Download la forma del matrimonio1

Document related concepts
no text concepts found
Transcript
LA FORMA DEL MATRIMONIO1
MIGUEL ÁNGEL ORTIZ
1. Premisa sobre la función de la forma del matrimonio. 2. Nota histórica. 3. Ámbito de
obligatoriedad de la forma canónica. 3.1. El c. 1117. 3.2. La forma de los matrimonios mixtos
y la posibilidad de dispensa. 4. Los elementos sustantivos de la forma ordinaria. 4.1.
Requisitos exigidos para la validez de la forma ordinaria: el testigo cualificado y los testigos
comunes. 4.2. La suplencia de facultad. 4.3. Otros elementos formales requeridos para la
licitud de la celebración. 5. Sobre la forma extraordinaria.
1. PREMISA SOBRE LA FUNCIÓN DE LA FORMA DEL MATRIMONIO
Antes de presentar la regulación contenida en el Código de Derecho Canónico
acerca de la forma de celebración del matrimonio, conviene hacer algunas
consideraciones a propósito de lo que VILADRICH ha denominado el “espejismo del
matrimonio legal”. Este espejismo consiste en entender que el matrimonio es algo
jurídico porque hay unas normas que regulan su celebración y sus efectos: los
requisitos personales para poder casarse, la capacidad, la forma de celebración, su
disolución. Estar casados se viene a identificar con haber contraído “legalmente” el
matrimonio: entonces, el matrimonio canónico –en ocasiones denominado
“religioso”– es el que “ha bendecido” el sacerdote, y el matrimonio civil, el que ha
formalizado el funcionario civil.
Esa visión oscurece la centralidad de la voluntad de los cónyuges, que son los
únicos capaces de decidir sobre sí mismos en materia tan radical: sólo ellos pueden
constituir el matrimonio, y lo hacen con su consentimiento, verdadero acto de
soberanía que, como advierte el c. 1057, “ningún poder humano puede suplir”. El
espejismo mencionado se desvanece cuando se advierte claramente esta realidad: son
los cónyuges y no el Derecho ni la forma de celebración en sí misma, quienes hacen el
matrimonio.
Para entender la función de la forma matrimonial hay que tener en cuenta, en
primer lugar, que el matrimonio es, ante todo, una realidad, no una ceremonia ni
una conducta o una experiencia. Esto es así porque los cónyuges no quieren vivir
como esposos, sino serlo: establecer, mediante un pacto, una relación estable (el
vínculo) que les permite ser esposos. Lo esencial, entonces, es que los cónyuges
verdaderamente digan que se entregan como esposos; y que se lo digan con ese
peculiar acto de la voluntad que es el consentimiento, que ha de manifestar
1
Testo pubblicato in AA.VV. (a cura di D. GARCÍA-HERVÁS), Manual de Derecho Matrimonial
Canónico, Madrid 2002, 229-249.
LA FORMA MATRIMONIAL
2
verdaderamente una voluntad de entregarse y aceptarse mutuamente en alianza
irrevocable, como establece el c. 1057. La ceremonia que se siga será, en este sentido,
algo secundario: una ceremonia todo lo solemne que se quiera pero que no contenga
una donación verdaderamente esponsal (porque los cónyuges no pueden o no
quieren serlo), no da lugar sino a una apariencia de matrimonio.
Lo propio del acto de consentir, decíamos, es la voluntad de los cónyuges, no sólo de
amarse o de permanecer unidos, sino de constituir un vínculo, una relación que proviene del
hecho que, con el consentimiento, los cónyuges deciden querer dar debidamente lo que antes
era gratuito: el amor conyugal. Es una decisión que incide en la identidad de la persona, que
pasa a ser definida como esposo o esposa, en relación al otro y a la sociedad, pues el amor
conyugal es una realidad jurídica que está orientada y alcanza su desarrollo natural cuando
desemboca en otras comunidades de personas: la familia, la sociedad, la Iglesia. Por ese
motivo, el acto de consentir no interesa solamente a los cónyuges, pues en el pacto conyugal
se dan cita una multiplicidad de relaciones de trascendencia social y eclesial. Ciertamente,
tales relaciones (familiares, sociales, eclesiales), se encuentran en el consentimiento sólo de
una manera incipiente y embrionaria, pero real.
Por otro lado, si –como señalábamos– el matrimonio está en la realidad de los
cónyuges unidos en un vínculo, no puede haber distintos matrimonios (“religioso”, “civil”),
sino uno solo: el que corresponde al estado que han constituido los cónyuges con su
consentimiento. Dando un paso más, conviene mencionar, aunque sea brevemente, un
principio de la doctrina canónica sobre el matrimonio: la relación que existe entre el
matrimonio natural y el matrimonio cristiano.
El matrimonio cristiano constituye en cierto sentido una novedad respecto al
matrimonio natural. Decimos en cierto sentido pues, como ha puesto de manifiesto HERVADA,
esa novedad no comporta en absoluto una diversa esencia del matrimonio. El magisterio de
JUAN PABLO II ha presentado esa novedad en relación con una afirmación de Jesucristo
recogida en el Evangelio de Mateo (19, 8), al poner de manifiesto que la doctrina sobre la
indisolubilidad del matrimonio responde al diseño del principio sobre el hombre y la mujer.
La novedad del matrimonio cristiano consiste, entonces, en recuperar y perfeccionar la
unión del principio; el hecho de que los cónyuges sean cristianos, no sólo no les priva de la
posibilidad de casarse como los demás (como lo pide la naturaleza del hombre y de la mujer),
sino que su condición de cristianos tampoco sustituye el significado sagrado que tiene todo
matrimonio con un significado nuevo radicalmente distinto. En consecuencia, no hay dos
matrimonios sino uno solo, el que está en la realidad del hombre y la mujer que se han unido:
es secundario el adjetivo que se le aplique: matrimonio civil-matrimonio religioso. O, mejor,
más que secundario, equívoco, pues el único matrimonio que existe (el que se da en la
realidad) es a la vez civil y religioso. El matrimonio de los no bautizados es sagrado
(“religioso”) y el de los bautizados es también “civil”. Tanto la Iglesia como la sociedad civil
y el Estado tienen alguna competencia en cuanto al matrimonio de sus fieles y de sus
ciudadanos, en atención a la multiplicidad de relaciones que genera el matrimonio en uno y
otro ámbito.
La misma naturaleza del consentimiento pide que sea prestado de un modo que
resulte patente la voluntad de los cónyuges de vincularse, de manera que esa
voluntad pueda ser reconocida y surtir efectos en la comunidad que la acoge.
La forma de celebración del matrimonio fue perfilándose en la Iglesia, sin que
durante siglos (hasta el siglo XVI) se exigiera esa forma para la validez del
LA FORMA MATRIMONIAL
3
matrimonio. Los países de mayoría católica (entre ellos, España) admitieron
pacíficamente la forma canónica como forma de celebración del único matrimonio,
considerado civil y religioso a un tiempo; ello fue así hasta que el proceso de
secularización del matrimonio llevó, tras la revolución francesa, a la progresiva
extensión de la legislación exclusivamente civil del matrimonio, y la vigencia
generalizada de los sistemas de matrimonio civil facultativo, o, con más frecuencia,
obligatorio.
