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¡Venga tu Reino!
ESTRATEGIAS DIDÁCTICAS PARA
TEMA 3. LA IGLESIA COMO MISTERIO DE COMUNIÓN
OBJETIVO:
Poner a disposición de los coordinadores de formación, responsables de equipo y
encargados de la formación y la mística de los miembros del Regnum Christi, diversos
subsidios para que puedan organizar, en sus equipos y centros, actividades didácticas en
relación al tema 3 propuesto por la Comisión para la revisión de los estatutos del Regnum
Christi para la primera etapa del proceso de renovación.
PREMISA:
CONTENIDO:
1. Power Point con objetivos y sinopsis del tema 3.
2. Cuestionario de asimilación para la reflexión en equipo.
3. Dinámicas:
a.
b.
c.
d.
e.
¿Qué dice el Papa Francisco sobre la Iglesia?
¿Qué tiene que ver esto conmigo?
Acróstico: Comunión
Línea de tiempo: mi vida en la Iglesia.
Martón/Jeopardy/Competencia por equipo, cuestionario respuesta corta, etc.
4. Cuestionario opción múltiple para retroalimentación. No es para evaluar.
5. Apoyos visuales y sugerencias para la ambientación.
6. Lecturas recomendadas.
Anexo: Tema 3 El apostolado de los laicos. Documento Comisión General.
*
Preguntas o solicitudes sobre el proceso de revisión, favor de comunicarse a:
DT Mty: [email protected] o DT Mx: [email protected]
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¡Venga tu Reino!
1. Power Point con sinopsis del tema 2.
Enlace: Presentación Power Point Sinopsis Tema 21
Sugerencias:
 El block de notas de la presentación incluye el texto íntegro del tema 3.
 La presentación se ofrece en un formato modificable para que de acuerdo al
tiempo disponible, la actividad y el auditorio a quien va dirigido, se hagan las
adaptaciones necesarias.
 Si se utiliza como apoyo visual para una exposición del tema, se recomienda
eliminar texto de las diapositivas.
 Se puede enviar previamente a los participantes de una actividad presencial.
 Se puede enviar a los responsables de equipo para que se reflexione por
apartados, o como apoyo visual para una actividad en el equipo.
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1
Si no le funciona el hipervínculo:
https://www.dropbox.com/s/jpsiqafij062efi/2%20El%20apostolado%20de%20los%20laicos.pptx?dl=0
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¡Venga tu Reino!
2. Cuestionario de asimilación para la reflexión en equipo.
El cuestionario lo puede descargar dando un click aquí.
Sugerencias:
 De acuerdo al auditorio y tiempo disponible este cuestionario puede servir para
organizar un panel de discusión, mesas redondas, etc.
 El archivo con las preguntas está en formato modificable para que se puedan
hacer las adecuaciones pertinentes.
 Seleccionar las preguntas adecuadas a la actividad previa que se haya tenido.
También se podrían usar para introducir el tema.
 Seleccionar algunas de las preguntas para sacar un breve cuestionario para la
reflexión personal que se puede dar al final de una actividad presencial.
 Adecuando la redacción de algunas de las preguntas, se pueden poner en las
pantallas, en los salones o en la varianda de los centros.
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¡Venga tu Reino!
3. Dinámicas.
Como lo ilustra la imagen al inicio, entre más participativos sean los medios que se
propongan, mayor será la comprensión y relación del tema con la vida personal.
Partiendo de la premisa que las actividades no tendrán éxito si no se
acompañan con la debida motivación, explicación y factores que llamen la atención,
a continuación se anotan algunas sugerencias, confiando en que su creatividad
ideará otras mejores, que esperamos nos compartan.
Sugerencias:
a. ¿Qué dice el Papa Francisco sobre la Iglesia?
 Se anexan 10 pensamientos breves del Papa Francisco sobre la Iglesia.
 Se pueden usar para la reflexión en los equipos, como complemento en
alguna actividad, para incluirse en el boletín de la sección, para pedir que en
base a la idea del pensamiento se elabore un breve ensayo, una
presentación o un video clip para compartir en las redes sociales.
b. ¿Qué tiene que ver esto conmigo?
 Dividir a los participantes en equipos.
 A cada equipo se le da uno de los siguientes conceptos:
 Unidad en la diversidad.
 Complementariedad y corresponsabilidad.
 Comunión y misión.
 Reflexionarán sobre lo que les tocó para que definan tres ejemplos de la vida
cotidiana que ilustren la aplicación que tienen estos conceptos.
 En una puesta en común presentar las aportaciones de cada equipo.
 Hay muchas actividades grupales o video clips sobre estos conceptos con
las que, dependiendo del grupo y del tiempo disponible, se puede enriquecer
la actividad. Por citar un ejemplo: se divide el grupo en filas de X
participantes, entre cada persona de cada fila se pone un globo. Se señala el
camino que deben recorrer. (10 a 20 metros). La fila que llegue primero,
gana. Para lograrlo todos deben caminar al mismo tiempo, guardar la
distancia correcta, etc. Después de la actividad se reflexiona sobre la unidad,
etc.
c. Acróstico: Comunión
 En base al tema, por equipo o en forma individual, elaborar un acróstico con
la palabra comunión.
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
Presentarlo al grupo junto con un dibujo o imagen que aporte una idea de
cómo contribuir a la comunión: en la propia familia y en mi equipo del
Regnum Christi.
d. Línea de tiempo: mi vida en la Iglesia.
 Como una dinámica de inicio de una actividad en grupo, se pedirá esta
actividad individual.
 Elaborar una línea de tiempo que presente la vida del participante en relación
con la Iglesia, desde que nació hasta el día presente, en cuanto a cómo ha
vivido su pertenencia, en cómo ha sido su experiencia: qué ha marcado, para
bien o para mal esta relación.
 Dar 5 minutos para la elaboración.
 Pedir algunos voluntarios que presenten su línea de tiempo al grupo.
 El moderador debe mencionar que la incorporación al Regnum Christi debe
estar en la línea de tiempo porque el Movimiento esta en, por y para la
Iglesia.
e. Martón/Jeopardy/Competencia por equipo, etc.
 Este tipo de actividades despiertan la emoción y la participación,
especialmente recomendables para grupos de jóvenes.
 Hay 30 preguntas de respuesta corta en este enlace.
 Seleccione, dependiendo del tipo de actividad, tiempo y auditorio, las más
convenientes.
 Es importante que la actividad no ocupe todo el tiempo disponible y que, una
vez terminado el juego o competencia, haya un tiempo para intercambiar
ideas sobre lo que la actividad les dejó, así como para proponer un propósito
o acción.
Otro uso de estas preguntas breves: Después de una exposición de un tema, es muy
recomendable “refrescar” el factor de la atención poniendo alguna de estas actividades, en
una modalidad que ocupe sólo de 5 a 10 minutos.
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4. Cuestionario opción múltiple para retroalimentación en una de las
actividades.
Enlace a preguntas: Retroalimentación tema 3
Enlace al listado de respuestas correctas.
Enlace a la retroalimentación de las diversas respuestas.
Sugerencias:
 El archivo ofrece 30 preguntas con 4 opciones de respuesta cada una. Es
modificable para adaptarse al auditorio y tiempo disponible.
 Esta herramienta NO tiene el objetivo de “evaluar” o medir el nivel de
comprensión de la temática. Es un recurso que se sugiere usar como
complemento de otra actividad.
 Algunos ejemplos de aplicación: al final de una plática, como una
autoevaluación para completar la reflexión del tema, como “tarea” para la
siguiente reunión, como medio para un trabajo de reflexión en equipo, etc.
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5. Apoyos visuales y sugerencias para la ambientación
Listado de videoclips relacionados con el tema 3. Enlace: Apoyos visuales
Sugerencias:
 El apoyo visual es un factor importante para llamar la atención a los
participantes. Al inicio o a mediación de una actividad, proyectar un video clip ya
que favorece a lograr un buen ambiente.
 Cuando se tenga planeado proyectarlo, tener con anterioridad todo dispuesto:
conexiones, pantalla, micrófono… para que no se pierda tiempo ni se distraiga
en otros asuntos a los participantes.
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6. Lecturas recomendadas.
 Compilación de las lecturas recomendadas.
Sugerencias:
 Se pueden distribuir las lecturas entre los miembros del equipo, establecer una
fecha en la que cada uno tendrá que aportar una sinopsis, en 5-10 minutos,
sobre la lectura.
 Hacer un calendario para que, por semana, se vaya cubriendo una lectura. Se
solicitará un voluntario para presentar la sinopsis al resto del equipo.
 El responsable del equipo puede presentar la sinopsis de una lectura, por
semana/mes, invitando a todos hacer su programa de lectura.
 Poner en el centro una gráfica atractiva y motivante donde se señalará las
lecturas que se han reflexionado en equipo.
 Organizar un “club de lectura”, donde los participantes presentarán sinopsis de
las lecturas realizadas. El moderador implementará alguna dinámica para
apoyar la reflexión y aplicación a la vida de la lectura comentada.
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PREGUNTAS DE ASIMILACIÓN PARA LA REFLEXIÓN EN EQUIPO2
1.
¿Cómo entendía este concepto hasta antes de leer este subsidio y cómo lo entiendo
ahora? ¿En qué me ha enriquecido?
2.
¿Qué entiendo por “comunión”? ¿Qué entiendo por “eclesiología de la comunión”?
¿Qué entiendo por “espiritualidad de la comunión”?
3.
¿Cómo podemos crecer en la comunión para que no la reduzcamos a meras cosas
organizativas o jurídicas?
4.
Novo millennio ineunte habla de “espacios de comunión”, ¿cuáles espacios
identificaría en la vida del Regnum Christi? ¿Cómo podríamos aprovecharlos mejor?
5.
Respecto de la vida del Regnum Christi en la Iglesia, ¿cómo debemos vivir nuestra
inserción en la Iglesia local a la luz de la eclesiología de la comunión?
6.
¿Qué significa para mí que debe haber unidad en la diversidad? ¿Cómo se aplica
esto en la vida del Movimiento (ramas del Regnum Christi, secciones, obras de apostolado,
etc.)?
7.
La exhortación apostólica Vita consecrata habla de la espiritualidad de comunión
como un modo de pensar, decir y obrar, ¿cómo podemos potenciarla en los equipos,
secciones, localidades y territorios?
8.
Sabemos que la Iglesia no debe estar replegada sobre sí misma, sino ser misionera.
¿Nuestra sección es una comunidad en misión?
9.
¿La espiritualidad de comunión me motiva a invitar a otros al Movimiento?
10.
Leer Novo millennio ineunte 43. Si tuviese que elegir una sola frase de este texto,
¿con cuál me quedaría?
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2
Incluidas en el documento de la Comisión de Estatutos en el tema 1.
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¿QUÉ DICE EL PAPA FRANCISCO SOBRE LA IGLESIA?
1. NOSOTROS SOMOS LA IGLESIA
2. ¿CUÁL ES LA MISIÓN DE LA IGLESIA?
3. DIOS NOS CONVOCA.
4. LA FUERZA DE LA IGLESIA: LA ORACIÓN
5. IGLESIA MISIONERA
6. ELEGIDOS
7. ALEGRÍA Y VALENTÍA DE SER DISCÍPULO
8. SOMOS HIJOS DE LA IGLESIA
9. REDESCUBRIR EL VALOR DE NUESTRO BAUTISMO
10. SIN LA IGLESIA, JESUCRISTO QUEDA REDUCIDO A UNA IDEA, UNA MORAL,
UN SENTIMIENTO
NOSOTROS SOMOS LA IGLESIA
No somos nosotros quienes «damos una casa a Dios», sino que es Dios mismo quien «construye su
casa» para venir a habitar entre nosotros, como escribe san Juan en su Evangelio (cf. 1, 14). Cristo
es el Templo viviente del Padre, y Cristo mismo edifica su «casa espiritual», la Iglesia, hecha no de
piedras materiales, sino de «piedras vivientes», que somos nosotros. El Apóstol Pablo dice a los
cristianos de Éfeso: «Estáis edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, y el mismo
Cristo Jesús es la piedra angular. Por Él todo el edificio queda ensamblado, y se va levantado hasta
formar un templo consagrado al Señor. Por Él también vosotros entráis con ellos en la construcción,
para ser morada de Dios, por el Espíritu» (Ef 2, 20-22). ¡Esto es algo bello! Nosotros somos las
piedras vivas del edificio de Dios, unidas profundamente a Cristo, que es la piedra de sustentación, y
también de sustentación entre nosotros. ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que el templo somos
nosotros, nosotros somos la Iglesia viviente, el templo viviente, y cuando estamos juntos entre
nosotros está también el Espíritu Santo, que nos ayuda a crecer como Iglesia. Nosotros no estamos
aislados, sino que somos pueblo de Dios: ¡ésta es la Iglesia! (Papa Francisco, 26 de junio de 2013)
¿CUÁL ES LA MISIÓN DE LA IGLESIA?
Hoy celebramos la Jornada Mundial Misionera. ¿Cuál es la misión de la Iglesia? Difundir en el
mundo la llama de la fe, que Jesús ha encendido en el mundo: la fe en Dios que es Padre, Amor,
Misericordia. El método de la misión cristiana no es el proselitismo, sino el de la llama compartida
que calienta el alma. Doy gracias a todos los que con la oración y la ayuda concreta apoyan la obra
misionera, en particular la preocupación del obispo de Roma para la difusión del Evangelio. En esta
Jornada estamos cerca a todos los misioneros y las misioneras, que trabajan mucho sin hacer ruido y
dan la vida.(Papa Francisco, 20 de octubre de 2013)
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DIOS NOS CONVOCA.
La Iglesia nace del deseo de Dios de llamar a todos los hombres a la comunión con Él, a su amistad,
es más, a participar como sus hijos en su propia vida divina. La palabra misma «Iglesia», del griego
ekklesia, significa «convocación»: Dios nos convoca, nos impulsa a salir del individualismo, de la
tendencia a encerrarse en uno mismo, y nos llama a formar parte de su familia. Y esta llamada tiene
su origen en la creación misma. Dios nos ha creado para que vivamos en una relación de profunda
amistad con Él, y aun cuando el pecado ha roto esta relación con Él, con los demás y con la
creación, Dios no nos ha abandonado. Toda la historia de la salvación es la historia de Dios que
busca al hombre, le ofrece su amor, le acoge. (Papa Francisco, 29 de mayo de 2013)
LA FUERZA DE LA IGLESIA: LA ORACIÓN
Jesús reza, Jesús llama, Jesús elige, Jesús envía a sus discípulos, Jesús sana la multitud. Dentro de
este templo, Jesús que es la piedra angular hace todo este trabajo: es Él quien lleva a la Iglesia
adelante así. Como decía Pablo, esta Iglesia está edificada sobre el fundamento de los apóstoles. Los
que Él ha elegido, aquí: eligió dice. Todos pecadores, todos. Judas no era el más pecador: no sé
quién era el más pecador… Judas, pobrecillo, es el que se ha cerrado al amor y por esto se convirtió
en traidor. Pero todos escaparon en el difícil momento de la Pasión y dejaron solo a Jesús. Todos
son pecadores. Pero Él, elige.
Jesús nos quiere “dentro” de la Iglesia no como huéspedes o extranjeros, sino con el derecho de un
ciudadano porque en la Iglesia no estamos de paso, estamos enraizados ahí. Nuestra vida está ahí.
Si nosotros no entramos en este templo y hacemos parte de esta construcción para que el Espíritu
Santo habite en nosotros, nosotros no estamos en la Iglesia. Nosotros estamos en la puerta y
miramos: ‘Pero, qué bonito…, sí, esto es bonito…’ Cristianos que no van más allá de la recepción
de la Iglesia: están allí, en la puerta… ‘Pero sí, soy católico, sí, pero demasiado no… así…’”.
Esta actitud no tiene sentido respecto al amor y la misericordia total que Jesús siente por cada
persona. La demostración está en la actitud de Cristo respecto a Pedro, que puso a la cabeza de la
Iglesia. Y si bien la primera de las columnas traicionó a Jesús, Él responde con el perdón y le
mantiene en su puesto.
