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Apuntes sobre las relaciones entre religión y política en las dictaduras uruguaya y
argentina de la década de 1970
Virginia Dominella
UNS/UNLP/CONICET
[email protected]
El objetivo del presente trabajo1 es plantear, desde una perspectiva comparativa
y a partir del análisis bibliográfico, una serie de reflexiones en torno a las relaciones
entre religión y política en las dictaduras uruguaya (1973-1985) y argentina (1976-1983).
En este sentido, se busca responder a los siguientes interrogantes: ¿cuál fue la actuación
de la Iglesia Católica en los regímenes dictatoriales instalados en Uruguay y Argentina en
los setenta? ¿Cómo se vincularon Iglesia y Fuerzas Armadas? ¿Qué papel jugó la
legitimación religiosa en cada caso y cómo se articuló con las matrices religiosas de las
sociedades uruguaya y argentina? ¿Qué rol tuvieron los grupos, personalidades e
instituciones católicas en los movimientos de denuncia de las violaciones a los derechos
humanos provocadas por el terrorismo de Estado en ambos países? ¿Qué tipo de opciones
político-religiosas fueron posibles en las comunidades católicas de uno y otro país frente
a los gobiernos dictatoriales?
Se parte de la hipótesis de que los vínculos entre la religión, particularmente el
catolicismo, y los gobiernos dictatoriales uruguayo y argentino presentaron diferencias
significativas, a pesar de que ambos regímenes compartían un conjunto de
características comunes. Las formas particulares en que se manifestaron tales cruces en
cada caso se arraigó en culturas políticas y matrices religiosas previas, con lo cual, se
vuelve inevitable un análisis de largo plazo que tenga en cuenta las afinidades y
tensiones entre el catolicismo y la política en Uruguay y Argentina a lo largo del siglo XX.
Marcas comunes de las dictaduras de los setenta en el Cono Sur
¿Qué elementos permitirían asociar las experiencias dictatoriales de Argentina y
Uruguay2 –aunque también de Brasil y Chile- en la década de 1970? El agrupamiento de
1
Se trata de una aproximación inicial al tema, resultado de las lecturas y discusiones planteadas en el
seminario de posgrado “Historia y memoria sobre el pasado reciente en el Cono Sur. El caso uruguayo y sus
implicancias (1973-2009)”, dictado por el Dr. Gerardo Caetano en la UNLP en 2010.
2
Este ejercicio no implica dejar de reconocer las particularidades de cada una y sus diferencias. Entre
éstas, podemos mencionar: los rasgos del golpe de estado (si en Uruguay el golpe fue ejecutado por el
2
estas dictaduras en una familia no obedece solamente a una compartida pertenencia
temporal y espacial, sino a una común intención fundacional o refundacional, que se
expresó en la articulación de proyectos de transformación profunda de las sociedades de
los respectivos países desde fundamentos ideológicos-doctrinarios comunes en la
Doctrina de la Seguridad Nacional3. El punto de partida de estos proyectos de cambio fue
la percepción de crisis de los valores de fundamentación última del sistema de
producción/reproducción social vigente en que se legitimaban los intereses de los grupos
dominantes. Estas dictaduras fueron, entonces, “la ofensiva en defensa de los intereses
nacionales e internacionales articulados sobre la propiedad privada de los medios de
producción” (Acosta, 2004: 219).
En
este
sentido,
estos
regímenes
compartían
un
objetivo
político
contrarrevolucionario. De allí, la implantación de un sistema de dominación excluyente
económicamente, con sistemas fuertemente regresivos en la distribución del ingreso, y
políticamente, a través de la implementación de medidas represivas a gran escala. Estas
características, sumadas a la participación institucional permanente de las Fuerzas
Armadas, orientada a concretar la transformación del sistema político, dan cuenta de la
presencia de un “nuevo autoritarismo” en América Latina (Rico, 2009). En la práctica,
ese carácter conservador y antiobrero llevó a la institucionalización de la coordinación
represiva entre los distintos regímenes dictatoriales y, a partir de fines de 1975, al
surgimiento de la “Operación Cóndor”, un plan secreto que realizó tareas de
inteligencia, persecución y asesinato de disidentes (Markarian, 2009; Rico, 2009;
Ansaldi, 2004).
mismo presidente constitucional y civil, en Argentina se trató de un típico golpe militar que desplazó a la
autoridad civil para usurpar el gobierno); la duración de la dictadura (12 años en el uruguayo y 6 años en el
caso argentino); el ejercicio del terrorismo de Estado (la estrategia represiva central del régimen cívicomilitar uruguayo fue el encierro masivo y prolongado, mientras la de la dictadura argentina fue la
desaparición forzada); la organización del ejercicio del poder político, al margen de que ambas fueron
dictaduras institucionales de las Fuerzas Armadas (en Argentina, se creó una Junta Militar como órgano
supremo del Estado y las Fuerzas Armadas se distribuyeron en partes iguales los espacios de poder y la
administración, con especial preocupación por eludir la personalización del poder; la dictadura uruguaya
resultó ser un poder único compartido entre civiles y militares ejercido por un sistema multidimensional de
poder. En este sentido, las Fuerzas Armadas uruguayas no hicieron uso del poder formal de manera directa
durante los dos primeros tercios de la dictadura hasta que un oficial, Gregorio Álvarez, accedió a la jefatura
del Estado) (Rico, 2009; Ansaldi, 2004).
