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Fe y Razón
OMNE VERUM A QUOCUMQUE DICATUR A SPIRITU SANCTO EST
Número 72 - Septiembre de 2012
EDITORIAL
2
Diez claves para el renacimiento o la renovación de la cultura católica
Equipo de Dirección
MAGISTERIO
4
Eclesiología de la Encíclica Lumen Gentium
por el Cardenal Joseph Ratzinger
TEOLOGÍA
24
Algunas observaciones a Iota Unum de Romano Amerio. III
por el Mons. Dr. Miguel Antonio Barriola
CIENCIA Y FE
33
La caja negra de Darwin. I
por el Ing. Daniel Iglesias Grèzes
FAMILIA Y VIDA
46
¿La paz de los cementerios?
por el Lic. Néstor Martínez Valls
50
Comunicado de los centros, agrupaciones y movimientos pro-vida del
Uruguay
por 19 organizaciones pro-vida
ORACIÓN
54
Salmo 117
de la Biblia de Jerusalén
1
Número 74 — Septiembre 2012
Diez claves para el renacimiento o la renovación de la
cultura católica
Equipo de Dirección
La cultura católica brota de la fe católica profesada, celebrada, vivida y rezada en clave de plena
fidelidad a Dios, a Jesucristo y a la Iglesia Católica, tanto en el nivel individual como en el nivel
colectivo.
La verdad objetiva existe y el ser humano puede conocerla y comunicarla a otros. El católico
debe practicar la filosofía en clave realista, no idealista.
De entre las muchas filosofías realistas posibles, el Magisterio de la Iglesia Católica reconoce un
valor muy especial a la filosofía tomista. El tomismo debe ser considerado como un elemento
fundamental, ejemplar e insustituible de la enseñanza y el ejercicio de la filosofía y la teología en
la Iglesia.
El catolicismo es la religión verdadera. La fundamentación de la fe católica debe practicarse en
clave apologética, no racionalista ni fideísta. Contra el relativismo imperante, se debe renovar la
apologética, en sus tres etapas clásicas (“demostración religiosa”, “demostración cristiana” y
“demostración católica”).
La misión evangelizadora de la Iglesia Católica es universal. Ningún grupo de personas debe ser
excluido de la meta pretendida por dicha misión. Por parte de la Iglesia, todo diálogo debe
practicarse en clave de evangelización.
El ateísmo (teórico o práctico) y el secularismo son hoy los principales enemigos de la fe
católica. La cultura católica debe incluir como uno de sus elementos principales el combate
contra el ateísmo y el secularismo.
El bien objetivo existe y el ser humano puede conocerlo y realizarlo. La filosofía moral y la
teología moral deben reafirmar la existencia y el valor de la ley moral natural.
Fe y Razón
El derecho humano a la vida y los derechos del matrimonio y la familia, hoy sometidos a una
gravísima agresión por parte de la cultura predominante en Occidente, son valores morales,
políticos y jurídicos fundamentales e irrenunciables. La cultura católica debe fundamentar y
reproponer firmemente dichos valores.
En la vida cristiana, todo (también la cultura) debe tener como objetivo la gloria de Dios y el
bien de los hombres. Superando la tendencia a un academicismo estéril, la cultura católica debe
tener siempre muy presentes las interrogantes, las dudas, las carencias, las objeciones, las
necesidades y los intereses de las mayorías, tendiendo muchos puentes entre la vida intelectual y
las actividades prácticas (pastorales, caritativas, políticas, etc.) de los católicos.
Teniendo en cuenta la escasez de recursos de sus representantes y el alto valor de Internet como
factor de democratización de la información, la cultura católica debe hacer un uso amplio,
generoso y prudente de la red de redes como un medio de expresión privilegiado.
3
Número 74 — Noviembre 2012
Eclesiología de la Encíclica Lumen Gentium
por el Cardenal Joseph Ratzinger
En el tiempo de la preparación del Concilio Vaticano II y también durante el Concilio mismo, el
cardenal Frings me relató a menudo un episodio sencillo, que evidentemente le había
impresionado profundamente. El Papa Juan XXIII no había fijado ningún tema concreto para el
Concilio, pero había invitado a los obispos del mundo entero a proponer sus prioridades, de
forma que de las experiencias vivas de la Iglesia universal brotara la temática de la que se debía
ocupar el Concilio.
También en la Conferencia episcopal alemana se discutió cuáles temas convenía proponer para la
reunión de los obispos. No sólo en Alemania, sino prácticamente en toda la Iglesia católica, se
opinaba que el tema debía ser la Iglesia: el concilio Vaticano I, interrumpido antes de concluir a
causa de la guerra franco-alemana, no había podido realizar totalmente su síntesis eclesiológica;
sólo había dejado un capítulo de eclesiología aislado. Tomar el hilo de entonces, tratando así de
llegar a una visión global de la Iglesia, parecía ser la tarea urgente del inminente concilio
Vaticano II.
A eso llevaba también el clima cultural de la época: el fin de la segunda guerra mundial había
implicado una profunda revisión teológica. La teología liberal, con una orientación totalmente
individualista, se había eclipsado por sí misma, y se había suscitado una nueva sensibilidad con
respecto a la Iglesia. No sólo Romano Guardini hablaba de un despertar de la Iglesia en las
almas. También el obispo evangélico Otto Dibelius acuñaba la fórmula del “siglo de la Iglesia”,
y Karl Barth daba a su dogmática, fundada en las tradiciones reformadas, el título programático
de Kirchliche Dogmatik (Dogmática eclesial): como decía, la dogmática presupone la Iglesia, sin
la Iglesia no existe.
Así, entre los miembros de la Conferencia episcopal alemana reinaba la opinión común de que el
tema debía ser la Iglesia. El anciano obispo Buchberger, de Ratisbona, que, por haber ideado el
Lexicon für Theologie und Kirche en diez volúmenes –hoy ya va por la tercera edición–, se había
granjeado estima y fama mucho más allá de su diócesis, pidió la palabra –así me lo contó el
arzobispo de Colonia– y dijo: “Queridos hermanos, en el Concilio ante todo debéis hablar de
Fe y Razón
Dios. Éste es el tema más importante”. Los obispos quedaron impresionados por la profundidad
de esas palabras. Como es natural, no podían limitarse a proponer sencillamente el tema de Dios.
Pero, al menos en el cardenal Frings, quedó una inquietud interior, y se preguntaba
continuamente cómo podíamos cumplir ese imperativo.
Este episodio me volvió a la mente cuando leí el texto de la conferencia con la que Johann
Baptist Metz se despidió, en 1993, de su cátedra de Münster. Quisiera citar de ese importante
discurso al menos algunas frases significativas. Dice Metz: “La crisis que ha afectado al
cristianismo europeo no es principalmente, o al menos exclusivamente, una crisis eclesial... La
crisis es más profunda: en efecto, no sólo tiene sus raíces en la situación de la Iglesia misma; ha
llegado a ser una crisis de Dios”. “De forma esquemática se podría decir: religión sí, Dios no;
pero este “no”, a su vez, no se ha de entender en el sentido categórico de los grandes ateísmos.
No existen ya grandes ateísmos. En realidad, el ateísmo actual ya puede volver a hablar de Dios,
de forma serena o tranquila, sin entenderlo verdaderamente...”. “También la Iglesia tiene una
concepción de la inmunización contra las crisis de Dios. Ya no habla hoy –como sucedió, por
ejemplo, todavía en el Concilio Vaticano I– de Dios, sino sólo –como, por ejemplo, en el último
Concilio– del Dios anunciado por medio de la Iglesia. La crisis de Dios se cifra
eclesiológicamente”.
Estas palabras, en labios del creador de la teología política, deben llamar nuestra atención. Nos
recuerdan, en primer lugar, con razón, que el Concilio Vaticano II no fue sólo un concilio
eclesiológico, sino ante todo y sobre todo, habló de Dios –y no solamente dentro de la
cristiandad, sino también dirigiéndose al mundo–, del Dios que es Dios de todos, que salva a
todos y es accesible a todos. ¿Es verdad que el Vaticano II, como parece decir Metz, sólo recogió
la mitad de la herencia del anterior Concilio? Es evidente que una relación dedicada a la
eclesiología del Concilio debe plantearse esa pregunta.
Quisiera anticipar inmediatamente mi tesis de fondo: el Vaticano II quiso claramente insertar y
subordinar el discurso sobre la Iglesia al discurso sobre Dios; quiso proponer una eclesiología en
sentido propiamente teo-lógico, pero la acogida del Concilio hasta ahora ha omitido esta
característica determinante, privilegiando algunas afirmaciones eclesiológicas; se ha fijado en
algunas palabras aisladas, llamativas, y así no ha captado todas las grandes perspectivas de los
padres conciliares.
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Número 74 — Noviembre 2012
Algo análogo se puede decir a propósito del primer texto que elaboró el Vaticano II: la
constitución Sacrosanctum Concilium sobre la sagrada liturgia. Al inicio, el hecho de que fuera
la primera se debió a motivos prácticos. Pero, retrospectivamente, se debe decir que, en la
arquitectura del Concilio, tiene un sentido preciso: lo primero es la adoración. Y, por tanto, Dios.
Este inicio corresponde a las palabras de la Regla benedictina: “Operi Dei nihil praeponatur”.
La constitución sobre la Iglesia –Lumen gentium–, que fue el segundo texto conciliar, debería
considerarse vinculada interiormente a la anterior. La Iglesia se deja guiar por la oración, por la
misión de glorificar a Dios. La eclesiología, por su naturaleza, guarda relación con la liturgia. Y,
por tanto, también es lógico que la tercera constitución –Dei Verbum– hable de la palabra de
Dios, que convoca a la Iglesia y la renueva en todo tiempo. La cuarta constitución –Gaudium et
spes– muestra cómo se realiza la glorificación de Dios en la vida activa, cómo se lleva al mundo
la luz recibida de Dios, pues sólo así se convierte plenamente en glorificación de Dios.
Ciertamente, en la historia del posconcilio la constitución sobre la liturgia no fue comprendida a
partir de este fundamental primado de la adoración, sino más bien como un libro de recetas sobre
lo que podemos hacer con la liturgia. Mientras tanto, los creadores de la liturgia, ocupados como
están de modo cada vez más apremiante en reflexionar sobre cómo pueden hacer que la liturgia
sea cada vez más atractiva, comunicativa, de forma que la gente participe cada vez más
activamente, no han tenido en cuenta que, en realidad, la liturgia se “hace” para Dios y no para
nosotros mismos. Sin embargo, cuanto más la hacemos para nosotros mismos, tanto menos
atractiva resulta, porque todos perciben claramente que se ha perdido lo esencial.
Ahora bien, por lo que atañe a la eclesiología de la Lumen gentium, han quedado ante todo en la
conciencia de la gente algunas palabras clave: la idea de pueblo de Dios, la colegialidad de los
obispos como revalorización del ministerio episcopal frente al primado del Papa, la
revalorización de las Iglesias locales frente a la Iglesia universal, la apertura ecuménica del
concepto de Iglesia y la apertura a las demás religiones; y, por último, la cuestión del estado
específico de la Iglesia católica, que se expresa en la fórmula según la cual la Iglesia una, santa,
católica y apostólica, de la que habla el Credo, “subsistit in Ecclesia catholica”. Ahora dejo esta
famosa fórmula sin traducir porque, como era de prever, se le han dado las interpretaciones más
contradictorias: desde la idea de que expresa la singularidad de la Iglesia católica unida al Papa,
Fe y Razón
hasta la idea de que expresa una equiparación con todas las demás Iglesias cristianas y de que la
Iglesia católica ha abandonado su pretensión de especificidad.
En una primera fase de la acogida del Concilio, junto con el tema de la colegialidad, domina el
concepto de pueblo de Dios, que, entendido muy pronto totalmente a partir del uso lingüístico
político general de la palabra pueblo, en el ámbito de la teología de la liberación, se comprendió,
con el uso de la palabra marxista de pueblo, como contraposición a las clases dominantes y, en
general, aún más ampliamente, en el sentido de la soberanía del pueblo, que ahora, por fin, se
debería aplicar también a la Iglesia.
Eso, a su vez, suscitó amplios debates sobre las estructuras, en los cuales se interpretó, según las
diversas situaciones, al estilo occidental, como “democratización”, o en el sentido de las
“democracias populares” orientales.
Poco a poco estos “fuegos artificiales de palabras” (N. Lohfink) en torno al concepto de pueblo
de Dios se han ido apagando, por una parte, y principalmente, porque estos juegos de poder se
han vaciado de sí mismos y debían ceder el lugar al trabajo ordinario en los consejos
parroquiales; pero, por otra, también porque un sólido trabajo teológico ha mostrado de modo
incontrovertible que eran insostenibles esas politizaciones de un concepto procedente de un
ámbito totalmente diverso.
Como resultado de análisis exegéticos esmerados, el exegeta de Bochum Werner Berg, por
ejemplo, afirma: “A pesar del escaso número de pasajes que contienen la expresión pueblo de
Dios –desde este punto de vista pueblo de Dios es un concepto bíblico más bien raro– se puede
destacar algo que tienen en común: la expresión pueblo de Dios manifiesta el parentesco con
Dios, la relación con Dios, el vínculo entre Dios y lo que se designa como pueblo de Dios; por
tanto, una dirección vertical. La expresión se presta menos a describir la estructura jerárquica de
esta comunidad, sobre todo si el pueblo de Dios es descrito como interlocutor de los ministros...
A partir de su significado bíblico, la expresión no se presta tampoco a un grito de protesta contra
los ministros: 'nosotros somos el pueblo de Dios'”.
El profesor de teología fundamental de Paderborn Josef Meyer zu Schlochtern concluye la reseña
sobre la discusión en torno al concepto de pueblo de Dios observando que la constitución del
Vaticano II sobre la Iglesia termina el capítulo correspondiente “designando la estructura
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trinitaria como fundamento de la última determinación de la Iglesia”. Así, la discusión vuelve al
punto esencial: la Iglesia no existe para sí misma, sino que debería ser el instrumento de Dios
para reunir a los hombres en torno a sí, para preparar el momento en que “Dios será todo en
todos” (1 Co 15,28). Precisamente se había abandonado el concepto de Dios en los “fuegos
artificiales” en torno a esta expresión y así había quedado privado de su significado.
En efecto, una Iglesia que exista sólo para sí misma es superflua. Y la gente lo nota enseguida.
La crisis de la Iglesia, tal como se refleja en el concepto de pueblo de Dios, es “crisis de Dios”;
deriva del abandono de lo esencial. Lo único que queda es una lucha por el poder. Y esa lucha ya
se produce en muchas partes del mundo; para ella no hace falta la Iglesia.
Ciertamente, se puede decir que más o menos a partir del Sínodo extraordinario de 1985, que
debía tratar de hacer una especie de balance de veinte años de posconcilio, se está difundiendo
una nueva tentativa, que consiste en resumir el conjunto de la eclesiología conciliar en el
concepto básico: “eclesiología de comunión”.
Me alegró esta nueva forma de centrar la eclesiología y, en la medida de mis posibilidades,
también traté de prepararla. Por lo demás, ante todo es preciso reconocer que la palabra
comunión no ocupa en el Concilio un lugar central. A pesar de ello, si se entiende correctamente,
puede servir de síntesis para los elementos esenciales del concepto cristiano de la eclesiología
conciliar.
Todos los elementos esenciales del concepto cristiano de comunión se encuentran reunidos en el
famoso pasaje de la primera carta de san Juan, que se puede considerar el criterio de referencia
para cualquier interpretación cristiana correcta de la comunión: “Lo que hemos visto y oído, os
lo anunciamos a vosotros, a fin de que viváis también en comunión con nosotros. Y esta
comunión nuestra es con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Os escribimos esto para que nuestro
gozo sea perfecto” (1 Jn 1,3).
Lo primero que se puede destacar de ese texto es el punto de partida de la comunión: el
encuentro con el Hijo de Dios, Jesucristo, llega a los hombres a través del anuncio de la Iglesia.
Así nace la comunión de los hombres entre sí, la cual, a su vez, se funda en la comunión con el
Dios uno y trino.
