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CÓMO VER LA GLORIA DE DIOS
RESPLANDECIENDO EN LA FAZ DE CRISTO
EN NUESTRO CORAZÓN
P. Steven Scherrer, MM, ThD
Homilía del sábado, 6ª semana del año, 18 de febrero de 2012
St. 3, 1-10, Sal. 11, Marcos 9, 2-13
“Seis días después, Jesús tomó a Pedro, a Jacobo, y a Juan, y los llevó aparte
solos a un monte alto; y se transfiguró delante de ellos. Y sus vestidos se
volvieron resplandecientes, muy blancos, como la nieve, tanto que ningún
lavador en la tierra los puede hacer tan blancos” (Marcos 9, 2-3).
Aquí vislumbramos la verdadera gloria interior de Cristo. “Y resplandeció su
rostro como el sol, y sus vestidos se hicieron blancos como la luz” (Mat. 17, 2).
Esto pasó cuando Jesús llevó a estos tres discípulos “aparte solos a un monte
alto” (Marcos 9, 2), y con ellos “subió al monte a orar. Y entre tanto que oraba”
(Lucas 9, 28-29), “se transfiguró delante de ellos” (Marcos 9, 2).
Nosotros también debemos contemplar la gloria de Dios resplandeciendo en la
faz de Cristo, porque Dios “resplandeció en nuestros corazones, para
iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo” (2 Cor.
4, 6). Podemos contemplar esta gloria, porque resplandece en la faz de Cristo,
que inhabita en nuestro corazón. Cristo es la imagen de Dios para nosotros, y
vemos la gloria de Dios al contemplar la gloria de Cristo. Él nos revela esta
gloria divina. Él es nuestro intermediario. Los incrédulos no ven esta gloria,
porque “el dios de este siglo cegó el entendimiento de los incrédulos, para que
no les resplandezca la luz del evangelio de la gloria de Cristo, el cual es la
imagen de Dios” (2 Cor. 4, 4).
En la contemplación esta luz resplandece dentro de nuestro corazón, y somos
transformados por esta contemplación. Por ella somos cambiados de un grado
de gloria a otro en la imagen de Cristo por el Espíritu Santo. “Por tanto, nosotros
todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos
transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del
Señor” (2 Cor. 3, 18).
Esto aconteció para los apóstoles en un monte alto donde fueron a orar. Vieron
la gloria de Cristo con sus ojos corporales. Nosotros la vemos con los ojos de
nuestro espíritu en la contemplación, cuando Cristo se nos manifiesta
resplandeciente en nuestro corazón. El resultado de esta experiencia debe ser
nuestra propia transformación de gloria en gloria en la imagen de Cristo.
Esta contemplación debe cambiar nuestra vida, para que en adelante vivamos
sólo para Cristo y dejemos todo lo de este mundo. Así viven los contemplativos,
empezando con los padres del desierto hasta los monjes estrictos de hoy. Viven
en clausuras monásticas, renuncian al traje seglar, comen con gran simplicidad,
sin carne ni delicadezas si están viviendo según sus propios ideales monásticos,
y renuncian a los entretenimientos mundanos: las películas, la televisión, la
radio, las visitas, los paseos de placer, etc. Dejan al mundo para vivir sólo para
Dios con todo su corazón.
Si queremos ser contemplativos, debemos hacer lo mismo. Debemos vivir
contemplativamente, es decir, ascéticamente, una vida de renuncia a los
placeres, deleites, y recreaciones del mundo, para ver la gloria de Dios
resplandeciendo en la faz de Cristo en nuestro corazón y ser unidos a Dios y
transformados en la imagen de Cristo por el Espíritu Santo.
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