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Anita Garibaldi
Aun sabiendo que al unir su vida a la de Giuseppe Garibaldi optaba por la lucha, la pobreza y la zozobra permanente,
Ana María Riveira da Silva eligió ser la compañera de amor y de armas del patriota italiano y ofrendar su vida al ideal
revolucionario con tal convicción que su figura, casi legendaria, se convirtió por ese motivo en el símbolo de una causa.
Cuando se encontraron frente a frente por primera vez, quedaron silenciosos, mirándose fijamente, como buscándose
y reconociéndose. Y él, olvidando las pocas palabras que sabía en portugués, dijo en su idioma "¡Tu devi essere
mía!" (¡Tú debes ser mía!). Esas palabras en italiano sellaron un tumultuoso destino común.
Ana María Riveira da Silva era una criolla de dieciocho años, de cutis aceitunado, cabello oscuro y abundante, ojos
negrísimos y ovalados. Su silueta tenía la agilidad y esbeltez del venado. Había nacido en Marinhos, pueblito del sur de
Brasil, de padres también brasileños, y allí se había casado. Corría la segunda parte de la década 1831-1840, cuando el
estado de Río Grande do Sul vivía la conmoción de una lucha patriótica, en rebelión contra el poder de los Braganza,
emperadores del Brasil. Ana María llevaba, no obstante, una serena vida pueblerina y alimentaba las esperanzas de un
hogar tradicional, cuando la gallarda figura de ese rubio capitán corsario, unos días después de haberla conocido, la
buscó para llevarla consigo; ella lo siguió sin mirar atrás, con la ropa que llevaba puesta, a pesar de que, al subir
al lanchen ese mismo día de 1839, sabía que estaba optando por la lucha, la miseria y la zozobra sin fin. Tal vez en ese
encuentro creció dentro de Anita bravura inquebrantable que se convirtió en amazona, combatiente temeraria,
compañera de amor, de armas y de causa de Giuseppe Garibaldi. Durante el primer tercio del siglo XIX la península
itálica se hallaba dividida y, en muchas regiones, sometida al dominio austríaco.
Un gran movimiento patriótico italiano, el rísorgimento, pugnaba por concretar la unidad nacional, inspirado en las
ideas del pensador genovés Giuseppe Mazzini. Garibaldi, nacido en 1807, había asimilado las ideas republicanas de
Mazzini. Pronto se incorporó al movimiento "Joven Italia", y su talento para el mando y la organización lo llevó a
capitanear en Genova una sublevación tendiente a reemplazar la monarquía por la república.
El fracaso de la intentona hizo que se lo condenara a muerte en ausencia. Fue así como se dirigió a Río de Janeiro,
donde desembarcó en 1836. Allí se reunió en seguida con algunos compatriotas también exiliados y casi
inmediatamente se vio comprometido en conflictos y guerras civiles que agitaban a las jóvenes naciones americanas.
Actuó contra Pedro II en la rebelión separatista de los "Fárrapos" (harapientos), en Río Grande do Sul y las autoridades
de ese Estado le dieron patente de corso para combatir en el mar al emperador. Bordeando la costa brasileña, divisó
con su catalejo un pintoresco caserío; al acercarse la nave pudo distinguir a una esbelta joven que caminaba por la
playa. Es ella. El capitán Garibaldi baja a tierra decidido a alcanzar a esa mujer hasta verla frente a frente. La luna de
miel transcurrió entre el fragor de las armas. En esos días el ejército riograndense, acosado por las tropas imperiales
brasileñas, vivía horas aciagas. Garibaldi asumió el mando de tres naves republicanas en nombre de las autoridades
sureñas.
Con esa flotilla acometió hazañas increíbles teniendo siempre a su lado a Anita como un combatiente más. En el
transcurso de una batalla la nave capitana se cubrió de heridos y cadáveres, acribillada por babor y estribor. Los
tripulantes sobrevivientes se aprestaban a huir cuando la voz de Anita los increpa y les recuerda su deber. Reparte
municiones y se hace cargo del único cañón. Pero la derrota es inminente y Garibaldi ordena abandonar el barco. En
sus Memorias recuerda así el episodio: "Hizo cerca de veinte viajes de la costa a la nave, pasando bajo el fuego
enemigo en un pequeño bote (...) De pie en la popa en medio del desastre, aparecía calma y digna como una estatua."
Pasa el tiempo y Anita ha madurado. Ya su vida no es juego romántico sino fervorosa adhesión a la causa de su
marido. Se cuenta que en una oportunidad una bala mató su cabalgadura, estando en combate y cayó prisionera de la
caballería imperial. Con las manos atadas a la espalda es llevada ante el comandante, entre las burlas e injurias de
oficiales y soldadesca y condenada a prisión. Antes de ser encerrada, Anita obtiene una concesión: se le permitirá
buscar el cuerpo de su marido, a quien creía caído en la lucha. Durante todo un día vagó por el campo sembrado de
muertos y heridos escrutando los rostros de los compañeros caídos mientras se debatía entre la angustia y la
esperanza. Por la noche fue llevada a una celda, casi muerta de fatiga y dolor, pero con una secreta alegría: Garibaldi
no había muerto.
Esa certidumbre le dio tal vez la fuerza necesaria para huir. A medianoche, mientras dormían sus centinelas, saltó por
los techos, ganó el campo, y, montan-da en un potrillo, galopó en busca de los republicanos. El propio Garibaldi narra
así el final de la aventura: "Había que tener al mismo tiempo el corazón de un león y la velocidad de una gacela para
enfrentar esa selva. Pero ella no conocía el miedo y cubrió las veinte leguas (...) entre montes interminables, sola y sin
recursos." Los pobladores de la zona eran hostiles a los republicanos y tendían emboscadas en los puntos más
escondidos."Anita cruzó de noche esos pasos peligrosos: fuera por su buena estrella o por el admirable coraje de que
hacía gala, al acercarse a los enemigos (...) después de ocho días nos encontramos, por fin, en el campamento de
Vaquerías."