A la comunión con Dios se accede a través de la realización de la comunión de Dios con el
hombre, que es Cristo en persona; el encuentro con Cristo crea comunión con Él mismo y, por
Fe y Razón
tanto, con el Padre en el Espíritu Santo, y, a partir de ahí, une a los hombres entre sí. Todo esto
tiene como finalidad el gozo perfecto: la Iglesia entraña una dinámica escatológica.
En la expresión “gozo perfecto” se percibe la referencia a los discursos de despedida de Jesús y,
por consiguiente, al misterio pascual y a la vuelta del Señor en las apariciones pascuales, que
tiende a su vuelta plena en el nuevo mundo: “Vosotros os entristeceréis, pero vuestra tristeza se
convertirá en gozo. (...) De nuevo os veré, y se alegrará vuestro corazón (...). Pedid y recibiréis,
para que vuestro gozo sea perfecto” (Jn 16,20.22.24). Si se compara la última frase citada con Lc
11,13 –la invitación a la oración en San Lucas– aparece claro que “gozo” y “Espíritu Santo” son
equivalentes y que, en 1 Jn 1,3, detrás de la palabra gozo se oculta el Espíritu Santo, sin
mencionarlo expresamente.
Así pues, a partir de este marco bíblico, la palabra comunión tiene un carácter teológico,
cristológico, histórico-salvífico y eclesiológico. Por consiguiente, encierra también la dimensión
sacramental, que en San Pablo aparece de forma plenamente explícita: “El cáliz de bendición que
bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es la
comunión del cuerpo de Cristo? Porque el pan es uno, aun siendo muchos, somos un solo cuerpo,
pues todos participamos de ese único pan...” (1 Co 10,16-17).
La eclesiología de comunión es, en su aspecto más íntimo, una eclesiología eucarística. Se sitúa
muy cerca de la eclesiología eucarística, que teólogos ortodoxos han desarrollado de modo
convincente en nuestro siglo. En ella, la eclesiología se hace más concreta y, a pesar de ello,
sigue siendo totalmente espiritual, trascendente y escatológica.
En la Eucaristía, Cristo, presente en el pan y en el vino, y dándose siempre de forma nueva,
edifica la Iglesia como su cuerpo, y por medio de su cuerpo resucitado nos une al Dios uno y
trino y entre nosotros. La Eucaristía se celebra en los diversos lugares y, a pesar de ello, al
mismo tiempo es siempre universal, porque existe un solo Cristo y un solo cuerpo de Cristo. La
Eucaristía incluye el servicio sacerdotal de la “representación de Cristo” y, por tanto, la red del
servicio, la síntesis de unidad y multiplicidad, que se manifiesta ya en la palabra comunión. Así,
se puede decir, sin lugar a dudas, que este concepto entraña una síntesis eclesiológica, que une el
discurso de la Iglesia al discurso de Dios y a la vida que procede de Dios y que se vive con Dios;
una síntesis que recoge todas las intenciones esenciales de la eclesiología del Vaticano II y las
relaciona entre sí de modo correcto.
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Por todos estos motivos, me alegré y expresé mi gratitud cuando el Sínodo de 1985 puso en el
centro de la reflexión el concepto de comunión. Sin embargo, los años sucesivos mostraron que
ninguna palabra está exenta de malentendidos, ni siquiera la mejor o la más profunda. A medida
que la palabra comunión se fue convirtiendo en un eslogan fácil, se fue opacando y
desnaturalizando. Como sucedió con el concepto de pueblo de Dios, también con respecto a
comunión se realizó una progresiva horizontalización, el abandono del concepto de Dios. La
eclesiología de comunión comenzó a reducirse a la temática de la relación entre la Iglesia
particular y la Iglesia universal, que a su vez se centró cada vez más en el problema de la
división de competencias entre la una y la otra.
Naturalmente, se difundió de nuevo el motivo del “igualitarismo”, según el cual en la comunión
sólo podría haber plena igualdad. Así se llegó de nuevo exactamente a la discusión de los
discípulos sobre quién era el más grande, y resulta evidente que esta discusión en ninguna
generación tiende a desaparecer. San Marcos lo relata con mayor relieve (cf. Mc 9,33-37). De
camino hacia Jerusalén, Jesús había anunciado por tercera vez a sus discípulos su próxima
pasión. Al llegar a Cafarnaúm, les preguntó de qué habían discutido entre sí a lo largo del
camino. “Pero ellos callaban”, porque habían discutido sobre quién de ellos era el más grande,
es decir, una especie de discusión sobre el primado.
¿No sucede hoy eso mismo? Mientras el Señor va hacia su pasión; mientras la Iglesia, y en ella
Él mismo, sufre, nosotros nos dedicamos a discutir sobre nuestro tema preferido, sobre nuestros
derechos de precedencia. Y si Cristo viniera a nosotros y nos preguntara de qué estábamos
hablando, sin duda nos sonrojaríamos y callaríamos.
Esto no quiere decir que en la Iglesia no se deba discutir también sobre el recto ordenamiento y
sobre la asignación de las responsabilidades. Desde luego, habrá desequilibrios, que deben
corregirse. Naturalmente, se puede dar un centralismo romano excesivo, que como tal se debe
señalar y purificar. Pero esas cuestiones no pueden distraer del auténtico cometido de la Iglesia:
la Iglesia no debe hablar principalmente de sí misma, sino de Dios; y sólo para que esto suceda
de modo puro, hay también reproches intraeclesiales, que deben tener como guía la correlación
del discurso sobre Dios y sobre el servicio común. En conclusión, no por casualidad en la
tradición evangélica se repiten en varios contextos las palabras de Jesús, según las cuales los
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últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos, como en un espejo, que afecta
siempre a todos.
Frente a la reducción que se verificó con respecto al concepto de comunión después de 1985, la
Congregación para la Doctrina de la Fe creyó conveniente preparar la Carta a los obispos de la
Iglesia católica sobre algunos aspectos de la Iglesia considerada como comunión (Communionis
notio), que se publicó con fecha 28 de mayo de 1992. Dado que en la actualidad muchos
teólogos, para cuidar de su celebridad, sienten el deber de dar una valoración negativa a los
documentos de la Congregación para la Doctrina de la Fe, sobre ese texto llovieron las críticas, y
fue poco lo que se salvó de ellas. Se criticó sobre todo la frase según la cual la Iglesia universal
es una realidad ontológica y temporalmente previa a cada concreta Iglesia particular.
Esto en el texto se hallaba fundado brevemente con la referencia al hecho de que según los
santos Padres la Iglesia una y única precede la creación y da a luz a las Iglesias particulares (cf.
Communionis notio, 9). Los santos Padres prosiguen así una teología rabínica que había
concebido como preexistentes la Torah (Ley) e Israel: la creación habría sido concebida para que
en ella existiera un espacio para la voluntad de Dios, pero esta voluntad necesitaba un pueblo que
viviera para la voluntad de Dios y constituyera la luz del mundo. Dado que los Padres estaban
convencidos de la identidad última entre la Iglesia e Israel, no podían ver en la Iglesia algo
casual, surgido a última hora, sino que reconocían en esta reunión de los pueblos bajo la voluntad
de Dios la teleología interior de la creación.
A partir de la cristología, la imagen se ensancha y se profundiza: la historia –nuevamente en
relación con el Antiguo Testamento– se explica como historia de amor entre Dios y el hombre.
Dios encuentra y se prepara la esposa del Hijo, la única esposa, que es la única Iglesia. A partir
de las palabras del Génesis, según las cuales el hombre y la mujer serán “una sola carne” (Gn
2,24), la imagen de la esposa se fundió con la idea de la Iglesia como cuerpo de Cristo, metáfora
que a su vez deriva de la liturgia eucarística. El único cuerpo de Cristo es preparado; Cristo y la
Iglesia serán “una sola carne”, un cuerpo, y así “Dios será todo en todos”. Esta prioridad
ontológica de la Iglesia universal, de la única Iglesia y del único cuerpo, de la única Esposa, con
respecto a las realizaciones empíricas concretas en cada una de las Iglesias particulares, me
parece tan evidente, que me resulta difícil comprender las objeciones planteadas.
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En realidad, sólo me parecen posibles si no se quiere y ya no se logra ver la gran Iglesia ideada
por Dios –tal vez por desesperación, a causa de su insuficiencia terrena–; hoy se la considera
como fruto de la fantasía teológica y, por tanto, sólo queda la imagen empírica de las Iglesias en
su relación recíproca y con sus conflictos. Pero esto significa que se elimina a la Iglesia como
tema teológico. Si sólo se puede ver a la Iglesia en las organizaciones humanas, entonces en
realidad únicamente queda desolación. En ese caso no se abandona solamente la eclesiología de
los santos Padres, sino también la del Nuevo Testamento y la concepción de Israel en el Antiguo
Testamento. Por lo demás, en el Nuevo Testamento no es necesario esperar hasta las cartas
deutero-paulinas y al Apocalipsis para encontrar la prioridad ontológica, reafirmada por la
Congregación para la Doctrina de la Fe, de la Iglesia universal con respecto a las Iglesias
particulares. En el corazón de las grandes cartas paulinas, en la carta a los Gálatas, el Apóstol nos
habla de la Jerusalén celestial y no como una grandeza escatológica, sino como una realidad que
nos precede: “Esta Jerusalén es nuestra madre” (Ga 4,26). Al respecto, H. Schlier destaca que
para San Pablo, como para la tradición judaica en la que se inspira, la Jerusalén celestial es el
nuevo eón. Pero para el Apóstol este nuevo eón ya está presente “en la Iglesia cristiana. Ésta es
para él la Jerusalén celestial en sus hijos”.
Aunque la prioridad ontológica de la única Iglesia no se puede negar seriamente, no cabe duda
de que la cuestión relativa a la prioridad temporal es más difícil. La carta de la Congregación
para la Doctrina de la Fe remite aquí a la imagen lucana del nacimiento de la Iglesia en
Pentecostés por obra del Espíritu Santo. Ahora no quiero discutir la cuestión de la historicidad de
este relato. Lo que cuenta es la afirmación teológica, que interesa a San Lucas. La Congregación
para la Doctrina de la Fe llama la atención sobre el hecho de que la Iglesia tiene su inicio en la
comunidad de los ciento veinte, reunida en torno a María, sobre todo en la renovada comunidad
de los Doce, que no son miembros de una Iglesia local, sino que son los Apóstoles, los que
llevarán el Evangelio hasta los confines de la tierra.
Para esclarecer aún más la cuestión, se puede añadir que ellos, en su número de doce, son al
mismo tiempo el antiguo y el nuevo Israel, el único Israel de Dios, que ahora –como desde el
inicio se hallaba contenido fundamentalmente en el concepto de pueblo de Dios– se extiende a
todas las naciones y funda en todos los pueblos el único pueblo de Dios. Esta referencia se ve
reforzada por otros dos elementos: la Iglesia en este momento de su nacimiento habla ya en todas
las lenguas. Los Padres de la Iglesia, con razón, interpretaron este relato del milagro de las
Fe y Razón
lenguas como una anticipación de la Catholica –la Iglesia desde el primer instante está orientada
“kat'holon”–, abarca todo el universo.
A eso corresponde el hecho de que San Lucas describe al grupo de los oyentes como peregrinos
procedentes de toda la tierra, sobre la base de una tabla de doce pueblos; así quería mostrar que
el auditorio simbolizaba la totalidad de los pueblos. San Lucas enriqueció esa tabla helenística de
los pueblos con un decimotercer nombre: los romanos; de esta forma, sin duda, quería subrayar
aún más la idea del Orbis. No expresa exactamente el sentido del texto de la Congregación para
la Doctrina de la Fe Walter Kasper cuando, al respecto, dice que la comunidad originaria de
Jerusalén fue de hecho Iglesia universal e Iglesia particular al mismo tiempo; prosigue:
“Ciertamente, esto constituye una elaboración lucana, pues, desde el punto de vista histórico,
probablemente ya desde el inicio existían más comunidades: además de la comunidad de
Jerusalén, probablemente existía también la comunidad de Galilea”.
Aquí no se trata de la cuestión, para nosotros en definitiva irresoluble, de saber exactamente
cuándo y dónde surgieron por primera vez las comunidades cristianas, sino del inicio interior de
la Iglesia en el tiempo, que San Lucas quiere describir y que, más allá de toda indicación
empírica, nos lleva a la fuerza del Espíritu Santo. Pero, sobre todo, no se hace justicia al relato
lucano si se dice que la “comunidad originaria de Jerusalén” era al mismo tiempo Iglesia
universal e Iglesia local. La primera realidad en el relato de San Lucas no es una comunidad
jerosolimitana originaria; la primera realidad es que, en los Doce, el antiguo Israel, que es único,
se convierte en el nuevo y que ahora este único Israel de Dios, por medio del milagro de las
lenguas, aun antes de ser la representación de una Iglesia local jerosolimitana, se muestra como
una unidad que abarca todos los tiempos y todos los lugares.
En los peregrinos presentes, que provienen de todos los pueblos, esa Iglesia abraza
inmediatamente también a todos los pueblos del mundo. Tal vez no es necesario atribuir
demasiado valor a la cuestión de la precedencia temporal de la Iglesia universal, que San Lucas
en su relato propone claramente. Pero sigue siendo importante que la Iglesia, en los Doce, es
engendrada por el único Espíritu, desde el primer instante, para todos los pueblos y, por
consiguiente, también desde el primer momento está orientada a expresarse en todas las culturas
y precisamente así destinada a ser el único pueblo de Dios: no una comunidad local que crece
lentamente, sino la levadura, siempre orientada al conjunto; por tanto, encierra en sí una
universalidad desde el primer instante.
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La resistencia contra las afirmaciones de la precedencia de la Iglesia universal con respecto a las
Iglesias particulares es teológicamente difícil de comprender o, incluso, incomprensible. Sólo
resulta comprensible a partir de una sospecha, que sintéticamente se ha formulado así:
“Totalmente problemática resulta la fórmula, si la única Iglesia universal se identifica
tácitamente con la Iglesia romana, de facto con el Papa y la Curia. Si esto sucede, entonces la
carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe no se puede entender como una contribución
al esclarecimiento de la eclesiología de comunión; se debe comprender como su abandono y
como el intento de una restauración del centralismo romano”.
En ese texto la identificación de la Iglesia universal con el Papa y la Curia se introduce primero
como hipótesis, como peligro, pero luego parece atribuirse de hecho a la carta de la
Congregación para la Doctrina de la Fe, a la que así se presenta como restauración teológica y,
por tanto, como alejamiento del Concilio Vaticano II.
Este salto de interpretación sorprende, pero constituye sin duda una sospecha muy difundida. Es
una expresión concreta de una acusación que se escucha en muchas partes, y que manifiesta
también una creciente incapacidad de representarse algo concreto bajo la Iglesia universal, bajo
la Iglesia una, santa y católica. Como único elemento configurante quedan el Papa y la Curia, y
si se les da una clasificación demasiado alta desde el punto de vista teológico, es comprensible
que se vean como una amenaza.
Así, después de lo que sólo aparentemente ha sido un excursus, nos encontramos concretamente
frente a la cuestión de la interpretación del Concilio. La pregunta que nos planteamos ahora es la
siguiente: ¿Qué idea de Iglesia universal tiene propiamente el Concilio? No se puede decir, con
verdad, que la carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe “identifica tácitamente la
Iglesia universal con la Iglesia romana, de facto con el Papa y la Curia”. Esta tentación surge
cuando anteriormente se identifica la Iglesia local de Jerusalén con la Iglesia universal, es decir,
cuando se reduce el concepto de Iglesia a las comunidades que aparecen empíricamente y se
pierde de vista su profundidad teológica.