A Jesús no le importó el pecado de Pedro: buscaba el corazón. Pero para encontrar este
corazón y para sanarlo, rezó. Jesús que reza y Jesús que sana, también por cada uno de nosotros.
Nosotros no podemos entender a la Iglesia sin este Jesús que reza y este Jesús que sana. Que el
Espíritu Santo nos haga entender, a todos nosotros, esta Iglesia que tiene la fuerza en la oración de
Jesús por nosotros y que es capaz de sanarnos, a todos nosotros. (Cf. S.S. Francisco, 28 de octubre
de 2014, homilía en Santa Marta).
IGLESIA MISIONERA
El Evangelio que hemos escuchado nos dice que Jesús, además de llamar a los Doce Apóstoles,
llamó a otros setenta y dos discípulos y los envió a anunciar el Reino de Dios en los pueblos y
ciudades. Él vino a traer al mundo el amor de Dios y quiere que se difunda por medio de la
comunión y de la fraternidad. Por eso constituyó enseguida una comunidad de discípulos, una
comunidad misionera, y los preparó para la misión, para “ir”. El método misionero es claro y
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sencillo: los discípulos van a las casas y su anuncio comienza con un saludo lleno de significado:
«Paz a esta casa». No es sólo un saludo, es también un don: la paz. […] En la misión de los setenta y
dos discípulos se refleja la experiencia misionera de la comunidad cristiana de todos los tiempos: El
Señor resucitado y vivo envía no sólo a los Doce, sino también a toda la Iglesia, envía a todo
bautizado a anunciar el Evangelio a todos los pueblos. […]
Que todos se sientan llamados a comprometerse generosamente en el anuncio del Evangelio y en el
testimonio de la caridad; a reforzar los vínculos de solidaridad para promover condiciones de vida
más justas y fraternas para todos. Hoy he venido para agradecerles su testimonio y también para
animarlos a que se esfuercen para que crezca la esperanza dentro de ustedes y a su alrededor. No se
olviden del águila. El águila no olvida el nido, pero vuela alto. ¡Vuelen alto! ¡Suban! He venido para
animarles a involucrar a las nuevas generaciones; a nutrirse asiduamente de la Palabra de Dios
abriendo sus corazones a Cristo, al Evangelio, al encuentro con Dios, al encuentro entre ustedes
como ya hacen: a través de este encontrarse dan un testimonio a toda Europa. (Papa Francisco, 21 de
septiembre de 2014)
ELEGIDOS
Después de la oración, Jesús elige a los doce Apóstoles y dice claramente: “No han sido ustedes los
que me han elegido a mí. ¡Soy yo quien los ha elegido a ustedes!”.
“¡Yo soy elegido, yo soy una elección del Señor! En el día del bautismo Él me ha elegido’. Y Pablo,
pensando en esto decía: 'Él me eligió a mí, desde el seno de mi madre'”. Por tanto, nosotros los
cristianos, hemos sido elegidos: “Él, en la lista, no tiene a nadie importante, entrecomillas, según los
criterios del mundo: es gente común. Hay gente común. Pero que tienen una cosa, sí, y hay que
subrayarlo, que todos son pecadores. Jesús ha elegido a los pecadores. Elige a los pecadores”.
Ésta es la acusación que le hacen los doctores de la ley, los escribas: ‘Este va a comer con los
pecadores, habla con las prostitutas’. ¡Jesús nos llama a todos! ¿Recordamos la parábola de las
bodas del hijo: cuando los invitados no fueron? ¿Qué hizo el dueño de casa? Ha enviado a sus
siervos: ‘¡Vayan y traigan a todos a casa! Buenos y malos’, dice el Evangelio. ¡Jesús ha elegido a
todos!”. También eligió a Judas Iscariote, precisó el Papa, “que se convirtió en el traidor… El
pecador más grande. Pero fue elegido por Jesús”. (Papa Francisco, 9 de septiembre de 2014)
ALEGRÍA Y VALENTÍA DE SER DISCÍPULO
Dice el Evangelio que estos setenta y dos regresaron de su misión llenos de alegría, porque habían
experimentado el poder del Nombre de Cristo contra el mal. Jesús lo confirma: a estos discípulos Él
les da la fuerza para vencer al maligno. Pero agrega: «No estéis alegres porque se os someten los
espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están escritos en el cielo» (Lc 10, 20). No debemos
gloriarnos como si fuésemos nosotros los protagonistas: el protagonista es uno solo, ¡es el Señor!
Protagonista es la gracia del Señor. Él es el único protagonista. Nuestra alegría es sólo esta: ser sus
discípulos, sus amigos. Que la Virgen nos ayude a ser buenos obreros del Evangelio.
Queridos amigos, ¡la alegría! No tengáis miedo de ser alegres. No tengáis miedo a la alegría.
La alegría que nos da el Señor cuando lo dejamos entrar en nuestra vida, dejemos que Él entre en
nuestra vida y nos invite a salir de nosotros a las periferias de la vida y anunciar el Evangelio. No
tengáis miedo a la alegría. ¡Alegría y valentía! (Papa Francisco, 7 de julio de 2013)
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SOMOS HIJOS DE LA IGLESIA
Las madres transmiten muchas veces también el sentido más profundo de la práctica religiosa: en las
primeras oraciones, en los primeros gestos de devoción que un niño aprende, está escrito el valor de
la fe en la vida de un ser humano. Es un mensaje que las madres creyentes saben transmitir sin
tantas explicaciones: estas llegarán después, pero la semilla de la fe está en aquellos primeros y
preciosísimos instantes.
Sin las madres, no solamente no habrían nuevos fieles, pero la fe perdería buena parte de su
calor simple y profundo. Y la Iglesia es madre, con todo esto, es nuestra madre. Nosotros no somos
huérfanos, tenemos madre: la Virgen, la Iglesia y nuestra madre. Somos hijos de la Iglesia, somos
hijo de la Virgen y somos hijos de nuestras madres.
Queridas mamás, gracias, gracias por lo que son en las familias y por lo que dan a la Iglesia y
al mundo. Y a ti amada Iglesia gracias, gracias por ser madre; y a tí María madre de Dios, gracias
por hacernos ver a Jesús. Y a todas las mamás aquí presentes les saludamos con un aplauso». (Papa
Francisco, 7 de enero de 2015)
REDESCUBRIR EL VALOR DE NUESTRO BAUTISMO
Al inicio de un nuevo año nos hace bien recordar el día de nuestro Bautismo: redescubramos
el regalo recibido en aquel Sacramento que nos ha regenerado a la vida nueva: la vida divina. Y esto
a través de la Madre Iglesia, que tiene como modelo a la Madre María. Gracias al Bautismo hemos
sido introducidos en la comunión con Dios y ya no estamos a merced del mal y del pecado, sino que
recibimos el amor, la ternura, la misericordia del Padre celestial. Os pregunto nuevamente: ¿Quién
de vosotros recuerda el día en que ha sido bautizado, recuerda la fecha de su bautismo? ¿Quién de
vosotros la recuerda? Levantad la mano. ¡Hay muchos, pero no demasiados! Para quienes no la
recuerdan les daré una tarea para hacer en casa. Buscar esa fecha y custodiarla bien en el corazón.
También podéis pedir ayuda a los padres, al padrino, a la madrina, a los tíos, a los abuelos… Pero,
¿qué día he sido bautizado? ¡Ese es un día de fiesta! Recordad o buscad la fecha de vuestro
Bautismo, será muy hermoso para agradecer a Dios por el don del Bautismo. (Papa Francisco, 1 de
enero de 2015)
SIN LA IGLESIA, JESUCRISTO QUEDA REDUCIDO A UNA IDEA, UNA MORAL, UN
SENTIMIENTO
Cristo y la Iglesia son igualmente inseparables, porque la Iglesia y María van siempre juntas, y no se
puede entender la salvación realizada por Jesús sin considerar la maternidad de la Iglesia. Separar a
Jesús de la Iglesia sería introducir una «dicotomía absurda», como escribió el beato Pablo VI (cf.
Exhort. ap. N. Evangelii nuntiandi, 16). No se puede «amar a Cristo pero sin la Iglesia, escuchar a
Cristo pero no a la Iglesia, estar en Cristo pero al margen de la Iglesia» (ibíd.). En efecto, la Iglesia,
la gran familia de Dios, es la que nos lleva a Cristo. Nuestra fe no es una idea abstracta o una
filosofía, sino la relación vital y plena con una persona: Jesucristo, el Hijo único de Dios que se hizo
hombre, murió y resucitó para salvarnos y vive entre nosotros. ¿Dónde lo podemos encontrar? Lo
encontramos en la Iglesia, en nuestra Santa Madre Iglesia Jerárquica. Es la Iglesia la que dice hoy:
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«Este es el Cordero de Dios»; es la Iglesia quien lo anuncia; es en la Iglesia donde Jesús sigue
haciendo sus gestos de gracia que son los sacramentos.
Esta acción y la misión de la Iglesia expresa su maternidad. Ella es como una madre que
custodia a Jesús con ternura y lo da a todos con alegría y generosidad. Ninguna manifestación de
Cristo, ni siquiera la más mística, puede separarse de la carne y la sangre de la Iglesia, de la
concreción histórica del Cuerpo de Cristo. Sin la Iglesia, Jesucristo queda reducido a una idea, una
moral, un sentimiento. Sin la Iglesia, nuestra relación con Cristo estaría a merced de nuestra
imaginación, de nuestras interpretaciones, de nuestro estado de ánimo.
Queridos hermanos y hermanas, Jesucristo es la bendición para todo hombre y para toda la
humanidad. La Iglesia, al darnos a Jesús, nos da la plenitud de la bendición del Señor. Esta es
precisamente la misión del Pueblo de Dios: irradiar sobre todos los pueblos la bendición de Dios
encarnada en Jesucristo. Y María, la primera y perfecta discípula de Jesús, la primera y perfecta
creyente, modelo de la Iglesia en camino, es la que abre esta vía de la maternidad de la Iglesia y
sostiene siempre su misión materna dirigida a todos los hombres. Su testimonio materno y discreto
camina con la Iglesia desde el principio. Ella, la Madre de Dios, es también Madre de la Iglesia y, a
través de la Iglesia, es Madre de todos los hombres y de todos los pueblos. (Papa Francisco, 1 de
enero de 2015)
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Listado de preguntas cortas para organizar un maratón, un jeopardy, una
competencia por equipo, etc.
Tema 3: La Iglesia como misterio de comunión
1. De acuerdo a la Novo millennio ineunte, ¿qué encarna y manifiesta la esencia
misma del misterio de la Iglesia?
R. La comunión.
2. La imagen más generalizada entre los católicos para expresar el misterio de la
Iglesia, antes del Concilio Vaticano II era:
R. El Cuerpo místico de Cristo.
3. La imagen más usada para expresar el misterio de la Iglesia después del Concilio
Vaticano II era:
R. Pueblo de Dios.
4. La imagen más generalizada en nuestros días para expresar el misterio de la
Iglesia, es:
R. Comunión eclesial.
5. Cierto o falso. Todos los miembros de la Iglesia tienen una misma dignidad por
razón del bautismo.
R. Cierto.
6. La «fuente y cima de toda la vida cristiana» es:
R. La Eucaristía.
7. La Constitución dogmática sobre la Iglesia, de Vaticano II, es la Lumen Gentium o
la Gaudium et Spes
R. La Lumen Gentium.
8. Menciona 3 de las analogías o nociones referentes a la Iglesia.
R. Pueblo de Dios, Cuerpo místico de Cristo, Sacramento universal de salvación, La
vid y los sarmientos, Comunión eclesial. (con poner 3 está correcta)
9. La participación en el amor que une con Dios y con los demás, la comunión de los
santos, comunión de vida, de caridad y de verdad, la fraternidad en Cristo, se
refieren a:
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R. La comunión eclesial.
10. ¿Qué tipo de bienes están llamados a compartir los miembros de la Iglesia católica?
R. Los bienes espirituales, apostólicos y temporales.
11. ¿Cómo se edifica la comunión eclesial?
R. Puede haber muchas respuestas. Ejemplos: cuidar, preocuparse unos a otros,
como hermanos, con amor. Abrirse al Espíritu de la unidad, de la diversidad, de la
armonía. Cuidar la fragilidad del pueblo y del mundo, etc.
12. La diversidad de carismas, de dones, para la Iglesia, ¿cómo la han considerado los
últimos tres papas?
R. Como una nueva primavera, una riqueza para la Iglesia.
13. Una comunión orgánica, ¿qué quiere decir?
R. Que está viva.
14. La comunión es ¿fuente o fruto de la misión?
R. Es ambas, fuente y fruto.
15. ¿Cuál es el punto de partida de la comunión?
R. El encuentro con Jesucristo.
16. El anuncio y el encuentro con Jesucristo, ¿cómo llega a nosotros?
R. A través de la Iglesia.
17. La Iglesia, según los diversos documentos del Magisterio, ¿es una asamblea visible
o una comunidad espiritual?
R. Ambas, una asamblea visible y una comunidad espiritual.
18. Cierto o falso. La comunión compromete directamente con Cristo a todos los fieles
bautizados (y no sólo a algunos, más comprometidos o que han consagrado su
vida, por ejemplo).
R. Cierto.
19. Cada quien tiene una vocación específica. ¿Cómo se encuentra cada fiel laico en
relación con todo el cuerpo y le ofrece su propia aportación?
R. En la Iglesia conviven diversas vocaciones. Gracias a esta complementariedad
es que cada fiel laico se relaciona con el Cuerpo Místico.
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20. Cierto o falso. ¿La comunión eclesial es un signo eficaz de evangelización?
R. Cierto.
21. Cierto o falso. Los institutos y sociedades, expresión de los carismas de vida
consagrada y de vida apostólica, pertenecen a la estructura jerárquica de la Iglesia.
R. Falso.
22. Cierto o falso. La Iglesia no es una democracia ni puede renunciar al principio de
constitución jerárquica instaurado por Cristo.
R. Cierto.
23. En la vivencia de la comunión, ¿qué es lo más importante?
R. La caridad.
24. ¿Quién hace posible la comunicación del hombre con Dios?
R. El Espíritu Santo.
25. ¿Quién es la cabeza y el cuerpo de la Iglesia?
R. La cabeza es Cristo, el cuerpo, los creyentes bautizados.
26. Los diferentes movimientos y asociaciones que se han multiplicado después del
Concilio Vaticano II, ¿han causado más desorden que beneficios?
R. Más beneficios, son una riqueza para la Iglesia.
27. ¿Quién nos conduce a la comunión con Cristo, abre la mente para entender su
Palabra, nos reconcilia y lo hace presente?
R. El Espíritu Santo.
28. ¿Cuál es la fuente y cima de la vida cristiana?
R. La Eucaristía.
29. ¿Qué debemos hacer en relación a la comunión eclesial?
R. Es un don que hay que agradecer y vivir y promover con responsabilidad.
30. Cierto o falso. La espiritualidad de la comunión debe ser una forma de pensar,
sentir y obrar de los miembros de la Iglesia, para que puede cumplir su misión.
R. Cierto.
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RETROALIMENTACIÓN
BANCO DE PREGUNTAS CON RESPUESTAS DE OPCIÓN MÚLTIPLE SOBRE EL TEMA 3.
LA IGLESIA COMO MISTERIO DE COMUNIÓN
Seleccionar la opción que complete MEJOR la pregunta o afirmación.
1. La parte de la teología que estudia a la Iglesia:
a. Apologética.
b. Exégesis.
c. Eclesiología.
d. Escatología
2. Durante e inmediatamente después del Concilio Vaticano II, la imagen más generalizada entre
los católicos para expresar el misterio de la Iglesia era:
a. Pueblo de Dios.
b. Cuerpo místico.
c. Comunión eclesial.
d. Todas las anteriores.
