Download PDF Número 69
Document related concepts
Transcript
Fe y Razón OMNE VERUM A QUOCUMQUE DICATUR A SPIRITU SANCTO EST Número 69 - Junio de 2012 EDITORIAL 1 Salvemos a los dos por el Equipo de Dirección CENTRO CULTURAL 3 Publicación del libro ¡Atrévanse a pensar por el Concilio Vaticano II MAGISTERIO 6 La vida económico-social por el Concilio Vaticano II ESPIRITUALIDAD 14 El gobierno pastoral al servicio de la verdad divina por el R. P. José María Iraburu TEOLOGÍA 29 Estoy en la Iglesia Cardenal Jean Daniélou APOLOGÉTICA 43 Nueva datación del Nuevo Testamento. II por el Ing. Daniel Iglesias Grèzes FAMILIA Y VIDA 48 No hay término medio entre el derecho a la vida del no nacido y su negación por el Lic. Néstor Martínez Valls ORACIÓN 50 Salmo 79 de El Libro del Pueblo de Dios, la Biblia 1 Número 69 — Junio 2012 Salvemos a los dos por el Equipo de Dirección En las noticias de la casa, el número anterior de Fe y Razón fue el primero que enviamos a través de MailChimp, un potente software para la gestión de emails masivos. Este cambio tecnológico dio resultados muy positivos. Habiendo concluido la parte más difícil de esa transición, ahora podremos dedicarnos a realizar algunas mejoras. Una de ellas se refiere al formato preferido por cada suscriptor para el envío de la revista. En los números 68 y 69 hemos utilizado el formato HTML (la opción recomendada por defecto) para todos los suscriptores. Si desea cambiar ese formato por otro, por favor presione el enlace “Para actualizar sus preferencias de suscripción” al final del email en el que le enviamos la revista. A los suscriptores que deseen seguir recibiendo la revista como archivo HTML adjunto, les rogamos que nos escriban a [email protected] para expresarnos su preferencia. Por otra parte, está teniendo bastante éxito la campaña de nuevas suscripciones a la revista. Les recordamos que la suscripción gratuita requiere sólo dos pasos muy simples: en primer lugarCompletar el formulario , ingresando sólo su email, nombre y apellido y eligiendo el formato preferido, sea HTML, Texto o Móvil. MailChimp enviará automáticamente un mensaje al email indicado, pidiendo la confirmación de la suscripción. En segundo lugar se requiere ingresar a ese email para confirmar la suscripción. En otro orden de cosas, tenemos el agrado de anunciar la publicación del libro Nº 10 de la Colección Fe y Razón: ¡Atrévanse a pensar! Selección de escritos filosóficos, de la Prof. María Cristina Araújo Azarola† (1945-2003). En este número publicamos un comunicado sobre el nuevo libro. Y por último informamos que ha terminado el cursillo sobre Darwinismo, Diseño Inteligente y Fe Cristiana, organizado por el Centro Cultural Católico Fe y Razón. Próximamente publicaremos en línea las presentaciones realizadas en ese cursillo. Fe y Razón Salvemos a los dos: El Centro Cultural Católico Fe y Razón tiene el agrado de invitarlos a la presentación del libro de la Asociación Familia y Vida Salvemos a los dos. A propósito del veto del Dr. Tabaré Vázquez, a realizarse el día 13 de junio del presente año a las 17:30 horas en la Sala Paulina Luisi del Palacio Legislativo. La obra será presentada por el Diputado Dr. Gerardo Amarilla con la presencia del Dr. Alfredo Solari, el Dr. Andrés Lima y el Dr. Pablo Mieres. Expondrán también especialistas en el tema: Dr. Pedro Montano (aspectos jurídicos) y Lic. Alejandra Fernández (aspectos psicológicos). Cerrará el acto el Lic. Néstor Martínez, miembro de la Asociación Familia y Vida. Desde ya agradecemos su presencia. Publicación del libro ¡Atrévanse a pensar! por el Equipo de Dirección El Centro Cultural Católico Fe y Razón se complace en anunciar la publicación del décimo título de su Colección de Libros Fe y Razón y agradece el apoyo de Margarita Araújo de Miller, Horacio Bojorge SJ y Alberto Caturelli para su realización. Se trata de una obra de la Prof. María Cristina Araújo Azarola† (1945-2003): ¡Atrévanse a pensar! Selección de escritos filosóficos. Este libro de 146 páginas contiene un prólogo del Dr. Alberto Caturelli y Sra., catorce capítulos, un epílogo y dos anexos. A continuación reproducimos los títulos de los capítulos: 1. ¿Qué es una clase de filosofía? – 2. Una reflexión sobre el ser y el conocer – 3. Los fundamentos filosóficos del desarrollo de la inteligencia – 4. Los derechos humanos en la formación del educando – 5. Sentido y fundamento de la tolerancia – 6. Breve diálogo sobre el cristiano y la secularización de la ética – 7. Reflexiones sobre una carta del Dr. Eugenio Espejo – 8. Quién es Edith Stein – 9. Logoterapia y educación – 10. La democracia en el pensamiento de Juan Zorrilla de San Martín – 11. Alberto Zum Felde, pensador uruguayo – 12. Alberto Zum Felde y la identidad de la cultura sudamericana – 13. Los caminos de la negación de Dios y América Latina – 14. La filosofía en el proceso de inculturación de la fe en el Uruguay actual. *** El libro puede ser adquirido, usando una tarjeta internacional, en Lulu, el mayor sitio de autopublicación del mundo, en dos modalidades diferentes: 3 Número 69 — Junio 2012 Como libro electrónico (e-book), AQUI. El e-book cuesta US$ 5. Es descargado inmediatamente por el comprador en formato PDF. Como libro impreso, AQUI. El libro impreso cuesta US$ 10 más el costo de envío desde Estados Unidos. Lulu ofrece varios modos de envío, que difieren entre sí por su costo, rapidez y grado de seguridad. Es recomendable utilizar una forma de envío “rastreable” —garantizada por Lulu. Se puede comprar cualquier cantidad de ejemplares. Lulu imprime la cantidad de ejemplares pedida y los envía al comprador. Lulu permite ver la tapa y algunas páginas del libro, sin comprarlo. Toda la Colección Fe y Razón está disponible AQUI *** Texto de la contratapa: En la clase de filosofía se ejercita el derecho a expresar libremente el pensamiento y se aprende en la práctica lo que éste significa: no es decir lo que se nos ocurra movidos por el rencor o el entusiasmo. Es comunicar la verdad encontrada, o la duda, o la ambivalencia de opiniones. Y la ignorancia es un límite al ejercicio de este derecho. La verdad es el motor. La clase de filosofía es uno de los canales por los cuales los alumnos se promueven en el ejercicio de su derecho a ser cultos. También dispone a la ejercitación del derecho humano a pensar sobre sí mismo, para conocerse. La clase de filosofía es el ámbito donde se ejercita el derecho humano a pensar por sí mismo, buscando la verdad. Es evidente que esta concepción de la clase de filosofía se presenta en un contexto de formación de la persona integral, en su doble dimensión: inmanente y trascendente. La trascendencia no es sólo un nivel humano temporal,horizontal, sino también vertical. Somos capaces de dialogar con el Tú Absoluto, realmente existente. *** María Cristina Araújo Azarola† nació en la ciudad de Paysandú, Uruguay, en 1945. Cursó educación primaria y secundaria en su ciudad natal. En 1963 ingresó en la Facultad de Derecho de la Universidad de la República y en el Instituto de Filosofía, Ciencias y Letras. Haciendo una opción radical por la Filosofía, abandonó los estudios de Derecho. Se graduó en Filosofía por el Instituto mencionado y por la Pontificia Universidad Católica de Chile. Fe y Razón En la década del ’80 participó en seminarios de investigación filosófica en San Pablo y Río de Janeiro, Brasil, organizados por la Asociación Interamericana de Filosofía. Su presidente era el Dr. Stanislavs Ladusans SJ. También participó en varios Congresos Nacionales organizados por la Sociedad Católica Argentina de Filosofía y por la Fundación Veritas, en Córdoba, Argentina; en el Simposio Internacional de Filosofía realizado en Villa María, Córdoba, Argentina, 1996; en las IV Jornadas sobre el Descubrimiento y la Evangelización de América en UCA, Buenos Aires, 1990. Asistió al Simposio Homenaje al Dr. Alberto Caturelli, invitada por la Sociedad Internacional Tomás de Aquino de Argentina, Universidad Fasta, Mar del Plata, en 2001. En Uruguay, participó en el 1er Encuentro Nacional de Filosofar Latinoamericano (1989) y en el 2º Congreso Nacional de Educación Católica. Dictó conferencias sobre Eugenio Espejo en la Universidad Católica del Uruguay y sobre la ética fenomenológica de Max Scheler en la Cátedra Alicia Goyena (Montevideo), entre otras. Desde su aparición (1981) hasta 1987, fue secretaria de Redacción y Colaboradora de la Revista Estudios de Ciencias y Letras, órgano del Instituto de Filosofía, Ciencias y Letras. Colaboró en Soleriana, publicación de la Facultad de Teología del Uruguay Monseñor Mariano Soler. Gozando de una beca otorgada por el Intercambio Cultural Alemán-Latinoamericano y dirigida por el Dr. Juan Villegas SJ, investigó sobre José Pedro Varela. Fruto de esta investigación fue la publicación Contexto filosófico y religioso de la propuesta educativa de José Pedro Varela (1989). La Comisión Pro-Canonización de Monseñor Jacinto Vera publicó un estudio de la profesora titulado: Monseñor Jacinto Vera en sus Cartas Pastorales (1995). En su actividad docente enseñó en la Educación Secundaria Oficial, en la Escuela de Servicio Social del Uruguay, en la Escuela de Psicología, en los Departamentos de Historia y de Filosofía del Instituto de Filosofía, Ciencias y Letras. También desempeñó su docencia en el Centro Superior Teológico-Pastoral, desde su creación; en el Departamento de Filosofía del Instituto Teológico del Uruguay Monseñor Mariano Soler, hoy Facultad de Teología del Uruguay; en el Colegio Sagrado Corazón, de la Compañía de Jesús; y en el Colegio Santa Teresa de Jesús. Colaboró también en la Sociedad Uruguaya de Logoterapia. El día 20 de septiembre de 2001, en su domicilio (en Montevideo), fue fundada la Sección Uruguay de la SITA. En ese mismo acto fue elegida como primera Directora de la SITA 5 Número 69 — Junio 2012 Uruguay. En dicha calidad organizó el Simposio Rioplatense de Bioética, que tuvo lugar en Montevideo del 12 al 15 de mayo de 2003. Falleció en la paz del Señor el día 29 de diciembre de 2003. La vida económico-social por el Concilio Vaticano II Algunos aspectos de la vida económica: también en la vida económico-social deben respetarse y promoverse la dignidad de la persona humana, su entera vocación y el bien de toda la sociedad. Porque el hombre es el autor, el centro y el fin de toda la vida económico-social. La economía moderna, como los restantes sectores de la vida social, se caracteriza por una creciente dominación del hombre sobre la naturaleza, por la multiplicación e intensificación de las relaciones sociales y por la interdependencia entre ciudadanos, asociaciones y pueblos, así como también por la cada vez más frecuente intervención del poder público. Por otra parte, el progreso en las técnicas de la producción y en la organización del comercio y de los servicios han convertido a la economía en instrumento capaz de satisfacer mejor las nuevas necesidades acrecentadas de la familia humana. Sin embargo, no faltan motivos de inquietud. Muchos hombres, sobre todo en regiones económicamente desarrolladas, parecen guiarse por la economía, de tal manera que casi toda su vida personal y social está como teñida de cierto espíritu economista tanto en las naciones de economía colectivizada como en las otras. En un momento en que el desarrollo de la vida económica, con tal que se le dirija y ordene de manera racional y humana, podría mitigar las desigualdades sociales, con demasiada frecuencia trae consigo un endurecimiento de ellas y a veces hasta un retroceso en las condiciones de vida de los más débiles y un desprecio de los pobres. Mientras muchedumbres inmensas carecen de lo estrictamente necesario, algunos, aun en los países menos desarrollados, viven en la opulencia y malgastan sin consideración. El lujo pulula junto a la miseria. Y mientras unos pocos disponen de un poder amplísimo de decisión, muchos carecen de toda iniciativa y de toda responsabilidad, viviendo con frecuencia en condiciones de vida y de trabajo indignas de la persona humana. Fe y Razón Tales desequilibrios económicos y sociales se producen tanto entre los sectores de la agricultura, la industria y los servicios, por una parte, como entre las diversas regiones dentro de un mismo país. Cada día se agudiza más la oposición entre las naciones económicamente desarrolladas y las restantes, lo cual puede poner en peligro la misma paz mundial. Los hombres de nuestro tiempo son cada día más sensibles a estas disparidades, porque están plenamente convencidos de que la amplitud de las posibilidades técnicas y económicas que tiene en sus manos el mundo moderno puede y debe corregir este lamentable estado de cosas. Por ello son necesarias muchas reformas en la vida económico-social y un cambio de mentalidad y de costumbres en todos. A este fin, la Iglesia, en el transcurso de los siglos, a la luz del Evangelio, ha concretado los principios de justicia y equidad, exigidos por la recta razón, tanto en orden a la vida individual y social como en orden a la vida internacional, y los ha manifestado especialmente en estos últimos tiempos. El Concilio quiere robustecer estos principios de acuerdo con las circunstancias actuales y dar algunas orientaciones, referentes sobre todo a las exigencias del desarrollo económico. Sección I. El desarrollo económico. Ley fundamental del desarrollo: el servicio del hombre Hoy más que nunca, para hacer frente al aumento de población y responder a las aspiraciones más amplias del género humano, se tiende con razón a un aumento en la producción agrícola e industrial y en la prestación de los servicios. Por ello hay que favorecer el progreso técnico, el espíritu de innovación, el afán por crear y ampliar nuevas empresas, la adaptación de los métodos productivos, el esfuerzo sostenido de cuantos participan en la producción; en una palabra, todo cuanto puede contribuir a dicho progreso. La finalidad fundamental de esta producción no es el mero incremento de los productos, ni el beneficio, ni el poder, sino el servicio del hombre, del hombre integral, teniendo en cuenta sus necesidades materiales y sus exigencias intelectuales, morales, espirituales y religiosas; de todo hombre, decimos, de todo grupo de hombres, sin distinción de raza o continente. De esta forma, la actividad económica debe ejercerse siguiendo sus métodos y leyes propias, dentro del ámbito del orden moral, para que se cumplan así los designios de Dios sobre el hombre. El desarrollo económico, bajo el control humano El desarrollo debe permanecer bajo el control del hombre. No debe quedar en manos de unos pocos o de grupos económicamente poderosos en exceso, ni tampoco en manos de una sola 7 Número 69 — Junio 2012 comunidad política o de ciertas naciones más poderosas. Es preciso, por el contrario, que en todo nivel, el mayor número posible de hombres, y en el plano internacional el conjunto de las naciones, puedan tomar parte activa en la dirección del desarrollo. Asimismo es necesario que las iniciativas espontáneas de los individuos y de sus asociaciones libres