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BROCHERO
NOS MOSTRÓ
EL CAMINO
T
odos los bautizados estamos
llamados a la santidad. Este es
el ancho camino abierto por
Jesucristo para el Pueblo de Dios. Este
es el camino que recorrieron antes de
nosotros la Virgen María y todos los
santos. Ellos nos testimonian que
entrar por este camino es hermoso y
posible, y nos invitan a elegirlo. Nos
muestran el camino.
El Beato José Gabriel del Rosario Brochero, con su vida pobre y entregada,
con su fe viva, su esperanza inquebrantable y su ardiente caridad, nos
muestra el camino de una santidad posible de ser vivida en nuestra tierra y
en nuestro tiempo.
Como nos dicen nuestros obispos argentinos: “La santidad de la Iglesia
brilla en todo su esplendor en el rostro de María, los santos y los mártires.
También se manifiesta en el amor ejemplar, sacrificado, heroico y
escondido de tantos varones y mujeres que peregrinamos sobre esta tierra.
En la figura de la Madre junto a la cruz con un grupo de fieles, se simboliza
la misericordia entrañable de Dios, que vibra en el corazón materno ante el
dolor del Hijo y de todos los hijos. También se refleja la dignidad de las
personas sostenidas por Dios, que en la adversidad se mantienen unidas de
pie, con esperanza. María, como Madre de muchos hermanos, fortalece los
vínculos fraternos entre todos y ayuda a que la Iglesia se experimente
como familia. En María brilla la dimensión maternal y familiar de la Iglesia,
que debe dar espacio a todos, promoviendo a las mujeres. Ellas, en nuestra
Patria, son quienes comunican la vida, y las que más sostienen y
promueven la fe y los valores” (CEA, Navega Mar Adentro 61).
Como todos los santos, Brochero es un milagro de la gracia; al declararlo
“beato”, la Iglesia reconoce las maravillas que la gracia de Dios obró en él. Y
que también realizará en nosotros si le abrimos nuestro corazón con la
disponibilidad de la Virgen María: “Yo soy la servidora del Señor, que se
cumpla en mí tu palabra” (Lc 1,38).
Brochero buscó conocer y realizar en su vida la voluntad de Dios. Aprendió
a discernirla desde pequeño en la oración familiar, en la Palabra meditada
en el corazón, en los Ejercicios de san Ignacio. Nutrido por el amor de Dios
buscó conocer su voluntad, iluminado por el Espíritu se decidió a
secundarla firmemente, y fortalecido por la gracia puso los medios para
poder realizarla. Gracia de Dios y libertad del hombre se conjugaron para
hacer de Brochero un cristiano. Hijo de Dios por el bautismo, Brochero
permitió que la gracia de Dios se desplegara en él y lo transformara.
Iluminado por Cristo, su vida fue irradiación de esta luz. Testigo con su vida
del misterio de Dios que lo habitaba.
El corazón evangelizado de Brochero dinamizó su sorprendente acción
evangelizadora. El fin al que orientaba toda su vida lo expresaba en pocas
palabras: la gloria de Dios. Pero, como la gloria de Dios consiste en que los
hombres vivan una vida plena y feliz, se jugó enteramente por la
dignificación de todos aquellos hombres y mujeres que encontró en su
camino. Su unión íntima con Dios es lo único que explica el verdadero
sentido de su obra sorprendente. Creer en Jesucristo lo llevó a poner el
amor en el centro de toda su existencia. El amor a Dios y el amor al
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prójimo. Inseparablemente unidos, como las dos caras de una misma
medalla. La pasión por Jesucristo y por el Evangelio le ganaron el corazón
desde chico y una vez ordenado sacerdote, supo con mucha claridad lo que
tenía que hacer: “…trabajar en bien de los prójimos hasta lo último de la
vida, batallando con los enemigos del alma, como los leones que pelean
echados cuando parados no pueden hacer la defensa”. Así lo hizo,
gastando y desgastando sus fuerzas a favor de la evangelización integral.