3
La forma específica que asumió la Doctrina de la Seguridad Nacional en América Latina enfatizaba la
“seguridad interna” frente a la amenaza de “acción indirecta” del comunismo. Según esta lógica, la
bipolaridad del mundo llevaba a la desaparición de las guerras convencionales y a su reemplazo por guerras
ideológicas disputadas dentro de las fronteras nacionales, en todos los frentes en los que actuaba la
subversión: militar, político, económico, cultural, ideológico. Para ello, las Fuerzas Armadas debían
prepararse para un enfrentamiento no convencional (Ansaldi, 2004).
3
Es necesario señalar que estas dictaduras pretendieron ser correctivos de los
“vicios de la democracia”, particularmente los generados por el populismo (Brasil,
Argentina), el reformismo socialista (Chile) y/o la amenaza potencial de la izquierda
revolucionaria (Uruguay, Argentina). Esta pretensión de instauración de una nueva
democracia o de restauración de las democracias conculcadas por las prácticas
demagógicas y degeneradoras de los políticos, tenía su origen en la búsqueda de una
legitimidad de ejercicio que supliera la ilegitimidad de origen4 (Ansaldi, 2004). En este
sentido, sin recursos ideológicos que les permitieran legitimarse de manera autónoma,
las declaraciones, proyectos y maniobras de los militares argentinos y uruguayos en el
poder no se refirieron a ningún otro sistema político ni a ninguna otra legitimidad que la
tradicional del liberalismo (Rouquié, 1981).
Por otra parte, tanto en Uruguay como en Argentina, Brasil y Chile, las dictaduras
se instauraron en países con un desarrollo capitalista medio en proceso de
transformación y el modo de producción capitalista no sólo fue defendido frente a las
alternativas socialistas que portaban las fuerzas instituyentes en los sesenta, sino
también conservado y profundizado por los regímenes dictatoriales a través de distintos
modelos de desarrollo (Rico, 2009).
Iglesia y dictadura
El caso uruguayo
¿Cuál fue la actuación de esta Iglesia, pequeña y con modesto peso social y
político –en comparación con la argentina o chilena-, en la última dictadura civil-militar
uruguaya? ¿Cómo se vinculó con el régimen? ¿En qué medida y de qué formas se involucró
en el problema de los derechos humanos?
Para Klaiber (1997), la Iglesia Católica uruguaya desempeñó un papel moderado y
a veces ambiguo con respecto a la promoción de los derechos humanos entre 1973 y
1985, pero tuvo una participación activa en la gran movilización para volver a la
4
Siguiendo a Rouquié, el problema de la dictadura es inseparable del problema de la legitimidad, desde el
momento en que la dictadura constituye un régimen de excepción instaurado en ruptura con el orden
anterior. No obstante, la cuestión es compleja porque la legitimidad de origen no pasa solamente por los
mecanismos concordantes con la organización legal de la vida política. En virtud de la desarticulación social
y su carácter dependiente, en los estados latinoamericanos hay dos tipos de legitimidad: una legal y
mayoritaria, en conformidad con los preceptos constitucionales, y una oligárquica, cuya fórmula de
justificación es de tipo histórico o de naturaleza tradicional. Se entiende así por qué un gobierno legal
puede ser considerado ilegítimo por la subjetividad social dominante, y una dictadura ilegal adornarse de
legitimidad después de una campaña bien montada por los intereses dominantes. Así, a la legitimidad de
origen del nuevo poder, fundado en las “causas justas” de la ruptura del orden político, se agrega la
legitimidad de ejercicio que puede referirse al restablecimiento del “orden natural” o a la “búsqueda del
bien común” (Rouquié, 1981).
4
democracia y enjuiciar a los culpables del terrorismo de Estado, lo que le valió una
nueva percepción y una mayor respetabilidad social. Así, en estos años pueden
distinguirse diversas etapas y actores católicos.
En cuanto a los obispos, mientras algunos, desde una posición anticomunista,
tuvieron diálogo y cercanía con autoridades de la dictadura, otros mantuvieron una
actitud de distancia, alentaron la defensa de los derechos humanos y abrieron las
parroquias a la participación social cuando el régimen tenía prohibido el derecho de
reunión (Da Costa, 2007). Por otra parte, el cuerpo episcopal pasó de tener una postura
cauta pero de crítica pública frente al régimen civil-militar, entre 1968 a 1974, a un
creciente retraimiento, bajo el peso, por un lado, del control que las fuerzas de
seguridad ejercían sobre ella –traducido en gestos intimidatorios, como la detención de
sacerdotes y religiosas-; y por el otro, de los esfuerzos de los obispos conservadores para
socavar el liderazgo del obispo “progresista” Carlos Parteli. A partir de allí, los obispos
se limitaron a enviar mensajes privados al gobierno. Habría que esperar al plebiscito de
19805 para que el episcopado tomara una postura más enérgica frente al régimen, que se
expresó en la publicación de una declaración cuestionando el proyecto de constitución
presentado por el gobierno, y en la emisión de mensajes destinados a la reflexión y
discusión a nivel parroquial, los cuales jugaron un rol relevante en la generación de
consenso entre los grupos cristianos para votar en contra del proyecto militar (Klaiber,
1997).
Por su parte, un sacerdote jesuita, Luis Pérez Aguirre, y un grupo de militantes
cristianos constituyó en 1981 el Servicio de Paz y Justicia (SERPAJ). Guiado por la
convicción popularizada a partir de la II Conferencia de Obispos Latinoamericanos
reunida en Medellín (1968), de que “no hay paz sin justicia”, asumió un claro
compromiso a favor de los derechos humanos y la democracia, a través de las denuncias
de esas violaciones, el acompañamiento brindado a familiares de los detenidos y
desaparecidos, la participación en 1987 en la campaña para concretar un referéndum
nacional que anulara el perdón concedido por el gobierno6, y la reunión de un equipo
5
La realización del plebiscito tenía como objetivo ratificar la permanencia del régimen dictatorial a través
de una reforma constitucional. Sin embargo, la dictadura fracasó en este intento de consolidación como
poder soberano. A partir de allí, reforzó el carácter militar del régimen y luego, su personalización en la
figura de un oficial superior de las Fuerzas Armadas, Gregorio Álvarez, que asumió como presidente de
facto. De este modo, terminaba el ensayo fundacional y comenzaba la etapa transicional de la dictadura
uruguaya (Rico, 2009).