colaboren con los esfuerzos de las autoridades públicas y se coordinen con éstos de forma eficaz y coherente. No se puede confiar el desarrollo ni al solo proceso casi mecánico de la acción económica de los individuos ni a la sola decisión de la autoridad pública. Por este motivo hay que calificar de falsas tanto las doctrinas que se oponen a las reformas indispensables en nombre de una falsa libertad como las que sacrifican los derechos fundamentales de la persona y de los grupos en aras de la organización colectiva de la producción. Recuerden, por otra parte, todos los ciudadanos el deber y el derecho que tienen, y que el poder civil ha de reconocer, de contribuir, según sus posibilidades, al progreso de la propia comunidad. En los países menos desarrollados, donde se impone el empleo urgente de todos los recursos, ponen en grave peligro el bien común los que retienen sus riquezas improductivamente o los que –salvado el derecho personal de emigración– privan a su comunidad de los medios materiales y espirituales que ésta necesita. Han de eliminarse las enormes desigualdades económico-sociales Para satisfacer las exigencias de la justicia y de la equidad hay que hacer todos los esfuerzos posibles para que, dentro del respeto a los derechos de las personas y a las características de cada pueblo, desaparezcan lo más rápidamente posible las enormes diferencias económicas que existen hoy, y frecuentemente aumentan, vinculadas a discriminaciones individuales y sociales. De igual manera, en muchas regiones, teniendo en cuanta las peculiares dificultades de la agricultura tanto en la producción como en la venta de sus bienes, hay que ayudar a los labradores para que aumenten su capacidad productiva y comercial, introduzcan los necesarios cambios e innovaciones, consigan una justa ganancia y no queden reducidos, como sucede con frecuencia, a la situación de ciudadanos de inferior categoría. Los propios agricultores, especialmente los jóvenes, aplíquense con afán a perfeccionar su técnica profesional, sin la que no puede darse el desarrollo de la agricultura. La justicia y la equidad exigen también que la movilidad, la cual es necesaria en una economía progresiva, se ordene de manera que se eviten la inseguridad y la estrechez de vida del individuo Fe y Razón y de su familia. Con respecto a los trabajadores que, procedentes de otros países o de otras regiones, cooperan en el crecimiento económico de una nación o de una provincia, se ha de evitar con sumo cuidado toda discriminación en materia de remuneración o de condiciones de trabajo. Además, la sociedad entera, en particular los poderes públicos, deben considerarlos como personas, no simplemente como meros instrumentos de producción; deben ayudarlos para que traigan junto a sí a sus familiares, se procuren un alojamiento decente, y a favorecer su incorporación a la vida social del país o de la región que los acoge. Sin embargo, en cuanto sea posible, deben crearse fuentes de trabajo en las propias regiones. En las economías en período de transición, como sucede en las formas nuevas de la sociedad industrial, en las que, v.gr., se desarrolla la autonomía, en necesario asegurar a cada uno empleo suficiente y adecuado: y al mismo tiempo la posibilidad de una formación técnica y profesional congruente. Débense garantizar la subsistencia y la dignidad humana de los que, sobre todo por razón de enfermedad o de edad, se ven aquejados por graves dificultades. Sección 2. Algunos principios reguladores del conjunto de la vida económico-social. Trabajo, condiciones de trabajo, descanso El trabajo humano que se ejerce en la producción y en el comercio o en los servicios es muy superior a los restantes elementos de la vida económica, pues estos últimos no tienen otro papel que el de instrumentos. Pues el trabajo humano, autónomo o dirigido, procede inmediatamente de la persona, la cual marca con su impronta la materia sobre la que trabaja y la somete a su voluntad. Es para el trabajador y para su familia el medio ordinario de subsistencia; por él el hombre se une a sus hermanos y les hace un servicio, puede practicar la verdadera caridad y cooperar al perfeccionamiento de la creación divina. No sólo esto. Sabemos que, con la oblación de su trabajo a Dios, los hombres se asocian a la propia obra redentora de Jesucristo, quien dio al trabajo una dignidad sobre-eminente laborando con sus propias manos en Nazaret. De aquí se deriva para todo hombre el deber de trabajar fielmente, así como también el derecho al trabajo. Y es deber de la sociedad, por su parte, ayudar, según sus propias circunstancias, a los ciudadanos para que puedan encontrar la oportunidad de un trabajo suficiente. Por último, la remuneración del trabajo debe ser tal que permita al hombre y a su familia una vida digna en el plano material, 9 Número 69 — Junio 2012 social, cultural y espiritual, teniendo presentes el puesto de trabajo y la productividad de cada uno, así como las condiciones de la empresa y el bien común. La actividad económica es de ordinario fruto del trabajo asociado de los hombres; por ello es injusto e inhumano organizarlo y regularlo con daño de algunos trabajadores. Es, sin embargo, demasiado frecuente también hoy día que los trabajadores resulten en cierto sentido esclavos de su propio trabajo. Lo cual de ningún modo está justificado por las llamadas leyes económicas. El conjunto del proceso de la producción debe, pues, ajustarse a las necesidades de la persona y a la manera de vida de cada uno en particular, de su vida familiar, principalmente por lo que toca a las madres de familia, teniendo siempre en cuenta el sexo y la edad. Ofrézcase, además, a los trabajadores la posibilidad de desarrollar sus cualidades y su personalidad en el ámbito mismo del trabajo. Al aplicar, con la debida responsabilidad, a este trabajo su tiempo y sus fuerzas, disfruten todos de un tiempo de reposo y descanso suficiente que les permita cultivar la vida familiar, cultural, social y religiosa. Más aún, tengan la posibilidad de desarrollar libremente las energías y las cualidades que tal vez en su trabajo profesional apenas pueden cultivar. Participación en la empresa y en la organización general de la economía. Conflictos laborales En las empresas económicas son personas las que se asocian, es decir, hombres libres y autónomos, creados a imagen de Dios. Por ello, teniendo en cuanta las funciones de cada uno, propietarios, administradores, técnicos, trabajadores, y quedando a salvo la unidad necesaria en la dirección, se ha de promover la activa participación de todos en la gestión de la empresa, según formas que habrá que determinar con acierto. Con todo, como en muchos casos no es a nivel de empresa, sino en niveles institucionales superiores, donde se toman las decisiones económicas y sociales de las que depende el porvenir de los trabajadores y de sus hijos, deben los trabajadores participar también en semejantes decisiones por sí mismos o por medio de representantes libremente elegidos. Entre los derechos fundamentales de la persona humana debe contarse el derecho de los obreros a fundar libremente asociaciones que representen auténticamente al trabajador y puedan colaborar en la recta ordenación de la vida económica, así como también el derecho de participar libremente en las actividades de las asociaciones sin riesgo de represalias. Por medio de esta ordenada participación, que está unida al progreso en la formación económica y social, crecerá más y más entre todos el sentido de la responsabilidad propia, el cual les llevará a sentirse Fe y Razón colaboradores, según sus medios y aptitudes propias, en la tarea total del desarrollo económico y social y del logro del bien común universal. En caso de conflictos económico-sociales, hay que esforzarse por encontrarles soluciones pacíficas. Aunque se ha de recurrir siempre primero a un sincero diálogo entre las partes, sin embargo, en la situación presente, la huelga puede seguir siendo medio necesario, aunque extremo, para la defensa de los derechos y el logro de las aspiraciones justas de los trabajadores. Búsquense, con todo, cuanto antes, caminos para negociar y para reanudar el diálogo conciliatorio. Los bienes de la tierra están destinados a todos los hombres Dios ha destinado la tierra y cuanto ella contiene para uso de todos los hombres y pueblos. En consecuencia, los bienes creados deben llegar a todos en forma equitativa bajo la égida de la justicia y con la compañía de la caridad. Sean las que sean las formas de la propiedad, adaptadas a las instituciones legítimas de los pueblos según las circunstancias diversas y variables, jamás debe perderse de vista este destino universal de los bienes. Por tanto, el hombre, al usarlos, no debe tener las cosas exteriores que legítimamente posee como exclusivamente suyas, sino también como comunes, en el sentido de que no le aprovechen a él solamente, sino también a los demás. Por lo demás, el derecho a poseer una parte de bienes suficiente para sí mismos y para sus familias es un derecho que a todos corresponde. Es éste el sentir de los Padres y de los doctores de la Iglesia, quienes enseñaron que los hombres están obligados a ayudar a los pobres, y por cierto no sólo con los bienes superfluos. Quien se halla en situación de necesidad extrema tiene derecho a tomar de la riqueza ajena lo necesario para sí. Habiendo como hay tantos oprimidos actualmente por el hambre en el mundo, el sacro Concilio urge a todos, particulares y autoridades, a que, acordándose de aquella frase de los Padres: Alimenta al que muere de hambre, porque, si no lo alimentas, lo matas, según las propias posibilidades, comuniquen y ofrezcan realmente sus bienes, ayudando en primer lugar a los pobres, tanto individuos como pueblos, a que puedan ayudarse y desarrollarse por sí mismos. En sociedades económicamente menos desarrolladas, el destino común de los bienes está a veces en parte logrado por un conjunto de costumbres y tradiciones comunitarias que aseguran a cada miembro los bienes absolutamente necesarios. Sin embargo, elimínese el criterio de considerar como en absoluto inmutables ciertas costumbres si no responden ya a las nuevas exigencias de la 11 Número 69 — Junio 2012 época presente; pero, por otra parte, conviene no atentar imprudentemente contra costumbres honestas que, adaptadas a las circunstancias actuales, pueden resultar muy útiles. De igual manera, en las naciones de economía muy desarrollada, el conjunto de instituciones consagradas a la previsión y a la seguridad social puede contribuir, por su parte, al destino común de los bienes. Es necesario también continuar el desarrollo de los servicios familiares y sociales, principalmente de los que tienen por fin la cultura y la educación. Al organizar todas estas instituciones debe cuidarse de que los ciudadanos no vayan cayendo en una actitud de pasividad con respecto a la sociedad o de irresponsabilidad y egoísmo. Inversiones y política monetaria Las inversiones deben orientarse a asegurar posibilidades de trabajo y beneficios suficientes a la población presente y futura. Los responsables de las inversiones y de la organización de la vida económica, tanto los particulares como los grupos o las autoridades públicas, deben tener muy presentes estos fines y reconocer su grave obligación de vigilar, por una parte, a fin de que se provea de lo necesario para una vida decente tanto a los individuos como a toda la comunidad, y, por otra parte, de prever el futuro y establecer un justo equilibrio entre las necesidades actuales del consumo individual y colectivo y las exigencias de inversión para la generación futura. Ténganse, además, siempre presentes las urgentes necesidades de las naciones o de las regiones menos desarrolladas económicamente. En materia de política monetaria cuídese no dañar al bien de la propia nación o de las ajenas. Tómense precauciones para que los económicamente débiles no queden afectados injustamente por los cambios de valor de la moneda. Acceso a la propiedad y dominio de los bienes. Problema de los latifundios La propiedad, como las demás formas de dominio privado sobre los bienes exteriores, contribuye a la expresión de la persona y le ofrece ocasión de ejercer su función responsable en la sociedad y en la economía. Es por ello muy importante fomentar el acceso de todos, individuos y comunidades, a algún dominio sobre los bienes externos. La propiedad privada o un cierto dominio sobre los bienes externos aseguran a cada cual una zona absolutamente necesaria para la autonomía personal y familiar y deben ser considerados como ampliación de la libertad humana. Por último, al estimular el ejercicio de la tarea y de la responsabilidad, constituyen una de las condiciones de las libertades civiles. Fe y Razón Las formas de este dominio o propiedad son hoy diversas y se diversifican cada día más. Todas ellas, sin embargo, continúan siendo elemento de seguridad no despreciable aun contando con los fondos sociales, derechos y servicios procurados por la sociedad. Esto debe afirmarse no sólo de las propiedades materiales, sino también de los bienes inmateriales, como es la capacidad profesional. El derecho de propiedad privada no es incompatible con las diversas formas de propiedad pública existentes. El paso de bienes a la propiedad pública sólo puede ser hecho por la autoridad competente de acuerdo con las exigencias del bien común y dentro de los límites de este último, supuesta la compensación adecuada. A la autoridad pública toca, además, impedir que se abuse de la propiedad privada en contra del bien común. La misma propiedad privada tiene también, por su misma naturaleza, una índole social, cuyo fundamento reside en el destino común de los bienes. Cuando esta índole social es descuidada, la propiedad muchas veces se convierte en ocasión de ambiciones y graves desórdenes, hasta el punto de que se da pretexto a sus impugnadores para negar el derecho mismo. En muchas regiones económicamente menos desarrolladas existen posesiones rurales extensas y aun extensísimas mediocremente cultivadas o reservadas sin cultivo para especular con ellas, mientras la mayor parte de la población carece de tierras o posee sólo parcelas irrisorias y el desarrollo de la producción agrícola presenta caracteres de urgencia. No raras veces los braceros o los arrendatarios de alguna parte de esas posesiones reciben un salario o beneficio indigno del hombre, carecen de alojamiento decente y son explotados por los intermediarios. Viven en la más total inseguridad y en tal situación de inferioridad personal, que apenas tienen ocasión de actuar libre y responsablemente, de promover su nivel de vida y de participar en la vida social y política. Son, pues, necesarias las reformas que tengan por fin, según los casos, el incremento de las remuneraciones, la mejora de las condiciones laborales, el aumento de la seguridad en el empleo, el estímulo para la iniciativa en el trabajo; más todavía, el reparto de las propiedades insuficientemente cultivadas a favor de quienes sean capaces de hacerlas valer. En este caso deben asegurárseles los elementos y servicios indispensables, en particular los medios de educación y las posibilidades que ofrece una justa ordenación de tipo cooperativo. Siempre que el bien común exija una expropiación, debe valorarse la indemnización según equidad, teniendo en cuanta todo el conjunto de las circunstancias. 