“En cuanto al trabajo sacerdotal –escribe en una oportunidad- yo me
felicitaría si Dios me saca de este planeta sentado confesando o predicando
el Evangelio...”. Contemplativo en la acción, Brochero supo reconocer a la
luz de la fe la grandeza de la dignidad humana. Vio a los hombres, sus
hermanos, a la luz del misterio del Verbo Encarnado. En el corazón de
Cristo los veía a todos, y en todos veía a Jesús.
Brochero vivió con alegría como un verdadero discípulo misionero de Jesús.
La fe, la esperanza y la caridad le dieron a su existencia la fisonomía propia
de la vida cristiana. Él siguió fielmente a Jesús y nos muestra a nosotros el
camino.
BROCHERO: MODELO DE CREYENTE
A
nte todo, Brochero fue un creyente. El encuentro con Jesucristo le
cambió la vida. La fe en Jesucristo llenó su corazón y transformó su
vida. El Evangelio fue para él su manera de vivir. Su santidad brotó
de la unión con Jesucristo, vivida en todo momento y en todo lugar, en la
trama cotidiana de su existencia. Toda su vida fue una ofrenda, una entrega
a Dios y a los hermanos. Iluminado por la fe y lleno de la vida de Jesús, fue
su discípulo misionero. Quien se encontraba con Brochero, se encontraba
con Jesús. Su fe viva hizo de Brochero un reflejo de Jesús. Su humanidad
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puesta en las manos de Jesús, su persona y su manera de obrar, eran su
mejor predicación del Evangelio.
Alimentando su fe en la lectura de los Evangelios, en la oración constante y
en la Eucaristía, Brochero comprendió que Jesús vino al mundo para traer a
los hombres una alternativa de vida: la vida nueva del Reino. Sabía bien por
la fe que el cristianismo no se reduce a una doctrina, a un culto o a una
ética, sino que es el misterio mismo de Jesucristo, el Hijo de Dios hecho
hombre para que los hombres vivan por Él. Por eso, como discípulo suyo,
Brochero se jugó enteramente por Jesucristo, por la causa del Reino, y
porque amó como Jesús a los hombres y mujeres de su tiempo, se
sensibilizó ante sus necesidades materiales, culturales, espirituales, e hizo
todo lo que estaba a su alcance para que alcanzaran una vida más digna,
para que tuvieran la alegría de los hijos de Dios. La fe es para Brochero el
motor de toda su gigantesca obra evangelizadora. Él sabía muy bien que la
fe sin obras está muerta; que la fe viva compromete y exige la entrega de
todo el corazón, de toda la persona al servicio del Evangelio, para que el
Reino venga a nosotros, para el bien de los hermanos y para la gloria de
Dios.
Brochero, hombre profundamente creyente, lo veía todo con la mirada de
la fe, con la mirada de Dios, Padre misericordioso que quiere que todos los
hombres se salven. Por eso, cuando se trata de salvar una vida, de llevar los
sacramentos a quien los necesita, de ofrecer a un hermano el abrazo
misericordioso del perdón de Dios, Brochero es capaz de cruzar un río
crecido agarrado a la cola de la mula para que no lo arrastre la corriente.
Por eso, cuando ve que su pueblo necesita escuelas, iglesias, caminos, una
casa para hacer los Ejercicios Espirituales, no se queda tranquilo hasta
hacer todo lo posible para lograrlo: mueve cielo y tierra, habla con uno y
con otro, ningún obstáculo lo detendrá, pone en juego todas sus energías
para realizarlo. Obras son amores. La fe de Brochero se muestra en sus
obras a favor de la vida de su gente. Como fiel discípulo de Jesús, mostró su
amor a sus amigos dando la vida por ellos.
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La fe de Brochero lo llevó a ser un instrumento dócil en las manos de Dios.