En 1840 Ana y su marido esperan el nacimiento de su primer hijo en condiciones de total miseria e incertidumbre.
Acompañados de un pequeño grupo fiel se refugian en una estancia abandonada, situada a cuatro jornadas de Porto
Alegre. Allí nace un varoncito sano y fuerte. Días después, mientras Garibaldi conseguía algunos elementos
indispensables en la ciudad, el ejército imperial rodea el refugio y mata a la guardia. Al darse cuenta de la situación,
Anita, parturienta de doce días, con su hijo al pecho y envuelta apenas en su camisón, monta a caballo y se interna en
el bosque seguida por los fieles marineros, donde los sorprende una tormenta. Cuando al día siguiente Giuseppe sale
en su busca, la encuentra afiebrada y tiritando, guarecida entre unas piedras, aferrada a su hijito.
A partir de entonces la vida de Ana Garibaldi sigue un cauce más sereno. El grupo republicano, perseguido por las
tropas imperiales, pasa al territorio argentino y decide dirigirse luego a la capital uruguaya. La familia se instala allí, y
Ana y Giuseppe se casan formalmente en la iglesia de San Francisco. En Uruguay nacen otros hijos: Rosita (que muere
a los cinco años), Teresita y Ricciotti. Garibaldi alterna su vida de combatiente, ahora en defensa de Montevideo,
asediada por las fuerzas del gobernador de Buenos Aires, con diversas ocupaciones. Por entonces se cimienta su fama
de líder y es reclamado desde Italia para llevar adelante la lucha por la emancipación. En diciembre de 1847 se
embarca con su familia rumbo a Niza.
Es aclamada como esposa del legendario Garibaldi. Entre tanto, Giuseppe marcha por la península en pos de su ideal:
la república, pero es derrotado y debe huir al norte, donde cree poder luchar en mejores condiciones. Se dirigen al
norte, perseguidos, sin ayuda y hasta sin agua, pero Ana muere, cerca de Ravena, el 4 de agosto de 1849, sin haber
cumplido aún treinta años.
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Policarpa Salavarrieta, "La Pola"
Se llamaba Policarpa Salavarrieta, pero en las guerras -sobre todo en las guerras por la independencia americana- no
había tiempo para nombres largos, y para la gente del pueblo que luchó junto a ella, que la amó y la guardó en su
recuerdo, fue sencillamente "la Pola". Sin embargo, a su muerte no faltó el poeta aficionado que se encargara de
formar con las letras de su nombre un anagrama: "lace por salvar la patria".
Su vida y su epopeya se inician en los últimos años del siglo XVIII en Guaduas, poblado sobre el camino que desde
Santa Fe de Bogotá, en Colombia, baja a Honda, a la orilla del caudaloso Magdalena. Allí se había hecho legendaria la
memoria de José Antonio Galán, cabecilla de aquellos comuneros cuyo levantamiento hacia 1781 preludió la gran
revolución americana.
Pola fue aprendiendo desde temprano a amar esa leyenda de fragancia libertadora, y averiguó, no sin emoción, que en
la misma causa había luchado con valor temerario otra mujer, Manuela Beltrán, que se adelantó sola, furiosa, y ante el
pueblo cohibido y silencioso arrancó la tabla donde se había inscripto el edicto que establecía los nuevos impuestos de
alcabala, y el estanco al tabaco y aguardiente.
Era Pola una criolla de estirpe vascongada, sin mezcla alguna de sangres, aunque provenía de una familia humilde, de
costumbres sencillas y honestas. Su casa poco más que una choza se alzaba a dos cuadras de la plaza principal. El
techo de paja cubría dos habitaciones de pocos metros cuadrados, con paredes de caña brava y barro y suelo de tierra
apisonada. Se vivía al aire libre, y el poblado estaba siempre lleno de los aromas y de la gente de campo. Visto desde
lejos parecía un lugar idílico, un remanso de paz, con su iglesia blanquísima destacándose en el valle verde salpicado
de grandes manchas de la bambúcea que le había dado su nombre. Pero al pasar por el sitio donde la cabeza de Galán
había sido expuesta sobre una pica, todos se santiguaban y rezaban un avemaría, y por las noches, en torno de los
fogones y braseros, se recitaba con fondo de guitarras mal encordadas el romance de los comuneros de Nueva
Granada. Cuando en 1810 estalló la Revolución, Pola encontró enseguida su lugar en ella.
Era ya una joven bien parecida, de modales bastante refinados para proceder del campo, y sobre todo, vivaz, resuelta
y además inteligente.
Su método de acción consistió en organizar en la aldea una red de espionaje, ojos y oídos de la guerrilla rural y urbana.
Así combatió a las tropas prepotentes de Pablo Morillo, el "Pacificador", enviado por Fernando VII para aquietar las
inquietudes coloniales. Pero pronto las sospechas de las autoridades comenzaron a caer sobre ella. Fue preciso
trasladarse a otra zona, y un día Pola se apareció en Santa Fe de Bogotá, hospedada en la casa de Andrea Ricaurte. Allí
funcionaba una de las centrales de inteligencia de los insurrectos.