Conviene volver, con estos interrogantes, al texto mismo del Concilio. Inmediatamente la
primera frase de la constitución sobre la Iglesia aclara que el Concilio no considera a la Iglesia
como una realidad cerrada en sí misma, sino que la ve a partir de Cristo: “Cristo es la luz de los
Fe y Razón
pueblos. Por eso este sacrosanto Sínodo, reunido en el Espíritu Santo, desea vehementemente
iluminar a todos los hombres con la luz de Cristo, que resplandece sobre el rostro de la Iglesia”
(Lumen gentium, 1). En el fondo se aprecia ahí la imagen presente en la teología de los santos
Padres, que ve en la Iglesia la luna, la cual no tiene de por sí luz propia, sino que refleja la luz del
sol, Cristo. Así la eclesiología aparece como dependiente de la cristología, vinculada a ella. Pero,
dado que nadie puede hablar correctamente de Cristo, del Hijo, sin hablar al mismo tiempo del
Padre; y dado que no se puede hablar correctamente del Padre y del Hijo sin ponerse a la escucha
del Espíritu Santo, la visión cristológica de la Iglesia se ensancha necesariamente hasta
convertirse en una eclesiología trinitaria (cf. ib., 2-4).
El discurso sobre la Iglesia es un discurso sobre Dios, y sólo así es correcto. En esta apertura
trinitaria, que ofrece la clave para una correcta lectura de todo el texto, aprendemos, a partir de
las realizaciones históricas concretas, y en todas ellas, lo que es la Iglesia una, santa, lo que
significa “Iglesia universal”. Esto se esclarece aún más cuando sucesivamente se muestra el
dinamismo interior de la Iglesia hacia el reino de Dios. La Iglesia, precisamente porque se ha de
comprender teo-lógicamente, se trasciende a sí misma: es la reunión para el reino de Dios, la
irrupción en él. Luego se presentan brevemente las diversas imágenes de la Iglesia, todas las
cuales representan a la única Iglesia: esposa, casa de Dios, familia de Dios, templo de Dios, la
ciudad santa, nuestra madre, la Jerusalén celestial, la grey de Dios, etc. Al final, eso se concreta
ulteriormente. Recibimos una respuesta muy práctica a la pregunta: ¿qué es esta única Iglesia
universal, la cual precede ontológica y temporalmente a las Iglesias locales? ¿Dónde está?
¿Dónde podemos verla actuar?
La constitución responde hablándonos de los sacramentos. En primer lugar está el bautismo: es
un acontecimiento trinitario, es decir, totalmente teológico, mucho más que una socialización
vinculada a la Iglesia local, como, por desgracia, a menudo se dice hoy, desnaturalizando el
concepto. El bautismo no deriva de la comunidad concreta; nos abre la puerta a la única Iglesia;
es la presencia de la única Iglesia, y sólo puede brotar a partir de ella, de la Jerusalén celestial, de
la nueva madre. Al respecto, el conocido ecumenista Vinzenz Pfnür ha dicho recientemente: el
bautismo es ser insertados “en el único cuerpo de Cristo, abierto para nosotros en la cruz (cf. Ef
2,16), en el que... son bautizados por medio del único Espíritu (cf. 1 Co 12,13), lo cual es
esencialmente mucho más que el anuncio bautismal común en muchos lugares: hemos acogido
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en nuestra comunidad...”. En el bautismo llegamos a ser miembros de este único cuerpo, “lo cual
no debe confundirse con la pertenencia a una Iglesia local. De él forma parte la única esposa y el
único episcopado..., en el cual, como dice San Cipriano, sólo se participa en la comunión de los
obispos”.
En el bautismo la Iglesia universal precede continuamente a la Iglesia local y la constituye.
Basándose en esto, la carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre la comunión
puede decir que en la Iglesia no hay extranjeros: cada uno en cualquier parte está en su casa, y no
es huésped. Siempre se trata de la única Iglesia, la única y la misma. Quien es bautizado en
Berlín, está en su casa en la Iglesia en Roma o en Nueva York o en Kinshasa o en Bangalore o en
cualquier otro lugar, del mismo modo que en la Iglesia donde fue bautizado. No debe registrarse
de nuevo, pues la Iglesia es única. El bautismo viene de ella y da a luz en ella. Quien habla del
bautismo, de por sí habla también de la palabra de Dios, que para la Iglesia entera es sólo una, y
continuamente la precede en todos los lugares, la convoca y la edifica. Esta palabra está por
encima de la Iglesia y, a pesar de ello, está en ella, ha sido encomendada a ella como sujeto vivo.
Para estar presente de modo eficaz en la historia, la palabra de Dios necesita este sujeto, pero
este sujeto, a su vez, no subsiste sin la fuerza vivificante de la palabra, que ante todo la hace
sujeto. Cuando hablamos de la palabra de Dios, nos referimos también al Credo, que está en el
centro del evento bautismal; es la modalidad con la que la Iglesia acoge la palabra y la hace
propia, siendo de algún modo palabra y, al mismo tiempo, respuesta. También aquí está presente
la Iglesia universal, la única Iglesia, de modo muy concreto y perceptible.
El texto conciliar pasa del bautismo a la Eucaristía, en la que Cristo da su cuerpo y nos convierte
así en su cuerpo. Este cuerpo es único; así, nuevamente la Eucaristía, para toda Iglesia local, es el
lugar de la inserción en el único Cristo, el llegar a ser uno con todos los que participan en la
comunión universal, que une el cielo y la tierra, a los vivos y a los muertos, el pasado, el presente
y el futuro, y abre a la eternidad.
La Eucaristía no nace de la Iglesia local y no termina en ella. Manifiesta continuamente que
Cristo entra en nosotros desde fuera a través de nuestras puertas cerradas. Viene continuamente a
nosotros desde fuera, desde el único y total cuerpo de Cristo, y nos introduce en él. Este “extra
nos” del sacramento se revela también en el ministerio del obispo y del presbítero: la Eucaristía
necesita del sacramento del servicio sacerdotal precisamente porque la comunidad no puede
Fe y Razón
darse a sí misma la Eucaristía; debe recibirla del Señor a través de la mediación de la única
Iglesia.
La sucesión apostólica, que constituye el ministerio sacerdotal, implica tanto el aspecto
sincrónico como el diacrónico del concepto de Iglesia: pertenecer al conjunto de la historia de la
fe desde los Apóstoles y estar en comunión con todos los que se dejan reunir por el Señor en su
cuerpo. La constitución Lumen gentium sobre la Iglesia trató de forma destacada del ministerio
episcopal en el tercer capítulo y aclaró su significado a partir del concepto fundamental del
colegio. Este concepto, que sólo aparece de forma marginal en la tradición, sirve para ilustrar la
unidad interior del ministerio episcopal. No se es obispo como individuo, sino a través de la
pertenencia a un cuerpo, a un colegio, el cual a su vez representa la continuidad histórica del
colegio de los Apóstoles. En este sentido, el ministerio episcopal deriva de la única Iglesia e
introduce en ella. Precisamente aquí se puede comprobar que no existe teológicamente ninguna
contraposición entre Iglesia local e Iglesia universal. El obispo representa en la Iglesia local a la
única Iglesia, y edifica la única Iglesia mientras edifica la Iglesia local y aprovecha sus dones
particulares para la utilidad de todo el cuerpo.
El ministerio del Sucesor de Pedro es un caso particular del ministerio episcopal y está vinculado
de modo especial a la responsabilidad de la unidad de la Iglesia entera. Pero este ministerio de
Pedro y su responsabilidad ni siquiera podrían existir si no existiera ante todo la Iglesia
universal. En efecto, se movería en el vacío y constituiría una pretensión absurda. Sin duda hubo
que ir redescubriendo continuamente, incluso con grandes esfuerzos y sufrimientos, la
correlación correcta de episcopado y primado. Pero esta búsqueda sólo se plantea de modo
correcto cuando se considera a partir del primado de la misión específica de la Iglesia, y
orientada y subordinada a él en todo tiempo; es decir, la tarea de llevar a Dios a los hombres, y a
los hombres a Dios. El objetivo de la Iglesia es el Evangelio, y en ella todo debe girar en torno a
él.
En este momento quisiera interrumpir el análisis del concepto de comunión y tomar posición, al
menos brevemente, con respecto al aspecto más discutido de la Lumen gentium: el significado de
la ya mencionada frase, en el número 8 de dicha constitución, según la cual la única Iglesia de
Cristo, que en el Símbolo profesamos única, santa, católica y apostólica, “subsiste” en la Iglesia
católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él. La
Congregación para la Doctrina de la Fe, en 1985, se vio obligada a tomar posición con respecto a
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ese texto, muy discutido, con ocasión de un libro de Leonardo Boff, en el que el autor sostenía la
tesis de que la única Iglesia de Cristo, al igual que subsiste en la Iglesia católica romana, de la
misma forma subsiste también en otras Iglesias cristianas. Es superfluo decir que el
pronunciamiento de la Congregación para la Doctrina de la Fe fue objeto de fuertes críticas y
luego relegado al olvido.
En el intento de analizar cuál es la situación actual de la aplicación de la eclesiología conciliar, la
cuestión de la interpretación del “subsistit” es inevitable, y al respecto se debe tener presente el
único pronunciamiento oficial del Magisterio después del Concilio sobre esta palabra, es decir, la
citada Notificación.
Quince años más tarde, aparece con mucha mayor claridad que entonces que no se trataba
meramente de un autor teológico concreto, sino de una visión de Iglesia que circula, con diversas
variantes, y que sigue vigente en la actualidad.
La clarificación de 1985 presentó con amplitud el contexto de la tesis de Boff, a la que hemos
aludido. No es necesario profundizar más esos detalles, porque lo que nos interesa es algo más
fundamental. La tesis, cuyo representante entonces era Boff, se podría caracterizar como
relativismo eclesiológico. Encuentra su justificación en la teoría según la cual el “Jesús
histórico” de por sí no habría pensado en una Iglesia y, por tanto, mucho menos la habría
fundado. La Iglesia, como realidad histórica, sólo habría surgido después de la Resurrección, en
el proceso de pérdida de tensión escatológica, a causa de las inevitables necesidades sociológicas
de la institucionalización, y al inicio ni siquiera habría existido una Iglesia universal “católica”,
sino sólo diversas Iglesias locales, con diversas teologías, diversos ministerios, etc.
Por tanto, ninguna Iglesia institucional podría afirmar que es la única Iglesia de Jesucristo,
querida por Dios mismo; todas las formas institucionales habrían surgido de necesidades
sociológicas, y en consecuencia, como tales, todas serían construcciones que se pueden o,
incluso, se deben cambiar radicalmente según las nuevas circunstancias. En su calificación
teológica se diferenciarían de modo muy secundario. Así pues, se podría decir que en todas, o
por lo menos en muchas, subsistiría la “única Iglesia de Cristo”.
A propósito de esa hipótesis, surge naturalmente la pregunta: ¿con qué derecho, en esa visión, se
puede hablar simplemente de una única Iglesia de Cristo?
Fe y Razón
La tradición católica, por el contrario, ha elegido otro punto de partida: confía en los
evangelistas, cree en ellos. Entonces resulta evidente que Jesús, el cual anunció el reino de Dios,
para su realización reunió en torno a sí algunos discípulos; no sólo les dio su palabra como nueva
interpretación del Antiguo Testamento, sino también, en el sacramento de la última Cena, les
hizo el don de un nuevo centro unificante, por medio del cual todos los que se profesan
cristianos, de un modo totalmente nuevo, llegan a ser uno con Él, hasta el punto de que San
Pablo pudo designar esa comunión como formar un solo cuerpo con Cristo, como la unidad de
un solo cuerpo en el Espíritu. Entonces resulta evidente que la promesa del Espíritu Santo no era
un anuncio vago, sino que indicaba la realidad de Pentecostés; es decir, la Iglesia no fue pensada
y hecha por hombres, sino que fue creada por medio del Espíritu; es y sigue siendo criatura del
Espíritu Santo.
Entonces, la institución y el Espíritu están en la Iglesia en una relación muy diversa de la que las
mencionadas corrientes de pensamiento quisieran sugerirnos. Entonces la institución no es
simplemente una estructura, que se puede cambiar o derribar a placer, que no tendría nada que
ver con la realidad de la fe como tal. En consecuencia, esta forma de corporeidad pertenece a la
Iglesia misma. La Iglesia de Cristo no está oculta de modo inaferrable detrás de las múltiples
configuraciones humanas, sino que existe realmente, como Iglesia verdadera, que se manifiesta
en la profesión de fe, en los sacramentos y en la sucesión apostólica.
Por consiguiente, el Vaticano II, con la fórmula del “subsistit”, de acuerdo con la tradición
católica, quería decir exactamente lo contrario de lo que dice el “relativismo eclesiológico”: la
Iglesia de Jesucristo existe realmente. Él mismo la quiso, y el Espíritu Santo la crea
continuamente desde Pentecostés, a pesar de todos los límites humanos, y la sostiene en su
identidad esencial. La institución no es una exterioridad inevitable, pero teológicamente
irrelevante o incluso perjudicial, sino que, en su núcleo esencial, pertenece a la realidad concreta
de la Encarnación. El Señor mantiene su palabra: “Las puertas del infierno no prevalecerán
contra ella”.
Al llegar a este punto, resulta necesario analizar un poco más a fondo el sentido de la palabra
“subsistit”. Con esta expresión el Concilio se aparta de la fórmula de Pío XII que, en su encíclica
Mystici corporis Christi, había dicho: la Iglesia católica “es” (“est”) el único cuerpo de Cristo.
En la diferencia entre “subsistit” y “est” subyace todo el problema ecuménico. La palabra
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“subsistit” deriva de la filosofía antigua, desarrollada ulteriormente en la escolástica. A ella
corresponde la palabra griega “hypóstasis”, que en la cristología desempeña un papel
fundamental para describir la unión de las naturalezas divina y humana en la persona de Cristo.
“Subsistere” es un caso especial de “esse”. Es el ser en la forma de un sujeto “a se stante”. Aquí
se trata precisamente de esto. El Concilio quiere decir que la Iglesia de Jesucristo, como sujeto
concreto en este mundo, puede encontrarse en la Iglesia católica. Eso sólo puede suceder una
vez, y la concepción según la cual el “subsistit” se debería multiplicar no corresponde a lo que
pretendía decir. Con la palabra “subsistit” el Concilio quería expresar la singularidad y la no
multiplicabilidad de la Iglesia católica: existe la Iglesia como sujeto en la realidad histórica.
Sin embargo, la diferencia entre “subsistit” y “est” encierra el drama de la división eclesial.
Aunque la Iglesia sólo sea una y subsista en un único sujeto, también fuera de este sujeto existen
realidades eclesiales, verdaderas Iglesias locales y diversas comunidades eclesiales. Dado que el
pecado es una contradicción, en definitiva esta diferencia entre “subsistit” y “est” no puede
resolverse plenamente desde el punto de vista lógico. En la paradoja de la diferencia entre
singularidad y realidad concreta de la Iglesia, por una parte, y existencia de una realidad eclesial
fuera del único sujeto, por otra, se refleja lo contradictorio que es el pecado humano, lo
contradictoria que es la división. Esa división es algo totalmente diferente de la dialéctica
relativista, antes descrita, en la que la división de los cristianos pierde su aspecto doloroso y en
realidad no es una fractura, sino sólo el manifestarse de las múltiples variaciones de un único
tema, en el que todas las variaciones, de alguna manera, tienen razón y de algún modo no la
tienen. En realidad no existe una necesidad intrínseca para la búsqueda de la unidad, porque de
todos modos, en verdad, la única Iglesia está en todas partes y a la vez en ninguna. Por tanto, en
realidad, el cristianismo sólo existiría en la correlación dialéctica de variaciones opuestas. El
ecumenismo consistiría en que todos, de algún modo, se reconocen recíprocamente, porque todos
serían sólo fragmentos de la realidad cristiana. El ecumenismo sería, por consiguiente, resignarse
a una dialéctica relativista, dado que el Jesús histórico pertenece al pasado y, de cualquier modo,
la verdad sigue estando escondida.