3. La imagen de Cuerpo místico de Cristo implica:
a. Que aunque son muchos los miembros, todos forman una unidad.
b. Que Cristo es la Cabeza de la que brota la vida de todo el cuerpo.
c. Que participando de esta vida común, cada uno contribuye específicamente.
d. Todas las anteriores.
4. La Constitución dogmática sobre la Iglesia, del Concilio Vaticano II, es:
a. Dei Verbum
b. Sacrosanctum Concilium
c. Lumen gentium
d. Gaudium et Spes
5. ¿Quién conduce a la Iglesia?
a. Cristo.
b. El Espíritu Santo.
c. El Papa.
d. Todas las anteriores.
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6. Cuál no es una analogía o término correcto para referirse a la Iglesia.
a. Pueblo de Dios.
b. Cuerpo de los privilegiados.
c. Sacramento universal de salvación.
d. La vid y los sarmientos.
7. La naturaleza sobrenatural de la comunión eclesial se refiere a:
a. La complementariedad visible y la colaboración práctica que existe entre los
miembros de la Iglesia.
b. La sumisión a la autoridad e imposición de la uniformidad necesaria para la
comunión.
c. La participación en el amor trinitario, a través de la Iglesia, que lleva a la unión
con Dios y con los demás.
d. El sentimiento interior y deseo de buscar y llevar a otros el amor de Dios y de los
demás.
8. La comunión eclesial es:
a. Participación en el amor que une con Dios y con los demás.
b. Comunión de los santos.
c. Comunión de vida, de caridad y de verdad.
d. Todas las anteriores.
9. ¿Quién unifica la Iglesia en la comunión?
a. Cristo.
b. El Espíritu Santo.
c. El Papa.
d. El Magisterio de la Iglesia.
10. ¿Qué tipo de bienes están los miembros de la Iglesia llamados a compartir?
a. Los bienes espirituales.
b. Los bienes apostólicos.
c. Los bienes temporales.
d. Todos los anteriores.
11. ¿Qué es lo que hace posible que la comunión eclesial se edifique con la donación
recíproca, consciente y libre?
a. Por la Iglesia, que lo pide y necesita.
b. Por el amor a uno mismo y a los demás.
c. Por caridad, amor a Dios y a los demás.
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d. Todas las anteriores.
12. La diversidad de carismas, de dones, en la Iglesia:
a. Es un problema porque causa mucho desorden.
b. No favorece la uniformidad ni la unidad.
c. Inician a partir del Concilio Vaticano II.
d. Son un don y riqueza.
13. En la Iglesia católica, ¿qué se entiende por diversidad y complementariedad?
a. Que todos tienen igual dignidad en su pertenencia pero no en la acción.
b. Todos se relacionan con todo el cuerpo, según su propia condición y oficio, pero
todos lo edifican y perfeccionan.
c. Que hay una distinción y diversa dignidad establecida por Cristo entre los
sagrados ministros y el Pueblo de Dios.
d. Todas las anteriores.
14. La Iglesia acoge a todos y es enviada a todo el mundo para reconciliar al hombre con
Dios, por eso es:
a. Una comunión orgánica.
b. Una comunión sobrenatural.
c. Una comunión con unidad y diversidad.
d. Una comunión misionera.
15. Según el Nuevo Testamento, el sentido de comunión pneumatológico se refiere a:
a. La comunión con el Cuerpo y la Sangre de Cristo, Hijo del Padre.
b. La comunión con los sufrimientos de Cristo.
c. La comunión con el Espíritu Santo, participamos de la naturaleza divina.
d. La comunión con la Iglesia, comunidad de creyentes en Cristo.
16. ¿Qué es lo que busca el Sínodo de los obispos de 1985 al promover la eclesiología de
comunión?
a. Que se comprenda la unidad de fe.
b. Que se valore el vínculo entre el gobierno jerárquico y la comunión eclesial.
c. Que se establezca una buena relación con todas las iglesias particulares y se
conozca el oficio del obispo.
d. Que se entienda más claramente a la Iglesia como comunión y se lleve esta
idea a la vida.
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17. Una de las más importantes aportaciones del Sínodo de los obispos de 1985, fue
establecer la participación y corresponsabilidad que debe existir, esto es:
a. Que por el principio de estructuración y autoridad de la Iglesia, los que han
recibido el sacramento del orden, son los que más participan y tienen más
responsabilidad.
b. Que debe existir participación y corresponsabilidad en todos los niveles y entre
todos los ámbitos: obispos, presbíteros, religiosos, religiosas, laicos y laicas,
jóvenes, adultos, etc.
c. Que la comunión compromete directamente con Cristo sólo a aquellos fieles
bautizados que deciden libremente comprometerse a participar.
d. Que no hay que retroceder y mal interpretar esta comunión como lo hicieron las
comunidades cristianas de los primeros siglos que consideraban que había una
igualdad fundamental de los fieles en virtud del bautismo.
18. Ante la división, el individualismo, la destrucción de la familia y de la sociedad, la carta
apostólica Novo Millennio Ineunte propone:
a. Que no haya medios sin alma (máscaras de la comunión) para que la
espiritualidad de la comunión sea el principio educativo y de acción.
b. Sentir al hermano de fe en la unidad del Cuerpo místico: compartir alegrías y
sufrimientos, atender sus necesidades.
c. Saber dar espacio al hermano, llevando mutuamente la carga de los otros,
rechazar las tentaciones egoístas que engendran competitividad, desconfianza
y envidias.
d. Todas las anteriores.
19. ¿Qué significa espiritualidad de la comunión?
a. Una mirada del corazón, sobre todo, hacia el misterio de la Trinidad que habita
en nosotros.
b. Capacidad de sentir al hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo místico.
c. Capacidad de ver, ante todo, lo que hay de positivo en el otro para acogerlo y
valorarlo como regalo de Dios.
d. Todas las anteriores.
20. Desde la perspectiva de la espiritualidad de la comunión, considero al otro:
a. Como parte de mí mismo.
b. Necesario para mí.
c. Objeto de mi amor.
d. Todas las anteriores.
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21. La comunión:
a. Es una forma de entender a la Iglesia.
b. No se concreta en espacios determinados, es sobrenatural.
c. No se da en la diversidad.
d. Es una condición necesaria para que la Iglesia pueda cumplir su misión.
22. En el esquema de la comunión, por la diversidad que existe:
a. Hay que esforzarse para que no haya diferencias entre los diversos ámbitos y
estados de vida.
b. Hay que vivir la caridad para que los lazos de unión sean mayores a los motivos
de división.
c. Hay que silenciar al que discrepa, antes de que contagie a los demás.
d. Hay que recurrir inmediatamente a soluciones de autoridad.
23. La Iglesia es:
a. Comunidad convocada por la Palabra.
b. Comunidad de fe, de vida y de amor.
c. Comunidad litúrgica, sobre todo eucarística, y de oración.
d. Todas las anteriores.
24. La Iglesia es una:
a. Por su esencia.
b. Por su origen y su Fundador.
c. Por su alma.
d. Todas las anteriores.
25. La Iglesia está en Cristo y Cristo en la Iglesia por virtud del Espíritu Santo:
a. Desde la creación del mundo.
b. Desde Pentecostés.
c. Desde el Concilio Vaticano II.
d. Todas las anteriores.
26. ¿Quién nos conduce a la comunión con Cristo, abre la mente para entender su
Palabra, nos reconcilia y lo hace presente?
a. El Espíritu Santo.
b. La Iglesia.
c. El Papa, como cabeza de la Iglesia.
d. La Eucaristía.
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27. Las diferencias que Cristo quiso poner entre los miembros de su Cuerpo:
a. Sirven a su unidad y a su misión.
b. Provoca el que no haya unidad de misión.
c. No son reales, porque todos tienen la misma dignidad.
d. Induce a que sólo algunos puedan contribuir a la misión salvífica de la Iglesia.
28. La comunión y la misión:
a. Están profundamente unidas entre sí.
b. Se compenetran y se implican mutuamente.
c. La comunión es misionera y la misión es para la comunión.
d. Todas las anteriores.
29. ¿Cuál es la fuente y cima de la vida cristiana?
a. El bautismo.
b. La confirmación.
c. La Eucaristía.
d. Todas las anteriores.
30. ¿Cuál es el lugar del nacimiento ininterrumpido de la Iglesia?
a. Cuando Cristo manda a sus apóstoles a bautizar a todos.
b. Cuando Cristo nos da su cuerpo y hace de nosotros un solo cuerpo.
c. Cuando Cristo le dice a Pedro que sobre Él edificará a su Iglesia.
d. Cuando Cristo dice que Él es el camino, la verdad y la vida.
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RESPUESTAS CORRECTAS A LAS PREGUNTAS DE OPCIÓN MÚLTIPLE, PARA RETROALIMENTACIÓN TEMA 2
1.
2.
3.
4.
5.
6.
7.
8.
9.
10.
C
A
D
C
B
B
C
D
B
D
11.
12.
13.
14.
15.
16.
17.
18.
19.
20.
C
D
D
B
C
D
B
D
D
D
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21.
22.
23.
24.
25.
26.
27.
28.
29.
30.
D
B
D
D
B
A
A
D
C
B.
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RETROALIMENTACIÓN
GUÍA DE RESPUESTAS DE LAS PREGUNTAS CON RESPUESTAS DE OPCIÓN MÚLTIPLE
SOBRE EL TEMA 3.
LA IGLESIA COMO MISTERIO DE COMUNIÓN
Seleccionar la opción que complete MEJOR la pregunta o afirmación.
1. La parte de la teología que estudia a la Iglesia:
a. Apologética.
b. Exégesis.
c. Eclesiología.
d. Escatología
a. Falso, la apologética se relaciona con la defensa de la fe. Intenta de nuevo.
b. Incorrecto, la exégesis se relaciona con el estudio y la interpretación de la Sagrada
Escritura.
c. Correcto, sigue adelante.
d. Equivocado, la escatología se ocupa de las realidades de los últimos tiempos.
2. Durante e inmediatamente después del Concilio Vaticano II, la imagen más generalizada entre
los católicos para expresar el misterio de la Iglesia era:
a. Pueblo de Dios.
b. Cuerpo místico.
c. Comunión eclesial.
d. Todas las anteriores.
a. Felicidades, vas bien, sigue adelante.
b. Inexacto, esta imagen ya se usaba antes del Concilio y aún hoy se sigue usando,
intenta de nuevo.
c. Vuelve a leer el texto y verás que este término es el que más se usa actualmente.
d. Equivocada, no todas las opciones son ciertas. Intenta de nuevo.
3. La imagen de Cuerpo místico de Cristo implica:
a. Que aunque son muchos los miembros, todos forman una unidad.
b. Que Cristo es la Cabeza de la que brota la vida de todo el cuerpo.
c. Que participando de esta vida común, cada uno contribuye específicamente.
d. Todas las anteriores.
25
¡Venga tu Reino!
a.
b.
c.
d.
Cierto, pero no es la MEJOR respuesta, intenta de nuevo.
Correcto, pero se te pide seleccionar la MEJOR respuesta.
Bien, pero no es la MEJOR respuesta, vuelve a intentarlo.
Muy bien, sigue adelante.
4. La Constitución dogmática sobre la Iglesia, del Concilio Vaticano II, es:
a. Dei Verbum
b. Sacrosanctum Concilium
c. Lumen gentium
d. Gaudium et Spes
a.
b.
c.
d.
Falso, esta constitución dogmática trata sobre la Sagrada Escritura.
Equivocado. Ésta trata sobre la Sagrada liturgia.
Correcto, y es la base de este tema. Sigue adelante.
Incorrecto. No es una constitución dogmática, sino pastoral sobre la Iglesia.
Investiga la diferencia entre una y otra.
5. ¿Quién conduce a la Iglesia?
a. Cristo.
b. El Espíritu Santo.
c. El Papa.
d. Todas las anteriores.
a.
b.
c.
d.
Impreciso, Cristo fundó la Iglesia y lo que se te pregunta es otra cosa.
Correcto, le ánima, le da vida; sigue adelante.
Inexacto, el Papa es el vicario de Cristo, pero Quien la conduce es alguien más.
Falso. No todas las opciones son ciertas.
6. Cuál no es una analogía o término correcto para referirse a la Iglesia.
a. Pueblo de Dios.
b. Cuerpo de los privilegiados.
c. Sacramento universal de salvación.
d. La vid y los sarmientos.
a. Falso. Ésta si es una analogía que se usa para referirse a la Iglesia.
b. Correcto. Este término sería contrario a lo que la eclesiología de la comunión
establece.
c. Falso. Ésta si es una analogía que se usa para referirse a la Iglesia.
d. Falso. Ésta si es una analogía que se usa para referirse a la Iglesia.
26
¡Venga tu Reino!
7. La naturaleza sobrenatural de la comunión eclesial se refiere a:
a. La complementariedad visible y la colaboración práctica que existe entre los
miembros de la Iglesia.
b. La sumisión a la autoridad e imposición de la uniformidad necesaria para la
comunión.
c. La participación en el amor trinitario, a través de la Iglesia, que lleva a la unión
con Dios y con los demás.
d. El sentimiento interior y deseo de buscar y llevar a otros el amor de Dios y de los
demás.
a. Equivocado. Reflexiona, qué es lo que hace que se dé esta complementariedad
e intenta de nuevo.
b. Falso. Esto no tiene relación con la comunión eclesial. Intenta de nuevo.
c. Correcto. Qué maravilla, sigue adelante.
d. Incorrecto. Esto sería algo natural, se te pregunta por la naturaleza sobrenatural.
8. La comunión eclesial es:
a. Participación en el amor que une con Dios y con los demás.
b. Comunión de los santos.
c. Comunión de vida, de caridad y de verdad.
d. Todas las anteriores.
a.
b.
c.
d.
Cierto, pero no es la MEJOR respuesta, intenta de nuevo.
Correcto, pero se te pide seleccionar la MEJOR respuesta.
Bien, pero no es la MEJOR respuesta, vuelve a intentarlo.
Muy bien, sigue adelante.
9. ¿Quién unifica la Iglesia en la comunión?
a. Cristo.
b. El Espíritu Santo.
c. El Papa.
d. El Magisterio de la Iglesia.
a. Impreciso. Siendo una Trinidad podría considerarse tu respuesta cierta, pero
hay una mejor respuesta.
b. Correcto, sigue adelante.
c. Impreciso. El Papa promueva esta comunión pero Quién es el que realmente la
unifica, intenta de nuevo.
d. Falso. Se te pregunta sobre Quién, no qué. Reflexiona e intenta de nuevo.
27
¡Venga tu Reino!
10. ¿Qué tipo de bienes están los miembros de la Iglesia llamados a compartir?
a. Los bienes espirituales.
b. Los bienes apostólicos.
c. Los bienes temporales.
d. Todos los anteriores.
a.
b.
c.
d.
Cierto, pero no es la MEJOR respuesta, intenta de nuevo.
Correcto, pero se te pide seleccionar la MEJOR respuesta.
Bien, pero no es la MEJOR respuesta, vuelve a intentarlo.
Muy bien, sigue adelante.
11. ¿Qué es lo que hace posible que la comunión eclesial se edifique con la donación
recíproca, consciente y libre?
a. Por la Iglesia, que lo pide y necesita.
b. Por el amor a uno mismo y a los demás.
c. Por caridad, amor a Dios y a los demás.
d. Todas las anteriores.
a.
b.
c.
d.
Imprecisa, se te pregunta qué es lo que lo hace posible, intenta de nuevo.
Imprecisa, no es sólo esto, busca una mejor respuesta.
Correcto, la caridad es la base, sigue adelante.
Incorrecto, no todas las opciones son verdaderas.
12. La diversidad de carismas, de dones, en la Iglesia:
a. Es un problema porque causa mucho desorden.
b. No favorece la uniformidad ni la unidad.
c. Inician a partir del Concilio Vaticano II.
d. Son un don y riqueza.
a. Falso. Es algo totalmente opuesto, reflexiona e intenta de nuevo.
b. Equivocado. Al contrario… reflexiona e intenta de nuevo.
c. Imprecisa. Dios, desde el inicio de la Iglesia, la enriquece con diversos dones.