6
En diciembre de 1986, el parlamento uruguayo aprobó la llamada “Ley de Caducidad de la Pretensión
Punitiva del Estado”, que procuraba impedir el juzgamiento de militares acusados por delitos de lesa
humanidad. La respuesta de las organizaciones de familiares y de los organismos de derechos humanos fue
5
con el fin de producir Uruguay nunca más: Informe sobre la violación a los derechos
humanos (1972-1985), publicado en 1989. De este modo, SERPAJ logró convertir los
derechos humanos en uno de los temas centrales del debate nacional (Klaiber, 1997)7.
Por otro lado, si focalizamos la atención en la memoria que los militares
uruguayos construyeron en relación a su actuación durante la última dictadura y,
específicamente, en el modo en que justificaron las violaciones de los derechos
humanos, se destacan argumentos históricos, legales y morales, en los que están
ausentes elementos religiosos. En la base de ese relato, que es similar, por cierto, al de
la mayoría de las Fuerzas Armadas involucradas en las dictaduras latinoamericanas de los
setenta, se encontraban las metáforas de cuerpo=nación y de guerra=enfermedad,
combinadas para crear una estrategia argumentativa que defendía el desempeño de las
Fuerzas Armadas como “salvadoras” de la nación. La ausencia de toda justificación
religiosa del accionar de los militares uruguayos se mantuvo en el tiempo –en textos que
van desde 1976 hasta el presente- a pesar de la transformación y adaptación de la
narrativa militar en respuesta a las contingencias políticas de diferentes momentos en
los que se ha cuestionado la memoria de la institución (Achugar, 2005).
Ahora bien, el “catolicismo de ultraderecha”, como parte del pensamiento
conservador antiliberal y anti-individualista, fue una de las tradiciones ideológicas en las
que se apoyó la dictadura para diseñar sus apuestas culturales, apuestas que tuvieron un
claro sentido refundacional y buscaron ampliar el apoyo del régimen entre diversos
actores sociales. De este modo, el "catolicismo integrista”8 reapareció como visión
político ideológica, a través de algunos agentes culturales de la dictadura que
comulgaron con el pensamiento conservador tradicional, del cual la dictadura tomó
elementos fundamentalmente en relación al ámbito de la educación. El nuevo proyecto
educativo debía asegurar el desarrollo de las jóvenes generaciones bajo nuevos
coincidente en recurrir la ley aprobada por la vía del referéndum. Luego de un largo y controvertido proceso
de recolección de firmas, que exigía la adhesión de un 25% del total de inscriptos habilitados para votar, la
Corte Electoral terminó habilitando el recurso. Finalmente, el referéndum, realizado el 16 de abril de 1989,
ratificó la vigencia de la ley cuestionada (Caetano, 2008).
7
Años después, algunos referentes de la Iglesia Católica integrarían la Comisión para la Paz: el Arzobispo de
Montevideo, Mons. Nicolás Cotugno, y el Presbítero Luis Pérez Aguirre –en representación de los familiares y
desde su condición de notorio militante por la defensa de los derechos humanos-, subrogado, luego de su
muerte, por el Presbítero Jorge Osorio. La Comisión, cuya conformación había sido dispuesta por el
presidente Batlle en agosto de 2000, debía llevar adelante la indagatoria referida al artículo 4° de la Ley de
Caducidad, teniendo como cometidos recibir, analizar, clasificar y recopilar información sobre las
desapariciones forzadas ocurridas durante el régimen de facto y sobre los menores desaparecidos en iguales
condiciones. Su Informe Final fue entregado en abril de 2003 (Caetano, 2008).
8
A lo largo del texto, Aldo Marchesi utiliza indistintamente las expresiones “hispanismo católico”, “discurso
integrista católico”, “catolicismo integrista” y “catolicismo de ultraderecha”, pero no ofrece más
precisiones sobre cada una de ellas.
6
referentes asociados con los valores de la educación moral y las prácticas deportivas. En
este sentido, el “discurso integrista católico” convergió con la Doctrina de la Seguridad
Nacional en la inquietud en torno a la necesidad de una nueva moral. Mientras el
primero reintegraba las nociones relativas al orden social como orden natural, la
segunda resignificaba la defensa del orden social en clave nacionalista en el contexto de
la dialéctica amigo-enemigo planteada por la guerra fría (Marchesi, 2009).
En relación con lo anterior, si bien la dictadura uruguaya no se caracterizó por
poseer una concepción doctrinaria demasiado sistematizada, sino más bien pragmática,
en ella coexistieron elementos ideológicos procedentes de diversas corrientes de
pensamiento, entre las que se encontraba el “catolicismo integral”9, junto al
conservadurismo ruralista, la tecnocracia neoliberal y la Doctrina de Seguridad Nacional
(Rico, 2009: 229).