Alguna vez supo compararse con la “mano” del mortero, que se usa para
pisar el maíz y hacer la mazamorra. Su fe le hacía ver que la obra no era
suya, era la de Dios para su Pueblo santo. Brochero tuvo la genialidad de
poner todas sus capacidades humanas al servicio de la gracia de Dios, pero
nunca “se la creyó”. Sabía por las palabras de san Pablo que los apóstoles
son “simples servidores, por medio de los cuales otros hombres creyeron…
uno planta, otro riega… pero es Dios quien hace crecer” (1Cor 3,5-9). Todo
en la vida cristiana es un regalo de Dios, es don gratuito de su amor. Todo
es gracia ofrecida que nosotros hemos de recibir y secundar. En lo
referente a la salvación de los hombres la obra principal es de Dios. Por
eso, al final de su vida, cuando Brochero se encontró enfermo, solo,
disminuido en sus fuerzas físicas, más que nunca fue instrumento de Dios.
Uniéndose a la Pascua de Jesucristo, rezando la misa de memoria, se hizo
eucaristía, ofrenda de amor para la salvación de todos. Cuando
humanamente casi nada podía hacer, su fe viva y su ardiente caridad se
desplegaron mejor que nunca, orando y ofreciéndose a sí mismo por todos
los hombres: los que ya pasaron por este mundo, los que aún se
encontraban en él, y por los que vendrían en el futuro. ¡Tan grande era la
fe de este hombre que lo veía todo con la mirada de Dios! ¡Y era una fe tan
viva como para abrazar a todos con el mismo amor misericordioso de Dios
Padre!
Brochero, como la Virgen María y todos los santos y beatos, es para
nosotros un testigo de las maravillas que Dios obra en sus servidores, un
hermano que en el cielo alaba y ruega a Dios por nosotros que vamos
peregrinando por el mundo, y un amigo que nos muestra el camino abierto
por Jesús y nos invita a seguirlo con decisión y alegría.
Mirando a este testigo de la fe, que es Brochero, podemos preguntarnos:
¿Creo verdaderamente que Dios es nuestro Padre misericordioso que nos
llama a todos a ser felices viviendo la vida nueva que brota de la Pascua de
Jesucristo?
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¿Creo que Jesucristo, nuestro Señor, Hermano y Amigo, nos amó hasta
entregar su propia vida para la salvación de todos, para liberarnos del
pecado y de la muerte, y para unirnos a Él?
¿Creo que en Bautismo fuimos renacidos y se nos dio la inmensa dignidad
de ser hijos de Dios en Cristo por la fuerza del Espíritu Santo?
La fe en Jesucristo ¿ha transformado mi vida según los criterios del
Evangelio? ¿Saco las consecuencias de la fe cristiana para mi vida
cotidiana, en mi familia, en el trabajo, en la vida social, económica y
política?
Creer en Jesús ¿me llena de alegría, motiva mi oración agradecida, me
mueve a ponerme confiadamente en las manos de Dios, me ayuda a
afrontar las dificultades y sufrimientos con esperanza?
Como Brochero ¿busco que la fe se traduzca en obras, me comprometo a
mejorar las condiciones de vida de nuestra sociedad, arremangándome y
poniendo manos a la obra junto con todos los que quieran colaborar al bien
común de nuestra Patria?
BROCHERO: MODELO DE ESPERANZA
B
rochero fue un gran amigo de Jesucristo que nos guía como un
baquiano por los caminos de la vida. Fueron muchos, escarpados y
difíciles los caminos que en su vida anduvo. A todos los transitó
guiado por su fe en Jesucristo, animado, alentado por una inquebrantable
esperanza. No se camina bien si no se ve claro: la fe nos hace ver el camino
verdadero de la vida. No se camina con ganas sin no confiamos en llegar a
la meta: la esperanza nos sostiene y nos empuja a seguir adelante.
Brochero caminó por la vida con esperanza, seguro de que, en toda
circunstancia, pase lo que pase, Dios está junto a su Pueblo, para guiarlo,
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reconfortarlo, animarlo una y otra vez. Su esperanza no se fundaba sobre
sus propios recursos personales, ni sobre los de otros. Se apoyaba en la
fuerza de Dios que resucitó a Jesucristo de entre los muertos.