Intenta de nuevo.
d. Correcto. Es la nueva primavera de la Iglesia, como dijo san Juan Pablo II.
13. En la Iglesia católica, ¿qué se entiende por diversidad y complementariedad?
a. Que todos tienen igual dignidad en su pertenencia pero no en la acción.
b. Todos se relacionan con todo el cuerpo, según su propia condición y oficio, pero
todos lo edifican y perfeccionan.
28
¡Venga tu Reino!
c. Que hay una distinción y diversa dignidad establecida por Cristo entre los
sagrados ministros y el Pueblo de Dios.
d. Todas las anteriores.
a. Falso, la complementariedad también se da en la misión.
b. Correcto, sigue adelante.
c. Incorrecto. Hay una distinción en la misión pero no en la dignidad. Ánimo,
intenta de nuevo.
d. Equivocada. No todas las opciones son verdaderas.
14. La Iglesia acoge a todos y es enviada a todo el mundo para reconciliar al hombre con
Dios, por eso es:
a. Una comunión orgánica.
b. Una comunión sobrenatural.
c. Una comunión con unidad y diversidad.
d. Una comunión misionera.
a. Incorrecto. Orgánica se refiere a que está viva por la acción del Espíritu Santo.
b. Falso. Sobrenatural se refiere a que no es sólo una institución terrenal.
c. Equivocada. Esto no tiene que ver con la acogida y el envío, lee con atención e
intenta de nuevo.
d. Correcto. Sigue adelante.
15. Según el Nuevo Testamento, el sentido de comunión pneumatológico se refiere a:
a. La comunión con el Cuerpo y la Sangre de Cristo, Hijo del Padre.
b. La comunión con los sufrimientos de Cristo.
c. La comunión con el Espíritu Santo, participamos de la naturaleza divina.
d. La comunión con la Iglesia, comunidad de creyentes en Cristo.
a.
b.
c.
d.
Falso. Éste es el sentido cristológico.
Equivocada. Esto se refiere al sentido cristológico.
Correcto. Sigue adelante.
Incorrecto. Esto se refiere al sentido eclesiológico.
16. ¿Qué es lo que busca el Sínodo de los obispos de 1985 al promover la eclesiología de
comunión?
a. Que se comprenda la unidad de la fe.
b. Que se valore el vínculo entre el gobierno jerárquico y la comunión eclesial.
c. Que se establezca una buena relación con todas las iglesias particulares y se
conozca el oficio del obispo.
29
¡Venga tu Reino!
d. Que se entienda más claramente a la Iglesia como comunión y se lleve esta
idea a la vida.
a.
b.
c.
d.
Imprecisa. Esta unidad de fe no se refiere a la comunión.
Falso. Pero qué se busca con la valoración de este vínculo. Intenta de nuevo.
Imprecisa. Reflexiona para qué se busca esta relación. Intenta de nuevo.
Correcto, sigue adelante.
17. Una de las más importantes aportaciones del Sínodo de los obispos de 1985, fue
establecer la participación y corresponsabilidad que debe existir, esto es:
a. Que por el principio de estructuración y autoridad de la Iglesia, los que han
recibido el sacramento del orden, son los que más participan y tienen más
responsabilidad.
b. Que debe existir participación y corresponsabilidad en todos los niveles y entre
todos los ámbitos: obispos, presbíteros, religiosos, religiosas, laicos y laicas,
jóvenes, adultos, etc.
c. Que la comunión compromete directamente con Cristo sólo a aquellos fieles
bautizados que deciden libremente comprometerse a participar.
d. Que no hay que retroceder y mal interpretar esta comunión como lo hicieron las
comunidades cristianas de los primeros siglos que consideraban que había una
igualdad fundamental de los fieles en virtud del bautismo.
a. Equivocado. Al contrario, se estableció que la corresponsabilidad es de todos,
cada uno según su oficio.
b. Felicidades, ésta es la respuesta correcta.
c. Falso. La comunión compromete a todos, aunque algunos no respondan a esta
corresponsabilidad. Intenta de nuevo.
d. Incorrecto. Es exactamente al revés, con la espiritualidad de la comunión se
busca redescubrir el sentido original de la comunión.
18. Ante la división, el individualismo, la destrucción de la familia y de la sociedad, la carta
apostólica Novo Millennio Ineunte propone:
a. Que no haya medios sin alma (máscaras de la comunión) para que la
espiritualidad de la comunión sea el principio educativo y de acción.
b. Sentir al hermano de fe en la unidad del Cuerpo místico: compartir alegrías y
sufrimientos, atender sus necesidades.
c. Saber dar espacio al hermano, llevando mutuamente la carga de los otros,
rechazar las tentaciones egoístas que engendran competitividad, desconfianza
y envidias.
d. Todas las anteriores.
30
¡Venga tu Reino!
a.
b.
c.
d.
Cierto, pero no es la MEJOR respuesta, intenta de nuevo.
Correcto, pero se te pide seleccionar la MEJOR respuesta.
Bien, pero no es la MEJOR respuesta, vuelve a intentarlo.
Muy bien, sigue adelante.
19. ¿Qué significa espiritualidad de la comunión?
a. Una mirada del corazón, sobre todo, hacia el misterio de la Trinidad que habita
en nosotros.
b. Capacidad de sentir al hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo místico.
c. Capacidad de ver, ante todo, lo que hay de positivo en el otro para acogerlo y
valorarlo como regalo de Dios.
d. Todas las anteriores.
a.
b.
c.
d.
Cierto, pero no es la MEJOR respuesta, intenta de nuevo.
Correcto, pero se te pide seleccionar la MEJOR respuesta.
Bien, pero no es la MEJOR respuesta, vuelve a intentarlo.
Muy bien, sigue adelante.
20. Desde la perspectiva de la espiritualidad de la comunión, considero al otro:
a. Como parte de mí mismo.
b. Necesario para mí.
c. Objeto de mi amor.
d. Todas las anteriores.
a.
b.
c.
d.
Cierto, pero no es la MEJOR respuesta, intenta de nuevo.
Correcto, pero se te pide seleccionar la MEJOR respuesta.
Bien, pero no es la MEJOR respuesta, vuelve a intentarlo.
Muy bien, sigue adelante.
21. La comunión:
a. Es una forma de entender a la Iglesia.
b. No se concreta en espacios determinados, es sobrenatural.
c. No se da en la diversidad.
d. Es una condición necesaria para que la Iglesia pueda cumplir su misión.
a. No es la mejor respuesta, porque no es sólo para entenderse. Intenta de nuevo.
b. Falso. Aunque es sobrenatural, también es una institución terrena, se concreta
en espacios determinados. Intenta de nuevo.
c. Equivocado. Si hay comunión en la diversidad, gracias a la caridad.
31
¡Venga tu Reino!
d. Correcto. Sigue adelante.
22. En el esquema de la comunión, por la diversidad que existe:
a. Hay que esforzarse para que no haya diferencias entre los diversos ámbitos y
estados de vida.
b. Hay que vivir la caridad para que los lazos de unión sean mayores a los motivos
de división.
c. Hay que silenciar al que discrepa, antes de que contagie a los demás.
d. Hay que recurrir inmediatamente a soluciones de autoridad.
a. Incorrecto. Las diferencias, por la diversidad, tienen que existir, pero no deben
ser motivo de división. Reflexiona e intenta de nuevo.
b. Correcto, por eso es la virtud reina del Regnum Christi.
c. Falso. Éstos no son medios que favorezcan la comunión.
d. No es la mejor respuesta, porque esto no es el mejor medio para lograr la
comunión.
23. La Iglesia es:
a. Comunidad convocada por la Palabra.
b. Comunidad de fe, de vida y de amor.
c. Comunidad litúrgica, sobre todo eucarística, y de oración.
d. Todas las anteriores.
a.
b.
c.
d.
Cierto, pero no es la MEJOR respuesta, intenta de nuevo.
Correcto, pero se te pide seleccionar la MEJOR respuesta.
Bien, pero no es la MEJOR respuesta, vuelve a intentarlo.
Muy bien, sigue adelante.
24. La Iglesia es una:
a. Por su esencia.
b. Por su origen y su Fundador.
c. Por su alma.
d. Todas las anteriores.
a.
b.
c.
d.
Cierto, pero no es la MEJOR respuesta, intenta de nuevo.
Correcto, pero se te pide seleccionar la MEJOR respuesta.
Bien, pero no es la MEJOR respuesta, vuelve a intentarlo.
Muy bien, sigue adelante.
25. La Iglesia está en Cristo y Cristo en la Iglesia por virtud del Espíritu Santo:
32
¡Venga tu Reino!
a.
b.
c.
d.
Desde la creación del mundo.
Desde Pentecostés.
Desde el Concilio Vaticano II.
Todas las anteriores.
a. Impreciso. Para Dios no hay tiempo, pero la Iglesia y Cristo si tienen un tiempo
determinado en la historia. Intenta de nuevo.
b. Correcto. Sigue adelante.
c. Falso. Fue muchos siglos antes. Reflexiona e intenta de nuevo.
d. Equivocada. No todas las opciones son correctas.
26. ¿Quién nos conduce a la comunión con Cristo, abre la mente para entender su
Palabra, nos reconcilia y lo hace presente?
a. El Espíritu Santo.
b. La Iglesia.
c. El Papa, como cabeza de la Iglesia.
d. La Eucaristía.
a. Correcto. Por eso siempre hay que invocarlo.
b. Falso. La Iglesia no puede abrir nuestra mente. Intenta de nuevo.
c. Imprecisa. El Papa promueve todo lo descrito, pero quien actúa es Alguien más.
Intenta de nuevo.
d. Imprecisa. La Eucaristía es un sacramento, aquí se pregunta por una persona.
Intenta de nuevo.
27. Las diferencias que Cristo quiso poner entre los miembros de su Cuerpo:
a. Sirven a su unidad y a su misión.
b. Provoca el que no haya unidad de misión.
c. No son reales, porque todos tienen la misma dignidad.
d. Induce a que sólo algunos puedan contribuir a la misión salvífica de la Iglesia.
a.
b.
c.
d.
Correcto, sigue adelante.
Falso. Estas diferencias no deben afectar a la unidad.
Equivocado, si hay diferencias reales, pero no deben afectar a la unidad.
Incorrecto. Las diferencias son para que se dé la complementariedad, pero
todos tienen la corresponsabilidad.
28. La comunión y la misión:
a. Están profundamente unidas entre sí.
b. Se compenetran y se implican mutuamente.
33
¡Venga tu Reino!
c. La comunión es misionera y la misión es para la comunión.
d. Todas las anteriores.
a.
b.
c.
d.
Cierto, pero no es la MEJOR respuesta, intenta de nuevo.
Correcto, pero se te pide seleccionar la MEJOR respuesta.
Bien, pero no es la MEJOR respuesta, vuelve a intentarlo.
Muy bien, sigue adelante.
29. ¿Cuál es la fuente y cima de la vida cristiana?
a. El bautismo.
b. La confirmación.
c. La Eucaristía.
d. Todas las anteriores.
a.
b.
c.
d.
Falso. Éste es la iniciación de la vida cristiana.
Equivocado. Este sacramento no es la cima, reflexiona e intenta de nuevo.
Correcto. Sigue adelante.
Falso. No todas las opciones son verdaderas.
30. ¿Cuál es el lugar del nacimiento ininterrumpido de la Iglesia?
a. Cuando Cristo manda a sus apóstoles a bautizar a todos.
b. Cuando Cristo nos da su cuerpo y hace de nosotros un solo cuerpo.
c. Cuando Cristo le dice a Pedro que sobre Él edificará a su Iglesia.
d. Cuando Cristo dice que Él es el camino, la verdad y la vida.
a. Falso. No es en este momento. Intenta de nuevo.
b. Felicidades, correcto y con ésta terminas. Sigue adelante para estar preparados
para nuestra participación.
c. Imprecisa. No es en este momento. Intenta de nuevo.
d. No es en este momento. Intenta de nuevo.
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34
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¡Venga tu Reino!
APOYOS VISUALES Y AUDITIVOS
Tema 3: La Iglesia como misterio de comunión
1. Guía para entender qué es la Iglesia: Documento Lumen gentium.
En este video el Padre Benjamín, L.C. explica el contenido de este documento, uno
de los más importantes del Concilio Vaticano II. El padre expone con mucha
claridad una síntesis, de forma breve y concisa, de cada uno de los capítulos del
documento. Duración: 7:41 min. Se recomienda ampliamente incluir este video en
alguna de las actividades.
Enlace: https://www.youtube.com/watch?v=Dt3Tqjn7SWA
2. La Iglesia, el cuerpo de Cristo
Todos los miembros de la Iglesia forman un mismo cuerpo, con Cristo a la cabeza.
Invita a todos a formar parte de la iglesia que se une por la cruz de Cristo y que es
una familia que crece en la verdad y esquiva las trampas. Duración: 1:04 min.
Publicado en 08/06/2013.
Enlace: https://www.youtube.com/watch?v=nt7yR1emWIo
3. Union is strenght!
Tres video clips, sin diálogos, muestran como la unión hace la fuerza, en
estupendas caricaturas de animales. Si hay unión, si todos trabajan en equipo, se
puede lograr algo mucho más grande. La iglesia es igual, todos somos un cuerpo
que debe dirigirse hacia un mismo objetivo, si todos los miembros de la Iglesia se
unen, se podrá alcanzar la misión de Jesús. Duración: 1:19 min. Subido el
26/02/2012
Enlace: https://www.youtube.com/watch?v=KSQxYWExG50
4. La dimensión jerárquica de la Iglesia
La Iglesia no está sana si los fieles, los diáconos y sacerdotes no están unidos al
obispo. El Papa Francisco explicó durante la audiencia general del 5 de noviembre
del 2014 que la Iglesia es jerárquica porque "Jesús quiso esta unión de todos los
fieles con el obispo”. Explicó que la Iglesia ejerce su maternidad a través de los
obispos y señaló que constituyen un colegio en torno al sucesor de Pedro.
Duración: 3:17 min. Publicado por Rome Reports.
Enlace: http://www.romereports.com/pg158971-francisco-explica-por-que-la-iglesia-esjerarquica-es
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¡Venga tu Reino!
5. Despierta Iglesia
Jóvenes adventistas de España invitan a todos los cristianos del mundo a despertar
porque la razón de ser del cristianismo es el amor. Los católicos están olvidando
qué es ser verdaderamente un católico. Compara las tristes actitudes que se viven.
Es un video que invita a todos a despertar en el amor para realmente tener una
relación con Cristo y no sólo tener una buena intención. Duración: 2:37 min.
Publicado 24/05/2010.
Enlace: https://www.youtube.com/watch?v=wvvT3T7Y0-c
6. Iglesia comunión
El video presenta con ilustraciones una melodía de Julián Zini que invita a todos los
miembros de la iglesia que estén en comunión entre todos para cumplir la misión
que Cristo nos vino a dejar con su venida a la tierra. Cristo nos invita a ser una
iglesia unida que luche por los mismos ideales y así cumplir con la voluntad de
Dios. Duración: 2:13 min. Subido el 20/11/2011.
Enlace: https://www.youtube.com/watch?v=7fubhKL3CEk
7. Papa en Santa Marta: Muchos se escandalizaron cuando Pío XII cambió
disciplina sobre la comunión.
En este video, de Rome Reports, el Papa Francisco habla sobre el fariseísmo que
existe en el Iglesia que no ve que los cambios que se dan es porque, siguiendo a
Jesús, se busca que es lo mejor para los miembros. Duración: 1:50 min.
Enlace: http://www.romereports.com/pg159540-papa-en-santa-marta-muchos-seescandalizaron-cuando-pio-xii-cambio-disciplina-sobre-la-comunion-es
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36
¡Venga tu Reino!
LECTURAS RECOMENDADAS PARA EL TEMA 3
El MISTERIO DE LA IGLESIA
Índice
1.
2.
3.
4.
5.
6.
Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 770-879.
