista judío de apellido Bloomenfeld. Además,
los avatares de Paz en esa ciudad dan ocasión al narrador para adoptar por un
momento la perspectiva de un narrador filósofo que incursiona durante un breve
lapso por el ámbito de la reflexión acerca de la vida:
La carrera de Marcial Paz en Nueva York demoró en
comenzar, pero es razonable pensar que él lo quiso
así. El destino tiene muchas formas de hacerse ver y,
mientras él no lo viera, estaba claro que no iba a actuar
precipitadamente, porque un error inicial podía costarle
todo su futuro en la ciudad cuando ni siquiera había
terminado de comenzar. Era el momento de proceder
lento, del mismo modo que en otras circunstancias hay
que ir rápido y actuar sobre la marcha. [destacado
nuestro] (279-80)
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No obstante, el ejemplo precedente constituye solo una excepción, dado que a
estas alturas del relato Ricardo ha centrado su atención en las dificultades de
recuperación del pasado, de modo tal que su prioridad no es el tema del destino
del hombre universal, sino que tiene un alcance más inmediato y personal, y
como se puede constatar a lo largo de toda la novela, esto se refleja en el espacio
que ocupa la reflexión metanarrativa.
Finalmente examinamos dos aspectos del relato desde los cuales se puede abordar el tema de la memoria y sus fuentes. El primero de ellos remite a las dos
novelas anteriores de Gonzalo Contreras respecto de la densidad que otorgan
al tiempo del relato las cartas respecto de los telegramas que intercambian los
personajes respectivos. Este tema se puede examinar en El gran mal desde la
perspectiva específica que atañe a este trabajo, pero es indudable que ocupa un
lugar secundario en los problemas desplegados en la novela:
Esta incertidumbre [respecto de su lugar en la pintura
contemporánea] puede explicar esa vacilación que aun
un lego puede observar en su primera pintura neoyorkina, pero era prematuro dar la lucha por perdida, y el
tiempo así lo demostraría. Remitámonos a las palabras
de Eve Paz –ya para entonces se habían casado– en
una carta a este biógrafo. (311)
Cartas e historia como memoria
Más arriba se hizo mención de la importancia que tienen los distintos tipos de
fuentes que sirven a Ricardo de soporte en la reconstrucción arqueológica de la
vida de su tío. En este contexto, llama la atención el hecho de que, no obstante
la distancia geográfica que separa a biógrafo y biografiado en los años que
se pretende reconstruir, y dada la época anterior al correo electrónico en que
ambos vivían, Ricardo prácticamente no menciona al tipo textual “carta” como
fuente de información para su biografía. Es posible que el motivo para ello sea
la escasa vocación epistolar del pintor, como se explicita, por ejemplo, en el
párrafo citado de la página 256, por lo cual el sobrino no cuenta con la valiosa
información que podría haber suministrado el texto escrito menos afecto al
olvido y a la tergiversación, aunque igualmente susceptible de interpretación en
la medida en que Marcial, en su condición de artista, hubiese tenido vocación
o interés en cifrar sus eventuales cartas como textos abiertos, otorgando así a
Ricardo o a otro destinatario la posibilidad de exégesis. Pero este no es el caso,
la correspondencia es frugal en cantidad y escueta en contenido, y el biógrafo debe habérselas con los materiales que hemos revisado y con los escasos
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documentos “confiables” como la o las cartas de Eve, testigo privilegiado y
lúcido de la vida de Marcial en Nueva York.
Un segundo aspecto que aparece en las postrimerías del relato y que, por lo
tanto, puede operar retrospectivamente sobre la totalidad de la narración de
Ricardo tiene relación con la posibilidad de examinar el siguiente texto en
dos diferentes niveles de interpretación: “Quiero contarte una historia [dice
Ricardo a Ágata]. Cuando visité a Marcial por última vez en Tlapetaque, tenía
ya un cáncer avanzado” [destacado nuestro] (324). La pregunta que aquí se
impone, sea al lector o al personaje de Ágata, consiste en esclarecer en primera instancia si el sobrino ha estado meramente contando historias o está
escribiendo efectivamente una biografía en el curso del tiempo que ha pasado
en la montaña sometiendo su escrito al juicio de la joven, o bien si lo que
expresa es una manera de decir que revela mucho acerca del estatuto del texto
que tiene entre manos. Por cierto, es más sugerente pensar que la respuesta
a la pregunta formulada no radica en el aspecto prosaico involucrado en la
segunda posibilidad, es decir, que lo que señala Ricardo a Ágata es una manera
de decir, sino que la expresión utilizada constituye una especie de confesión y
reconocimiento del biógrafo de que la empresa de reconstrucción arqueológica
de una vida es una quimera, una fata morgana; que acaso ni siquiera el halo de
objetividad con que se rodeó históricamente al concepto y la actividad de la
“historia” es suficiente como para otorgar al relato la confiabilidad y exactitud
que pretendía conseguir el fracasado biógrafo. En este sentido, no es irrelevante
un detalle en el nivel de la enunciación como el empleo del artículo indeterminado “una” al referirse el sobrino a la “historia” que relata acerca del cáncer
de su tío, pues es clara la diferencia que se produce en términos de verdad,
de ficción y de expectativas cuando nos disponemos a contar “una” historia o
bien “la” historia. De modo que no es un dislate concluir en que Ricardo ha
estado contando “historias” ante la imposibilidad de acceder a “la” historia,
es decir, a un conocimiento más exacto de la vida de Marcial por carencia de
fuentes documentales rigurosas y confiables. En todo caso, Ricardo debiera
alegar precedentes de crédito al respecto, si se recuerda el valor que otorga
Aristóteles a la poesía y a la historia en el capítulo IX de su Poética. Para el
filósofo griego, el historiador y el poeta difieren no en el medio de expresión
utilizado –prosa o verso– sino en que el primero dice lo que ha ocurrido y
el segundo lo que podría ocurrir. Por eso, la poesía es más filosófica, noble
y universal que la historia, la cual se ocupa de particularidades. Pero este
apoyo de tan canónica fuente no sirve de consuelo a un fracasado tejedor de
ficciones –su fallida novela– y bioarqueólogo que, al menos, tiene el valor de
hacer lo que no pudo o quiso hacer Kafka: “Al día siguiente ya había hecho
mis maletas, y temprano por la mañana quemé el manuscrito. Me disponía a
bajar. Ya era el fin del verano” (330).
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