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COLABORACIONES
FE ADULTA
EN ACCIÓN
Vicente Martínez
En el encuentro de hace un año “Nuevos evangelizadores para una nueva evangelización”, Benedicto XVI señaló
que “la misión de la Iglesia es hablar de Dios a todo el mundo”.
Jesús, cuya vida hay que predicar más que su doctrina, no encargó esta misión a la Iglesia, sino a sus discípulos,
a sus seguidores –verdadero pueblo de Dios según el propio Concilio- constituidos en Comunidades de Vida. Es
decir, no tanto de doxia cuanto de praxis. Necesitamos difundir una fe viva; lo que significa, convenientemente
adaptada al hábitat propio de la sociedad a la que va dirigida. En definitiva, una fe adulta personalmente digerida
y no la de “doctores tiene la Santa Madre Iglesia que le sabrán responder”. Con contenidos espirituales de
carácter universal y en absoluto monopolizados por Religión alguna.
La nuestra, al constituirse como Institución religiosa y organizarse jerárquicamente, desvió su misión básica de
salvar al hombre en este mundo mientras en él existe, a salvarlo en el otro cuando de él se ha ido. Tarea estéril y
sin causa, pues en la esencia de Dios todo está eternamente salvado. De ahí que la misión de la Iglesia –
evangelizar- debe centrarse en el bienestar y desarrollo del hombre en este lado de la frontera.
El reto más urgente hoy de la Humanidad no es de orden económico, social o político, sino el Leviatán perverso
de la ausencia de valores. Los que, de un modo genérico y desaborido de interés, apellidamos espirituales. Y que
sin embargo, son los que mejor otorgan al hombre el irrenunciable y capital objetivo de su plenitud en la existencia. Simone Weil, los concretó en estos términos: necesidad de sentido, de reconciliación con uno mismo y con la
vida, de reconocimiento de la propia identidad como persona, de orden, de verdad, de libertad, de arraigo, la de
orar, la simbólico-ritual y la de soledad y silencio.
Ningún héroe mítico personifica mejor que Fausto el deseo de la eterna juventud y el anhelo insatisfecho. Deseo
e insatisfacción que le llevan finalmente a vender
su alma al diablo por un sueño, Margarita: “Quiere del cielo las estrellas más hermosas, de la tierra los más sublimes deleites, y nada de lo que
está próximo o lejano puede calmar la agitación
profunda de su corazón”.
Fausto, Don Juan, etc. -células espejo del hombre del siglo XXI- intentan sobrepasar los límites
de lo humano anhelando, en perpetuo estado de
esquizofrenia, lo espiritual allá, y aquí lo terrenal.
Como Nasrudín, todos ellos se pasan la vida buscando la llave de casa bajo la farola, simplemente
porque allí hay más luz. La del Evangelio ha sido
encendida para iluminar postigos del alma, para
ayudar al hombre en la tarea nuclear de encontrarse a sí mismo y, en ese sí mismo, a Dios.
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Necesitamos evangelizadores preparados para desarrollar –en términos atómicos- procesos más de fusión que
de fisión: sumar frente a dividir. La reacción de fusión genera cuatro veces más de energía y contamina menos,
eliminando el peligro de los residuos radioactivos. La
Naturaleza es tan rica porque evoluciona con sagrado
respeto a la diversidad. Pío V desnaturalizó el Juicio Final
de Miguel Ángel al ordenar a “Il Braghettonne” poner
calzones a las desnudeces de la obra original.
Cuando se predica la Buena Nueva, debe hacerse de
tal modo que el Espíritu pueda soplar libremente, sin
canalizaciones humanas, donde quiera.
La recién estrenada película de Fernando Trueba, El
artista y la modelo, es un bello ejemplo a este respecto.
En su manera de hacer, cita al gran cineasta Jean Renoir,
que en cierta ocasión dijo refiriéndose al hecho del rodaje:
“Cuando ruedas, la ventana bebe permanecer abierta para que pueda entrar el aire”. Se refería a que el director
–el predicador, en nuestro caso- debe estar al servicio de la película y no al revés, a que la historia esté contada
en función de los decorados que le ha tocado vivir.
Es cometido nuestro trazar el guión, pero permitiendo luego que cada artista lo interprete a su manera. Son ellos
quienes han de adaptarlo a su personal vestuario. Lo dogmático es enemigo mortal de lo originario, y acaba
asfixiando espiritualmente a quienes se les impone.
En su sueño mecánico podrían estar repitiendo eternamente las imágenes de Buda: “Como flores hermosas, con
color pero sin aroma, son las dulces palabras para el que no obra de acuerdo con ellas”.
Un bellísimo poema del poeta, místico y filósofo hindú, Bhagat Kabir Ji, lo canta en estos versos:
Las sombras de la noche caen espesas y profundas;
ensombrecen el corazón,
y envuelven al cuerpo y al espíritu.
Abre tu ventana al poniente,
y piérdete en el cielo del amor.
Bebe la miel azucarada
que destilan los pétalos del loto del corazón.
Déjate penetrar en las olas del mar.
¡Húndete en su esplendor!
Escucha y oye el rumor
de las caracolas y de las campanas.
Kabir dice:
Contempla, ¡oh, hermano!,
al Señor en ese vaso que es mi cuerpo.