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Homilía de Mons. Freddy Bretón, en la Misa de la Toma de Posesión de la Arquidiócesis de Santiago
Que la Virgen María nos alcance de Dios lo necesario para esta misión, y traiga también la
bendición para ustedes y para toda la humanidad.
Homilía Misa de la Toma de Posesión de la Arquidiócesis de Santiago
Sábado 18 de abril del 2015
Quiero saludar con particular cariño a cada uno de ustedes, los aquí presentes (...)
Es un gran honor para mí poder verlos en esta celebración. Imagínense lo que significará para
mí tener aquí presentes a tantos de ustedes; como por ejemplo, a mi profesora de intermedia,
doña Mariana Onofre de Fernández; y aunque no ha podido estar con nosotros hoy, saber que
siempre está pendiente de mí, mi profesora de tercero de primaria, Doña Gloria Taveras, quien
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por motivos de salud no está físicamente con nosotros. ¡Cuántos tesoros ha puesto Dios en
nuestro camino!
Deseo recordar con especial cariño a mi Padre y a mi Madre y a muchos parientes y amigos
que ahora nos acompañan desde el cielo. Ellos también disfrutan con nosotros esta
celebración.
Tengo muy presentes a los enfermos en sus casas o en los centros de salud, así como a las
personas recluidas en los diferentes centros penitenciarios. Así como a todos los que nos
acompañan a través de los medios de comunicación.
Pido para que a todos ellos llegue la bendición de Dios en esta hora.
Debíamos estar celebrando esta Eucaristía en nuestra Catedral Metropolitana, pero por no
haber espacio suficiente para todos, nos hemos congregado aquí, en este otro templo del
conocimiento y de los auténticos valores, que es la Pontificia Universidad Católica Madre y
Maestra.
Como saben todos ustedes, nos encontramos reunidos aquí porque debo asumir la nueva
responsabilidad que el Papa Francisco me encomienda.
Por supuesto, esta vez no llega el joven saludable, de pelo negro, enviado a Baní en el 98...
Pero les aseguro que, igual que aquella vez, también ahora vengo acompañado por la
fervorosa oración de muchos creyentes. De hecho, no sé cómo agradecer debidamente tanta
oferta de oración, además de incontables felicitaciones.
Como sabrán ustedes, nací en Canca, la de la Reina de los Ángeles y me crié en Licey San
José, a caballo sobre el río Licey; es decir, con un pie en Espaillat y otro en Santiago; después
de pasar cinco años en el Seminario San Pío X, en Licey, en 1968 (con 21 años de edad) pasé
a residir en el Seminario Santo Tomás de Aquino, en Santo Domingo.
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Cuando niño, caminaba de madrugada con mi padre unos ocho o nueve kilómetros, hasta el
Km. 5 de la carretera Duarte, pues hasta ahí llegaban las guaguas que por unos cinco o diez
centavos nos traían a la Ciudad de los Treinta Caballeros. Llegábamos, pues, a Santiago al
amanecer, a veces justo a la hora del desayuno en casa de algún pariente...
Ahora, después de un largo tiempo, el Papa Francisco me pone a recorrer de nuevo estos
caminos; así que, en guagua, a pie, o en lo que sea, debo realizar la honrosa tarea
encomendada. Y es lo que ya dije: muchas oraciones me preceden y me acompañan. Vengo,
pues, a cumplir esta misión confiando plenamente en el Señor.
Quiero agradecer de todo corazón el trato fraterno que, en todo, me ha dispensado el querido
amigo y ahora Arzobispo emérito Mons. Ramón De la Rosa, así como el auxiliar, Mons.
Valentín Reynoso (Plinio) ordenado Obispo precisamente en este mismo lugar.
Debo gratitud también especialmente a los sacerdotes y al personal de la Curia
Arquidiocesana, así como a muchos sacerdotes y fieles que se han esforzado por hacerme
placentera mi llegada.
