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Fe y Razón
OMNE VERUM A QUOCUMQUE DICATUR A SPIRITU SANCTO EST
Número 69 - Junio de 2012
EDITORIAL
1
Salvemos a los dos
por el Equipo de Dirección
CENTRO CULTURAL
3
Publicación del libro ¡Atrévanse a pensar
por el Concilio Vaticano II
MAGISTERIO
6
La vida económico-social
por el Concilio Vaticano II
ESPIRITUALIDAD
14
El gobierno pastoral al servicio de la verdad divina
por el R. P. José María Iraburu
TEOLOGÍA
29
Estoy en la Iglesia
Cardenal Jean Daniélou
APOLOGÉTICA
43
Nueva datación del Nuevo Testamento. II
por el Ing. Daniel Iglesias Grèzes
FAMILIA Y VIDA
48
No hay término medio entre el derecho a la vida del no nacido y su
negación
por el Lic. Néstor Martínez Valls
ORACIÓN
50
Salmo 79
de El Libro del Pueblo de Dios, la Biblia
1
Número 69 — Junio 2012
Salvemos a los dos
por el Equipo de Dirección
En las noticias de la casa, el número anterior de Fe y Razón fue el primero que enviamos a través
de MailChimp, un potente software para la gestión de emails masivos. Este cambio tecnológico
dio resultados muy positivos. Habiendo concluido la parte más difícil de esa transición, ahora
podremos dedicarnos a realizar algunas mejoras. Una de ellas se refiere al formato preferido por
cada suscriptor para el envío de la revista. En los números 68 y 69 hemos utilizado el formato
HTML (la opción recomendada por defecto) para todos los suscriptores. Si desea cambiar ese
formato por otro, por favor presione el enlace “Para actualizar sus preferencias de suscripción” al
final del email en el que le enviamos la revista. A los suscriptores que deseen seguir recibiendo
la revista como archivo HTML adjunto, les rogamos que nos escriban a [email protected]
para expresarnos su preferencia.
Por otra parte, está teniendo bastante éxito la campaña de nuevas suscripciones a la revista. Les
recordamos que la suscripción gratuita requiere sólo dos pasos muy simples: en primer
lugarCompletar el formulario , ingresando sólo su email, nombre y apellido y eligiendo el
formato preferido, sea HTML, Texto o Móvil. MailChimp enviará automáticamente un mensaje
al email indicado, pidiendo la confirmación de la suscripción. En segundo lugar se requiere
ingresar a ese email para confirmar la suscripción.
En otro orden de cosas, tenemos el agrado de anunciar la publicación del libro Nº 10 de la
Colección Fe y Razón: ¡Atrévanse a pensar! Selección de escritos filosóficos, de la Prof. María
Cristina Araújo Azarola† (1945-2003). En este número publicamos un comunicado sobre el
nuevo libro. Y por último informamos que ha terminado el cursillo sobre Darwinismo, Diseño
Inteligente y Fe Cristiana, organizado por el Centro Cultural Católico Fe y Razón.
Próximamente publicaremos en línea las presentaciones realizadas en ese cursillo.
Fe y Razón
Salvemos a los dos: El Centro Cultural Católico Fe y Razón tiene el agrado de invitarlos a la
presentación del libro de la Asociación Familia y Vida Salvemos a los dos. A propósito del veto
del Dr. Tabaré Vázquez, a realizarse el día 13 de junio del presente año a las 17:30 horas en la
Sala Paulina Luisi del Palacio Legislativo. La obra será presentada por el Diputado Dr. Gerardo
Amarilla con la presencia del Dr. Alfredo Solari, el Dr. Andrés Lima y el Dr. Pablo Mieres.
Expondrán también especialistas en el tema: Dr. Pedro Montano (aspectos jurídicos) y Lic.
Alejandra Fernández (aspectos psicológicos). Cerrará el acto el Lic. Néstor Martínez, miembro
de la Asociación Familia y Vida. Desde ya agradecemos su presencia.
Publicación del libro ¡Atrévanse a pensar!
por el Equipo de Dirección
El Centro Cultural Católico Fe y Razón se complace en anunciar la publicación del décimo título
de su Colección de Libros Fe y Razón y agradece el apoyo de Margarita Araújo de Miller,
Horacio Bojorge SJ y Alberto Caturelli para su realización. Se trata de una obra de la Prof. María
Cristina Araújo Azarola† (1945-2003): ¡Atrévanse a pensar! Selección de escritos filosóficos.
Este libro de 146 páginas contiene un prólogo del Dr. Alberto Caturelli y Sra., catorce capítulos,
un epílogo y dos anexos. A continuación reproducimos los títulos de los capítulos:
1. ¿Qué es una clase de filosofía? – 2. Una reflexión sobre el ser y el conocer – 3. Los
fundamentos filosóficos del desarrollo de la inteligencia – 4. Los derechos humanos en la
formación del educando – 5. Sentido y fundamento de la tolerancia – 6. Breve diálogo sobre el
cristiano y la secularización de la ética – 7. Reflexiones sobre una carta del Dr. Eugenio Espejo –
8. Quién es Edith Stein – 9. Logoterapia y educación – 10. La democracia en el pensamiento de
Juan Zorrilla de San Martín – 11. Alberto Zum Felde, pensador uruguayo – 12. Alberto Zum
Felde y la identidad de la cultura sudamericana – 13. Los caminos de la negación de Dios y
América Latina – 14. La filosofía en el proceso de inculturación de la fe en el Uruguay actual.
***
El libro puede ser adquirido, usando una tarjeta internacional, en Lulu, el mayor sitio de autopublicación del mundo, en dos modalidades diferentes:
3
Número 69 — Junio 2012
Como libro electrónico (e-book), AQUI. El e-book cuesta US$ 5. Es descargado inmediatamente
por el comprador en formato PDF.
Como libro impreso, AQUI. El libro impreso cuesta US$ 10 más el costo de envío desde
Estados Unidos. Lulu ofrece varios modos de envío, que difieren entre sí por su costo, rapidez y
grado de seguridad. Es recomendable utilizar una forma de envío “rastreable” —garantizada por
Lulu. Se puede comprar cualquier cantidad de ejemplares. Lulu imprime la cantidad de
ejemplares pedida y los envía al comprador. Lulu permite ver la tapa y algunas páginas del libro,
sin comprarlo. Toda la Colección Fe y Razón está disponible AQUI
***
Texto de la contratapa: En la clase de filosofía se ejercita el derecho a expresar libremente el
pensamiento y se aprende en la práctica lo que éste significa: no es decir lo que se nos ocurra
movidos por el rencor o el entusiasmo. Es comunicar la verdad encontrada, o la duda, o la
ambivalencia de opiniones. Y la ignorancia es un límite al ejercicio de este derecho. La verdad es
el motor.
La clase de filosofía es uno de los canales por los cuales los alumnos se promueven en el
ejercicio de su derecho a ser cultos. También dispone a la ejercitación del derecho humano a
pensar sobre sí mismo, para conocerse.
La clase de filosofía es el ámbito donde se ejercita el derecho humano a pensar por sí mismo,
buscando la verdad. Es evidente que esta concepción de la clase de filosofía se presenta en un
contexto de formación de la persona integral, en su doble dimensión: inmanente y trascendente.
La trascendencia no es sólo un nivel humano temporal,horizontal, sino también vertical. Somos
capaces de dialogar con el Tú Absoluto, realmente existente.
***
María Cristina Araújo Azarola† nació en la ciudad de Paysandú, Uruguay, en 1945. Cursó
educación primaria y secundaria en su ciudad natal. En 1963 ingresó en la Facultad de Derecho
de la Universidad de la República y en el Instituto de Filosofía, Ciencias y Letras. Haciendo una
opción radical por la Filosofía, abandonó los estudios de Derecho. Se graduó en Filosofía por el
Instituto mencionado y por la Pontificia Universidad Católica de Chile.
Fe y Razón
En la década del ’80 participó en seminarios de investigación filosófica en San Pablo y Río de
Janeiro, Brasil, organizados por la Asociación Interamericana de Filosofía. Su presidente era el
Dr. Stanislavs Ladusans SJ. También participó en varios Congresos Nacionales organizados por
la Sociedad Católica Argentina de Filosofía y por la Fundación Veritas, en Córdoba, Argentina;
en el Simposio Internacional de Filosofía realizado en Villa María, Córdoba, Argentina, 1996; en
las IV Jornadas sobre el Descubrimiento y la Evangelización de América en UCA, Buenos Aires,
1990. Asistió al Simposio Homenaje al Dr. Alberto Caturelli, invitada por la Sociedad
Internacional Tomás de Aquino de Argentina, Universidad Fasta, Mar del Plata, en 2001. En
Uruguay, participó en el 1er Encuentro Nacional de Filosofar Latinoamericano (1989) y en el 2º
Congreso Nacional de Educación Católica.
Dictó conferencias sobre Eugenio Espejo en la Universidad Católica del Uruguay y sobre la ética
fenomenológica de Max Scheler en la Cátedra Alicia Goyena (Montevideo), entre otras.
Desde su aparición (1981) hasta 1987, fue secretaria de Redacción y Colaboradora de la Revista
Estudios de Ciencias y Letras, órgano del Instituto de Filosofía, Ciencias y Letras. Colaboró en
Soleriana, publicación de la Facultad de Teología del Uruguay Monseñor Mariano Soler.
Gozando de una beca otorgada por el Intercambio Cultural Alemán-Latinoamericano y dirigida
por el Dr. Juan Villegas SJ, investigó sobre José Pedro Varela. Fruto de esta investigación fue la
publicación Contexto filosófico y religioso de la propuesta educativa de José Pedro Varela
(1989).
La Comisión Pro-Canonización de Monseñor Jacinto Vera publicó un estudio de la profesora
titulado: Monseñor Jacinto Vera en sus Cartas Pastorales (1995).
En su actividad docente enseñó en la Educación Secundaria Oficial, en la Escuela de Servicio
Social del Uruguay, en la Escuela de Psicología, en los Departamentos de Historia y de Filosofía
del Instituto de Filosofía, Ciencias y Letras. También desempeñó su docencia en el Centro
Superior Teológico-Pastoral, desde su creación; en el Departamento de Filosofía del Instituto
Teológico del Uruguay Monseñor Mariano Soler, hoy Facultad de Teología del Uruguay; en el
Colegio Sagrado Corazón, de la Compañía de Jesús; y en el Colegio Santa Teresa de Jesús.
Colaboró también en la Sociedad Uruguaya de Logoterapia.
El día 20 de septiembre de 2001, en su domicilio (en Montevideo), fue fundada la Sección
Uruguay de la SITA. En ese mismo acto fue elegida como primera Directora de la SITA
5
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Uruguay. En dicha calidad organizó el Simposio Rioplatense de Bioética, que tuvo lugar en
Montevideo del 12 al 15 de mayo de 2003. Falleció en la paz del Señor el día 29 de diciembre de
2003.
La vida económico-social
por el Concilio Vaticano II
Algunos aspectos de la vida económica: también en la vida económico-social deben respetarse y
promoverse la dignidad de la persona humana, su entera vocación y el bien de toda la sociedad.
Porque el hombre es el autor, el centro y el fin de toda la vida económico-social.
La economía moderna, como los restantes sectores de la vida social, se caracteriza por una
creciente dominación del hombre sobre la naturaleza, por la multiplicación e intensificación de
las relaciones sociales y por la interdependencia entre ciudadanos, asociaciones y pueblos, así
como también por la cada vez más frecuente intervención del poder público. Por otra parte, el
progreso en las técnicas de la producción y en la organización del comercio y de los servicios
han convertido a la economía en instrumento capaz de satisfacer mejor las nuevas necesidades
acrecentadas de la familia humana.
Sin embargo, no faltan motivos de inquietud. Muchos hombres, sobre todo en regiones
económicamente desarrolladas, parecen guiarse por la economía, de tal manera que casi toda su
vida personal y social está como teñida de cierto espíritu economista tanto en las naciones de
economía colectivizada como en las otras. En un momento en que el desarrollo de la vida
económica, con tal que se le dirija y ordene de manera racional y humana, podría mitigar las
desigualdades sociales, con demasiada frecuencia trae consigo un endurecimiento de ellas y a
veces hasta un retroceso en las condiciones de vida de los más débiles y un desprecio de los
pobres. Mientras muchedumbres inmensas carecen de lo estrictamente necesario, algunos, aun en
los países menos desarrollados, viven en la opulencia y malgastan sin consideración. El lujo
pulula junto a la miseria. Y mientras unos pocos disponen de un poder amplísimo de decisión,
muchos carecen de toda iniciativa y de toda responsabilidad, viviendo con frecuencia en
condiciones de vida y de trabajo indignas de la persona humana.
Fe y Razón
Tales desequilibrios económicos y sociales se producen tanto entre los sectores de la agricultura,
la industria y los servicios, por una parte, como entre las diversas regiones dentro de un mismo
país. Cada día se agudiza más la oposición entre las naciones económicamente desarrolladas y
las restantes, lo cual puede poner en peligro la misma paz mundial.
Los hombres de nuestro tiempo son cada día más sensibles a estas disparidades, porque están
plenamente convencidos de que la amplitud de las posibilidades técnicas y económicas que tiene
en sus manos el mundo moderno puede y debe corregir este lamentable estado de cosas. Por ello
son necesarias muchas reformas en la vida económico-social y un cambio de mentalidad y de
costumbres en todos. A este fin, la Iglesia, en el transcurso de los siglos, a la luz del Evangelio,
ha concretado los principios de justicia y equidad, exigidos por la recta razón, tanto en orden a la
vida individual y social como en orden a la vida internacional, y los ha manifestado
especialmente en estos últimos tiempos. El Concilio quiere robustecer estos principios de
acuerdo con las circunstancias actuales y dar algunas orientaciones, referentes sobre todo a las
exigencias del desarrollo económico.
Sección I. El desarrollo económico. Ley fundamental del desarrollo: el servicio del hombre
Hoy más que nunca, para hacer frente al aumento de población y responder a las aspiraciones
más amplias del género humano, se tiende con razón a un aumento en la producción agrícola e
industrial y en la prestación de los servicios. Por ello hay que favorecer el progreso técnico, el
espíritu de innovación, el afán por crear y ampliar nuevas empresas, la adaptación de los
métodos productivos, el esfuerzo sostenido de cuantos participan en la producción; en una
palabra, todo cuanto puede contribuir a dicho progreso. La finalidad fundamental de esta
producción no es el mero incremento de los productos, ni el beneficio, ni el poder, sino el
servicio del hombre, del hombre integral, teniendo en cuenta sus necesidades materiales y sus
exigencias intelectuales, morales, espirituales y religiosas; de todo hombre, decimos, de todo
grupo de hombres, sin distinción de raza o continente. De esta forma, la actividad económica
debe ejercerse siguiendo sus métodos y leyes propias, dentro del ámbito del orden moral, para
que se cumplan así los designios de Dios sobre el hombre.
El desarrollo económico, bajo el control humano
El desarrollo debe permanecer bajo el control del hombre. No debe quedar en manos de unos
pocos o de grupos económicamente poderosos en exceso, ni tampoco en manos de una sola
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comunidad política o de ciertas naciones más poderosas. Es preciso, por el contrario, que en todo
nivel, el mayor número posible de hombres, y en el plano internacional el conjunto de las
naciones, puedan tomar parte activa en la dirección del desarrollo. Asimismo es necesario que las
iniciativas espontáneas de los individuos y de sus asociaciones libres colaboren con los esfuerzos
de las autoridades públicas y se coordinen con éstos de forma eficaz y coherente.