El caso argentino
A nivel general, es posible afirmar que frente a una empresa militar que se
proponía refundar un orden cívico-militar-religioso, hubo circuitos católicos que
colaboraron activamente con el aval y la ingeniería del terrorismo de estado, mientras
otras redes del catolicismo fueron sensibles a la represión militar, engrosando la lista de
los perseguidos, encarcelados, asesinados y desaparecidos. Asimismo, muchos de los
militantes que habían participado de estos espacios incorporados al catálogo de la
“subversión”, desde el exilio o en el país, pasaron a integrar los organismos de derechos
humanos, reconvirtiendo sus consignas contestatarias en un “grito por la dignidad
humana”. Entre ellos se encontraban, por mencionar sólo las figuras públicas: Adolfo
Pérez Esquivel, fundador del Servicio de Paz y Justicia; al sacerdote Federico Richards,
reconocido por el papel que cumplió su periódico bilingüe The Southern Cross como
espacio de denuncias; la Casa Nazareth y la Parroquia Santa Cruz, sitios fundacionales de
la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, en 1975, y de las Madres de Plaza
de Mayo, en 1977; los obispos Jaime De Nevares y Miguel Hesayne, impulsores e
integrantes de la APDH; el obispo Jorge Novak, co-presidente del Movimiento Ecuménico
por los Derechos Humanos, organismo que, al igual que la APDH, reunió a católicos
afines al “tercermundismo”; Patrick Rice y Fátima Cabrera, ligados a “Cristianos por la
Liberación”, impulsores desde el exilio de la Federación Latinoamericana de
9
Al igual que en el caso anterior, Álvaro Rico utiliza este término sin definirlo. Sin embargo, el modo en que
lo emplea lo hace equivalente a las expresiones utilizadas por Marchesi.
7
Asociaciones de Familiares Detenidos Desaparecidos; y Emilio Mignone, integrante de la
APDH, primero, y fundador del Centro de Estudios Legales y Sociales, en 1979 (Catoggio
y Mallimaci, 2008).
En relación a la colaboración eclesiástica con el régimen militar, una
característica que la dictadura argentina compartió con las dictaduras institucionales de
las Fuerzas Armadas implantadas en Chile y Brasil en los años 1960 y 1970 fue que, dada
la ausencia de legitimidad de origen y la urgencia de construir una legitimidad de
ejercicio, encontraron en la legitimación religiosa una solución por su capacidad de
interpelar a todo el cuerpo social. En sociedades de mayoría católica, como la argentina,
la chilena y la brasileña, la interpelación a las autoridades episcopales se convierte en
una instancia de legitimación insoslayable. En virtud de esa matriz católica
predominante, los elencos militares buscaron dar un cariz mesiánico a sus propósitos
refundacionales, trascendentalizar sus fines, reapropiándose de la Doctrina de la
Seguridad Nacional y redefiniéndola en términos teológico-políticos. Este ejercicio de
trascendentalización supuso tanto recursos típicos de los discursos religiosos como la
vinculación con actores y grupos religiosos portadores de los discursos legitimadores,
provocando cruces a la vez que conflictos con las autoridades religiosas, que en
ocasiones se sentían amenazadas en su propio campo10. Así, los gobiernos militares
argentino, brasileño y chileno de esos años fueron apoyados, legitimados y/u obtuvieron
el reconocimiento de diversos grupos religiosos, aunque no siempre representativos de la
religión mayoritaria de sus sociedades (Catoggio, 2007).
Asimismo, en el esquema de las Fuerzas Armadas, la Iglesia ocupó un lugar
central por un motivo adicional: la adhesión a la fe católica constituyó un elemento de
cohesión institucional importante para los militares (Obregón, 2005).
En cuanto a la jerarquía eclesial, la mayor parte de la misma apuntaló el nuevo
ciclo militar y brindó un respaldo no menor a la “lucha antisubversiva“11.Pero más allá
10
El problema de la autonomía de la institución eclesial y el de los derechos humanos fueron los dos ámbitos
en los que se plantearon contradicciones entre la Iglesia y la dictadura militar. El primero se vinculaba con
la constante preocupación de la jerarquía por la delimitación de los ámbitos de actuación de la Iglesia y las
Fuerzas Armadas frente al avance de las últimas en terrenos que la institución eclesial consideraba de su
absoluta competencia –represión sobre instituciones educativas católicas, clausura de editoriales católicas,
etc.- y el riesgo de quedar identificada con un régimen al que se acusaba de la violación de los derechos
humanos (Obregón, 2005; Dri, 2011).
11
La actitud de la cúpula eclesiástica argentina y la del nuncio Pío Laghi –que también le abrió un amplio
crédito a las autoridades- condicionó, a su vez, la de la Santa Sede. El Vaticano recibió con optimismo al
nuevo gobierno dictatorial por la fe que le inspiraba el católico Ejército argentino. Fue cuando la represión
se abatió sobre el clero que emergieron las tensiones entre la Santa Sede y el gobierno. Sin embargo, las
autoridades vaticanas, si bien irritadas, no pensaron en una denuncia explícita del régimen por violación de
los derechos humanos porque ello hubiera significado una ruptura con el gobierno, la deslegitimación de los
8
de la adhesión global a los militares que ocuparon el poder en marzo de 1976, existieron
diferentes posicionamientos dentro de la cúpula de la Iglesia. Por un lado, los sectores
más tradicionalistas, especialmente aquellos nucleados en torno del Vicariato Castrense,
manifestaron un apoyo entusiasta y abierto, e incluso una “verdadera identificación”
(Dri, 2011:51) con el “Proceso de Reorganización Nacional”. Por el otro, un pequeño
núcleo de obispos se opuso desde el primer momento al gobierno, a partir del
cuestionamiento a la política económica de Martínez de Hoy y de la defensa de los
derechos humanos. Por último, el sector mayoritario de la jerarquía –que logró
hegemonizar la conducción del cuerpo episcopal- adoptó una actitud de moderado
respaldo al régimen militar (Obregón, 2005).