13 Número 69 — Junio 2012 La actividad económico-social y el reino de Cristo Los cristianos que toman parte activa en el movimiento económico-social de nuestro tiempo y luchan por la justicia y caridad, convénzanse de que pueden contribuir mucho al bienestar de la humanidad y a la paz del mundo. Individual y colectivamente den ejemplo en este campo. Adquirida la competencia profesional y la experiencia que son absolutamente necesarias, respeten en la acción temporal la justa jerarquía de valores, con fidelidad a Cristo y a su Evangelio, a fin de que toda su vida, así la individual como la social, quede saturada con el espíritu de las bienaventuranzas, y particularmente con el espíritu de la pobreza. Quien con obediencia a Cristo busca ante todo el reino de Dios, encuentra en éste un amor más fuerte y más puro para ayudar a todos sus hermanos y para realizar la obra de la justicia bajo la inspiración de la caridad. Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et Spes sobre la Iglesia en el mundo actual. El gobierno pastoral al servicio de la verdad divina por el R. P. José María Iraburu Los Obispos, y en su medida los presbíteros, han recibido de Cristo autoridad para enseñar, para santificar y para regir pastoralmente la Iglesia (ChD 2; PO 4-6). Y para dar el “testimonio de la verdad”, los tres ministerios apostólicos, no sólo el primero, son necesarios y han de ejercitarse unidos, potenciándose mutuamente. La enseñanza de la verdad y la refutación de los errores no libran completamente de la mentira al pueblo cristiano si, junto con ello, no se ejercita suficientemente el gobierno pastoral, que reprueba a tiempo un libro, retira a un profesor de su cátedra, promueve a un maestro de la verdad católica, frena a una editorial religiosa que difunde errores, clausura un centro que ha perdido irremediablemente la ortodoxia, y apoya valientemente a las personas y las obras que realmente “dan testimonio de la verdad”. Es muy sencillo: la verdad católica –la ortodoxia y la ortopraxis– no puede mantenerse donde la autoridad apostólica pastoral no se ejercita en forma suficiente. Y esta insuficiencia del ejercicio autoritativo del ministerio pastoral puede tener diversas causas, externas e internas. Fe y Razón Causas externas (mundo). Es cierto que quizá nunca como hoy ha sido tan arduo el ejercicio de la autoridad apostólica. Nunca, en efecto, el mundo católico se había visto tan aquejado de las alergias a la ley y a la autoridad que comenzaron a afectar la Cristiandad a partir del “libre examen” de los protestantes, y que se difundieron en todo el Occidente, hasta constituir una forma mentis propia de nuestra época, desde la ilustración y el liberalismo, con sus ilimitados dogmas cívicos de “la libertad de pensamiento” y “la libertad de expresión”. Es cierto, sí, que en un marco mundano como el presente la autoridad pastoral apostólica apenas puede ejercitarse en muchas ocasiones si no es pasando verdaderos martirios. Pero tendrá que pasarlos. Lo exige el bien común del pueblo cristiano. Por otra parte, los Pastores habrán de sufrir de todos modos: tanto si ejercen la autoridad de su ministerio pastoral, pues viene la persecución, como si no la ejercitan, y se impone la rebeldía y la anarquía. Pero mejor es sufrir haciendo el bien que haciendo el mal; mejor es padecer en el cumplimiento de lo debido que en el incumplimiento de la propia misión. “Agrada a Dios que por amor suyo soporte uno las ofensas injustamente inferidas... Que si por haber hecho el bien padecéis y lo lleváis con paciencia, esto es lo grato a Dios. Pues para esto fuiste llamados, ya que también Cristo padeció por vosotros y os dejó ejemplo para que sigáis sus pasos” (1Pe 2,19-21). El Pastor que ejerza hoy la autoridad apostólica, siguiendo el ejemplo de Cristo y de todos los Pastores santos, habrá de sufrir una muy dura persecución no sólo de parte del mundo, sino sobre todo en el mismo interior de la Iglesia. Será perseguido y descalificado por todos los cristianos que desobedecen la ortodoxia y la ortopraxis de la Iglesia, que son muchos, y también por aquellos Pastores que no se atreven a ejercer su autoridad pastoral, sancionando, promoviendo, quitando o poniendo, y que se ven implícitamente denunciados por los Pastores que sí la ejercen. Causas internas (carne). Un Pastor puede frenar el ejercicio de su autoridad pastoral por otras muchas causas internas. Quizá las principales sean: –por temor al sufrimiento, es decir, por miedo al martirio; –por deseos de agradar y de ser estimado; –por una errónea apreciación del mal menor en la Iglesia; –por no fiarse del todo de la doctrina y disciplina católicas; –por no tener una fe segura en el misterio de la autoridad apostólica. Un Obispo, por ejemplo, que, ejercitando su autoridad pastoral, no se atreve a retirar de su Seminario a un brillante profesor de moral que en graves cuestiones lleva años enseñando contra 15 Número 74 — Noviembre 2012 el Magisterio católico, se niega a ser mártir, no da el testimonio de la verdad de modo completo, aun en el supuesto de que en su magisterio episcopal enseñe la verdad moral de la Iglesia y combata los errores contrarios. Teme la reacción de quienes en la diócesis apoyan a ese sacerdote, que quizá sean muchos e influyentes, y teme verse descalificado en las publicaciones progresistas católicas y en los medios mundanos. Pero quizá no obre así por temor o por oportunismo, sino porque cree erróneamente que “por el bien de la Iglesia”, “por guardar en ella la paz y la unidad”, conviene, como mal menor, mantener en el Seminario a ese profesor que enseña a despreciar el Magisterio apostólico o a interpretarlo fraudulentamente. En fin, también puede paralizar su acción autoritativa la debilidad de su fe en la doctrina y disciplina de la Iglesia: “¿y si resulta después que la Iglesia reconoce que lleva razón éste que ahora se le opone?” El apóstol Pablo hubo de tomar a veces decisiones pastorales muy enérgicas, y en ocasiones abiertamente impopulares. Por eso, a la luz del Espíritu Santo, pero también por experiencia propia, decía: “¿Acaso yo ando buscando la aprobación de los hombres o la de Dios? ¿Pensáis que quiero congraciarme con los hombres? Si quisiera quedar bien con los hombres, no sería servidor de Cristo” (Gál 1,10). “Yo de muy buena gana me gastaré y me desgastaré hasta agotarme por vuestro bien, aunque, amándoos con mayor amor, sea menos amado” (2Cor 12,15). Él sabía bien que, en determinadas situaciones –que en un lugar y época pueden ser habituales y generalizadas– no puede ejercitarse el ministerio apostólico sin martirio. O apostolado y martirio, o mundo, carne y, por supuesto, demonio. La crisis de la autoridad Antes he dicho que un Pastor puede frenar el ejercicio de su autoridad pastoral por muy diversas causas, sean éstas internas o externas. La más decisiva, sin duda, es por la falta de una fe firme en el misterio de la autoridad apostólica. Ésta es una causa interna, falta de fe, pero también externa, mentalidad generalizada en la sociedad civil y, en su medida, también en la sociedad eclesial. La doctrina de la Iglesia acerca de la autoridad en general y de la autoridad pastoral, tal como se propone en las encíclicas sacerdotales, en el concilio Vaticano II o en el Catecismo es la que Fe y Razón siempre ha sido enseñada por la Biblia y la Tradición: el poder espiritual de toda autoridad legítima viene de Dios, no de la soberanía del pueblo. La autoridad pastoral procede de Cristo, el Señor, el Buen Pastor, y es recibida por vía sacramental, en el sacramento del Orden. Pero siendo en esta cuestión tan extremadamente diverso el pensamiento del Evangelio y el pensamiento del mundo, solamente “el justo, que vive de la fe” (Hab 2,4; Rm 1,17; Gál 3,11; Heb 10,38), podrá entender y vivir la autoridad según Cristo y los santos pastores, porque sólo la luz de la fe le libra de las tinieblas del pensamiento mundano del siglo. La crisis actual de la autoridad pastoral es ante todo una crisis de fe. Cuántos son hoy los Obispos, párrocos, superiores religiosos, padres de familia, maestros y profesores que, aunque mantengan teóricamente la fe verdadera sobre la autoridad –en el mejor de los casos, la ejercen prácticamente según aquella falsa doctrina igualitaria de la autoridad, que fundamenta las democracias liberales. La democracia en sí es buena; pero la democracia liberal adolece de todos los errores y las perversidades de aquel liberalismo que la Iglesia ha condenado muchas veces. Son por eso incapaces –en conciencia– de tomar decisiones impopulares, pretenden ante todo hacerse con una votación favorable mayoritaria, toleran lo absolutamente intolerable, no combaten a veces herejías, cuando han arraigado en una mayoría, ni impiden eficazmente sacrilegios, y buscan equilibrios centristas entre los mantenedores de la verdad y los seguidores del error –centristas en el mejor de los casos, porque no pocas veces son duramente autoritarios con los hijos de la luz y liberalmente permisivos con los hijos de las tinieblas. Y esta dimisión de la autoridad se produce muchas veces no por temor o por oportunismo, es decir, por rechazo de la Cruz y del martirio, sino, insisto, en conciencia, entendiendo que si ellos frenan las decisiones autoritativas o las eliminan totalmente es por humildad personal, por abnegación y benignidad, y sin buscar otra cosa que “el bien de la Iglesia”, “la paz de la Iglesia”: de otro modo estallarían guerras terribles en la comunidad cristiana, que por encima de todo han de ser evitadas. Hay que guardar la paz. No entienden que con esa actitud su gobierno pastoral se distancia inmensamente del ejemplo y de la enseñanza de Cristo, de Pablo y de toda la tradición de Pastores santos. “Yo he venido a echar fuego en la tierra, ¿y qué he de querer sino que se encienda?... ¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? Os digo que no, sino la división” (Lc 12,49.51). 17 Número 74 — Noviembre 2012 La cosa es clara: sin darse cuenta, esos Pastores pacifistas han asimilado el pensamiento mundano sobre la autoridad. Basta leer la grandes encíclicas de la Iglesia sobre la autoridad (por ejemplo, de León XIII, Diuturnum illud 1881, Immortale Dei 1885, Libertas 1888), y las que impugnaron la devaluación de la autoridad iniciada en la Reforma protestante y consumada en el liberalismo, para advertir que, tanto los errores, como los pésimos efectos en el pueblo, descritos en esos documentos, son justamente los que hoy se han generalizado. Primero se niega la fe en la autoridad, en cuanto dada por nuestro Señor Jesucristo, y enseguida se debilita su ejercicio. Y entonces, “herido el pastor”, o paralizado al menos, “se dispersan las ovejas del rebaño” (Zac 13,7; Mt 26,31). La Viña devastada Sin la parresía necesaria en los Pastores, la Viña del Señor es devastada, son derribadas sus cercas, es saqueada por los viandantes, pisoteada por los jabalíes y arrasada por las alimañas (Sal 79). (…) En el volumen IX del Manual de Historia de la Iglesia dirigido por Hubert Jedin y Konrad Repgen, dedicado al siglo XX, el Padre Joahnnes Bots SJ describe en un capítulo la profunda crisis sufrida después del Concilio Vaticano II por la Iglesia en los Países Bajos. Desaparece prácticamente la confesión individual; en el decenio de 1965-1975 la secularización de sacerdotes fue tres veces superior a la media mundial; en 1960-1976 las ordenaciones disminuyeron un noventa por ciento; en 1961-1976 se perdió una mitad de la asistencia a la misa dominical, pasó del 70 al 34 por ciento... Estos cambios y otros muchos tan extremadamente negativos son dirigidos por intelectuales y teólogos. “A partir de entonces la provincia eclesiástica de Holanda es un ejemplo gráfico de la suerte que espera a una Iglesia cuando sustituye el poder de dirección de los legítimos portadores de los ministerios por el de unas cuantas personalidades que dominan los medios de opinión” (Herder, Barcelona 1984, 826 y 827). En la misma obra el Padre Ludwig Volk SJ describe y analiza la crisis, también grave, sufrida en esos mismos años por la Iglesia en Alemania, y al señalar las causas indica sobre todo el mal uso de la autoridad pastoral. Fe y Razón “El pasivo dejar hacer en unos casos y la resolutiva actuación en otros han forzado la inevitable sospecha de que las decisiones del ministerio pastoral no han sido dictadas en primer término por consideraciones objetivas, sino por la medida de obediencia que podía esperarse de cada uno de los grupos. Ahora bien, si el uso de la autoridad episcopal se guía demasiado por consideraciones pragmáticas, que cederían a la tentación de tratar a los progresistas con talante liberal y a los conservadores, en cambio, de forma autoritaria o –para decirlo con fórmula más punzante– si se pretende salir al encuentro de los unos con el amor sin autoridad de la Iglesia y al de los otros con autoridad sin amor, el resultado final sólo puede ser un creciente distanciamiento” (ib. 810). El pueblo cristiano, cuando en doctrina, disciplina y vida no está suficientemente regido y protegido por sus Pastores sagrados, se parece a la Viña devastada, saqueada por los viandantes y arrasada por las alimañas. El Rebaño de Cristo, que ha sido congregado en la unidad al precio de Su sangre (Jn 11,52), inhibida la autoridad pastoral, la única que puede guardarlo en la unidad, no tiene ya “un solo corazón y un alma sola” (Hch 4,32), no tiene ya “el mismo pensar, la misma caridad, el mismo ánimo, el mismo sentir” (Flp 2,2), sino que, contagiado por los errores de la época, pierde vitalidad, alegría y fecundidad, se divide en grupos contrapuestos, y finalmente se disgrega, es decir, se dispersa, se muere. Un pueblo que aguanta impertérrito la difusión de graves herejías y la multiplicación habitual de ciertos sacrilegios; un pueblo en el que los matrimonios cristianos evitan los hijos habitualmente, por modos gravemente ilícitos, porque le han dicho que pueden emplearlos; un pueblo en el que la inmensa mayoría de los bautizados no va a Misa, porque le han dicho que propiamente no es obligatorio, sino que la asistencia ha de ser voluntaria; un pueblo en el que los fieles hace años que no se confiesan o que sólo reciben alguna vez una absolución colectiva, porque le han dicho... está agonizante. Pobres cristianos: están perdidos por malos pastores, que no han sabido proteger sus ovejas de los lobos, que no han sabido asegurarles los buenos pastos y las aguas puras, que les han entregado a la guía de falsos profetas. Pobres bautizados, que han dejado así “la fuente de aguas vivas, para excavarse cisternas agrietadas, incapaces de contener el agua” (Jer 2,13). El