2. NOTA HISTÓRICA
En el proceso de decantamiento y consolidación de la forma canónica, pueden
distinguirse tres fases:
a) Hasta el Concilio de Trento, la autoridad eclesiástica no estableció una forma
de recepción del consentimiento ad validitatem, a causa de la primacía que se
otorgaba al consentimiento en el nacimiento del matrimonio. Durante los primeros
siglos, los cristianos se casaban como sus conciudadanos, con la recomendación de
que obtuvieran la aprobación del obispo y la bendición del sacerdote. Resultaba
natural que la boda se encuadrara en un marco litúrgico (con un rito, la imposición
del velo y la bendición de los anillos) y tendencialmente dentro de la Misa: el
sacerdote pedía el consentimiento de los esposos en la puerta de la iglesia (in facie
ecclesiae) y los padres de la esposa confiaban ésta al esposo y pagaban la dote; a
continuación, el sacerdote bendecía los anillos y a los esposos; después, todos
entraban en la iglesia para asistir a la Misa, con la imposición del velo y la solemne
bendición de la Misa nupcial.
Sin embargo, esa forma no se exigía para la validez del matrimonio, de modo
que, aunque la mayor parte de los fieles se casaban en la Iglesia (in facie Ecclesiae),
había matrimonios clandestinos (no celebrados ante la Iglesia), válidos aunque ilícitos,
y que eran causa de abusos. La autoridad trató de suprimir esa plaga de los
matrimonios clandestinos, imponiendo distintas sanciones a quien contrajera
matrimonio privadamente, pero sin llegar a cuestionar la validez de esos
matrimonios.
b) En 1563, en una de las sesiones del concilio de Trento, se promulgó el decreto
Tametsi por el que se establecía la forma de celebración: “el santo sínodo hace
totalmente inhábiles a los contrayentes para contraer matrimonio sin la presencia del
párroco o de un sacerdote designado por el párroco y, además, de dos o tres testigos,
y decreta que los matrimonios así celebrados son írritos y nulos”. Al párroco (o al
sacerdote por él designado), que debe recibir el consentimiento en nombre de la
Iglesia, se le llamará testigo cualificado.
De todas formas, la aplicación del decreto resultó problemática: por un lado, la
entrada en vigor del decreto dependía de que hubiera sido promulgado (lo cual no
ocurría en los territorios donde había triunfado la reforma protestante), por lo que la
vigencia quedaba reducida a los llamados territorios “tridentinos”.
LA FORMA MATRIMONIAL
4
Las normas posteriores al concilio de Trento trataron de suavizar la rigidez del sistema,
por la vía de aumentar las exenciones a la obligatoriedad de la forma; al final, triunfó el
criterio de que el cónyuge no sometido a la ley tridentina comunicaba la exención al otro
cónyuge.
Por otro lado, la competencia del testigo cualificado era personal, determinada
en función del domicilio o cuasi-domicilio de uno de los contrayentes. El párroco
propio había de autorizar el matrimonio que se celebraba fuera de su parroquia.
Además, puesto que el decreto establecía que había de celebrarse el matrimonio
praesente parroco –en presencia del párroco–, sin que se requiriera una asistencia
activa, cabía que se celebrara verdadero matrimonio ante el párroco, pero ex
inopinato, por sorpresa e, incluso, contra la voluntad del párroco.
c) El Decreto Ne temere del 2 agosto 1907 se propuso corregir los defectos
señalados en la aplicación de la norma de Trento: “solamente son válidos los
matrimonios celebrados ante el párroco o el Ordinario del lugar o de un sacerdote
delegado por uno de ellos y con al menos dos testigos” (art. III). Esta regulación fue
recibida sustancialmente en el Código de 1917 y en el actualmente vigente de 1983.
Por un lado, se adopta una fórmula más clara, de manera que no se decreta la
inhabilidad de las personas para contraer matrimonio sino la invalidez del mismo
matrimonio.
Además, se exige que el testigo cualificado adopte una actitud activa y
voluntaria (de manera que no pudiera ser coaccionado a asistir al matrimonio).
Asimismo, la competencia del testigo es territorial y no personal: es competente el
párroco o el Ordinario del lugar donde se celebra el matrimonio. Por fin, el mismo
decreto comporta la promulgación universal, salvo que en algún caso concreto se
establezca de otro modo.
El decreto de 1907 además introdujo la forma extraordinaria de celebración,
para casos y circunstancias excepcionales.
3. ÁMBITO DE OBLIGATORIEDAD DE LA FORMA CANÓNICA
3.1. El c. 1117
Durante los años precedentes a la promulgación del Código de 1983, en la
doctrina se prodigaron las sugerencias a favor de un cambio radical en la normativa
canónica, de manera que la forma se exigiera solamente para la licitud de la
celebración del matrimonio, o bien que se admitiera la validez canónica del
matrimonio celebrado en forma civil. Esas propuestas no fueron acogidas por la
comisión encargada de redactar los cánones relativos a la forma del matrimonio, la
cual centró su atención principalmente en el propósito de agilizar el sistema de
delegación de la facultad de asistir, y en la forma extraordinaria de celebración.
LA FORMA MATRIMONIAL
5
La novedad de mayor relevancia se encuentra, con todo, en el c. 1117 que
establece quién está obligado a observar la forma canónica: “La forma arriba
establecida se ha de observar si al menos uno de los contrayentes fue bautizado en la
Iglesia católica o recibido en ella y no se ha apartado de ella por acto formal, sin
perjuicio de lo establecido en el c. 1127 § 2”. Esto es, han de seguir la forma prevista
en los cc. 1108 y siguientes (de la que nos ocuparemos a continuación) todos los
católicos, excepto aquéllos que hubieran abandonado la Iglesia con un acto formal. La
innovación plantea el problema de interpretar cuándo puede entenderse que se ha
realizado el acto formal de apartamiento; la doctrina ve en esta cuestión una
verdadera crux interpretum, hasta el punto que no han faltado autores que han
sugerido la supresión de la cláusula, o, al menos, que se interprete su alcance
autoritativamente.
El c. 1099 del Código de 1917 contenía (en la redacción original) una restricción similar
a la del actual c. 1117, pues el § 2 del texto de 1917 consideraba eximidos de observar la
forma a aquellos bautizados en la Iglesia católica que hubieran sido educados fuera de ella o
sin ninguna religión. Un motu proprio de 1948 (que en definitiva fue la única modificación
operada en el texto del Código de 1917 durante su vigencia) suprimió esa exención, a causa
de las dificultades de aplicación de la norma, de modo que después de 1948 los católicos
estaban siempre obligados a observar la forma canónica, independientemente de con quién
celebraran el matrimonio y de cuál fuera su relación con la Iglesia.
Sin detenernos aquí en el iter de elaboración del c. 1117, vale la pena recordar que,
cuando el legislador acogió la mencionada cláusula, pretendía introducir una excepción al c.