La visión del Concilio es muy diversa: el hecho de que en la Iglesia católica esté presente el
“subsistit” del único sujeto Iglesia no es mérito de los católicos, sino sólo obra de Dios, que él
hace perdurar a pesar del continuo demérito de los sujetos humanos. Éstos no pueden gloriarse
de ello, sino sólo admirar la fidelidad de Dios, avergonzándose de sus pecados y al mismo
Fe y Razón
tiempo llenos de gratitud. Pero el efecto de sus pecados se puede ver: todo el mundo contempla
el espectáculo de las comunidades cristianas divididas y enfrentadas, que reivindican
recíprocamente sus pretensiones de verdad y así aparentemente hacen inútil la oración que Cristo
elevó en la víspera de su pasión. Mientras la división, como realidad histórica, es perceptible a
todos, la subsistencia de la única Iglesia en la figura concreta de la Iglesia católica sólo se puede
percibir como tal por la fe. El Concilio Vaticano II advirtió esta paradoja y, precisamente por
eso, declaró que el ecumenismo es un deber, como búsqueda de la verdadera unidad, y la
encomendó a la Iglesia del futuro.
Llego a la conclusión. Quien quiere comprender la orientación de la eclesiología conciliar, no
puede olvidar los capítulos 4-7 de la constitución Lumen gentium, en los que se habla de los
laicos, de la vocación universal a la santidad, de los religiosos y de la orientación escatológica de
la Iglesia. En esos capítulos se vuelve a destacar una vez más el objetivo intrínseco de la Iglesia,
lo que es más esencial a su existencia: se trata de la santidad, de cumplir la voluntad de Dios, de
que en el mundo exista espacio para Dios, de que pueda Dios habitar en él y así el mundo se
convierta en su “reino”. La santidad es algo más que una cualidad moral. Es el habitar de Dios
con los hombres, de los hombres con Dios, la “tienda” de Dios entre nosotros y en medio de
nosotros (cf. Jn 1,14). Se trata del nuevo nacimiento, no de carne ni de sangre, sino de Dios (cf.
Jn 1,13). La orientación a la santidad es lo mismo que la orientación escatológica, y de hecho
ahora esa orientación a la santidad, a partir del mensaje de Jesús, es fundamental para la Iglesia.
La Iglesia existe para convertirse en morada de Dios en el mundo, siendo así “santa”: por ser más
santos se debería competir en la Iglesia, y no sobre mayores o menores derechos de precedencia,
ni sobre quién debe ocupar los primeros lugares. Y todo esto, una vez más, se halla recogido y
sintetizado en el último capítulo de la constitución sobre la Iglesia, que trata de la Madre del
Señor.
A primera vista, la inserción de la mariología dentro de la eclesiología, que realizó el Concilio,
podría parecer más bien casual. Desde el punto de vista histórico, es verdad que esta inserción la
decidió una mayoría muy relativa de padres. Pero desde un punto de vista más interior, esta
decisión corresponde perfectamente a la orientación del conjunto de la constitución: sólo
entendiendo esta correlación, se entiende correctamente la imagen de la Iglesia que el Concilio
quería trazar. En esta decisión se aprovecharon las investigaciones de H. Rahner, A. Müller, R.
Laurentin y Karl Delahaye, gracias a los cuales la mariología y la eclesiología se renovaron y
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profundizaron al mismo tiempo. Sobre todo Hugo Rahner mostró de modo notable, a partir de las
fuentes, que toda la mariología fue pensada y enfocada por los santos Padres ante todo como
eclesiología: la Iglesia es virgen y madre, fue concebida sin pecado y lleva el peso de la historia,
sufre y, a pesar de eso, ya está elevada a los cielos.
En el curso del desarrollo sucesivo se revela muy lentamente que la Iglesia es anticipada en
María, es personificada en María y que, viceversa, María no es un individuo aislado, cerrado en
sí mismo, sino que entraña todo el misterio de la Iglesia. La persona no está cerrada de forma
individualista y la comunidad no se comprende de forma colectivista, de modo impersonal;
ambas se superponen recíprocamente de forma inseparable. Esto vale ya para la mujer del
Apocalipsis, tal como aparece en el capítulo 12: no es correcto limitar esta figura
exclusivamente, de modo individualista, a María, porque en ella se contempla al mismo tiempo a
todo el pueblo de Dios, el antiguo y el nuevo Israel, que sufre y en el sufrimiento es fecundo;
pero tampoco es correcto excluir de esta imagen a María, la madre del Redentor. Así, en la
superposición entre persona y comunidad, como la encontramos en este texto, ya está anticipada
la relación íntima entre María y la Iglesia, que luego se desarrolló lentamente en la teología de
los Padres y, al final, la recogió el Concilio. El hecho de que más tarde ambas se hayan separado,
de que María haya sido considerada como un individuo lleno de privilegios y por eso
infinitamente lejano a nosotros, y de que la Iglesia, a su vez, haya sido vista de modo impersonal
y puramente institucional, ha dañado en igual medida tanto a la mariología como a la
eclesiología.
Aquí han influido las divisiones, que ha realizado de modo particular el pensamiento occidental
y que, por lo demás, tienen sus buenos motivos. Pero si queremos comprender correctamente a la
Iglesia y a María, debemos saber volver a la situación anterior a esas divisiones, para entender la
naturaleza superindividual de la persona y superinstitucional de la comunidad, precisamente
donde la persona y la comunidad se remiten a su origen a partir de la fuerza del Señor, del nuevo
Adán.
La visión mariana de la Iglesia y la visión eclesial, histórico-salvífica, de María nos llevan en
definitiva a Cristo y al Dios trino, porque aquí se manifiesta lo que significa la santidad, lo que es
la morada de Dios en el hombre y en el mundo, lo que debemos entender por tensión
“escatológica” de la Iglesia. Sólo así el capítulo de María se presenta como culmen de la
eclesiología conciliar y nos remite a su punto de partida cristológico y trinitario.
Fe y Razón
Para ofrecer una muestra de la teología de los santos Padres, quisiera proponer, como conclusión,
un texto de san Ambrosio, elegido por Hugo Rahner: “Así pues, estad firmes en el terreno de
vuestro corazón. El Apóstol nos explica lo que significa estar; Moisés lo escribió: “el lugar en el
que estás es tierra santa”. Nadie está, si no es quien está firme en la fe... y también está escrito:
“Pero tú está firme conmigo”. Tú estarás firme conmigo si estás en la Iglesia. La Iglesia es la
tierra santa sobre la que debemos estar.... Por tanto, está firme, está en la Iglesia. Está firme
donde quiero aparecerme a ti, allí estaré junto a ti. Donde está la Iglesia, allí es el lugar firme de
tu corazón. Sobre la Iglesia se apoyan los cimientos de tu alma. En efecto, en la Iglesia yo me he
aparecido a ti, como lo hice en otro tiempo en la zarza ardiente. La zarza eres tú, yo soy el fuego.
Fuego en la zarza yo soy en tu carne. Fuego yo soy, para iluminarte; para quemar las espinas de
tus pecados, para darte el favor de mi gracia”.
Fuente: Sitio de la Santa Sede
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Observaciones a Iota Unum de Romano Amerio. III
por Mons. Miguel Antonio Baarriola
En el Cap. XII, N° 130, p. 264, Amerio acusa: “Este intercambio (diallelo) entre maestro y
discípulo equivalente a la alteración de la relación natural entre los dos sujetos, es proclamado
sin disimulo en la carta del Secretario de Estado al congreso de Strasburgo de la Union Nationale
des Parents des Ecoles de L‘enseignement Libre. Se leen allí estas palabras: “Los docentes, sin
dimitir de sus graves responsabilidades, llegarán a ser consejeros, orientadores y ¿por qué no?
amigos. Los alumnos, sin rechazar sistemáticamente el orden y la organización, llegarán a ser
corresponsables, cooperadores y en cierto sentido coeducadores” (L' Osservatore Romano, 21 de
mayo 1975). La conversión del discípulo en maestro y viceversa contiene virtualmente la
abolición de toda pedagogía e inclusive la denigración de toda la obra escolástica de la Iglesia
histórica”.
Este comentario me suena demasiado injusto, dado que se detiene solamente (exagerándola) en
la supuesta equivalencia entre maestro y discípulo (y viceversa), sin respetar la integridad del
contexto, que advierte a los docentes, para que “no descuiden sus graves responsabilidades”, y
no menos a los discípulos, a fin de que “no rechacen sistemáticamente el orden y la
organización”.
Teniendo en cuenta esos límites, ¿qué de malo hay en que los maestros o profesores no se limiten
a funciones meramente académicas, tratando de ganarse la confianza del alumnado, al menos de
los que más se pueda, para llegar a ser “consejeros, orientadores y hasta amigos”? ¿No llegó el
Maestro por excelencia a expresar: “Ya no los llamo servidores, porque el servidor ignora lo que
hace su señor; yo os llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre” (Jn
15,15)? ¿Y será tan contraproducente asociar a los mismos alumnos a la preocupación de ser
“corresponsables, cooperadores y en cierto sentido coeducadores”?
No negaré que se da, y ahora más que nunca, una exageración en estos intentos de nivelación. Yo
mismo he comentado acerca de esa tendencia exagerada de dar un peso excesivo a las
“evaluaciones” de los alumnos acerca de los profesores, en algunos Seminarios, sin hablar de las
atribuciones, casi políticas, que se están tomando esos estudiantes, que ocupan colegios y opinan
Fe y Razón
de educación con tal aplomo, que se ponen altaneramente a la altura de personas con mucha
mayor experiencia y títulos, para reflexionar sobre educación. Pero, situándonos en el justo
medio, dentro de los condicionamientos claramente expuestos en el discurso incriminado por
Amerio, no veo mal todo intento de mayor comunicación y confianza entre docentes y discentes.
Pasando, en el Cap. XIII, a la consideración de la catequesis, en el Nº 131, p. 266, denuncia: “En
fin un obispo de Kenia declara que “la catequesis debe empeñarse en denunciar las injusticias
sociales… y defender las iniciativas de liberación social de los pobres” (L'Ossevatore Romano 7
de octubre 1977), y así degrada la palabra de vida eterna a un proyecto económico y social”.
¿No se preocuparon, y mucho, los profetas por poner el dedo en la llaga de las injusticias
sociales y la liberación de los pobres? Baste dar una ojeada a Amós, Miqueas y a casi todos, para
toparnos con las denuncias de estos emisarios de Dios. ¿No tuvo sus fuertes invectivas contra los
ricos el profeta por excelencia Cristo Jesús?
Además, “la palabra de vida eterna” no se desentiende del camino que se ha de realizar antes de
llegar a la meta y que transita por este mundo, en esta vida. Si no se vive en la historia no se
arriba a lo eterno y allí nos juzgarán por lo que hayamos realizado aquí, para gloria de Dios y
bien de nuestros hermanos. No por nada el Señor indica, como puntos para el examen final,
aquello que hayamos hecho por el hambriento, desnudo, encarcelado (Mt 25,34-45). No son los
únicos capítulos para el juicio, porque también y sobre todo, se tendrá en cuenta la confesión
valiente de nuestra adhesión de fe al mismo Jesús (Mt 10,32-33); pero la justicia y la caridad
para con los necesitados es también un tramo imprescindible para llegar a la meta sempiterna.
No me aparto de que en ciertas “teologías de la liberación” se ha exagerado y casi tenido como
preocupación exclusiva la faceta socioeconómica, descuidando y hasta ignorando los aspectos
religiosos, sobrenaturales, de fe, núcleos esenciales de la evangelización. Pero por evitar un
exceso, no vamos a caer en el otro extremo, descalificando uno de las componentes esenciales
del mensaje cristiano, cual es la caridad para con los que son declarados bienaventurados por
Cristo (pobres, afligidos…).
Al final del N° 132, pp. 267-268, nos encontramos con estas apreciaciones: “Para un obispo del
Ecuador “la catequesis consiste no tanto en aquello que se escucha, cuanto en aquello que se ve
en quien la hace”. Aquí la verdad perceptible con la inteligencia, se vuelve menor respecto a la
experiencia vital y el Evangelio es ligado no a su virtud propia, sino a la virtud del predicador,
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dando o quitando valor a la palabra según la virtud del predicador… De hecho el catequista es
asimilado al teatrante, al actor, al poeta que tienen la propia potencia de mover los ánimos”.
A ver: ¿no dio enorme importancia a la “praxis” el más grande “catequista”, Cristo Jesús,
contraponiéndola a una mera “audición” de sus palabras? “Todo el que escucha las palabras que
acabo de decir y las pone en práctica, puede compararse a un hombre sensato que edificó su casa
sobre la roca… Al contrario, el que escucha mis palabras y no las practica, puede compararse a
un hombre insensato, que edificó su casa sobre arena” (Mt 7,24-27). ¿No se habrá referido a esto
aquel obispo ecuatoriano? ¿No tenemos en el mismo Cap. 7, recién mencionado, de Mateo, otra
grave advertencia sobre la importancia de la puesta por obra de la fe?: “No son los que me dicen
“Señor, Señor” los que entrarán en el Reino de los cielos, sino los que cumplen la voluntad de mi
Padre que está en el cielo” (ibid., v. 21)? Hasta tal punto, que rechazará aun a quienes aleguen
haber profetizado, expulsado demonios y realizado muchos milagros “en tu nombre” (ibid., v.
22).
El dicho del obispo criticado, pues, está en consonancia con el más puro Evangelio y no
pretendía hacer del catequista un “teatrante, actor o poeta”, sino insistir en la coherencia entre la
predicación y la vida, según el refrán de sabiduría popular: “Obras son amores y no buenas
razones”. O de acuerdo con aquel otro: “Verba volant, exempla trahunt” (trad. las palabras
vuelan, los ejemplos arrastran). ¿No decía en algún lugar Kierkegaard que no basta contar con
profesores o doctores, sino principalmente con testigos?
En el Cap. XVII, N° 157, p. 316, critica GS 5, donde se constata que el género humano está
pasando de una noción más estática del orden de las cosas a una más dinámica y evolutiva,
aplicando después esta comprobación concretamente a los progresos sociales. Todo lo cual le
merece a Amerio este comentario: “La segunda fórmula mira especialmente al dinamismo social,
pero la primera abraza la totalidad de la vida humana y encara la cuestión del orden moral, el
cual parece aquí sujeto a la ley de la movilidad, siendo así que la religión lo tiene por inmutable
y participante de la inmovilidad divina”.
Pasa por alto nuestro autor GS 10: “Afirma además la Iglesia que bajo la superficie de lo
cambiante hay muchas cosas permanentes, que tienen su último fundamento en Cristo, quien
existe ayer, hoy y para siempre”.
Fe y Razón
Parece una grave omisión. Si bien, en el párrafo siguiente, Amerio no se muestra tan tajante:
“Por cierto, si el vocablo dinamismo equivale a perfeccionamiento el pensamiento del Concilio
se encuadra en la concepción tradicional según la cual todo es perfeccionable y perfeccionable
dentro de un orden que prescribe la perfección pero no se perfecciona”.
Sólo que esa condicional “si”, con la que comienza su acotación, ha de transformarse en
aseveración indudable, con tal que se tenga en cuenta la totalidad de los textos.
En el N° sucesivo (159, p. 317), se insiste: “El mobilismo en la Iglesia – Pero también en la
Iglesia la idea de que lo mutable sea un valor positivo a recibir ha penetrado difusamente,
arrollando la idea de estabilidad de lo inmutable. Y, con todo, el precepto de la religión es claro:
“Sed estables e inmóviles (1Cor 15,58)”.
Una vez más asistimos al retaceo de textos, que, por lo visto, es costumbre inveterada de Amerio.
Porque el pasaje citado de 1Cor 15,58 sigue inmediatamente, aconsejando: “Progresando
constantemente en la obra del Señor, con la certidumbre de que los esfuerzos que realizan por Él
no serán vanos”. Se da, pues, lugar al progreso, dentro de la estabilidad, como una persona
adelanta de la niñez a la adolescencia y la madurez, sin dejar de ser la misma, pero dentro de
tales mutaciones. O la bellota, que “progresa” hasta hacerse una poderosa encina. ¡Vaya si hay
cambios! Pero dentro de una misma esencia y naturaleza.
Siguen en el mismo número citas de un obispo francés, una de las cuales no es muy feliz. Pero
culmina incluyendo entre las expresiones incorrectas una de Pablo VI, a la que, para más,
presenta como “desentonando con sus enérgicas declaraciones sobre la inmutabilidad de la
Iglesia: “La Iglesia ha entrado en el movimiento de la historia y se desarrolla y cambia”
(L'Ossevatore Romano 29 de setiembre 1971)”.
