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Una peregrinación hacia el primer amor
Homilía en la misa crismal 2015
Hermanos sacerdotes:
1. En esta mañana de miércoles santo nos encontramos en este año del Señor de 2015,
Año de la Misión Diocesana Evangelizadora, en la Santa Iglesia Catedral, para celebrar
juntos un acontecimiento profundamente sacramental y, por eso, eclesial y
pastoral: la consagración y bendición del Santo Crisma y de los Oleos Santos. La Misa
Crismal evoca el sacerdocio común de los fieles, ungidos para vivir con ánimo,
fortaleza y alegría su nueva identidad de hijos adoptivos de Dios. Por eso saludo con
afecto a los consagrados y consagradas y a todos los fieles laicos que asistís a esta
celebración.
Seguramente, por ser ministros de esos misterios, la Santa Madre Iglesia quiere poner
de relieve nuestro sacerdocio ministerial y nos invita en esta misma celebración a
renovar, todos juntos como presbiterio diocesano, y con el obispo, nuestra identidad
sacerdotal. Como ministros del Señor comparecemos personal y comunitariamente para
poner al día nuestras promesas sacerdotales.
2. Nuestra presencia como presbiterio diocesano nos sitúa necesariamente en la
fraternidad sacerdotal. Hoy se pone de relieve que nosotros hemos seguido al Señor,
no individualmente, sino “juntos”. Aunque la llamada haya pasado por el corazón y la
vida de cada uno de nosotros, él nos llamó para estuviéramos unidos. En el origen de
nuestra vocación y misión siempre está la Iglesia y nuestra vida sacerdotal la sitía el
Señor en el seno de la misión de sus apóstoles.
Esto, como sabéis muy bien, tiene unas consecuencias espirituales y teológicas
indiscutibles para nuestro ser y nuestra misión: todo lo que somos en el Señor hemos de
vivirlo en la comunión y en la fraternidad. Y justamente porque es esencial en nuestra
vida sacerdotal, la fraternidad tiene necesariamente que ser uno de los valores que
afiancen al sacerdote en la santidad.
Así lo recordaba el Papa Francisco en un encuentro con sacerdotes: “La segunda cosa
que deseo compartir con vosotros es la belleza de la fraternidad: ser sacerdotes juntos,
seguir al Señor no solos, cada uno por su lado, sino juntos, incluso en la gran variedad
de los dones y de las personalidades; es más, precisamente esto enriquece al
presbiterio, esta variedad de procedencias, edades, talentos... Y todo vivido en la
comunión, en la fraternidad” (Papa Francisco, a los sacerdotes de Casano, junio
2014).
3. Situados entonces como presbiterio, no olvidamos el encuentro personal con el Señor,
porque la comunión se enriquece con la relación de intimidad con él. Es más, el camino
del sacerdocio, si bien lo hemos de hacer apoyados los unos en los otros,
necesariamente pasa por el personal seguimiento del Señor. En esta doble perspectiva,
la personal y la fraterna, os invito a responder a cada una de las tres preguntas que os
voy a hacer, en nombre de la Iglesia, para la renovación de las promesas sacerdotales.
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Al renovar esas promesas se nos invita a remontarnos a los orígenes de nuestro
sacerdocio. Se nos pide que echemos una mirada al horizonte de nuestra historia
sacerdotal. Por eso, me vais a permitir que os invite, como lo hacía hace unos días con
los sacerdotes más jóvenes, a hacer una rápida peregrinación hacia atrás, hacia el
principio de nuestra relación vocacional con el Señor. Ir a la fuente de nuestra
experiencia sacerdotal, que está en el amor primero, nos ayudará a vernos con
honestidad en la respuesta que con tanto fervor solemos manifestar. La seguridad de
renovar la verdad del amor que nos llamó, es siempre una garantía para seguir diciendo
“sí quiero” a lo que el Señor nos pidió por amor y nosotros le dimos, también con
verdadero amor. Es más, si algo no anduvo bien en nuestra historia, si en esas preguntas
comprometidas que nos van a hacer viéramos fallos, retrocesos y pecados, volver al
amor primero nos renovará siempre, porque nos sitúa en la única razón de nuestro ser
sacerdotal. Volvamos, entonces, hacia esa historia en la que el amor de Dios que
entonces sentíamos lo llenaba todo en nuestra vida.
4. Es bueno, es muy necesario y saludable, mirar al horizonte de la primera hora, en
la que nuestro corazón estaba más caldeado por la relación amorosa que, por gracia,
quiso el Señor establecer con nosotros. Recordad cómo entonces la inteligencia se nos
abrió al misterio y cómo, al sentirnos amados con una especial muestra de predilección,
decidimos entregarnos al seguimiento del Maestro que sólo tiene palabras de vida eterna
(cf Jn 6,68).
Detengámonos en la época inicial de nuestra vida sacerdotal; eso siempre nos hará
bien. En lo que entonces vivimos descubriremos la alegría del momento en que Jesús
nos miró y renovaremos la respuesta a una llamada de amor. Sentiremos que estar con
Cristo supone compartir su vida y sus opciones, requiere la obediencia de fe, la
bienaventuranza de los pobres, la radicalidad del amor. Al renovar las promesas, hemos
de renacer a la misma vocación que nos llegó y nunca nos ha abandonado, aunque la
hayamos ocultado, empobrecido o puesto en duda en algún momento o la hayamos
solapado con una personalidad que no se deja moldear por el amor radical.