Su vida no fue fácil. Más bien fue una lucha ardua, bajo “la bandera de
Jesucristo”, para que el Reino, el sueño de Dios para los hombres se hiciera
una realidad concreta entre sus paisanos. Él sabía que había que pasar por
muchas pruebas y trabajar mucho para mejorar las condiciones de vida de
sus hermanos serranos, para erradicar la miseria y los vicios, para fomentar
la educación y el progreso integral de todos… Jamás se achicó. Él sabía muy
bien en quién había puesto su confianza (2Tim 1,12): no en sí mismo, ni en
ningún otro, sino en Jesucristo. Fortalecido con esta confianza, todo lo
afronta sin miedos, con esperanza. Con una esperanza que contagia a los
demás y los suma a sus empresas. Cuando alguna vez le advirtieron que
encaraba demasiadas obras y que se estaba deslomando en el trabajo,
respondió sencillamente diciendo que la culpa de todo la tenía Jesucristo.
Su confianza lo llevaba a abandonarse totalmente en Dios, con esperanza
inquebrantable. Brochero tenía clara conciencia de estar haciendo la
voluntad de Dios. Y todo su trabajo apostólico se apoyó en la fuerza de
Dios. Así, con esta firme convicción y con este impulso, construyó la casa de
Ejercicios y realizó tantas otras obras, contagiando a muchos el fuego que
ardía en su corazón. Brochero fue un hombre de esperanza que irradiaba a
su alrededor la confianza de que, con la ayuda de Dios, otro mundo es
posible. Por eso, a sus obras no las hizo nunca solo. Supo mover los
corazones de los hombres y mujeres que Dios puso a su lado para que se
sumaran a su sueño, como felices y generosos obreros del Reino. Brochero,
lleno de esperanza viva, llama a colaborar, invita a trabajar, alienta,
anima… no sólo con palabras, sino principalmente con su ejemplo; no sólo
diciendo, sino haciendo. Nunca se quejó de la rudeza de su gente, ni se
detuvo en sus defectos. Con la luz interior del Espíritu Santo sabía mirar a
todos como nos mira Dios: con amor, con esperanza. Quería y sabía
despertar el fondo de bondad que hay en todo hombre. Confiaba en lo que
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Dios puede hacer en nosotros, por limitados y pecadores que seamos.
Aunque tuvo que pasar por dificultades y afrontar fracasos, mantuvo
siempre la esperanza. Como un don del Espíritu, vivía su ministerio con
alegría, con entusiasmo.
La esperanza cristiana de Brochero lo impulsaba a buscar las alegrías
definitivas del cielo, comprometiéndose con todas sus energías a trabajar
aquí en la tierra para que todos los hombres pudieran gozar de una vida
digna y feliz. La contemplación del fin, de la meta, le permitía reconocer
mejor las etapas y las tareas del camino. Lejos de ser un obstáculo, la
esperanza de la vida eterna era para Brochero motivo fundante de su
entrega por un mundo mejor. Él sabía por la fe que Dios amó tanto al
mundo que le envió a su Hijo, para que todo el que crea en Él no muera,
sino que tenga la Vida Eterna (cf. Jn 3, 16). Ya aquí en este mundo. Por eso
se jugó entero para ayudar a mejorar la calidad de vida de la gente, para
que pudieran acceder a los bienes que hacen más humana la existencia,
para que reconocieran su dignidad de hijos de Dios y hermanos, para que
pudieran gozar de las alegrías buenas que en este mundo anticipan el cielo.
Brochero comprendió lo que nos enseñan nuestros obispos cuando nos
dicen que “todo camino integral de santidad implica un compromiso por el
bien común social […]. Nunca hemos de disociar la santificación del
cumplimiento de los compromisos sociales. Estamos llamados a una
felicidad que no se alcanza en esta vida. Pero no podemos ser peregrinos al
cielo si vivimos como fugitivos de la ciudad terrena” (C.E.A., Navega mar
adentro, n. 74).
La certeza inquebrantable de la fe en la vida eterna lo sostuvo siempre.