Una cosa no quita la otra: inmutabilidad en lo esencial, adaptación y cambio en lo accidental,
como niñez, adolescencia, madurez. Es lo que egregiamente estudió el Beato J. H. Newman: la
evolución homogénea del dogma. Así, San Cirilo de Alejandría, contra Nestorio, que ponía sólo
una “unidad moral” entre Jesús y el Verbo eterno (algo así como una muy estrecha amistad),
insistió sobre la unidad “física” de ambos componentes, llegando a hablar de: “Mya phýsis toú
Lógou sesarkoméne” (trad. una naturaleza del Verbo encarnado)1 En aquel momento, pues, ante
una explicación meramente moral entre “dos seres”, se tuvo que insistir en que se trataba de un
1
Epistula ad Succensum, en: M. J. Rouët de Journet, Enchiridion Patristicum, 2061.
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Número 74 — Noviembre 2012
“único ser”, de ahí la insistencia en lo “físico” (contra lo meramente moral). Por eso el hereje
patriarca de Constantinopla (Nestorio) negaba a María el título de “Madre de Dios” (trad.
Theotókos), designándola sólo como Jristotókos (trad. madre de Cristo, el ser humano).
Pero, en el siglo siguiente, enfrentando la exageración “unitarista” de Eutiques y los
“monofisitas”, el Concilio de Calcedonia, afinando los términos, descubrirá la unidad, no en lo
“físico” sino en la persona eterna del Verbo, enseñando: “una persona en dos naturalezas” (trad.
phýseis). Ya Santo Tomás, en línea con este desarrollo de la indagación siempre perfectible de la
conciencia eclesial, había enseñado: “Los artículos de la fe (así llamaba él a los “dogmas”)
crecieron según la sucesión de los tiempos y la vecindad a Cristo, en cuanto a la explicación:
aunque no en cuanto a la sustancia” (Summa Theologiae, II-II , q. 1, a. 7).
Y bien, a esa “evolución”, perfectamente a tono con la naturaleza de una tradición viviente, se
refería Pablo VI.
En el mismo número (mal informado) se refiere a “Mons. Illich”. Ahora bien, Illich no fue
Obispo ni Monseñor. Pero… esto es peccatum minutum.
En el Cap. XVIII, N° 166, p. 329, se lee: “La fe es una virtud del hombre que pertenece al
conocer, no al tender”.
Me pregunto, en tal caso, dónde quedaría la lúcida afirmación de Santo Tomás (que toma, a su
vez de San Isidoro de Sevilla), cuando definía al dogma como: “Perceptio divinae veritatis
tendens in ipsam” (trad. percepción de la verdad, que tiende hacia la misma: II-II, q. 1. a. 6, sed
contra). El santo, muy sensatamente, insiste en que toda aproximación nuestra, aun corroborada
por la infalibilidad del magisterio, es siempre parcial y por eso se queda corta, ya que jamás
podremos abarcar la totalidad de la verdad revelada, ni siquiera la asequible a la mera razón, y
tampoco cuando la contemplemos, ya sin velos, en la “Visio Beata”. Si llegáramos a un
conocimiento exhaustivo de Dios, seríamos Dios. Cosa inadmisible. Por lo cual, podemos dar
pasos, seguros, verdaderos, pero nunca completos. Estamos, pues, aún en la fe, en tensión
constante.
Por lo cual, tampoco es aceptable la frase consecutiva de Amerio: “Que la religión pueda ser
considerada en general como un tender a Dios, yo no lo niego. Pero que consista de por sí en una
tensión, es falso… La nota verdadera de la religión es la sujeción y el principio que la constituye
Fe y Razón
es el reconocimiento de la dependencia. El principio de la tensión es, en cambio, un principio de
autoposición y de independencia”.
Una vez más: una cosa no quita la otra. Hemos de estar “sujetos” al “Deus semper maior” (trad.
Dios siempre más grande), como lo expresó San Agustín, lo cual “de por sí” nos mantiene en la
“nota también verdadera de la religión” que nos recuerda que jamás en esta vida (ni en la otra)
abarcaremos plenamente a Dios. Tal como lo enseñaba no menos brillantemente el mismo
Agustín: “Si comprehendis, non est Deus” (trad. si –te parece que– lo comprendiste –agotaste su
inteligibilidad– eso no es Dios). No hay allí el menor asomo de “autoposición e independencia”.
Amerio repudia cierto “titanismo”, como si dependiera de nuestros esfuerzos, que siempre están
en movimiento, la vida de la fe. Estando de acuerdo en rechazar esa concepción, se ha de admitir
no menos ese otro tipo de “tensión”, inherente a la respiración misma de la fe.
Se ensaña Amerio con las intervenciones de Pablo VI respecto a la “empresa lunar”, pero, según
me consta, sin ofrecer todos los datos de semejante hazaña. En el Nº 212, p. 411, admite con
reparos: “El hecho era por cierto memorable, pero no podía ser dignificado como un hecho
saliente de la religión”. Compara enseguida el descubrimiento de América por parte de Colón,
cuya nave llevaba el título tan cristiano de “Santa María”, con los nombres paganos que se
dieron a los cohetes modernos: Apolo, Venus, Saturno. En la nota 7 (p. 412) advierte que la
“única huella de religión está en la sigla de la fecha”. O sea: “Aquí los hombres de la tierra han
puesto pie por la primera vez. Julio 1969 AD (trad. Anno Domini). Hemos venido en paz
representando a todos los hombres”.
Por todo lo cual reprocha (ibid., p. 412): “No obstante el carácter profano de la empresa, Pablo
VI en el mensaje en el que rinde honor a los astronautas, cita el Salmo 18, aduciendo que Dios es
“qui tantam praestitit hominibus virtutem” (trad. que tanta fuerza dio a los hombres). Pero aquel
Salmo dice que las cosas de la naturaleza cantan la gloria de Dios independientemente del
hombre y por otra parte, para ser religioso, el ejercicio de la potencia recibida por Dios debe
conscientemente ser reconocido como proveniente de Dios, mientras que aquí se mueve
solamente el hombre”.
En primer lugar, ¿no es acaso el hombre, el salmista en el caso, quien se da cuenta de que “las
cosas de la naturaleza cantan a Dios independientemente del hombre”? ¿Este hecho habría sido
conocido por alguien, si no fuera por el ser humano? ¿De qué valdría esa objetiva alabanza
29
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natural a Dios, si no fuera captada subjetivamente por la humanidad? Estaría allí, por cierto, con
toda su riqueza, pero es sólo el ser inteligente quien le presta su voz y música para librarla de su
mutismo.
Por otra parte, es bastante forzado comparar la situación religiosa del siglo pasado (XX) con la
de los tiempos de Colón, cuando todo el mundo conocido era católico. En una era plurirreligiosa,
no faltaron, por otra parte, gestos propiamente cristianos, de los cuales nada informa Amerio.
Unos años antes del alunizaje, otros astronautas, en un gesto diametralmente distinto al de Yuri
Gagarin,2 habían leído los primeros versículos del Génesis en sus vuelos, ya muy cercanos a la
Luna. El hecho provocó la casi histérica reacción de la super-atea Murray O’Hair. Lo cual hizo
que la NASA pidiera mayor recato religioso a sus dependientes.
No obstante, entre los que llegaron a la Luna había un presbiteriano (Buzz Aldrin), quien leyó
allí Jn 15,5 (“Yo soy la vid, ustedes los sarmientos”) y llamó a la humanidad a hacer silencio y
rezar. El tercer tripulante era católico (Michael Collins), quien había escrito en el Apolo: “Nave
espacial Nº 107. La mejor creada. Que Dios la bendiga”. Los mismos astronautas se preocuparon
de recoger pedruscos lunares, para regalárselos a Pablo VI, junto con la bandera vaticana, que
fuera llevada a la Luna junto con las de todos los países del mundo.
También L. S. Dorn da la noticia de que “en su primer desembarco en la Luna los astronautas
estadounidenses Amstrong, Aldrin y Collins llevan consigo medallas del Papa”.3
Por lo cual es patente que se hizo todo lo posible para dar un tono religioso a aquel paso tan
significativo para la historia humana.
En el Cap. XXXV, N° 252, p. 475, deplorando muy justamente cierto falso irenismo, que vería
“cristianos anónimos” por todas partes, y denunciando declaraciones confusas al respecto, hasta
de autoridades vaticanas, que llegaron a decir que no se trataba tanto de “convertir” a la
verdadera fe, cuanto de “profundizar” en la verdad que ya tienen los diversos pueblos y culturas,
incluye Amerio en estas denuncias y sin mayor aclaración, un texto del Decreto Ad Gentes (cuyo
2
Primer viajero espacial, ruso, comunista, que había declarado, en su cerril ideología, que no había encontrado a
Dios en la estratósfera.
3
En: Pablo VI – El Reformador solitario, Barcelona (1990), 333. Este libro y el de J. L. Gutiérrez García, El Legado
de Pablo VI, Madrid (1981), son buenos antídotos contra las sospechas sembradas por Amerio respecto a este gran
Papa.
Fe y Razón
número no señala –siendo el 9–) que, dada la compañía de citas inadmisibles con que lo junta,
pareciera que le merece igual crítica.4
Pero una vez más omite Amerio los abundantes requerimientos de Ad Gentes, instando
precisamente a la “conversión de todos los pueblos” (ver: N° 13 ).
A mi ver, habría muchas otras cosas que señalar, puntualizar, aclarar en la visión de un hombre
justamente apenado por los desarrollos posteriores, que son “post Concilium, non propter ipsum”
(trad. después del Concilio, no a causa del mismo). Pero el hecho es que, con frecuencia, tiende
él a endilgar la culpa de tanto desorden al mismo Vaticano II. Ahora bien, no sólo hubo
semejantes convulsiones después de la última gran asamblea de la Iglesia universal. Casi todos
los Concilios tardaron décadas, cuando no siglos, para ser aceptados sin ulteriores controversias
por todo el cuerpo eclesial. El mismo Benedicto XVI lo recuerda de este modo: “Después del
gran concilio de Nicea –que para nosotros es verdaderamente el fundamento de nuestra fe, de
hecho confesamos la fe formulada en Nicea– no nació una situación de reconciliación y de
unidad como había esperado Constantino, promotor de tal gran concilio, sino una situación
realmente caótica de litigio de todos contra todos. San Basilio en su libro sobre el Espíritu Santo
parangona la situación de la Iglesia después del concilio de Nicea a una batalla naval nocturna,
donde ninguno más conoce al otro, sino que todos están contra todos. Era realmente una
situación de caos total: así describe con colores fuertes el drama del postconcilio, del post-Nicea,
San Basilio. Posteriormente, 50 años después, para el primer concilio de Constantinopla, el
emperador invita a San Gregorio Nacianceno a participar en el Concilio y San Gregorio
Nacianceno responde: No, no voy, porque yo conozco estas cosas, sé que de todos los concilios
nace sólo la confusión y la batalla, por lo tanto, no voy. Y no fue. Por lo tanto, en retrospectiva,
no es ahora una sorpresa tan grande, como lo era en el primer momento para todos nosotros
digerir el concilio, este gran mensaje.
Insertarlo en la vida de la Iglesia, recibirlo, de modo que llegue a ser vida de la Iglesia, asimilarlo
en las diversas realidades de la Iglesia, es un sufrimiento, y sólo en el sufrimiento se realiza
también el crecimiento. Crecer es siempre también sufrir, porque es salir de un estado y pasar a
otro. Y en lo concreto del postconcilio debemos comprobar que hay grandes cesuras históricas.
4
En el Nº 244, p. 461, Amerio había atribuido al Card. Willebrands lo siguiente: “las diferencias dogmáticas entre
católicos y ortodoxos serían puras diferencias de lenguaje (L'Ossevatore Romano 16 de julio 1972)”. Ahora bien,
invito a leer el artículo de dicho purpurado holandés, para ver si allí se contiene semejante posición. Al menos en la
traducción castellana (16 de julio 1972, p. 7), no se percibe nada de eso.
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En el postconcilio, la cesura del 68 fue el comienzo o la explosión –me atrevería a decir– de la
gran crisis cultural de Occidente…5 Y después la segunda cesura en el 89. La caída de los
regímenes comunistas, pero la respuesta no fue el retorno a la fe, como se podía esperar, no fue
el redescubrimiento de que justamente la Iglesia, con el concilio auténtico había dado la
respuesta. La respuesta fue, en cambio, el escepticismo total, la así llamada postmodernidad”6.
Muchas cosas se quedan en el tintero (perdón: el teclado), por ejemplo la impresión de que
Amerio nunca dice una sola palabra sobre la Dei Verbum, uno de los documentos más logrados
del Vaticano II. Por lo cual, la sensación preponderante que despierta en mí es que se especializa
sólo en enumerar las deficiencias, sin tener en cuenta los aciertos, que son muchos.
Que la gran mayoría de sus observaciones son justas, lo comparto. Pero, que no faltan
exageraciones, anotaciones demasiado puntillosas, textos sacados de contexto, citas sin
indicaciones de fuentes, es también, a mi entender, palmario.
5
Interrumpo el texto, recordando que, por esa misma fecha, comenzó igualmente la corrupción mayor de la práctica
eclesial y teológica en Iberoamérica, con la nefasta Teología de la Liberación.
6
Encuentro con el clero de las diócesis de Belluno-Feltre y Treviso, 24 de julio de 2007.
Fe y Razón
La caja negra de Darwin. I
Daniel Iglesias Grèzes
En 1996, la primera edición del libro La caja negra de Darwin ayudó a consolidar el
Movimiento del Diseño Inteligente (MDI), planteando los enormes desafíos de la bioquímica a la
teoría darwinista de la evolución. Desató un gran debate científico que continúa intensificándose.
El concepto de “complejidad irreducible” propuesto por Behe en esta obra es uno de los
principales aportes del MDI.
En el prefacio, el autor explica: “La ciencia moderna ha aprendido que, en última instancia, la
vida es un fenómeno molecular: todos los organismos están hechos de moléculas que actúan
como las tuercas y tornillos, engranajes y poleas de los sistemas biológicos. Ciertamente hay
características biológicas complejas (tales como la circulación de la sangre) que emergen a
niveles superiores, pero los rasposos detalles de la vida son la provincia de las biomoléculas. Por
ende la ciencia de la bioquímica, que estudia esas moléculas, tiene la misión de explorar el
mismo cimiento de la vida.
Desde mediados de los años 1950 la bioquímica ha dilucidado esmeradamente las obras de la
vida en el nivel molecular. Darwin ignoraba la razón para la variación dentro de una especie (uno
de los requisitos de su teoría), pero la bioquímica ha identificado su base molecular. La ciencia
del siglo XIX no podía siquiera adivinar el mecanismo de la visión, la inmunidad o el
movimiento, pero la bioquímica moderna ha identificado las moléculas que permiten esas y otras
funciones.” (p. X).
El libro está dividido en tres partes. La Parte I (“Se abre la caja”) introduce las nociones básicas
y muestra por qué ahora la evolución debe ser explicada en el nivel molecular. La Parte II
(“Examinando los contenidos de la caja”) contiene cinco capítulos, en cada uno de los cuales se
examina un sistema bioquímico complejo. La gran mayoría de los detalles técnicos están
concentrados en esos cinco capítulos. Behe hace gala de maestría pedagógica al presentar esos
sistemas tremendamente complejos: primero usa analogías con objetos de la vida cotidiana y
sólo después se sumerge en descripciones técnicas detalladas de los sistemas bioquímicos. En la
Parte III (“¿Qué nos dice la caja?”) el autor argumenta que los descubrimientos de la bioquímica
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tienden a apoyar la hipótesis del diseño inteligente de los seres vivos, en detrimento de la visión
darwinista de la evolución como un proceso natural no planificado ni guiado por inteligencia
alguna.
El desafío de la bioquímica a la teoría darwinista
En el Capítulo 1 (titulado “Biología liliputiense”) Behe narra una muy breve historia de la
biología, presenta “la química de la vida” y explica por qué los descubrimientos de la bioquímica
revelan los límites de la evolución darwinista.