11 (“Las leyes meramente eclesiásticas obligan a los bautizados en la Iglesia católica...”),
pensando en aquellos católicos que, presumiblemente, habrían ignorado la forma, por lo que
(de no existir la previsión del c. 1117) se casarían inválidamente. De modo que la innovación
realizada pretendía garantizar –al menos por lo que atañe a los aspectos formales– la validez
del matrimonio, facilitando de ese modo el ejercicio del ius connubii, del derecho al
matrimonio. Por otro lado, los trabajos de elaboración del canon ponen de manifiesto el
propósito que ha guiado su redacción, esto es, evitar tanto la inseguridad y la falta de
certeza acerca de quién está obligado, como el que se multipliquen los matrimonios nulos
por motivos formales.
¿Cómo interpretar la cláusula relativa al acto formal de apartamiento de la
Iglesia? La doctrina parece inclinarse por una interpretación estricta.
Una interpretación amplia podría llevar a admitir una presunción de abandono formal
de la Iglesia incluso en quien opta por la forma civil de celebración: si se entiende que esa
opción implica un abandono formal a los efectos del canon, y ya que ese abandono
comportaría la exención de la obligatoriedad de la forma, se podría dar la paradoja de
reconocer la validez canónica del matrimonio de quien quiso precisamente evitar “casarse
por la Iglesia”.
La interpretación estricta, en cambio, busca sobre todo garantizar la certeza
jurídica: en qué casos puede entenderse eximido un sujeto y, en consecuencia, en qué
casos el matrimonio celebrado observando otras formas será válido (y canónico). La
mayoría de la doctrina entiende que no hay acto formal en el abandono notorio de la
fe mencionado en el c. 1071 § 1, 4 (que presupone que quien vive notoriamente lejos
de la práctica de la fe está obligado a observar la forma canónica, aunque debe
LA FORMA MATRIMONIAL
6
obtener una licencia del Ordinario para poder casarse). En consecuencia, no quedaría
eximido quien observa una actitud indiferente, fría u hostil hacia la Iglesia o,
simplemente, ha abandonado –incluso de forma notoria– la práctica de la fe.
El acto formal de abandono debe ser, en primer lugar, acto humano (esto es,
voluntario, libre y consciente), y debe manifestar la voluntad de separarse de la
Iglesia en cuanto fiel, y no en cuanto ciudadano del Estado.
Se ha escrito mucho acerca de una declaración de salida de la Iglesia (la Kirchenaustritt)
que algunos católicos de ámbito alemán realizan para evitar pagar un tributo al que están
sometidos los católicos (el Kirchensteur); pese a la reticencia de los obispos alemanes, la
mayoría de la doctrina entiende que, ya que el hecho no se refiere al abandono de la
comunidad eclesial, no parece que sea un supuesto subsumible en el acto formal del c. 1117.
En definitiva, el acto es relevante si su contenido se corresponde con la
intención del sujeto de separarse de la Iglesia: el interesado quiere romper con su
pertenencia a la Iglesia, y realiza un acto con la intención de producir la ruptura.
Basta con que el acto sea implícito, por ejemplo en cuanto la adhesión a una
comunidad acatólica comporta el apartamiento de la Iglesia; sin embargo, el
problema en este caso es que, con frecuencia, la adhesión a esas comunidades suele
hacerse más por vía de hecho que por acto formal.
Al tratarse de un acto libre y consciente, sólo tendrá consecuencias sobre quien
lo realiza, y no sobre terceras personas, por ejemplo los hijos (a no ser que también
ellos sean capaces de decidir formal, libre y conscientemente el apartamiento de la
Iglesia). A las dificultades de interpretación señaladas, se añaden las que derivan de
la necesidad de que el acto sea conocido en el mundo jurídico; por ese motivo,
algunos autores han sugerido la oportunidad de disponer de un registro de bajas en
la diócesis o en las parroquias.
Como se ve, las dificultades de interpretación no son pocas; pero también son
problemáticas las consecuencias, según se adopte una interpretación amplia o
estricta de la cláusula, en relación con las dos finalidades que guiaron la reforma:
mientras una interpretación estricta garantiza la certeza jurídica, una amplia ayudará
a evitar la multiplicación de las nulidades en un sentido aparentemente paradójico,
pues cuantos más supuestos se entienda que son acto formal de apartamiento, más
numerosas serán las uniones consideradas válidas, respecto de personas que
probablemente nunca habrían observado la forma canónica y que, al resultar
eximidas de la obligatoriedad de la forma canónica, su unión resultará ser verdadero
matrimonio canónico.
Dejando de lado los problemas de interpretación, el c. 1117 no contiene ninguna
exigencia relativa a la validez del matrimonio de quien ha abandonado la Iglesia con acto
formal, siempre que contraiga matrimonio con otro no obligado a la forma (porque se apartó
también formalmente de la Iglesia o porque es acatólico), pues si se trata del matrimonio con
un católico obligado a la forma, la obligación de éste afecta también a aquél.
Entendemos que, por lo que respecta a la forma que ha de seguirse, no cabe admitir en
estos casos una celebración privada o clandestina del matrimonio, sobre todo, por el carácter
LA FORMA MATRIMONIAL
7
radicalmente social de la celebración del matrimonio, que exige ser conocido y acogido
públicamente. Cabe entonces que se observe cualquier forma pública de celebración (civil,
de otra confesión religiosa...), teniendo en cuenta que, como hemos dicho anteriormente, en
ese caso el católico así eximido de la forma, si se casa verdaderamente lo hace
canónicamente –y si se casa con otro bautizado, sacramentalmente–, con independencia de
la forma utilizada. De este modo, se pone de manifiesto la distinción señalada por NAVARRO
VALLS entre forma canónica del matrimonio y forma del matrimonio canónico. No se trata de
una canonización ni de una remisión al régimen civil, sino de la posibilidad de que el
matrimonio (canónico y sujeto a la jurisdicción de la Iglesia) pueda obtener eficacia con una
modalidad a la que la Iglesia reconoce la virtualidad de satisfacer la dimensión formal
inherente a todo matrimonio.
En ese sentido, al matrimonio así celebrado se le aplicarán, como es lógico, los mismos
impedimentos canónicos (excepto el de disparidad de cultos: cfr. c. 1086), y los capítulos de
nulidad relativos a la formación del consentimiento.
Otra posibilidad es que, pese a estar eximido, quiera casarse siguiendo la forma
canónica, pues no hay que olvidar que el mencionado canon exime de la obligatoriedad de
la forma, pero no prohibe el recurso a ella (como no prohibe el acceso al matrimonio). En
este caso, si –como parece probable– el acto formal de abandono de la Iglesia Católica va
acompañado de un abandono notorio de la fe, para la lícita celebración se precisará de la
licencia del Ordinario y de la prestación de las garantías previstas para los matrimonios
mixtos (cfr. c. 1071 § 1, 4º y § 2).