La adhesión generalizada que el golpe militar consiguió en el complejo mundo
católico se comprende a la luz de las preocupaciones que estaban en el centro de la
agenda eclesiástica, a saber: en primer lugar, las características que tomaba el conflicto
social, que implicaba no sólo el rechazo del orden político y económico sino también de
las pautas sociales y culturales fuertemente arraigadas en la sociedad argentina,
considerada
esencialmente
“católica”;
y
en
segundo
lugar,
la
situación
de
enfrentamiento interno de la Iglesia, marcada por el importante desarrollo de sectores
post-conciliares, vinculados, por otra parte, con la protesta social (Obregón, 2005). Las
Fuerzas Armadas, por su parte, aludían abundantemente al mito de la “nación católica”
para legitimar la “reorganización nacional”, presentándose como sus guardianas.
Resultaba cada vez más claro que la represión aspiraba a cerrar el debate sobre la
necesidad de renovación eclesial, que había abierto una grieta en la “nación católica”,
minando la función tutelar históricamente desempeñada por la Iglesia y el Ejército, y
fomentado las fuerzas que aspiraban a destruir el “ser nacional” (Di Stéfano y Zanatta,
2000). Así, para una parte de la jerarquía, el gobierno dictatorial era bienvenido en
virtud de su presunta defensa de la “civilización occidental y cristiana”, contra el
avance del marxismo y la secularización, y de las posibilidades que brindaba para la
consolidación de los privilegios de la Iglesia en distintos ámbitos de la vida social
(Mignone, 2006; Novaro y Palermo, 2003).
El tema de los derechos humanos dividió a la jerarquía católica, generando
tensiones tanto a su interior como en sus relaciones con el régimen militar. Era
obispos que lo respaldaban, al tiempo que habría tocado los mismos fundamentos ideales de la “nación
católica”. De modo que la Santa Sede prefirió insistir con presiones dosificadas, de carácter reservado, para
que el gobierno hiciera cesar los actos represivos contra integrantes del clero (Zanatta, 2008).
9
imposible que la Iglesia permaneciera al margen de la situación dado el impacto del
diseño de la represión en la sociedad, la presión de algunos sectores católicos sobre el
cuerpo episcopal para que asumiera posiciones más críticas frente al gobierno y la
persecución sufrida por sacerdotes, religiosos y laicos. Pero, al mismo tiempo, una densa
trama de intereses y concepciones acercaban a la Iglesia con su aliado militar. En este
contexto los sectores mayoritarios del episcopado, partidarios de una represión limitada
y encuadrada legalmente, adoptaron una estrategia consistente en presionar al gobierno
militar a partir de canales reservados –como cartas y reuniones privadas- y de algunos
pronunciamientos públicos de tono ambiguo y moderado, privilegiando, de este modo,
tanto el vínculo con las Fuerzas Armadas como la cohesión de la cúpula eclesiástica.
Estas prioridades llevaron también al episcopado a negarse a recibir a los organismos de
derechos humanos y a promover espacios institucionales de asistencia a las víctimas y a
sus familiares (Mignone, 2006; Obregón, 2005).
Más allá de la posición mayoritaria, fueron posibles otras opciones políticoreligiosas entre los obispos argentinos. Si en un extremo los sectores tradicionalistas –
nucleados en torno al Vicariato Castrense- avalaron la “lucha antisubversiva”
legitimándola desde el punto de vista religioso, en el otro, algunos obispos denunciaron,
incluso públicamente las violaciones a los derechos humanos desde los primeros meses
que siguieron al golpe (Obregón, 2005).
Prelados como José Miguel Medina, Victorio Bonamín, Emilio Grasselli y Antonio
Plaza, y miembros del clero castrense hicieron suyo el discurso militar y colaboraron
activamente en la ingeniería del terrorismo de Estado, de diversas maneras: brindando
información a los servicios de inteligencia sobre el accionar de religiosos que se oponían
al gobierno, llevando ficheros con listas de detenidos-desaparecidos, justificando
públicamente la represión y la tortura, participando en operativos represivos, visitando
los centros clandestinos de detención para confortar a los torturadores, incitar a los
detenidos a hablar o confesar a los prisioneros antes de ser asesinados. De este modo,
los capellanes aceptaron la legitimidad de las violaciones a la dignidad humana y
contribuyeron a “adormecer” la conciencia de los represores (Mignone, 2006; Novaro y
Palermo, 2003; Obregón, 2005; Dri, 2011).
Por otro lado, se destacan las iniciativas de Enrique Angelelli (asesinado en
agosto de 1976 a raíz de su prédica), Hesayne, Novak y De Nevares, quienes adoptaron
una posición de denuncia pública y sistemática de la represión ilegal y participaron de
organismos de derechos humanos con gran protagonismo en el movimiento de resistencia
10
a la dictadura. Por último, algunos obispos visitaron a los presos políticos de sus
diócesis, recibieron a familiares de las víctimas e hicieron gestiones reservadas ante las
autoridades, intentando resolver casos puntuales de detenidos-desaparecidos. Todas
estas iniciativas se hicieron en forma personal, sin involucrar a la jerarquía como tal, de
modo que no hubo una acción institucional contra la acción represiva del Estado a pesar
de las crecientes denuncias por violaciones sistemáticas a los derechos humanos
(Mignone, 2006; Novaro y Palermo, 2003; Obregón, 2005).
Después del período ´76-´78, la Iglesia ensayó un paulatino alejamiento con
respecto al régimen militar (Obregón, 2005), aunque insistió en la necesidad de diálogo,
reconciliación, perdón y olvido (Dri, 2011). Hacia 1981 se creó un nuevo consenso
episcopal que ofreció fundamento ideológico a la democracia como régimen político,
dando así un impulso importante a la transición democrática (Catoggio, 2007).