resultado es terrible: oscurecimiento de las mentes, debilitación de las voluntades, desorden de los sentidos, desquiciamiento de la sociedad, de la cultura, de las costumbres, amor conyugal habitualmente profanado, incapacidad para la oración, para la abnegación, para la buena 19 Número 74 — Noviembre 2012 educación de los hijos, falta de alegría por falta de cruz en el seguimiento fiel de Cristo, profundas divisiones dentro de la comunidad cristiana, carencia casi total de vocaciones sacerdotales y religiosas, divorcios, drogas, abortos, apostasías innumerables... Un horror. Pero ¿quién se compadecerá de esta pobre gente? ¿quién le hará pasar de la oscuridad a la luz, de la cizaña al trigo, de la muerte a la vida, de la tristeza a la alegría? “Jesús vio una gran muchedumbre, y se compadeció de ella, pues estaban como ovejas sin pastor” (Mc 6,34). Es cierto que los pecados cometidos sin conocimiento suficiente, con una ignorancia invencible, bajo un engaño no superable, son pecados solamente materiales, no formales. Pero los pecados, aunque sólo sean materiales, producen efectos objetivos terriblemente malos, privan además de muchos bienes y disponen a las personas para los pecados formales, debilitándolas, enfermándolas espiritualmente. ¿Quién desengañará a esos pobres cristianos engañados por las malas doctrinas? ¿Quién les dará “el testimonio de la verdad”, de la verdad que les haga libres, y que les permita crecer y florecer bajo la acción del Espíritu Santo?... El pastor bueno que un día el Buen Pastor les envíe, para que puedan volver al camino del Evangelio, será sin duda un pastor mártir. Consideremos humildemente ante el Señor –que dentro de poco ha de ser finalmente nuestro Juez– si estos diagnósticos son hoy verdaderos y en qué medida nos afectan personalmente, pues todos los cristianos –cada uno en su lugar y ministerio propio: párrocos, padres de familia, profesores, Obispos, teólogos, dirigentes laicos–, todos participamos de la autoridad pastoral del Señor y de los apóstoles. Nadie puede decir como Caín: “¿acaso soy yo el guardián de mi hermano?” (Gén 4,9). (…) San Juan de Ávila Reformados los Pastores, se enmendarán los fieles. Es la idea central de los Tratados de reforma compuestos en la época del concilio de Trento por el santo Maestro Juan de Ávila (1500-1569). Cuando hoy leemos el Memorial Primero al Concilio de Trento (1551), sobre “la reformación del estado eclesiástico”, y sobre “lo que se debe avisar a los Obispos”, y el Memorial Segundo (1561), acerca de las “causas y remedios de las herejías”, tenemos la certeza de que todo lo que allí se dice es la verdad. El Maestro Ávila escribe con su sangre, con una veracidad sangrante, Fe y Razón confesando así su amor a Jesucristo y su dolor por los males de la Iglesia, desgarrada por la herejía y el cisma de la rebelión de Lutero (1517). “Juntóse con la negligencia de los pastores, el engaño de falsos profetas” (Mem. II, 9), pues “así como, por la bondad divinal, nunca en la Iglesia han faltado prelados que, con mérito propio y mucho provecho de las ovejas, hayan ejercitado su oficio, así también, permitiéndolo su justicia por nuestros pecados, ha habido, y en mayor número, pastores negligentes, y hase seguido la perdición de las ovejas” (10). “No nos maravillemos, pues, que tanta gente haya perdido la fe en nuestros tiempos, pues que, faltando diligentes pastores y legítimos ministros de Dios que apacentasen el pueblo con tal doctrina que fuese luz... y fuese mantenimiento de mucha substancia, y le fuese armas para pelear, y en fin, que lo fundase bien en la fe y encendiese con fuego de amor divinal, aun hasta poner la vida por la confesión de la fe y obediencia de la ley de Dios”, han entrado tantos males, y “así muchos se han pasado a los reales del perverso Lutero, haciendo desde allí guerra descubierta al pueblo de Dios para engañarlo acerca de la fe” (17). ¿Cómo pudieron entrar en el pueblo cristiano tantos errores y males sino a causa de los falsos profetas, tolerados por unos pastores negligentes? ¿Cómo no se dio la alarma a su tiempo para prevenir tan grandes pérdidas? “Cosa es de dolor cómo no hubo en la Iglesia atalayas, ahora sesenta o cincuenta años [hacia 1517], que diesen voces y avisasen al pueblo de Dios este terrible castigo... para que se apercibiesen con penitencia y enmienda, y evitasen tan grandísimo mal” (34). En realidad, ya hubo quienes en su momento dieron voces de alarma; pero no fueron escuchados. Y recuerda San Juan de Ávila, por ejemplo, el tratado de Juan Gersón, De signis ruinæ Ecclesiæ, publicado en París en 1521 (Sermo de tribulationibus ex defectuoso ecclesiasticorum regimine adhuc ecclesiæ proventuris et de signis earumdem; “Acerca de las tribulaciones que todavía más han de sobrevenir por las deficiencias del régimen eclesiástico, y acerca de sus signos”). En estos Memoriales de San Juan de Ávila al Concilio, o en otras cartas y conferencias suyas, no hay retórica, no hay ideología: sólo se halla la luminosidad de la Biblia y de la mejor Tradición católica. Estos escritos, tan llenos de luz y de vida, claros, objetivos, directos, prácticos, tan diferentes del “lenguaje eclesiástico” centrista y políticamente correcto, hacen patente que el 21 Número 74 — Noviembre 2012 autor, entre tantos pastores y teólogos solícitos de sus propios intereses, busca sólo “los intereses de Jesucristo” (Flp 2,21), el bien del pueblo cristiano. Se capta en ellos la fuerza divina, sobrehumana, del Espíritu Santo, el único que puede reformar la Iglesia y renovar la faz de la tierra. San Carlos Borromeo Entre aquellos Obispos que sirven martirialmente a la verdad de Cristo con sobrehumana parresía en el ejercicio de su autoridad apostólica es preciso recordar al arzobispo San Carlos Borromeo (1538-1584). A él le encomienda el Señor la dificilísima misión de aplicar la reforma del concilio de Trento en la enorme y maleada diócesis de Milán. Muchas horas pasa San Carlos de rodillas ante el Santísimo Sacramento, es decir, ante Cristo mismo, el Buen Pastor; la devoción eucarística es su devoción predilecta. Muchas son, incontables, sus predicaciones y visitas pastorales, enseñando la verdad y combatiendo el error. Pero también son no pocas las acciones enérgicas de su autoridad pastoral, como podemos comprobar con algunos ejemplos. (…) Cuando San Carlos Borromeo asumió la diócesis de Milán en 1566, “había encontrado muchas cosas y personas en un lamentable estado de abandono e inmoralidad. De los noventa conventos de religiosos existentes en la Diócesis tuvieron que ser suprimidos veinte, y algunos de los que quedaron estuvieron al principio en abierta rebeldía”. San Carlos estimaba que la santidad de la Iglesia no podía permitir ni en el clero ni en los religiosos graves infracciones habituales de leyes fundamentales. Por eso él llamaba con toda caridad y paciencia a la conversión, y cuando ésta no se producía, ejercitaba su autoridad apostólica para sancionar, suspender o suprimir. No dejaba que se pudrieran los males durante decenios o que se extinguieran por sí mismos, por la mera muerte de las personas. Los ejemplos aducidos de la vida de San Carlos se refieren a errores morales, más bien que a desviaciones doctrinales. Pero viene a ser lo mismo: la autoridad pastoral, recibida de Cristo y de los apóstoles, debe ser ejercitada en el pueblo cristiano para combatir juntamente pecados y herejías. Y todos los santos Pastores la han empleado para procurar el bien de su pueblo y guardarlo de malas doctrinas o de malas costumbres. Fe y Razón La autoridad pastoral en la tradición doctrinal y práctica de la Iglesia La autoridad de Dios es la fuerza providencial amorosa e inteligente que todo lo acrecienta con su dirección e impulso. La misma palabra auctoritas deriva de auctor, creador, promotor, y de augere, acrecentar, suscitar un progreso. Dios, evidentemente, es el Autor por excelencia, porque es el creador y dinamizador del universo, y de Él proceden todas las autoridades creadas –padres, maestros, gobernantes civiles o pastores de la Iglesia, y hasta los jefes de manadas en el mundo animal–. La autoridad, pues, en principio, es una fuerza espiritual sana, necesaria, acrecentadora, estimulante, unificadora. La autoridad es, pues, fuente de inmensos bienes, y su inhibición causa enormes males. Según esta disposición de Dios, que afecta tanto al orden de la naturaleza como al de la gracia, si no hay un ejercicio suficiente de la autoridad y una asimilación suficiente de la misma por la obediencia, no puede lograrse ni el bien de las personas, ni el bien de las comunidades (cf. J. Rivera-J. M. Iraburu, Síntesis de Espiritualidad Católica, Fundación Gratis Date, Pamplona 19995, 361-389). Por eso en la Iglesia el ejercicio de la autoridad apostólica de los Pastores sagrados es una mediación de suma importancia en la economía divina de la gracia. Y en cuanto a sus modos de ejercicio, convendrá recordar una vez más que la verdad de la Iglesia es bíblica y tradicional. En efecto, si queremos conocer cómo debe ser el ejercicio de la autoridad pastoral en la Iglesia debemos mirar a Cristo, a Pablo, al Crisóstomo, a Borromeo, a Mogrovejo y a tantos otros pastores santos que Dios nos propone como ejemplos. Sin embargo, envueltos en el presente que nos ciega y encarcela, no podemos a veces ni siquiera imaginar otros modos de ejercicio pastoral que aquellos que hoy son más comunes. Pero la historia, dándonos a conocer el pasado, nos libera del presente y nos abre a un futuro distinto del tiempo actual. El pasado fue diverso del presente, y también el futuro, ciertamente, lo será. (…) Podrán cambiar, y así conviene, los modos de la autoridad apostólica según tiempos y culturas, pero el ejercicio del ministerio pastoral, un ejercicio solícito y abnegado, paciente y eficaz, ha sido tradición unánime de la Iglesia en los santos pastores de todos los tiempos. 23 Número 74 — Noviembre 2012 Mundanización de la autoridad pastoral Ahora bien, esa línea unánime que hemos comprobado en la tradición de la Iglesia puede quebrarse si los Pastores sagrados se consideran más obligados al mundo actual que a la tradición cristiana. Entonces es cuando los modelos bíblicos y tradicionales pierden todo su vigor estimulante. En otro libro he escrito que el catolicismo mundano –liberal, so-cialista, liberacionista, etc.– considera “que la Iglesia tanto más se renueva cuanto más se mundaniza; y tanto más atrayente resulta al mundo, cuanto más se seculariza y más lastre suelta de tradición católica. Sólo un ejemplo. El cristianismo mundanizado estima hoy que los Obispos deben asemejar sus modos de gobierno pastoral lo más posible a los usos democráticos vigentes –en Occidente–. El cristianismo tradicio-nal, por el contrario, estima que los Obispos, en todo, también en los modos de ejercitar su autoridad sagrada, deben imitar fielmente y sin miedo a Jesucristo, el Buen Pastor, a los apóstoles y a los pastores santos, canonizados y puestos para ejemplo perenne. En efecto, los Obispos que, en tiempos de autoritarismo civil, se ase-mejan a los prín-cipes absolutos, se alejan tanto del ideal evangélico como aquellos otros Obispos que, en tiem-pos de demo-cratismo igualitario, se asemejan a los políticos permisivos y oportunistas. Unos y otros Pastores, al mundani-zarse, son escasamente cristianos. Falsifican lamentablemente la originalidad formidable de la auto-ridad pasto-ral entendida al modo evangélico. En un caso y en otro, el principio mundano, configurando una realidad cristiana, la desvirtúa y falsifica” (De Cristo o del mundo, Fundación Gratis Date, Pamplona 1997, 135). La tentación principal de los Pastores sagrados de hoy no es precisamente el autoritarismo excesivo, sino el laisser faire oportunista de los políticos demagógicos de nuestro tiempo, más pendientes de los votos que de la verdad y el bien común. Por eso, cuando hoy vemos en no pocas Iglesias males graves y habituales –herejías y sacrilegios–, que vienen a tolerarse como un mal menor y que se consideran irremediables, no podemos menos de pensar: “efectivamente, son males irremediables, si se da por supuesto que no conviene ejercitar con eficaz vigor sobre ellos la autoridad apostólica”. Los Obispos, párrocos y superiores religiosos que, ante graves abusos doctrinales o disciplinares, desisten de ejercer su autoridad pastoral, suelen declarar: “es inútil, no obedecen”. Y lo mismo dicen los padres que dejan a sus hijos abandonados a sí mismos, renunciando a ejercer sobre Fe y Razón ellos la autoridad familiar que necesitan absolutamente. Pero es éste un círculo vicioso –no mandan porque no obedecen y no obedecen porque no mandan– que solamente puede quebrarse por la predicación de la autoridad, tal como es conocida por la razón y la fe, y por el ejercicio caritativo, y sin duda martirial, de la misma autoridad. Grandes males exigen grandes remedios. Un cáncer no puede ser vencido con tisanas, sino que requiere radiaciones, quimioterapias fuertes o intervenciones quirúrgicas. Pero si no es vencido, irá matando el cuerpo lentamente. El Apóstol anima a su colaborador episcopal: “yo te conjuro en la presencia de Dios y de Cristo Jesús, que va a juzgar a vivos y muertos, por su manifestación y su reino: predica la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, corrige, reprende, exhorta con toda paciencia y doctrina, pues vendrá un tiempo en que no sufrirán la sana doctrina, sino que, deseosos de novedades, se amontonarán maestros conformes a sus pasiones, y apartarán los oídos de la verdad para volverlos a las fábulas. Pero tú mantente vigilante en todo, soporta padecimientos, haz obra de evangelizador, cumple tu ministerio” (2Tim 4,1-5). La gran batalla de los mártires “A través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final” (Vat. II, GS 37). En esa formidable y continua guerra, los hijos de la luz, siguiendo a Cristo, combatimos ante todo dando el testimonio de la verdad. “La armadura de Dios” que revestimos tiene en la verdad su arma principal (cf. Éf 6,13-15) En todas las batallas se ve el hombre en la necesidad de optar por una u otra de las partes en contienda. El Evangelio, los Apóstoles, muy especialmente el Apocalipsis, nos revelan claramente que los cristianos estamos llamados a ser mártires en este mundo, testigos veraces del Testigo veraz, que es Cristo. Y la Revelación nos muestra que nuestra lucha no es simplemente contra la carne y la sangre, sino contra los demonios (Éf 6,12). Por tanto, la lucha en la que los discípulos de Cristo nos vemos gloriosamente empeñados no es una Guerra Floral, en la que podamos combatir a nuestros enemigos arrojándoles versos amables y pétalos de flores: es una guerra sangrienta, a vida o muerte, en la que nosotros y nuestros hermanos nos jugamos la vida eterna. En esa batalla, la que libran los mártires de Cristo, según describe el Apocalipsis, hemos de combatir con todas nuestras fuerzas, arriesgándolo todo y con 25 Número 74 — Noviembre 2012 todas las armas posibles [lícitas, obviamente. Nota de Fe