Audaz, disimulada, hábil, diplomática, Policarpa entraba en los cuarteles y salía de ellos como tantas otras mujeres del
pueblo que llevaban a los soldados comida, mensajes y cuidados. De esta manera conseguía enterarse de los
movimientos y preparativos de las tropas realistas. Las noticias marchaban luego con rumbo patriota, escondidas en el
dobladillo del poncho de algún paisano montado en muía, que pasaba taciturno y sin apuro ante los puestos de
guardia a la salida de la ciudad, o bien bajo las faldas de alguna vendedora que se alejaba contoneándose, con su cesto
en la cabeza, del lugar donde Pola hacía sus "contactos": el atrio de la iglesia. Pero también sabía moverse en el
ámbito chismorrero del mercado, y se metía en las casas grandes, donde solían correr noticias de más alto nivel.
Cuando calculaba que podía hablar, daba rienda suelta a la lengua, y acabó haciendo tribunas independistas de los
costureros donde iba a coser para las señoras. Muchas veces sus amigas debieron advertirle que reprimiera un
entusiasmo que podía costarle caro. Pola permanecía entonces un rato -solo un rato- silenciosa. Su compañero era
Alejo Sarabáin, delgado, de romántica y fiera palidez viril, con grandes cejas y ojos negros. Tenía la misma edad que
Policarpa y, como ella, había abrazado desde el primer instante la causa revolucionaria, por la cual había pasado
momentos muy difíciles. Se encontraron en Bogotá y quedaron unidos para siempre por el amor, la guerra y la muerte.
se hallaba perplejo. Los patriotas que acampaban en los llanos de Casanare estaban evidentemente enterados de los
movimientos realistas, pero no se sabía por qué canal se filtraban las noticias hasta ellos. .El contraespionaje fue
estrechando el cerco, y uno a uno cayeron los chasquis de Policarpa. Vega y Juancho Molano fueron capturados y
fusilados. Las tertulias subversivas en casa de Andrea se hicieron muy peligrosas. Los mensajeros que regresaban a la
ciudad comenzaron a entrar por la noche. El espionaje perdió todo rasgo de aventura divertida: el peligro y el miedo
eran grandes.
Andrea y la Pola apenas dormían. A cualquier hora de la noche un chasqui apurado y nervioso podía golpear a la
puerta mientras aguzaba el oído para no ser sorprendido por la ronda. Una noche, cuando todavía no se habían
acostado, un crujido estrepitoso las dejó paralizadas. Era la puerta de la cocina, que había cedido a los culatazos de los
soldados que irrumpían en la sala segundos después, encabezados por un sargento que las increpó con altanería. Al
oírlo, Pola sacó a relucir su lengua cargada de improperios
-¡Busque, grandísimo...! ¡Busque por donde le dé la gana! ¡Escarbe en la cama, en los baúles, a ver si encuentra algo!
-¡Todos presos! -vociferó el sargento.
-¡Eso no! -replicó la Pola-. Andrea no tiene culpa de haberme dado posada, y además está criando. Los soldados
dejaron a Andrea, pero se llevaron a Bibiano, hermano de Pola de solo quince años.
A la mañana siguiente, con Pola aferrada a los barrotes de su celda y descargando cataratas de insultos sobre ellos, los
soldados desnudaron a Bibiano en el patio de la prisión.
-Los nombres de los que conspiran con Policarpa, o aquí están las varas... Silencio de Bibiano. La vara silbó en el aire y
comenzó a cortar carne, a teñir de rojo la piel. "¡Perros cobardes!", rugía Pola. Pero fue inútil: el muchacho no habló y
a los tres días lo soltaron. En la redada había caído también Alejo, a quien se le descubrieron papeles de Policarpa.
Ambos estaban perdidos y lo sabían, de modo que en el juicio Pola se dio el gusto de decir todo lo que pensaba,
menos los nombres de los otros conspiradores. El escribano tuvo que dejar de escribir, porque ya ninguna de las
expresiones de Pola era re-producible en autos. El 14 de noviembre de 1817 la Plaza Mayor de Bogotá amaneció con
inusitado despliegue: tres mil soldados, nueve patíbulos, sordo redoble de tambores. Por primera vez se iba a fusilar a
una mujer, y junto con ella a Alejo Sarabáin, a seis soldados patriotas y a un desertor. Cuando apareció la Pola, muy
elegante con su camisón de zaraza, su mantilla de paño azul y su sombrero cubano, no hubo ojos más que para ella.
Pronto tampoco hubo oídos más que para ella, porque su alta voz se hizo oír de continuo.-¡Viles americanos! -increpó
al batallón Numancia-. ¡Volved esas armas contra los enemigos de la patria!
Ya sobre el tablado, al advertir lágrimas en los rostros, dijo:
-No lloréis por mí. Llorad por la esclavitud y la opresión de vuestros compatriotas. ¡Levantaos y resistid los ultrajes que
sufrís con tanta injusticia!Seis balas lograron por fin hacerla callar. Pero en ese mismo instante pasó a ser un símbolo
de la lucha por la independencia. El pueblo colombiano la entronizó en sus conciencias, y los poemas e himnos escritos
en su honor fueron recitados en toda América.
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Manuela Sáenz
En los años turbulentos de las guerras de la Independencia hispanoamericana, a muy pocas mujeres les cupo un papel
protagónico que signara tanto sus vidas como las de sus patrias nacientes. Sobresale entre ellas la formidable
personalidad de la inteligente colaboradora y amiga de Simón Bolívar, que llegó a merecer cabalmente que este la
llamara "la libertadora del Libertador". Ella lo sabía mejor que nadie: "Lo que soy en realidad -escribió- es un carácter
formidable, amiga de mis amigos y enemiga de mis enemigos".
