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Eugenio Barba, Arar el cielo. Diálogos latinoamericanos, ed. by Lluís Masgrau, La
Habana, Fondo editorial Casa de las Américas, 2002, pp. 55-61
LLANEZA Y VAIVÉN
(Carta a Santiago García en ocasión de los 35 años de La Candelaria, 2001)
Carpignano, julio 2001
Querido Santiago,
el amor fue lo que propició nuestro encuentro en 1971, cuando llegaste a
Holstebro procedente del Festival de Nancy y tu grupo presentó tres
espectáculos distintos. En aquella época se llamaba Casa del Teatro y hervía
de fervor político y ardor grotowskiano. Era el primer grupo latinoamericano
que el Odin Teatret acogía gracias a la incontrolable pasión de un joven crítico
danés por una de tus actrices. Me llamó desde el Festival de Nancy, donde os
había visto, y el arrebato de sus argumentos, que yo interpreté como razones
objetivas, me apabulló.
Nos volvimos a ver en 1976 en el Festival de Caracas, en una situación
turbulenta cuando l’Odin Teatret, en vez de presentar su espectáculo, ocupó
la sala para protestar contra el organizador. La gente de la Candelaria, junto
con otros grupos latinoamericanos, os unisteis a nosotros solidariamente. En
1983, durante los dos meses de estadía que el Teatro Taller de Colombia
había preparado para nosotros, acogisteis nuestras Cenizas de Brecht en
vuestro teatro del barrio de la Candelaria. Con el pasar de los años los
encuentros se han hecho más frecuentes, las conversaciones más francas e
irónicas, los vínculos más fuertes y emotivos.
En nuestras islas de libertad – en nuestros teatros – las acciones aspiran a ser
límpidas, pero la historia que vence a nuestro alrededor es triste y tremenda.
Entonces uno tiene ganas de gritar. Y la voz se vuelve confusa.
Nos concentramos en la pequeña parcela de tierra que podemos cultivar. La
indiferencia, los malentendidos, la banalización circundante son tan fuertes
que a veces nuestra voz reacciona con solemnidad y se encumbra.
Tu figura, Santiago, es una admonición contra la solemnidad y los gritos,
aunque sean justos y justificables. Es una cuestión de gusto y de apreciación:
la voz que grita o que se vuelve solemne pierde la luz de la llaneza.
Te veo en un banquete en tu honor mientras el orador habla de ti, te paga
religiosamente las alabanzas que te has ganado, define tu papel histórico en
la historia del teatro, se conmueve y se vuelve enfático. Entonces tú gruñes
debajo de tu bigote, en voz baja, la exhortación que Cervantes pone en boca
de Maese Pedro, el titiritero y ex-galeote: Llaneza, muchacho: no te
encumbres.
A menudo he imaginado oírte pronunciar esta frase. También ahora que, junto
con otros amigos y compatriotas del “país del teatro”, te escribo conmovido
para celebrar los 35 años de la Candelaria.
¿Te acuerdas de cuando nos visitaste a Holstebro a principios de octubre de
1994, en ocasión de un evento parecido? El Odin Teatret celebraba sus treinta
años de trabajo con espectáculos, demostraciones técnicas, improvisaciones y
discursos. No había solemnidad. Pero había una regla: no entrar con los
zapatos puestos en la zona del piso reservada a las acciones de los actores
por respeto a los maestros asiáticos invitados, que siguen esta humilde
práctica para no ensuciar el suelo. Esta regla asumía fatalmente un valor
simbólico subrayando que ahí, a partir de esa línea, el espacio se convertía en
especial. Al entrar en ese espacio, tú no te quitaste los zapatos. ¿Acaso te
parecía un gesto excesivo que transformaba el teatro en una mezquita? ¿O tal
vez querías dar un simple ejemplo de cómo, en la práctica de un artista, las
reglas también funcionan en sentido contrario?
Julian Beck a menudo subrayaba el valor del teatro cuando decía que era una
manera de construir rituales que luego se pueden destruir con un ligero gesto.
Necesitamos rituales, pero como instrumentos. En cambio, estos rituales
corren el riesgo de trasformarse rápidamente en mandamientos que nos
convierten en siervos. El teatro es un buen antídoto contra la ausencia de
rituales y contra su abuso. La racionalidad del teatro consiste precisamente en
esta práctica de los opuestos, en mostrar una cara y su reverso. Es una
racionalidad dramática y su condición es la llaneza.