y Razón], hasta la muerte, buscando en la victoria nuestra salvación y la de los demás hombres. A lo largo de estas páginas, que ya se terminan, hemos podido contemplar el martirio continuo de Cristo y de todos sus santos, pues todos han llevado en este mundo y en esta Iglesia una vida martirial. Conviene, pues, que ante Dios reafirmemos nuestra “determinada determinación” de ser mártires con Cristo en este mundo –y en esta Iglesia–. Y al renovar hoy esta determinación no pensemos tanto en posibles persecuciones sangrientas del mundo, sino más bien –pues son mucho más frecuentes– en las persecuciones insidiosas del desprecio y la marginación. Como observa Juan Pablo II, “sabemos que el perseguidor no asume siempre el rostro violento y macabro del opresor, sino que con frecuencia se complace en aislar al justo con el sarcasmo y la ironía” (Aud. gral. 19-II-2003). La urgente renovación de la Iglesia “Los lastimeros males que en nuestros tiempos han venido sobre nuestro pueblo cristiano, es mucha razón que despierten nuestro profundo y peligroso adormecimiento que del servicio de nuestro Señor y del bien general de la Iglesia y de nuestra particular salvación todos o casi todos tenemos, para que con ojos abiertos sepamos considerar la grandeza del mal que nos ha venido y el peligro que nos amenaza, y pongamos remedio, con el favor divinal, en lo que tanto nos cumple” (San Juan de Ávila, II Memorial 1). Es duro decir estas cosas, pero es necesario decirlas y repetirlas, pues están sistemáticamente silenciadas, y mientras no se digan lo bastante no podrán ser remediadas. La inmensa mayoría de los bautizados vive alejada de la Eucaristía y del sacramento de la Penitencia. No uno o dos errores de época, aún no vencidos, sino numerosos errores contra la fe entenebrecen la vida de muchos cristianos, sin que esto produzca especial alarma. De hecho, en filosofía, en exégesis, en temas dogmáticos y morales, en el mismo entendimiento de la historia, falsificada en claves marxistas o liberales, se siguen difundiendo graves errores en no pocos seminarios y facultades, editoriales y librerías católicas. La conciencia moral de muchos, deformada por nuevas morales, ha perdido la rectitud objetiva de la doctrina católica. Son innumerables los matrimonios que, ignorantes o engañados, profanan la castidad conyugal, y que apenas tienen hijos. Es ya notorio que reina entre los cristianos la lujuria y el impudor (1Cor 5,1), y que en todos los estamentos del Cuerpo eclesial abunda también la desobediencia, hasta el punto de que graves rebeldías Fe y Razón habituales a leyes de la Iglesia ya apenas escandalizan, al estar generalizadas. Una gran mayoría de los fieles, una vez confirmados, abandona los sacramentos. Muchas Iglesias no tienen apenas vocaciones sacerdotales y religiosas. No pocas comunidades religiosas viven clara y pacíficamente alejadas de la Regla de vida que han profesado, alegando que “siguen otra línea”... “La misión específica ad gentes parece que se va deteniendo... El número de los que aún no conocen a Cristo ni forman parte de la Iglesia aumenta constantemente; más aún, desde el final del Concilio casi se ha duplicado” (Juan Pablo II, Redemptoris missio 1990, 2-3)... ¿Qué pensarían de esta situación Atanasio, Bernardo, Catalina, Juan de Ávila?... ¿Y qué dirían?... Y sin embargo, lo eclesiásticamente correcto es hoy el optimismo sereno y confiado. Toda otra actitud, se estima, es pesimismo, alarmismo, y en definitiva, falta de esperanza en Dios y en su providencia. “Todo está ciego y sin lumbre” (San Juan de Ávila, II Memorial 43). “Hondas están nuestras llagas, envejecidas y peligrosas, y no se pueden curar con cualesquier remedio” (ib. 41). Y lo más grave es que las campanas de la cristiandad todavía no resuenan tocando a rebato, no llaman urgentemente, como en épocas de más humildad, a conversión, a renovación, a reforma. Falta humildad, fortaleza y esperanza para reconocer los males y para atreverse a averiguar sus causas reales. Falta esperanza, fe en el poder salvador de Cristo, para atreverse a ver esos males y para intentar con buen ánimo su remedio. No falta, no, la esperanza en quienes reconocen los graves males actuales de la Iglesia; falta en quienes no quieren conocerlos y reconocerlos. “Inquiramos qué raíz ha sido ésta de la cual tan pestilenciales frutos han salido, que quien los ha comido ha perdido la fe y puesto en turbación y peligro a la Iglesia católica” (ib. 3). Cuando en un combate desmaya un ejército y comienza a huir, dice el Maestro Ávila, “suelen los señores, y el mismo rey, echar mano a las armas y meterse en el peligro, persuadiendo con palabras y obras a su ejército que cobre esfuerzo y torne a la guerra... En tiempo de tanta flaqueza como ha mostrado el pueblo cristiano, echen mano a las armas sus capitanes, que son los Prelados, y esfuercen al pueblo, y autoricen la palabra y los caminos de Dios, pues por falta de esto ha venido el mal que ha venido... Y de otra manera será lo que ha sido” (ib.43). “Yo os he dado el ejemplo, para que vosotros hagáis también como yo he hecho” Hemos recordado palabras y acciones de una parresía que podríamos decir suicida, en el mejor sentido evangélico que da el Señor a la expresión “entregar”, “perder” la vida, por salvar la vida 27 Número 74 — Noviembre 2012 propia y la de los demás. Es cierto que cambia mucho la significación de las realidades humanas al paso de los siglos, y que palabras o acciones que hace unos siglos pudieron ser expresivas de la caridad pastoral, mudada hoy su significación, resultarían objetivamente imprudentes y escandalosas. (…) No es preciso que discutamos de teología con el talante de San Buenaventura... o de San Pablo (“¡ojalá se castraran del todo los que os perturban!”, Gál 5,12)... Tampoco resulta hoy viable multiplicar las excomuniones, que tantas veces fueron realizadas por los más santos Pastores, siguiendo la norma de Cristo y de los Apóstoles (Mt 18,17; 1Cor 5,11; etc.). La ex-comunión sólo tiene sentido y eficacia donde hay una comunión eclesial fuerte y clara. Pero hoy son frecuentes las situaciones de la Iglesia en donde esa comunión está sumamente difusa, ya que la inmensa mayoría de los bautizados vive habitualmente lejos de la Eucaristía y ha perdido casi totalmente la fe católica. Todo eso se entiende fácilmente Pero lo que está claro es que nosotros estamos llamados a imitar al mártir Jesucristo y a sus santos, mártires todos ellos en el mundo, y no pocas veces en la Iglesia, es decir, en la parte mundana de la Iglesia. El modo en el que demos al mundo nuestro personal “testimonio de la verdad” habrá de ser el que Dios quiera para cada uno de nosotros. Pero de un modo o de otro habremos de prestarlo: “Yo os he dado el ejemplo, para que vosotros hagáis también como yo he hecho” (Jn 13,15). Lo que está claro es que sin espíritu de martirio no puede haber renovación de los cristianos y de la Iglesia. Sólo tomando la Cruz es posible seguir a Cristo resucitado. Lo que está claro es que el Espíritu Santo, con modos nuevos, sin duda, quiere actuar hoy en nosotros con la misma parresía de Cristo, de Esteban, de Pablo,… de todos los santos... ¿Para qué celebramos en el Año Litúrgico los ejemplos de Cristo y de sus santos, si nosotros debemos evitar imitarlos en todas aquellas palabras y acciones en las que ellos “perdían su vida” en este mundo, o la disminuían o la arriesgaban por la causa de Dios y de los hombres? ¿Queremos de verdad “confesar a Cristo” entre los hombres con todas nuestras fuerzas? ¿Pensamos que será eso posible sin sufrir grandes martirios? ¿Esperamos que puedan hoy Fe y Razón renovarse las históricas victorias formidables de la Iglesia sobre el mundo si rehuimos combatirlo, por estimarlo eclesiásticamente incorrecto? “En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: Yo he vencido al mundo” (Jn 16,33). Fuente: Fundación Gratis Date Estoy en la Iglesia por el Cardenal Jean Daniélou Muchos cristianos dan hoy la impresión de que no se sienten a gusto en la Iglesia y que sólo permanecen fieles a Ella con dificultad. Debo decir que mi experiencia es contraria a la suya. La Iglesia nunca me ha defraudado. Más bien soy yo quien se inclinaría a acusarme de no haber aprovechado todos los beneficios que tiene para ofrecerme. Un teólogo escribió cierta vez que podía entender a Simone de Beauvoir dejando la Iglesia que ella conoció. ¡Como si fuera necesario esperar hasta el Vaticano II para encontrar la Iglesia en la cual se puede respirar! El ambiente cristiano en el que yo crecí era el mismo que el de Simone de Beauvoir. Sus maestros fueron Gilson y Maritain, Bernanos y Mauriac, Mounier y Garric. Este ambiente era de una calidad excepcional. Y esto habría bastado para permitirme consagrarme a él. Pero otras personas pueden no haber tenido este privilegio. Pueden haber encontrado entornos cristianos que eran estrechos, mediocres u opresivos. Pueden haberse sentido intimidados en sus legítimas aspiraciones. Es más, pueden haber percibido un desacuerdo entre la fe como es profesada y la manera como es vivida. Pueden haber sentido que la libertad intelectual, la lucha por la justicia, la realización de lo humano, podría encontrarse en alguna otra parte en mayor magnitud. Y es verdad que la Iglesia, en la realidad concreta y sociológica de los entornos que la representan –lo que Péguy llamaba “el mundo cristiano"– puede ser una desilusión. Si las razones para permanecer en la Iglesia o para separarse de Ella eran de este orden, entonces no podían ser muy fuertes. Es por eso que no admito que uno deje la Iglesia por argumentos semejantes, ni tampoco que yo permanezco dentro de la Iglesia debido a los motivos contrarios. Si nosotros quisiéramos encontrar comunidades fraternales, personas generosas, mentes con inventiva, éstas después de todo se pueden encontrar en otra parte. 29 Número 74 — Noviembre 2012 Lo que me atrae a la Iglesia no es la simpatía que yo pueda sentir hacia las personas que la componen, sino lo que se me da a través de estos hombres, no importa quienes sean, esto es, la verdad y la vida de Jesucristo. Yo me uno a la Iglesia porque Ella no puede separarse de Jesucristo, porque Jesucristo libremente se dio a Sí mismo a Ella, porque no puedo encontrar a Jesucristo de una manera auténtica fuera de Ella. Ésa es la respuesta a aquellos que dicen: ¿"Por qué la Iglesia?” Toda búsqueda de Cristo fuera de la Iglesia es una quimera. Es sólo a la Iglesia, quien es su esposa, a la que Cristo dio las riquezas de su gloria para su distribución al mundo. Primero, lo que Cristo dio a la Iglesia es su verdad. Lo que me interesa no son las ideas personales de este o aquel teólogo. Es la verdad de la fe. Ahora, esta verdad no está a merced de una u otra interpretación particular. Cristo no puso su mensaje bajo la arbitrariedad de unas interpretaciones individuales. Él lo confió a la Iglesia que Él fundó. Aseguró su ayuda a la Iglesia para guardarlo intacto, para hacer las riquezas de su doctrina explícitas, para proclamarla a sucesivas generaciones, para rechazar toda alteración. Es esencialmente a sus Apóstoles unidos a Pedro y a los sucesores de los Apóstoles unidos con el sucesor de Pedro a quienes Cristo ha confiado este depósito. En una Iglesia donde desgraciadamente hoy las opiniones más polémicas se expresan, donde no hay ningún artículo del Credo que no se vacíe de sus contenidos por los nuevos sofistas que aspiran a adaptarlos al gusto de los tiempos, como San Pablo había predicho hace siglos, no puedo expresar adecuadamente la gran alegría que sentía leyendo la Profesión de Fe del Papa Pablo VI. Expresa en forma pura, cristalina y sin distorsión lo que yo creo. Es la Iglesia que por su Magisterio preserva, predica y comunica la verdad de Jesucristo. Ella lo ha estado haciendo durante casi dos mil años; ha sido confrontada por todas las corrientes ideológicas. Desde los gnósticos del siglo segundo a los modernistas del vigésimo, estas corrientes han intentado infiltrarla y alterar su fe. Algunos teólogos se han dejado arrastrar por estas corrientes; pero la Iglesia ha conservado siempre la verdad sin deterioro. Cuántas veces le han dicho que uno u otro dogma no era aceptable a los intelectuales de ese tiempo. Pero esos sistemas se han derrumbado y la fe ha permanecido. Tenemos aquí un espectáculo para despertar sobrecogimiento. El hombre no está condenado a la incertidumbre completa, tan contraria a la naturaleza de su intelecto, hecho como está para percibir la realidad; es el deleite del intelecto descansar en la verdad. Y es ésta la alegría que la Iglesia proporciona. Fe y Razón Algunos la acusarán de orgullo, de triunfalismo, incluso de ser posesiva. “Nosotros no poseemos la verdad, nosotros estamos en busca de ella”, dijo un obispo que estaba malamente inspirado aquel día y confundido por imputaciones como ésas. Ciertamente ninguna autoridad intelectual humana tiene el derecho de requerir un asentimiento incondicional de la mente como el que pide la fe. Pero el punto es que la infalibilidad de la Iglesia no depende de una autoridad humana. Es la misma infalibilidad de Dios. “¿Y cómo podemos nosotros no creer en Dios?”, preguntaba Clemente de Alejandría. Esta infalibilidad no es algo que la Iglesia ha soñado. Ella es sólo una humilde mujer. Ella la recibe de su Esposo. Pero es algo real lo que recibe. Y es por ello que puede reconocerlo con humildad, porque sabe que no tuvo ninguna parte haciéndola. Pero Ella no puede abandonarla para favorecer ciertas opiniones, pues al hacerlo estaría traicionando a su Esposo. ¿Quién puede robarme esta alegría? No serán ciertamente esos espíritus tristes que ponen en duda el mismo “sello de fábrica” del intelecto y ponen la certeza bajo sospecha, como un tipo de búsqueda descaminada de confort y consuelo. Y todas sus advertencias psicoanalíticas sobre la necesidad de seguridad nunca me avergonzarán de la serenidad de mi fe. Es su intelecto el que está afligido, con su enfermizo gusto por la desconfianza, que es lo contrario a una crítica saludable y animada. Ya que dentro de los límites de la fe hay un tipo saludable de crítica que es causa importante de progreso. Pero hay una desconfianza enfermiza que paraliza la adhesión a la fe, turba la certeza y torna estéril la contemplación. Con la Iglesia de Jesucristo, con las mujeres comunes, sencillas, de mi pueblo, con el Papa Pablo VI, con Bernanos y Claudel, yo profeso el Credo de las cosas visibles e invisibles, contemplo los inmensos espacios que la Revelación despliega ante los ojos inquisitivos de mi corazón. Contemplo a Cristo que se sienta a la mano derecha del Padre, vertiendo Su Espíritu sobre el género humano. Contemplo a las innumerables personas angélicas, a los santos que miran fijamente la cara de Dios y velan por mí, y entre ellos, a la Virgen María, exaltada en alma y cuerpo a la Gloria. Y yo les permito a estos señores explicarme con toda la solemnidad de su pedantería que la sociología religiosa nos hace ver en esta representación el espejo de una