Me consuela pensar que sumaré mi modesto trabajo al de Mons. De la Rosa y Mons. Plinio, y
al de otros obispos ilustres; así también como al de tantos sacerdotes y diáconos: unos son mis
queridos hermanos mayores y maestros; otros, compañeros de trabajo y de seminario; otros
fueron alumnos... Algunos, muy queridos, descansan ya junto al Señor. Los demás son jóvenes
sacerdotes, cuya buena fama trasciende las fronteras arquidiocesanas. Y por ahí vienen los
seminaristas, que son la esperanza; y también están las personas de la vida consagrada, gloria
de la Iglesia. Religiosas y religiosos, buenos servidores de la iglesia.
Valoro sobremanera la labor de los hombres y mujeres que en las distintas profesiones y
quehaceres dan testimonio constante de verdadera fe y de entrega sacrificada. Ahora debo unir
mi humilde aporte al de todos ellos y ellas. Y me complace hacerlo.
Por supuesto: no busco protagonismo (nunca lo he buscado). De hecho, solo me interesa ver a
Cristo resplandecer en cada persona. Pero a menudo me pregunto: ¿cómo se mostrará Cristo
si se pisotea al ser humano? ¿Cómo reinará el Señor si campea la corrupción y aumenta la
violencia?
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Ya se sabe que no es pequeño el desafío que tenemos. Hay que trabajar, educar, orar... Que
Dios nos acompañe, pues, en esta hora recia de nuestro ministerio.
¿Y qué decir ahora de toda la gente de Ocoa, de Peravia y de San Cristóbal; de la querida
Diócesis de Baní, de donde vengo?
Solo diré que con ellas aprendí este ministerio. ¡El sur me enseñó a ser obispo! Pero ahora
debo seguir aprendiendo, pues nunca se termina.
Creo que en la Diócesis de Baní llegamos a formar una cadena que será difícil de romper:
¡Tiene que durar para siempre lo que se construye en la fe!
Ahora solo les pido humildemente desde aquí: ¡No me olviden en sus oraciones!
En este día sábado, hemos querido honrar –según es tradición en la Iglesia– a la Santísima
Virgen María, Madre de nuestro Salvador. Estamos en la segunda semana del tiempo de
Pascua de Resurrección.
En la primera lectura del capítulo 5 de Miqueas, profeta contemporáneo de Isaías (s. VIII a. C),
se canta la gloria futura de la pequeña aldea llamada Belén, porque de ella saldrá el Mesías,
quien “pastoreará a su pueblo con la fuerza del Señor”; “se mostrará grande hasta los confines
de la tierra” y “Él será nuestra paz”.
Podríamos decir también nosotros siguiendo al salmista (salmo 86): “Qué pregón tan glorioso
para ti”, Arquidiócesis de Santiago; ¡qué gran noticia para toda la humanidad! “Él será nuestra
paz”. Cristo es nuestra paz.
Humilde aldea, y también humilde madre, por medio de quien Dios nos entrega al Redentor. Y
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el ser Poderoso no le impide ser “manso y humilde de corazón”.
Cristo, acata dócilmente la voluntad del Padre, que lo conduce hasta la cruz. Así acabamos de
escucharlo en el Santo Evangelio (Juan 19, 25-27). Y la humilde y afligida Madre estaba con Él
al pie de la cruz. Ella, oyente de la Palabra, en el momento de la sangre y del estertor, junto al
discípulo, escucha la voz de Jesús: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Luego dijo al discípulo: “Ahí
tienes a tu Madre. Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa”.
“He ahí a tu Madre” (Ecce mater tua), es precisamente el lema episcopal de Mons. Ramón De
la Rosa. Yo elegí como lema “Scío cúi crédidi”, ("sé de quién me he fiado"), de la segunda carta
de San Pablo a Timoteo (1,12), que acabamos de escuchar como segunda lectura de esta
celebración.
Y diré al respecto: Yo también quiero que Ella siga siendo Madre solícita del ministerio que
ahora el Papa Francisco me encomienda. No deseo ser discípulo huérfano, sino hijo obediente,
bajo la suave mirada de la Madre Santísima, figura de la Iglesia.
Que la Virgen María nos alcance de Dios lo necesario para esta misión, y traiga también la
bendición para ustedes y para toda la humanidad.
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