5. De hecho, al vernos en el tiempo inicial recordaremos, sea como sea nuestro
recorrido sacerdotal, que lo que nos sucedió entonces ha tenido continuidad. Lo que
nos sucedió al comienzo no fue algo pasajero, sino que sigue durando a lo largo de toda
nuestra vida. Lo sucedido en los orígenes de nuestra vocación sacerdotal, en la llamada
y sobre todo en la ordenación, nos situó en una dinámica constante que ha ido
enriqueciendo toda nuestra vida, todos los gestos y las actitudes de nuestra vida. De ahí
que, al responder al interrogatorio, hemos de tener una gran paz en el corazón, la que
nos da el sabernos amados por Dios a lo largo de todo el camino sacerdotal; porque sólo
ese amor primero y constante le da continuidad a lo que somos.
De hecho, para que todo se renovara cada día, hemos tenido que acudir a la
incandescencia de la primera vez que sentimos la llamada del Señor, a la conmoción
que supuso para nosotros la ordenación sacerdotal, al fuego que había dentro de
nosotros cuando descubrimos que el Señor nos pedía un cambio de vida, un
seguimiento, una donación plena a Dios en la vida sacerdotal. Si lo hicimos así, es
posible que esa peregrinación al primer amor despierte lágrimas del corazón. Es
bueno y sano dejarlas correr, pero que sean lágrimas de amor. Que sean las lágrimas que
fluyen porque una vez más el Maestro nos pregunta: ¿Me amas? Si le dedicamos más
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tiempo al amor que a nuestros pecados y debilidades, todo renacerá en nuestra vida
sacerdotal.
6. En esta peregrinación hacia el primer amor que os propongo, no olvidéis de acudir,
con un empeño especial, a los sentimientos de Cristo, esos que tan patentes están en el
Evangelio cuando lo escuchamos sin glosas ni matices. Hoy mismo Jesús se ha
mostrado como el que, guiado por el Espíritu, se deja enviar por el Padre al corazón del
mundo, al mundo más herido. “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha
ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la
libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el
año de gracia del Señor” (Lc 4, 18-19).
¿Por qué no acabamos de convencernos de que es por esos caminos por los que el Señor
nos envía? Difícilmente podemos ser cooperadores adecuados en la salvación, si no nos
aproximamos a la carne herida de los hombres y mujeres, si marcamos distancias ante
las llagas del mundo, si no nos complicamos la vida en medio de los problemas de
nuestros pueblos. Lo que hoy Jesús nos recuerda una vez más es que Dios no es
indiferente al mundo, sino que lo ama hasta el punto de dar a su Hijo por la salvación de
cada hombre. En la encarnación, en la vida terrena, en la muerte y resurrección del Hijo
de Dios, se abre definitivamente la puerta entre Dios y el hombre, entre el cielo y la
tierra. Y la Iglesia es como la mano que tiene abierta esta puerta (cf Mensaje del
Papa para la cuaresma 2015).
7. Justamente esta es la razón por la que el Papa Francisco le propuso a nuestras
parroquias en su mensaje para la cuaresma que sean islas de misericordia en medio del
mar de la indiferencia. Por eso nos dice: “Espero de vosotros: salir de sí mismos para
ir a las periferias existenciales. «Id al mundo entero», fue la última palabra que Jesús
dirigió a los suyos, y que sigue dirigiéndonos hoy a todos nosotros (cf. Mc 16,15). Hay
toda una humanidad que espera: personas que han perdido toda esperanza, familias en
dificultad, niños abandonados, jóvenes sin futuro alguno, enfermos y ancianos
abandonados, ricos hartos de bienes y con el corazón vacío, hombres y mujeres en
busca del sentido de la vida, sedientos de lo divino...” (Francisco, Carta apostólica…).
¿No os suena este lenguaje de Francisco al del profeta Isaías, que Jesús, el Hijo de
Dios, hace suyo para mostrarnos su identidad y su misión?
8. Por último, permitidme que os recuerde que, si hacéis la peregrinación hacia el amor
primero que os acabo de proponer, enseguida descubriréis que “toda vocación es para la
misión y la misión de los ministros ordenados es la evangelización en todas sus formas.
No olvidemos que sin misión le cortamos la corriente al amor de Dios. Digo esto a
propósito de la Misión Diocesana Evangelizadora que hacemos en cada parroquia para
el despertar misionero de cada cristiano. Lo que hagamos, más o menos, le dará
fluido al amor de Dios en favor de los hombres y mujeres de nuestros pueblos y
ciudades.
9. En nuestra peregrinación hacia el primer amor, nos vendrá muy bien peregrinar con
María. No hay mejor compañía para la identificación con Cristo ni para recorrer los
caminos por los que Jesús nos envía a evangelizar.
+ Amadeo Rodríguez Magro, obispo de Plasencia
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