Tu no vives en “la sociedad del bienestar” y no necesitas subrayar el
dramatismo. Entraste en el espacio especial con tus zapatos ligeros y
empezaste a hablar. Te había pedido que respondieras públicamente la
pregunta “¿Por qué hago teatro?”. Hablaste del modo en que Don Quijote
explica a Sancho las razones de su amor por Dulcinea. Señalaste el lugar
exacto del fragmento: capítulo 25 de la primera parte de la novela.
Empezaste haciéndonos reír. Luego tiraste del sedal de la reflexión. Precisión,
ironía, llaneza. Y profundidad. La palabras encumbradas son la negación de la
profundidad.
Había titulado ese encuentro en ocasión de los treinta años del Odin Teatret
“Tradición y fundadores de tradiciones”. ¿Era acaso un título “encumbrado” si
lo aplicábamos a aquellos de nosotros que habían conseguido hacer navegar
sus teatros durante treinta años o más? Tu afirmaste que quitaba solemnidad
al concepto de “tradición”. Te dirigiste a Sanjukta Panigrahi para explicarle
que te reconfortaba oír, puesto que venías de un país donde el teatro parecía
no tener tradiciones, que ella había sido definida como una fundadora de la
tradición de la danza Odissi, precisamente ella que venía de la India, donde a
menudo todo parecía moverse – dijiste – “no sobre el terreno, sino bajo el
control de la tradición”.
El Odin Teatret había invitado a Holstebro a las personas con quien nos
habíamos tropezado en el curso de los años en distintas partes del mundo, y
que sentíamos como nuestros “compatriotas”. Personas muy distintas entre
ellas, que coincidían en el hecho de atribuir al teatro un valor que trasciende
el entretenimiento e incluso la estética. La mejor manera de celebrar nuestro
cumpleaños era ofrecer a los amigos, a mis compañeros y a mí mismo, la
posibilidad de reflexionar sobre el valor de nuestras elecciones, sobre el
sentido de la perseverancia, junto con maestros como Kazuo Ohno, Judith
Malina, Sanjukta Panigrahi y tú. Jerzy Grotowski era presente con su joven
colaborador Thomas Richards, como representante de una tradición
coherentemente capaz de saltar hacia dónde nadie esperaba. Dario Fo, que en
Holstebro se siente como en casa esta vez no había podido venir y había
mandado una felicitación. Pero si Dario Fo hubiera hablado ¿qué habría dicho
de la “tradición” y de su “invención”? Probablemente habría explicado que a él
no le interesan las tradiciones subterráneas sino las soterradas por los
vencedores que escriben la historia. Se hubiera encontrado a gusto entre
nosotros, que somos guerrilleros de la obstinación.
Llevamos muchos años de trabajo y muchos desencantos a la espalda, pero
no hemos perdido la obstinación, a pesar de que el espíritu del tiempo cambia
continuamente. Existe una obstinación sorda, que confía en la armadura de
las propias convicciones, y termina hecha trizas contra los molinos de viento.
Y existe la obstinación de la carrera y el regate que se desnuda, tira por la
borda las palabras más queridas, cultiva dudas sobre ella misma para
mantener el contacto con las propias raíces.
La obstinación que se nutre de su contrario es el verdadero baluarte contra el
fanatismo. El cinismo, el escepticismo y la renuncia a tomar posición sólo son
antídotos aparentes. También ellos desembocan en el fanatismo por el camino
contrario, circumnavegando la responsabilidad y el riesgo de la libertad.
Mientras hablabas me encontré pensando que casi tenías setenta años, y que
la experiencia, con su tejido de satisfacciones y desilusiones, en vez de
agotarte o volverte rígido, había aguzado tu capacidad de no contentarte
nunca con lo que parece cierto. Y sin embargo, eres intransigente. Una bocina
en el rincón izquierdo de mi cerebro no paraba de repetirme: “Así debía ser
Brecht”. Un Brecht que el karma había reencarnado en Colombia y que, en
vez de utilizar la máscara del sabio chino, se ponía la del campesino
colombiano. Pero esas mascaras de sentido común y escepticismo servían
para proteger el fuego del inconformismo.
Las cualidades que sirven para guiar un teatro y conservarlo independiente, la
intransigencia, la coherencia y la continuidad a lo largo del tiempo, tienen que
nutrirse de su propio contrario. Esto vale también para la cuarta cualidad
necesaria, el sentido del humor. Tu gusto por la ironía y por la alusión, tan
alejados de los estereotipos atribuidos a los latinoamericanos, eran síntomas
de tu arte de la obstinación entendida en el sentido de regate.