No se puede confiar el desarrollo ni al solo proceso casi mecánico de la acción económica de los
individuos ni a la sola decisión de la autoridad pública. Por este motivo hay que calificar de
falsas tanto las doctrinas que se oponen a las reformas indispensables en nombre de una falsa
libertad como las que sacrifican los derechos fundamentales de la persona y de los grupos en aras
de la organización colectiva de la producción.
Recuerden, por otra parte, todos los ciudadanos el deber y el derecho que tienen, y que el poder
civil ha de reconocer, de contribuir, según sus posibilidades, al progreso de la propia comunidad.
En los países menos desarrollados, donde se impone el empleo urgente de todos los recursos,
ponen en grave peligro el bien común los que retienen sus riquezas improductivamente o los que
–salvado el derecho personal de emigración– privan a su comunidad de los medios materiales y
espirituales que ésta necesita.
Han de eliminarse las enormes desigualdades económico-sociales
Para satisfacer las exigencias de la justicia y de la equidad hay que hacer todos los esfuerzos
posibles para que, dentro del respeto a los derechos de las personas y a las características de cada
pueblo, desaparezcan lo más rápidamente posible las enormes diferencias económicas que
existen hoy, y frecuentemente aumentan, vinculadas a discriminaciones individuales y sociales.
De igual manera, en muchas regiones, teniendo en cuanta las peculiares dificultades de la
agricultura tanto en la producción como en la venta de sus bienes, hay que ayudar a los
labradores para que aumenten su capacidad productiva y comercial, introduzcan los necesarios
cambios e innovaciones, consigan una justa ganancia y no queden reducidos, como sucede con
frecuencia, a la situación de ciudadanos de inferior categoría. Los propios agricultores,
especialmente los jóvenes, aplíquense con afán a perfeccionar su técnica profesional, sin la que
no puede darse el desarrollo de la agricultura.
La justicia y la equidad exigen también que la movilidad, la cual es necesaria en una economía
progresiva, se ordene de manera que se eviten la inseguridad y la estrechez de vida del individuo
Fe y Razón
y de su familia. Con respecto a los trabajadores que, procedentes de otros países o de otras
regiones, cooperan en el crecimiento económico de una nación o de una provincia, se ha de
evitar con sumo cuidado toda discriminación en materia de remuneración o de condiciones de
trabajo. Además, la sociedad entera, en particular los poderes públicos, deben considerarlos
como personas, no simplemente como meros instrumentos de producción; deben ayudarlos para
que traigan junto a sí a sus familiares, se procuren un alojamiento decente, y a favorecer su
incorporación a la vida social del país o de la región que los acoge. Sin embargo, en cuanto sea
posible, deben crearse fuentes de trabajo en las propias regiones.
En las economías en período de transición, como sucede en las formas nuevas de la sociedad
industrial, en las que, v.gr., se desarrolla la autonomía, en necesario asegurar a cada uno empleo
suficiente y adecuado: y al mismo tiempo la posibilidad de una formación técnica y profesional
congruente. Débense garantizar la subsistencia y la dignidad humana de los que, sobre todo por
razón de enfermedad o de edad, se ven aquejados por graves dificultades.
Sección 2. Algunos principios reguladores del conjunto de la vida económico-social.
Trabajo, condiciones de trabajo, descanso
El trabajo humano que se ejerce en la producción y en el comercio o en los servicios es muy
superior a los restantes elementos de la vida económica, pues estos últimos no tienen otro papel
que el de instrumentos.
Pues el trabajo humano, autónomo o dirigido, procede inmediatamente de la persona, la cual
marca con su impronta la materia sobre la que trabaja y la somete a su voluntad. Es para el
trabajador y para su familia el medio ordinario de subsistencia; por él el hombre se une a sus
hermanos y les hace un servicio, puede practicar la verdadera caridad y cooperar al
perfeccionamiento de la creación divina. No sólo esto. Sabemos que, con la oblación de su
trabajo a Dios, los hombres se asocian a la propia obra redentora de Jesucristo, quien dio al
trabajo una dignidad sobre-eminente laborando con sus propias manos en Nazaret. De aquí se
deriva para todo hombre el deber de trabajar fielmente, así como también el derecho al trabajo. Y
es deber de la sociedad, por su parte, ayudar, según sus propias circunstancias, a los ciudadanos
para que puedan encontrar la oportunidad de un trabajo suficiente. Por último, la remuneración
del trabajo debe ser tal que permita al hombre y a su familia una vida digna en el plano material,
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social, cultural y espiritual, teniendo presentes el puesto de trabajo y la productividad de cada
uno, así como las condiciones de la empresa y el bien común.
La actividad económica es de ordinario fruto del trabajo asociado de los hombres; por ello es
injusto e inhumano organizarlo y regularlo con daño de algunos trabajadores. Es, sin embargo,
demasiado frecuente también hoy día que los trabajadores resulten en cierto sentido esclavos de
su propio trabajo. Lo cual de ningún modo está justificado por las llamadas leyes económicas. El
conjunto del proceso de la producción debe, pues, ajustarse a las necesidades de la persona y a la
manera de vida de cada uno en particular, de su vida familiar, principalmente por lo que toca a
las madres de familia, teniendo siempre en cuenta el sexo y la edad. Ofrézcase, además, a los
trabajadores la posibilidad de desarrollar sus cualidades y su personalidad en el ámbito mismo
del trabajo. Al aplicar, con la debida responsabilidad, a este trabajo su tiempo y sus fuerzas,
disfruten todos de un tiempo de reposo y descanso suficiente que les permita cultivar la vida
familiar, cultural, social y religiosa. Más aún, tengan la posibilidad de desarrollar libremente las
energías y las cualidades que tal vez en su trabajo profesional apenas pueden cultivar.
Participación en la empresa y en la organización general de la economía. Conflictos laborales
En las empresas económicas son personas las que se asocian, es decir, hombres libres y
autónomos, creados a imagen de Dios. Por ello, teniendo en cuanta las funciones de cada uno,
propietarios, administradores, técnicos, trabajadores, y quedando a salvo la unidad necesaria en
la dirección, se ha de promover la activa participación de todos en la gestión de la empresa,
según formas que habrá que determinar con acierto. Con todo, como en muchos casos no es a
nivel de empresa, sino en niveles institucionales superiores, donde se toman las decisiones
económicas y sociales de las que depende el porvenir de los trabajadores y de sus hijos, deben
los trabajadores participar también en semejantes decisiones por sí mismos o por medio de
representantes libremente elegidos.
Entre los derechos fundamentales de la persona humana debe contarse el derecho de los obreros
a fundar libremente asociaciones que representen auténticamente al trabajador y puedan
colaborar en la recta ordenación de la vida económica, así como también el derecho de participar
libremente en las actividades de las asociaciones sin riesgo de represalias. Por medio de esta
ordenada participación, que está unida al progreso en la formación económica y social, crecerá
más y más entre todos el sentido de la responsabilidad propia, el cual les llevará a sentirse
Fe y Razón
colaboradores, según sus medios y aptitudes propias, en la tarea total del desarrollo económico y
social y del logro del bien común universal.
En caso de conflictos económico-sociales, hay que esforzarse por encontrarles soluciones
pacíficas. Aunque se ha de recurrir siempre primero a un sincero diálogo entre las partes, sin
embargo, en la situación presente, la huelga puede seguir siendo medio necesario, aunque
extremo, para la defensa de los derechos y el logro de las aspiraciones justas de los trabajadores.
Búsquense, con todo, cuanto antes, caminos para negociar y para reanudar el diálogo
conciliatorio.
Los bienes de la tierra están destinados a todos los hombres
Dios ha destinado la tierra y cuanto ella contiene para uso de todos los hombres y pueblos. En
consecuencia, los bienes creados deben llegar a todos en forma equitativa bajo la égida de la
justicia y con la compañía de la caridad. Sean las que sean las formas de la propiedad, adaptadas
a las instituciones legítimas de los pueblos según las circunstancias diversas y variables, jamás
debe perderse de vista este destino universal de los bienes. Por tanto, el hombre, al usarlos, no
debe tener las cosas exteriores que legítimamente posee como exclusivamente suyas, sino
también como comunes, en el sentido de que no le aprovechen a él solamente, sino también a los
demás. Por lo demás, el derecho a poseer una parte de bienes suficiente para sí mismos y para
sus familias es un derecho que a todos corresponde. Es éste el sentir de los Padres y de los
doctores de la Iglesia, quienes enseñaron que los hombres están obligados a ayudar a los pobres,
y por cierto no sólo con los bienes superfluos. Quien se halla en situación de necesidad extrema
tiene derecho a tomar de la riqueza ajena lo necesario para sí. Habiendo como hay tantos
oprimidos actualmente por el hambre en el mundo, el sacro Concilio urge a todos, particulares y
autoridades, a que, acordándose de aquella frase de los Padres: Alimenta al que muere de
hambre, porque, si no lo alimentas, lo matas, según las propias posibilidades, comuniquen y
ofrezcan realmente sus bienes, ayudando en primer lugar a los pobres, tanto individuos como
pueblos, a que puedan ayudarse y desarrollarse por sí mismos.
En sociedades económicamente menos desarrolladas, el destino común de los bienes está a veces
en parte logrado por un conjunto de costumbres y tradiciones comunitarias que aseguran a cada
miembro los bienes absolutamente necesarios. Sin embargo, elimínese el criterio de considerar
como en absoluto inmutables ciertas costumbres si no responden ya a las nuevas exigencias de la
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Número 69 — Junio 2012
época presente; pero, por otra parte, conviene no atentar imprudentemente contra costumbres
honestas que, adaptadas a las circunstancias actuales, pueden resultar muy útiles. De igual
manera, en las naciones de economía muy desarrollada, el conjunto de instituciones consagradas
a la previsión y a la seguridad social puede contribuir, por su parte, al destino común de los
bienes. Es necesario también continuar el desarrollo de los servicios familiares y sociales,
principalmente de los que tienen por fin la cultura y la educación. Al organizar todas estas
instituciones debe cuidarse de que los ciudadanos no vayan cayendo en una actitud de pasividad
con respecto a la sociedad o de irresponsabilidad y egoísmo.
Inversiones y política monetaria
Las inversiones deben orientarse a asegurar posibilidades de trabajo y beneficios suficientes a la
población presente y futura. Los responsables de las inversiones y de la organización de la vida
económica, tanto los particulares como los grupos o las autoridades públicas, deben tener muy
presentes estos fines y reconocer su grave obligación de vigilar, por una parte, a fin de que se
provea de lo necesario para una vida decente tanto a los individuos como a toda la comunidad, y,
por otra parte, de prever el futuro y establecer un justo equilibrio entre las necesidades actuales
del consumo individual y colectivo y las exigencias de inversión para la generación futura.
Ténganse, además, siempre presentes las urgentes necesidades de las naciones o de las regiones
menos desarrolladas económicamente. En materia de política monetaria cuídese no dañar al bien
de la propia nación o de las ajenas. Tómense precauciones para que los económicamente débiles
no queden afectados injustamente por los cambios de valor de la moneda.
Acceso a la propiedad y dominio de los bienes. Problema de los latifundios
La propiedad, como las demás formas de dominio privado sobre los bienes exteriores, contribuye
a la expresión de la persona y le ofrece ocasión de ejercer su función responsable en la sociedad
y en la economía. Es por ello muy importante fomentar el acceso de todos, individuos y
comunidades, a algún dominio sobre los bienes externos.
La propiedad privada o un cierto dominio sobre los bienes externos aseguran a cada cual una
zona absolutamente necesaria para la autonomía personal y familiar y deben ser considerados
como ampliación de la libertad humana. Por último, al estimular el ejercicio de la tarea y de la
responsabilidad, constituyen una de las condiciones de las libertades civiles.
Fe y Razón
Las formas de este dominio o propiedad son hoy diversas y se diversifican cada día más. Todas
ellas, sin embargo, continúan siendo elemento de seguridad no despreciable aun contando con
los fondos sociales, derechos y servicios procurados por la sociedad. Esto debe afirmarse no sólo
de las propiedades materiales, sino también de los bienes inmateriales, como es la capacidad
profesional.
El derecho de propiedad privada no es incompatible con las diversas formas de propiedad
pública existentes. El paso de bienes a la propiedad pública sólo puede ser hecho por la autoridad
competente de acuerdo con las exigencias del bien común y dentro de los límites de este último,
supuesta la compensación adecuada. A la autoridad pública toca, además, impedir que se abuse
de la propiedad privada en contra del bien común.
La misma propiedad privada tiene también, por su misma naturaleza, una índole social, cuyo
fundamento reside en el destino común de los bienes. Cuando esta índole social es descuidada, la
propiedad muchas veces se convierte en ocasión de ambiciones y graves desórdenes, hasta el
punto de que se da pretexto a sus impugnadores para negar el derecho mismo.
En muchas regiones económicamente menos desarrolladas existen posesiones rurales extensas y
aun extensísimas mediocremente cultivadas o reservadas sin cultivo para especular con ellas,
mientras la mayor parte de la población carece de tierras o posee sólo parcelas irrisorias y el
desarrollo de la producción agrícola presenta caracteres de urgencia. No raras veces los braceros
o los arrendatarios de alguna parte de esas posesiones reciben un salario o beneficio indigno del
hombre, carecen de alojamiento decente y son explotados por los intermediarios. Viven en la
más total inseguridad y en tal situación de inferioridad personal, que apenas tienen ocasión de
actuar libre y responsablemente, de promover su nivel de vida y de participar en la vida social y
política. Son, pues, necesarias las reformas que tengan por fin, según los casos, el incremento de
las remuneraciones, la mejora de las condiciones laborales, el aumento de la seguridad en el
empleo, el estímulo para la iniciativa en el trabajo; más todavía, el reparto de las propiedades
insuficientemente cultivadas a favor de quienes sean capaces de hacerlas valer. En este caso
deben asegurárseles los elementos y servicios indispensables, en particular los medios de
educación y las posibilidades que ofrece una justa ordenación de tipo cooperativo. Siempre que
el bien común exija una expropiación, debe valorarse la indemnización según equidad, teniendo
en cuanta todo el conjunto de las circunstancias.
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La actividad económico-social y el reino de Cristo
Los cristianos que toman parte activa en el movimiento económico-social de nuestro tiempo y
luchan por la justicia y caridad, convénzanse de que pueden contribuir mucho al bienestar de la
humanidad y a la paz del mundo. Individual y colectivamente den ejemplo en este campo.
Adquirida la competencia profesional y la experiencia que son absolutamente necesarias,
respeten en la acción temporal la justa jerarquía de valores, con fidelidad a Cristo y a su
Evangelio, a fin de que toda su vida, así la individual como la social, quede saturada con el
espíritu de las bienaventuranzas, y particularmente con el espíritu de la pobreza.
Quien con obediencia a Cristo busca ante todo el reino de Dios, encuentra en éste un amor más
fuerte y más puro para ayudar a todos sus hermanos y para realizar la obra de la justicia bajo la
inspiración de la caridad.
Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et Spes sobre la Iglesia en el mundo actual.
El gobierno pastoral al servicio de la verdad divina
por el R. P. José María Iraburu
Los Obispos, y en su medida los presbíteros, han recibido de Cristo autoridad para enseñar, para
santificar y para regir pastoralmente la Iglesia (ChD 2; PO 4-6). Y para dar el “testimonio de la
verdad”, los tres ministerios apostólicos, no sólo el primero, son necesarios y han de ejercitarse
unidos, potenciándose mutuamente.
La enseñanza de la verdad y la refutación de los errores no libran completamente de la mentira al
pueblo cristiano si, junto con ello, no se ejercita suficientemente el gobierno pastoral, que
reprueba a tiempo un libro, retira a un profesor de su cátedra, promueve a un maestro de la
verdad católica, frena a una editorial religiosa que difunde errores, clausura un centro que ha
perdido irremediablemente la ortodoxia, y apoya valientemente a las personas y las obras que
realmente “dan testimonio de la verdad”.
Es muy sencillo: la verdad católica –la ortodoxia y la ortopraxis– no puede mantenerse donde la
autoridad apostólica pastoral no se ejercita en forma suficiente. Y esta insuficiencia del ejercicio
autoritativo del ministerio pastoral puede tener diversas causas, externas e internas.
Fe y Razón
Causas externas (mundo). Es cierto que quizá nunca como hoy ha sido tan arduo el ejercicio de
la autoridad apostólica. Nunca, en efecto, el mundo católico se había visto tan aquejado de las
alergias a la ley y a la autoridad que comenzaron a afectar la Cristiandad a partir del “libre
examen” de los protestantes, y que se difundieron en todo el Occidente, hasta constituir una
forma mentis propia de nuestra época, desde la ilustración y el liberalismo, con sus ilimitados
dogmas cívicos de “la libertad de pensamiento” y “la libertad de expresión”.
Es cierto, sí, que en un marco mundano como el presente la autoridad pastoral apostólica apenas
puede ejercitarse en muchas ocasiones si no es pasando verdaderos martirios. Pero tendrá que
pasarlos. Lo exige el bien común del pueblo cristiano. Por otra parte, los Pastores habrán de
sufrir de todos modos: tanto si ejercen la autoridad de su ministerio pastoral, pues viene la
persecución, como si no la ejercitan, y se impone la rebeldía y la anarquía. Pero mejor es sufrir
haciendo el bien que haciendo el mal; mejor es padecer en el cumplimiento de lo debido que en
el incumplimiento de la propia misión.
“Agrada a Dios que por amor suyo soporte uno las ofensas injustamente inferidas... Que si por
haber hecho el bien padecéis y lo lleváis con paciencia, esto es lo grato a Dios. Pues para esto
fuiste llamados, ya que también Cristo padeció por vosotros y os dejó ejemplo para que sigáis
sus pasos” (1Pe 2,19-21).
El Pastor que ejerza hoy la autoridad apostólica, siguiendo el ejemplo de Cristo y de todos los
Pastores santos, habrá de sufrir una muy dura persecución no sólo de parte del mundo, sino sobre
todo en el mismo interior de la Iglesia. Será perseguido y descalificado por todos los cristianos
que desobedecen la ortodoxia y la ortopraxis de la Iglesia, que son muchos, y también por
aquellos Pastores que no se atreven a ejercer su autoridad pastoral, sancionando, promoviendo,
quitando o poniendo, y que se ven implícitamente denunciados por los Pastores que sí la ejercen.
Causas internas (carne). Un Pastor puede frenar el ejercicio de su autoridad pastoral por otras
muchas causas internas. Quizá las principales sean: –por temor al sufrimiento, es decir, por
miedo al martirio; –por deseos de agradar y de ser estimado; –por una errónea apreciación del
mal menor en la Iglesia; –por no fiarse del todo de la doctrina y disciplina católicas; –por no
tener una fe segura en el misterio de la autoridad apostólica.
Un Obispo, por ejemplo, que, ejercitando su autoridad pastoral, no se atreve a retirar de su
Seminario a un brillante profesor de moral que en graves cuestiones lleva años enseñando contra
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el Magisterio católico, se niega a ser mártir, no da el testimonio de la verdad de modo completo,
aun en el supuesto de que en su magisterio episcopal enseñe la verdad moral de la Iglesia y
combata los errores contrarios. Teme la reacción de quienes en la diócesis apoyan a ese
sacerdote, que quizá sean muchos e influyentes, y teme verse descalificado en las publicaciones
progresistas católicas y en los medios mundanos.
Pero quizá no obre así por temor o por oportunismo, sino porque cree erróneamente que “por el
bien de la Iglesia”, “por guardar en ella la paz y la unidad”, conviene, como mal menor,
mantener en el Seminario a ese profesor que enseña a despreciar el Magisterio apostólico o a
interpretarlo fraudulentamente.
En fin, también puede paralizar su acción autoritativa la debilidad de su fe en la doctrina y
disciplina de la Iglesia: “¿y si resulta después que la Iglesia reconoce que lleva razón éste que
ahora se le opone?”
El apóstol Pablo hubo de tomar a veces decisiones pastorales muy enérgicas, y en ocasiones
abiertamente impopulares. Por eso, a la luz del Espíritu Santo, pero también por experiencia
propia, decía: “¿Acaso yo ando buscando la aprobación de los hombres o la de Dios? ¿Pensáis
que quiero congraciarme con los hombres? Si quisiera quedar bien con los hombres, no sería
servidor de Cristo” (Gál 1,10). “Yo de muy buena gana me gastaré y me desgastaré hasta
agotarme por vuestro bien, aunque, amándoos con mayor amor, sea menos amado” (2Cor 12,15).
Él sabía bien que, en determinadas situaciones –que en un lugar y época pueden ser habituales y
generalizadas– no puede ejercitarse el ministerio apostólico sin martirio. O apostolado y martirio,
o mundo, carne y, por supuesto, demonio.
La crisis de la autoridad
Antes he dicho que un Pastor puede frenar el ejercicio de su autoridad pastoral por muy diversas
causas, sean éstas internas o externas. La más decisiva, sin duda, es por la falta de una fe firme
en el misterio de la autoridad apostólica. Ésta es una causa interna, falta de fe, pero también
externa, mentalidad generalizada en la sociedad civil y, en su medida, también en la sociedad
eclesial.
La doctrina de la Iglesia acerca de la autoridad en general y de la autoridad pastoral, tal como se
propone en las encíclicas sacerdotales, en el concilio Vaticano II o en el Catecismo es la que
Fe y Razón
siempre ha sido enseñada por la Biblia y la Tradición: el poder espiritual de toda autoridad
legítima viene de Dios, no de la soberanía del pueblo. La autoridad pastoral procede de Cristo, el
Señor, el Buen Pastor, y es recibida por vía sacramental, en el sacramento del Orden.
Pero siendo en esta cuestión tan extremadamente diverso el pensamiento del Evangelio y el
pensamiento del mundo, solamente “el justo, que vive de la fe” (Hab 2,4; Rm 1,17; Gál 3,11;
Heb 10,38), podrá entender y vivir la autoridad según Cristo y los santos pastores, porque sólo la
luz de la fe le libra de las tinieblas del pensamiento mundano del siglo. La crisis actual de la
autoridad pastoral es ante todo una crisis de fe.
Cuántos son hoy los Obispos, párrocos, superiores religiosos, padres de familia, maestros y
profesores que, aunque mantengan teóricamente la fe verdadera sobre la autoridad –en el mejor
de los casos, la ejercen prácticamente según aquella falsa doctrina igualitaria de la autoridad, que
fundamenta las democracias liberales. La democracia en sí es buena; pero la democracia liberal
adolece de todos los errores y las perversidades de aquel liberalismo que la Iglesia ha condenado
muchas veces. Son por eso incapaces –en conciencia– de tomar decisiones impopulares,
pretenden ante todo hacerse con una votación favorable mayoritaria, toleran lo absolutamente
intolerable, no combaten a veces herejías, cuando han arraigado en una mayoría, ni impiden
eficazmente sacrilegios, y buscan equilibrios centristas entre los mantenedores de la verdad y los
seguidores del error –centristas en el mejor de los casos, porque no pocas veces son duramente
autoritarios con los hijos de la luz y liberalmente permisivos con los hijos de las tinieblas.
Y esta dimisión de la autoridad se produce muchas veces no por temor o por oportunismo, es
decir, por rechazo de la Cruz y del martirio, sino, insisto, en conciencia, entendiendo que si ellos
frenan las decisiones autoritativas o las eliminan totalmente es por humildad personal, por
abnegación y benignidad, y sin buscar otra cosa que “el bien de la Iglesia”, “la paz de la Iglesia”:
de otro modo estallarían guerras terribles en la comunidad cristiana, que por encima de todo han
de ser evitadas. Hay que guardar la paz.
No entienden que con esa actitud su gobierno pastoral se distancia inmensamente del ejemplo y
de la enseñanza de Cristo, de Pablo y de toda la tradición de Pastores santos.
“Yo he venido a echar fuego en la tierra, ¿y qué he de querer sino que se encienda?... ¿Pensáis
que he venido a traer paz a la tierra? Os digo que no, sino la división” (Lc 12,49.51).
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La cosa es clara: sin darse cuenta, esos Pastores pacifistas han asimilado el pensamiento
mundano sobre la autoridad. Basta leer la grandes encíclicas de la Iglesia sobre la autoridad (por
ejemplo, de León XIII, Diuturnum illud 1881, Immortale Dei 1885, Libertas 1888), y las que
impugnaron la devaluación de la autoridad iniciada en la Reforma protestante y consumada en el
liberalismo, para advertir que, tanto los errores, como los pésimos efectos en el pueblo, descritos
en esos documentos, son justamente los que hoy se han generalizado.
Primero se niega la fe en la autoridad, en cuanto dada por nuestro Señor Jesucristo, y enseguida
se debilita su ejercicio. Y entonces, “herido el pastor”, o paralizado al menos, “se dispersan las
ovejas del rebaño” (Zac 13,7; Mt 26,31).
La Viña devastada
Sin la parresía necesaria en los Pastores, la Viña del Señor es devastada, son derribadas sus
cercas, es saqueada por los viandantes, pisoteada por los jabalíes y arrasada por las alimañas (Sal
79). (…)
En el volumen IX del Manual de Historia de la Iglesia dirigido por Hubert Jedin y Konrad
Repgen, dedicado al siglo XX, el Padre Joahnnes Bots SJ describe en un capítulo la profunda
crisis sufrida después del Concilio Vaticano II por la Iglesia en los Países Bajos.
Desaparece prácticamente la confesión individual; en el decenio de 1965-1975 la secularización
de sacerdotes fue tres veces superior a la media mundial; en 1960-1976 las ordenaciones
disminuyeron un noventa por ciento; en 1961-1976 se perdió una mitad de la asistencia a la misa
dominical, pasó del 70 al 34 por ciento...
Estos cambios y otros muchos tan extremadamente negativos son dirigidos por intelectuales y
teólogos. “A partir de entonces la provincia eclesiástica de Holanda es un ejemplo gráfico de la
suerte que espera a una Iglesia cuando sustituye el poder de dirección de los legítimos portadores
de los ministerios por el de unas cuantas personalidades que dominan los medios de opinión”
(Herder, Barcelona 1984, 826 y 827).
En la misma obra el Padre Ludwig Volk SJ describe y analiza la crisis, también grave, sufrida en
esos mismos años por la Iglesia en Alemania, y al señalar las causas indica sobre todo el mal uso
de la autoridad pastoral.
Fe y Razón
“El pasivo dejar hacer en unos casos y la resolutiva actuación en otros han forzado la inevitable
sospecha de que las decisiones del ministerio pastoral no han sido dictadas en primer término por
consideraciones objetivas, sino por la medida de obediencia que podía esperarse de cada uno de
los grupos. Ahora bien, si el uso de la autoridad episcopal se guía demasiado por consideraciones
pragmáticas, que cederían a la tentación de tratar a los progresistas con talante liberal y a los
conservadores, en cambio, de forma autoritaria o –para decirlo con fórmula más punzante– si se
pretende salir al encuentro de los unos con el amor sin autoridad de la Iglesia y al de los otros
con autoridad sin amor, el resultado final sólo puede ser un creciente distanciamiento” (ib. 810).
El pueblo cristiano, cuando en doctrina, disciplina y vida no está suficientemente regido y
protegido por sus Pastores sagrados, se parece a la Viña devastada, saqueada por los viandantes y
arrasada por las alimañas. El Rebaño de Cristo, que ha sido congregado en la unidad al precio de
Su sangre (Jn 11,52), inhibida la autoridad pastoral, la única que puede guardarlo en la unidad,
no tiene ya “un solo corazón y un alma sola” (Hch 4,32), no tiene ya “el mismo pensar, la misma
caridad, el mismo ánimo, el mismo sentir” (Flp 2,2), sino que, contagiado por los errores de la
época, pierde vitalidad, alegría y fecundidad, se divide en grupos contrapuestos, y finalmente se
disgrega, es decir, se dispersa, se muere.
Un pueblo que aguanta impertérrito la difusión de graves herejías y la multiplicación habitual de
ciertos sacrilegios; un pueblo en el que los matrimonios cristianos evitan los hijos habitualmente,
por modos gravemente ilícitos, porque le han dicho que pueden emplearlos; un pueblo en el que
la inmensa mayoría de los bautizados no va a Misa, porque le han dicho que propiamente no es
obligatorio, sino que la asistencia ha de ser voluntaria; un pueblo en el que los fieles hace años
que no se confiesan o que sólo reciben alguna vez una absolución colectiva, porque le han
dicho... está agonizante.
Pobres cristianos: están perdidos por malos pastores, que no han sabido proteger sus ovejas de
los lobos, que no han sabido asegurarles los buenos pastos y las aguas puras, que les han
entregado a la guía de falsos profetas. Pobres bautizados, que han dejado así “la fuente de aguas
vivas, para excavarse cisternas agrietadas, incapaces de contener el agua” (Jer 2,13).
El resultado es terrible: oscurecimiento de las mentes, debilitación de las voluntades, desorden de
los sentidos, desquiciamiento de la sociedad, de la cultura, de las costumbres, amor conyugal
habitualmente profanado, incapacidad para la oración, para la abnegación, para la buena
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educación de los hijos, falta de alegría por falta de cruz en el seguimiento fiel de Cristo,
profundas divisiones dentro de la comunidad cristiana, carencia casi total de vocaciones
sacerdotales y religiosas, divorcios, drogas, abortos, apostasías innumerables...
Un horror. Pero ¿quién se compadecerá de esta pobre gente? ¿quién le hará pasar de la oscuridad
a la luz, de la cizaña al trigo, de la muerte a la vida, de la tristeza a la alegría?
“Jesús vio una gran muchedumbre, y se compadeció de ella, pues estaban como ovejas sin
pastor” (Mc 6,34).
Es cierto que los pecados cometidos sin conocimiento suficiente, con una ignorancia invencible,
bajo un engaño no superable, son pecados solamente materiales, no formales. Pero los pecados,
aunque sólo sean materiales, producen efectos objetivos terriblemente malos, privan además de
muchos bienes y disponen a las personas para los pecados formales, debilitándolas,
enfermándolas espiritualmente.