A causa de esa vigorosa personalidad, Manuela Sáenz, "la libertadora del Libertador", debió sufrir en vida el ataque
persistente y enconado de los defensores de "los prejuicios de la sociedad" -como ella misma los llamaba—, de los
numerosísimos enemigos de su egregio amante -Simón Bolívar-, y aun el de algunos amigos de este. Muerta, cayó
sobre ella un espeso manto tejido de silencio y calumnias. Pero aunque el destino y los hombres se esforzaran por
borrar sus huellas y distorsionar su imagen, ella supo siempre -con la misma fe que la sostuvo y alentó en tantos
momentos angustiosos- que habría de ser finalmente reivindicada. "El tiempo me justificará", escribió. Y así ha sido, en
efecto.
LA BASTARDA
Ya al nacer, Manuela empezó a dar que hablar. "El 29 de diciembre de 1797 bauticó solemnemente a Manuela, nacida
dos días antes, una criatura espuria cuyos padres no son nombrados." Así rezaba la partida de bautismo, pero todo
Quito sabía perfectamente de quiénes se trataba, y no dejaba de asombrarse. ¿Cómo era posible que don Simón Sáenz
y Vergara, noble español casado y con hijos, miembro del Concejo de la ciudad, capitán de la milicia del Rey y
recaudador de los diezmos del reino de Quito hubiese seducido a Joaquina, de la familia terrateniente de los Aispuru,
muchacha de dieciocho años?
En realidad, no se justificaba tanta sorpresa, puesto que Quito era conocida y reconocida como la ciudad más
licenciosa de todo el Virreinato de Nueva Granada (que abarcaba lo que es hoy Colombia, Ecuador y Venezuela). De
nada valió que Joaquina pasase el resto de su vida entre penitencias y oraciones; fue en vano que los Aispuru, odiando
a ese viviente testimonio de su deshonra, la recluyesen en el convento de Santa Catalina. A los 17 años Manuela
mostró a las claras su independencia de carácter al escapar para unirse con un apuesto oficial en algún lugar de los
montes de Quito. Cuando regresó, emisarios de su padre la estaban esperando para llevarla a Guayaquil y embarcarla
rumbo a Panamá, donde entonces residía don Simón Sáenz. En Panamá, mientras ayudaba eficazmente a este en sus
asuntos, Manuela aprendió a fumar -costumbre difundida entre las panameñas- y beber, y a distinguirse por sus
modales, su porte y su andar.
Su poder de seducción indujo a James Thorne, rico mercader británico establecido en Lima, a proponerle matrimonio.
Manuela no dejó escapar la oportunidad, pues en Panamá todos conocían su pasado, y la alternativa era quedarse
soltera para terminar siendo la querida de algún personaje lugareño o una mujer de mala fama.
Así fue como el 27 de julio de 1817 la iglesia limeña de San Sebastián se iluminó para celebrar la unión de Jaime
Thorne y Manuela Sáenz. Como ambos eran católicos, según las costumbres de la época, se suponía que el matrimonio
sería para toda la vida. Pero la vivaz Manuela no tardó en cansarse de este inglés parco, correcto y respetuoso de
todas las convenciones. "Como marido eres muy chapucero -le espetó—. No procuras ningún placer, conversas sin
gracia, caminas sin prisa, te sientas con cautela y no te ríes ni de tus propias bromas. Créeme, la vida monótona está
reservada para tu nación." Para compensar su aburrimiento conyugal, desde 1819 Manuela se dedicó a conspirar en
favor del movimiento independentista, llevando y trayendo las proclamas sediciosas que aparecían por las mañanas
pegadas en los muros de la ciudad. Continuó con esta peligrosa actividad a pesar de la oposición de su marido, que
veía en ella la ruina de ambos.
MANUELITA Y BOLÍVAR
Pero en 1822, después de la victoria patriota, sus esfuerzos y su valor se vieron recompensados: fue una de las 112
damas de Lima que recibió, por decisión del general San Martín, la Orden del Sol, la más preciada condecoración de la
Sudamérica liberada. Sin embargo, no se sintió satisfecha con la intensa vida social que desarrolló en los altos círculos
de Lima antes y después de la Independencia. Acaso por eso regresó a Quito, justo a tiempo para presenciar la entrada
triunfal de Bolívar.
Fue en el gran baile de la Victoria, celebrado en casa de Juan de Larrea el 16 de junio de 1822, donde se encontraron
por primera vez la señora de Thorne y Simón Bolívar. A ella le bastó un breve lapso para conquistar la galante atención
de todos los oficiales de Bolívar, y sobre todo la de este.
El altivo porte de Manuela, la elegancia de sus vestidos y de sus movimientos, su lenguaje, su rapidez para la réplica
aguda, sus juicios lapidarios sobre los miembros de la sociedad quiteña, que le eran bien conocidos, hicieron
comprender al héroe que se hallaba ante una mujer excepcional. Bajo las miradas envidiosas de todas las damas
presentes, "la bastarda" y el Libertador bailaron, charlaron y rieron juntos casi toda la noche. Juntos también dejaron
la residencia de los Larrea.
Al cabo de doce días dedicados a las urgentes tareas de la Independencia, y de doce noches consagradas a Manuela,
Bolívar se percató de que este nuevo amor amenazaba absorberlo por entero. Él no se debía a una mujer sino a un
continente. Experimentó por eso cierto alivio cuando tuvo que salir para Guayaquil el 4 de julio, a entrevistarse con el
general San Martín. Creía poner así punto final a lo que consideraba una aventura pasajera más. Pero no conocía bien
a "la Sáenz", como la llamaban despectivamente las damas quiteñas. Manuela había decidido que su relación con
Simón Bolívar fuese duradera, y ella era tan rápida para tomar una resolución como tenaz para llevarla a cabo y
sobreponerse a los obstáculos que se le opusieran.