CONCILIO ECUMÉNICO VATICANO II, Constitución dogmática Lumen Gentium, nn. 1-17, 30-38.
JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Christifideles laici, nn. 18-21.
JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Vita consecrata, nn. 46-51.
JUAN PABLO II, Carta apostólica Novo Millennio Ineunte, nn. 42-46.
Joseph RATZINGER, Conferencia sobre la eclesiología de la Lumen genitum pronunciada en el
Congreso internacional sobre la aplicación del Concilio Vaticano II, organizado para el Gran Jubileo
del año 2000.
7. Joseph RATZINGER, La Iglesia, una comunidad siempre en camino, 1991.
8. SÍNODO DE LOS OBISPOS DE 1985, Relación final, nn. C1, C2, C6.
9. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Algunos aspectos de la Iglesia como comunión,
1992, nn. 1-6, 15-16.
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37
¡Venga tu Reino!
1.
Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 770-879.
III EL MISTERIO DE LA IGLESIA
770 La Iglesia está en la historia, pero al mismo tiempo la transciende. Solamente "con los ojos de la fe"
(Catech. R. 1,10, 20) se puede ver al mismo tiempo en esta realidad visible una realidad espiritual, portadora
de vida divina.
La Iglesia, a la vez visible y espiritual
771 "Cristo, el único Mediador, estableció en este mundo su Iglesia santa, comunidad de fe, esperanza y
amor, como un organismo visible. La mantiene aún sin cesar para comunicar por medio de ella a todos la
verdad y la gracia". La Iglesia es a la vez: – "sociedad dotada de órganos jerárquicos y el Cuerpo Místico de
Cristo;– el grupo visible y la comunidad espiritual, – la Iglesia de la tierra y la Iglesia llena de bienes del
cielo". Estas dimensiones juntas constituyen "una realidad compleja, en la que están unidos el elemento
divino y el humano" (LG 8):
Es propio de la Iglesia "ser a la vez humana y divina, visible y dotada de elementos invisibles, entregada a la
acción y dada a la contemplación, presente en el mundo y, sin embargo, peregrina. De modo que en ella lo
humano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación y lo
presente a la ciudad futura que buscamos" (SC 2). ¡Qué humildad y qué sublimidad! Es la tienda de Cadar y
el santuario de Dios; una tienda terrena y un palacio celestial; una casa modestísima y una aula regia; un
cuerpo mortal y un templo luminoso; la despreciada por los soberbios y la esposa de Cristo. Tiene la tez
morena pero es hermosa, hijas de Jerusalén. El trabajo y el dolor del prolongado exilio la han deslucido,
pero también la hermosa su forma celestial (San Bernardo, Cant. 27, 14).
La Iglesia, Misterio de la unión de los hombres con Dios
772 En la Iglesia es donde Cristo realiza y revela su propio misterio como la finalidad de designio de Dios:
"recapitular todo en Él" (Ef 1, 10). San Pablo llama "gran misterio" (Ef 5, 32) al desposorio de Cristo y de la
Iglesia. Porque la Iglesia se une a Cristo como a su esposo (Cf. Ef 5, 25-27), por eso se convierte a su vez en
Misterio (Cf. Ef 3, 9-11). Contemplando en ella el Misterio, San Pablo escribe: el misterio "es Cristo en
vosotros, la esperanza de la gloria" (Col 1, 27).
773 En la Iglesia esta comunión de los hombres con Dios por "la caridad que no pasará jamás"(1 Co 13, 8) es
la finalidad que ordena todo lo que en ella es medio sacramental ligado a este mundo que pasa (Cf. LG 48).
"Su estructura está totalmente ordenada a la santidad de los miembros de Cristo. Y la santidad se aprecia en
función del “gran Misterio” en el que la Esposa responde con el don del amor al don del Esposo" (MD 27).
María nos precede a todos en la santidad que es el Misterio de la Iglesia como la "Esposa sin tacha ni
arruga" (Ef 5, 27). Por eso la dimensión mariana de la Iglesia precede a su dimensión petrina" (Ibíd.).
La Iglesia, sacramento universal de la salvación
38
¡Venga tu Reino!
774 La palabra griega "mysterion" ha sido traducida en latín por dos términos: "mysterium" y
"sacramentum". En la interpretación posterior, el término "sacramentum" expresa mejor el signo visible de
la realidad oculta de la salvación, indicada por el término "mysterium". En este sentido, Cristo es El mismo el
Misterio de la salvación: "Non est enim aliud Dei mysterium, nisi Christus" ("No hay otro misterio de Dios
fuera de Cristo") (San Agustín, ep. 187, 34). La obra salvífica de su humanidad santa y santificante es el
sacramento de la salvación que se manifiesta y actúa en los sacramentos de la Iglesia (que las Iglesias de
Oriente llaman también "los santos Misterios"). Los siete sacramentos son los signos y los instrumentos
mediante los cuales el Espíritu Santo distribuye la gracia de Cristo, que es la Cabeza, en la Iglesia que es su
Cuerpo. La Iglesia contiene por tanto y comunica la gracia invisible que ella significa. En este sentido
analógico ella es llamada "sacramento".
775 "La Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la
unidad de todo el género humano "(LG 1): Ser el sacramento de la unión íntima de los hombres con Dios es
el primer fin de la Iglesia. Como la comunión de los hombres radica en la unión con Dios, la Iglesia es
también el sacramento de la unidad del género humano. Esta unidad ya está comenzada en ella porque
reúne hombres "de toda nación, raza, pueblo y lengua" (Ap 7, 9); al mismo tiempo, la Iglesia es "signo e
instrumento" de la plena realización de esta unidad que aún está por venir.
776 Como sacramento, la Iglesia es instrumento de Cristo. Ella es asumida por Cristo "como instrumento de
redención universal" (LG 9), "sacramento universal de salvación" (LG 48), por medio del cual Cristo
"manifiesta y realiza al mismo tiempo el misterio del amor de Dios al hombre" (GS 45, 1). Ella "es el
proyecto visible del amor de Dios hacia la humanidad" (Pablo VI, discurso 22 junio 1973) que quiere "que
todo el género humano forme un único Pueblo de Dios, se una en un único Cuerpo de Cristo, se coedifique
en un único templo del Espíritu Santo" (AG 7; Cf. LG 17).
RESUMEN
777 La palabra "Iglesia" significa "convocación". Designa la asamblea de aquellos a quienes convoca la
palabra de Dios para formar el Pueblo de Dios y que, alimentados con el Cuerpo de Cristo, se convierten
ellos mismos en Cuerpo de Cristo.
778 La Iglesia es a la vez camino y término del designio de Dios: prefigurada en la creación, preparada en la
Antigua Alianza, fundada por las palabras y las obras de Jesucristo, realizada por su Cruz redentora y su
Resurrección, se manifiesta como misterio de salvación por la efusión del Espíritu Santo. Quedará
consumada en la gloria del cielo como asamblea de todos los redimidos de la tierra (Cf. Ap 14,4).
779 La Iglesia es a la vez visible y espiritual, sociedad jerárquica y Cuerpo Místico de Cristo. Es una, formada
por un doble elemento humano y divino. Ahí está su Misterio que sólo la fe puede aceptar.
780 La Iglesia es, en este mundo, el sacramento de la salvación, el signo y el instrumento de la Comunión
con Dios y entre los hombres.
781 "En todo tiempo y lugar ha sido grato a Dios el que le teme y practica la justicia. Sin embargo, quiso
santificar y salvar a los hombres no individualmente y aislados, sin conexión entre sí, sino hacer de ellos un
39
¡Venga tu Reino!
pueblo para que le conociera de verdad y le sirviera con una vida santa. Eligió, pues, a Israel para pueblo
suyo, hizo una alianza con él y lo fue educando poco a poco. Le fue revelando su persona y su plan a lo largo
de su historia y lo fue santificando. Todo esto, sin embargo, sucedió como preparación y figura de su alianza
nueva y perfecta que iba a realizar en Cristo..., es decir, el Nuevo Testamento en su sangre convocando a las
gentes de entre los judíos y los gentiles para que se unieran, no según la carne, sino en el Espíritu" (LG 9).
Las características del Pueblo de Dios
782 El Pueblo de Dios tiene características que le distinguen claramente de todos los grupos religiosos,
étnicos, políticos o culturales de la Historia: – Es el Pueblo de Dios: Dios no pertenece en propiedad a ningún
pueblo. Pero Él ha adquirido para sí un pueblo de aquellos que antes no eran un pueblo: "una raza elegida,
un sacerdocio real, una nación santa" (1 P 2, 9). – Se llega a ser miembro de este cuerpo no por el
nacimiento físico, sino por el "nacimiento de arriba", "del agua y del Espíritu" (Jn 3, 3-5), es decir, por la fe
en Cristo y el Bautismo. – Este pueblo tiene por jefe [cabeza] a Jesús el Cristo [Ungido, Mesías]: porque la
misma Unción, el Espíritu Santo fluye desde la Cabeza al Cuerpo, es "el Pueblo mesiánico". – "La identidad
de este Pueblo, es la dignidad y la libertad de los hijos de Dios en cuyos corazones habita el Espíritu Santo
como en un templo". – "Su ley, es el mandamiento nuevo: amar como el mismo Cristo mismo nos amó (Cf.
Jn 13, 34)". Esta es la ley "nueva" del Espíritu Santo (Rm 8,2; Ga 5, 25). – Su misión es ser la sal de la tierra y
la luz del mundo (Cf. Mt 5, 13-16). "Es un germen muy seguro de unidad, de esperanza y de salvación para
todo el género humano". – "Su destino es el Reino de Dios, que el mismo comenzó en este mundo, que ha
de ser extendido hasta que él mismo lo lleve también a su perfección" (LG 9).
783 Jesucristo es aquél a quien el Padre ha ungido con el Espíritu Santo y lo ha constituido "Sacerdote,
Profeta y Rey". Todo el Pueblo de Dios participa de estas tres funciones de Cristo y tiene las
responsabilidades de misión y de servicio que se derivan de ellas (Cf. RH 18-21).
784 Al entrar en el Pueblo de Dios por la fe y el Bautismo se participa en la vocación única de este Pueblo:
en su vocación sacerdotal: "Cristo el Señor, Pontífice tomado de entre los hombres, ha hecho del nuevo
pueblo `un reino de sacerdotes para Dios, su Padre”. Los bautizados, en efecto, por el nuevo nacimiento y
por la unción del Espíritu Santo, quedan consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo" (LG 10).
785 "El pueblo santo de Dios participa también del carácter profético de Cristo". Lo es sobre todo por el
sentido sobrenatural de la fe que es el de todo el pueblo, laicos y jerarquía, cuando "se adhiere
indefectiblemente a la fe transmitida a los santos de una vez para siempre" (LG 12) y profundiza en su
comprensión y se hace testigo de Cristo en medio de este mundo.
786 El Pueblo de Dios participa, por último, en la función regia de Cristo". Cristo ejerce su realeza atrayendo
a sí a todos los hombres por su muerte y su resurrección (Cf. Jn 12, 32). Cristo, Rey y Señor del universo, se
hizo el servidor de todos, no habiendo "venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por
muchos" (Mt 20, 28). Para el cristiano, "servir es reinar" (LG 36), particularmente "en los pobres y en los que
sufren" donde descubre "la imagen de su Fundador pobre y sufriente" (LG 8). El pueblo de Dios realiza su
"dignidad regia" viviendo conforme a esta vocación de servir con Cristo. De todos los que han nacido de
nuevo en Cristo, el signo de la cruz hace reyes, la unción del Espíritu Santo los consagra como sacerdotes, a
40
¡Venga tu Reino!
fin de que, puesto aparte el servicio particular de nuestro ministerio, todos los cristianos espirituales y que
usan de su razón se reconozcan miembros de esta raza de reyes y participantes de la función sacerdotal.
¿Qué hay, en efecto, más regio para un alma que gobernar su cuerpo en la sumisión a Dios? Y ¿qué hay más
sacerdotal que consagrar a Dios una conciencia pura y ofrecer en el altar de su corazón las víctimas sin
mancha de la piedad? (San León Magno, serm. 4, 1).
II LA IGLESIA, CUERPO DE CRISTO
La Iglesia es comunión con Jesús
787 Desde el comienzo, Jesús asoció a sus discípulos a su vida (Cf. Mc. 1,16-20; 3, 13-19); les reveló el
Misterio del Reino (Cf. Mt 13, 10-17); les dio parte en su misión, en su alegría (Cf. Lc 10, 17-20) y en sus
sufrimientos (Cf. Lc 22, 28-30). Jesús habla de una comunión todavía más íntima entre él y los que le sigan:
"Permaneced en Mí, como yo en vosotros... Yo soy la vid y vosotros los sarmientos" (Jn 15, 4-5). Anuncia
una comunión misteriosa y real entre su propio cuerpo y el nuestro: "Quien come mi carne y bebe mi sangre
permanece en Mí y Yo en él" (Jn 6, 56).
788 Cuando fueron privados los discípulos de su presencia visible, Jesús no los dejó huérfanos (Cf. Jn 14, 18).
Les prometió quedarse con ellos hasta el fin de los tiempos (Cf. Mt 28, 20), les envió su Espíritu (Cf. Jn 20,
22; Hch 2, 33). Por eso, la comunión con Jesús se hizo en cierto modo más intensa: "Por la comunicación de
su Espíritu a sus hermanos, reunidos de todos los pueblos, Cristo los constituye místicamente en su cuerpo"
(LG 7).
789 La comparación de la Iglesia con el cuerpo arroja un rayo de luz sobre la relación íntima entre la Iglesia y
Cristo. No está solamente reunida en torno a Él: siempre está unificada en Él, en su Cuerpo. Tres aspectos
de la Iglesia-Cuerpo de Cristo se han de resaltar más específicamente: la unidad de todos los miembros
entre sí por su unión con Cristo; Cristo Cabeza del Cuerpo; la Iglesia, Esposa de Cristo. “Un solo cuerpo”
790 Los creyentes que responden a la Palabra de Dios y se hacen miembros del Cuerpo de Cristo, quedan
estrechamente unidos a Cristo: "La vida de Cristo se comunica a los creyentes, que se unen a Cristo, muerto
y glorificado, por medio de los sacramentos de una manera misteriosa pero real" (LG 7). Esto es
particularmente verdad en el caso del Bautismo por el cual nos unimos a la muerte y a la Resurrección de
Cristo (Cf. Rm 6, 4-5; 1Co 12, 13), y en el caso de la Eucaristía, por la cual, "compartimos realmente el
Cuerpo del Señor, que nos eleva hasta la comunión con él y entre nosotros" (LG 7).
791 La unidad del cuerpo no ha abolido la diversidad de los miembros: "En la construcción del cuerpo de
Cristo existe una diversidad de miembros y de funciones. Es el mismo Espíritu el que, según su riqueza y las
necesidades de los ministerios, distribuye sus diversos dones para el bien de la Iglesia". La unidad del
Cuerpo místico produce y estimula entre los fieles la caridad: "Si un miembro sufre, todos los miembros
sufren con él; si un miembro es honrado, todos los miembros se alegran con él" (LG 7). En fin, la unidad del
Cuerpo místico sale victoriosa de todas las divisiones humanas: "En efecto, todos los bautizados en Cristo os
habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos
vosotros sois uno en Cristo Jesús" (Ga 3, 27-28). Cristo, Cabeza de este Cuerpo
41
¡Venga tu Reino!
792 Cristo "es la Cabeza del Cuerpo que es la Iglesia" (Col 1, 18). Es el Principio de la creación y de la
redención. Elevado a la gloria del Padre, "él es el primero en todo" (Col 1, 18), principalmente en la Iglesia
por cuyo medio extiende su reino sobre todas las cosas:
793 Él nos une a su Pascua: Todos los miembros tienen que esforzarse en asemejarse a él "hasta que Cristo
esté formad o en ellos" (Ga 4, 19). "Por eso somos integrados en los misterios de su vida..., nos unimos a sus
sufrimientos como el cuerpo a su cabeza. Sufrimos con él para ser glorificados con él" (LG 7).