Se ha dado en llamar “cajas negras” a los dispositivos conocidos sólo desde un punto de vista
externo (en términos de entradas y salidas, o insumos y productos), pero cuyo funcionamiento
interno se desconoce. En tiempos de Darwin, la célula era una caja negra; pero la bioquímica ha
abierto esa caja negra. Después de la segunda guerra mundial, cuando se volvió práctico el uso
del microscopio electrónico, el conocimiento de la estructura interna de la célula creció
espectacularmente.
Al final del Capítulo 1, Behe plantea con algún detalle el ejemplo de la visión. Para Darwin, la
visión era una caja negra. Él desestimó la cuestión del origen último del ojo de la siguiente
manera: “Cómo un nervio se vuelve sensible a la luz difícilmente nos concierne más que cómo se
originó la vida misma” (p. 18). Sin embargo, la bioquímica actual se aproxima a resolver el
problema de la visión.
“Uno de los principales defensores de la teoría de la generación espontánea durante mediados del
siglo XIX fue Ernst Haeckel, un gran admirador de Darwin y un vehemente divulgador de la
teoría de Darwin. Con base en la visión limitada de las células que suministraban los
microscopios, Haeckel creía que la célula era un “simple bultito de una combinación albuminosa
de carbono”, no muy diferente de un trozo microscópico de gelatina. Por lo tanto le parecía a
Haeckel que una vida tan simple, sin órganos internos, podía ser producida fácilmente a partir de
materia inanimada. Ahora, por supuesto, sabemos más.
He aquí una simple analogía: Darwin es a nuestra comprensión del origen de la visión lo que
Haeckel es a nuestra comprensión del origen de la vida. En ambos casos científicos brillantes del
siglo XIX trataron de explicar la biología liliputiense que les estaba oculta y ambos lo hicieron
asumiendo que el interior de la caja negra debía de ser simple. El tiempo ha probado que estaban
equivocados.” (p. 24).
Fe y Razón
El neodarwinismo o “síntesis evolutiva” es la teoría elaborada a principios del siglo XX para
combinar la visión darwinista de la evolución con los conocimientos de otras ramas de la ciencia,
tales como la genética, la embriología, la anatomía comparada, etc. En ese entonces la
bioquímica no existía. “Así, al igual que la biología tuvo que ser reinterpretada después que se
descubrió la complejidad de la vida microscópica, el neodarwinismo debe ser reconsiderado a la
luz de los avances en la bioquímica… Para que la teoría darwinista de la evolución sea
verdadera, debe dar cuenta de la estructura molecular de la vida. El propósito de este libro es
mostrar que no lo hace.” (pp. 24-25).
La complejidad irreducible
Darwin desconocía cuál era el mecanismo que generaba las variantes biológicas. El
neodarwinismo identificó ese mecanismo con las mutaciones genéticas aleatorias. Fieles al
darwinismo ortodoxo, los neodarwinistas defienden una visión de la evolución producida por una
enorme sucesión de mutaciones aleatorias, cada una de las cuales produce un pequeño cambio
por vez.
Al comienzo del Capítulo 2 (“Tuercas y tornillos”) Behe presenta sintéticamente las principales
críticas científicas al darwinismo. Durante más de un siglo, siempre ha habido científicos bien
informados y respetados que han encontrado inadecuado al darwinismo. En 1871, St. George
Mivart resumió sus críticas al darwinismo de la siguiente manera, sorprendentemente actual:
“Que la “selección natural” es incompetente para dar cuenta de las etapas incipientes de
estructuras útiles. Que no armoniza con la coexistencia de estructuras muy similares de orígenes
diversos. Que hay razones para pensar que las diferencias específicas podrían desarrollarse
súbitamente en vez de gradualmente. Que la opinión de que las especies tienen límites definidos,
aunque muy diferentes, a su variabilidad es aún sostenible. Que ciertas formas fósiles de
transición, que se habría esperado que estuvieran presentes, están ausentes… Que hay muchos
fenómenos notables en las formas orgánicas sobre los cuales la “selección natural” no arroja
ninguna luz.” (p. 30).
A lo largo de los años los matemáticos se han quejado de que los números del darwinismo
simplemente no cuadran. En 1967 el matemático M. P. Schützenberger sostuvo lo siguiente:
“Hay una brecha considerable en la teoría neodarwinista de la evolución, y creemos que esta
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Número 74 — Noviembre 2012
brecha es de tal naturaleza que no puede ser salvada con la actual concepción de la biología.” (p.
29).
En 1992 el profesor de biología Jerry Coyne, de la Universidad de Chicago, dio este veredicto
inesperado: “Concluimos… que hay poca evidencia de la visión neodarwinista: sus fundamentos
teóricos y la evidencia experimental que la apoyan son débiles.” (p. 29).
En opinión de Lynn Margulis, proponente de la teoría de la endosimbiosis (mecanismo no
darwinista que habría originado las células eucariotas a partir de células procariotas), la historia
en última instancia juzgará al neodarwinismo como “una secta religiosa menor del siglo XX
dentro de la extensa creencia religiosa de la biología anglosajona” (p. 26).
A continuación Behe revisa dos discusiones entre el neodarwinista Richard Dawkins (autor de
“El relojero ciego”) y Francis Hitching, autor de “El cuello de la jirafa”, libro que expone
muchas ideas de los llamados “creacionistas”: la primera discusión trata sobre el escarabajo
bombardero y la segunda sobre el ojo humano. Behe sostiene que los argumentos de Hitching
están mal planteados y que los argumentos de Dawkins no son concluyentes, porque eluden los
detalles bioquímicos de su tesis.
En la parte final del Capítulo 2 Behe aborda el tema de la complejidad irreducible y la naturaleza
de las mutaciones. El gradualismo es un componente absolutamente esencial de la teoría
darwinista de la evolución. Charles Darwin escribió: “Si pudiera demostrarse que existió
cualquier órgano complejo que no podría haber sido formado por medio de modificaciones
numerosas, sucesivas y leves, mi teoría sería absolutamente destruida” (p. 39). Los críticos de
Darwin sospechan que su criterio de fracaso se ha cumplido. ¿Pero cómo podemos estar seguros
de esto? ¿Qué tipo de sistema biológico no podría ser formado por medio de “modificaciones
numerosas, sucesivas y leves”? Behe responde: “Para empezar, un sistema que es
irreduciblemente complejo” (p. 39).
Enseguida Behe propone su ya célebre definición de la complejidad irreducible: “Por
irreduciblemente complejo me refiero a un solo sistema compuesto de varias partes bien
coordinadas que interactúan entre sí, contribuyendo a la función básica, en donde la eliminación
de una cualquiera de las partes hace que el sistema efectivamente cese de funcionar. Un sistema
irreduciblemente complejo no puede ser producido directamente… por modificaciones leves y
sucesivas de un sistema precursor, porque cualquier precursor… que carece de una parte es por
Fe y Razón
definición no-funcional. Un sistema biológico irreduciblemente complejo, si existe tal cosa, sería
un desafío poderoso a la evolución darwinista.” (p. 39).
Hay sólo tres formas en que el darwinismo podría resolver el problema del origen de un sistema
irreduciblemente complejo, pero las tres son muy poco creíbles: 1) que el sistema surja por una
vía directa y gradual, pero sin cumplir su función hasta alcanzar el grado de complejidad
irreducible; 2) que el sistema se forme por una vía indirecta; 3) que el sistema surja entero, como
una unidad integrada, de un solo golpe.
La primera solución es altamente improbable porque la selección natural, que asegura la
supervivencia de las variantes biológicas más aptas, sólo puede favorecer a los sistemas que
cumplan una función útil. Pero nuestro sistema, antes de alcanzar el grado de complejidad
irreducible, no cumple ninguna función, por lo que la selección natural debería descartar las
variantes dotadas de las versiones incompletas del sistema.
La segunda solución plantea que las distintas partes del sistema irreduciblemente complejo
podrían tener otras funciones (ajenas a las de ese sistema) antes de integrarse en él. La
probabilidad de esta solución cae precipitadamente a medida que aumenta la complejidad de los
sistemas considerados. En esta perspectiva, las vías indirectas de formación de los sistemas con
complejidad irreducible deberían volverse cada vez más tortuosas, hasta un grado inimaginable.
La tercera solución no es estrictamente darwinista porque implicaría renunciar al postulado del
gradualismo, absolutamente central para Darwin y los darwinistas ortodoxos. Dawkins lo explica
así: la evolución “debe ser gradual cuando está siendo usada para explicar la venida a la
existencia de objetos complicados y aparentemente diseñados, como los ojos. Porque si no es
gradual en estos casos, ella deja de tener todo poder explicativo. Sin gradualidad en esos casos,
estamos de vuelta en el milagro, lo cual es simplemente un sinónimo de la total ausencia de
explicación.” (p. 40).
El cilio y el flagelo bacteriano
En el Capítulo 3 (“Rema, rema, rema tu bote”) el autor examina dos ejemplos de sistemas
biológicos con complejidad irreducible (el cilio y el flagelo bacteriano) utilizando como analogía
principal los sistemas de nado. Algunas células nadan usando cilios, mientras que algunas
bacterias nadan rotando sus flagelos.
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El cilio es un sistema de nado basado en un remo. Los sistemas de ese tipo constan de tres partes
básicas: una paleta que se pone en contacto con el agua, un motor o fuente de energía y un
conector que une a ambos. En el cilio, los remos son los microtúbulos (hechos de una proteína
llamada tubulina), cuya superficie está en contacto con el medio acuoso y empuja contra él; los
motores son los brazos de dineína (una proteína que impulsa el movimiento mecánico); y los
conectores son los brazos de nexina (otra proteína), que transmiten la fuerza del motor desde un
microtúbulo hasta su vecino. Si falta cualquiera de esas tres partes principales, el cilio no cumple
su función. Por lo tanto, el cilio es un sistema irreduciblemente complejo.
No obstante, esta descripción es una gran simplificación: un cilio contiene más de 200 tipos
diferentes de proteínas. Revisando la enorme literatura científica sobre los cilios, Behe constató
que en las dos décadas anteriores se habían publicado sólo dos artículos que intentaron siquiera
sugerir un modelo para la evolución del cilio teniendo en cuenta consideraciones mecánicas
reales. Peor aún, los dos artículos estaban en grave desacuerdo entre sí y ninguno de ellos
discutía detalles cuantitativos cruciales. Los proponentes de ambos modelos discutieron entre sí,
señalando exitosamente los enormes problemas del modelo ajeno. En líneas generales la
comunidad científica había ignorado ambas contribuciones. En resumen, nadie sabe cómo
evolucionó el cilio.
El flagelo bacteriano es similar a un sistema de nado basado en una hélice giratoria. Los sistemas
de esa clase constan de tres componentes fundamentales: un elemento rotatorio (el rotor), un
elemento estacionario (el estator) y una hélice. En el flagelo bacteriano, la “hélice” es un
filamento externo compuesto de una proteína llamada “flagelina”. El motor giratorio, localizado
en la base del flagelo, consta de un rotor y un estator, identificados respectivamente con las
estructuras llamadas “anillo M” y “anillo S”. También esta descripción es una simplificación. El
flagelo bacteriano está formado por más de 40 proteínas, cuyas funciones son en muchos casos
desconocidas.
Behe concluye: “En resumen, cuando los bioquímicos comenzaron a examinar estructuras
aparentemente simples como los cilios y los flagelos, descubrieron una complejidad asombrosa,
con docenas o incluso cientos de partes precisamente ajustadas entre sí. Es muy probable que
muchas de las partes que no hemos considerado aquí sean requeridas para que cualquier cilio
funcione en una célula. A medida que el número de partes requeridas se incrementa, la dificultad
de armar gradualmente el sistema completo se dispara, y la probabilidad de escenarios indirectos
Fe y Razón
se desploma. Darwin luce cada vez más perdido. Una nueva investigación de los roles de las
proteínas auxiliares no puede simplificar el sistema irreduciblemente complejo. La intransigencia
del problema no puede ser aliviada; sólo se volverá peor. La teoría darwinista no ha dado
ninguna explicación del cilio o el flagelo. La abrumadora complejidad de los sistemas de nado
nos impulsa a pensar que podría no dar nunca una explicación.” (p. 73).
La coagulación de la sangre
En el Capítulo 4 (“Rube Goldberg en la sangre”) el autor examina el sistema de coagulación de
la sangre utilizando como analogía las excéntricas máquinas de las caricaturas de Rube
Goldberg, un dibujante humorístico norteamericano.
La investigación bioquímica ha descubierto que la coagulación de la sangre es un sistema
complejísimo, compuesto por más de 30 piezas de proteínas interdependientes. Los componentes
principales del sistema son el fibrinógeno, la fibrina y la trombina. El fibrinógeno está
compuesto de seis cadenas de proteínas. La trombina corta algunas de esas cadenas en pequeños
trozos de fibrina. La fibrina forma el coágulo inicial, una red que atrapa las células de la sangre.
El resto de las proteínas son proenzimas y enzimas que controlan el proceso de coagulación a
través de una intrincada red de pesos y contrapesos cuidadosamente balanceados, a fin de que la
coagulación se inicie sólo cuando y donde se necesita, cubra toda la herida y luego se detenga.
Así se evitan normalmente las dos fallas principales (ambas potencialmente letales): el defecto y
el exceso de coagulación. El sistema de coagulación es irreduciblemente complejo. Un problema
en uno cualquiera de sus muchos componentes puede causar la falla del sistema completo.
Behe analiza el intento de explicación darwinista del origen del sistema de coagulación de la
sangre ofrecido por Russell Doolittle, el científico que había hecho el mayor esfuerzo en esa
área. Doolittle propuso una serie de pasos hipotéticos en los que las proteínas de la coagulación
aparecen una tras otra. Behe concluye que esa explicación es muy inadecuada porque no se dan
razones para las apariciones de las proteínas, no se intenta calcular la probabilidad de esas
apariciones y no se intenta estimar las propiedades de las nuevas proteínas. “En ningún paso –ni
siquiera uno– Doolittle da un modelo que incluya números o cantidades; sin números, no hay
ciencia. Cuando se pinta un cuadro meramente verbal del desarrollo de un sistema tan complejo,
no hay absolutamente ninguna manera de saber si realmente funcionaría.” (p. 95).
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“El escenario de Doolittle reconoce implícitamente que la cascada de la coagulación es
irreduciblemente compleja, pero trata de empapelar el dilema con una plétora de referencias
metafóricas al yin y el yang. La conclusión es que los grupos de proteínas deben ser insertados
todos a la vez en la cascada. Esto puede hacerse sólo postulando un “monstruo esperanzado” que
afortunadamente consigue todas las proteínas de una sola vez, o por la guía de un agente
inteligente… El hecho es que nadie en la tierra tiene la más vaga idea de cómo la cascada de la
coagulación llegó a existir” (pp. 96-97).
El transporte intracelular
En el Capítulo 5 (“De aquí para allá”) el autor examina el sistema de transporte intracelular
utilizando varias analogías. Una de ellas es la de una ficticia sonda espacial no tripulada que
explora el espacio interestelar y está dotada de mecanismos automáticos para fabricar nuevas
piezas y llevarlas hasta el lugar donde se necesitan. En el ejemplo considerado la nueva pieza
requerida es una trituradora de baterías.
“Todas las máquinas fantásticas de nuestra sonda espacial tienen contrapartes directas en la
célula. La sonda espacial misma es la célula, la biblioteca es el núcleo, el plano es el ADN, la
copia del plano es el ARN, la ventana de la biblioteca es el poro nuclear, las máquinas
principales son los ribosomas, el área principal es el citoplasma, el adorno es la secuencia de
señales, la trituradora de baterías es la hidrolasa lisosomal, la guía es la partícula de
reconocimiento de señal (PRS), el sitio de recepción es el receptor de PRS, la sala de
procesamiento 1 es el retículo endoplásmico (RE), las salas de procesamiento 2-4 son el aparato
de Golgi, la antena es un carbohidrato complejo, las sub-salas son vesículas recubiertas de
clatrina, y varias proteínas desempeñan los roles de recortador, transportista, codificador de
entrega, marcador de puerto y puerta de entrada. La sala de tratamiento de basura es el lisosoma.