Cuando comprendió que se acercaba el fin de su peregrinación por este
mundo, Brochero se preparó para afrontarlo como había vivido:
intensificando su fe en el Señor Jesús, abriendo su corazón a la misericordia
del Padre, dejándose conducir por el Espíritu Santo. La esperanza le
mostraba la belleza de lo que Dios tiene preparado para sus hijos. Y se lo
imagina compartiéndolo con muchos, compañeros de camino, hermanos,
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reunidos en la comunión de la caridad perfecta de la “metrópoli celestial”,
como le escribe a su amigo, el obispo Yáñiz. Al final de su vida, Brochero
está enfermo de lepra, solo, lejos de sus amigos y feligreses por el peligro
de contagio, casi completamente ciego… pero más que nunca está unido a
su Señor, Jesucristo, a su cruz, a su eucaristía; acompañado, como siempre
por “la Purísima”, como le gustaba llamar a la Virgen María, en el rezo
cotidiano del Rosario.
Con el corazón del Buen Pastor, Brochero iba, movido por una firme
esperanza, a buscar a hombres y mujeres por todos los rincones de su
parroquia, para hacerlos entrar a los Ejercicios Espirituales. Él sabía por sí
mismo el bien que encierran y deseaba que nadie, por ninguna razón, se
viera privado de hacerlos. Iba a buscarlos porque los amaba. También a
nosotros, hombres y mujeres del siglo XXI, Brochero sigue invitándonos al
encuentro con Jesucristo Salvador, a tener una profunda experiencia de su
amor, a conocerle más íntimamente, a amarle y servirle.
Al ver el testimonio de esperanza que nos ofrece Brochero, podemos
preguntarnos:
¿Está mi vida animada por la confianza en Dios y sostenida por la
esperanza que no defrauda, la que se apoya en la fidelidad de Aquél que
resucitó a Jesús de entre los muertos?
Sabiendo por la fe que la esperanza teologal es un don gratuito del amor de
Dios ¿lo agradezco en la oración y abro mi corazón a la gracia pidiendo que
se fortalezca y desarrolle cada vez más en mí?
En el momento actual de la humanidad y de la Patria ¿no estamos
necesitados de aquella esperanza firme que animaba el corazón del Cura
Brochero a trabajar por el bien común sin quejas ni desánimos, con alegría,
entusiasmo y generosidad?
Mirando la vida nada fácil del Cura Brochero ¿qué invitaciones descubro
para afrontar las dificultades, desafíos y sufrimientos que encuentro en la
mía?
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¿Vivo la esperanza cristiana como una fuerza dinamizante, creativa,
imaginativa, impulsora de proyectos superadores, vencedora de todos los
obstáculos, animadora del crecimiento personal y de la transformación
eclesial y social?
Mientras voy peregrinando por este mundo, y de cara a la muerte ¿levanto
la mirada al cielo para reconocer con esperanza la meta a la que Dios en su
amor nos llama a todos?
BROCHERO: MODELO DE CARIDAD
N
o se puede comprender la vida de Brochero, sino a la luz de su
intenso amor a Cristo y al prójimo. La forma más plena de la vida
cristiana es la caridad. Jesucristo es el amor encarnado. Sus
discípulos recibieron el mandamiento nuevo del amor, a Dios y a los
hombres. Por el amor que se tengan han de ser reconocidos como
discípulos de Jesús. No se trata de cualquier amor. “Ámense como yo los he
amado” (Jn 15,12): el amor del Señor es la fuente y la medida de nuestro
amor. Él nos amó hasta dar su vida por nosotros, para que nosotros
pudiéramos vivir en el amor. El amor no viene de nosotros; es un don de
Dios: “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el
Espíritu Santo, que nos ha sido dado” (Rm 5,5). Brochero abrió su corazón
al amor de Dios y transformado por la gracia se hizo instrumento del amor
de Dios para sus hermanos. En el centro de ese amor estaba la persona de
Jesús, su Evangelio, el Reino, y todos los hermanos de Jesús, los hombres y
mujeres, los pecadores, los pobres, los que sufren, los que buscan una
esperanza.