sociedad feudal, con sus jerarquías graduadas, y que nuestra sociedad democrática requiere ver las cosas desde un punto 31 Número 74 — Noviembre 2012 de vista más horizontal. Yo los dejo sospechar que los ángeles son quizás sólo una manera de expresar el hecho de que Dios está manifestándose –y que, en todo caso, el hecho de que Dios se exprese así sería un antropomorfismo unido a una fase pre-crítica y pre-dialéctica de la teología– y que finalmente el mismo sentido de la palabra “Dios” es dependiente de una estructurada investigación que le permitirá ser situado en el sistema a que pertenece. Ellos dan muestras de consternación cuando nosotros les hablamos de la profesión de fe de Pablo VI e intentan explicarnos que nada tienen que ver con una Iglesia así. Pero son ellos quienes siempre estarán detrás de los tiempos, siempre preparándose para embarcarse en el penúltimo bote, pero nunca llegando a tiempo. Apollinaire tenía consigo bastante más que intuición cuando escribió en La Belle Rousse: “Papa Pío X, es usted quien de los hombres es el más moderno”. Pues lo que el Papa dice tiene la juventud y la frescura de la verdad. Y lo que ellos dicen tiene siempre la imagen cansada y anticuada de lo pseudo-actual. Ellos quieren instituir una democracia en la Iglesia en un momento en que Ella está en la aflicción de una crisis de autoridad, y secularismo cuando el mundo está clamando por lo sagrado. Permanecen en la Iglesia a pesar del Papa, mientras hacen lo más que pueden para diluir la autoridad papal. Yo permanezco en la Iglesia debido al Papa y no a pesar del Papa; yo soy católico debido a la infalibilidad y no a pesar de la infalibilidad, pues lo que estoy buscando no es la mejor forma de gobierno –podríamos discutir indefinidamente sobre ese tema– sino la autoridad de Dios más allá de las incertidumbres humanas. Y finalmente es en Pedro y en los sucesores de Pedro que la Iglesia disfruta la presencia de esta autoridad divina que es precisamente lo que yo busco más allá de todas las opiniones humanas. La autoridad, me dirán ellos, es la Palabra de Dios como está contenida en las Escrituras inspiradas. Y esta Palabra de Dios a veces recibe de parte de los exegetas una interpretación en un sentido y a veces en otro. Si uno tuviera que esperarlos parar saber si hay tres personas en Dios, si Cristo es en verdad el Hijo pre-existente de Dios, si realmente fue concebido por el Espíritu Santo, si resucitó de entre los muertos, uno tendría que esperar durante mucho tiempo, pues algunos dicen blanco y otros negro. No es que no hayan prestado ningún servicio. Pero no fue a ellos a quien Cristo confió la interpretación de las Escrituras. Él la confió a Pedro y a sus sucesores. Fe y Razón Yo estoy en la Iglesia porque es solamente la Iglesia la que me da la interpretación divinamente autorizada de las Escrituras. Es Ella quien, a lo largo de los siglos, ha explicado con autoridad lo que estaba implícito en las afirmaciones de las Escrituras. Es el Evangelio lo que busco, pero precisamente es sólo en la Iglesia donde encuentro el Evangelio, porque Cristo dio su Evangelio sólo a la Iglesia. Querer ir directamente al Evangelio sin pasar por la Iglesia es sustituir la interpretación autorizada del Evangelio por una interpretación humana del Evangelio. Yo dejo a los muertos que entierren a los muertos. Yo dejo a los necrólogos disecar una escritura muerta. Yo dejo a los excavadores de tumbas descubrir, según dicen ellos, una tibia de Jesucristo, y esto, agregan, no cambiaría nada. Si Cristo no resucitó, es decir si su cuerpo no fue transfigurado por el Espíritu Santo, que es la garantía de que mi propio cuerpo se transfigurará por el Espíritu Santo, entonces mi fe es inútil, como lo ha dicho ya San Pablo. Para mí Jesucristo está vivo y Él está vivo en la Iglesia. Y es a través de la Iglesia viviente que Él está hablando conmigo hoy, “haciéndome entender por el Espíritu Santo todo lo que Él me ha enseñado”. Es a esta palabra viva que mi fe se adhiere. Estoy interesado en lo que los exegetas dicen. Pero creo lo que la Iglesia enseña. Otra razón que me lleva a mantenerme en la Iglesia son los sacramentos. Si permanezco en la Iglesia es porque Ella es un entorno vital. Ella es el paraíso donde las energías del Espíritu Santo están laborando. Éste es el lugar donde los grandes ríos de agua viva me lavan de mis manchas, dónde el árbol de la vida me nutre con su fruta. Tertuliano decía: “Nosotros, pequeños peces, no podemos vivir fuera del agua”. Yo no puedo vivir fuera del entorno de los sacramentos. No hay vida espiritual real sin que se bañe en este entorno vital, pues el amor de Dios se difunde en nuestros corazones por el Espíritu Santo, y es a la Iglesia que el Espíritu Santo fue enviado y es por los sacramentos que es comunicado. Pero ellos han descubierto una nueva religión que es la religión de la “palabra”. Nosotros sabemos muy bien donde se originó esto. Fue en la teología de Karl Barth y en el artículo sobre Logos del diccionario de Kittel. Pero la “palabra” se ha vuelto su especialidad. Ellos empezaron a martillar la “palabra” en mayo del 68. La han usado tanto que ahora tenemos que pedirles que se callen. Tanto que los jóvenes van a Taizé en busca de un silencio que las iglesias son ahora incapaces de ofrecerle. 33 Número 74 — Noviembre 2012 Ellos han mezclado la Palabra de Dios, el kerygma de los Apóstoles, el universo entero de palabras. La radio y televisión les han ofrecido un instrumento maravilloso para sus charlas. Y lo que dicen crea una pantalla de palabras que opaca la huella del misterio. De pronto, los pobres ministros ya no saben qué hacer. Ellos se habían hecho sacerdotes para distribuir los sacramentos. Y tenían razón. Es de hecho por esta razón que nosotros nos hacemos sacerdotes. Y siempre es esto lo que se pide a los sacerdotes. Pero, ahora, les han dicho que es 'la palabra' lo que en verdad importa y que los sacramentos son secundarios. Ellos han sido informados con eruditos aires que el ritual es un vestigio del Antiguo Testamento y del paganismo, humeando de superstición. Y desde entonces intentan volverse tan útiles como pueden practicando su psicoanálisis, construyendo sus bloques de departamentos, enseñando sociología, y, claro, vertiendo palabras incansablemente. ¿Pero cómo es que esto ha de cambiar el mundo? ¿Cómo es que esto ha de cambiar la vida? Jesucristo no vino a hacer discursos. Vino a cambiar la vida. La cambió a través de su Muerte y Resurrección. Él introdujo nuestra carne en la Gloria del Padre. Y así como la carne de Cristo transfigurada por el Espíritu Santo es una con nuestra carne, de la carne de Cristo resucitado la vida del Espíritu está orientada a comunicarse a toda la carne, así como el fuego, que una vez encendido en el arbusto se extiende al bosque entero haciéndolo arder. Bien, es por los sacramentos que esta vida del Espíritu se comunica. Y los sacramentos son celebrados por los sacerdotes. Yo no necesito cualquier maestro. Si Jesús fuera sólo un ejemplo bueno, un modelo que entusiasma, una llamada para la acción, no me interesaría más que otros maestros. El lenguaje cristiano como lenguaje no me interesa. Sólo me interesa por lo que dice a través de sus pobres palabras humanas. Me dice que Dios me amó y envió a su Hijo que es Dios, sabiduría de Dios, poder de Dios, para rescatarme en medio de mi condición perecedera, liberarme del pecado y de la muerte, para hacerme, de hoy en adelante, un ser espiritual, antes de incorporarme, después de mi muerte, en su vida incorruptible. Lo que para mí es importante en los sacramentos es que ellos son los medios por los que la vida se me comunica. Para mí es importante que la efectividad de Dios está trabajando a través de estas señales visibles. Creer en ellos no tiene nada que ver con alguna clase de magia; es el ser de mi fe, cuyo objeto es la presencia de un poder divinizante en la Iglesia. Yo me zambullo en los Fe y Razón sacramentos como en aguas vivientes para renovar mi vida en ellos, como cuando niño fui sumergido en ellos para recibir la vida. Los sacramentos no son en primer lugar las señales exteriores de mi adhesión a la fe. Ellos son principalmente las señales visibles de las acciones de Dios. Pero ellos me dirán: “Usted parece pensar que el bautismo borra el pecado original. Pero debe explicar primero qué es el pecado original”. Si yo tuviera que esperar sus sabias explicaciones para creer, si yo tuviera que poner mi fe entre paréntesis hasta que ellos hayan explicado finalmente todo, ¿adónde me llevaría todo esto? El pecado original, el hecho de que yo llevo la carga de muerte y pecado y que sólo el poder de Dios puede rescatarme de esto, es lo que San Pablo me dice, lo que la Iglesia me enseña, y es lo que yo creo. Y es debido a esto que el bautismo no es, en primer lugar, la señal exterior de mi compromiso en la Iglesia. Antes que todo el resto, es la señal de la acción de Cristo que destruye el pecado original. Y es por eso que se bautizan los niños pequeños, en orden a recibir el don de Dios, a estar vivos. La Eucaristía renueva la vida en mí por la comunión con Cristo Resucitado que está realmente presente bajo las especies de pan y vino. Lo que es importante para mí es esta Presencia Real. Yo sé que solamente la Iglesia lo posee. Sé que esta presencia sólo puede ser real cuando es consecuencia de la acción de los ministros válidamente ordenados. Eso es lo que busco y lo que no encuentro en ninguna otra parte. Yo tengo hambre del Cuerpo de Cristo y no de un símbolo cualquiera: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna” (Jn 6, 54). La certeza de que yo encontraré esta Presencia Real en la Iglesia Católica es lo que me mantiene vinculado a Ella, libremente del interés sugerido por otras consideraciones. En el sacramento de penitencia, la reconciliación del hombre con Dios –aspecto esencial de la acción divina realizada por Jesucristo– es continuada a través del ministerio del sacerdote, pues el poder perdonar los pecados depende exclusivamente de Dios. Cristo posee ese poder por su naturaleza divina y Él lo dio a los Apóstoles, y no a cada cristiano. Los Apóstoles transmitieron ese poder a sus sucesores. Es una acción divina que se realiza a través de sus manos. Restaura la amistad con Dios a aquellos que la han perdido. Regenera la vida de gracia. Intensifica nuevamente las energías de la caridad. Le permite al hombre vivir con la libertad de los hijos de Dios –que no es la falsa libertad de aquellos que desdeñan la ley, sino liberación de la esclavitud 35 Número 74 — Noviembre 2012 del pecado– reconciliando nuevamente al hombre con el Plan de Dios y atrayéndolo a gustar la dulzura de Su Ley. Yo amo la Iglesia porque yo estoy buscando la vida. La meta de la acción divina en Cristo, a través del Espíritu, es hacer que una persona viva en el Espíritu. La meta de la acción divina es abrir el intelecto al misterio de Dios, llevar al hombre a las profundidades más profundas de la realidad, para hacerle comprender que la base del ser es el amor eterno de las personas divinas y la participación del hombre en este amor. La meta de la acción divina es extender la caridad sobrenatural que me mueve a ayudar a mis hermanos los hombres, no sólo en la dimensión humana de su vida terrenal, sino también en la realización de su vocación divina. La meta de la acción divina es beatificar mi corazón en la posesión de los beneficios de Dios, en la vida incorruptible, en la contemplación del rostro de Dios. Ahora esta vida, esta caridad, esta comprensión sólo pueden respirar y desarrollarse en el ambiente dador de vida de los sacramentos. Los sacramentos permanecen estériles si no dan frutos de caridad, y la caridad no puede dar frutos si no es concedida en Cristo por medio de los sacramentos. La caridad es el crecimiento de vida cuyo germen sólo se da por los sacramentos. Sin esta caridad, se puede de hecho encontrar generosidad y dedicación, inteligencia y virtud, felicidad y belleza; la razón de ello es que todo cuanto Dios ha creado es bueno. Pero esto es verdad para todos los hombres, hindúes y musulmanes, deístas y ateos. Todo esto no forma parte del regalo especial de Cristo, y bien puede encontrarse fuera de la Iglesia. Pero ese regalo especial suyo sólo se da por los sacramentos en la Iglesia. La Palabra no tiene ninguna otra meta que darnos a conocer la acción de Dios. Nos da a conocer su acción en Abraham y Moisés. Nos da a conocer su acción en la Encarnación y en la Resurrección. Nos da a conocer su acción en nuestros días por los sacramentos. Pues los sacramentos son la continuación de las maravillas de Dios en el Antiguo y en el Nuevo Testamento: “El que crea y sea bautizado se salvará” (Mc 16, 16). No es la palabra la que constituye la substancia de los sacramentos, es el sacramento que da su substancia a la palabra. El sacramento no es un rito a ser juzgado como ligeramente superfluo, o eventualmente inútil, una supervivencia pagana en un mundo secularizado. Es el instrumento por el que Cristo comunica su vida. Fe y Razón Pero ellos ya no creen en el poder de los sacramentos. Han inventado una teoría de una Cristiandad implícita y anónima según la cual cada hombre es un cristiano por el mismo hecho de pertenecer a la naturaleza humana. La Iglesia entonces, la Iglesia instituida por Jesucristo, se vuelve un lujo para una élite. Esto abre la manera para librar a la Iglesia de los pobres, y cualquier otro que esté por ahí, porque, después de todo, ellos pueden andar bien sin Ella. ¿Pero por qué entonces debo preocuparme sobre la Iglesia, si Ella ya no corresponde a una necesidad vital? ¿Por qué debo buscar atraer a otros a Ella, si pueden estar completamente bien sin Ella? Y en el momento en que Ella se vuelve un lujo, aparece rápidamente como un obstáculo. En el futuro, tendrá que desintegrarse en medio del movimiento de avance de la humanidad. Y éste es exactamente su objetivo. Ellos piensan que son los profetas de una nueva iglesia que es la humanidad en marcha. Y ellos persisten en buscar destruir la Iglesia, la verdadera Iglesia, la que Jesucristo instituyó, esta Iglesia que es la única que dispensa los regalos de gracia. Ellos buscan imponer una cierta mala fe en aquellos que creen en la Iglesia y que buscan que por tanto terminen con sentimientos de culpa por permanecer dentro de Ella. ¿Y cómo me afecta su propuesta? Si yo estoy interesado en la humanidad en marcha, yo puedo escoger para guía cualquiera que yo desee entre Brezhnev o Mao, Nixon o Franco, o cualquier otro que usted guste mencionar. Pero la vida de Dios sólo la puedo recibir por la Iglesia y los sacramentos. Ellos quieren politizar la Iglesia. Su misión sería dirigir a la humanidad en su búsqueda de la justicia y la paz. Pero es allí que el viejo anticlericalismo de mis antepasados bretones se despierta dentro de mí. Mis antepasados habían visto demasiados de esos pastores bretones que querían dirigir a sus parroquianos en la política. Y esto los impulsó contra una iglesia que interfería con lo que