Fue así como Bolívar la vio aparecer otra vez en Lima en septiembre de 1823. En corto tiempo Manuela supo hacerse
indispensable al Libertador, no solo como amante sino también en las múltiples tareas de la Revolución. Su
conocimiento íntimo de la sociedad limeña y del carácter y las tendencias políticas de sus miembros resultó utilísimo a
Bolívar. Por sobre todo, este sabía que podía contar ilimitadamente con esa mujer valerosa y enamorada. En octubre
la señora de Thorne fue incorporada oficialmente al Estado Mayor de Bolívar como encargada del archivo. Desde ese
momento sus destinos quedaron unidos, no obstante ocasionales- separaciones impuestas por los azares de la guerra.
Su entrega total a la persona y al ideal de Bolívar quedó demostrada la famosa noche de septiembre de-1828, en
Bogotá, cuando, sable en mano, hizo frente a las pistolas y cuchillos de los completados que venían a dar muerte al
prócer. Su arrojada conducta dio tiempo a este para ponerse a salvo, organizar la represión y regresar luego a
abrazarla y decirle conmovido: -"Manuela, mi Manuela, eres la libertadora del Libertador". Muchas de estas peripecias
políticas podrían quizás haberle sido ahorradas al Libertador, si hubiese escuchado más a Manuela, que demostró
poseer una intuición infalible para detectar a los enemigos ocultos. En 1830, al morir Bolívar, Manuela intentó
suicidarse, pero aún le quedaban muchos años de vida desdichada. Desterrada sucesivamente de Colombia y de
Ecuador, acabó como vendedora de tabaco en Paita, un minúsculo puerto del norte peruano. Inválida desde 1847, no
pudo escapar cuando una epidemia de difteria asoló la región en 1856. El 23 de noviembre de ese año sus restos
fueron arrojados a la fosa común, y sus papeles -la voluminosa correspondencia con el Libertador- ardieron en la
fogata encendida por el Cuerpo de Sanidad.
Un amigo llegó a tiempo para rescatar tan solo una hoja ennegrecida donde aún podía leerse: "El hielo de mis años se
reanima con tus bondades y gracias. Tu amor da una vida que está expirando. Yo no puedo estar sin ti, no puedo
privarme voluntariamente de mi Manuela."
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Charles Maurice de Talleyrand
(Charles Maurice de Talleyrand-Périgord; París, 1754-1838) Político y diplomático francés. Procedía de una familia
aristocrática, que le destinó a la carrera eclesiástica sin que tuviera vocación para ello (vivió siempre como un sibarita,
libertino y carente de escrúpulos). Ascendió en la jerarquía impulsado por su origen nobiliario: en 1780 era agente
general del clero y en 1789 obispo de Autun.
Talleyrand fue elegido presidente de la Asamblea Constituyente, apoyó la nacionalización de los bienes de la Iglesia y
su sometimiento al nuevo Estado surgido de la Revolución (Constitución Civil del Clero de 1790, admitida sólo por
cuatro obispos). El papa Pío VI le excomulgó por aquella actitud (1791), momento en que Talleyrand abandonó el
obispado (completó el proceso con su completa secularización en 1802).
En los Estados Generales que convocó Luis XVI en 1789 representó al estado eclesiástico y fue uno de sus escasos
miembros que aceptaron los principios de la Revolución que se produjo en aquel mismo año. Se vinculó políticamente
al conde de Mirabeau, representante de la nobleza revolucionaria y partidario, como él, de una monarquía
constitucional y de un liberalismo moderado.
Desde entonces se dedicó a la diplomacia, en la que demostró una gran habilidad y capacidad de supervivencia bajo
diferentes regímenes políticos. Abandonó Francia cuando la Revolución tomó un rumbo radical bajo la dictadura de
Robespierre (1792-94); refugiado en Inglaterra y en Estados Unidos, Talleyrand consolidó por entonces su visión de la
política exterior francesa, dominada por la idea de establecer relaciones amistosas con Gran Bretaña.
Cuando el régimen radical fue derrocado por un golpe de Estado, Talleyrand regresó a Francia y sirvió como ministro
de Asuntos Exteriores bajo el régimen del Directorio (1797-99). El acceso al poder de Napoleón no le apartó del cargo,
en el cual permanecería como uno de los grandes dignatarios del Consulado y del Imperio. Desempeñó un papel
destacado en la pacificación que marcó los primeros años del periodo napoleónico: tanto la pacificación exterior -pues
negoció el Tratado de Luneville con los austriacos (1801) y el de Amiens con los británicos (1802)- como la pacificación
interior -pues trató de suavizar la persecución de los contrarrevolucionarios, católicos y monárquicos, y colaboró en la
redacción del Concordato con el papa-.
Sin embargo, se fue distanciando gradualmente del emperador por la insistencia de éste en su actitud expansionista y
agresiva hacia Austria y Gran Bretaña. Dimitió en 1807, pero mantuvo los múltiples cargos y títulos honoríficos que le
había conferido Napoleón, e incluso colaboró con éste en tareas diplomáticas, como la Conferencia de Erfurt en la que
los monarcas europeos acordaron un nuevo orden europeo reconociendo la hegemonía francesa (1808).
Por entonces, Talleyrand conspiraba ya en secreto contra el emperador con Fouché e incluso hizo doble juego al
aconsejar al zar Alejandro I de Rusia sobre las negociaciones de Erfurt. Cuando los ejércitos aliados derrotaron a
Napoleón en 1814, Talleyrand contribuyó a restaurar a los Borbones en el Trono de Francia; y, en consecuencia, formó
parte de su gobierno provisional, primero como primer ministro (hasta el regreso de Luis XVIII) y luego como ministro
de Exteriores.
