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Huellas
de nuestra
fe
Una aldea llamada Emaús
La resurrección de Cristo, realizada en las primeras horas del domingo, es un hecho que
los Evangelios afirman de modo claro y rotundo. Junto a la presentación de los primeros
testimonios del sepulcro vacío -las santas mujeres, los apóstoles Pedro y Juan-, narran
diversas apariciones de Jesús resucitado. Entre todas, la de los discípulos de Emaús, descrita
con detalles conmovedores por san Lucas, provocaba una resonancia particular en san
Josemaría:
Conocemos bien el principio del relato: “ese mismo día, dos de ellos se dirigían a una
aldea llamada Emaús, que distaba de Jerusalén sesenta estadios. Iban conversando entre sí
de todo lo que había acontecido. Y mientras comentaban y discutían, el propio Jesús se
acercó y se puso a caminar con ellos, aunque sus ojos eran incapaces de reconocerle” (Lc 24,
13-16).
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Por los detalles que aporta san Lucas, podría parecer sencillo localizar la aldea a la que
se dirigían Cleofás y el otro discípulo. Sin embargo, al contrario de lo que ocurre con
muchos lugares de Tierra Santa, el transcurrir de los siglos y los acontecimientos de la
historia no han sido indiferentes, de forma que hoy en día cabe identificar varios sitios con la
Emaús evangélica. Algunos merecen mayor credibilidad, no solo porque gozan del consenso
de los estudiosos, sino también porque actualmente son meta de peregrinación.
“Emaús”: al oeste de Jerusalén
El primero corresponde con una ciudad al oeste de Jerusalén que aparece con el nombre
de Emaús en el Antiguo Testamento: en el año 165 antes de Cristo, el ejército seléucida de
Nicanor y Gorgias, acampado en las proximidades, sufrió una importante derrota a manos de
la rebelión judía liderada por Judas Macabeo (cfr. 1 Mac 3, 38 -4, 25). También se construyó
allí una fortaleza por la misma época (cfr. 1 Mac 9, 50), de la que todavía quedan algunos
restos. Su situación estratégica -en el camino entre la ciudad portuaria de Jaffa y Jerusalén,
donde termina la llanura y comienzan las montañas centrales de Palestina- hizo que los
romanos la convirtieran en un importante núcleo administrativo a mediados del siglo
primero antes de Cristo. Sin embargo, como represalia por un ataque a una de sus cohortes,
fue incendiada y arrasada en el siglo IV a. C. La ciudad debía estar reconstruida hacia los
años 66-67 de nuestra era, porque los historiadores Flavio Josefo y Plinio la enumeran entre
las capitales de distrito, y Vespasiano la conquistó en su campaña para someter el
levantamiento de los judíos. Pasó entonces a llamarse Nicópolis, “ciudad de la victoria”,
nombre que quedó confirmado cuando recibió el título de ciudad romana, en el año 223.
Basílica en la antigua Nicópolis
Los testimonios más antiguos que identifican Emaús-Nicópolis con el sitio
evangélico se remontan al siglo III: Eusebio de Cesarea, en el Onomasticon, un elenco de
lugares bíblicos elaborado hacia el 295, sostiene que “Emaús, de donde era Cleofás, el que
es mencionado en el Evangelio de Lucas, es hoy en día Nicópolis, una ciudad relevante de
Palestina”; y san Jerónimo, además de confirmar esta tesis al traducir el libro de Eusebio al
latín, nos ha transmitido que peregrinó en el año 386 a “Nicópolis, que se llamaba antes
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Emaús, en la que el Señor, reconocido a la fracción del pan, consagró en iglesia la casa de
Cleofás” (San Jerónimo, Epistola CVIII. Epitaphium Sanctae Paulae, 8.).
Durante la época bizantina, entre los siglos IV y VII, Emaús-Nicópolis contaría con una
nutrida población cristiana, pues fue sede episcopal. En el año 638, los árabes invadieron
Palestina y conquistaron la ciudad, que pasó a llamarse Ammwas. Aunque hay noticias de
que sus habitantes fueron evacuados dos años después a causa de una plaga, mantuvo su
importancia como cabeza de distrito durante la dominación islámica. En junio de 1099, fue
el último bastión tomado por los cruzados en su camino hacia Jerusalén; y en el siglo XII,
durante los reinos cristianos, se construyó una iglesia sobre las ruinas de una basílica de
época bizantina.
Hasta esa época, la tradición que situaba en Nicópolis la manifestación de Jesús
resucitado se había mantenido a pesar de contrastar con un dato aportado por san Lucas: que
Emaús se encontraba a sesenta estadios de Jerusalén, cuando la distancia de Nicópolis es de
ciento sesenta, es decir, hay una diferencia de veinte kilómetros. Aunque algunos estudiosos
han avanzado diversas hipótesis para explicar esto, el hecho es que la identificación de
Nicópolis con Emaús perdió fuerza, su iglesia quedó abandonada al irse los cruzados y la
presencia cristiana desapareció de la ciudad hasta finales del siglo XIX. Por iniciativa de la
beata Mariam de Belén, religiosa carmelita, en 1878 se compró el terreno donde estaban las
ruinas del templo y se reanudaron las peregrinaciones. Las excavaciones arqueológicas
llevadas a cabo en 1880, en 1924 y las que se realizan actualmente han puesto al descubierto
los vestigios de dos basílicas bizantinas y de una iglesia medieval -la de los cruzados-,
construida con piedras tomadas de las ruinas de las dos primeras.