794 Él provee a nuestro crecimiento (Cf. Col 2, 19): Para hacernos crecer hacia él, nuestra Cabeza (Cf. Ef 4,
11-16), Cristo distribuye en su cuerpo, la Iglesia, los dones y los servicios mediante los cuales nos ayudamos
mutuamente en el camino de la salvación.
795 Cristo y la Iglesia son, por tanto, el "Cristo total" ["[ETML-A: L=LAT] Christus totus"]. La Iglesia es una
con Cristo. Los santos tienen conciencia muy viva de esta unidad: Felicitémonos y demos gracias por lo que
hemos llegado a ser, no solamente cristianos sino el propio Cristo. ¿Comprendéis, hermanos, la gracia que
Dios nos ha hecho al darnos a Cristo como Cabeza? Admiraos y regocijaos, hemos sido hechos Cristo. En
efecto, ya que Él es la Cabeza y nosotros somos los miembros, el hombre todo entero es Él y nosotros... La
plenitud de Cristo es, pues, la Cabeza y los miembros: ¿Qué quiere decir la Cabeza y los miembros? Cristo y
la Iglesia (San Agustín, ev. Jo. 21, 8). Redemptor noster unam se personam cum sancta Ecclesia, quam
assumpsit, exhibuit ("Nuestro Redentor muestra que forma una sola persona con la Iglesia que El asumió")
(San Gregorio Magno, mor. praef.1, 6, 4) Caput et membra, quasi una persona mystica ("La Cabeza y los
miembros, como si fueran una sola persona mística") (Santo Tomás de Aquino, s. th. 3, 42, 2, ad 1). Una
palabra de Santa Juana de Arco a sus jueces resume la fe de los santos doctores y expresa el buen sentido
del creyente: "De Jesucristo y de la Iglesia, me parece que es todo uno y que no es necesario hacer una
dificultad de ello" (Juana de Arco, proc.).
La Iglesia es la Esposa de Cristo
796 La unidad de Cristo y de la Iglesia, Cabeza y miembros del Cuerpo, implica también la distinción de
ambos en una relación personal. Este aspecto es expresado con frecuencia mediante la imagen del Esposo y
de la Esposa. El tema de Cristo esposo de la Iglesia fue preparado por los profetas y anunciado por Juan
Bautista (Cf. Jn 3, 29). El Señor se designó a sí mismo como "el Esposo" (Mc 2, 19; Cf. Mt 22, 1-14; 25, 1-13).
El apóstol presenta a la Iglesia y a cada fiel, miembro de su Cuerpo, como una Esposa "desposada" con
Cristo Señor para "no ser con él más que un solo Espíritu" (Cf. 1 Co 6,15-17; 2 Co 11,2). Ella es la Esposa
inmaculada del Cordero inmaculado (Cf. Ap 22,17; Ef 1,4; 5,27), a la que Cristo "amó y por la que se entregó
a fin de santificarla" (Ef 5,26), la que él se asoció mediante una Alianza eterna y de la que no cesa de cuidar
como de su propio Cuerpo (Cf. Ef 5,29): He ahí el Cristo total, cabeza y cuerpo, un solo formado de
muchos... Sea la cabeza la que hable, sean los miembros, es Cristo el que habla. Habla en el papel de cabeza
["ex persona capitis"] o en el de cuerpo ["ex persona corporis"]. Según lo que está escrito: "Y los dos se
harán una sola carne. Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia."(Ef 5,31- 32) Y el Señor
mismo en el evangelio dice: "De manera que ya no son dos sino una sola carne" (Mt 19,6). Como lo habéis
42
¡Venga tu Reino!
visto bien, hay en efecto dos personas diferentes y, no obstante, no forman más que una en el abrazo
conyugal... Como cabeza él se llama "esposo" y como cuerpo "esposa" (San Agustín, psalm. 74, 4:PL 36, 948949).
III LA IGLESIA, TEMPLO DEL ESPÍRITU SANTO
797 "Quod est spiritus noster, id est anima nostra, ad membra nostra, hoc est Spiritus Sanctus ad membra
Christi, ad corpus Christi, quod est Ecclesia" ("Lo que nuestro espíritu, es decir, nuestra alma, es para
nuestros miembros, eso mismo es el Espíritu Santo para los miembros de Cristo, para el Cuerpo de Cristo
que es la Iglesia") (San Agustín, serm. 267, 4). "A este Espíritu de Cristo, como a principio invisible, ha de
atribuirse también el que todas puesto que está todo él en la Cabeza, todo en el Cuerpo, todo en cada uno
de los miembros" (Pío XII: "Mystici Corporis": DS 3808). El Espíritu Santo hace de la Iglesia "el Templo del
Dios vivo" (2 Co 6, 16; Cf. 1 Co 3, 16-17; Ef 2,21): En efecto, es a la misma Iglesia, a la que ha sido confiado el
"Don de Dios... Es en ella onde se ha depositado la comunión con Cristo, es decir el Espíritu Santo, arras de
la incorruptibilidad, confirmación de nuestra fe y escala de nuestra ascensión hacia Dios... Porque allí donde
está la Iglesia, allí está también el Espíritu de Dios; y allí donde está el Espíritu de Dios, está la Iglesia y toda
gracia. (San Ireneo, haer. 3, 24, 1).
798 El Espíritu Santo es "el principio de toda acción vital y verdaderamente saludable en todas las partes del
cuerpo" (Pío XII, "Mystici Corporis": DS 3808). Actúa de múltiples maneras en la edificación de todo el
Cuerpo en la caridad(Cf. Ef 4, 16): por la Palabra de Dios, "que tiene el poder de construir el edificio" (Hch
20, 32), por el Bautismo mediante el cual forma el Cuerpo de Cristo (Cf. 1 Co 12, 13); por los sacramentos
que hacen crecer y curan a los miembros de Cristo; por "la gracia concedida a los apóstoles" que "entre
estos dones destaca" (LG 7), por las virtudes que hacen obrar según el bien, y por las múltiples gracias
especiales [llamadas "carismas"] mediante las cuales los fieles quedan "preparados y dispuestos a asumir
diversas tareas o ministerios que contribuyen a renovar y construir más y más la Iglesia" (LG 12; Cf. AA 3).
Los carismas
799 Extraordinarios o sencillos y humildes, los carismas son gracias del Espíritu Santo, que tienen directa o
indirectamente, una utilidad eclesial; los carismas están ordenados a la edificación de la Iglesia, al bien de
los hombres y a las necesidades del mundo.
800 Los carismas se han de acoger con reconocimiento por el que los recibe, y también por todos los
miembros de la Iglesia. En efecto, son una maravillosa riqueza de gracia para la vitalidad apostólica y para la
santidad de todo el Cuerpo de Cristo; los carismas constituyen tal riqueza siempre que se trate de dones
que provienen verdaderamente del Espíritu Santo y que se ejerzan de modo plenamente conforme a los
impulsos auténticos de este mismo Espíritu, es decir, según la caridad, verdadera medida de los carismas
(Cf. 1 Co 13).
801 Por esta razón aparece siempre necesario el discernimiento de carismas. Ningún carisma dispensa de la
referencia y de la sumisión a los Pastores de la Iglesia. "A ellos compete sobre todo no apagar el Espíritu,
43
¡Venga tu Reino!
sino examinarlo todo y quedarse con lo bueno" (LG 12), a fin de que todos los carismas cooperen, en su
diversidad y complementariedad, al "bien común" (Cf. 1 Co 12, 7) (Cf. LG 30; CL, 24).
RESUMEN
802 "Cristo Jesús se entregó por nosotros a fin de rescatarnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo
que fuese suyo" (Tt 2, 14).
803 "Vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido" (1 P 2, 9).
804 Se entra en el Pueblo de Dios por la fe y el Bautismo. "Todos los hombres están invitados al Pueblo de
Dios" (LG 13), a fin de que, en Cristo, "los hombres constituyan una sola familia y un único Pueblo de
Dios"(AG 1).
805 La Iglesia es el Cuerpo de Cristo. Por el Espíritu y su acción en los sacramentos, sobre todo en la
Eucaristía, Cristo muerto y resucitado constituye la comunidad de los creyentes como Cuerpo suyo.
806 En la unidad de este cuerpo hay diversidad de miembros y de funciones. Todos los miembros están
unidos unos a otros, particularmente a los que sufren, a los pobres y perseguidos.
807 La Iglesia es este Cuerpo del que Cristo es la Cabeza: vive de Él, en Él y por Él: Él vive con ella y en ella.
808 La Iglesia es la Esposa de Cristo: la ha amado y se ha entregado por ella. La ha purificado por medio de
su sangre. Ha hecho de ella la Madre fecunda de todos los hijos de Dios.
809 La Iglesia es el Templo del Espíritu Santo. El Espíritu es como el alma del Cuerpo Místico, principio de su
vida, de la unidad en la diversidad y de la riqueza de sus dones y carismas.
810 "Así toda la Iglesia aparece como el pueblo unido `por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”
(San Cipriano)" (LG 4).
Párrafo 3
LA IGLESIA ES UNA, SANTA, CATÓLICA Y APOSTÓLICA
811 "Esta es la única Iglesia de Cristo, de la que confesamos en el Credo que es una, santa, católica y
apostólica" (LG 8). Estos cuatro atributos, inseparablemente unidos entre sí (Cf. DS 2888), indican rasgos
esenciales de la Iglesia y de su misión. La Iglesia no los tiene por ella misma; es Cristo, quien, por el Espíritu
Santo, da a la Iglesia el ser una, santa, católica y apostólica, y Él es también quien la llama a ejercitar cada
una de estas cualidades.
812 Sólo la fe puede reconocer que la Iglesia posee estas propiedades por su origen divino. Pero sus
manifestaciones históricas son signos que hablan también con claridad a la razón humana. Recuerda el
Concilio Vaticano I: "La Iglesia por sí misma es un grande y perpetuo motivo de credibilidad y un testimonio
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¡Venga tu Reino!
irrefutable de su misión divina a causa de su admirable propagación, de su eximia santidad, de su inagotable
fecundidad en toda clase de bienes, de su unidad universal y de su invicta estabilidad" (DS 3013).
I LA IGLESIA ES UNA
"El sagrado Misterio de la Unidad de la Iglesia" (UR 2)
813 La Iglesia es una debido a su origen: "El modelo y principio supremo de este misterio es la unidad de un
solo Dios Padre e Hijo en el Espíritu Santo, en la Trinidad de personas" (UR 2). La Iglesia es una debido a su
Fundador: "Pues el mismo Hijo encarnado, Príncipe de la paz, por su cruz reconcilió a todos los hombres con
Dios... restituyendo la unidad de todos en un solo pueblo y en un solo cuerpo" (GS 78, 3). La Iglesia es una
debido a su "alma": "El Espíritu Santo que habita en los creyentes y llena y gobierna a toda la Iglesia, realiza
esa admirable comunión de fieles y une a todos en Cristo tan íntimamente que es el Principio de la unidad
de la Iglesia" (UR 2). Por tanto, pertenece a la esencia misma de la Iglesia ser una: ¡Qué sorprendente
misterio! Hay un solo Padre del universo, un solo Logos del universo y también un solo Espíritu Santo,
idéntico en todas partes; hay también una sola virgen hecha madre, y me gusta llamarla Iglesia (Clemente
de Alejandría, paed. 1, 6, 42).
814 Desde el principio, esta Iglesia una se presenta, no obstante, con una gran diversidad que procede a la
vez de la variedad de los dones de Dios y de la multiplicidad de las personas que los reciben. En la unidad
del Pueblo de Dios se reúnen los diferentes pueblos y culturas. Entre los miembros de la Iglesia existe una
diversidad de dones, cargos, condiciones y modos de vida; "dentro de la comunión eclesial, existen
legítimamente las Iglesias particulares con sus propias tradiciones" (LG 13). La gran riqueza de esta
diversidad no se opone a la unidad de la Iglesia. No obstante, el pecado y el peso de sus consecuencias
amenazan sin cesar el don de la unidad. También el apóstol debe exhortar a "guardar la unidad del Espíritu
con el vínculo de la paz" (Ef 4, 3).
815 ¿Cuáles son estos vínculos de la unidad? "Por encima de todo esto revestíos del amor, que es el vínculo
de la perfección" (Col 3, 14). Pero la unidad de la Iglesia peregrina está asegurada por vínculos visibles de
comunión: - la profesión de una misma fe recibida de los apóstoles; - la celebración común del culto divino,
sobre todo de los sacramentos; - la sucesión apostólica por el sacramento del orden, que conserva la
concordia fraterna de la familia de Dios (Cf. UR 2; LG 14; ? CIC, can. 205).
816 "La única Iglesia de Cristo..., Nuestro Salvador, después de su resurrección, la entregó a Pedro para que
la pastoreara. Le encargó a él y a los demás apóstoles que la extendieran y la gobernaran... Esta Iglesia,
constituida y ordenada en este mundo como una sociedad, subsiste en ["subsistit in"] la Iglesia católica,
gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él" (LG 8).
Cristo, que es auxilio general de salvación, puede alcanzarse la plenitud total de los medios de salvación.
Creemos que el Señor confió todos los bienes de la Nueva Alianza a un único colegio apostólico presidido
por Pedro, para constituir un solo Cuerpo de Cristo en la tierra, al cual deben incorporarse plenamente los
que de algún modo pertenecen ya al Pueblo de Dios" (UR 3).
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¡Venga tu Reino!
Las heridas de la unidad
817 De hecho, "en esta una y única Iglesia de Dios, aparecieron ya desde los primeros tiempos algunas
escisiones que el apóstol reprueba severamente como condenables; y en siglos posteriores surgieron
disensiones más amplias y comunidades no pequeñas se separaron de la comunión plena con la Iglesia
católica y, a veces, no sin culpa de los hombres de ambas partes" (UR 3). Tales rupturas que lesionan la
unidad del Cuerpo de Cristo (se distingue la herejía, la apostasía y el cisma [Cf. ? CIC can. 751]) no se
producen sin el pecado de los hombres: Ubi peccata sunt, ibi est multitudo, ibi schismata, ibi haereses, ibi
discussiones. Ubi autem virtus, ibi singularitas, ibi unio, ex quo omnium credentium erat cor unum et anima
una ("Donde hay pecados, allí hay desunión, cismas, herejías, discusiones. Pero donde hay virtud, allí hay
unión, de donde resultaba que todos los creyentes tenían un solo corazón y una sola alma" Orígenes, hom.
in Ezech. 9, 1).
818 Los que nacen hoy en las comunidades surgidas de tales rupturas "y son instruidos en la fe de Cristo, no
pueden ser acusados del pecado de la separación y la Iglesia católica los abraza con respeto y amor
fraternos... justificados por la fe en el bautismo, se han incorporado a Cristo; por tanto, con todo derecho se
honran con el nombre de cristianos y son reconocidos con razón por los hijos de la Iglesia católica como
hermanos en el Señor" (UR 3).
819 Además, "muchos elementos de santificación y de verdad" (LG 8) existen fuera de los límites visibles de
la Iglesia católica: "la palabra de Dios escrita, la vida de la gracia, la fe, la esperanza y la caridad y otros
dones interiores del Espíritu Santo y los elementos visibles" (UR 3; Cf. LG 15). El Espíritu de Cristo se sirve de
estas Iglesias y comunidades eclesialescomo medios de salvación cuya fuerza viene de la plenitud de gracia
y de verdad que Cristo ha confiado a la Iglesia católica. Todos estos bienes provienen de Cristo y conducen a
Él (Cf. UR 3) y de por sí impelen a "la unidad católica" (LG 8).
Hacia la unidad
820 Aquella unidad "que Cristo concedió desde el principio a la Iglesia... creemos que subsiste indefectible
en la Iglesia católica y esperamos que crezca hasta la consumación de los tiempos" (UR 4). Cristo da
permanentemente a su Iglesia el don de la unidad, pero la Iglesia debe orar y trabajar siempre para
mantener, reforzar y perfeccionar la unidad que Cristo quiere para ella. Por eso Cristo mismo rogó en la
hora de su Pasión, y no cesa de rogar al Padre por la unidad de sus discípulos: "Que todos sean uno. Como
tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos sean también uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has
enviado" (Jn 17, 21). El deseo de volver a encontrar la unidad de todos los cristianos es un don de Cristo y
un llamamiento del Espíritu Santo (Cf. UR 1).