¿Por qué continuabas haciendo teatro? No afrontabas la pregunta
directamente. Nos hablabas de un campesino de 108 años que habías visto en
la televisión colombiana, justo antes de viajar a Dinamarca. Le habían puesto
un micrófono delante de la boca y le habían preguntado cuál era el secreto
para llegar a su venerable edad. Él se había quedado tan tranquilo, había
escudriñado la cámara que lo filmaba con sus ojos vivaces, y había
permanecido en silencio un buen rato.
Me pregunto por qué insisto en recordar aquel encuentro de octubre de 1994.
Quizás porque en aquella ocasión, como ahora, se trataba de un cumpleaños.
O quizás porque fue en aquella ocasión que se anudaron varios hilos, como
cuando en un espectáculo la lógica dramatúrgica empieza a hablar por sí
misma, liberándose de nuestras bridas y dictando el camino por su cuenta.
Nos hemos encontrado muchas veces. Cada vez era un hilo que se tendía
entre nosotros. Pero aquel día de octubre los hilos se anudaron. Kazuo Onho
nos mostró algunos destellos de su danza más famosa, que evoca a “La
Argentina”, una danzadora mítica para el teatro y la danza del siglo XX. Este
personaje femenino había rejuvenecido con el pasar de los años, mientras el
maestro que lo había creado y continuaba a bailarlo envejecía volviéndose
cada vez más transparente. Ella, el personaje, había crecido siguiendo una
lógica paradójica, invirtiendo el vector del tiempo. De mujer joven había
pasado a adolescente, y la adolescente había crecido hasta convertirse en una
niña que soñaba su futuro sin ni siquiera mirarse al espejo.
Luego, Sanjukta Panigrahi y el anciano Kazuo Ohno improvisaron juntos una
danza. Pareció como si la propia idea de vejez desapareciese de la sala,
substituida por algo semejante a la luz o a la resistencia de los cristales.
Entonces Kazuo Ohno tenía 88 años. Hoy se acerca a los 100. Sanjukta
Panigrahi era cuarenta años más joven que el maestro japonés, y tenía una
presencia impetuosa y fulminante. Y sin embargo murió poco menos de dos
años después. En las últimas semanas de vida había perdido su larga trenza
negra a causa de la quimioterapia. Su cuerpo fue quemado sobre un
entarimado entre flores, en medio del gentío, en la ciudad donde era
considerada al mismo tiempo una princesa y una reina. Sus cabellos y sus
cenizas fueron esparcidos en el mar. Cuando pienso en Sanjukta siento dolor,
pero no nostalgia. Está presente, es una parte de mi patria.
Me veo sentado entre Kazuo Ohno y Sanjukta, mientras escucho tus palabras,
envuelto en el continuo parloteo del intérprete que las traduce al japonés a la
oreja de Kazuo, traduciéndolas a su vez del inglés con que Julia, la actriz del
Odin, traduce tu español. Y sin embargo no es una Torre de Babel. Me siento
en mi patria, donde la diversidad de lenguas une, en vez de separar. Las
tradiciones se entretejen, se cruzan, a veces parecen incluso dialogar, forman
un vaivén de pensamientos. Después de un rato, nadie se da cuenta de que
estamos hablando lenguas distintas.
Una Torre de Babel al revés: he aquí una buena definición del teatro.
El espacio que el país del teatro posee y cultiva no está hecho de tierra, es un
vaivén de relaciones. Una patria que no consiste en nada más que una
constelación de personas, diferencias que se buscan, que a menudo se
entienden, no a pesar, sino a través de la divergencia. reflejándose una en
otra. Esta no-tierra puede desvanecerse en un momento como la niebla al sol,
como un espejismo. Y sin embargo es sólida. Y sobre todo, nadie la puede
pisotear.