3.2. La forma de los matrimonios mixtos y la posibilidad de dispensa
El matrimonio mixto es el celebrado entre un católico y un cristiano no católico;
con palabras del c. 1124, es el matrimonio celebrado “entre dos personas bautizadas,
una de las cuales haya sido bautizada en la Iglesia católica o recibida en ella después
del bautismo y no se haya apartado de ella mediante un acto formal, y otra adscrita a
una Iglesia o comunidad eclesial que no se halle en comunión plena con la Iglesia
católica”.
En ocasiones se llama matrimonio mixto a todo matrimonio entre un católico y un no
católico, sea éste bautizado o no. En ese caso, se emplea el término genéricamente, de
manera que abarque tanto el matrimonio mixto en sentido propio, como el matrimonio
celebrado con disparidad de culto, que es como se denomina propiamente el matrimonio del
católico con el no bautizado (musulmán, hebreo, etc.). La diferencia principal entre ambos
casos radica en que, cuando los dos son bautizados (aunque uno de ellos no sea católico), el
matrimonio es sacramento, mientras que –según la doctrina más común– no lo es si uno de
los cónyuges no ha recibido el bautismo. Por lo que se refiere al régimen jurídico, la
diferencia principal consiste en que la disparidad de cultos es un impedimento que debe ser
dispensado, mientras que el matrimonio mixto debe ser autorizado por el Ordinario del lugar
del católico. La dispensa del impedimento se requiere para la validez del matrimonio (vid. la
lección sobre los impedimentos), mientras que la licencia del matrimonio mixto se requiere
para la licitud: si el matrimonio mixto se celebra sin haber obtenido la licencia, el matrimonio
sería, sin embargo, válido.
Por lo que se refiere a la obligatoriedad de observar la forma de celebración, el
principio general es común para el matrimonio mixto y para el celebrado con disparidad de
LA FORMA MATRIMONIAL
8
cultos (la forma canónica es obligatoria en ambos casos), aunque ese principio admite
excepciones tratándose del matrimonio mixto en sentido propio. De esas excepciones se
ocupa el c. 1127, distinguiendo para ello entre el caso del matrimonio con acatólicos
orientales (los cristianos ortodoxos) del matrimonio con cristianos de otras confesiones
(luteranos y demás confesiones nacidas de la reforma protestante).
Como regla general, en efecto, el c. 1127 § 1 establece la obligación de observar
la forma canónica de celebración en el caso de los matrimonios mixtos: “En cuanto a
la forma que debe emplearse en el matrimonio mixto, se han de observar las
prescripciones del c. 1108”. Inmediatamente después, añade que la forma ordinaria
contenida en el citado c. 1108 “se requiere únicamente para la licitud” si el
matrimonio mixto es celebrado con un acatólico de rito oriental; en ese caso, para la
validez de la celebración se requiere en todo caso “la intervención de un ministro
sagrado, observadas las demás prescripciones del derecho”.
La expresión “observadas las demás prescripciones del derecho” podría dar lugar a
interpretaciones confusas. Pero, en atención a la ratio legis y para evitar que puedan
considerarse válidos los matrimonios celebrados ante cualquier sacerdote de cualquier rito
de manera indiscriminada, pensamos que se requiere que el matrimonio se celebre en
presencia de un sacerdote que sea competente según el rito de una de las partes: el sacerdote
testigo cualificado según el c. 1108 del Código latino; el ministro competente según los cc.
828 y ss. del Código oriental; o bien el ministro que resulte jurídicamente competente según
el derecho de la iglesia ortodoxa del acatólico.
Para los demás matrimonios mixtos (esto es, con un fiel acatólico no oriental), el
c. 1127 § 2 prevé la posibilidad de que el Ordinario del lugar del católico dispense de
la forma, caso por caso, “si hay graves dificultades para observar la forma canónica”.
El Ordinario del católico deberá consultar, antes de conceder la dispensa, al
Ordinario del lugar donde se celebrará el matrimonio (pues, en efecto, pueden no
coincidir).
La concesión de la dispensa de la forma canónica no comporta en absoluto que
pueda celebrarse el matrimonio privadamente, pues el mismo c. 1127 § 2 añade que
se requiere, para la validez, que se observe “alguna forma pública de celebración”.
Esa forma pública que, en cualquier caso, debe observarse puede ser tanto la de la
confesión acatólica como la forma civil (también porque con frecuencia las
confesiones acatólicas no tienen una forma propia de celebración, sino que sus
miembros siguen normalmente la forma civil).
Volviendo sobre lo que dijimos anteriormente, hay que subrayar que en, en este
supuesto, el matrimonio así celebrado sería propiamente canónico y sacramental, pues la
Iglesia ha ejercido su jurisdicción dispensando de la forma ordinaria y admitiendo otra
alternativa.
Compete a la Conferencia Episcopal, concluye el c. 1127 § 2, “establecer normas
para que dicha dispensa se conceda con unidad de criterio”. Tales normas se refieren
tanto a las causas que se consideran graves para que los Ordinarios concedan la
dispensa, como a las formas públicas alternativas que se consideran convenientes.
Pero no parece que las normas de la Conferencia puedan afectar a la validez de la
dispensa y del matrimonio celebrado.
LA FORMA MATRIMONIAL
9
La Conferencia Episcopal española, por ejemplo, señaló como causas graves que
pueden motivar la dispensa: la oposición irreductible de la parte no católica; el que un
número considerable de familiares de los contrayentes rehuya la forma canónica; la pérdida
de amistades muy arraigadas; el grave quebranto económico; un grave conflicto de
conciencia entre los contrayentes; que una ley extranjera obligue al menos a uno de los
contrayentes a una forma distinta de la canónica. Asimismo, aunque señala que la forma
alternativa puede ser tanto la de la confesión acatólica como la forma civil, anima a los
esposos a optar por la religiosa.
Por fin, el c. 1127 § 3 prohibe una doble celebración, católica y acatólica:
“Se prohíbe que, antes o después de la celebración canónica a tenor del § 1, haya otra
celebración religiosa del mismo matrimonio para prestar o renovar el consentimiento
matrimonial; asimismo, no debe hacerse una ceremonia religiosa en la cual, juntos el
asistente católico y el ministro no católico y realizando cada uno de ellos su propio rito,
pidan el consentimiento de los contrayentes”.
Fuera del caso del matrimonio mixto –en el que, como decimos, el Ordinario
diocesano puede dispensar de la forma canónica ordinaria–, la dispensa de la forma
está reservada al Romano Pontífice.
Así lo estableció en 1985 una respuesta del organismo competente de la Curia romana
(la entonces llamada Pontificia Comisión para la Interpretación del Código), modificando el
principio general –contenido en el c. 87– que reconoce al Obispo diocesano la facultad de
dispensar de las leyes universales.
Además de los supuestos mencionados (los matrimonios mixtos y la dispensa
concedida por el Papa), cabe hablar de dispensa de la forma en otros dos casos: en caso de
sanación en la raíz, que puede conceder el Obispo, en la medida en que la sanación conlleve
dispensa de la forma; y en la celebración del matrimonio en peligro de muerte, prevista en el
c. 1079: en esa circunstancia, el Ordinario –y si no se puede acudir a él, también el párroco o
el ministro que asiste al matrimonio– puede dispensar de la forma “a sus propios súbditos,
cualquiera que sea el lugar donde residen, y a todos los que de hecho moran en su
territorio”.