Religión, sociedad y Estado en Uruguay y Argentina del siglo XX
Llegados a este punto del análisis, cabe repasar brevemente los rasgos esenciales
que marcaron la historia del catolicismo en los vecinos países y sus relaciones con el
Estado y la sociedad, de modo de avanzar en la reflexión acerca de las particularidades
que adquirieron los lazos entre lo religioso y lo político en los regímenes dictatoriales de
los setenta.
A pesar de su cercanía geográfica y más allá de sus afinidades culturales, estos
países
han
experimentado
procesos
de
secularización
y
laicidad
totalmente
diferenciados. El vínculo entre Estado, sociedad política y sociedad civil se ha visto
permeado por distintas identidades religiosas. Si en Argentina se vive una “laicidad
católica” o “de cultura católica” ligada a la existencia de un catolicismo integral, en
Uruguay se destaca una laicidad activa, de toma de distancia con lo religioso que limita
la presencia pública de lo católico (Mallimaci, 2007). En otras palabras:
“mientras el integralismo católico –en sus diversas variantes nacionalistas y
liberales- domina el espacio religioso en Argentina desde hace años rechazando el
espacio de lo privado y colonizando otras áreas como la educativa y la militar, el
catolicismo uruguayo aceptó la conciliación con la modernidad liberal,
desarrollando un catolicismo que vive, se manifiesta y reproduce en el espacio de
lo privado con casi nula expresión pública. Estamos en presencia de un
catolicismo institucional y grupal que podemos denominar liberal casi inexistente
en la Argentina” (Mallimaci, 2007: 6-7).
11
Ahora bien, ¿cómo se configuró en Uruguay esta matriz de relación entre religión
y política? El proceso de secularización se concretó históricamente a fines del siglo XIX y
comienzos del XX, en el marco de la primera modernización uruguaya. Se dio entonces el
enfrentamiento entre el naciente Estado, que reclamaba para sí el control de diversos
aspectos de la vida colectiva y se encontraba en manos de unas elites fuertemente
inspiradas en el jacobinismo francés, y la Iglesia Católica12, que administraba diversos
espacios, se ubicaba universal y completamente opuesta a la modernidad, y reaccionaba
frente a la pérdida de influencia social, a la vez que enfrentaba un conflicto interno
entre una tendencia romanizadora y ultramontana, y otra más liberal (Da Costa, 2006;
Guigou, 2006). Se dio así una eclosión anticatólica de la que no sólo participaron el
Estado y las elites, sino también una importante masa inmigrante, que era
profundamente anticlerical como producto más de las experiencias ultramontanas
italianas y españolas traídas a esta parte del mundo, que de la real experiencia de la
convivencia con la Iglesia uruguaya (Guigou, 2006).
Este fenómeno secularizador se caracterizó por dos aspectos centrales, que dan
cuenta del carácter radical del concepto de laicidad impuesto: por un lado, la
marginalización institucional de lo religioso y su radicación estricta en la esfera privada,
en el marco de la construcción del espacio público en una relación directa y casi
monopólica con el Estado; por otro lado, la adopción de posturas oficiales fuertemente
críticas respecto a la religión institucional hegemónica, unida a la transferencia de
sacralidad de lo religioso a lo político, que derivó en la implantación de una religión civil
laicizada. Este modelo secularizador resultaba fuertemente tributario y funcional de una
concepción de ciudadanía hiperintegradora, que procuraba el abandono de las
identidades previas como condición para la integración política y social, a lo que se
sumaba una noción de política como esfera en que las identidades particulares se
sublimaban en un “nosotros” neutralizado y legalizado (Caetano, 2006; Guigou, 2006).
De este modo, dicho proceso no sólo modificó las relaciones entre Iglesia Católica
y Estado –así, la primera dejó de construir su legitimidad desde el Estado para hacerlo
desde la sociedad civil (Da Costa, 2007)-, sino que además se inscribió como perfil
12
Si bien el catolicismo se constituyó en religión de Estado entre 1830 y 1917, la debilidad de la Iglesia en
términos materiales y humanos se tradujo en una falta de capacidad para matrizar la cultura uruguaya por
vía de su catolización y una falta de consistencia del credo católico en su proceso de monopolización del
campo religioso (Guigou, 2006).
12
fundamental de la identidad cultural de los uruguayos13 (Caetano, 2006). La laicidad se
presenta como un valor altamente compartido por el conjunto de la sociedad uruguaya,
y se ha transformado en una suerte de dogma (cuasi religioso) (Da Costa, 2006), o
incluso, en parte constitutiva de la religión civil uruguaya –producida y regulada
principalmente por el Estado-, esto es, en lugar privilegiado de representaciones
emblemáticas y mitos de la nación (Guigou, 2006).
En el caso argentino, ¿cuál es el “sustrato intelectual” –en palabras de Mignoneque influyó en la reacción de gran parte del episcopado frente al gobierno militar de
1976-1983? ¿En qué consistió la historia de vinculación entre Iglesia-Estado e IglesiaFuerzas Armadas que permitiría explicar –al menos en parte- el apoyo, o bien el silencio
y la complicidad de la jerarquía católica frente a los crímenes perpetrados por el
Estado? Un factor a tener en cuenta es la perspectiva “eclesiocéntrica”, esto es, una
óptica de larga data tendiente a privilegiar ante todo los intereses de la institución
eclesiástica, y específicamente, la salvaguarda de su influencia pública y su unidad (Di
Stefano y Zanatta, 2000). Por otra parte, la connivencia de la cúpula eclesiástica con el
gobierno militar debe comprenderse en el marco del vínculo antiguo y orgánico entre
Fuerzas Armadas e Iglesia y su representación recíproca como pilares de la nacionalidad,
que se sustentaba en el mito de la “nación católica”, cristalizado en la década de 1930.