Como tal representó a Francia en el Congreso de Viena (1815), que diseñó un equilibrio europeo destinado a perdurar
durante medio siglo; aprovechando las disensiones entre los antiguos aliados consiguió que la derrota militar de
Francia no se tradujera en un castigo diplomático demasiado gravoso. Sin embargo, la animadversión de los
ultrarrealistas, que no le perdonaban su compromiso con la Revolución, le apartó enseguida de la política.
Siguió siendo miembro de la Cámara de los Pares y participó en la oposición liberal contra el absolutismo de Carlos X.
Apoyó la Revolución de 1830 que llevó al Trono a Luis Felipe de Orleans; y colaboró con el nuevo régimen
constitucional como embajador en Londres y delegado en la conferencia que debía resolver la situación de Bélgica
(1830-31). Tras fracasar en su intento de extender las fronteras de Francia a costa del nuevo reino belga, se retiró de la
política en 1834.
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Joseph Fouché
El genio tenebroso
(Joseph Fouché, duque de Otranto) Político francés de la Revolución y del Imperio napoleónico (La Martinière,
Bretaña, 1759 - Trieste, 1820). Era religioso de la orden de los oratorianos. Al estallar la Revolución en 1789, la apoyó
con ardor, integrándose en el Club de los Jacobinos.
Su participación política activa comenzó cuando la Revolución evolucionó hacia posiciones más radicales en 1792: fue
diputado de la Convención (del partido radical de la Montaña), miembro del Comité de Instrucción Pública y votó por
la ejecución de Luis XVI. Durante la dictadura del Comité de Salvación Pública fue uno de los representantes enviados a
provincias para implantar el Terror, distinguiéndose por su celo en la campaña de descristianización y en la represión
de Lyon (1793).
Robespierre empezó a sospechar de sus simpatías hebertistas (de los extremistas partidarios de Hébert); sintiéndose
en peligro, Fouché participó en el golpe de Estado de thermidor que puso fin a la dictadura de Robespierre y su Comité
(1794). Una vez liquidado el régimen de la Convención e implantado el Directorio, los nuevos dirigentes también
desconfiaron de este político hábil y calculador, al que encarcelaron en 1795 como partícipe de la política
robespierrista (1795). Parece que fue Fouché uno de los delatores de la conspiración de Babeuf en 1796, lo que le
permitió ganarse la confianza de Barras y, por su intercesión, ser amnistiado y empleado como agente diplomático del
gobierno.
En 1799 fue nombrado ministro de la Policía y tejió por toda Francia una eficaz red de agentes, que puso al servicio del
golpe de Estado que llevó al poder a Napoleón Bonaparte; éste formó inmediatamente un gobierno provisional con
Fouché al frente de la policía, ministerio que ocupó en 1799-1802 y 1804-09. Dicho puesto significaba que Fouché
controlaba el poder de hecho en Francia durante las largas ausencias del emperador, ocupado en misiones bélicas y
diplomáticas.
Entre sus iniciativas destaca la implantación de una oficina de censura de prensa (el Gabinete negro). Su caída en
desgracia tuvo que ver con la desconfianza del emperador ante las continuas intrigas entre Fouché y Talleyrand,
exacerbada por la oposición del primero al matrimonio de Napoleón con María Luisa. En 1809 fue apartado de París,
encargándole el gobierno de las Provincias Ilíricas (actual Croacia), anexionadas por Francia.
Desde 1810 conspiró para el retorno de los Borbones, aunque aceptó volver a ser ministro del Interior cuando
Napoleón regresó de su destierro en Elba y recuperó el poder (Imperio de los Cien Días, 1815). Demostró gran
capacidad de supervivencia política al encabezar el gobierno provisional que se formó tras la derrota definitiva de
Napoleón en la batalla de Waterloo; negoció el traspaso de poderes con los aliados y contribuyó al retorno del rey Luis
XVIII. Inicialmente se mantuvo como jefe de la Policía en el gobierno de la monarquía restaurada, esforzándose por
suavizar la represión sobre sus antiguos correligionarios; pero fue alejado aquel mismo año a la embajada francesa en
Sajonia, debido a las protestas de los ultrarrealistas. En 1816 se exilió huyendo de la Ley de Luis XVIII contra los
regicidas, estableciéndose en el Imperio Austriaco (en la ciudad de Trieste, antigua capital de su gobernación ilirica.
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George Stephenson
Inventor de la locomotora
Ingeniero mecánico inglés que inventó la locomotora de vapor (Wylam, Northumberland, 1781 - Chesterfield,
Derbyshire, 1848). Hijo de un mecánico que manejaba una bomba de vapor para achicar agua en una mina (del tipo de
Newcomen), se familiarizó desde muy joven con estas máquinas. Su curiosidad le llevó a estudiar en una escuela
nocturna y, mientras se ganaba la vida ejerciendo toda clase de oficios, siguió educándose al ayudar a repasar las
lecciones a su hijo.
Establecido por fin como mecánico jefe de la mina de Killingworth, desde 1813 se interesó por la
aplicación de la máquina de vapor de James Watt al arrastre de vagones sobre raíles. Creó la locomotora Blucher, que
fue perfeccionando sucesivamente, hasta que en 1821 convenció a los promotores del proyecto de ferrocarril de
Stockton a Darlington para que éste fuera tirado por una locomotora de vapor y no por caballos; así surgió la primera
línea ferroviaria moderna, construida por Stephenson en 1825.