4. LOS ELEMENTOS SUSTANTIVOS DE LA FORMA ORDINARIA
El Código de Derecho Canónico prevé dos modalidades de forma canónica de
celebración del matrimonio: una ordinaria regulada en los cc. 1108 y siguientes, y
una extraordinaria, establecida en el c. 1116.
4.1. Requisitos exigidos para la validez de la forma ordinaria: el testigo cualificado y los
testigos comunes
Hemos dicho que la regulación de la forma matrimonial se contiene en los cc.
1108 y siguientes, pues ese canon abre el capítulo que lleva por título De la forma de
celebrar el matrimonio. Pero en realidad se encuentran también elementos esenciales
respecto de la forma en los cc. 1057 y 1104, pues el primero establece que “El
matrimonio lo produce el consentimiento de las partes legítimamente manifestado entre
LA FORMA MATRIMONIAL
10
personas jurídicamente hábiles, consentimiento que ningún poder humano puede
suplir”. Y el segundo, además de exigir que han de estar presentes simultáneamente
los dos contrayentes (personalmente o por medio de procurador: cfr. c. 1105),
subraya que han de manifestar el consentimiento común de alguna forma, “con
palabras o signos equivalentes”.
El c. 1108 recoge los elementos de la forma jurídica ordinaria:
“§ 1. Solamente son válidos aquellos matrimonios que se contraen ante el Ordinario del
lugar o el párroco, o un sacerdote o diácono delegado por uno de ellos para que asistan, y
ante dos testigos, de acuerdo con las reglas establecidas en los cánones que siguen, y
quedando a salvo las excepciones de que se trata en los cc. 144, 1112 § 1, 1116 y 1127 §§ 1 y 2.
§ 2. Se entiende que asiste al matrimonio sólo aquel que, estando presente, pide la
manifestación del consentimiento de los contrayentes y la recibe en nombre de la Iglesia”.
Este canon contiene los únicos elementos exigidos (además del intercambio del
consentimiento por parte de los cónyuges) para la válida celebración ordinaria: la
presencia del testigo cualificado (quien recibe el consentimiento) y de dos testigos
comunes. Mientras el Código contiene otras previsiones acerca del testigo cualificado
(a las que nos referiremos a continuación), no se añade, en cambio, ninguna
especificación acerca de los dos testigos comunes: no se exige que sean mayores de
edad, ni tampoco que estén bautizados. Basta que posean la capacidad natural de dar
fe de lo que se realiza ante ellos. No se les pide que pongan ningún acto específico, ni
siquiera que sean conscientes de que actúan formalmente como testigos, es decir, que
participan en la ceremonia en cuanto testigos: basta que estén y que puedan testificar.
Al testigo cualificado, en cambio, se le exige que posea la oportuna facultad de
asistir al matrimonio, y, además, que su actitud sea activa: pide y recibe el
consentimiento en nombre de la Iglesia, señala el c. 1108 § 2. Por ese motivo su
función es la de asistir, no solamente de estar presente como se pide a los testigos
comunes, y como se puede pedir al sacerdote o diácono en el supuesto de la forma
extraordinaria del c. 1116 § 2, según veremos.
De ese modo, como vimos, se obvia uno de los problemas surgidos tras la introducción
de la forma matrimonial en el concilio de Trento, que simplemente preveía la presencia del
sacerdote. Por lo demás, la asistencia activa es más sustancial que formal: lo que cuenta es
que realmente haya llevado a cabo su papel de un modo voluntario y libre,
independientemente de las palabras con que interpela o recibe el consentimiento, y del rito
seguido.
El testigo cualificado obtiene la facultad de asistir al matrimonio por dos vías:
originariamente (por el hecho de ser titular de determinados oficios eclesiásticos) o
bien por medio de una delegación:
a) testigo con facultad originaria, es tanto el Ordinario del lugar como el
párroco de la parroquia en la que se celebra el matrimonio: ambos son competentes
para todos los matrimonios celebrados en el propio territorio (la diócesis para el
Ordinario, la parroquia para el párroco), con tal de que estén en posesión del oficio
(que no hayan incurrido en alguna sanción que limita el ejercicio de su cargo). La
LA FORMA MATRIMONIAL
11
facultad abarca el matrimonio “no sólo de los súbditos [de la diócesis o de la
parroquia], sino también de los que no son súbditos, con tal de que uno de ellos sea
de rito latino” (c. 1109).
Además del criterio territorial habitual señalado en el c. 1109, el c. 1110 prevé el caso
del Ordinario o párroco personales (por ejemplo, el de un ordinariato militar o de una
prelatura personal, o de una parroquia erigida para atender emigrantes): “el Ordinario y el
párroco personales, en razón de su oficio sólo asisten válidamente al matrimonio de aquellos
de los que uno al menos es súbdito suyo, dentro de los límites de su jurisdicción”. Por lo
general, la jurisdicción de estas circunscripciones personales es cumulativa con la de las
territoriales, pues los fieles (del ordinariato o de la prelatura) son también fieles de la
diócesis, por lo que, en la práctica, los fieles eligen dónde casarse, si en la iglesia del
ordinariato o de la prelatura (en el caso que el derecho particular de ésta lo admita) o bien
en la parroquia territorial.
b) testigo con facultad delegada, recibida de quien tiene la facultad originaria.
Éste puede delegarla en cualquier sacerdote o diácono (c. 1111).
En determinadas circunstancias, también los laicos pueden recibir la delegación: pero
puede concederla solamente el obispo, en una situación permanente de falta de sacerdotes o
diáconos “previo voto favorable de la Conferencia Episcopal y obtenida licencia de la Santa
Sede” (c. 1112 § 1).
La delegación, tanto en favor de clérigos como de laicos, puede darse con
carácter general (esto es, para un número indeterminado de matrimonios) o especial
(para un solo matrimonio o para un número determinado). Tanto una como otra, la
general y la especial, deben darse siempre expresamente, a una persona determinada
(y no en general, al titular de un oficio). Además, el delegado debe aceptar la
delegación hecha; en determinadas circunstancias, además, puede a su vez
subdelegar en otros.
Si recibió una delegación general, puede subdelegar para un caso concreto; si recibió
una delegación especial, puede hacerlo sólo con autorización del delegante.
Mientras la delegación general ha de darse por escrito (requisito éste que afecta a la
validez de la delegación y de los matrimonios celebrados), la especial basta que sea expresa,
determinada, y puede concederse oralmente o con signos equivalentes, e, incluso,
implícitamente, con un comportamiento que resulte concluyente de la voluntad de conceder
la delegación: por ejemplo, si el párroco ha preparado lo necesario para la celebración del
matrimonio, ha ayudado al delegado a registrar el matrimonio celebrado, etc. No cabría
entender que se ha concedido implícitamente la delegación si el párroco piensa que el
asistente no tiene necesidad de delegación (si es el obispo de otra diócesis, o el nuncio, etc.);
en ese caso, sin embargo, muy probablemente cabría entender que opera la suplencia de
facultad, de la que nos ocupamos a continuación.