Cuando Brochero conoció por la fe “el amor que Dios nos tiene” (1Jn 4,16),
sintió la irresistible necesidad de comunicarlo a todos. Como ministro de
Jesucristo celebró la eucaristía, “misterio de amor”, no sólo en el rito de la
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misa, sino en lo cotidiano de su vida entregada. Se hizo eucaristía con Jesús
y como Jesús: pan partido y repartido, entregado para la vida de los
hombres. Se hizo todo para todos, olvidándose de sí mismo, hasta llegar a
ser un serrano más entre los serranos. Supo morir a sí mismo, a su propia
idiosincrasia, para ir al encuentro de la gente que lo necesitaba, asumió su
cultura, sus costumbres, su forma de pensar y de hablar. Se hizo uno con
ellos. Todo esto para poder anunciarles el Evangelio de modo que lo
pudieran entender y recibir. Y así fue. La ardiente caridad pastoral que
llevaba en su pecho le abrió las puertas y los corazones de muchos, para
que entrara Cristo en ellos.
El amor es verdadero cuando afirma al otro en su identidad y ayuda a que
pueda desarrollar todos los dones que Dios le dio. Cuando hace posible y se
alegra con el crecimiento del otro. El amor verdadero no sobreprotege ni
infantiliza, no genera dependencias sino que libera. Brochero mostró su
amor pastoral a la gente de su parroquia aceptándolos incondicionalmente
y valorándolos en su dignidad, queriéndolos entrañablemente y
mostrándoles su afecto de la manera que ellos podían recibirlo. Brochero
amó a los hombres y mujeres de su pueblo tal como eran. Y cuando tuvo
que alejarse de ellos sintió un desgarrón en el corazón. Pero, por sobre
todas las cosas, los quería ver de pie, conscientes de su dignidad de hijos de
Dios y ciudadanos de la Patria. Y puso todo de su parte para que fueran
ellos mismos y se valieran por sí mismos. Tenía el deseo de que las
personas crecieran y fueran actores de su propia historia. Por eso les
mostró su amor con obras en las que todos estaban llamados a
involucrarse y comprometerse. Por eso apostó a los proyectos
comunitarios como manifestación de una solidaridad en acción, a la
educación como el gran medio para el desarrollo humano personal y social,
a una evangelización integral como punto de partida para la promoción de
la dignidad humana y de relaciones sociales fundadas en la justicia. Su
caridad pastoral lo llevó a amar todo lo que la gente necesitaba para vivir
como Dios quiere, es decir, dignamente. Sin demasiadas disquisiciones,
unió admirablemente en la práctica anuncio de la Palabra y promoción
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social. Intuyó que el Evangelio es, en todos los sentidos y en todas las
dimensiones, vida plena para los hombres que lo acogen.
El Dios Amor vino al encuentro de los hombres por el misterio de la
encarnación redentora. Habiendo contemplado este misterio del amor
divino, Brochero supo acortar distancias y tender puentes. Fue al
encuentro de los más alejados para atraerlos a Cristo. No esperaba que
vinieran. Iba al encuentro, como cuando fue a buscarlo a Santos Guayama,
movido por el amor de Cristo, deseando su amistad. Como su Maestro
Jesús, Brochero buscaba a los descarriados, a la gente “de mala vida”, a los
marcados por la sociedad. A todos quería mostrarles la misericordia de
Dios. Hacía penitencia por los pecadores y oraba pidiendo a Dios que les
diera la gracia de la conversión. Y trataba de convencerlos de todas las
maneras posibles, incluso pidiéndoselo de rodillas a alguno o
comprometiéndose a una privación personal para alentar a otro. Sabía
decir que “un cura que no siente mucha lástima de los pecadores, es medio
sacerdote”. Por eso, buscaba todos los medios, corría todos los riesgos,
afrontaba todos los peligros con tal de ganar un corazón para Cristo.
Su caridad pastoral, reflejo de la de Cristo, la sintieron de modo muy
especial los enfermos y los pobres. No dejaba pasar el tiempo cuando le
avisaban de un vecino enfermo: enseguida iba a su encuentro para llevarle
el consuelo de la Palabra y los sacramentos. Nada lo detenía, porque lo
impulsaba la caridad de Cristo. Dicen que fue visitando a un enfermo como
contrajo la lepra. Como Jesús, amaba a los pobres sinceramente, los
visitaba y les hacía sentir su amistad. La casa de los pobres estaba siempre
abierta para el Cura Brochero. Quizá porque los pobres sabían bien que el
corazón del Cura estaba siempre abierto para ellos.