Este nacional catolicismo había legitimado el poder castrense, que asumió entonces la
misión de defender el catolicismo de la nación de sus posibles enemigos, convirtiéndose
en custodio de la ortodoxia católica (Zanatta, 2008). Así, el carácter simbiótico de la
unión entre la institución eclesial y la militar, sumado a la prioridad de conservar a toda
cosa la unidad del episcopado, inducía a la cúpula eclesiástica a preferir las tratativas
subterráneas, los procedimientos confidenciales y coloquiales a la denuncia pública (Di
Stefano y Zanatta, 2000).
Este proceso resulta incomprensible sin hacer referencia a un tipo de catolicismo,
el catolicismo integral, en tanto manera histórica de comprender el rol que debe
cumplir lo religioso/la Iglesia en la sociedad, y como respuesta del catolicismo argentino
de principios del siglo XX al avance secularizador del liberalismo y el socialismo. Este
13
Es necesario aclarar que si bien este imaginario sigue vigente, la persuasividad de las viejas convicciones
del modelo privatizador y laicista no parece tan eficaz. Ya en los ´60 se rediscutieron estas problemáticas
en el marco de la renovación de la praxis de los cristianos que, empujados a actuar “en la masa y con
otros”, asumieron distintos niveles de militancia social y política (Da Costa, 2007). En el Uruguay
contemporáneo, una serie de cambios sociales, culturales y religiosos plantean una relocalización del lugar
de lo religioso, así como una reformulación de las viejas pautas secularizadoras y laicistas, y de las
relaciones tradicionales entre religión y política (Caetano, 2006).
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catolicismo, hegemónico desde los años ´30, se presentó como alternativa de superación
de la crisis de la modernidad, oponiéndole la utopía de una sociedad fundada sobre
bases cristianas. Se caracterizaba por el rechazo a que lo religioso quedara relegado a la
sacristía y por la búsqueda de una presencia social del catolicismo. En este sentido, pasó
a la ofensiva y buscó integrar las instancias de lo social, lo político, lo religioso, lo
público y lo privado, y avanzar sobre la sociedad y el Estado. En este sentido, el
movimiento de penetración social de la Iglesia encontró en la Acción Católica –nacida en
1931- una herramienta fundamental, ya que no se trataba de crear universidades,
escuelas, sindicatos o partidos católicos, sino de formar cuadros católicos para que
dirigieran las distintas organizaciones (Mallimaci, 1988, 1992, 1995).
Este intento de ganar espacios sociales, culturales e ideológicos, se completó con
un lento y eficiente trabajo de penetración en el Estado y en sus instituciones
principales, entre ellas, las Fuerzas Armadas. En esos años se consolidó la identificación
entre Patria, Fuerzas Armadas y catolicismo, entre nación e Iglesia. Lo católico apareció
como uno de los pilares de la “argentinización” y dador de identidad a la nueva
Argentina, y, de este modo, pasó a ser un elemento constitutivo de la cohesión social.
Las Fuerzas Armadas, por su parte, hicieron suya la defensa de la Patria Católica,
produciéndose una simbiosis que ha perdurado hasta el fin de la última dictadura
militar. De este modo, los procesos de militarización y catolización de la sociedad y el
Estado argentinos, por los cuales la institución militar y la eclesial han ido acrecentando
su poder, logrando ser consideradas actores legítimos del sistema social y político,
fueron de la mano desde la década de 1930 (Mallimaci,1995).
Sin embargo, el proceso de legitimación católica del Estado por parte del
gobierno de turno tomó largos años. Si en la proclama del golpe cívico-militar de 1930
no había ninguna mención a lo religioso, la del golpe de 1943 contenía por primera vez
una referencia cristiana explícita. A partir de esa fecha, la legitimación católica se
incorporó al lenguaje del Estado, siendo mucho más acentuada en los gobiernos cívicomilitares siguientes, pero sin estar completamente ausente en los democráticos. Una de
las consecuencias de la identificación de la Argentina como Estado católico, a partir de
los años ´30 y ´40, fue que, desde entonces, las tensiones al interior de la Iglesia
repercutieron en el propio Estado, al tiempo que los conflictos sociales y políticos
impactaron en el seno del catolicismo (Mallimaci, 1988, 1992).
Si la idea de que la religión católica debía estar en la base de la restauración de
la nueva Argentina concitaba el consenso de los católicos integrales, fue frente al
14
problema de cómo construir el nuevo orden cristiano donde aparecieron las
discrepancias. De allí que de esta matriz común surgieran diversas vertientes, como la
“populista”, que comprendía la fe ligada a la suerte del pueblo, o aquella que se
proclamó defensora de la tradición y la ortodoxia católica, se caracterizó por el rechazo
de toda innovación dentro de la propia Iglesia, por un espíritu de cruzada y por la
búsqueda de conciliación con los regímenes autoritarios, a partir de una concepción
dogmática, elitista y de relación privilegiada con las Fuerzas Armadas. En síntesis, el
catolicismo integral ha sido a partir de entonces, la matriz común de tipos eclesiales tan
distanciados como el “nacionalismo exagerado” de orientación católica o el catolicismo
liberacionista de los años ´60 (Mallimaci, 1988, 1992, 1995). Fue también la matriz
común de víctimas y victimarios del terrorismo estatal de 1976-1983 (Donatello, 2008).