821 Para responder adecuadamente a este llamamiento se exige: — una renovación permanente de la
Iglesia en una fidelidad mayor a su vocación. Esta renovación es el alma del movimiento hacia la unidad (UR
6); — la conversión del corazón para "llevar una vida más pura, según el Evangelio" (Cf. UR 7), porque la
infidelidad de los miembros al don de Cristo es la causa de las divisiones; — la oración en común, porque
"esta conversión del corazón y santidad de vida, junto con las oraciones privadas y públicas por la unidad de
los cristianos, deben considerarse como el alma de todo el movimiento ecuménico, y pueden llamarse con
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¡Venga tu Reino!
razón ecumenismo espiritual" (Cf. UR 8); — el fraterno conocimiento recíproco (Cf. UR 9); — la formación
ecuménica de los fieles y especialmente de los sacerdotes (Cf. UR 10); — el diálogo entre los teólogos y los
encuentros entre los cristianos de diferentes Iglesias y comunidades (Cf. UR 4, 9, 11); — la colaboración
entre cristianos en los diferentes campos de servicio a los hombres (Cf. UR 12).
822 "La preocupación por el restablecimiento de la unión atañe a la Iglesia entera, tanto a los fieles como a
los pastores" (Cf. UR 5). Pero hay que ser "conocedor de que este santo propósito de reconciliar a todos los
cristianos en la unidad de la única Iglesia de Jesucristo excede las fuerzas y la capacidad humana". Por eso
hay que poner toda la esperanza "en la oración de Cristo por la Iglesia, en el amor del Padre para con
nosotros, y en el poder del Espíritu Santo" (UR 24).
II LA IGLESIA ES SANTA
823 "La fe confiesa que la Iglesia... no puede dejar de ser santa. En efecto, Cristo, el Hijo de Dios, a quien
con el Padre y con el Espíritu se proclama “el solo santo”, amó a su Iglesia como a su esposa. Él se entregó
por ella para santificarla, la unió a sí mismo como su propio cuerpo y la llenó del don del Espíritu Santo para
gloria de Dios" (LG 39). La Iglesia es, pues, "el Pueblo santo de Dios" (LG 12), y sus miembros son llamados
"santos" (Cf. Hch9, 13; 1 Co 6, 1; 16, 1).
824 La Iglesia, unida a Cristo, está santificada por Él; por Él y con Él, ella también ha sido hecha
santificadora. Todas las obras de la Iglesia se esfuerzan en conseguir "la santificación de los hombres en
Cristo y la glorificación de Dios" (SC 10). En la Iglesia es en donde está depositada "la plenitud total de los
medios de salvación" (UR 3). Es en ella donde "conseguimos la santidad por la gracia de Dios" (LG 48).
825 "La Iglesia, en efecto, ya en la tierra se caracteriza por una verdadera santidad, aunque todavía
imperfecta" (LG 48). En sus miembros, la santidad perfecta está todavía por alcanzar: "Todos los cristianos,
de cualquier estado o condición, están llamados cada uno por su propio camino, a la perfección de la
santidad, cuyo modelo es el mismo Padre" (LG 11).
826 La caridad es el alma de la santidad a la que todos están llamados: "dirige todos los medios de
santificación, los informa y los lleva a su fin" (LG 42): Comprendí que si la Iglesia tenía un cuerpo, compuesto
por diferentes miembros, el más necesario, el más noble de todos no le faltaba, comprendí que la Iglesia
tenía un corazón, que este corazón estaba ARDIENDO DE AMOR. Comprendí que el Amor solo hacía obrar a
los miembros de la Iglesia, que si el Amor llegara a apagarse, los Apóstoles ya no anunciarían el Evangelio,
los Mártires rehusarían verter su sangre... Comprendí que EL AMOR ENCERRABA TODAS LAS VOCACIONES.
QUE EL AMOR ERA TODO, QUE ABARCABA TODOS LOS TIEMPOS Y TODOS LOS LUGARES... EN UNA
PALABRA, QUE ES ¡ETERNO! (Santa Teresa del Niño Jesús, ms. autob. B 3v).
827 "Mientras que Cristo, santo, inocente, sin mancha, no conoció el pecado, sino que vino solamente a
expiar los pecados del pueblo, la Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez santa y siempre
necesitada de purificación y busca sin cesar la conversión y la renovación" (LG 8; Cf. UR 3; 6). Todos los
miembros de la Iglesia, incluso sus ministros, deben reconocerse pecadores (Cf. 1 Jn 1, 8-10). En todos, la
cizaña del pecado todavía se encuentra mezclada con la buena semilla del Evangelio hasta el fin de los
47
¡Venga tu Reino!
tiempos (Cf. Mt 13, 24-30). La Iglesia, pues, congrega a pecadores alcanzados ya por la salvación de Cristo,
pero aún en vías de santificación: La Iglesia es, pues, santa aunque abarque en su seno pecadores; porque
ella no goza de otra vida que de la vida de la gracia; sus miembros, ciertamente, si se alimentan de esta vida
se santifican; si se apartan de ella, contraen pecados y manchas del alma, que impiden que la santidad de
ella se difunda radiante. Por lo que se aflige y hace penitencia por aquellos pecados, teniendo poder de
librar de ellos a sus hijos por la sangre de Cristo y el don del
Espíritu Santo (SPF 19).
828 Al canonizar a ciertos fieles, es decir, al proclamar solemnemente que esos fieles han
practicado heroicamente las virtudes y han vivido en la fidelidad a la gracia de Dios, la
Iglesia reconoce el poder del Espíritu de santidad, que está en ella, y sostiene la esperanza
de los fieles proponiendo a los santos como modelos e intercesores (Cf. LG 40; 48-51). "Los santos y las
santas han sido siempre fuente y origen de renovación en las circunstancias más difíciles de la historia de la
Iglesia" (CL 16, 3). En efecto, "la santidad de la Iglesia es el secreto manantial y la medida infalible de su
laboriosidad apostólica y de su ímpetu misionero" (CL 17, 3).
829 "La Iglesia en la Santísima Virgen llegó ya a la perfección, sin mancha ni arruga. En cambio, los creyentes
se esfuerzan todavía en vencer el pecado para crecer en la santidad. Por eso dirigen sus ojos a María" (LG
65): en ella, la Iglesia es ya enteramente santa. III
LA IGLESIA ES CATÓLICA
Qué quiere decir "católica"
830 La palabra "católica" significa "universal" en el sentido de "según la totalidad" o "según la integridad".
La Iglesia es católica en un doble sentido: Es católica porque Cristo está presente en ella. "Allí donde está
Cristo Jesús, está la Iglesia Católica" (San Ignacio de Antioquía, Smyrn. 8, 2). En ella subsiste la plenitud del
Cuerpo de Cristo unido a su Cabeza (Cf. Ef 1, 22-23), lo que implica que ella recibe de Él "la plenitud de los
medios de salvación" (AG 6) que Él ha querido: confesión de fe recta y completa, vida sacramental íntegra y
ministerio ordenado en la sucesión apostólica. La Iglesia, en este sentido fundamental, era católica el día de
Pentecostés (Cf. AG 4) y lo será siempre hasta el día de la Parusía.
831 Es católica porque ha sido enviada por Cristo en misión a la totalidad del género humano (Cf. Mt 28,
19): Todos los hombres están invitados al Pueblo de Dios. Por eso este pueblo, uno y único, ha de
extenderse por todo el mundo a través de todos los siglos, para que así se cumpla el designio de Dios, que
en el principio creó una única naturaleza humana y decidió reunir a sus hijos dispersos... Este carácter de
universalidad, que distingue al pueblo de Dios, es un don del mismo Señor. Gracias a este carácter, la Iglesia
Católica tiende siempre y eficazmente a reunir a la humanidad entera con todos sus valores bajo Cristo
como Cabeza, en la unidad de su Espíritu (LG 13). Cada una de las Iglesias particulares es "católica"
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¡Venga tu Reino!
832 "Esta Iglesia de Cristo está verdaderamente presente en todas las legítimas comunidades locales de
fieles, unidas a sus pastores. Estas, en el Nuevo Testamento, reciben el nombre de Iglesias... En ellas se
reúnen los fieles por el anuncio del Evangelio de Cristo y se celebra el misterio de la Cena del Señor... En
estas comunidades, aunque muchas veces sean pequeñas y pobres o vivan dispersas, está presente Cristo,
quien con su poder constituye a la Iglesia una, santa, católica y apostólica" (LG 26).
833 Se entiende por Iglesia particular, que es en primer lugar la diócesis (o la eparquía), una comunidad de
fieles cristianos en comunión en la fe y en los sacramentos con su obispo ordenado en la sucesión apostólica
(Cf. CD 11; ? CIC can. 368-369; CCEO, cán. 117, § 1. 178. 311, § 1. 312). Estas Iglesias particulares están
"formadas a imagen de la Iglesia Universal. En ellas y a partir de ellas existe la Iglesia católica, una y única"
(LG 23).
834 Las Iglesias particulares son plenamente católicas gracias a la comunión con una de ellas: la Iglesia de
Roma "que preside en la caridad" (San Ignacio de Antioquía, Rom. 1, 1). "Porque con esta Iglesia en razón de
su origen más excelente debe necesariamente acomodarse toda Iglesia, es decir, los fieles de todas partes"
(San Ireneo, haer. 3, 3, 2; citado por Cc. Vaticano I: DS 3057). "En efecto, desde la venida a nosotros del
Verbo encarnado, todas las Iglesias cristianas de todas partes han tenido y tienen a la gran Iglesia que está
aquí [en Roma] como única base y fundamento porque, según las mismas promesas del Salvador, las
puertas del infierno no han prevalecido jamás contra ella" (San Máximo el Confesor, opusc.).
835 "Guardémonos bien de concebir la Iglesia universal como la suma o, si se puede decir, la federación
más o menos anómala de Iglesias particulares esencialmente diversas. En el pensamiento del Señor es la
Iglesia, universal por vocación y por misión, la que, echando sus raíces en la variedad de terrenos culturales,
sociales, humanos, toma en cada parte del mundo aspectos, expresiones externas diversas" (EN 62). La rica
variedad de disciplinas eclesiásticas, de ritos litúrgicos, de patrimonios teológicos y espirituales propios de
las Iglesias locales "con un mismo objetivo muestra muy claramente la catolicidad de la Iglesia indivisa" (LG
23).
Quién pertenece a la Iglesia católica
836 "Todos los hombres, por tanto, están invitados a esta unidad católica del Pueblo de Dios... A esta
unidad pertenecen de diversas maneras o a ella están destinados los católicos, los demás cristianos e
incluso todos los hombres en general llamados a la salvación por la gracia de Dios" (LG 13).
837 "Están plenamente incorporados a la sociedad que es la Iglesia aquellos que, teniendo el Espíritu de
Cristo, aceptan íntegramente su constitución y todos los medios de salvación establecidos en ella y están
unidos, dentro de su estructura visible, a Cristo, que la rige por medio del Sumo Pontífice y de los obispos,
mediante los lazos de la profesión de la fe, de los sacramentos, del gobierno eclesiástico y de la comunión.
No se salva, en cambio, el que no permanece en el amor, aunque esté incorporado a la Iglesia, pero está en
el seno de la Iglesia con el “cuerpo”, pero no con el “corazón"“ (LG 14).
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¡Venga tu Reino!
838 "La Iglesia se siente unida por muchas razones con todos los que se honran con el nombre de cristianos
a causa del bautismo, aunque no profesan la fe en su integridad o no conserven la unidad de la comunión
bajo el sucesor de Pedro" (LG 15). "Los que creen en Cristo y han recibido ritualmente el bautismo están en
una cierta comunión, aunque no perfecta, con la Iglesia católica" (UR 3). Con las Iglesias ortodoxas, esta
comunión es tan profunda "que le falta muy poco para que alcance la plenitud que haría posible una
celebración común de la Eucaristía del Señor" (Pablo VI, discurso 14 diciembre 1975; Cf. UR 13-18).
La Iglesia y los no cristianos
839 "Los que todavía no han recibido el Evangelio también están ordenados al Pueblo de Dios de diversas
maneras" (LG 16): La relación de la Iglesia con el pueblo judío. La Iglesia, Pueblo de Dios en la Nueva Alianza,
al escrutar su propio misterio, descubre su vinculación con el pueblo judío (Cf. NA 4) "a quien Dios ha
hablado primero" (MR, Viernes Santo 13: oración universal VI). A diferencia de otras religiones no cristianas
la fe judía ya es una respuesta a la revelación de Dios en la Antigua Alianza. Pertenece al pueblo judío "la
adopción filial, la gloria, las alianzas, la legislación, el culto, las promesas y los patriarcas; de todo lo cual
procede Cristo según la carne" (Cf. Rm 9, 4-5), "porque los dones y la vocación de Dios son irrevocables"
(Rm 11, 29).
840 Por otra parte, cuando se considera el futuro, el Pueblo de Dios de la Antigua Alianza y el nuevo Pueblo
de Dios tienden hacia fines análogos: la espera de la venida (o el retorno) del Mesías; pues para unos, es la
espera de la vuelta del Mesías, muerto y resucitado, reconocido como Señor e Hijo de Dios; para los otros,
es la venida del Mesías cuyos rasgos permanecen velados hasta el fin de los tiempos, espera que está
acompañada del drama de la ignorancia o del rechazo de Cristo Jesús.
841 Las relaciones de la Iglesia con los musulmanes. "El designio de salvación comprende también a los que
reconocen al Creador. Entre ellos están, ante todo, los musulmanes, que profesan tener la fe de Abraham y
adoran con nosotros al Dios único y misericordioso que juzgará a los hombres al fin del mundo" (LG 16; Cf.
NA 3).
842 El vínculo de la Iglesia con las religiones no cristianas es en primer lugar el del origen y el del fin
comunes del género humano: Todos los pueblos forman una única comunidad y tienen un mismo origen,
puesto que Dios hizo habitar a todo el género humano sobre la entera faz de la tierra; tienen también un
único fin último, Dios, cuya providencia, testimonio de bondad y designios de salvación se extienden a todos
hasta que los elegidos se unan en la Ciudad Santa (NA 1).
843 La Iglesia reconoce en las otras religiones la búsqueda "todavía en sombras y bajo imágenes", del Dios
desconocido pero próximo ya que es Él quien da a todos vida, el aliento y todas las cosas y quiere que todos
los hombres se salven. Así, la Iglesia aprecia todo lo bueno y verdadero, que puede encontrarse en las
diversas religiones, "como una preparación al Evangelio y como un don de aquel que ilumina a todos los
hombres, para que al fin tengan la vida" (LG 16; Cf. NA 2; EN 53).
844 Pero, en su comportamiento religioso, los hombres muestran también límites y errores que desfiguran
en ellos la imagen de Dios: Con demasiada frecuencia los hombres, engañados por el Maligno, se pusieron a
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¡Venga tu Reino!
razonar como personas vacías y cambiaron el Dios verdadero por un ídolo falso, sirviendo a las criaturas en
vez de al Creador. Otras veces, viviendo y muriendo sin Dios en este mundo, están expuestos a la
desesperación más radical (LG 16).