¿Quién desengañará a esos pobres cristianos engañados por las malas doctrinas? ¿Quién les dará
“el testimonio de la verdad”, de la verdad que les haga libres, y que les permita crecer y florecer
bajo la acción del Espíritu Santo?... El pastor bueno que un día el Buen Pastor les envíe, para que
puedan volver al camino del Evangelio, será sin duda un pastor mártir.
Consideremos humildemente ante el Señor –que dentro de poco ha de ser finalmente nuestro
Juez– si estos diagnósticos son hoy verdaderos y en qué medida nos afectan personalmente, pues
todos los cristianos –cada uno en su lugar y ministerio propio: párrocos, padres de familia,
profesores, Obispos, teólogos, dirigentes laicos–, todos participamos de la autoridad pastoral del
Señor y de los apóstoles. Nadie puede decir como Caín: “¿acaso soy yo el guardián de mi
hermano?” (Gén 4,9). (…)
San Juan de Ávila
Reformados los Pastores, se enmendarán los fieles. Es la idea central de los Tratados de reforma
compuestos en la época del concilio de Trento por el santo Maestro Juan de Ávila (1500-1569).
Cuando hoy leemos el Memorial Primero al Concilio de Trento (1551), sobre “la reformación
del estado eclesiástico”, y sobre “lo que se debe avisar a los Obispos”, y el Memorial Segundo
(1561), acerca de las “causas y remedios de las herejías”, tenemos la certeza de que todo lo que
allí se dice es la verdad. El Maestro Ávila escribe con su sangre, con una veracidad sangrante,
Fe y Razón
confesando así su amor a Jesucristo y su dolor por los males de la Iglesia, desgarrada por la
herejía y el cisma de la rebelión de Lutero (1517).
“Juntóse con la negligencia de los pastores, el engaño de falsos profetas” (Mem. II, 9), pues “así
como, por la bondad divinal, nunca en la Iglesia han faltado prelados que, con mérito propio y
mucho provecho de las ovejas, hayan ejercitado su oficio, así también, permitiéndolo su justicia
por nuestros pecados, ha habido, y en mayor número, pastores negligentes, y hase seguido la
perdición de las ovejas” (10).
“No nos maravillemos, pues, que tanta gente haya perdido la fe en nuestros tiempos, pues que,
faltando diligentes pastores y legítimos ministros de Dios que apacentasen el pueblo con tal
doctrina que fuese luz... y fuese mantenimiento de mucha substancia, y le fuese armas para
pelear, y en fin, que lo fundase bien en la fe y encendiese con fuego de amor divinal, aun hasta
poner la vida por la confesión de la fe y obediencia de la ley de Dios”, han entrado tantos males,
y “así muchos se han pasado a los reales del perverso Lutero, haciendo desde allí guerra
descubierta al pueblo de Dios para engañarlo acerca de la fe” (17).
¿Cómo pudieron entrar en el pueblo cristiano tantos errores y males sino a causa de los falsos
profetas, tolerados por unos pastores negligentes? ¿Cómo no se dio la alarma a su tiempo para
prevenir tan grandes pérdidas?
“Cosa es de dolor cómo no hubo en la Iglesia atalayas, ahora sesenta o cincuenta años [hacia
1517], que diesen voces y avisasen al pueblo de Dios este terrible castigo... para que se
apercibiesen con penitencia y enmienda, y evitasen tan grandísimo mal” (34).
En realidad, ya hubo quienes en su momento dieron voces de alarma; pero no fueron escuchados.
Y recuerda San Juan de Ávila, por ejemplo, el tratado de Juan Gersón, De signis ruinæ Ecclesiæ,
publicado en París en 1521 (Sermo de tribulationibus ex defectuoso ecclesiasticorum regimine
adhuc ecclesiæ proventuris et de signis earumdem; “Acerca de las tribulaciones que todavía más
han de sobrevenir por las deficiencias del régimen eclesiástico, y acerca de sus signos”).
En estos Memoriales de San Juan de Ávila al Concilio, o en otras cartas y conferencias suyas, no
hay retórica, no hay ideología: sólo se halla la luminosidad de la Biblia y de la mejor Tradición
católica. Estos escritos, tan llenos de luz y de vida, claros, objetivos, directos, prácticos, tan
diferentes del “lenguaje eclesiástico” centrista y políticamente correcto, hacen patente que el
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autor, entre tantos pastores y teólogos solícitos de sus propios intereses, busca sólo “los intereses
de Jesucristo” (Flp 2,21), el bien del pueblo cristiano. Se capta en ellos la fuerza divina,
sobrehumana, del Espíritu Santo, el único que puede reformar la Iglesia y renovar la faz de la
tierra.
San Carlos Borromeo
Entre aquellos Obispos que sirven martirialmente a la verdad de Cristo con sobrehumana
parresía en el ejercicio de su autoridad apostólica es preciso recordar al arzobispo San Carlos
Borromeo (1538-1584). A él le encomienda el Señor la dificilísima misión de aplicar la reforma
del concilio de Trento en la enorme y maleada diócesis de Milán.
Muchas horas pasa San Carlos de rodillas ante el Santísimo Sacramento, es decir, ante Cristo
mismo, el Buen Pastor; la devoción eucarística es su devoción predilecta. Muchas son,
incontables, sus predicaciones y visitas pastorales, enseñando la verdad y combatiendo el error.
Pero también son no pocas las acciones enérgicas de su autoridad pastoral, como podemos
comprobar con algunos ejemplos. (…)
Cuando San Carlos Borromeo asumió la diócesis de Milán en 1566, “había encontrado muchas
cosas y personas en un lamentable estado de abandono e inmoralidad. De los noventa conventos
de religiosos existentes en la Diócesis tuvieron que ser suprimidos veinte, y algunos de los que
quedaron estuvieron al principio en abierta rebeldía”.
San Carlos estimaba que la santidad de la Iglesia no podía permitir ni en el clero ni en los
religiosos graves infracciones habituales de leyes fundamentales. Por eso él llamaba con toda
caridad y paciencia a la conversión, y cuando ésta no se producía, ejercitaba su autoridad
apostólica para sancionar, suspender o suprimir. No dejaba que se pudrieran los males durante
decenios o que se extinguieran por sí mismos, por la mera muerte de las personas.
Los ejemplos aducidos de la vida de San Carlos se refieren a errores morales, más bien que a
desviaciones doctrinales. Pero viene a ser lo mismo: la autoridad pastoral, recibida de Cristo y de
los apóstoles, debe ser ejercitada en el pueblo cristiano para combatir juntamente pecados y
herejías. Y todos los santos Pastores la han empleado para procurar el bien de su pueblo y
guardarlo de malas doctrinas o de malas costumbres.
Fe y Razón
La autoridad pastoral en la tradición doctrinal y práctica de la Iglesia
La autoridad de Dios es la fuerza providencial amorosa e inteligente que todo lo acrecienta con
su dirección e impulso. La misma palabra auctoritas deriva de auctor, creador, promotor, y de
augere, acrecentar, suscitar un progreso. Dios, evidentemente, es el Autor por excelencia, porque
es el creador y dinamizador del universo, y de Él proceden todas las autoridades creadas –padres,
maestros, gobernantes civiles o pastores de la Iglesia, y hasta los jefes de manadas en el mundo
animal–. La autoridad, pues, en principio, es una fuerza espiritual sana, necesaria, acrecentadora,
estimulante, unificadora. La autoridad es, pues, fuente de inmensos bienes, y su inhibición causa
enormes males.
Según esta disposición de Dios, que afecta tanto al orden de la naturaleza como al de la gracia, si
no hay un ejercicio suficiente de la autoridad y una asimilación suficiente de la misma por la
obediencia, no puede lograrse ni el bien de las personas, ni el bien de las comunidades (cf. J.
Rivera-J. M. Iraburu, Síntesis de Espiritualidad Católica, Fundación Gratis Date, Pamplona
19995, 361-389).
Por eso en la Iglesia el ejercicio de la autoridad apostólica de los Pastores sagrados es una
mediación de suma importancia en la economía divina de la gracia. Y en cuanto a sus modos de
ejercicio, convendrá recordar una vez más que la verdad de la Iglesia es bíblica y tradicional. En
efecto, si queremos conocer cómo debe ser el ejercicio de la autoridad pastoral en la Iglesia
debemos mirar a Cristo, a Pablo, al Crisóstomo, a Borromeo, a Mogrovejo y a tantos otros
pastores santos que Dios nos propone como ejemplos.
Sin embargo, envueltos en el presente que nos ciega y encarcela, no podemos a veces ni siquiera
imaginar otros modos de ejercicio pastoral que aquellos que hoy son más comunes. Pero la
historia, dándonos a conocer el pasado, nos libera del presente y nos abre a un futuro distinto del
tiempo actual. El pasado fue diverso del presente, y también el futuro, ciertamente, lo será. (…)
Podrán cambiar, y así conviene, los modos de la autoridad apostólica según tiempos y culturas,
pero el ejercicio del ministerio pastoral, un ejercicio solícito y abnegado, paciente y eficaz, ha
sido tradición unánime de la Iglesia en los santos pastores de todos los tiempos.
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Mundanización de la autoridad pastoral
Ahora bien, esa línea unánime que hemos comprobado en la tradición de la Iglesia puede
quebrarse si los Pastores sagrados se consideran más obligados al mundo actual que a la
tradición cristiana. Entonces es cuando los modelos bíblicos y tradicionales pierden todo su vigor
estimulante.
En otro libro he escrito que el catolicismo mundano –liberal, so-cialista, liberacionista, etc.–
considera “que la Iglesia tanto más se renueva cuanto más se mundaniza; y tanto más atrayente
resulta al mundo, cuanto más se seculariza y más lastre suelta de tradición católica.
Sólo un ejemplo. El cristianismo mundanizado estima hoy que los Obispos deben asemejar sus
modos de gobierno pastoral lo más posible a los usos democráticos vigentes –en Occidente–. El
cristianismo tradicio-nal, por el contrario, estima que los Obispos, en todo, también en los modos
de ejercitar su autoridad sagrada, deben imitar fielmente y sin miedo a Jesucristo, el Buen Pastor,
a los apóstoles y a los pastores santos, canonizados y puestos para ejemplo perenne.
En efecto, los Obispos que, en tiempos de autoritarismo civil, se ase-mejan a los prín-cipes
absolutos, se alejan tanto del ideal evangélico como aquellos otros Obispos que, en tiem-pos de
demo-cratismo igualitario, se asemejan a los políticos permisivos y oportunistas. Unos y otros
Pastores, al mundani-zarse, son escasamente cristianos. Falsifican lamentablemente la
originalidad formidable de la auto-ridad pasto-ral entendida al modo evangélico. En un caso y en
otro, el principio mundano, configurando una realidad cristiana, la desvirtúa y falsifica” (De
Cristo o del mundo, Fundación Gratis Date, Pamplona 1997, 135).
La tentación principal de los Pastores sagrados de hoy no es precisamente el autoritarismo
excesivo, sino el laisser faire oportunista de los políticos demagógicos de nuestro tiempo, más
pendientes de los votos que de la verdad y el bien común. Por eso, cuando hoy vemos en no
pocas Iglesias males graves y habituales –herejías y sacrilegios–, que vienen a tolerarse como un
mal menor y que se consideran irremediables, no podemos menos de pensar: “efectivamente, son
males irremediables, si se da por supuesto que no conviene ejercitar con eficaz vigor sobre ellos
la autoridad apostólica”.
Los Obispos, párrocos y superiores religiosos que, ante graves abusos doctrinales o disciplinares,
desisten de ejercer su autoridad pastoral, suelen declarar: “es inútil, no obedecen”. Y lo mismo
dicen los padres que dejan a sus hijos abandonados a sí mismos, renunciando a ejercer sobre
Fe y Razón
ellos la autoridad familiar que necesitan absolutamente. Pero es éste un círculo vicioso –no
mandan porque no obedecen y no obedecen porque no mandan– que solamente puede quebrarse
por la predicación de la autoridad, tal como es conocida por la razón y la fe, y por el ejercicio
caritativo, y sin duda martirial, de la misma autoridad.
Grandes males exigen grandes remedios. Un cáncer no puede ser vencido con tisanas, sino que
requiere radiaciones, quimioterapias fuertes o intervenciones quirúrgicas. Pero si no es vencido,
irá matando el cuerpo lentamente.
El Apóstol anima a su colaborador episcopal: “yo te conjuro en la presencia de Dios y de Cristo
Jesús, que va a juzgar a vivos y muertos, por su manifestación y su reino: predica la Palabra,
insiste a tiempo y a destiempo, corrige, reprende, exhorta con toda paciencia y doctrina, pues
vendrá un tiempo en que no sufrirán la sana doctrina, sino que, deseosos de novedades, se
amontonarán maestros conformes a sus pasiones, y apartarán los oídos de la verdad para
volverlos a las fábulas. Pero tú mantente vigilante en todo, soporta padecimientos, haz obra de
evangelizador, cumple tu ministerio” (2Tim 4,1-5).
La gran batalla de los mártires
“A través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que,
iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final” (Vat. II, GS
37). En esa formidable y continua guerra, los hijos de la luz, siguiendo a Cristo, combatimos ante
todo dando el testimonio de la verdad. “La armadura de Dios” que revestimos tiene en la verdad
su arma principal (cf. Éf 6,13-15)
En todas las batallas se ve el hombre en la necesidad de optar por una u otra de las partes en
contienda. El Evangelio, los Apóstoles, muy especialmente el Apocalipsis, nos revelan
claramente que los cristianos estamos llamados a ser mártires en este mundo, testigos veraces del
Testigo veraz, que es Cristo. Y la Revelación nos muestra que nuestra lucha no es simplemente
contra la carne y la sangre, sino contra los demonios (Éf 6,12).
Por tanto, la lucha en la que los discípulos de Cristo nos vemos gloriosamente empeñados no es
una Guerra Floral, en la que podamos combatir a nuestros enemigos arrojándoles versos amables
y pétalos de flores: es una guerra sangrienta, a vida o muerte, en la que nosotros y nuestros
hermanos nos jugamos la vida eterna. En esa batalla, la que libran los mártires de Cristo, según
describe el Apocalipsis, hemos de combatir con todas nuestras fuerzas, arriesgándolo todo y con
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todas las armas posibles [lícitas, obviamente. Nota de Fe y Razón], hasta la muerte, buscando en
la victoria nuestra salvación y la de los demás hombres.
A lo largo de estas páginas, que ya se terminan, hemos podido contemplar el martirio continuo
de Cristo y de todos sus santos, pues todos han llevado en este mundo y en esta Iglesia una vida
martirial. Conviene, pues, que ante Dios reafirmemos nuestra “determinada determinación” de
ser mártires con Cristo en este mundo –y en esta Iglesia–.
Y al renovar hoy esta determinación no pensemos tanto en posibles persecuciones sangrientas
del mundo, sino más bien –pues son mucho más frecuentes– en las persecuciones insidiosas del
desprecio y la marginación. Como observa Juan Pablo II, “sabemos que el perseguidor no asume
siempre el rostro violento y macabro del opresor, sino que con frecuencia se complace en aislar
al justo con el sarcasmo y la ironía” (Aud. gral. 19-II-2003).