Al principio, la posibilidad de crear un entendimiento a través de visiones
discordantes o invertidas era, para mí, una necesidad de emigrante. Con el
tiempo se ha convertido en una elección que he intentado traducir en técnica
y dramaturgia. El teatro, que cuando yo era joven me parecía una profesión
difícil de conocer y conquistar, continua fascinándome como un artesanado de
las relaciones paradójicas y libres entre los actores y el director, entre el
grupo que hace el espectáculo y los espectadores que lo observan. Intuyo
que, más allá de las metáforas, la semilla del teatro como una isla de libertad
reside en esto. Esta libertad nos turba e incluso puede asustarnos, porque
significa también liberarse de las certezas, una especie de vacío de aire
durante el vuelo. Este vacío de certeza, cuando conseguimos hacerlo evidente
a los sentidos, nos obliga a reaccionar con todo el organismo impulsándonos a
una toma de posición y a una elección personal.
Un amigo mío, comentando uno de nuestros espectáculos, una vez me
escribió: “Tu privas al espectador de uno de los placeres que todos buscamos
en el teatro, aunque no nos demos cuenta de ello. Hablo del placer de saber
que lo que yo veo y entiendo, coincide con lo que ve y entiende el espectador
que está sentado a mi lado.” Credo que tenía razón. La falta de libertad a
veces es un placer. Es un descanso. Empezando por las cadenas invisibles que
tenemos en la cabeza, que nos vinculan a una visión y a una vara de medir
unilateral, oprimiendo las acciones con el peso de su significado aclamado.
Amo el teatro que substrae al espectador de su reposo, que le quita la tierra
bajo los pies. Mi teatro es muy distinto del tuyo. Pero no creo que sea
profundamente distinto.
Mientras tanto tu seguías hablando del capítulo 25 de la primera parte de Don
Quijote, del momento en que el caballero andante explica a su escudero que
las acciones “fingidas y contrahechas” que ha decidido realizar no “son una
burla, son verdaderas”, que no son simples mentiras. Es Don Quijote quien
habla. Pero eras también tú, Santiago. Habrían podido ser Stanislavski,
Brecht, Meyerhold, Decroux o Grotowski. ¿Acaso no es ésta la quintaesencia
del saber teatral? ¿Y acaso no es esto lo que permite a la práctica teatral ser
revuelta sin convertirse en violencia?
Don Quijote no ha sido nunca uno de mis libros-guía. Mi Cervantes es Witold
Gombrowicz. Pero en ese momento, el entretejerse de las traducciones y el
vaivén de los pensamientos me daban la ilusión de que varias voces, de
hombres y mujeres procedentes de diferentes épocas, hablaban, con palabras
distintas, de cuestiones semejantes. Tu voz físicamente presente, y la
presencia de los maestros ausentes se mezclaban con la voz de Don Quijote
explicando a Sancho que la apariencia cotidiana de las cosas es sólo una
costra, un encantamiento maligno que ahoga la vida que recorre estas cosas
por debajo de la certeza de su significado.
Todo esto es también ciencia y técnica. En mi lengua de trabajo lo traduzco
así: extraer el comportamiento extra-cotidiano del actor del comportamiento
cotidiano. Hace años que me ocupo de esto buscando el bios, el flujo de vida
pre-expresivo que circula bajo las acciones de los actores. Sanjukta y yo
trabajamos durante muchos años sobre esto, intentando liberar este bios
encapsulado en las formas que la tradición nos ha transmitido. Pero, qué
busco a través de esta ciencia y esta técnica? Quizás la libertad de vivir
simultáneamente en dos mundos.
Me doy cuenta de que esta carta corre el riesgo de parecer un soliloquio. Y sin
embargo es un diálogo. Porque mirándonos el uno al otro como en un espejo,
observándonos como si fuéramos uno el reverso del otro llegamos a
conclusiones que quizás ninguno de los dos hubiera osado considerar como
propias.
A los ojos de quien intuye chispas de vida bajo las costras de las cosas y de
las acciones humanas el mundo empieza a oscilar. Ver el mundo según dos
visiones diferentes y simultáneas significa vivir en dos mundos; como Crazy
Horse, que era un jefe visionario y también un frío y astuto estratega; o como
el caballero andante, que sin embargo fue una víctima. Los valores por los
cuales nos consumimos son, para la mayoría que nos circunda, palabras
vacías, tonterías. ¿Hasta qué punto debemos explicar, explicarnos? Debemos
tener los ojos bien abiertos para no convertirnos en víctimas de nuestra
diferencia. Pero – y esto es lo más difícil – debemos soñar para no ser
víctimas de nuestra clarividencia.