Cuando la Iglesia reconoce a algunos hermanos, mediante la beatificación o
la canonización, como modelos e intercesores nuestros, nos invita no sólo a
admirarlos, sino sobre todo a seguirlos. La beatificación de Brochero es
para nosotros una gran alegría, nos invita a confiarle nuestras necesidades
y pedirle que ruegue por nosotros. Pero también es una llamada a seguirle
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por el camino de la santidad. Todos los bautizados estamos llamados a la
santidad, a la perfección en la caridad.
Animados por la ardiente caridad que vivió el Cura Brochero, podemos
preguntarnos:
¿Acepto sinceramente que en el centro de la vida de los discípulos de Jesús
tiene que estar “el mandamiento nuevo” y que el amor fraterno es lo que le
permite al mundo reconocernos como tales?
Sabiendo por la fe que la caridad es un don de Dios ¿pido confiadamente la
gracia de amar como Jesús lo hizo, abriendo mi corazón al Padre y a los
hermanos?
¿Participo de la eucaristía de tal manera que el amor de Cristo que entregó
su vida por la salvación de todos los hombres, me mueva a amar solidaria y
concretamente, poniendo en juego mis mejores dones y todas mis energías,
como lo hacía Brochero?
¿Siento la urgencia de salir al encuentro de los hermanos, de ir a las
periferias existenciales, de acortar distancias y de tender puentes, movido
por la caridad?
Como Brochero ¿comprendo que la caridad de Cristo me compromete a la
misión y me lleva al corazón del mundo, y que “la santidad no es una fuga
hacia el intimismo o hacia el individualismo religioso, tampoco un
abandono de la realidad urgente de los grandes problemas económicos,
sociales y políticos de América Latina y del mundo y, mucho menos, una
fuga de la realidad hacia un mundo exclusivamente espiritual” (Aparecida
148)?
Mi devoción a Brochero ¿me lleva a procurar un contacto más directo con
la Biblia, a participar en los sacramentos, a disfrutar de la celebración
dominical de la Eucaristía, y a vivir mejor el servicio del amor solidario? “Por
este camino, se podrá aprovechar todavía más el rico potencial de santidad
y de justicia social que encierra la mística popular” (Aparecida 262)
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Como el de Jesús y el de su servidor, el Cura Brochero ¿está abierto mi
corazón a los pobres, a los enfermos, a los excluidos, a los que sufren?
ASÍ HABLABA BROCHERO
«Mis amados: que Dios amó al hombre desde la eternidad es una verdad
tan clara y tan demostrada que el solo pensar lo contrario es y sería el
colmo de la locura, el último esfuerzo de la impiedad, y el último grado de
la ingratitud.
«El amor eterno de Dios hacia el hombre está escrito en todas las
maravillas de la creación. Él brilla en todas las obras de su omnipotencia.
Los prodigiosos fenómenos de la naturaleza, que a cada paso nos
asombran, publican por todas partes ese amor. Lo mismo hacen esos
luminosos astros que embellecen el firmamento. Igual cosa publican las
refulgentes estrellas que tachonan y esmaltan la bóveda celeste. El cambio
periódico de las estaciones, las riquezas del mundo vegetal y animal, y todo
lo grande y sublime que presenciamos en el universo, predican que Dios
amó al hombre desde la eternidad, y que en él puso los ojos de su amor y de
su predilección. Porque creó a este vasto universo para el hombre, para
engrandecerlo y para ensalzarlo, y por eso lo hizo Rey de todo lo creado.