Otro “Emaús”: al norte de Jerusalén
Otro lugar que podría corresponder al Emaús evangélico es la pequeña población de El
Qubeibeh, establecida sobre una antigua fortificación romana llamada Castellum Emmaus,
que se encuentra a una distancia exacta de sesenta estadios al norte de Jerusalén. En 1355,
los franciscanos que llegaron allí descubrieron algunas tradiciones locales que daban pie a
identificarla con la patria de Cleofás. Las primeras excavaciones, realizadas a fines del siglo
XVIII, sacaron a la luz los restos de una basílica cruzada que había incorporado otro edificio
precedente, y también revelaron las huellas de una aldea medieval. En 1902, se construyó
una iglesia de estilo neorrománico integrando los vestigios de la anterior, que es la que
persiste hasta hoy.
En la Pascua de 2008, Benedicto XVI se refirió al hecho de que no haya sido
identificada con certeza la Emaús que aparece en el Evangelio: “hay diversas hipótesis, y
esto es sugestivo, porque nos permite pensar que Emaús representa en realidad todos los
lugares: el camino que lleva a Emaús es el camino de todo cristiano, más aún, de todo
hombre. En nuestros caminos Jesús resucitado se hace compañero de viaje para reavivar en
nuestro corazón el calor de la fe y de la esperanza y partir el pan de la vida eterna”
(Benedicto XVI, Ángelus, 6-IV-2008).
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“Iban aquellos dos discípulos hacia Emaús. Su paso era normal, como el de tantos otros
que transitaban por aquel paraje. Y allí, con naturalidad, se les aparece Jesús, y anda con
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ellos, con una conversación que disminuye la fatiga. Me imagino la escena, ya bien entrada
la tarde. Sopla una brisa suave. Alrededor, campos sembrados de trigo ya crecido, y los
olivos viejos, con las ramas plateadas por la luz tibia” (Amigos de Dios, n. 313).
La presencia del Señor inspiraba una gran confianza, pues con apenas dos frases
provocó la confidencia de los discípulos: “comprende su dolor, penetra en su corazón, les
comunica algo de la vida que habita en Él” (Es Cristo que pasa, n. 105). Sus esperanzas de
que Jesús redimiera a Israel habían terminado con la crucifixión. Al salir de Jerusalén,
sabían ya que su cuerpo no se encontraba en el sepulcro, y que las mujeres afirmaban haber
recibido el anuncio de su resurrección a través de unos ángeles; pero no creen (Cfr. Lc 24,
17-24), están tristes y titubeantes en la fe.
“Entonces Jesús les dijo: -¡Necios y torpes de corazón para creer todo lo que
anunciaron los Profetas! ¿No era preciso que el Cristo padeciera estas cosas y así entrara en
su gloria? Y comenzando por Moisés y por todos los Profetas les interpretó en todas las
Escrituras lo que se refería a él” (Lc 24, 25-27).
¡Qué conversación sería
aquella! Pero “se termina el
trayecto al encontrar la aldea, y
aquellos dos que -sin darse
cuenta- han sido heridos en lo
hondo del corazón por la palabra
y el amor del Dios hecho
Hombre, sienten que se vaya.
Porque Jesús les saluda con
ademán de continuar adelante”
(Amigos de Dios, n. 314). Sin
embargo, “los dos discípulos le
detienen, y casi le fuerzan a
quedarse con ellos” (Es Cristo
que pasa, n. 105). Le ruegan:
“mane
nobiscum,
quoniam
advesperascit, et inclinata est iam La cena de Emaús, de Matthias Stom, se encuentra en el
Museo Thyssen-Bornemisza.
dies” (Lc 24, 29); quédate con
nosotros, porque sin ti se nos hace de noche. Jesús se queda, “y cuando estaban juntos a la
mesa tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. Entonces se les abrieron los ojos y le
reconocieron, pero él desapareció de su presencia. Y se dijeron uno a otro: -¿No es verdad
que ardía nuestro corazón dentro de nosotros, mientras nos hablaba por el camino y nos
explicaba las Escrituras?” (Lc 24, 30-32).
Comentando este pasaje, san Josemaría lo aplicaba también al apostolado de aquellos
cristianos que, en medio del mundo, están llamados a hacer presente a Cristo en todos los
ámbitos donde se desarrollan las tareas de los hombres (cfr. Es Cristo que pasa, n. 105).
“Nonne cor nostrum ardens erat in nobis, dum loqueretur in via? -¿Acaso nuestro
corazón no ardía en nosotros cuando nos hablaba en el camino?
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Estas palabras de los discípulos de Emaús debían salir espontáneas, si eres apóstol,
de labios de tus compañeros de profesión, después de encontrarte a ti en el camino de su
vida” (Camino, n. 917).
El Señor quiso aparecerse a Cleofás y a su compañore de un modo corriente, como
un viajero más, sin hacerse reconocer inmediatamente. Como los treinta años de vida oculta
de Jesucristo.
La reacción de los discípulos de Emaús, que se levantaron al instante y regresaron a
Jerusalén (cfr. Lc 24, 33), también supone una lección para todos los hombres:
“Se abren nuestros ojos como los de Cleofás y su compañero, cuando Cristo parte el
pan; y aunque Él vuelva a desaparecer de nuestra vista, seremos también capaces de
emprender de nuevo la marcha -anochece-, para hablar a los demás de Él, porque tanta
alegría no cabe en un pecho solo.
Camino de Emaús. Nuestro Dios ha llenado de dulzura este nombre. Y Emaús es el
mundo entero, porque el Señor ha abierto los caminos divinos de la tierra” (Amigos de Dios,
n. 314).
J. Gil
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