no era asunto suyo. A pesar de esto, ellos seguían siendo primordialmente cristianos, e incluso a veces más que sus pastores. Hoy yo siento la misma reacción. Siempre son los mismos pastores que quieren dirigir la política. Sólo que hoy han cambiado sus sentimientos políticos. Lo que nosotros les estamos pidiendo a los sacerdotes es dar el bautismo, la penitencia, la comunión. No les estamos pidiendo consejo político. Y ante todo, no les estamos pidiendo que pongan condiciones políticas para la recepción de los sacramentos. Ellos han hecho más que suficiente en el pasado. Han blandido demasiado a menudo sus amenazas de excomunión. Yo 37 Número 74 — Noviembre 2012 supe de algunos que en tiempo de la ocupación alemana se negaron a dar la absolución a aquellos que eran partidarios de De Gaulle. Ellos están empezando a hacer lo mismo de nuevo. Están haciendo un artículo de fe del socialismo, como cuando lo hicieron con la monarquía. Admiten en sus grupos de Acción Católica no a aquellos que despliegan la túnica blanca del bautismo sino sólo a aquéllos que despliegan la bandera roja de la revolución. ¡Que se preocupen de su propio negocio! Y cuál es su negocio, que es tan grande. Ellos imaginan que el hombre moderno no muestra más interés por Dios y es por eso que intentan reubicarse en la arena política. Una vez más, están un siglo tarde. Pues hoy el mundo está sediento de Dios. Está buscando dónde encontrarlo. Y la misión de la Iglesia, y la misión singular de los sacerdotes, es dar a Dios a este mundo que anhela por Él. Si no fuera sacerdote, yo me haría sacerdote hoy, porque siento la gran necesidad de sacerdotes que tiene el mundo. Si no fuera católico, yo me volvería católico, pues la Iglesia es la depositaria de los regalos divinos que necesita el mundo. Las personas estaban empezando a venir a ellos. Y ellos son los que se están saliendo. Los prejuicios empezaron a caerse. Sus iglesias se estaban llenando, sus escuelas estaban floreciendo, sus monasterios estaban resplandecientes. Y son ellos quienes quieren subastar todo esto como señales de la Iglesia visible que detestan. Están listos para vender las iglesias, cerrar las escuelas, dispersar los monasterios. Es como si tuviesen vergüenza de ser ellos mismos. Quieren esconderse en sus fosas. Parecen ser humillados por el sentimiento bueno que les expresan los oficiales civiles; a esto le llaman constantinismo. Tienen un sabor masoquista por la persecución. Y es verdad que las persecuciones producen virtudes ejemplares. Las democracias son prueba de eso. Pero creando grupos de cristianos especiales, están destruyendo a las poblaciones cristianas. Yo he declarado mis invariables razones para pertenecer a la Iglesia. Ellas implican lo que la Iglesia es en su substancia y el don irreemplazable que Ella trae. Pero la Iglesia es también la Iglesia del hecho histórico, la Iglesia concreta como existe hoy, con su herencia histórica, insertada en la sociedad contemporánea, bajo las formas tomadas por sus instituciones. Frecuentemente es este aspecto de la Iglesia que lleva a algunos a apartarse de Ella. Para citar un ejemplo característico, la encíclica Humanae vitae fue una ocasión para que un cierto número de sacerdotes y creyentes se separaran de la Iglesia. ¿Las posiciones de la Iglesia Fe y Razón con respecto a los grandes problemas de hoy son una razón para atarse más todavía a Ella, o, al contrario, para separarse de Ella? Acabo de decir que no se supone que Ella se meta en la política. Es decir, Ella no debe sostener ni imponer una posición política. Pero esto no significa que Ella debe evitar intervenir en materias políticas, en la medida en que son cosas que en la política pertenecen también a la Ley de Dios. No las juzga, sin embargo, en nombre de un determinado criterio político; lo hace en nombre de la Ley de Dios. Y aquí Ella sí tiene algo que decir, cuando se oprimen las libertades o cuando las libertades son opresivas. Ella no tiene nada que hacer en la elección de asuntos económicos con su equilibrio de ventajas y desventajas, pero debe juzgar el buen o mal uso de esos asuntos. Debe condenar el libre uso del dinero que está envenenando nuestro mundo occidental. Y debe condenar un estado opresivo que viola las legítimas libertades. Nosotros sabemos cuán difíciles son estos temas. A algunos les gustaría relegar la Iglesia a la sacristía y prohibirle hacer cualquier tipo de intervención en los asuntos políticos. Pero la Iglesia no puede aceptar esto, pues el destino del hombre del que Ella es responsable ante Dios, también se cumple a través de las cosas políticas. Ella debe, respecto a otras cosas y por el mismo hecho de su misión profética, denunciar continuamente los abusos del poder político o de las libertades económicas. Y debe, como institución, establecer relaciones con estos poderes y estas libertades. Está claro que, en una circunstancia dada, la posición que Ella toma puede disputarse. Pero lo que es esencial es que Ella se niegue a permitir que algún poder o cualquier libertad se erija como un juez supremo, y que, como corte de último recurso, Ella ejerza el derecho para juzgar a todo otro poder. Es muy importante que la Iglesia no esté bajo la influencia de la política. Es importante que apruebe lo que es legítimo en el orden existente y que condene lo que es inaceptable en el desorden existente. Toda sociedad siempre es una mezcla de bien y mal. Y la Iglesia debe pasar el juicio en esto. Es en esas ocasiones que sus intervenciones son válidas. Ellas pueden chocar con ciertos intereses. Pero esto poco significa. Ella debe condenar lo que es injusto aunque, a veces, pueda tener que sufrir por esto en el orden temporal. Pero las personas la escucharán, si es que está claro que Ella 39 Número 74 — Noviembre 2012 sólo está inspirada por la preocupación de ser fiel a lo que Dios le pide. Porque se espera que Ella constantemente nos recuerde los requisitos de fidelidad a la ley divina. En este sentido, el poderoso esfuerzo de la Iglesia esforzándose contra lo que es contrario a la justicia en nuestro mundo atrae más cerca a Ella. Ella ha hablado. Pero, muy a menudo se ha dado el caso de que los cristianos no la hayan escuchado. Los citatorios dirigidos por el Sínodo a los hombres comunes cristianos, para esforzarse de una manera más activa en hacer que la Ley de Dios reine en el mundo contemporáneo, deben oírse. Esto no tiene nada que ver con la política partidaria. Simplemente es un asunto de obediencia a Dios. La acción profesional, social y política tiene un carácter moral. Y la Iglesia tiene el deber de recordarnos sus requisitos morales. Pero nosotros debemos agregar que esto es verdad en todas las áreas. Actualmente, algunos que reprochan a la Iglesia no estar exigiendo bastante en el nivel social, le reprochan ser demasiado exigente cuando se refiere a los problemas sexuales. Sospechan que ella vive fuera del tiempo de hoy, no tomando en cuenta los progresos en biología o las condiciones demográficas. Le dicen que estos requisitos absurdos que pone harán a muchas personas salir fuera de la Iglesia. En cuanto a mí, las mismas razones que me hacen desear que la Iglesia sea exigente en relación al deber social, me hacen desear también que Ella lo sea en el nivel de la ética sexual. La encíclica Humanae Vitae, por el valor de su posición contra la degradación moderna del amor, es para mí una razón más para amar a la Iglesia. Yo sé de los difíciles problemas encontrados por muchas parejas. Yo sé de los problemas dramáticos levantados por la evolución demográfica. Pero sé también que la forma en que el amor y el matrimonio se viven son esenciales a una civilización. Sé cuánto tocan las zonas más profundas de las personas humanas, y aún más, sé cuánto se deshonraron y degradaron en el mundo moderno. Yo sé que manteniendo sus requisitos la Iglesia está defendiendo los más preciosos valores humanos. Yo me apartaría de Ella si se volviera floja cómplice de un mundo desdeñable. Yo la quiero ver llena de compasión infinita, porque quiero que esté abierta a todos. Pero quiero que no sucumba a compromisos, pues es así como elevará todo cuanto es mejor en el ser humano. Es lo mismo con las responsabilidades del intelecto. Aquí de nuevo, pasa a menudo que aquellos que culpan a la Iglesia de no estar exigiendo bastante en el nivel social, la acusan de ser Fe y Razón intransigente, oscurantista y sectaria en el nivel intelectual. Como si el dominio del intelecto fuera un lugar donde todo ha de ser permitido, como si no tuviera ningún lado serio, como si no comprometiera la responsabilidad. Ahora, el área del intelecto es la más seria de todas, pues, finalmente, son las visiones de la mente las que gobiernan la orientación de las ciudades. Lo que el mundo moderno más requiere no son recursos materiales, sino las normas que permitirían poner esos recursos al servicio del hombre. Y nuestro tiempo, precisamente, es uno en que el intelecto está sufriendo una de sus más graves crisis, en la que es la parte más perturbada del hombre. Aquí también, los requerimientos de la Iglesia son lo que me hacen amarla. En un mundo que opone un sistema arbitrario a otro, donde las mentes sólo ven en el pensamiento la proyección de su subjetividad, donde los requisitos de la acción se han vuelto la única regla, la Iglesia cree que el intelecto humano puede lograr el conocimiento de la realidad y que el acuerdo de éste con la realidad constituye la verdad. Yo amo a la Iglesia que cree que hay verdad y que hay error. Yo amo a la Iglesia que se niega a permitir que las personas consideren las verdades metafísicas como simplemente unas opiniones entre otras. Yo amo a la Iglesia que ve en el rechazo a Dios, en el rechazo a la inmortalidad del hombre y en el rechazo a éticas objetivas las perversiones de la mente. Las posiciones de la Iglesia sobre las preguntas importantes de nuestro tiempo, como son declaradas por sus representantes responsables, no me alejan en lo más mínimo de Ella; al contrario, yo me descubro más firmemente vinculado a Ella. En la actualidad Ella defiende los valores humanos auténticos contra aquellos que los destruyen. Defiende la justicia auténtica, el amor auténtico, la inteligencia auténtica. Y defiende, contra un mundo al que le gustaría quedarse sin Dios, la dimensión religiosa que es constitutiva del hombre y de la sociedad del hombre. Sin la referencia a esta dimensión religiosa, otros valores humanos son incapaces de hallar lo que les sirva de base y los justifique. Y precisamente lo que me hiere es ver a cristianos y sacerdotes que rechazan estos requisitos que son la razón por la que yo amo a la Iglesia. Cuando los veo culpar a la Iglesia de no entender al hombre moderno, yo pienso que Ella lo entiende mucho mejor que ellos. Porque ellos se están haciendo cómplices de lo que es peor en él. Aceptan la rendición de la inteligencia y el rebajar de la moral. La Iglesia, precisamente porque ama lo que está en fermento en el mundo de hoy y en 41 Número 74 — Noviembre 2012 particular en su juventud, no acepta que todo esto deba destruirse y deba pervertirse. Su intransigencia es la expresión de su amor. Yo recuerdo haber oído a un observador comentar durante el Concilio Vaticano II que la gran libertad de palabra de que disfrutaron los obispos venía del hecho de que sabían que sus críticos podrían destruir las paredes exteriores, pero nunca podrían perturbar la Roca. Yo me siento libre en la Iglesia, libre para decir lo que me hiere o lo que me desagrada. Y yo amo esta libertad en otros, pero a condición de que proceda del amor. Pero cuando la crítica es tal que está destruyendo la substancia de las cosas y busca destruir la Roca, entonces yo la detesto y siento cuánto amo a la Iglesia, tanto por todos los regalos divinos que sólo Ella ofrece, como también por esa cierta calidad que Ella confiere a las cosas humanas. Fuente: Multimedios Nueva datación del Nuevo Testamento. II por el Ing. Daniel Iglesias Grèzes Al comienzo del Capítulo IV, Hechos y los Evangelios Sinópticos, Robinson trata brevemente el tema de la autoría del Evangelio de Lucas y los Hechos de los Apóstoles, concluyendo que no ve razones decisivas contra la aceptación de la adscripción tradicional de ambas obras o, mejor dicho, de Lucas-Hechos, una obra conjunta con dos partes, a San Lucas. Enseguida el autor pasa a considerar el problema de la datación de Lucas-Hechos, sosteniendo que los tres principales factores a tener en cuenta son: a) las profecías sobre la caída de Jerusalén en Lucas; b) la dependencia del Evangelio de Lucas con respecto al Evangelio de Marcos, tema que se inscribe dentro del “problema sinóptico”; c) el final de Hechos. Robinson ya ha tratado el factor a), concluyendo que no hay razón suficiente para suponer que esas profecías fueron compuestas después del evento. Dejando para el final del capítulo el análisis del problema sinóptico, el autor pasa a considerar el problema del final de Hechos. Fe y Razón “Las palabras finales de Hechos son: “Pablo permaneció dos años completos en el lugar que había alquilado, y recibía a todos los que acudían a él. Predicaba el Reino de Dios y enseñaba lo referente al Señor Jesucristo con toda libertad y sin ningún estorbo.” (Hechos 28,30-31).1 La pregunta es: ¿por qué la narración termina en este punto? Como dijo Harnack (La fecha de Hechos, 95s): “A lo largo de ocho capítulos enteros San Lucas mantiene a sus lectores intensamente interesados en el progreso del juicio de San Pablo, hasta que, simplemente, al final él los desilusiona completamente –¡ellos no se enteran de nada sobre el resultado final del juicio! Tal procedimiento es escasamente menos indefendible que el de uno que relatara la historia de nuestro Señor y terminara la narración con su entrega a Pilato, porque Jesús había sido traído ahora hasta Jerusalén y había hecho su aparición ante el principal magistrado de la ciudad capital” (pp. 82-83).2 Se han propuesto varias explicaciones de este final, pero ninguna de ellas parece satisfactoria, salvo la más simple (a la que los críticos no han prestado suficiente atención): el relato de Hechos termina en ese punto porque San Lucas escribió Hechos poco después. Es importante notar que Hechos no menciona la persecución de los cristianos por parte del emperador Nerón, ni la muerte en el año 62, a manos del Sanedrín (que aprovechó un interregno, después de la muerte del procurador Festo, para aplicar la pena capital, contra la autoridad de Roma) de Santiago, “el hermano del Señor”, cabeza de la comunidad cristiana de Jerusalén. Además, Hechos tampoco ofrece ningún indicio de la rebelión judía contra los romanos. A partir de la lectura de Hechos, uno no puede sospechar el violento enfrentamiento entre judíos y romanos que ocurrió poco después. Si Hechos fue escrito en la etapa en que termina su narración (es decir, a principios de los años 60), esto implica que el Evangelio de Lucas (obviamente anterior; cf. Lucas 1,1-4; Hechos 1,1-5) fue escrito alrededor de unos 30 años antes que lo que generalmente se supone. Y si además, como la gran mayoría de los expertos del Nuevo Testamento, suponemos la prioridad de Marcos, esto implica que Marcos fue escrito muy tempranamente, quizás alrededor del año 50. Esto conduce al autor a replantear el “problema sinóptico”, es decir el problema de las relaciones, semejanzas y diferencias entre los tres Evangelios sinópticos (Mateo, Marcos y 1 2 Para las citas bíblicas el autor ha utilizado la Biblia de Navarra. Traducción del Autor Redating the New Testament. 