4.2. La suplencia de facultad
Entre las cuestiones relativas a la forma del matrimonio de las que más se ha
ocupado la jurisprudencia (relativamente, pues las causas de nulidad por defecto de
forma son escasas), está la de la suplencia de la facultad para asistir, que protege la
LA FORMA MATRIMONIAL
12
validez del matrimonio en aplicación de la norma general contenida en el c. 144: “§ 1.
En el error común de hecho o de derecho, así como en la duda positiva y probable de
derecho o de hecho, la Iglesia suple la potestad ejecutiva de régimen, tanto para el
fuero externo como para el interno”. El § 2 de este c. 144 establece que la norma se
aplica a las facultades de que se trata en el c. 1111 § 1, que prevé la posibilidad de
delegar en sacerdotes y diáconos.
Se trata de una aplicación del favor matrimonii, norma básica en el sistema
matrimonial canónico: en la duda, hay que estar por la validez del matrimonio.
Como hemos adelantado, el propósito de limitar los casos de nulidad por defecto de
forma guió los trabajos de redacción del Código; cuando se planteó la posibilidad de
admitir como válidos los matrimonios celebrados ante cualquier sacerdote, con
independencia de que hubiera recibido delegación o no, se entendió suficiente
protección de la validez la facilidad con que se puede conceder la delegación y la
amplitud en la aplicación del presente c. 144.
La suplencia se aplica tanto a la falta de facultad originaria (el c. 1108 remite al
c. 144 al determinar quién tiene la facultad originariamente), como a la delegada,
pues a su vez el c. 144 remite al 1111 § 1, donde viene establecida la doble posibilidad
de delegación a clérigos: la general y la especial.
Los requisitos para que opere la suplencia son sustancialmente dos: el error de
los destinatarios acerca de la facultad del asistente, o la duda de éste acerca de su
propia facultad. No es preciso que ambos elementos (error y duda) se den
simultáneamente.
El error común afecta a los fieles que presencian el matrimonio celebrado ante
un ministro que carece de la debida facultad. La jurisprudencia ha exigido
tradicionalmente que, para poder concluir que se ha producido el error, es preciso
estar en presencia de un hecho público y notorio capaz de hacer creer que se está en
posesión de la facultad. Ese hecho público ha de ser de por sí idóneo para inducir a
error a la comunidad (aunque de hecho sean pocos los que yerran): por ejemplo, si
recibe el consentimiento un vicario del párroco, o el rector de un santuario que
frecuentemente recibe delegaciones para asistir a matrimonios. Conviene tener en
cuenta de todos modos que la convicción de que el ministro tiene facultad con
frecuencia proviene, más que de un juicio errado, de la ignorancia: ante un sacerdote
que bendice la boda en una iglesia, la generalidad de los presentes lo considerará
competente.
De cuanto venimos diciendo se puede concluir que, en las circunstancias
normales de celebración del matrimonio (en una iglesia, con la debida preparación y
habiendo mediado el expediente prematrimonial), habitualmente se aplica la
suplencia, pues puede entenderse que hay error, tanto de hecho (la presencia del
sacerdote que pide el consentimiento es un hecho capaz de producir el error), como
de derecho, porque la mayor parte de los presentes considerará que está en posesión
de la competencia. Con NAVARRO VALLS y GONZÁLEZ DEL VALLE podemos afirmar que
solamente en el caso del matrimonio secreto, y en el celebrado fuera de la iglesia con
pocos testigos, puede entenderse que no se aplica la suplencia de facultad.
LA FORMA MATRIMONIAL
13
Una de las pocas sentencias rotales que recientemente se ha ocupado de la cuestión, la
coram Stankiewicz de 15 de diciembre de 1992, entendió que no se aplicaba la suplencia en un
caso de dos cónyuges que se habían dirigido a un sacerdote que pertenecía a un grupo que
no estaba en plena comunión con la Iglesia (grupo que, más adelante, había de recibir una
sanción penal al respecto). Puesto que se habían dirigido a ese sacerdote precisamente en
cuanto carecía de la plena comunión, la Iglesia no puede suplir la ausencia de facultad: no
hay ningún error, sino la convicción de querer evitar someterse a la jurisdicción eclesiástica.
En consecuencia, la Iglesia no suple la voluntad de rechazar su competencia.
Por otro lado, el error puede referirse tanto a la competencia material (si el
asistente posee la facultad, originaria o delegada) como a la territorial: si el lugar
donde se ejercita pertenece o no al territorio de la parroquia.
La otra circunstancia en la que opera la suplencia es la duda positiva y probable,
que alberga el asistente o testigo cualificado, el cual no conoce con seguridad si es
competente o no. La duda, en todo caso (que puede ser también de hecho o de
derecho) ha de estar fundada sobre argumentos sólidos, positivos, que pueden
hacerle pensar que posee la facultad. Como hemos apuntado, no es necesario que el
error y la duda se den simultáneamente.
Quizá la cuestión más problemática del instituto de la suplencia se encuentra en el
hecho de que la jurisprudencia ha entendido con frecuencia que el carácter de “común” del
error es incompatible con la delegación especial (a no ser que, en el caso concreto, se trate de
una persona a la cual con frecuencia venía concedida la delegación pertinente). A esa
conclusión se ha llegado, tanto por considerar que en la ausencia de delegación especial falta
el hecho público y notorio capaz de inducir en error, como por entender que, tratándose de
delegación especial para un concreto matrimonio, no afectaría a la comunidad en su
conjunto, sino solamente algunos pocos fieles que no representan al bien público que se
tutela. Pero, en nuestra opinión, en lo que se refiere al matrimonio, hay que superar la
distinción entre bien público y bien privado: salvar un solo matrimonio forma parte
ciertamente del bien común. Ya que el instituto de la suplencia tiene como fin defender el
matrimonio de excesivos rigorismos técnico-jurídicos, entendemos que si se respetan las
exigencias mínimas de eclesialidad y publicidad que constituyen la ratio de la forma
canónica, bien puede defenderse una interpretación de la suplencia de facultad que sea
favorable al matrimonio y que lleve a extender al máximo la suplencia, siempre que se
respete el sentido y la función de la forma matrimonial.
4.3. Otros elementos formales requeridos para la licitud de la celebración
El cap. V del CIC 83, De la forma de celebrar el matrimonio, contiene algunas
sucintas prescripciones (a veces meras sugerencias) sobre el modo de celebrar; en
particular, sobre el lugar de celebración, el rito que ha de seguirse y la inscripción
que debe realizarse.