El éxito hizo que le llamaran para construir la línea de Liverpool a Manchester, mucho más larga; en aquella ocasión,
su Rocket ganó una carrera con otras locomotoras que aspiraban a emplearse en la línea (1829). Stephenson instaló en
Newcastle una fábrica de la que salieron las ocho locomotoras que funcionaron en este primer servicio regular de
ferrocarril, y fue llamado para construir o asesorar en muchos otros ferrocarriles de los que se iban extendiendo por el
mundo.
La locomotora Rocket
Con su talento práctico para la mecánica resolvió sobre la marcha los múltiples problemas que iban surgiendo en el
trazado de nuevas líneas, construcción de puentes, máquinas, raíles y vagones, además de enfrentarse a quienes
desconfiaban de este nuevo medio de comunicación por sus supuestos efectos sobre la salud y el medio ambiente.
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Louis Braille
Inventor de un sistema de lectura y escritura para ciegos
Braille
(Coupvray, Francia, 1809 - París, 1852) Educador e inventor francés del sistema de lectura y escritura táctil para
invidentes que lleva su nombre, basado en un método de representación que utiliza celdas con seis puntos en relieve.
El método Braille es en la actualidad el sistema de lectura y escritura punteada universalmente adoptado en los
programas de educación de invidentes. Braille aplicó su novedoso método al alfabeto, a los números y a la notación
musical.
A los tres años de edad sufrió un accidente que le privó de la vista: trataba de imitar la labor de su padre en el taller
familiar de talabartería y se dañó uno de los ojos con el punzón que utilizaba para perforar el cuero. Algún tiempo
después, el ojo enfermo infectó el ojo sano y el pequeño Louis perdió la vista para siempre. A pesar de su deficiencia
física, Braille asistió durante dos años a la escuela de su localidad natal, y aunque demostró ser uno de los alumnos
más aventajados, su familia creyó que el muchacho nunca podría aprender a leer y escribir, ni acceder a través de la
educación a un prometedor futuro.
Cuando cumplió los diez años ingresó en la escuela para chicos ciegos de París, una de las primeras instituciones
especializadas en este campo que se
inauguraron en todo el mundo. Las condiciones del centro eran muy duras; se imponía a los alumnos una severa
disciplina que, sin embargo, no amedrentó el fuerte carácter del joven Braille. En el centro, los pupilos aprendían
algunos oficios sencillos y recibían la mayor parte de su instrucción de forma oral.
También asistían a clases de lectura porque el fundador de la escuela, Valentin Haüy, había conseguido desarrollar un
sistema de impresión de libros con los caracteres en relieve para permitir la lectura táctil. El método era muy
rudimentario: exigía una impresión individualizada en cobre para cada una de las letras y, aunque los alumnos podían
tocarlas e identificarlas con las yemas de los dedos, no eran capaces de reproducirlas por sí mismos mediante la
escritura.
En 1821, un oficial del ejército llamado Charles Barbier de la Serre visitó la escuela para presentar un nuevo sistema de
lectura y escritura táctil que podía introducirse en el programa educativo del centro. Barbier había inventado una
técnica básica para que los soldados pudieran intercambiarse mensajes en las trincheras durante la noche sin
necesidad de hablar, evitando así que el enemigo descubriera su posición. Su invento de escritura nocturna, bautizado
con el nombre de Sonography, consistía en colocar sobre una superficie plana rectangular doce puntos en relieve que,
al combinarse, representaban sonidos diferentes.
El joven Louis Braille, que había conseguido avanzar notablemente en sus estudios y desarrollar un considerable
talento para la música, percibió inmediatamente que las posibilidades del Sonography para la educación de invidentes
pasaban por simplificar el sistema aportado por Barbier. En los meses siguientes experimentó con diferentes
posibilidades y combinaciones hasta que encontró una solución idónea para reproducir la fonética básica que sólo
requería la utilización de seis puntos en relieve. Continuó trabajando varios años más en el perfeccionamiento del
sistema y desarrolló códigos diferentes para la enseñanza de materias como la música y las matemáticas.
A pesar de las indudables ventajas que ofrecía para el desarrollo educativo de los niños ciegos, el método inventado
por el joven francés no se implantó de forma inmediata. Existieron reticencias entre los docentes sobre la utilidad del
sistema, y un profesor de la escuela llegó incluso a prohibir a los chicos su aprendizaje. Afortunadamente, el veto
causó un efecto alentador entre los alumnos, que, a escondidas, se esmeraban por estudiar las composiciones de
puntos ideadas por su compañero Louis y descubrían que no sólo eran capaces de leer textos sino también de
escribirlos ellos mismos con un simple método de fabricación de puntos en relieve. Por primera vez los invidentes
disfrutaban de una autonomía que hasta entonces les había sido vedada.
Braille se convirtió en profesor de la escuela y se ganó la admiración de todos sus alumnos. Desgraciadamente, no
vivió lo bastante para ver cómo su sistema se adoptaba en todo el mundo. Enfermo de tuberculosis, murió a los 43
años con el pesar de que probablemente su revolucionario invento desaparecería con él. No se cumplieron los malos
presagios del pedagogo francés, porque ya eran muchos los que habían descubierto la eficacia de su método. En 1860,
el sistema Braille se introdujo en la escuela para ciegos de San Luis (Estados Unidos).
En 1868, un grupo de cuatro invidentes, liderado por el doctor Thomas Armitage, fundó en el Reino Unido una
sociedad para impulsar el perfeccionamiento y la difusión de la literatura grabada en relieve para ciegos. Este pequeño
grupo de amigos creció hasta convertirse en el Instituto Nacional de Ciegos, el mayor editor de textos en Braille en
Europa y la mayor organización británica para personas con discapacidad visual. En el siglo XX, el método Braille se
había implantado en casi todos los países del mundo.