(…)
La sonda espacial ficticia es tan complicada que aún no ha sido inventada, ni siquiera de una
manera burda. El sistema celular auténtico ya está en su lugar, y cada segundo de cada día este
proceso ocurre incontables miles de millones de veces en tu cuerpo. La ciencia es más extraña
que la ficción.” (pp. 106-108).
Se puede distinguir tres métodos que la célula usa para introducir las proteínas en
compartimientos. Dos de esos métodos se parecen, porque ambos usan portales en una
Fe y Razón
membrana para seleccionar a las proteínas que permiten entrar. Behe llama a estos dos métodos
“transporte por puerta” y compara a éste con un garage de estacionamiento que está reservado a
automóviles con placa diplomática. Este sistema requiere tres componentes básicos: una etiqueta
de identificación, un escáner para leer la etiqueta y una puerta que es activada por el escáner.
Cada uno de estos tres componentes es imprescindible. Por lo tanto el sistema es
irreduciblemente complejo.
El tercer método usado en la célula es aún más complejo. Es el transporte vesicular, en el que la
carga de proteína es cargada en contenedores para el envío. En nuestra analogía, es como si los
diplomáticos tuvieran que entrar sus autos en un gran camión de remolque, el camión entrara al
garage especial y luego los autos salieran del camión y estacionaran. Este sistema requiere un
mínimo de seis componentes distintos, por lo que es irreduciblemente complejo.
Los sistemas irreduciblemente complejos no pueden evolucionar de un modo darwinista, paso a
paso, por una vía directa. Un sistema de transporte vesicular con uno o dos de los seis
componentes mínimos requeridos no sirve para nada. Es todo o nada: o se tienen los seis
componentes de entrada o el sistema no funciona. Además, es extremadamente improbable que
componentes usados para otros propósitos se adapten fortuitamente a nuevos roles en un sistema
complejo.
Behe analiza la enfermedad de las células I. “Un niño puede morir a causa de este solo defecto
en una de las muchas máquinas necesarias para llevar proteínas al lisosoma. Una sola falla en el
laberíntico camino de transporte de proteínas de la célula es fatal. A menos que el sistema entero
estuviera inmediatamente en su lugar, nuestros ancestros habrían sufrido un destino similar. Los
intentos de evolución gradual del sistema de transporte de proteínas son una receta para la
extinción.” (p. 114).
Behe concluye: “El transporte vesicular es un proceso alucinante, no menos complejo que la
entrega completamente automatizada de vacunas de un área de almacenamiento a una clínica a
mil millas de distancia. Los defectos en el transporte vesicular pueden tener las mismas
consecuencias letales que el fracaso en entregar una vacuna requerida en una ciudad atacada por
una enfermedad. Un análisis muestra que el transporte vesicular es irreduciblemente complejo, y
por lo tanto su desarrollo resiste firmemente las explicaciones gradualistas, como las que la
evolución darwinista requiere. Una búsqueda en la literatura bioquímica profesional y en los
41
Número 74 — Noviembre 2012
libros de texto muestra que nadie ha propuesto jamás una ruta detallada por medio de la cual tal
sistema podría haber venido a la existencia. De cara a la enorme complejidad del transporte
vesicular, la teoría darwinista está muda.” (pp. 115-116).
El sistema inmunológico
En el Capítulo 6 (“Un mundo peligroso”) Behe examina el sistema inmunológico del cuerpo
humano, describiendo cuatro de sus principales características: diversidad, reconocimiento,
destrucción y tolerancia.
Diversidad. Los enemigos microscópicos (bacterias, virus y hongos) del ser humano son muy
abundantes y muy diferentes entre sí. Para enfrentarlos, el cuerpo humano produce miles de
millones de anticuerpos de distintas formas. En el óvulo fecundado hay cuatro grupos de genes
que contribuyen a hacer anticuerpos: el grupo 1 contiene unos 250 segmentos de genes, el grupo
2 contiene diez segmentos, el grupo 3 contiene seis más y el grupo 4 otros ocho. Cuando el feto
crece, comienza a producir células B, que son las “fábricas de anticuerpos”. Durante la
construcción de células B, ocurre algo raro: el genoma del ADN es reordenado y parte del mismo
es descartado. Tres segmentos de los grupos 1, 2 y 3 son elegidos, aparentemente al azar, y
unidos entre sí. Esto, unido a otros efectos que aumentan el número de variaciones posibles,
permite fabricar unos diez mil millones de tipos diferentes de anticuerpos. Esta cantidad es tan
grande que es casi seguro que al menos un tipo de anticuerpo se unirá a casi cualquier molécula,
incluso las sintéticas.
Reconocimiento. Cada anticuerpo está formado por cuatro cadenas de aminoácidos: dos cadenas
livianas idénticas y dos cadenas pesadas idénticas. El conjunto tiene una forma simétrica
semejante a una letra Y. La base de la Y está unida a la membrana de la célula B y el resto de la
Y sobresale hacia afuera de esa célula, para tratar de detectar a los invasores. Los dos extremos
superiores de la Y contienen los “sitios de unión”. Cada tipo de anticuerpo tiene sitios de unión
con diferentes características: por ejemplo, un anticuerpo puede tener un sitio de unión con una
pieza que sobresale aquí, un agujero más allá y un parche aceitoso en el borde; otro anticuerpo
puede tener una carga positiva a la izquierda, una hendidura en el medio y un bulto a la derecha;
etc. Si la forma de un sitio de unión es exactamente complementaria a la forma de una molécula
de la superficie de un invasor, entonces el anticuerpo se unirá a esa molécula. Enseguida el
anticuerpo, a través de un mecanismo muy complicado, enviará una señal hasta el núcleo de la
Fe y Razón
célula B. Al recibir esta señal, la célula B comienza a reproducirse rápidamente, pero ahora los
anticuerpos ya no están pegados a la membrana celular, sino que quedan libres para moverse en
el fluido extracelular, buscar a los invasores y unirse a ellos.
Incluso en un esquema muy simplificado, este sistema de reconocimiento de enemigos consta de
al menos tres componentes esenciales: la forma del anticuerpo unida a la membrana de la célula
B, el mensajero y la forma libre o exportada del anticuerpo. Este sistema es irreduciblemente
complejo. Una célula que tratara de desarrollar este sistema en pasos darwinistas (graduales)
estaría en un grave dilema. ¿Qué debería hacer primero? Ninguno de los tres componentes tiene
utilidad alguna sin los otros dos. Behe afirma: “Somos conducidos inexorablemente a la
conclusión de que incluso esta selección clonal muy simplificada no podría haberse originado en
pasos graduales.” (p. 125).
Destrucción. Los anticuerpos no destruyen por sí mismos a los virus o bacterias enemigos, sino
que sólo ofician como señales para otros sistemas que destruyen a los objetos así marcados. Gran
parte de la matanza real de enemigos es hecha por el “sistema complementario”, llamado así
porque complementa la acción de los anticuerpos. El sistema complementario consta de unos
veinte tipos de proteínas que forman dos caminos relacionados, llamados el “camino clásico” y
el “camino alternativo”. Estos caminos son notablemente complejos y recuerdan en varios
sentidos a la cascada de la coagulación de la sangre discutida en el Capítulo 4. El camino clásico
comienza cuando el conjunto de proteínas llamado C1 (compuesto por 22 cadenas de proteínas)
se une a un anticuerpo que a su vez está unido a la superficie de una célula extraña. En este
camino intervienen nueve conjuntos de proteínas (de C1 a C9), varios de ellos con más de una
variante, que interactúan de diversos modos entre sí. Al final de un complejísimo proceso, una
forma tubular pincha y agujerea la membrana de la bacteria invasora. La presión osmótica hace
que el agua se precipite hacia adentro y destruya a la bacteria. El camino alternativo es tan
complejo como el camino clásico y ambos caminos son sistemas irreduciblemente complejos.
Tolerancia. El sistema inmunológico tiene que discriminar entre el cuerpo humano y el resto del
mundo. Por ejemplo, no se deben generar anticuerpos contra los glóbulos rojos que circulan
permanentemente por la sangre. Cuando el cuerpo produce anticuerpos contra sí mismo,
generalmente ocurre un desastre. Es lo que pasa, por ejemplo, en la esclerosis múltiple o en la
diabetes juvenil. Cómo el cuerpo adquiere tolerancia a sus propios tejidos es todavía algo oscuro,
43
Número 74 — Noviembre 2012
pero sea cual sea el mecanismo, sabemos una cosa: un sistema de auto-tolerancia tuvo que estar
presente desde el comienzo del sistema inmunológico.
Behe concluye: “Diversidad, reconocimiento, destrucción, tolerancia –todos estos y más
interactúan los unos con los otros. Hacia cualquier lado que nos volvamos, una explicación
gradualista del sistema inmune está bloqueada por múltiples requisitos entretejidos. Como
científicos anhelamos entender cómo este magnífico mecanismo vino a la existencia, pero la
complejidad del sistema condena a todas las explicaciones darwinistas a la frustración. El mismo
Sísifo se apiadaría de nosotros.” (p. 139).
La biosíntesis de moléculas complejas
En los Capítulos 3-6 el autor describe en detalle varios sistemas bioquímicos irreduciblemente
complejos, mostrando que no pueden ser formados de un modo gradualista. Los ejemplos de
complejidad irreducible podrían multiplicarse sin mayores dificultades, incluyendo aspectos de
la replicación del ADN, el transporte de electrones, la síntesis de telómeros, la fotosíntesis, la
regulación de la transcripción, etc. En el Capítulo 7 (“Atropello en la ruta”) Behe muestra que
también hay sistemas bioquímicos que, pese a no ser irreduciblemente complejos, son
inexplicables desde una perspectiva darwinista. Incluso sistemas que a primera vista parecen
dóciles a un enfoque gradualista resultan ser problemas insolubles dentro del marco darwinista,
porque las probabilidades de que algo salga mal son abrumadoras. Behe sostiene que muchos de
los procesos metabólicos que sintetizan aminoácidos, proteínas, nucleótidos o ácidos nucleicos
dentro del organismo son sistemas de ese tipo.
Como introducción a esta idea, el autor presenta esta situación imaginaria. Un gran grupo de
marmotas intenta cruzar una autopista de 2.000 carriles, llenos de vehículos que se mueven a la
velocidad máxima permitida. En abstracto, no parece haber ningún límite que las marmotas no
puedan superar, pero en la práctica la mayoría muere atropellada en el primer carril, algunas
alcanzan el segundo carril, y unas pocas llegan hasta el tercer carril, o excepcionalmente hasta el
cuarto; ninguna más allá.
Behe describe detalladamente la biosíntesis del monofosfato de adenosina (AMP), una de las
muchas sustancias químicas complejas necesarias para la vida, a partir de la ribosa 5-fosfato (pp.
142-149). Una molécula de AMP contiene 33 átomos: diez de carbono, once de hidrógeno, siete
de oxígeno, cuatro de nitrógeno y uno de fósforo. La síntesis de una molécula de AMP insume
Fe y Razón
trece pasos (es decir, trece reacciones químicas sucesivas) y requiere doce enzimas, dos grupos
formilo, cinco moléculas de ATP, una de GTP, una de dióxido de carbono, dos de glutamina, una
de glicina y dos de ácido aspártico. Las moléculas obtenidas en los pasos intermedios no sirven
para nada a la célula excepto para hacer AMP o GMP. La síntesis aleatoria de AMP es
absolutamente improbable. Si disolviéramos en agua todas las sustancias requeridas no
obtendríamos AMP aunque esperáramos un millón de años.
A continuación Behe analiza la explicación darwinista típica de los caminos metabólicos.
Supongamos que el compuesto A es transformado en el compuesto D a través de los compuestos
intermedios B y C. ¿El camino A-B-C-D podría haber evolucionado gradualmente? Depende. Si
A, B y C son útiles para la célula y si B, C y D no son esenciales desde el principio, quizás un
desarrollo lento y gradual es posible. Empero, ¿qué ocurre si (como en el caso del AMP) D es
necesario desde el principio y A, B y C sólo sirven como precursores de D? En ese caso, ¿para
qué le sirve al organismo producir A? ¿O, si produce A, para qué le sirve producir B? La
respuesta darwinista típica es ésta: D estaba ya disponible en la sopa primordial; a medida que D
se volvió escaso, los organismos aprendieron a sintetizar D a partir de C; luego, a medida que C
se acababa, produjeron C a partir de B; y cuando la escasez amenazó otra vez, produjeron B a
partir de A.
En los libros de texto, nadie ha puesto nombres químicos reales sobre las míticas letras A, B, C,
D, porque al hacerlo uno tiene que mostrar reacciones químicas reales que las producen. Los
problemas graves de la teoría A-B-C-D son muy numerosos. Behe detalla tres de ellos. Primero,
los experimentos de síntesis prebiótica no han producido ninguna de las sustancias intermedias
de la biosíntesis del AMP, excepto una. Segundo, hay buenas razones para pensar que las
reacciones químicas intermedias sólo pueden ocurrir bajo la cuidadosa guía de las enzimas.
Tercero, algunas de las sustancias intermedias son químicamente inestables. Behe concluye: “El
cuento A-B-C-D es una vieja idea que ha sido transmitida irreflexivamente… Nadie tiene idea de
cómo se desarrolló el camino del AMP. Aunque unos cuantos investigadores han observado que
el camino en sí mismo presenta un severo desafío al gradualismo, nadie ha escrito sobre el
obstáculo planteado por la necesidad de regular el camino metabólico de una célula
inmediatamente desde su comienzo. No es de extrañar –nadie quiere escribir sobre el atropello
en las rutas” (pp. 154 y 159). (Continuará).
Citas traducidas por el autor.
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Número 74 — Noviembre 2012
¿La paz de los cementerios?
Lic. Néstor Martínez Valls
Leyendo las intervenciones de los grupos que fueron a la Comisión Especial de la Cámara de
Diputados que trata la legalización del aborto, y constatando con gran alegría que la inmensa
mayoría de las delegaciones se opusieron a esa iniciativa, y lo hicieron realmente con excelentes
argumentos, veo una intervención que me ha llamado la atención y que quiero comentar.
Básicamente, desde un punto de vista sociológico, el expositor, que entendí que se presentaba
como cristiano, constata que con la posmodernidad la sociedad se ha vuelto “líquida”, es decir,
se han debilitado los elementos cohesionantes y eso tiene como consecuencia que en vez de la
búsqueda de los consensos, se planteen oposiciones cada vez más radicalizadas. En EE.UU., por
ejemplo, la legalización del aborto, lejos de poner fin a la controversia, ha hecho que ésta haya
aumentado cada vez más con los años; y en este momento, agregamos nosotros, la voz cantante
la lleva el bando pro-vida.
Ante esto, el expositor se pregunta qué ha pasado con la enseñanza de amor de Jesús y cómo es
que los diversos grupos enfrentados en este tema no nos sentamos a dialogar buscando ante todo
lo que tenemos en común. En vez de eso, dice, se ve una actividad que busca imponer el propio
punto de vista en un juego de poder y de lobby que termina viendo al otro como un enemigo.
Realmente, no entendemos cuál es finalmente la posición de quien emite esos conceptos.
¿Acepta él que en algunos casos la mujer pueda disponer de la vida de su hijo, o no? Si se
responde por la negativa, está en el bando pro-vida; si responde por la afirmativa, está en el otro
bando. No hay otra posibilidad, lógicamente hablando.
El principio de tercero excluido, que es un principio lógico elemental, nos dice que entre las
proposiciones “En algunos casos se puede matar al inocente” y “Nunca se puede matar al
inocente”, no hay tercera posibilidad. Hay que adherir necesariamente a una de ellas, lo que lleva
a rechazar la otra.
Nuestro Señor Jesucristo no nos dio el mandamiento del amor para que por medio de él
pudiésemos situarnos por encima del principio de tercero excluido. Es evidente que para el no
Fe y Razón
nacido no hay tercera posibilidad entre que lo maten o lo dejen seguir viviendo. Y tampoco hay
otra posibilidad entre que la ley proteja su derecho a la vida, o no lo haga.