A. En primer lugar, los cc. 1113 y 1114 recuerdan la obligación, por parte del
ministro competente, de asegurarse del estado de libertad de los novios: esto es, que
no consta que estén ya casados canónicamente, de lo contrario, el nuevo matrimonio
sería nulo por el impedimento de vínculo precedente, según el c. 1085. Se trata de la
lógica exigencia de que el testigo tenga la certeza moral de que no hay impedimentos
que invaliden el matrimonio al que va a asistir. Esta obligación de cerciorarse del
LA FORMA MATRIMONIAL
14
estado de libertad de los contrayentes corresponde, en primer lugar, a quien tiene la
facultad originaria de asistir (habitualmente, el párroco), y, secundariamente, a quien
asiste en función de una delegación especial. Por ese motivo, el c. 1113 pide que la
investigación sobre el estado de libertad se realice antes de conceder la delegación
especial. En el caso de delegación general, evidentemente no se pide que se haga la
investigación antes de conceder la delegación (pues ésta se concederá para un
número indeterminado de matrimonios): la realizará el delegado como la haría quien
tiene la facultad originaria (c. 1114).
La omisión de la investigación mencionada no invalida ni la delegación
concedida ni el matrimonio celebrado, el cual podría de todas formas ser nulo
porque, efectivamente, uno de los cónyuges estuviera válidamente casado, con
independencia de la ausencia de investigación.
Por otro lado, el c. 1114 establece que, quien asiste con una delegación general,
para hacerlo lícitamente, deberá pedir al párroco delegante (de la parroquia donde se
celebrará el matrimonio) la licencia antes de cada matrimonio al que asiste en
actuación de la delegación recibida.
B. Para la validez del matrimonio, decíamos que debe intervenir el Ordinario o
el párroco del lugar donde se celebra el matrimonio: ya sea porque asiste
personalmente o porque concede la delegación a otro. Dentro de la propia
circunscripción, asisten válidamente al matrimonio de cualquier fiel, sea o no súbdito
suyo.
Por evidentes motivos (sobre todo pastorales), el c. 1115 aconseja que el
matrimonio se celebre en la parroquia donde, al menos, uno de los cónyuges tiene el
domicilio o cuasi-domicilio (de los que trata el c. 102), o donde moren durante un
mes o donde se encuentren de hecho, si no tienen domicilio fijo. Pero el mismo c.
1115 admite que puede no hacerse así; para ese caso establece (siempre para la
celebración lícita) que pidan la licencia del propio Ordinario o del párroco, quienes
quieran casarse en otra parroquia o en otra diócesis.
C. Por lo que se refiere al lugar de la celebración, el Código distingue si se trata de
un matrimonio sacramental (tanto si se celebra entre dos católicos como si se trata de
un matrimonio mixto, entre un católico y un bautizado acatólico) o si no es
sacramental, es decir, el que contrae un bautizado con un no bautizado.
a) En el primer caso, tanto si se trata de la parroquia propia de los esposos como
si no, el c. 1118 establece que, como norma general, ha de celebrarse en la iglesia
parroquial. Añade que, con licencia del Ordinario del lugar o del párroco, puede
celebrarse en otra iglesia (en los términos del c. 1214) u oratorio (cfr. c. 1223).
No está claro si el párroco que ha de autorizar es el de la parroquia donde se celebra el
matrimonio, o el párroco propio de los esposos. VEGA concluye que habrá que estar al
derecho particular.
Además de la posibilidad de autorizar la celebración en otra iglesia u oratorio
(autorización que compete al Ordinario y al párroco), el matrimonio puede ser
LA FORMA MATRIMONIAL
15
celebrado en otro lugar digno, sagrado (por ejemplo una capilla privada) o, incluso,
no sagrado; en este caso, solamente el Ordinario y no ya el párroco puede autorizarlo
(c. 1118 § 2).
No hay restricciones respecto de la celebración en casas privadas, en las iglesias
de los seminarios, y en las capillas de las casas religiosas. No se requiere una causa
grave para autorizarla, sino que queda a la prudencia del Ordinario.
b) En el caso de matrimonio con no bautizado (con disparidad de culto) , en
cambio, el c. 1118 § 3, deja un amplio margen de discrecionalidad en la elección del
lugar de celebración, sin prohibir, de entrada, la celebración en una iglesia.
D. La forma litúrgica de celebración. Dijimos anteriormente que la incidencia de la
intervención del testigo cualificado en la validez del matrimonio, se reduce a que,
dando por supuesto que goza de la facultad de asistir, pide y recibe el
consentimiento en nombre de la Iglesia, con independencia de las palabras y los ritos
empleados. Por ese motivo, el c. 1119 establece que “fuera del caso de necesidad, en
la celebración del matrimonio se deben observar los ritos prescritos en los libros
litúrgicos aprobados por la Iglesia o introducidos por costumbres legítimas”.
Por otro lado, el c. 1120 prevé que las Conferencias Episcopales, con la
supervisión de la Santa Sede, pueden elaborar “un rito propio del matrimonio,
congruente con los usos de los lugares y de los pueblos adaptados al espíritu
cristiano; quedando, sin embargo, en pie la ley según la cual quien asiste al
matrimonio estando personalmente presente, debe pedir y recibir la manifestación
del consentimiento de los contrayentes”.
Toda celebración de un verdadero matrimonio contiene signos que son realmente
sagrados, con independencia de lo que entiendan los esposos y cuantos asisten a la boda: los
signos están precisamente para que los hombres puedan acceder a través de ellos a
realidades superiores; por ese motivo hay muchos grados de intelección y comprensión de
las realidades significadas por los signos (CARRERAS). En consecuencia, los ritos previstos en
la liturgia de la Iglesia no hacen, en sí mismos, el matrimonio-sacramento, aunque tienen una
innegable utilidad para subrayar el carácter sagrado del matrimonio y su esencial dimensión
eclesial; por eso, no se exigen para la validez del matrimonio: pueden no observarse “en
caso de necesidad”.
Lo establece también el Catecismo de la Iglesia Católica: “por esta razón, la Iglesia
exige ordinariamente para sus fieles la forma eclesiástica de la celebración del matrimonio”,
pues “el matrimonio sacramental es un acto litúrgico. Por tanto, es conveniente que sea
celebrado en la liturgia pública de la Iglesia” (n. 1631).
En ese sentido, conviene recordar que la sacramentalidad del matrimonio no proviene
de los ritos utilizados ni de la bendición del sacerdote, sino de la misma realidad de los
cónyuges que se encuentran incorporados a Cristo por el bautismo. La forma litúrgica que se
aconseja observar sirve, sin duda, para subrayar esa sacramentalidad. Con palabras del
teólogo alemán SCHEEBEN, el matrimonio se bendice no para que sea santo, sino porque es santo.
LA FORMA MATRIMONIAL
16
E. Los cc. 1121-1123 establecen por su parte la obligación de registrar el
matrimonio celebrado. En cuanto a las formalidades exigidas para el Registro,
remitimos a lo expuesto en la lección respectiva.
F. Un caso especial y del todo excepcional de celebración del matrimonio es la
llamada celebración secreta, también denominado en ocasiones matrimonio de
conciencia, del que se ocupan los c. 1130-1133. Consta de los mismos elementos que la
forma ordinaria: el testigo cualificado con facultad de asistir, los testigos comunes, y,
naturalmente, los cónyuges. Cuenta con una mínima e intrínseca publicidad, aunque
carezca de la que se podría llamar publicidad sociológica, porque, de hecho, un
matrimonio que se celebró en secreto no es apenas conocido socialmente.