Reflexiones finales
Sin despreciar las particularidades de cada proceso histórico, es posible afirmar
que las últimas dictaduras uruguaya y argentina compartieron características comunes
que fueron más allá de la contemporaneidad de los procesos y habilitan un ejercicio
comparativo. Ambas pueden encuadrarse dentro de la reflexión sobre el fenómeno del
“nuevo
autoritarismo”
en
América
Latina,
en
virtud
de
su
carácter
contrarrevolucionario, la participación institucional permanente de las Fuerzas Armadas,
el objetivo refundacional y la implementación de medidas represivas a gran escala.
Asimismo, la apelación a la Doctrina de la Seguridad Nacional como fundamento
ideológico y a los valores de la democracia como principio de legitimidad brindó
sustento ideológico a los dos regímenes.
Sin embargo, el gobierno militar argentino entre 1976 y 1983, de cara a una
sociedad de mayoría católica, recurrió, además, a la legitimidad religiosa para justificar
su accionar. Para ello, echó mano a la elaboración de un discurso que tomaba
imaginarios compartidos en los que la catolicidad era un eje medular, y a la vinculación
con actores religiosos centrales. En este sentido, al margen de las diversas opciones
político-religiosas de los miembros de la jerarquía eclesiástica, de los sacerdotes,
religiosas y laicos, que impiden sostener una lectura maniquea de una Iglesia “cómplice”
con el Estado terrorista y otra “comprometida” con la causa de los derechos humanos,
las Fuerzas Armadas encontraron esa legitimación, respaldo y apoyo en buena parte de
los obispos argentinos. Este rasgo, sumado al hecho de que los católicos también
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figuraron entre las víctimas de la represión, da cuenta de que la Iglesia fue parte activa
y protagónica del curso político abierto en 1976.
Es la historia, las características del catolicismo argentino, su tradicional vínculo
con las Fuerzas Armadas y su reivindicación como parte constitutiva de la identidad
argentina, el marco en el que debe comprenderse ese protagonismo, el peso de la
legitimación católica en el discurso de las Fuerzas Armadas y la connivencia de parte de
la Iglesia con el régimen responsable de sistemáticas violaciones a los derechos
humanos.
En este largo proceso de militarización y catolización de la sociedad argentina se
comprende, en particular, la actitud adoptada por las Fuerzas Armadas en torno a la
represión de sacerdotes, religiosos y laicos durante la última dictadura militar. La acción
terrorista se basaba en una concepción que suponía que los militares podían actuar de
oficio como una autoridad religiosa y determinar qué católicos podían estar dentro de la
“Argentina católica” y cuáles no, en tanto remitían a la categoría de “herejes”. Y ello
sólo era posible con el aval de las cúpulas eclesiásticas. Esta construcción da cuenta del
carácter teológico-político de la represión que, en gran medida, fue el corolario de una
modalidad de articulación entre poder político, poder religioso y poder militar
desarrollada a lo largo del siglo XX. Y contribuye a comprender, en parte, la naturaleza
del terrorismo de Estado en Argentina (Donatello, 2008).
En este sentido, para una parte de la cúpula eclesiástica, el régimen instaurado
con el golpe de 1976 venía a proteger a la “nación católica” y a la Iglesia, favoreciendo
el restablecimiento de su unidad por la vía de la eliminación de los “falsos católicos”/
“falsos argentinos”.
Nada de ello era esperable en un país como Uruguay donde la laicidad es un valor
definitorio de la identidad social, y donde las relaciones entre Iglesia y Estado remiten a
un proceso de secularización mantenido y profundizado a lo largo del siglo XX, que no
tuvo que confrontar con ninguna ofensiva católica que buscara y lograra avanzar sobre la
sociedad y el Estado, como ocurrió en el país vecino desde 1930. Desde ese momento, lo
religioso pervivió en el espacio privado, marginado del ámbito institucional y estatal,
desde el cual se implantó, a cambio, una religión civil laicizada. Por otra parte, si en
Argentina el catolicismo se constituyó en pilar de la identidad nacional en base a la
vitalidad del mito de la “nación católica”, del otro lado del Río de la Plata fue la
laicidad la que se ubicó en el corazón de los mitos de la nación.
16
De allí que en la narrativa construida por los militares uruguayos después del
golpe de Estado con el objetivo de respaldar su actuación, esté ausente toda apelación a
principios religiosos. No obstante, un tipo de catolicismo, “integrista” o de
“ultraderecha”, se hizo presente entre los variados elementos ideológicos de una serie
de corrientes de pensamiento que nutrieron la doctrina de la dictadura uruguaya,
dejando su marca, principalmente, en su proyecto educativo.
Con respecto a las violaciones de los derechos humanos, ninguna de las dos
Iglesias a nivel institucional asumió un papel activo o enérgico que priorizara la denuncia
pública de los crímenes perpetrados por esos regímenes militares. No obstante, es
necesario recordar que se trataba de dos realidades distintas en cuanto a su peso social
y a su relación con el Estado. En este sentido, en Argentina una resuelta denuncia por
parte de la Iglesia contaba con buenas posibilidades de producir efectos concretos. “Si la
principal fuente de legitimación del régimen residía en su carácter de protector de la
`nación católica´, resulta verosímil que no podría haberse mantenido indiferente en
caso de que fuera la propia Iglesia a cuestionársela” (Zanatta, 2008). A pesar del
comportamiento cauto o ambiguo que caracterizó a buena parte de los obispos
argentinos y uruguayos, en ambos países laicos, sacerdotes y ciertos obispos tuvieron
gran protagonismo en el impulso, la conformación y la lucha de diversos organismos de
derechos humanos.
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