La urgente renovación de la Iglesia
“Los lastimeros males que en nuestros tiempos han venido sobre nuestro pueblo cristiano, es
mucha razón que despierten nuestro profundo y peligroso adormecimiento que del servicio de
nuestro Señor y del bien general de la Iglesia y de nuestra particular salvación todos o casi todos
tenemos, para que con ojos abiertos sepamos considerar la grandeza del mal que nos ha venido y
el peligro que nos amenaza, y pongamos remedio, con el favor divinal, en lo que tanto nos
cumple” (San Juan de Ávila, II Memorial 1).
Es duro decir estas cosas, pero es necesario decirlas y repetirlas, pues están sistemáticamente
silenciadas, y mientras no se digan lo bastante no podrán ser remediadas. La inmensa mayoría de
los bautizados vive alejada de la Eucaristía y del sacramento de la Penitencia. No uno o dos
errores de época, aún no vencidos, sino numerosos errores contra la fe entenebrecen la vida de
muchos cristianos, sin que esto produzca especial alarma. De hecho, en filosofía, en exégesis, en
temas dogmáticos y morales, en el mismo entendimiento de la historia, falsificada en claves
marxistas o liberales, se siguen difundiendo graves errores en no pocos seminarios y facultades,
editoriales y librerías católicas. La conciencia moral de muchos, deformada por nuevas morales,
ha perdido la rectitud objetiva de la doctrina católica. Son innumerables los matrimonios que,
ignorantes o engañados, profanan la castidad conyugal, y que apenas tienen hijos. Es ya notorio
que reina entre los cristianos la lujuria y el impudor (1Cor 5,1), y que en todos los estamentos del
Cuerpo eclesial abunda también la desobediencia, hasta el punto de que graves rebeldías
Fe y Razón
habituales a leyes de la Iglesia ya apenas escandalizan, al estar generalizadas. Una gran mayoría
de los fieles, una vez confirmados, abandona los sacramentos. Muchas Iglesias no tienen apenas
vocaciones sacerdotales y religiosas. No pocas comunidades religiosas viven clara y
pacíficamente alejadas de la Regla de vida que han profesado, alegando que “siguen otra línea”...
“La misión específica ad gentes parece que se va deteniendo... El número de los que aún no
conocen a Cristo ni forman parte de la Iglesia aumenta constantemente; más aún, desde el final
del Concilio casi se ha duplicado” (Juan Pablo II, Redemptoris missio 1990, 2-3)...
¿Qué pensarían de esta situación Atanasio, Bernardo, Catalina, Juan de Ávila?... ¿Y qué dirían?...
Y sin embargo, lo eclesiásticamente correcto es hoy el optimismo sereno y confiado. Toda otra
actitud, se estima, es pesimismo, alarmismo, y en definitiva, falta de esperanza en Dios y en su
providencia.
“Todo está ciego y sin lumbre” (San Juan de Ávila, II Memorial 43). “Hondas están nuestras
llagas, envejecidas y peligrosas, y no se pueden curar con cualesquier remedio” (ib. 41). Y lo
más grave es que las campanas de la cristiandad todavía no resuenan tocando a rebato, no llaman
urgentemente, como en épocas de más humildad, a conversión, a renovación, a reforma. Falta
humildad, fortaleza y esperanza para reconocer los males y para atreverse a averiguar sus causas
reales. Falta esperanza, fe en el poder salvador de Cristo, para atreverse a ver esos males y para
intentar con buen ánimo su remedio. No falta, no, la esperanza en quienes reconocen los graves
males actuales de la Iglesia; falta en quienes no quieren conocerlos y reconocerlos.
“Inquiramos qué raíz ha sido ésta de la cual tan pestilenciales frutos han salido, que quien los ha
comido ha perdido la fe y puesto en turbación y peligro a la Iglesia católica” (ib. 3).
Cuando en un combate desmaya un ejército y comienza a huir, dice el Maestro Ávila, “suelen los
señores, y el mismo rey, echar mano a las armas y meterse en el peligro, persuadiendo con
palabras y obras a su ejército que cobre esfuerzo y torne a la guerra... En tiempo de tanta
flaqueza como ha mostrado el pueblo cristiano, echen mano a las armas sus capitanes, que son
los Prelados, y esfuercen al pueblo, y autoricen la palabra y los caminos de Dios, pues por falta
de esto ha venido el mal que ha venido... Y de otra manera será lo que ha sido” (ib.43).
“Yo os he dado el ejemplo, para que vosotros hagáis también como yo he hecho”
Hemos recordado palabras y acciones de una parresía que podríamos decir suicida, en el mejor
sentido evangélico que da el Señor a la expresión “entregar”, “perder” la vida, por salvar la vida
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propia y la de los demás. Es cierto que cambia mucho la significación de las realidades humanas
al paso de los siglos, y que palabras o acciones que hace unos siglos pudieron ser expresivas de
la caridad pastoral, mudada hoy su significación, resultarían objetivamente imprudentes y
escandalosas. (…)
No es preciso que discutamos de teología con el talante de San Buenaventura... o de San Pablo
(“¡ojalá se castraran del todo los que os perturban!”, Gál 5,12)...
Tampoco resulta hoy viable multiplicar las excomuniones, que tantas veces fueron realizadas por
los más santos Pastores, siguiendo la norma de Cristo y de los Apóstoles (Mt 18,17; 1Cor 5,11;
etc.). La ex-comunión sólo tiene sentido y eficacia donde hay una comunión eclesial fuerte y
clara. Pero hoy son frecuentes las situaciones de la Iglesia en donde esa comunión está
sumamente difusa, ya que la inmensa mayoría de los bautizados vive habitualmente lejos de la
Eucaristía y ha perdido casi totalmente la fe católica.
Todo eso se entiende fácilmente
Pero lo que está claro es que nosotros estamos llamados a imitar al mártir Jesucristo y a sus
santos, mártires todos ellos en el mundo, y no pocas veces en la Iglesia, es decir, en la parte
mundana de la Iglesia. El modo en el que demos al mundo nuestro personal “testimonio de la
verdad” habrá de ser el que Dios quiera para cada uno de nosotros. Pero de un modo o de otro
habremos de prestarlo: “Yo os he dado el ejemplo, para que vosotros hagáis también como yo he
hecho” (Jn 13,15).
Lo que está claro es que sin espíritu de martirio no puede haber renovación de los cristianos y de
la Iglesia. Sólo tomando la Cruz es posible seguir a Cristo resucitado.
Lo que está claro es que el Espíritu Santo, con modos nuevos, sin duda, quiere actuar hoy en
nosotros con la misma parresía de Cristo, de Esteban, de Pablo,… de todos los santos...
¿Para qué celebramos en el Año Litúrgico los ejemplos de Cristo y de sus santos, si nosotros
debemos evitar imitarlos en todas aquellas palabras y acciones en las que ellos “perdían su vida”
en este mundo, o la disminuían o la arriesgaban por la causa de Dios y de los hombres?
¿Queremos de verdad “confesar a Cristo” entre los hombres con todas nuestras fuerzas?
¿Pensamos que será eso posible sin sufrir grandes martirios? ¿Esperamos que puedan hoy
Fe y Razón
renovarse las históricas victorias formidables de la Iglesia sobre el mundo si rehuimos
combatirlo, por estimarlo eclesiásticamente incorrecto?
“En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: Yo he vencido al mundo” (Jn 16,33).
Fuente: Fundación Gratis Date
Estoy en la Iglesia
por el Cardenal Jean Daniélou
Muchos cristianos dan hoy la impresión de que no se sienten a gusto en la Iglesia y que sólo
permanecen fieles a Ella con dificultad. Debo decir que mi experiencia es contraria a la suya. La
Iglesia nunca me ha defraudado. Más bien soy yo quien se inclinaría a acusarme de no haber
aprovechado todos los beneficios que tiene para ofrecerme. Un teólogo escribió cierta vez que
podía entender a Simone de Beauvoir dejando la Iglesia que ella conoció. ¡Como si fuera
necesario esperar hasta el Vaticano II para encontrar la Iglesia en la cual se puede respirar!
El ambiente cristiano en el que yo crecí era el mismo que el de Simone de Beauvoir. Sus
maestros fueron Gilson y Maritain, Bernanos y Mauriac, Mounier y Garric. Este ambiente era de
una calidad excepcional. Y esto habría bastado para permitirme consagrarme a él.
Pero otras personas pueden no haber tenido este privilegio. Pueden haber encontrado entornos
cristianos que eran estrechos, mediocres u opresivos. Pueden haberse sentido intimidados en sus
legítimas aspiraciones. Es más, pueden haber percibido un desacuerdo entre la fe como es
profesada y la manera como es vivida. Pueden haber sentido que la libertad intelectual, la lucha
por la justicia, la realización de lo humano, podría encontrarse en alguna otra parte en mayor
magnitud. Y es verdad que la Iglesia, en la realidad concreta y sociológica de los entornos que la
representan –lo que Péguy llamaba “el mundo cristiano"– puede ser una desilusión.
Si las razones para permanecer en la Iglesia o para separarse de Ella eran de este orden, entonces
no podían ser muy fuertes. Es por eso que no admito que uno deje la Iglesia por argumentos
semejantes, ni tampoco que yo permanezco dentro de la Iglesia debido a los motivos contrarios.
Si nosotros quisiéramos encontrar comunidades fraternales, personas generosas, mentes con
inventiva, éstas después de todo se pueden encontrar en otra parte.
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Número 74 — Noviembre 2012
Lo que me atrae a la Iglesia no es la simpatía que yo pueda sentir hacia las personas que la
componen, sino lo que se me da a través de estos hombres, no importa quienes sean, esto es, la
verdad y la vida de Jesucristo. Yo me uno a la Iglesia porque Ella no puede separarse de
Jesucristo, porque Jesucristo libremente se dio a Sí mismo a Ella, porque no puedo encontrar a
Jesucristo de una manera auténtica fuera de Ella. Ésa es la respuesta a aquellos que dicen: ¿"Por
qué la Iglesia?” Toda búsqueda de Cristo fuera de la Iglesia es una quimera. Es sólo a la Iglesia,
quien es su esposa, a la que Cristo dio las riquezas de su gloria para su distribución al mundo.
Primero, lo que Cristo dio a la Iglesia es su verdad. Lo que me interesa no son las ideas
personales de este o aquel teólogo. Es la verdad de la fe. Ahora, esta verdad no está a merced de
una u otra interpretación particular. Cristo no puso su mensaje bajo la arbitrariedad de unas
interpretaciones individuales. Él lo confió a la Iglesia que Él fundó. Aseguró su ayuda a la Iglesia
para guardarlo intacto, para hacer las riquezas de su doctrina explícitas, para proclamarla a
sucesivas generaciones, para rechazar toda alteración.
Es esencialmente a sus Apóstoles unidos a Pedro y a los sucesores de los Apóstoles unidos con el
sucesor de Pedro a quienes Cristo ha confiado este depósito. En una Iglesia donde
desgraciadamente hoy las opiniones más polémicas se expresan, donde no hay ningún artículo
del Credo que no se vacíe de sus contenidos por los nuevos sofistas que aspiran a adaptarlos al
gusto de los tiempos, como San Pablo había predicho hace siglos, no puedo expresar
adecuadamente la gran alegría que sentía leyendo la Profesión de Fe del Papa Pablo VI. Expresa
en forma pura, cristalina y sin distorsión lo que yo creo.
Es la Iglesia que por su Magisterio preserva, predica y comunica la verdad de Jesucristo. Ella lo
ha estado haciendo durante casi dos mil años; ha sido confrontada por todas las corrientes
ideológicas. Desde los gnósticos del siglo segundo a los modernistas del vigésimo, estas
corrientes han intentado infiltrarla y alterar su fe. Algunos teólogos se han dejado arrastrar por
estas corrientes; pero la Iglesia ha conservado siempre la verdad sin deterioro.
Cuántas veces le han dicho que uno u otro dogma no era aceptable a los intelectuales de ese
tiempo. Pero esos sistemas se han derrumbado y la fe ha permanecido. Tenemos aquí un
espectáculo para despertar sobrecogimiento. El hombre no está condenado a la incertidumbre
completa, tan contraria a la naturaleza de su intelecto, hecho como está para percibir la realidad;
es el deleite del intelecto descansar en la verdad. Y es ésta la alegría que la Iglesia proporciona.
Fe y Razón
Algunos la acusarán de orgullo, de triunfalismo, incluso de ser posesiva. “Nosotros no poseemos
la verdad, nosotros estamos en busca de ella”, dijo un obispo que estaba malamente inspirado
aquel día y confundido por imputaciones como ésas. Ciertamente ninguna autoridad intelectual
humana tiene el derecho de requerir un asentimiento incondicional de la mente como el que pide
la fe.
Pero el punto es que la infalibilidad de la Iglesia no depende de una autoridad humana. Es la
misma infalibilidad de Dios. “¿Y cómo podemos nosotros no creer en Dios?”, preguntaba
Clemente de Alejandría. Esta infalibilidad no es algo que la Iglesia ha soñado. Ella es sólo una
humilde mujer. Ella la recibe de su Esposo. Pero es algo real lo que recibe. Y es por ello que
puede reconocerlo con humildad, porque sabe que no tuvo ninguna parte haciéndola. Pero Ella
no puede abandonarla para favorecer ciertas opiniones, pues al hacerlo estaría traicionando a su
Esposo.
¿Quién puede robarme esta alegría? No serán ciertamente esos espíritus tristes que ponen en
duda el mismo “sello de fábrica” del intelecto y ponen la certeza bajo sospecha, como un tipo de
búsqueda descaminada de confort y consuelo. Y todas sus advertencias psicoanalíticas sobre la
necesidad de seguridad nunca me avergonzarán de la serenidad de mi fe. Es su intelecto el que
está afligido, con su enfermizo gusto por la desconfianza, que es lo contrario a una crítica
saludable y animada. Ya que dentro de los límites de la fe hay un tipo saludable de crítica que es
causa importante de progreso. Pero hay una desconfianza enfermiza que paraliza la adhesión a la
fe, turba la certeza y torna estéril la contemplación.
Con la Iglesia de Jesucristo, con las mujeres comunes, sencillas, de mi pueblo, con el Papa Pablo
VI, con Bernanos y Claudel, yo profeso el Credo de las cosas visibles e invisibles, contemplo los
inmensos espacios que la Revelación despliega ante los ojos inquisitivos de mi corazón.
Contemplo a Cristo que se sienta a la mano derecha del Padre, vertiendo Su Espíritu sobre el
género humano. Contemplo a las innumerables personas angélicas, a los santos que miran
fijamente la cara de Dios y velan por mí, y entre ellos, a la Virgen María, exaltada en alma y
cuerpo a la Gloria.
Y yo les permito a estos señores explicarme con toda la solemnidad de su pedantería que la
sociología religiosa nos hace ver en esta representación el espejo de una sociedad feudal, con sus
jerarquías graduadas, y que nuestra sociedad democrática requiere ver las cosas desde un punto
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de vista más horizontal. Yo los dejo sospechar que los ángeles son quizás sólo una manera de
expresar el hecho de que Dios está manifestándose –y que, en todo caso, el hecho de que Dios se
exprese así sería un antropomorfismo unido a una fase pre-crítica y pre-dialéctica de la teología–
y que finalmente el mismo sentido de la palabra “Dios” es dependiente de una estructurada
investigación que le permitirá ser situado en el sistema a que pertenece.