Miro a mi alrededor y te veo a ti, el teatro de la Candelaria, pero también los
compañeros peruanos de Yuyachkani, l’Osmego Dnia polaco, el Teatro
Tascabile de Bergamo, el teatro Núcleo, argentino e italiano, Ariane
Mnouchkine y el Théâtre du Soleil, todos los grupos que en Europa y en
América Latina siguen haciendo teatro desde hace 20, 25, 30, 35, 40 años.
Pienso en el Odin Teatret, con el cual estoy de gira, ocho meses viajando,
cuatro en casa. Nos llamaban teatro “joven” cuando alcanzamos por primera
vez una cierta fama. Ahora, algunos de nosotros son abuelos, los más
“jóvenes” están en la cuarentena. Algunos críticos, cansados, dicen que
hacemos un teatro “ya visto”. Pero este teatro, exactamente igual que el que
vieron hace tiempo, sigue siendo nuestro teatro.
Entre tanto, nuestros nombres y los de nuestros teatros, querido Santiago,
han entrado en los libros y en las enciclopedias. Somos personajes acerca de
los cuales se lee, y somos personas del “teatro andante”. Una vez más, a
pesar mío, me encuentro al lado la sombra de Don Quijote empeñado en
hacer andar su Rocinante mientras la gente lee sus aventuras transformadas
en una novela. Son juegos especulares que hacen más agradable el paso del
tiempo. Es imposible no estar orgulloso de la resistencia de nuestros grupos.
No nos hemos dejado encerrar en la juventud. Ni nos hemos contentado con
el papel de utópicos. Hemos demostrado que la utopía se podía realizar.
“Llaneza, no te encumbres…”. No te daré tiempo a repetir la frase de
Cervantes y del titiritero Maese Pedro. No pienso en absoluto en la solemnidad
de los nombres y de las teorías. Pienso precisamente en su contrario. Quisiera
contar la historia de los teatros que se han convertido en islas viajeras como
una historia anónima, hecha de picardía y caballerosidad. Me gustaría contarla
dejando al margen las palabras que nos han definido y caracterizado,
abandonando nuestras teorías como las lagartijas dejan la cola entre las uñas
del gato cazador. Imagino que esta historia anónima, si cayera en manos de
los jóvenes que todavía no conocemos, hablaría con la voz profunda de los
relatos que escapan al control de quien los ha compuesto. Lo cual quiere decir
que la moraleja del cuento está ahí, ante nuestros ojos, pero no la sabemos
descifrar.
La pregunta que te había hecho, ahora me la hago yo. ¿Por qué hago teatro?
¿Por qué sigo adelante? Y sobre todo ¿Qué busco? Ya no sé de quien es la
voz, si tuya o mía, que responde sin responder.
Casi a los setenta, a principios de aquel octubre de 1994, bien plantado sobre
tus zapatos ligeros, con las manos juntas, explicabas el valor del teatro, sin
hablar de él. Dabas vueltas a su alrededor, en espiral. En el centro se
empezaba a ver algo transparente, algo mudo y al mismo tiempo elocuente.
Los de la Candelaria, dijiste, si hiciéramos teatro por razones políticas ya
habríamos abandonado. Si lo hiciéramos para resolver nuestros problemas de
subsistencia ya habríamos dejado de hacerlo. Entonces ¿por qué hacemos
teatro? Y dijiste: “por la razón de la sin-razón”. Aquí vuelve una vez más el
caballero andante. Sabe que no tiene razones para explicar por qué ama a
Dulcinea. Sabe que no la ama porque sea una princesa. Él voltea el
paradigma, y tu explicaste con la claridad de un rabino el mecanismo del
volteo. No es la razón lo que explica el hecho, sino el hecho lo que constituye
la razón: “por lo que yo quiero a Dulcinea del Toboso, tanto val como la más
alta princesa de la tierra”.
El teatro no “lo hago porque lo amo”, sino que “lo amo porque lo hago”. Y
sobre todo, “lo amo por la manera como lo hago”.
Hago es un verbo que cuando lo pronunciamos parece una respiración. La
llaneza puede volverse límpida y laberíntica como un koan. En medio de tu
discurso nos pareció ver a ese campesino colombiano de 108 años del que nos
hablabas. ¿Cómo había conseguido vivir tanto? Calló durante un largo rato. En
televisión diez, veinte segundos son larguísimos. Al final reveló su secreto:
“Respirando, respirando, respirando”.
Sus palabras. Tus palabras. Nuestras palabras.
Un abrazo fraterno por los 35 años de la Candelaria,
Eugenio