Las características de la forma secreta de celebración son, principalmente, las
siguientes: se realizan en secreto las investigaciones previas al matrimonio; la
celebración misma se lleva a cabo en secreto, con el mínimo de personas exigidas por
la forma jurídica ordinaria; y se inscribe en el Archivo secreto de la Curia diocesana.
En efecto, el matrimonio así celebrado se registra en un libro especial de la curia
diocesana, en su archivo secreto. Están obligados a guardar secreto acerca de la
celebración, tanto el Ordinario como el asistente, los testigos comunes y los mismos
cónyuges. La obligación del secreto cesa si de su mantenimiento se deriva un grave
escándalo o injuria para la dignidad del matrimonio.
Este modo de celebrar puede admitirse en casos como, por ejemplo, de personas
que, de hecho, conviven maritalmente y son consideradas públicamente como
esposos, por lo que una celebración pública podría conllevar escándalo; o también,
ante una oposición obstinada e irracional de la familia al matrimonio, o ante de
graves dificultades que se derivarían de la celebración pública como consecuencia de
leyes civiles injustas que lo obstaculizan; o por graves motivos económicos, etc. En
cualquier caso, sólo el Ordinario del lugar puede autorizarlo por causa grave y
urgente, y evitando que pueda derivarse un fraude de la ley civil.
Conviene aclarar que la celebración secreta no es una forma extraordinaria de
celebración, sino ordinaria: de hecho, rigen los mismos elementos formales exigidos para la
validez de la forma ordinaria. Ni mucho menos se trata de una forma privada de celebración,
que no puede admitirse en atención a la naturaleza intrínsecamente social y eclesial del
matrimonio: es una forma ordinaria (y por lo tanto pública), aunque con una publicidad
mínima.
5. SOBRE LA FORMA EXTRAORDINARIA
Junto a la forma ordinaria de celebración que venimos considerando, el c. 1116
contiene otra modalidad de celebración, para los casos en los que resulta imposible o
extremamente gravoso acceder al testigo cualificado: la forma extraordinaria,
también llamada coram solis testibus (ante los testigos únicamente), pues la
característica de la misma es la ausencia del testigo cualificado.
El c. 1116 establece: “Si no hay alguien que sea competente conforme al derecho para
asistir al matrimonio, o no se puede acudir a él sin grave dificultad, quienes pretenden
LA FORMA MATRIMONIAL
17
contraer verdadero matrimonio pueden hacerlo válida y lícitamente estando presentes sólo
los testigos:
1. en peligro de muerte;
2. fuera de peligro de muerte, con tal de que se prevea prudentemente que esa
situación va a prolongarse durante un mes.
§ 2. En ambos casos, si hay otro sacerdote o diácono que pueda estar presente, ha de
ser llamado y debe presenciar el matrimonio juntamente con los testigos, sin perjuicio de la
validez del matrimonio sólo ante testigos”.
Los presupuestos objetivos del instituto son, alternativamente, la situación de
peligro de muerte, o bien la previsión, con certeza moral, de que transcurrirá un mes
antes de que pueda acudirse al testigo cualificado competente. En relación con esta
última, conviene aclarar que el hecho de que el párroco aparezca antes de que haya
transcurrido el mes, no invalida el matrimonio ya celebrado.
Los elementos personales de la celebración son, además de los cónyuges, los
testigos, para los que se requiere la misma capacidad mínima prevista para los
testigos comunes de la forma ordinaria: cfr. c. 1108. Los testigos pueden ser laicos o
clérigos. Si hay un sacerdote (evidentemente, que carece de la facultad de ser testigo
cualificado), ha de ser llamado para que esté presente en la celebración del
matrimonio, como establece con claridad el c. 1116 § 2, “sin perjuicio –añade– de la
validez del matrimonio sólo ante testigos”; y ello, para distinguir la presencia del
sacerdote en estos casos, de la intervención del testigo cualificado en la forma
ordinaria.
Una de las cuestiones que, durante la vigencia del Código precedente,
resultaron problemáticas en la interpretación de este instituto, fue qué puede
entenderse por grave dificultad (el grave incommodum, de la versión latina). De hecho,
durante la vigencia del Código de 1917, se produjeron algunos abusos que hubieron
de ser atajados. La dificultad que legitima el recurso a esta forma extraordinaria
puede ser física o moral (por ejemplo, en tiempo de persecución), pero no puede
entenderse que la hay si es la misma ley canónica la que impide celebrar el
matrimonio. En este sentido, no cabría apreciar la grave dificultad que hace posible
el recurso a la forma extraordinaria, en presencia de la prohibición del c. 1085 § 2,
que establece lo siguiente: “aun cuando el matrimonio anterior sea nulo o haya sido
disuelto por cualquier causa, no por eso es lícito contraer otro antes de que conste
legítimamente y con certeza la nulidad o disolución del precedente”.
Para salir al paso de los abusos que pudieran darse, se llegó a plantear la necesidad de
pedir la licencia del Ordinario para poder acceder a la forma extraordinaria; no se acogió la
propuesta, pues tal licencia sería difícilmente compatible con la razón de ser del instituto,
que opera, precisamente, cuando resulta difícil acudir al Ordinario.
En ese sentido, guiado por el propósito de evitar abusos en la aplicación de la forma
extraordinaria, el legislador introdujo la cláusula “quienes pretenden contraer verdadero
matrimonio...”. Aunque la interpretación de la cláusula no es completamente pacífica,
entendemos –también teniendo en cuenta los trabajos de redacción en el seno de la comisión
codificadora– que la expresión no da pie para exigir un suplemento de intención en los
contrayentes o un consentimiento particularmente cualificado. Más bien ha de servir para
LA FORMA MATRIMONIAL
18
subrayar la insustituibilidad del consentimiento, que ninguna potestad ni formalidad puede
suplir: de igual modo que la presencia de la forma ordinaria no suple las eventuales
deficiencias del consentimiento, la concurrencia de los requisitos del c. 1116 que aquí hemos
visto tampoco suple la insuficiencia de la voluntad matrimonial.
Para concluir, la previsión del c. 1116 debe ser considerada como un modo de
proteger el derecho al matrimonio (el ius connubii). Es un medio al servicio del ius
connubii, porque evita que se den casos en los que el ejercicio del derecho al
matrimonio quede frustrado por motivos formales. En efecto, el Derecho entiende
que el ius connubii ha de ser facilitado con el recurso a otros medios que suplan la
dificultad de acceder a la forma jurídica ordinaria; en consecuencia, tales medios
(incluso la forma civil de celebración, si se dan los elementos del c. 1116) pasan a ser
supuestos de forma de celebración del matrimonio canónico.
Así, aunque la celebración en forma extraordinaria es en ocasiones considerada
como una especie de celebración sin forma, o como una dispensa de la forma, en
realidad se trata de una forma canónica, extraordinaria precisamente, que opera en
atención a la imposibilidad o la grave dificultad de acudir a la forma jurídica
ordinaria.