Ellos dan muestras de consternación cuando nosotros les hablamos de la profesión de fe de Pablo
VI e intentan explicarnos que nada tienen que ver con una Iglesia así. Pero son ellos quienes
siempre estarán detrás de los tiempos, siempre preparándose para embarcarse en el penúltimo
bote, pero nunca llegando a tiempo. Apollinaire tenía consigo bastante más que intuición cuando
escribió en La Belle Rousse: “Papa Pío X, es usted quien de los hombres es el más moderno”.
Pues lo que el Papa dice tiene la juventud y la frescura de la verdad. Y lo que ellos dicen tiene
siempre la imagen cansada y anticuada de lo pseudo-actual. Ellos quieren instituir una
democracia en la Iglesia en un momento en que Ella está en la aflicción de una crisis de
autoridad, y secularismo cuando el mundo está clamando por lo sagrado.
Permanecen en la Iglesia a pesar del Papa, mientras hacen lo más que pueden para diluir la
autoridad papal. Yo permanezco en la Iglesia debido al Papa y no a pesar del Papa; yo soy
católico debido a la infalibilidad y no a pesar de la infalibilidad, pues lo que estoy buscando no
es la mejor forma de gobierno –podríamos discutir indefinidamente sobre ese tema– sino la
autoridad de Dios más allá de las incertidumbres humanas. Y finalmente es en Pedro y en los
sucesores de Pedro que la Iglesia disfruta la presencia de esta autoridad divina que es
precisamente lo que yo busco más allá de todas las opiniones humanas.
La autoridad, me dirán ellos, es la Palabra de Dios como está contenida en las Escrituras
inspiradas. Y esta Palabra de Dios a veces recibe de parte de los exegetas una interpretación en
un sentido y a veces en otro. Si uno tuviera que esperarlos parar saber si hay tres personas en
Dios, si Cristo es en verdad el Hijo pre-existente de Dios, si realmente fue concebido por el
Espíritu Santo, si resucitó de entre los muertos, uno tendría que esperar durante mucho tiempo,
pues algunos dicen blanco y otros negro. No es que no hayan prestado ningún servicio. Pero no
fue a ellos a quien Cristo confió la interpretación de las Escrituras. Él la confió a Pedro y a sus
sucesores.
Fe y Razón
Yo estoy en la Iglesia porque es solamente la Iglesia la que me da la interpretación divinamente
autorizada de las Escrituras. Es Ella quien, a lo largo de los siglos, ha explicado con autoridad lo
que estaba implícito en las afirmaciones de las Escrituras. Es el Evangelio lo que busco, pero
precisamente es sólo en la Iglesia donde encuentro el Evangelio, porque Cristo dio su Evangelio
sólo a la Iglesia. Querer ir directamente al Evangelio sin pasar por la Iglesia es sustituir la
interpretación autorizada del Evangelio por una interpretación humana del Evangelio.
Yo dejo a los muertos que entierren a los muertos. Yo dejo a los necrólogos disecar una escritura
muerta. Yo dejo a los excavadores de tumbas descubrir, según dicen ellos, una tibia de
Jesucristo, y esto, agregan, no cambiaría nada. Si Cristo no resucitó, es decir si su cuerpo no fue
transfigurado por el Espíritu Santo, que es la garantía de que mi propio cuerpo se transfigurará
por el Espíritu Santo, entonces mi fe es inútil, como lo ha dicho ya San Pablo. Para mí Jesucristo
está vivo y Él está vivo en la Iglesia. Y es a través de la Iglesia viviente que Él está hablando
conmigo hoy, “haciéndome entender por el Espíritu Santo todo lo que Él me ha enseñado”. Es a
esta palabra viva que mi fe se adhiere. Estoy interesado en lo que los exegetas dicen. Pero creo lo
que la Iglesia enseña.
Otra razón que me lleva a mantenerme en la Iglesia son los sacramentos. Si permanezco en la
Iglesia es porque Ella es un entorno vital. Ella es el paraíso donde las energías del Espíritu Santo
están laborando. Éste es el lugar donde los grandes ríos de agua viva me lavan de mis manchas,
dónde el árbol de la vida me nutre con su fruta. Tertuliano decía: “Nosotros, pequeños peces, no
podemos vivir fuera del agua”. Yo no puedo vivir fuera del entorno de los sacramentos. No hay
vida espiritual real sin que se bañe en este entorno vital, pues el amor de Dios se difunde en
nuestros corazones por el Espíritu Santo, y es a la Iglesia que el Espíritu Santo fue enviado y es
por los sacramentos que es comunicado.
Pero ellos han descubierto una nueva religión que es la religión de la “palabra”. Nosotros
sabemos muy bien donde se originó esto. Fue en la teología de Karl Barth y en el artículo sobre
Logos del diccionario de Kittel. Pero la “palabra” se ha vuelto su especialidad. Ellos empezaron
a martillar la “palabra” en mayo del 68. La han usado tanto que ahora tenemos que pedirles que
se callen. Tanto que los jóvenes van a Taizé en busca de un silencio que las iglesias son ahora
incapaces de ofrecerle.
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Ellos han mezclado la Palabra de Dios, el kerygma de los Apóstoles, el universo entero de
palabras. La radio y televisión les han ofrecido un instrumento maravilloso para sus charlas. Y lo
que dicen crea una pantalla de palabras que opaca la huella del misterio.
De pronto, los pobres ministros ya no saben qué hacer. Ellos se habían hecho sacerdotes para
distribuir los sacramentos. Y tenían razón. Es de hecho por esta razón que nosotros nos hacemos
sacerdotes. Y siempre es esto lo que se pide a los sacerdotes. Pero, ahora, les han dicho que es 'la
palabra' lo que en verdad importa y que los sacramentos son secundarios. Ellos han sido
informados con eruditos aires que el ritual es un vestigio del Antiguo Testamento y del
paganismo, humeando de superstición. Y desde entonces intentan volverse tan útiles como
pueden practicando su psicoanálisis, construyendo sus bloques de departamentos, enseñando
sociología, y, claro, vertiendo palabras incansablemente.
¿Pero cómo es que esto ha de cambiar el mundo? ¿Cómo es que esto ha de cambiar la vida?
Jesucristo no vino a hacer discursos. Vino a cambiar la vida. La cambió a través de su Muerte y
Resurrección. Él introdujo nuestra carne en la Gloria del Padre. Y así como la carne de Cristo
transfigurada por el Espíritu Santo es una con nuestra carne, de la carne de Cristo resucitado la
vida del Espíritu está orientada a comunicarse a toda la carne, así como el fuego, que una vez
encendido en el arbusto se extiende al bosque entero haciéndolo arder. Bien, es por los
sacramentos que esta vida del Espíritu se comunica. Y los sacramentos son celebrados por los
sacerdotes.
Yo no necesito cualquier maestro. Si Jesús fuera sólo un ejemplo bueno, un modelo que
entusiasma, una llamada para la acción, no me interesaría más que otros maestros. El lenguaje
cristiano como lenguaje no me interesa. Sólo me interesa por lo que dice a través de sus pobres
palabras humanas. Me dice que Dios me amó y envió a su Hijo que es Dios, sabiduría de Dios,
poder de Dios, para rescatarme en medio de mi condición perecedera, liberarme del pecado y de
la muerte, para hacerme, de hoy en adelante, un ser espiritual, antes de incorporarme, después de
mi muerte, en su vida incorruptible.
Lo que para mí es importante en los sacramentos es que ellos son los medios por los que la vida
se me comunica. Para mí es importante que la efectividad de Dios está trabajando a través de
estas señales visibles. Creer en ellos no tiene nada que ver con alguna clase de magia; es el ser de
mi fe, cuyo objeto es la presencia de un poder divinizante en la Iglesia. Yo me zambullo en los
Fe y Razón
sacramentos como en aguas vivientes para renovar mi vida en ellos, como cuando niño fui
sumergido en ellos para recibir la vida. Los sacramentos no son en primer lugar las señales
exteriores de mi adhesión a la fe. Ellos son principalmente las señales visibles de las acciones de
Dios.
Pero ellos me dirán: “Usted parece pensar que el bautismo borra el pecado original. Pero debe
explicar primero qué es el pecado original”. Si yo tuviera que esperar sus sabias explicaciones
para creer, si yo tuviera que poner mi fe entre paréntesis hasta que ellos hayan explicado
finalmente todo, ¿adónde me llevaría todo esto?
El pecado original, el hecho de que yo llevo la carga de muerte y pecado y que sólo el poder de
Dios puede rescatarme de esto, es lo que San Pablo me dice, lo que la Iglesia me enseña, y es lo
que yo creo. Y es debido a esto que el bautismo no es, en primer lugar, la señal exterior de mi
compromiso en la Iglesia. Antes que todo el resto, es la señal de la acción de Cristo que destruye
el pecado original. Y es por eso que se bautizan los niños pequeños, en orden a recibir el don de
Dios, a estar vivos.
La Eucaristía renueva la vida en mí por la comunión con Cristo Resucitado que está realmente
presente bajo las especies de pan y vino. Lo que es importante para mí es esta Presencia Real. Yo
sé que solamente la Iglesia lo posee. Sé que esta presencia sólo puede ser real cuando es
consecuencia de la acción de los ministros válidamente ordenados. Eso es lo que busco y lo que
no encuentro en ninguna otra parte. Yo tengo hambre del Cuerpo de Cristo y no de un símbolo
cualquiera: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna” (Jn 6, 54).
La certeza de que yo encontraré esta Presencia Real en la Iglesia Católica es lo que me mantiene
vinculado a Ella, libremente del interés sugerido por otras consideraciones.
En el sacramento de penitencia, la reconciliación del hombre con Dios –aspecto esencial de la
acción divina realizada por Jesucristo– es continuada a través del ministerio del sacerdote, pues
el poder perdonar los pecados depende exclusivamente de Dios. Cristo posee ese poder por su
naturaleza divina y Él lo dio a los Apóstoles, y no a cada cristiano. Los Apóstoles transmitieron
ese poder a sus sucesores. Es una acción divina que se realiza a través de sus manos. Restaura la
amistad con Dios a aquellos que la han perdido. Regenera la vida de gracia. Intensifica
nuevamente las energías de la caridad. Le permite al hombre vivir con la libertad de los hijos de
Dios –que no es la falsa libertad de aquellos que desdeñan la ley, sino liberación de la esclavitud
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del pecado– reconciliando nuevamente al hombre con el Plan de Dios y atrayéndolo a gustar la
dulzura de Su Ley.
Yo amo la Iglesia porque yo estoy buscando la vida. La meta de la acción divina en Cristo, a
través del Espíritu, es hacer que una persona viva en el Espíritu. La meta de la acción divina es
abrir el intelecto al misterio de Dios, llevar al hombre a las profundidades más profundas de la
realidad, para hacerle comprender que la base del ser es el amor eterno de las personas divinas y
la participación del hombre en este amor. La meta de la acción divina es extender la caridad
sobrenatural que me mueve a ayudar a mis hermanos los hombres, no sólo en la dimensión
humana de su vida terrenal, sino también en la realización de su vocación divina.
La meta de la acción divina es beatificar mi corazón en la posesión de los beneficios de Dios, en
la vida incorruptible, en la contemplación del rostro de Dios. Ahora esta vida, esta caridad, esta
comprensión sólo pueden respirar y desarrollarse en el ambiente dador de vida de los
sacramentos. Los sacramentos permanecen estériles si no dan frutos de caridad, y la caridad no
puede dar frutos si no es concedida en Cristo por medio de los sacramentos.
La caridad es el crecimiento de vida cuyo germen sólo se da por los sacramentos. Sin esta
caridad, se puede de hecho encontrar generosidad y dedicación, inteligencia y virtud, felicidad y
belleza; la razón de ello es que todo cuanto Dios ha creado es bueno. Pero esto es verdad para
todos los hombres, hindúes y musulmanes, deístas y ateos. Todo esto no forma parte del regalo
especial de Cristo, y bien puede encontrarse fuera de la Iglesia. Pero ese regalo especial suyo
sólo se da por los sacramentos en la Iglesia.
La Palabra no tiene ninguna otra meta que darnos a conocer la acción de Dios. Nos da a conocer
su acción en Abraham y Moisés. Nos da a conocer su acción en la Encarnación y en la
Resurrección. Nos da a conocer su acción en nuestros días por los sacramentos. Pues los
sacramentos son la continuación de las maravillas de Dios en el Antiguo y en el Nuevo
Testamento: “El que crea y sea bautizado se salvará” (Mc 16, 16).
No es la palabra la que constituye la substancia de los sacramentos, es el sacramento que da su
substancia a la palabra. El sacramento no es un rito a ser juzgado como ligeramente superfluo, o
eventualmente inútil, una supervivencia pagana en un mundo secularizado. Es el instrumento por
el que Cristo comunica su vida.
Fe y Razón
Pero ellos ya no creen en el poder de los sacramentos. Han inventado una teoría de una
Cristiandad implícita y anónima según la cual cada hombre es un cristiano por el mismo hecho
de pertenecer a la naturaleza humana. La Iglesia entonces, la Iglesia instituida por Jesucristo, se
vuelve un lujo para una élite.
Esto abre la manera para librar a la Iglesia de los pobres, y cualquier otro que esté por ahí,
porque, después de todo, ellos pueden andar bien sin Ella. ¿Pero por qué entonces debo
preocuparme sobre la Iglesia, si Ella ya no corresponde a una necesidad vital? ¿Por qué debo
buscar atraer a otros a Ella, si pueden estar completamente bien sin Ella? Y en el momento en
que Ella se vuelve un lujo, aparece rápidamente como un obstáculo. En el futuro, tendrá que
desintegrarse en medio del movimiento de avance de la humanidad.
Y éste es exactamente su objetivo. Ellos piensan que son los profetas de una nueva iglesia que es
la humanidad en marcha. Y ellos persisten en buscar destruir la Iglesia, la verdadera Iglesia, la
que Jesucristo instituyó, esta Iglesia que es la única que dispensa los regalos de gracia. Ellos
buscan imponer una cierta mala fe en aquellos que creen en la Iglesia y que buscan que por tanto
terminen con sentimientos de culpa por permanecer dentro de Ella. ¿Y cómo me afecta su
propuesta? Si yo estoy interesado en la humanidad en marcha, yo puedo escoger para guía
cualquiera que yo desee entre Brezhnev o Mao, Nixon o Franco, o cualquier otro que usted guste
mencionar. Pero la vida de Dios sólo la puedo recibir por la Iglesia y los sacramentos.
Ellos quieren politizar la Iglesia. Su misión sería dirigir a la humanidad en su búsqueda de la
justicia y la paz. Pero es allí que el viejo anticlericalismo de mis antepasados bretones se
despierta dentro de mí. Mis antepasados habían visto demasiados de esos pastores bretones que
querían dirigir a sus parroquianos en la política. Y esto los impulsó contra una iglesia que
interfería con lo que no era asunto suyo. A pesar de esto, ellos seguían siendo primordialmente
cristianos, e incluso a veces más que sus pastores. Hoy yo siento la misma reacción. Siempre son
los mismos pastores que quieren dirigir la política. Sólo que hoy han cambiado sus sentimientos
políticos.