Sin duda, partidarios y adversarios del derecho a la vida desde la concepción podemos tener
valores comunes, pero no en este tema. Porque lo que nos opone no es la cuestión de la dignidad
de la persona humana, el valor de la democracia, o el respeto “en general” del derecho a la vida,
sino la precisa cuestión de si en algún caso se puede reconocer a la madre el derecho de quitar la
vida a su hijo, o no. Y en este punto es claro que no hay conciliación posible.
¿Qué diálogo es posible en esas condiciones? ¿Cuál puede ser el resultado final? Hay dos formas
solamente de “hacer la paz” al final de un diálogo así: o todos pro-vida o todos en la opción
contraria. El gran G. K. Chesterton vio lo flojo de estas “conciliaciones” de lo inconciliable
cuando dijo que había leído un libro que demostraba que el Cristianismo y el Budismo eran
básicamente lo mismo, especialmente el Budismo.
A algunas personas el ejercicio del pensamiento lógico les suena a “fundamentalismo”. Ellos
quisieran que en la sociedad reinase siempre la paz universal y la armonía. Obviamente, también
lo quisiéramos nosotros. No fuimos nosotros los que suscitamos la cuestión de la legalización del
aborto. Pero el detalle es que la cuestión está propuesta, y como dijimos, no hay más remedio
que tomar partido por la afirmativa o la negativa respecto del derecho a la vida del no nacido.
En cuanto al lobby y los juegos de poder, resulta que en la sociedad humana es desde el poder,
precisamente, que se toman las decisiones. Si se plantea la desprotección legal del no nacido,
puedo oponerme a ello, o no. Pero en el primer caso, es claro que voy a querer influir en el poder
político y en la decisión que éste vaya a tomar.
O bien, alguien podría decir que se va a oponer solamente desde la oración, el ayuno y la
penitencia. Perfecto. Pero a lo que nos referimos nosotros es a oponerse en el plano temporal,
social, legal y político, o no hacerlo. ¿Está mal hacerlo? ¿Debemos los cristianos dejar que sean
solamente los abortistas los que actúen en ese nivel? ¿Debemos hacerlo en nombre del amor y la
caridad, precisamente? ¿Dónde estaría allí el amor al inocente injustamente sacrificado?
¿Debemos escandalizarnos solamente cuando un pro-vida habla fuerte en ese plano, y no decir ni
pío cuando del otro lado proponen alegremente arrasar con los derechos más básicos de las
personas?
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Número 74 — Noviembre 2012
Yo puedo decir, si quiero, que no me gusta que la realidad sea ésa, y que prefiero soñar en una
sociedad en que dicha cuestión no está planteada, de modo tal que todos podamos ser felices.
Pero entonces, tengo que reconocer que no tengo nada que decir a las personas que sí deciden
enfrentar la realidad y dar la lucha que hay que dar para que algún día pueda ser así nuestra
sociedad en la realidad de las cosas y no solamente en el país de los sueños.
Porque si nos duele tanto que haya batalla en torno al derecho a la vida, me imagino que nos
dolería mucho más una “paz” en la que todos aceptásemos resignadamente el espectáculo de los
bidones llenos de restos humanos saliendo regularmente de los centros de salud, y en la que las
generaciones futuras crecieran sabiendo, desde que tienen uso de razón, que el Estado permite
legalmente el homicidio del inocente.
¿O es que eso no nos dolería tanto como ver que la gente discute y toma posiciones “radicales”
acerca de este tema? Si así fuese, pienso que deberíamos revisar nuestra escala de valores.
No creo que a alguien pueda dolerle más el hecho de que la gente discuta y se enfrente, que el
hecho de que la gente sea asesinada, y sobre todo, que sea el Estado mismo el que permita ese
asesinato. Lo que sucede entonces es que la persona que así piensa no cree que el aborto sea
asesinato, y entonces, una de dos, o no cree que el ser humano comience a existir con la
fecundación, o no cree que el ser humano inocente deba tener siempre y en todos los casos
derecho inviolable a la vida.
En ambas hipótesis, informamos a esa persona que ya eligió: está en el bando contrario al
derecho a la vida del no nacido.
No le negamos su derecho a hacerlo, pero solamente le pedimos que tenga la honestidad de
reconocer su opción y que no venga a querer oscurecer lo claro con sermones desplazados acerca
de la fraternidad universal.
A nosotros, que tal vez somos algo primitivos en esto, nos parece que la fraternidad universal no
se compadece con la desprotección legal del derecho a la vida. Y que la caridad implica también
la capacidad de decir “no” ante el atentado contra los más débiles e indefensos, y de seguirlo
diciendo aunque eso lleve al conflicto.
Especialmente entre cristianos, es bueno evocar en estos momentos la imagen de uno que para
evitar el conflicto terminó enviando al patíbulo al Inocente por excelencia. Cada vez que en la
Fe y Razón
sociedad se plantea la lucha encarnizada por la defensa de algún elemento básico de nuestra
humanidad, se puede escuchar el lamento de los nostálgicos de la paz universal y, en cada una de
esas ocasiones, detrás de esos lamentos se yergue la figura lamentable de Poncio Pilatos.
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Número 74 — Noviembre 2012
Comunicado de los centros, agrupaciones y movimientos
pro-vida del Uruguay
19 organizaciones pro-vida
Ante el “trámite” antidemocrático y violatorio de la Constitución y el Derecho que ha tenido
hasta el presente el tema del aborto a nivel del Poder Legislativo, las Organizaciones y
personalidades que defendemos la Vida, y que solicitamos ser recibidas en el Parlamento
nacional para dar nuestra visión, hacemos saber a la opinión pública lo siguiente:
1.
Ante todo, denunciamos la violación atroz del primer y más genuino de los derechos
humanos: el derecho a la vida. Cualquier proyecto de ley o texto que busque establecer el falso
derecho de quitar la vida al ser humano más inocente por medio de un aborto, o que pretenda
desproteger el derecho a la vida que todo ser humano tiene desde la fecundación, es violatorio de
ese derecho.
2.
Igualmente remarcamos que los textos y proyectos manejados hasta el presente son de
legalización y es mentira que sean solamente de despenalización del aborto, incluido el texto que
se dio a conocer como surgido de un acuerdo entre legisladores del partido de gobierno y el
diputado Posada del Partido Independiente. Todos ellos pretenden imponer la obligación a los
centros de salud de realizar abortos, y por tanto establecen e imponen un derecho de la mujer a
que los abortos se realicen. De la misma manera, determinan que el aborto es un acto médico, lo
cual implica de por sí su legalización.
3.
Este tema ha tenido a nivel del Poder Legislativo un tratamiento plagado de una larga serie
de inconstitucionalidades, ilegalidades y otros múltiples actos contrarios al Derecho, así como
procedimientos antidemocráticos y faltas de transparencia, que se enumeran a continuación:
Cámara de Senadores
4.
En la Comisión del Senado se negó audiencia a muchas asociaciones que con la legítima
finalidad de exponer su punto de vista ante un tema fundamental como es el derecho a la vida la
habían solicitado en tiempo y forma.
Fe y Razón
5.
Luego un texto fue enviado desde la Comisión de Salud Pública del Senado al plenario de
esa Cámara sin haber sido votado en general, por lo que dicho texto nunca fue ni es proyecto. Por
ende dicho texto no podía constitucionalmente tratarse por el plenario ni votarse en el mismo.
Por eso mismo tampoco puede tratarse ahora a nivel de la Cámara de Representantes ni en su
plenario ni en comisión alguna de esta Cámara.
6.
A continuación dicho texto se votó inconstitucionalmente en el plenario del Senado, y se lo
votó además apresuradamente, a la carrera, tratando de evitarse que a este hecho se le prestara
atención, en medio de las fiestas navideñas, en un verdadero alarde de falta de sensibilidad y de
falta de respeto nunca vistos en el Senado del país.
7.
Luego de ello, en forma también inconstitucional, al mencionado texto le fue dado trámite
por la Presidencia de la Cámara de Representantes: dicho acto administrativo inconstitucional
consistente en darle trámite fue impugnado por un grupo de ciudadanos en el pasado mes de
febrero. Debe en estos momentos la Presidencia de la Cámara elevar a la propia Cámara el
Recurso Jerárquico interpuesto, lo cual hasta el momento tampoco ha hecho, incurriendo así en
grave omisión.
Cámara de Representantes
8.
Entrado el texto a la Comisión de Salud Pública de Diputados, donde siempre se ha tratado
este tipo de temas, el texto fue sacado del orden del día. Viendo que no había las mayorías
necesarias para su aprobación, se realizó la maniobra de crear una Comisión Especial.
9.
Crearon esta Comisión Especial, en la que previamente se aseguraron la mayoría, y a las
3.30 de la madrugada, después de 12 horas de tratar el tema Pluna, en una nueva maniobra,
votaron su integración, literalmente entre gallos y medias noches.
10. La “Comisión Especial” tuvo como característica anómala la de que no tenía un proyecto
determinado para discutir. En efecto, habían tres textos en circulación: el que vino del Senado, el
del diputado Iván Posada, y el del diputado Fernando Amado. Y a esto se agregó un cuarto texto
que al igual que el del Senado tampoco es proyecto, sino que como ya lo mencionamos es fruto
de un acuerdo entre legisladores del partido de gobierno y el diputado Posada del Partido
Independiente.
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Número 74 — Noviembre 2012
11. En la Comisión Especial se toma una decisión sorprendente por lo inusual y
antidemocrática: votar un texto que no es proyecto, y además hacerlo antes de escuchar a
cualquiera de las más de 20 asociaciones que ya habían solicitado ser recibidas. Esto es ir contra
la esencia misma del Parlamento, dejando de lado la voz del pueblo.
12. Se manejó para ello la falaz e insólita postura de que era necesario votar antes un proyecto
determinado para luego de votado ofrecerlo a la consideración de las delegaciones. Sin duda que
para esto no era necesario votar primero el texto sobre el cual es obvio que las delegaciones
quieren dar su opinión. Opinión que debería servir precisamente a los legisladores para madurar
la decisión a tomar en una votación, considerando la importancia del tema en cuestión, que es el
derecho a la vida.
13. La maniobra pretendida es votar el texto que viene del Senado y sustituirlo íntegramente por
el texto acordado y no presentado a la Cámara. Esto se haría en una votación particular por vía
de sustitución de artículos. De este modo se envía en realidad al Senado un texto nuevo,
disfrazado como el mismo texto modificado. Con esto pretenden decidir todo en una sola
votación sobre las modificaciones.
14. Estas inconstitucionalidades y otras nos hacen pensar que pocas veces, o nunca, en la
historia legislativa del País se han atropellado tantas normas y principios esenciales en el afán
desaforado de imponer como sea un texto mediante procedimientos profundamente contrarios a
las tradiciones democráticas de nuestro pueblo.
15. Un texto que de imponerse atentaría contra el más básico y elemental de los derechos
humanos, que es el derecho a la vida. Un texto que no atiende ni soluciona las verdaderas
necesidades de la mujer embarazada en situación angustiosa. Un texto que ignora totalmente los
derechos y obligaciones de la paternidad. Un texto que tampoco atiende a la realidad
demográfica de nuestro país, caracterizada por la baja natalidad y el envejecimiento.
Contrariamente, no se tratan proyectos de ley de ayuda a la mujer embarazada y a la niñez ya
presentados al Parlamento.
16. Un texto que a lo que sí responde es a los intereses de organizaciones internacionales muy
poderosas que se han fijado como meta la disminución de la población de estos países
latinoamericanos.
Fe y Razón
17. Exhortamos ante todo, a los legisladores conscientes del valor y la dignidad de la vida
humana y de las exigencias de una auténtica democracia, a que redoblen sus esfuerzos para evitar
que siga adelante este atropello a nuestro sistema constitucional-legislativo.
Montevideo, 15 de agosto de 2012
AFAVI
Asociación Familia y Vida
Centro de Bioética Rioplatense
Comisión Nacional de Pastoral de la Familia y la Vida de la Conferencia Episcopal del
Uruguay
ESALCU
Espacio Joven Vida Más
Esperanza Uruguay
Foro Uruguayo de la Familia
Instituto Jurídico Cristiano – Uruguay
IUFF (Instituto Uruguayo de Formación Familiar)
Madrinas por la Vida
Mesa Coordinadora Nacional por la Vida
Mesa Coordinadora de Salteños por la Vida
Misión Vida para las Naciones
Movidos por la Vida
Dr. Pedro Montano, Profesor Agregado de la Cátedra de Derecho Penal
Unión Cívica
Uruguay, te quiero Pro-Vida
Voluntarios Rivera
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Número 74 — Noviembre 2012
Salmo 117. En la fiesta de las Tiendas
Biblia de Jerusalén.
¡Aleluya!
¡Dad gracias a Yahveh, porque es bueno, porque es eterno su amor!
¡Diga la casa de Israel: que es eterno su amor!
¡Diga la casa de Aarón: que es eterno su amor!
¡Digan los que temen a Yahveh: que es eterno su amor!
En mi angustia hacia Yahveh grité, Él me respondió y me dio respiro;
Yahveh está por mí, no tengo miedo, ¿qué puede hacerme el hombre?
Yahveh está por mí, entre los que me ayudan, y yo desafío a los que me odian.
Mejor es refugiarse en Yahveh que confiar en hombre;
mejor es refugiarse en Yahveh que confiar en magnates.
Me rodeaban todos los gentiles: en el nombre de Yahveh los cercené;
me rodeaban, me asediaban: en el nombre de Yahveh los cercené.
Me rodeaban como avispas, llameaban como fuego de zarzas:
en el nombre de Yahveh los cercené.
Se me empujó, se me empujó para abatirme, pero Yahveh vino en mi ayuda;
mi fuerza y mi cántico es Yahveh, Él ha sido para mí la salvación.
Clamor de júbilo y salvación, en las tiendas de los justos.
"¡La diestra de Yahveh hace proezas,
excelsa la diestra de Yahveh,
la diestra de Yahveh hace proezas!"
No, no he de morir, que viviré, y contaré las obras de Yahveh;
me castigó, me castigó Yahveh, pero a la muerte no me entregó.
¡Abrid las puertas de justicia, entraré por ellas, daré gracias a Yahveh!
Aquí está la puerta de Yahveh, por ella entran los justos.
Gracias te doy, porque me has respondido, y has sido para mí la salvación.
La piedra que los constructores desecharon en piedra angular se ha convertido;
ésta ha sido la obra de Yahveh, una maravilla a nuestros ojos.
¡Éste es el día que Yahveh ha hecho, exultemos y gocémonos en él!
¡Ah, Yahveh, da la salvación!
¡Ah, Yahveh, da el éxito!
¡Bendito el que viene en el nombre de Yahveh!
Desde la casa de Yahveh os bendecimos.
Yahveh es Dios, Él nos ilumina.
¡Cerrad la procesión, ramos en mano, hasta los cuernos del altar!
Tú eres mi Dios, yo te doy gracias,
Dios mío, yo te exalto.
¡Dad gracias a Yahveh, porque es bueno, porque es eterno su amor!
Fe y Razón
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Número 74 — Noviembre 2012
Fe y Razón
OMNE VERUM, A QUOCUMQUE DICATUR, A SPIRITU SANCTO EST
Revista virtual gratuita de teología
Publicada por el Centro Cultural Católico Fe y Razón
Desde Montevideo, Uruguay, al servicio de la evangelización de la cultura
Hoy se hace necesario rehabilitar la auténtica apologética que hacían los Padres de la Iglesia
como explicación de la fe. La apologética no tiene por qué ser negativa o meramente defensiva
per se. Implica, más bien, la capacidad de decir lo que está en nuestras mentes y corazones de
forma clara y convincente, como dice San Pablo “haciendo la verdad en la caridad” (Ef 4,15).
Los discípulos y misioneros de Cristo de hoy necesitan, más que nunca, una apologética
renovada para que todos puedan tener vida en Él. (Documento de Aparecida, n. 229).
CONTACTO: [email protected]
Fundadores de la Revista
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Mons. Dr. Jaime Fuentes, Dr. Pedro Gaudiano, Diác. Jorge Novoa, Dr. Gustavo Ordoqui
Castilla, Pbro. Miguel Pastorino, Santiago Raffo, Juan Carlos Riojas Álvarez, Dra. Dolores
Torrado.
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