43 Número 74 — Noviembre 2012 Lucas). Como es sabido, la solución más comúnmente aceptada de este problema es la hipótesis “de los dos documentos”. Ésta sostiene que Mateo y Lucas dependen de dos documentos anteriores: Marcos y Q, siendo Q una fuente hipotética de dichos de Jesús. Robinson afirma que el consenso en torno a esta solución fundamental “ha comenzado a mostrar signos de resquebrajamiento. Aunque ésta es todavía la hipótesis dominante, encapsulada en los libros de texto, sus conclusiones ya no pueden ser dadas por sentadas entre los “resultados seguros” de la crítica bíblica” (p. 86). El autor defiende la tesis de que las interrelaciones entre los tres Evangelios sinópticos son mucho más complejas que las permitidas por la hipótesis de los dos documentos. Su posición sobre el problema sinóptico está representada por el siguiente esquema provisorio (cf. p. 99): Formación de colecciones de historias y dichos (P, Q, M, L): años 30 y 40+. Formación de “proto-evangelios”: años 40 y 50+. Formación de nuestros evangelios sinópticos: años 50 y 60+. Robinson da mucha importancia a los testimonios de la antigua tradición cristiana sobre la redacción de los Evangelios. En particular él subraya que la Didaché habla en muchas oportunidades del Evangelio (en singular) como si fuera una única obra literaria. También destaca que son muy numerosos (Papías, Ireneo, Clemente de Alejandría, Jerónimo, Prólogo Anti-marcionita) los testimonios antiguos que relacionan el Evangelio de Marcos con la predicación de Pedro, de quien Marcos fue asistente e intérprete. Varios de esos testimonios dicen que Marcos redactó su Evangelio en Roma. El autor concluye: “Por lo tanto, creo que uno debe estar preparado para tomar en serio la tradición de que Marcos, en cuya casa en Jerusalén Pedro buscó refugio antes de su apresurada huida (Hechos 12,12-17) y a quien más tarde en Roma él iba a referirse con afecto como su “hijo” (1 Pedro 5,13), acompañó a Pedro a Roma en 42 como su intérprete y catequista, y después de la partida de Pedro de la capital accedió al reiterado pedido de un registro de la predicación del apóstol, quizás alrededor del 45.” (p. 106). Fe y Razón La Epístola de Santiago Al comienzo del Capítulo V La Epístola de Santiago Robinson afirma lo siguiente: “La epístola de Santiago es uno de esos documentos aparentemente intemporales que podrían ser datados casi en cualquier momento y… en verdad ha sido colocado en prácticamente todos los puntos en la lista de escritos del Nuevo Testamento. Así Zahn y Harnack, escribiendo el mismo año, 1897, la ponen primera y penúltima –¡a un intervalo de casi cien años! No contiene referencias a eventos públicos, movimientos o catástrofes. Las “guerras y peleas” de las que habla son las perennes de la agresividad personal (4,1s), no las datables guerras y rumores de guerra entre naciones o grupos. Su calendario está determinado por el ciclo natural de la agricultura del tiempo de paz (5,7) y el círculo social de la sociedad pequeño-burguesa (4,115,6). No hay nombres de lugares, ni indicaciones de destino o de despacho, ya sea en forma de título o de saludos. De hecho no hay nombres propios de ningún tipo excepto el del propio Santiago en el versículo inicial y los de personajes comunes del Antiguo Testamento como Abraham e Isaac, Rahab, Job y Elías. También como forma de literatura se encuentra en esa tradición casi infechable de sabiduría práctica judeo-cristiana que incluye Proverbios, Eclesiástico, la Sabiduría de Salomón, los Testamentos de los Doce Patriarcas, el Manual de Disciplina de Qumran, la Epístola de Bernabé, el Pastor de Hermas y la Didaché. Sin embargo aunque las relaciones, hacia atrás y hacia adelante, son evidentes, no hay evidencia decisiva de una dependencia literaria en cualquiera de ambas direcciones que pudiera fijar la epístola de Santiago en el tiempo o el espacio. La única frontera clara que cruza esta corriente de la tradición es la que existe entre el judaísmo y el cristianismo –e incluso esta frontera es menos marcada aquí que en cualquier otro género de literatura.” (pp. 109-110). El autor subraya que la falta de polémica contra el judaísmo es un indicio importante de una redacción temprana. Los pecados que Santiago señala son los mismos de los que Jesús y los profetas acusaron a sus compatriotas. La oposición que enfrentan los cristianos no es una persecución sistemática y continua desde el gobierno sino más bien la opresión y el desprecio de los ricos. No hay nada en Santiago que vaya más allá de lo que está descrito en la primera mitad de los Hechos de los Apóstoles. La carta de Santiago tampoco contiene signos de grandes desarrollos doctrinales, litúrgicos o jerárquicos. La doctrina de Santiago sobre la justificación por la fe y las obras no parece ser una 45 Número 74 — Noviembre 2012 polémica contra la doctrina de Pablo sobre la justificación por la fe. Más bien parece que Pablo hubiera profundizado la reflexión planteada por Santiago, sin rechazarla. Acerca de la autoría de la carta, Robinson piensa que la gran simplicidad con que se presenta el autor (1,1: “Santiago, siervo de Dios y del Señor Jesucristo”) es un fuerte argumento contra la pseudonimia. En la hipótesis de la pseudonimia, difícilmente se habría dejado de aludir a Santiago como “hermano del Señor”; y si además la redacción de la carta hubiera sido tardía, muy probablemente se habría añadido una referencia a Santiago como “obispo de Jerusalén”. Robinson refuta los principales argumentos contra la autenticidad de la epístola de Santiago. 1) La doctrina de esta epístola sobre la Ley no concuerda con la de los judaizantes partidarios de Santiago y adversarios de Pablo; pero, según Hechos, Santiago mismo no era un judaizante, y en el Concilio de Jerusalén su posición se pudo armonizar bastante fácilmente con la de Pablo. 2) La escasa evidencia externa de la aceptación de la epístola en la Iglesia primitiva no es muy significativa, ya que las citas y los testimonios escritos (y su conservación) son fenómenos bastante fortuitos. 3) El hecho de que la lengua de la epístola sea un griego elegante no prueba que Santiago no pudo ser el autor. Las investigaciones recientes demuestran que el conocimiento de la lengua griega entre los judíos de Palestina del siglo I era muy generalizado. A continuación Robinson señala varios notables paralelos entre la Epístola de Santiago y el discurso de Santiago y la carta apostólica de Hechos 15. Al final del capítulo el autor vuelve sobre la cuestión de la datación de la carta. Santiago fue muerto en el año 62, por lo que esa fecha señala un límite superior. Se debe notar que Santiago no alude en ningún momento a la misión entre los gentiles, lo cual no implica que ésta no existiera, pero sugiere fuertemente que aún no se había convertido en causa de conflicto entre los cristianos. Este factor apunta claramente a una redacción temprana. Robinson se inclina por la hipótesis de una redacción algo anterior al Concilio de Jerusalén (hacia 47-48). Esta datación temprana ha tenido el apoyo, sorprendentemente persistente, de muchos expertos. Santiago sería así el primer documento terminado y sobreviviente de la Iglesia. Continuará. Comentario de: John A. T. Robinson, Redating the New Testament, 1976. Fe y Razón No hay término medio entre el derecho a la vida del no nacido y su negación por el Lic. Néstor Martínez Valls En reciente entrevista periodística el Diputado Iván Posada expresó lo que sigue a propósito de su proyecto de legalización del aborto: “Bueno, yo creo que éste es un tema que indudablemente a la hora de discusión despierta pasiones, y de hecho las posiciones que han primado son justamente las que de alguna manera establecen una defensa de esos valores a ultranza. Por un lado, el derecho a nacer del ser concebido y por otro lado el derecho de la mujer a practicarse el aborto porque en definitiva se entiende que es parte de su cuerpo. De hecho esta última posición que refiero es la que está planteada en el proyecto de ley que tiene media sanción y que ha impulsado el Frente Amplio.” Cuesta un poco seguir el razonamiento del Diputado. Si el concebido tiene derecho a nacer, ¿cómo se admite que es parte del cuerpo de la madre? O inversamente, si “se entiende” esto último ¿de qué derecho a nacer se está hablando? ¿Quién es el titular de ese derecho? ¿Una parte del cuerpo de la madre? ¿No son las personas las que son titulares de derechos, o también lo son sus órganos, miembros, etc.? Estas palabras del Diputado son un ejemplo de la imposibilidad de conciliar lo inconciliable y la inutilidad de buscar “términos medios” entre una afirmación y su negación. O el ser humano ya concebido tiene derecho a la vida, y entonces, no solamente no se puede violar ese derecho, sino que se reconoce que no es parte del cuerpo de la madre, o es parte del cuerpo de la madre, y entonces toda conversación sobre derechos distintos de los de la madre misma está fuera de lugar. Al reconocer, por lo menos en una parte de su pensamiento, que el no nacido es parte del cuerpo de la madre, el Diputado no está teniendo “término medio” alguno, sino que está optando por la postura abortista. 47 Número 74 — Noviembre 2012 Y tampoco se logra el “término medio” por el hecho de que a la vez “reconozca” que el no nacido tiene derecho a la vida, optando así, a la vez, por la postura pro-vida. En todo caso, eso no es un término medio, sino la afirmación simultánea y contradictoria de ambos “extremos”. En la práctica, el proyecto del Diputado no apunta a ningún “término medio”, por la sencilla razón de que se termina autorizando el homicidio del no nacido. El hecho de que haya consejerías o no es totalmente accidental al respecto. Una prueba más de que una contradicción no puede ser realmente pensada ni sostenida, y de que en la práctica se ha de optar por un “extremo” o el otro. Los dichos del Diputado son un argumento más para mostrar que no existe ni puede existir el “conflicto de derechos”. Los “dos derechos” que se quiere contraponer aquí pertenecen a dos mundos distintos: uno en el que el fruto de la concepción es un ser humano, y por tanto, sujeto de derechos, y otro en el que no lo es, sino que es parte del cuerpo de la madre, y por tanto, no tiene derecho alguno. El supuesto “conflicto”, por tanto, sólo puede plantearse sobre la base de una contradicción, como es afirmar al mismo tiempo que el fruto de la concepción es un ser humano con derecho a la vida, y es parte del cuerpo de la madre sin derecho alguno distinto de los de la madre misma. El Diputado trata de descalificar a los que llama “extremistas” y “apasionados”, pero resulta que se trata simplemente de aquellos que se resisten a sostener contradicciones como la que el Diputado nos propone. Agreguemos además que, fuera de las consejerías, que además son de dudosa aplicación práctica y resistidas por los legisladores del Frente Amplio que proponen la legalización del aborto, el proyecto del Diputado Posada es como un calco del proyecto anterior, e incluso lo agrava en algunos puntos, relacionados con la objeción de conciencia, donde por ejemplo se vuelve a instalar el plazo de nada más que 30 días a partir de la promulgación de la ley para que el médico pueda afirmar que tiene objeción de conciencia, siendo así que para anular la objeción de conciencia no se pone requisito alguno. Fe y Razón Salmo 79 de El Libro del Pueblo de Dios, la Biblia Del maestro de coro. Según la melodía de “Los lirios”. Testimonio. De Asaf. Salmo. Escucha, Pastor de Israel, Tú que guías a José como a un rebaño; Tú que tienes el trono sobre los querubines, resplandece entre Efraím, Benjamín y Manasés; reafirma tu poder y ven a salvarnos. ¡Restáuranos, Dios de los ejércitos, que brille tu rostro y seremos salvados! Señor, Dios de los ejércitos, ¿hasta cuándo durará tu enojo, a pesar de las súplicas de tu pueblo? Les diste de comer un pan de lágrimas, les hiciste beber lágrimas a raudales; nos entregaste a las disputas de nuestros vecinos, y nuestros enemigos se burlan de nosotros. ¡Restáuranos, Señor de los ejércitos, que brille tu rostro y seremos salvados! Tú sacaste de Egipto una vid, expulsaste a los paganos y la plantaste; le preparaste el terreno, echó raíces y llenó toda la región. Las montañas se cubrieron con su sombra, y los cedros más altos con sus ramas; extendió sus sarmientos hasta el mar y sus retoños hasta el Río. ¿Por qué has derribado sus cercos para que puedan saquearla todos los que pasan? 49 Número 74 — Noviembre 2012 Los jabalíes del bosque la devastan y se la comen los animales del campo. Vuélvete, Dios de los ejércitos, observa desde el cielo y mira: ven a visitar tu vid, la cepa que plantó tu mano, el retoño que Tú hiciste vigoroso. ¡Que perezcan ante el furor de tu mirada los que le prendieron fuego y la talaron! Que tu mano sostenga al que está a tu derecha, al hombre que Tú fortaleciste, y nunca nos apartaremos de Ti: devuélvenos la vida e invocaremos tu Nombre. ¡Restáuranos, Señor, Dios de los ejércitos, que brille tu rostro y seremos salvados! Fuente: El Libro del Pueblo de Dios, traducción argentina de la Biblia. Fe y Razón 51 Número 74 — Noviembre 2012 Fe y Razón OMNE VERUM, A QUOCUMQUE DICATUR, A SPIRITU SANCTO EST Revista virtual gratuita de teología Publicada por el Centro Cultural Católico Fe y Razón Desde Montevideo, Uruguay, al servicio de la evangelización de la cultura Hoy se hace necesario rehabilitar la auténtica apologética que hacían los Padres de la Iglesia como explicación de la fe. La apologética no tiene por qué ser negativa o meramente defensiva per se. Implica, más bien, la capacidad de decir lo que está en nuestras mentes y corazones de forma clara y convincente, como dice San Pablo “haciendo la verdad en la caridad” (Ef 4,15). Los discípulos y misioneros de Cristo de hoy necesitan, más que nunca, una apologética renovada para que todos puedan tener vida en Él. (Documento de Aparecida, n. 229). CONTACTO: [email protected] Fundadores de la Revista Ing. Daniel Iglesias, Lic. Néstor Martínez, Diác. Jorge Novoa. Equipo de Dirección Ing. Daniel Iglesias, Lic. Néstor Martínez, Ec. Rafael Menéndez. Colaboradores Mons. Dr. Miguel Antonio Barriola, R.P. Horacio Bojorge, Mons. Dr. Antonio Bonzani, Pbro. Eliomar Carrara, Dr. Eduardo Casanova, Carlos Caso-Rosendi, Ing. Agr. Álvaro Fernández, Mons. Dr. Jaime Fuentes, Dr. Pedro Gaudiano, Diác. Jorge Novoa, Dr. Gustavo Ordoqui Castilla, Pbro. Miguel Pastorino, Santiago Raffo, Juan Carlos Riojas Álvarez, Dra. Dolores Torrado. †