Lo que nosotros les estamos pidiendo a los sacerdotes es dar el bautismo, la penitencia, la
comunión. No les estamos pidiendo consejo político. Y ante todo, no les estamos pidiendo que
pongan condiciones políticas para la recepción de los sacramentos. Ellos han hecho más que
suficiente en el pasado. Han blandido demasiado a menudo sus amenazas de excomunión. Yo
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supe de algunos que en tiempo de la ocupación alemana se negaron a dar la absolución a
aquellos que eran partidarios de De Gaulle.
Ellos están empezando a hacer lo mismo de nuevo. Están haciendo un artículo de fe del
socialismo, como cuando lo hicieron con la monarquía. Admiten en sus grupos de Acción
Católica no a aquellos que despliegan la túnica blanca del bautismo sino sólo a aquéllos que
despliegan la bandera roja de la revolución. ¡Que se preocupen de su propio negocio!
Y cuál es su negocio, que es tan grande. Ellos imaginan que el hombre moderno no muestra más
interés por Dios y es por eso que intentan reubicarse en la arena política. Una vez más, están un
siglo tarde. Pues hoy el mundo está sediento de Dios. Está buscando dónde encontrarlo. Y la
misión de la Iglesia, y la misión singular de los sacerdotes, es dar a Dios a este mundo que
anhela por Él.
Si no fuera sacerdote, yo me haría sacerdote hoy, porque siento la gran necesidad de sacerdotes
que tiene el mundo. Si no fuera católico, yo me volvería católico, pues la Iglesia es la depositaria
de los regalos divinos que necesita el mundo.
Las personas estaban empezando a venir a ellos. Y ellos son los que se están saliendo. Los
prejuicios empezaron a caerse. Sus iglesias se estaban llenando, sus escuelas estaban floreciendo,
sus monasterios estaban resplandecientes. Y son ellos quienes quieren subastar todo esto como
señales de la Iglesia visible que detestan. Están listos para vender las iglesias, cerrar las escuelas,
dispersar los monasterios. Es como si tuviesen vergüenza de ser ellos mismos. Quieren
esconderse en sus fosas. Parecen ser humillados por el sentimiento bueno que les expresan los
oficiales civiles; a esto le llaman constantinismo. Tienen un sabor masoquista por la persecución.
Y es verdad que las persecuciones producen virtudes ejemplares. Las democracias son prueba de
eso. Pero creando grupos de cristianos especiales, están destruyendo a las poblaciones cristianas.
Yo he declarado mis invariables razones para pertenecer a la Iglesia. Ellas implican lo que la
Iglesia es en su substancia y el don irreemplazable que Ella trae. Pero la Iglesia es también la
Iglesia del hecho histórico, la Iglesia concreta como existe hoy, con su herencia histórica,
insertada en la sociedad contemporánea, bajo las formas tomadas por sus instituciones.
Frecuentemente es este aspecto de la Iglesia que lleva a algunos a apartarse de Ella.
Para citar un ejemplo característico, la encíclica Humanae vitae fue una ocasión para que un
cierto número de sacerdotes y creyentes se separaran de la Iglesia. ¿Las posiciones de la Iglesia
Fe y Razón
con respecto a los grandes problemas de hoy son una razón para atarse más todavía a Ella, o, al
contrario, para separarse de Ella?
Acabo de decir que no se supone que Ella se meta en la política. Es decir, Ella no debe sostener
ni imponer una posición política. Pero esto no significa que Ella debe evitar intervenir en
materias políticas, en la medida en que son cosas que en la política pertenecen también a la Ley
de Dios. No las juzga, sin embargo, en nombre de un determinado criterio político; lo hace en
nombre de la Ley de Dios.
Y aquí Ella sí tiene algo que decir, cuando se oprimen las libertades o cuando las libertades son
opresivas. Ella no tiene nada que hacer en la elección de asuntos económicos con su equilibrio de
ventajas y desventajas, pero debe juzgar el buen o mal uso de esos asuntos. Debe condenar el
libre uso del dinero que está envenenando nuestro mundo occidental. Y debe condenar un estado
opresivo que viola las legítimas libertades.
Nosotros sabemos cuán difíciles son estos temas. A algunos les gustaría relegar la Iglesia a la
sacristía y prohibirle hacer cualquier tipo de intervención en los asuntos políticos. Pero la Iglesia
no puede aceptar esto, pues el destino del hombre del que Ella es responsable ante Dios, también
se cumple a través de las cosas políticas. Ella debe, respecto a otras cosas y por el mismo hecho
de su misión profética, denunciar continuamente los abusos del poder político o de las libertades
económicas. Y debe, como institución, establecer relaciones con estos poderes y estas libertades.
Está claro que, en una circunstancia dada, la posición que Ella toma puede disputarse. Pero lo
que es esencial es que Ella se niegue a permitir que algún poder o cualquier libertad se erija
como un juez supremo, y que, como corte de último recurso, Ella ejerza el derecho para juzgar a
todo otro poder.
Es muy importante que la Iglesia no esté bajo la influencia de la política. Es importante que
apruebe lo que es legítimo en el orden existente y que condene lo que es inaceptable en el
desorden existente.
Toda sociedad siempre es una mezcla de bien y mal. Y la Iglesia debe pasar el juicio en esto. Es
en esas ocasiones que sus intervenciones son válidas. Ellas pueden chocar con ciertos intereses.
Pero esto poco significa. Ella debe condenar lo que es injusto aunque, a veces, pueda tener que
sufrir por esto en el orden temporal. Pero las personas la escucharán, si es que está claro que Ella
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sólo está inspirada por la preocupación de ser fiel a lo que Dios le pide. Porque se espera que
Ella constantemente nos recuerde los requisitos de fidelidad a la ley divina.
En este sentido, el poderoso esfuerzo de la Iglesia esforzándose contra lo que es contrario a la
justicia en nuestro mundo atrae más cerca a Ella. Ella ha hablado. Pero, muy a menudo se ha
dado el caso de que los cristianos no la hayan escuchado. Los citatorios dirigidos por el Sínodo a
los hombres comunes cristianos, para esforzarse de una manera más activa en hacer que la Ley
de Dios reine en el mundo contemporáneo, deben oírse. Esto no tiene nada que ver con la
política partidaria. Simplemente es un asunto de obediencia a Dios. La acción profesional, social
y política tiene un carácter moral. Y la Iglesia tiene el deber de recordarnos sus requisitos
morales.
Pero nosotros debemos agregar que esto es verdad en todas las áreas. Actualmente, algunos que
reprochan a la Iglesia no estar exigiendo bastante en el nivel social, le reprochan ser demasiado
exigente cuando se refiere a los problemas sexuales. Sospechan que ella vive fuera del tiempo de
hoy, no tomando en cuenta los progresos en biología o las condiciones demográficas. Le dicen
que estos requisitos absurdos que pone harán a muchas personas salir fuera de la Iglesia. En
cuanto a mí, las mismas razones que me hacen desear que la Iglesia sea exigente en relación al
deber social, me hacen desear también que Ella lo sea en el nivel de la ética sexual. La encíclica
Humanae Vitae, por el valor de su posición contra la degradación moderna del amor, es para mí
una razón más para amar a la Iglesia.
Yo sé de los difíciles problemas encontrados por muchas parejas. Yo sé de los problemas
dramáticos levantados por la evolución demográfica. Pero sé también que la forma en que el
amor y el matrimonio se viven son esenciales a una civilización. Sé cuánto tocan las zonas más
profundas de las personas humanas, y aún más, sé cuánto se deshonraron y degradaron en el
mundo moderno.
Yo sé que manteniendo sus requisitos la Iglesia está defendiendo los más preciosos valores
humanos. Yo me apartaría de Ella si se volviera floja cómplice de un mundo desdeñable. Yo la
quiero ver llena de compasión infinita, porque quiero que esté abierta a todos. Pero quiero que no
sucumba a compromisos, pues es así como elevará todo cuanto es mejor en el ser humano.
Es lo mismo con las responsabilidades del intelecto. Aquí de nuevo, pasa a menudo que aquellos
que culpan a la Iglesia de no estar exigiendo bastante en el nivel social, la acusan de ser
Fe y Razón
intransigente, oscurantista y sectaria en el nivel intelectual. Como si el dominio del intelecto
fuera un lugar donde todo ha de ser permitido, como si no tuviera ningún lado serio, como si no
comprometiera la responsabilidad. Ahora, el área del intelecto es la más seria de todas, pues,
finalmente, son las visiones de la mente las que gobiernan la orientación de las ciudades.
Lo que el mundo moderno más requiere no son recursos materiales, sino las normas que
permitirían poner esos recursos al servicio del hombre. Y nuestro tiempo, precisamente, es uno
en que el intelecto está sufriendo una de sus más graves crisis, en la que es la parte más
perturbada del hombre.
Aquí también, los requerimientos de la Iglesia son lo que me hacen amarla. En un mundo que
opone un sistema arbitrario a otro, donde las mentes sólo ven en el pensamiento la proyección de
su subjetividad, donde los requisitos de la acción se han vuelto la única regla, la Iglesia cree que
el intelecto humano puede lograr el conocimiento de la realidad y que el acuerdo de éste con la
realidad constituye la verdad. Yo amo a la Iglesia que cree que hay verdad y que hay error. Yo
amo a la Iglesia que se niega a permitir que las personas consideren las verdades metafísicas
como simplemente unas opiniones entre otras. Yo amo a la Iglesia que ve en el rechazo a Dios,
en el rechazo a la inmortalidad del hombre y en el rechazo a éticas objetivas las perversiones de
la mente.
Las posiciones de la Iglesia sobre las preguntas importantes de nuestro tiempo, como son
declaradas por sus representantes responsables, no me alejan en lo más mínimo de Ella; al
contrario, yo me descubro más firmemente vinculado a Ella. En la actualidad Ella defiende los
valores humanos auténticos contra aquellos que los destruyen. Defiende la justicia auténtica, el
amor auténtico, la inteligencia auténtica. Y defiende, contra un mundo al que le gustaría
quedarse sin Dios, la dimensión religiosa que es constitutiva del hombre y de la sociedad del
hombre. Sin la referencia a esta dimensión religiosa, otros valores humanos son incapaces de
hallar lo que les sirva de base y los justifique.
Y precisamente lo que me hiere es ver a cristianos y sacerdotes que rechazan estos requisitos que
son la razón por la que yo amo a la Iglesia. Cuando los veo culpar a la Iglesia de no entender al
hombre moderno, yo pienso que Ella lo entiende mucho mejor que ellos. Porque ellos se están
haciendo cómplices de lo que es peor en él. Aceptan la rendición de la inteligencia y el rebajar de
la moral. La Iglesia, precisamente porque ama lo que está en fermento en el mundo de hoy y en
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Número 74 — Noviembre 2012
particular en su juventud, no acepta que todo esto deba destruirse y deba pervertirse. Su
intransigencia es la expresión de su amor.
Yo recuerdo haber oído a un observador comentar durante el Concilio Vaticano II que la gran
libertad de palabra de que disfrutaron los obispos venía del hecho de que sabían que sus críticos
podrían destruir las paredes exteriores, pero nunca podrían perturbar la Roca. Yo me siento libre
en la Iglesia, libre para decir lo que me hiere o lo que me desagrada. Y yo amo esta libertad en
otros, pero a condición de que proceda del amor. Pero cuando la crítica es tal que está
destruyendo la substancia de las cosas y busca destruir la Roca, entonces yo la detesto y siento
cuánto amo a la Iglesia, tanto por todos los regalos divinos que sólo Ella ofrece, como también
por esa cierta calidad que Ella confiere a las cosas humanas.
Fuente: Multimedios
Nueva datación del Nuevo Testamento. II
por el Ing. Daniel Iglesias Grèzes
Al comienzo del Capítulo IV, Hechos y los Evangelios Sinópticos, Robinson trata brevemente el
tema de la autoría del Evangelio de Lucas y los Hechos de los Apóstoles, concluyendo que no ve
razones decisivas contra la aceptación de la adscripción tradicional de ambas obras o, mejor
dicho, de Lucas-Hechos, una obra conjunta con dos partes, a San Lucas.
Enseguida el autor pasa a considerar el problema de la datación de Lucas-Hechos, sosteniendo
que los tres principales factores a tener en cuenta son: a) las profecías sobre la caída de Jerusalén
en Lucas; b) la dependencia del Evangelio de Lucas con respecto al Evangelio de Marcos, tema
que se inscribe dentro del “problema sinóptico”; c) el final de Hechos. Robinson ya ha tratado el
factor a), concluyendo que no hay razón suficiente para suponer que esas profecías fueron
compuestas después del evento. Dejando para el final del capítulo el análisis del problema
sinóptico, el autor pasa a considerar el problema del final de Hechos.
Fe y Razón
“Las palabras finales de Hechos son: “Pablo permaneció dos años completos en el lugar que
había alquilado, y recibía a todos los que acudían a él. Predicaba el Reino de Dios y enseñaba lo
referente al Señor Jesucristo con toda libertad y sin ningún estorbo.” (Hechos 28,30-31).1
La pregunta es: ¿por qué la narración termina en este punto? Como dijo Harnack (La fecha de
Hechos, 95s): “A lo largo de ocho capítulos enteros San Lucas mantiene a sus lectores
intensamente interesados en el progreso del juicio de San Pablo, hasta que, simplemente, al final
él los desilusiona completamente –¡ellos no se enteran de nada sobre el resultado final del juicio!
Tal procedimiento es escasamente menos indefendible que el de uno que relatara la historia de
nuestro Señor y terminara la narración con su entrega a Pilato, porque Jesús había sido traído
ahora hasta Jerusalén y había hecho su aparición ante el principal magistrado de la ciudad
capital” (pp. 82-83).2
Se han propuesto varias explicaciones de este final, pero ninguna de ellas parece satisfactoria,
salvo la más simple (a la que los críticos no han prestado suficiente atención): el relato de
Hechos termina en ese punto porque San Lucas escribió Hechos poco después. Es importante
notar que Hechos no menciona la persecución de los cristianos por parte del emperador Nerón, ni
la muerte en el año 62, a manos del Sanedrín (que aprovechó un interregno, después de la muerte
del procurador Festo, para aplicar la pena capital, contra la autoridad de Roma) de Santiago, “el
hermano del Señor”, cabeza de la comunidad cristiana de Jerusalén. Además, Hechos tampoco
ofrece ningún indicio de la rebelión judía contra los romanos. A partir de la lectura de Hechos,
uno no puede sospechar el violento enfrentamiento entre judíos y romanos que ocurrió poco
después.
Si Hechos fue escrito en la etapa en que termina su narración (es decir, a principios de los años
60), esto implica que el Evangelio de Lucas (obviamente anterior; cf. Lucas 1,1-4; Hechos 1,1-5)
fue escrito alrededor de unos 30 años antes que lo que generalmente se supone. Y si además,
como la gran mayoría de los expertos del Nuevo Testamento, suponemos la prioridad de Marcos,
esto implica que Marcos fue escrito muy tempranamente, quizás alrededor del año 50.