La gran aportación de Louis Braille a la educación y a la calidad de vida de la población invidente fue finalmente
reconocida en su país: en 1952, cuando se cumplía el centenario de su muerte, su cuerpo fue trasladado al Panteón
parisino donde reposan los restos de los héroes nacionales. Aquel mismo año, la Asociación Amigos de Louis Braille
compró la casa de Coupvray donde en 1809 había nacido el educador, y poco después el Consejo Mundial para la
Promoción Social de los Ciegos se encargó de su administración a través del Comité Louis Braille. En 1966, el estado
francés inscribió la casa natal en el inventario de monumentos históricos. En 1984, cuando el Consejo se fusionó con la
Federación Internacional de Ciegos y surgió la actual Unión Mundial de Ciegos, la casa natal y el Comité Braille pasaron
a formar parte de la Unión.
El sistema Braille
El sistema Braille consiste en un código de 63 caracteres, constituidos por un rectángulo de seis puntos que conforman
una figura determinada. Estos caracteres Braille están unidos en líneas sobre el papel y pueden leerse pasando las
yemas de los dedos suavemente sobre el escrito.
Durante el siglo XIX se habían realizado otros intentos para conseguir que los invidentes pudieran leer y escribir,
aunque ninguno de los proyectos anteriores al Braille fue lo bastante satisfactorio. Braille decidió utilizar el sistema de
grabación de los signos en relieve sobre un papel, ya utilizado anteriormente, pero usando un código alfabético
distinto del latino y del griego.
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Demóstenes
(Atenas, 384 a.C. - Calauria, actual Grecia, 322 a.C.) Político y orador ateniense considerado el mejor orador de la
antigua Grecia. Proveniente de una familia de empresarios ricos, perdió a su padre a los siete años y sus tutores Áfobo,
Demofonte y Terípides abusaron de su patrimonio, por lo que, al acercarse a la mayoría de edad, hubo emprender
largos procesos judiciales para conservar algo de su fortuna.
Según la biografía escrita por Plutarco, su admiración e interés por la oratoria se habría despertado cuando su
pedagogo lo introdujo clandestinamente en la Asamblea, donde fue testigo de una brillantísima autodefensa del
estadista Calístrato. Discípulo de Iseo, leyó las obras de Isócrates y ejerció en su primera juventud la profesión de
logógrafo. Superó con esfuerzo sus dificultades para la oratoria por medio de ejercicios de declamación.
A partir del año 354 a.C. intervino en asuntos políticos y se hizo famoso por sus discursos. Entre los primeros destaca
Para los megalopolitanos, que atrajo la atención de los
atenienses sobre el peligro que representaba el poder de Esparta. Denunció la ambición de Filipo de Macedonia en las
famosas Filípicas, discursos pronunciados durante un largo proceso en la asamblea ateniense. Es en las Filípicas donde
se inicia la oratoria mayor de Demóstenes. Mientras en sus comienzos era aún perceptible la influencia de Isócrates, su
estilo muestra ahora una mayor riqueza de variaciones frente a la regularidad del período isocrático.
La serie se inicia con la Primera Filípica (349 o 351), un enérgico llamamiento a los atenienses. Entre 349 y 348, cuando
Atenas concertó una alianza con la Calcídica para luchar contra Filipo, pronunció las tres Olintíacas, en que urgía a los
atenienses a ayudar a Olinto; ello no evitó, sin embargo, la destrucción de la ciudad aliada. Demóstenes, que en 346
formó parte de la embajada enviada para tratar la paz con Filipo, pronunció en 344 otro llamamiento contra las
pretensiones del rey de Macedonia en la Segunda Filípica. Tres discursos del año 341 dan testimonio de su máxima
actividad como orador: la Tercera y la Cuarta Filípica y Sobre la situación del Quersoneso, una de las obras maestras de
su oratoria.
En el 340 a.C. dejó la oposición y pasó a ser jefe del partido dirigente. A lo largo de la década siguiente intentó ser
coronado por sus méritos cívicos, pero Esquines se opuso a su propuesta y Demóstenes terminó siendo condenado al
exilio. La hostilidad entre ambos oradores culminó en 330 en un gran proceso político. Demóstenes respondió
triunfalmente con su discurso Por la corona. Esta demolición del adversario e inteligente apología de la propia
actuación política está considerada la obra cumbre de su oratoria.
Tras la muerte de Alejandro Magno (323 a.C.), Atenas, Argos y Corinto se sublevaron contra la hegemonía macedonia.
Demóstenes regresó a su patria y fue acogido triunfalmente, pero la derrota naval en Amorgos y la terrestre de Cranón
dieron al traste con los sueños de los sublevados. Demóstenes tuvo que huir a la isla de Calauria, donde se suicidó por
envenenamiento para no caer en manos de los agentes de Antípatro.
Aunque Demóstenes fue ante todo un hombre de acción, que luchó para que Atenas recobrase la hegemonía y
contuviera el avance de Filipo, la posteridad lo ha ensalzado siempre como brillantísimo orador. La fuerza de sus
discursos (de los que se conservan unos setenta) y la precisión de sus argumentos, con pocas figuras retóricas, le
otorgan una originalidad excepcional. Como otros maestros de la prosa, Demóstenes pone especial cuidado en la
estructura rítmica al final del período; ya en los comentarios de la Antigüedad se destacaba que la eficacia de su
oratoria reside, en gran parte, en el ritmo.