«Sin embargo de ser tan claras y tan convincentes las pruebas de amor
aducidas, no son más que un pequeño rasguño, un rastro y una sombra, si
se comparan con la prueba de amor, que Dios dará, y efectivamente dio, en
la plenitud de los tiempos, cuando ordenase que su Hijo se hiciese carne y
habitase entre nosotros. Cuando ordenase que se hiciese hombre y tomase
la apariencia de siervo, porque entonces la prueba de amor tomaría
proporciones gigantescas, y llegaría a su complemento. Porque este
acontecimiento de humanarse el Hijo de Dios era el que ansiaban los
Patriarcas, era el que anunciaban los Profetas al través de los siglos, y era el
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que fundaba la esperanza del hombre para su felicidad, para su dicha, para
su redención y para poder entrar al cielo.
«Y en virtud de ese amor eterno hacia el hombre, apareció entre nosotros el
Hijo de Dios hecho hombre, y tomó la apariencia de un esclavo, para llorar
como hombre, como puedo llorar yo; para sufrir persecuciones como
hombre, como puede sufrirlas cualquiera de Ustedes; para padecer hambre,
sed, tristeza; para experimentar los desprecios de la vanidad, la indiferencia
del orgullo, las burlas de la impiedad, y los denuestos de la emulación; para
beber la hiel de la calumnia; para apurar las heces de la maledicencia; para
sufrir en su persona, como dice el Apóstol, todo cuanto debía padecer el
hombre, a fin de que el hombre experimentase las riquezas de su
misericordia y las dulzuras de su amor. Apareció, en fin, entre nosotros el
Hijo de Dios hecho hombre para asimilarse perfectamente al hombre, a fin
de que el hombre se hiciese Dios, y pudiese participar de su infinito amor.
¡Oh, amor sin ejemplo! ¡Oh, caridad propia de Dios hecho hombre!»
* * *
«He ahí [en el sacramento de la eucaristía], mis amados, el milagro tan
grande que admiró, asustó a los mismos ángeles. He ahí el resumen de
todas las obras que pudo hacer el poder divino. He ahí el epílogo de la
misericordia divina. He ahí la prueba infinita del infinito amor hacia el
hombre. ¡Darse a sí mismo!, ¡identificarse con el hombre!, ¡hacerse una
sola cosa con el hombre!, unirse para siempre con el hombre, como se unen
dos trozos de cera cuando ambos se derriten al fuego, o como se identifican
y confunden dos pedazos de metal cuando se funden en el horno. Así dicen
los Santos Padres, cuando quieren explicar la unión íntima que hay entre
Jesucristo y el que recibe dignamente la Hostia consagrada. Y el mismo
Jesucristo significó y garantizó la unión íntima que hay entre él y el que
comulga dignamente cuando dijo: “el que come mi carne y bebe mi sangre,
él está en mí y yo en él”, y nos hacemos una misma cosa.» […]
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[Jesucristo] «instituye el Sacramento del Amor y se queda con nosotros en
la Hostia consagrada hasta la consumación de los siglos, para poder así
identificarse con nosotros, para poder unirse íntimamente con nosotros, y
para poder comunicarnos su propia vida, si divinidad y su gloria.»
* * *
«Pero lo que quiero contarle es el texto con que rompí en la primera misión.
Este fue una vaca negra que estaban viendo todos los oyentes. Dije que así
como esa vaca estaba con la señal y marca del Ingenio llamado la Trinidad,
así estábamos señalados y marcados por Dios todos los cristianos. Pero
que Dios no marcaba en la pierna, ni en la paleta, ni en las costillas, sino en
el alma. Y que Dios no señalaba en las orejas, sino en la frente, porque la
señal de Dios era la Santa Cruz. Y que la marca de él era la fe y que ésta la
ponía en el alma, y que se la ponía volcada a todos los que no guardaban
los mandamientos.»
* * *
«…yo me he considerado siempre muy rico, porque la riqueza de una
persona no consiste en la multitud de miles de pesos que posee, sino en la
falta de necesidades, y que yo tengo muy pocas, y éstas me las satisface
Dios por sí mismo, y las otras por medio de otras personas…»
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SEMINARIO MAYOR DE CÓRDOBA «NUESTRA SEÑORA DE LORETO»
Av. Hipólito Yrigoyen 64 – X5000JHN – Córdoba
Tel. 0351 – 4270808 – recepció[email protected]
www.seminariocordoba.org.ar
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