Esto conduce al autor a replantear el “problema sinóptico”, es decir el problema de las
relaciones, semejanzas y diferencias entre los tres Evangelios sinópticos (Mateo, Marcos y
1
2
Para las citas bíblicas el autor ha utilizado la Biblia de Navarra.
Traducción del Autor Redating the New Testament.
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Lucas). Como es sabido, la solución más comúnmente aceptada de este problema es la hipótesis
“de los dos documentos”. Ésta sostiene que Mateo y Lucas dependen de dos documentos
anteriores: Marcos y Q, siendo Q una fuente hipotética de dichos de Jesús. Robinson afirma que
el consenso en torno a esta solución fundamental “ha comenzado a mostrar signos de
resquebrajamiento. Aunque ésta es todavía la hipótesis dominante, encapsulada en los libros de
texto, sus conclusiones ya no pueden ser dadas por sentadas entre los “resultados seguros” de la
crítica bíblica” (p. 86).
El autor defiende la tesis de que las interrelaciones entre los tres Evangelios sinópticos son
mucho más complejas que las permitidas por la hipótesis de los dos documentos. Su posición
sobre el problema sinóptico está representada por el siguiente esquema provisorio (cf. p. 99):
Formación de colecciones de historias y dichos (P, Q, M, L): años 30 y 40+.
Formación de “proto-evangelios”: años 40 y 50+.
Formación de nuestros evangelios sinópticos: años 50 y 60+.
Robinson da mucha importancia a los testimonios de la antigua tradición cristiana sobre la
redacción de los Evangelios. En particular él subraya que la Didaché habla en muchas
oportunidades del Evangelio (en singular) como si fuera una única obra literaria. También
destaca que son muy numerosos (Papías, Ireneo, Clemente de Alejandría, Jerónimo, Prólogo
Anti-marcionita) los testimonios antiguos que relacionan el Evangelio de Marcos con la
predicación de Pedro, de quien Marcos fue asistente e intérprete. Varios de esos testimonios
dicen que Marcos redactó su Evangelio en Roma.
El autor concluye: “Por lo tanto, creo que uno debe estar preparado para tomar en serio la
tradición de que Marcos, en cuya casa en Jerusalén Pedro buscó refugio antes de su apresurada
huida (Hechos 12,12-17) y a quien más tarde en Roma él iba a referirse con afecto como su
“hijo” (1 Pedro 5,13), acompañó a Pedro a Roma en 42 como su intérprete y catequista, y
después de la partida de Pedro de la capital accedió al reiterado pedido de un registro de la
predicación del apóstol, quizás alrededor del 45.” (p. 106).
Fe y Razón
La Epístola de Santiago
Al comienzo del Capítulo V La Epístola de Santiago Robinson afirma lo siguiente:
“La epístola de Santiago es uno de esos documentos aparentemente intemporales que podrían ser
datados casi en cualquier momento y… en verdad ha sido colocado en prácticamente todos los
puntos en la lista de escritos del Nuevo Testamento. Así Zahn y Harnack, escribiendo el mismo
año, 1897, la ponen primera y penúltima –¡a un intervalo de casi cien años! No contiene
referencias a eventos públicos, movimientos o catástrofes. Las “guerras y peleas” de las que
habla son las perennes de la agresividad personal (4,1s), no las datables guerras y rumores de
guerra entre naciones o grupos. Su calendario está determinado por el ciclo natural de la
agricultura del tiempo de paz (5,7) y el círculo social de la sociedad pequeño-burguesa (4,115,6). No hay nombres de lugares, ni indicaciones de destino o de despacho, ya sea en forma de
título o de saludos. De hecho no hay nombres propios de ningún tipo excepto el del propio
Santiago en el versículo inicial y los de personajes comunes del Antiguo Testamento como
Abraham e Isaac, Rahab, Job y Elías. También como forma de literatura se encuentra en esa
tradición casi infechable de sabiduría práctica judeo-cristiana que incluye Proverbios,
Eclesiástico, la Sabiduría de Salomón, los Testamentos de los Doce Patriarcas, el Manual de
Disciplina de Qumran, la Epístola de Bernabé, el Pastor de Hermas y la Didaché. Sin embargo
aunque las relaciones, hacia atrás y hacia adelante, son evidentes, no hay evidencia decisiva de
una dependencia literaria en cualquiera de ambas direcciones que pudiera fijar la epístola de
Santiago en el tiempo o el espacio. La única frontera clara que cruza esta corriente de la tradición
es la que existe entre el judaísmo y el cristianismo –e incluso esta frontera es menos marcada
aquí que en cualquier otro género de literatura.” (pp. 109-110).
El autor subraya que la falta de polémica contra el judaísmo es un indicio importante de una
redacción temprana. Los pecados que Santiago señala son los mismos de los que Jesús y los
profetas acusaron a sus compatriotas. La oposición que enfrentan los cristianos no es una
persecución sistemática y continua desde el gobierno sino más bien la opresión y el desprecio de
los ricos. No hay nada en Santiago que vaya más allá de lo que está descrito en la primera mitad
de los Hechos de los Apóstoles.
La carta de Santiago tampoco contiene signos de grandes desarrollos doctrinales, litúrgicos o
jerárquicos. La doctrina de Santiago sobre la justificación por la fe y las obras no parece ser una
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polémica contra la doctrina de Pablo sobre la justificación por la fe. Más bien parece que Pablo
hubiera profundizado la reflexión planteada por Santiago, sin rechazarla.
Acerca de la autoría de la carta, Robinson piensa que la gran simplicidad con que se presenta el
autor (1,1: “Santiago, siervo de Dios y del Señor Jesucristo”) es un fuerte argumento contra la
pseudonimia. En la hipótesis de la pseudonimia, difícilmente se habría dejado de aludir a
Santiago como “hermano del Señor”; y si además la redacción de la carta hubiera sido tardía,
muy probablemente se habría añadido una referencia a Santiago como “obispo de Jerusalén”.
Robinson refuta los principales argumentos contra la autenticidad de la epístola de Santiago. 1)
La doctrina de esta epístola sobre la Ley no concuerda con la de los judaizantes partidarios de
Santiago y adversarios de Pablo; pero, según Hechos, Santiago mismo no era un judaizante, y en
el Concilio de Jerusalén su posición se pudo armonizar bastante fácilmente con la de Pablo. 2)
La escasa evidencia externa de la aceptación de la epístola en la Iglesia primitiva no es muy
significativa, ya que las citas y los testimonios escritos (y su conservación) son fenómenos
bastante fortuitos. 3) El hecho de que la lengua de la epístola sea un griego elegante no prueba
que Santiago no pudo ser el autor. Las investigaciones recientes demuestran que el conocimiento
de la lengua griega entre los judíos de Palestina del siglo I era muy generalizado.
A continuación Robinson señala varios notables paralelos entre la Epístola de Santiago y el
discurso de Santiago y la carta apostólica de Hechos 15.
Al final del capítulo el autor vuelve sobre la cuestión de la datación de la carta. Santiago fue
muerto en el año 62, por lo que esa fecha señala un límite superior. Se debe notar que Santiago
no alude en ningún momento a la misión entre los gentiles, lo cual no implica que ésta no
existiera, pero sugiere fuertemente que aún no se había convertido en causa de conflicto entre los
cristianos. Este factor apunta claramente a una redacción temprana. Robinson se inclina por la
hipótesis de una redacción algo anterior al Concilio de Jerusalén (hacia 47-48). Esta datación
temprana ha tenido el apoyo, sorprendentemente persistente, de muchos expertos. Santiago sería
así el primer documento terminado y sobreviviente de la Iglesia.
Continuará.
Comentario de: John A. T. Robinson, Redating the New Testament, 1976.
Fe y Razón
No hay término medio entre el derecho a la vida del no
nacido y su negación
por el Lic. Néstor Martínez Valls
En reciente entrevista periodística el Diputado Iván Posada expresó lo que sigue a propósito de
su proyecto de legalización del aborto:
“Bueno, yo creo que éste es un tema que indudablemente a la hora de discusión despierta
pasiones, y de hecho las posiciones que han primado son justamente las que de alguna manera
establecen una defensa de esos valores a ultranza. Por un lado, el derecho a nacer del ser
concebido y por otro lado el derecho de la mujer a practicarse el aborto porque en definitiva se
entiende que es parte de su cuerpo. De hecho esta última posición que refiero es la que está
planteada en el proyecto de ley que tiene media sanción y que ha impulsado el Frente Amplio.”
Cuesta un poco seguir el razonamiento del Diputado. Si el concebido tiene derecho a nacer,
¿cómo se admite que es parte del cuerpo de la madre? O inversamente, si “se entiende” esto
último ¿de qué derecho a nacer se está hablando? ¿Quién es el titular de ese derecho? ¿Una parte
del cuerpo de la madre? ¿No son las personas las que son titulares de derechos, o también lo son
sus órganos, miembros, etc.?
Estas palabras del Diputado son un ejemplo de la imposibilidad de conciliar lo inconciliable y la
inutilidad de buscar “términos medios” entre una afirmación y su negación.
O el ser humano ya concebido tiene derecho a la vida, y entonces, no solamente no se puede
violar ese derecho, sino que se reconoce que no es parte del cuerpo de la madre, o es parte del
cuerpo de la madre, y entonces toda conversación sobre derechos distintos de los de la madre
misma está fuera de lugar.
Al reconocer, por lo menos en una parte de su pensamiento, que el no nacido es parte del cuerpo
de la madre, el Diputado no está teniendo “término medio” alguno, sino que está optando por la
postura abortista.
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Número 74 — Noviembre 2012
Y tampoco se logra el “término medio” por el hecho de que a la vez “reconozca” que el no
nacido tiene derecho a la vida, optando así, a la vez, por la postura pro-vida. En todo caso, eso no
es un término medio, sino la afirmación simultánea y contradictoria de ambos “extremos”.
En la práctica, el proyecto del Diputado no apunta a ningún “término medio”, por la sencilla
razón de que se termina autorizando el homicidio del no nacido. El hecho de que haya
consejerías o no es totalmente accidental al respecto. Una prueba más de que una contradicción
no puede ser realmente pensada ni sostenida, y de que en la práctica se ha de optar por un
“extremo” o el otro.
Los dichos del Diputado son un argumento más para mostrar que no existe ni puede existir el
“conflicto de derechos”. Los “dos derechos” que se quiere contraponer aquí pertenecen a dos
mundos distintos: uno en el que el fruto de la concepción es un ser humano, y por tanto, sujeto de
derechos, y otro en el que no lo es, sino que es parte del cuerpo de la madre, y por tanto, no tiene
derecho alguno.
El supuesto “conflicto”, por tanto, sólo puede plantearse sobre la base de una contradicción,
como es afirmar al mismo tiempo que el fruto de la concepción es un ser humano con derecho a
la vida, y es parte del cuerpo de la madre sin derecho alguno distinto de los de la madre misma.
El Diputado trata de descalificar a los que llama “extremistas” y “apasionados”, pero resulta que
se trata simplemente de aquellos que se resisten a sostener contradicciones como la que el
Diputado nos propone.
Agreguemos además que, fuera de las consejerías, que además son de dudosa aplicación práctica
y resistidas por los legisladores del Frente Amplio que proponen la legalización del aborto, el
proyecto del Diputado Posada es como un calco del proyecto anterior, e incluso lo agrava en
algunos puntos, relacionados con la objeción de conciencia, donde por ejemplo se vuelve a
instalar el plazo de nada más que 30 días a partir de la promulgación de la ley para que el médico
pueda afirmar que tiene objeción de conciencia, siendo así que para anular la objeción de
conciencia no se pone requisito alguno.
Fe y Razón
Salmo 79
de El Libro del Pueblo de Dios, la Biblia
Del maestro de coro. Según la melodía de “Los lirios”. Testimonio. De Asaf. Salmo.
Escucha, Pastor de Israel,
Tú que guías a José como a un rebaño;
Tú que tienes el trono sobre los querubines,
resplandece entre Efraím, Benjamín y Manasés;
reafirma tu poder y ven a salvarnos.
¡Restáuranos, Dios de los ejércitos,
que brille tu rostro y seremos salvados!
Señor, Dios de los ejércitos,
¿hasta cuándo durará tu enojo,
a pesar de las súplicas de tu pueblo?
Les diste de comer un pan de lágrimas,
les hiciste beber lágrimas a raudales;
nos entregaste a las disputas de nuestros vecinos,
y nuestros enemigos se burlan de nosotros.
¡Restáuranos, Señor de los ejércitos,
que brille tu rostro y seremos salvados!
Tú sacaste de Egipto una vid,
expulsaste a los paganos y la plantaste;
le preparaste el terreno,
echó raíces y llenó toda la región.
Las montañas se cubrieron con su sombra,
y los cedros más altos con sus ramas;
extendió sus sarmientos hasta el mar
y sus retoños hasta el Río.
¿Por qué has derribado sus cercos
para que puedan saquearla todos los que pasan?
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Los jabalíes del bosque la devastan
y se la comen los animales del campo.
Vuélvete, Dios de los ejércitos,
observa desde el cielo y mira:
ven a visitar tu vid,
la cepa que plantó tu mano,
el retoño que Tú hiciste vigoroso.
¡Que perezcan ante el furor de tu mirada
los que le prendieron fuego y la talaron!
Que tu mano sostenga al que está a tu derecha,
al hombre que Tú fortaleciste,
y nunca nos apartaremos de Ti:
devuélvenos la vida e invocaremos tu Nombre.
¡Restáuranos, Señor, Dios de los ejércitos,
que brille tu rostro y seremos salvados!
Fuente: El Libro del Pueblo de Dios, traducción argentina de la Biblia.
Fe y Razón
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Fe y Razón
OMNE VERUM, A QUOCUMQUE DICATUR, A SPIRITU SANCTO EST
Revista virtual gratuita de teología
Publicada por el Centro Cultural Católico Fe y Razón
Desde Montevideo, Uruguay, al servicio de la evangelización de la cultura
Hoy se hace necesario rehabilitar la auténtica apologética que hacían los Padres de la Iglesia
como explicación de la fe. La apologética no tiene por qué ser negativa o meramente defensiva
per se. Implica, más bien, la capacidad de decir lo que está en nuestras mentes y corazones de
forma clara y convincente, como dice San Pablo “haciendo la verdad en la caridad” (Ef 4,15).
Los discípulos y misioneros de Cristo de hoy necesitan, más que nunca, una apologética
renovada para que todos puedan tener vida en Él. (Documento de Aparecida, n. 229).
CONTACTO: [email protected]
Fundadores de la Revista
Ing. Daniel Iglesias, Lic. Néstor Martínez, Diác. Jorge Novoa.
Equipo de Dirección
Ing. Daniel Iglesias, Lic. Néstor Martínez, Ec. Rafael Menéndez.
Colaboradores
Mons. Dr. Miguel Antonio Barriola, R.P. Horacio Bojorge, Mons. Dr. Antonio Bonzani, Pbro.
Eliomar Carrara, Dr. Eduardo Casanova, Carlos Caso-Rosendi, Ing. Agr. Álvaro Fernández,
Mons. Dr. Jaime Fuentes, Dr. Pedro Gaudiano, Diác. Jorge Novoa, Dr. Gustavo Ordoqui
Castilla, Pbro. Miguel Pastorino, Santiago Raffo, Juan Carlos Riojas Álvarez, Dra. Dolores
Torrado.
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