845 El Padre quiso convocar a toda la humanidad en la Iglesia de su Hijo para reunir de nuevo a todos sus
hijos que el pecado había dispersado y extraviado. La Iglesia es el lugar donde la humanidad debe volver a
encontrar su unidad y su salvación. Ella es el "mundo reconciliado" (San Agustín, serm. 96, 7-9). Es, además,
este barco que "pleno dominicae crucis velo Sancti Spiritus flatu in hoc bene navigat mundo" ("con su
velamen que es la cruz de Cristo, empujado por el Espíritu Santo, navega bien en este mundo") (San
Ambrosio, virg. 18, 188); según otra imagen estimada por los Padres de la Iglesia, está prefigurada por el
Arca de Noé que es la única que salva del diluvio (Cf. 1 P 3, 20-21). "Fuera de la Iglesia no hay salvación"
846 ¿Cómo entender esta afirmación tantas veces repetida por los Padres de la Iglesia? Formulada de modo
positivo significa que toda salvación viene de Cristo-Cabeza por la Iglesia que es su Cuerpo: El santo
Sínodo... basado en la Sagrada Escritura y en la Tradición, enseña que esta Iglesia peregrina es necesaria
para la salvación. Cristo, en efecto, es el único Mediador y camino de salvación que se nos hace presente en
su Cuerpo, en la Iglesia. Él, al inculcar con palabras, bien explícitas, la necesidad de la fe y del bautismo,
confirmó al mismo tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que entran los hombres por el bautismo como
por una puerta. Por eso, no podrían salvarse los que sabiendo que Dios fundó, por medio de Jesucristo, la
Iglesia católica como necesaria para la salvación, sin embargo, no hubiesen querido entrar o perseverar en
ella (LG 14).
847 Esta afirmación no se refiere a los que, sin culpa suya, no conocen a Cristo y a su Iglesia: Los que sin
culpa suya no conocen el Evangelio de Cristo y su Iglesia, pero buscan a Dios con sincero corazón e intentan
en su vida, con la ayuda de la gracia, hacer la voluntad de Dios, conocida a través de lo que les dice su
conciencia, pueden conseguir la salvación eterna (LG 16; Cf. DS 3866-3872).
848 "Aunque Dios, por caminos conocidos sólo por Él, puede llevar a la fe, “sin la que es imposible
agradarle” (Hb 11, 6), a los hombres que ignoran el Evangelio sin culpa propia, corresponde, sin embargo, a
la Iglesia la necesidad y, al mismo tiempo, el derecho sagrado de evangelizar" (AG 7). La misión, exigencia de
la catolicidad de la Iglesia
849 El mandato misionero. "La Iglesia, enviada por Dios a las gentes para ser “sacramento universal de
salvación”, por exigencia íntima de su misma catolicidad, obedeciendo al mandato de su Fundador se
esfuerza por anunciar el Evangelio a todos los hombres" (AG 1): "Id, pues, y haced discípulos a todas las
gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo
lo que yo os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28,
19-20)
850 El origen la finalidad de la misión. El mandato misionero del Señor tiene su fuente última en el amor
eterno de la Santísima Trinidad: "La Iglesia peregrinante es, por su propia naturaleza, misionera, puesto que
tiene su origen en la misión del Hijo y la misión del Espíritu Santo según el plan de Dios Padre" (AG 2). El fin
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¡Venga tu Reino!
último de la misión no es otro que hacer participar a los hombres en la comunión que existe entre el Padre y
el Hijo en su Espíritu de amor (Cf. Juan Pablo II, RM 23).
851 El motivo de la misión. Del amor de Dios por todos los hombres la Iglesia ha sacado en todo tiempo la
obligación y la fuerza de su impulso misionero: "porque el amor de Cristo nos apremia..." (2 Co 5, 14; Cf. AA
6; RM 11). En efecto, "Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la
verdad" (1 Tm 2, 4). Dios quiere la salvación de todos por el conocimiento de la verdad. La salvación se
encuentra en la verdad. Los que obedecen a la moción del Espíritu de verdad están ya en el camino de la
salvación; pero la Iglesia a quien esta verdad ha sido confiada, debe ir al encuentro de los que la buscan
para ofrecérsela. Porque cree en el designio universal de salvación, la Iglesia debe ser misionera.
852 Los caminos de la misión. "El Espíritu Santo es en verdad el protagonista de toda la misión eclesial" (RM
21). Él es quien conduce la Iglesia por los caminos de la misión. Ella "continúa y desarrolla en el curso de la
historia la misión del propio Cristo, que fue enviado a evangelizar a los pobres... impulsada por el Espíritu
Santo, debe avanzar por el mismo camino por el que avanzó Cristo; esto es, el camino de la pobreza, la
obediencia, el servicio y la inmolación de sí mismo hasta la muerte, de la que surgió victorioso por su
resurrección" (AG 5). Es así como la "sangre de los mártires es semilla de cristianos" (Tertuliano, apol. 50).
853 Pero en su peregrinación, la Iglesia experimenta también "hasta qué punto distan entre sí el mensaje
que ella proclama y la debilidad humana de aquellos a quienes se confía el Evangelio" (GS 43, 6). Sólo
avanzando por el camino "de la conversión y la renovación" (LG 8; Cf. 15) y "por el estrecho sendero de
Dios" (AG 1) es como el Pueblo de Dios puede extender el reino de Cristo (Cf. RM 12-20). En efecto, "como
Cristo realizó la obra de la redención en la persecución, también la Iglesia está llamada a seguir el mismo
camino para comunicar a los hombres los frutos de la salvación" (LG 8).
854 Por su propia misión, "la Iglesia... avanza junto con toda la humanidad y experimenta la misma suerte
terrena del mundo, y existe como fermento y alma de la sociedad humana, que debe ser renovada en Cristo
y transformada en familia de Dios" (GS 40, 2). El esfuerzo misionero exige entonces la paciencia. Comienza
con el anuncio del Evangelio a los pueblos y a los grupos que aún no creen en Cristo (Cf. RM 42-47),
continúa con el establecimiento de comunidades cristianas, "signo de la presencia de Dios en el mundo" (AG
lS), y en la fundación de Iglesias locales (Cf. RM 48-49); se implica en un proceso de inculturación para así
encarnar el Evangelio en las culturas de los pueblos (Cf. RM 52-54), en este proceso no faltarán también los
fracasos. "En cuanto se refiere a los hombres, grupos y pueblos, solamente de forma gradual los toca y los
penetra y de este modo los incorpora a la plenitud católica" (AG 6).
855 La misión de la Iglesia reclama el esfuerzo hacia la unidad de los cristianos (Cf. RM 50). En efecto, "las
divisiones entre los cristianos son un obstáculo para que la Iglesia lleve a cabo la plenitud de la catolicidad
que le es propia en aquellos hijos que, incorporados a ella ciertamente por el bautismo, están, sin embargo,
separados de su plena comunión. Incluso se hace más difícil para la propia Iglesia expresar la plenitud de la
catolicidad bajo todos los aspectos en la realidad misma de la vida" (UR 4).
52
¡Venga tu Reino!
856 La tarea misionera implica un diálogo respetuoso con los que todavía no aceptan el Evangelio (Cf. RM
55). Los creyentes pueden sacar provecho para sí mismos de este diálogo aprendiendo a conocer mejor
"cuanto de verdad y de gracia se encontraba ya entre las naciones, como por una casi secreta presencia de
Dios" (AG 9). Si ellos anuncian la Buena Nueva a los que la desconocen, es para consolidar, completar y
elevar la verdad y el bien que Dios ha repartido entre los hombres y los pueblos, y para purificarlos del error
y del mal "para gloria de Dios, confusión del diablo y felicidad del hombre" (AG 9).
IV LA IGLESIA ES APOSTÓLICA
857 La Iglesia es apostólica porque está fundada sobre los apóstoles, y esto en un triple sentido: — Fue y
permanece edificada sobre "el fundamento de los apóstoles" (Ef 2, 20; Hch 21 14), testigos escogidos y
enviados en misión por el mismo Cristo (Cf. Mt 28, 16-20; Hch 1, 8; 1 Co 9, 1; 15, 7-8; Ga 1, l; etc.). —
Guarda y transmite, con la ayuda del Espíritu Santo que habita en ella, la enseñanza (Cf. Hch 2, 42), el buen
depósito, las sanas palabras oídas a los apóstoles (Cf. 2 Tm 1, 13-14). — Sigue siendo enseñada, santificada y
dirigida por los apóstoles hasta la vuelta de Cristo gracias a aquellos que les suceden en su ministerio
pastoral: el colegio de los obispos, "a los que asisten los presbíteros juntamente con el sucesor de Pedro y
Sumo Pastor de la Iglesia" (AG 5): Porque no abandonas nunca a tu rebaño, sino que, por medio de los
santos pastores, lo proteges y conservas, y quieres que tenga siempre por guía la palabra de aquellos
mismos pastores a quienes tu Hijo dio la misión de anunciar el Evangelio (MR, Prefacio de los apóstoles).
La misión de los apóstoles
858 Jesús es el enviado del Padre. Desde el comienzo de su ministerio, "llamó a los que él quiso, y vinieron
donde él. Instituyó Doce para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar" (Mc 3, 13-14). Desde
entonces, serán sus "enviados" [es lo que significa la palabra griega "apostoloi"]. En ellos continúa su propia
misión: "Como el Padre me envió, también yo os envío" (Jn 20, 21; Cf. 13, 20; 17, 18). Por tanto su
ministerio es la continuación de la misión de Cristo: "Quien a vosotros recibe, a mí me recibe", dice a los
Doce (Mt 10, 40; Cf. Lc 10, 16).
859 Jesús los asocia a su misión recibida del Padre: como "el Hijo no puede hacer nada por su cuenta" (Jn 5,
19.30), sino que todo lo recibe del Padre que le ha enviado, así, aquellos a quienes Jesús envía no pueden
hacer nada sin Él (Cf. Jn 15, 5) de quien reciben el encargo de la misión y el poder para cumplirla. Los
apóstoles de Cristo saben por tanto que están calificados por Dios como "ministros de una nueva alianza" (2
Co 3, 6), "ministros de Dios" (2 Co 6, 4), "embajadores de Cristo" (2 Co 5, 20), "servidores de Cristo y
administradores de los misterios de Dios" (1 Co 4, 1).
860 En el encargo dado a los apóstoles hay un aspecto intransmisible: ser los testigoselegidos de la
Resurrección del Señor y los fundamentos de la Iglesia. Pero hay también un aspecto permanente de su
misión. Cristo les ha prometido permanecer con ellos hasta el fin de los tiempos (Cf. Mt 28, 20). "Esta misión
divina confiada por Cristo a los apóstoles tiene que durar hasta el fin del mundo, pues el Evangelio que
tienen que transmitir es el principio de toda la vida de la Iglesia. Por eso los apóstoles se preocuparon de
instituir... sucesores" (LG 20).
53
¡Venga tu Reino!
Los obispos sucesores de los apóstoles
861 "Para que continuase después de su muerte la misión a ellos confiada, encargaron mediante una
especie de testamento a sus colaboradores más inmediatos que terminaran y consolidaran la obra que ellos
empezaron. Les encomendaron que cuidaran de todo el rebaño en el que el Espíritu Santo les había puesto
para ser los pastores de la Iglesia de Dios. Nombraron, por tanto, de esta manera a algunos varones y luego
dispusieron que, después de su muerte, otros hombres probados les sucedieran en el ministerio" (LG 20; Cf.
San Clemente Romano, Cor. 42; 44).
862 "Así como permanece el ministerio confiado personalmente por el Señor a Pedro, ministerio que debía
ser transmitido a sus sucesores, de la misma manera permanece el ministerio de los apóstoles de apacentar
la Iglesia, que debe ser elegido para siempre por el orden sagrado de los obispos". Por eso, la Iglesia enseña
que "por institución divina los obispos han sucedido a los apóstoles como pastores de la Iglesia. El que los
escucha, escucha a Cristo; el que, en cambio, los desprecia, desprecia a Cristo y al que lo envió" (LG 20).
El apostolado
863 Toda la Iglesia es apostólica mientras permanezca, a través de los sucesores de San Pedro y de los
apóstoles, en comunión de fe y de vida con su origen. Toda la Iglesia es apostólica en cuanto que ella es
"enviada" al mundo entero; todos los miembros de la Iglesia, aunque de diferentes maneras, tienen parte
en este envío. "La vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado". Se llama
"apostolado" a "toda la actividad del Cuerpo Místico" que tiende a "propagar el Reino de Cristo por toda la
tierra" (AA 2).
864 "Siendo Cristo, enviado por el Padre, fuente y origen del apostolado de la Iglesia", es evidente que la
fecundidad del apostolado, tanto el de los ministros ordenados como el de los laicos, depende de su unión
vital con Cristo (Cf. Jn 15, 5; AA 4). Según sean las vocaciones, las interpretaciones de los tiempos, los dones
variados del Espíritu Santo, el apostolado toma las formas más diversas. Pero es siempre la caridad,
conseguida sobre todo en la Eucaristía, "que es como el alma de todo apostolado" (AA 3).
865 La Iglesia es una, santa, católica y apostólica en su identidad profunda y última, porque en ella existe ya
y será consumado al fin de los tiempos "el Reino de los cielos", "e Reino de Dios" (Cf. Ap 19, 6), que ha
venido en la persona de Cristo y que crec misteriosamente en el corazón de los que le son incorporados
hasta su plena manifestación escatológica. Entonces todos los hombres rescatados por él, hechos en él
"santos e inmaculados en presencia de Dios en el Amor" (Ef 1, 4), serán reunidos como el único Pueblo de
Dios, "la Esposa del Cordero" (Ap 21, 9), "la Ciudad Santa que baja del Cielo de junto a Dios y tiene la gloria
de Dios" (Ap 21, 10-11); y "la muralla de la ciudad se asienta sobre doce piedras, que llevan los nombres de
los doce apóstoles del Cordero" (Ap 21, 14).
RESUMEN
54
¡Venga tu Reino!
866 La Iglesia es una: tiene un solo Señor; confiesa una sola fe, nace de un solo Bautismo, no forma más que
un solo Cuerpo, vivificado por un solo Espíritu,orientado a una única esperanza (Cf. Ef 4, 3-5) a cuyo término
se superarán todas las divisiones.
867 La Iglesia es santa: Dios santísimo es su autor; Cristo, su Esposo, se entregó por ella para santificarla; el
Espíritu de santidad la vivifica. Aunque comprenda pecadores, ella es "ex maculatis immaculata"
("inmaculada aunque compuesta de pecadores"). En los santos brilla su santidad; en María es ya la
enteramente santa.
868 La Iglesia es católica: Anuncia la totalidad de la fe; lleva en sí y administra la plenitud de los medios de
salvación; es enviada a todos los pueblos; se dirige a todos los hombres; abarca todos los tiempos; "es, por
su propia naturaleza, misionera" (AG 2).
869 La Iglesia es apostólica: Está edificada sobre sólidos cimientos: "los doce apóstoles del Cordero" (Ap 21,
14); es indestructible (Cf. Mt 16, 18); se mantiene infaliblemente en la verdad: Cristo la gobierna por medio
de Pedro y los demás apóstoles, presentes en sus sucesores, el Papa y el colegio de los obispos.
870 "La única Iglesia de Cristo, de la que confesamos en el Credo que es una, santa, católica y apostólica...
subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él. Sin
duda, fuera de su estructura visible pueden encontrarse muchos elementos de santificación y de verdad "
(LG 8).
Párrafo 4
LOS FIELES DE CRISTO: JERARQUÍA, LAICOS, VIDA CONSAGRADA
871 "Son fieles cristianos quienes, incorporados a Cristo por el bautismo, se integran en el Pueblo de Dios y,
hechos partícipes a su modo por esta razón de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, cada uno
según su propia condición, son llamados a desempeñar la misión que Dios encomendó cumplir a la Iglesia
en el mundo" (? CIC, can. 204, 1; Cf. LG 31).
872 "Por su regeneración en Cristo, se da entre todos los fieles una verdadera igualdad en cuanto a la
dignidad y acción, en virtud de la cual todos, según su propia condición y oficio, cooperan a la edificación del
Cuerpo de Cristo" (? CIC can. 208; Cf. LG 32).
873 Las mismas diferencias que el Señor quiso poner entre los miembros de su Cuerpo sirven a su unidad y
a su misión. Porque "hay en la Iglesia diversidad de ministerios, pero unidad de misión. A los Apóstoles y sus
sucesores les confirió Cristo la función de enseñar, santificar y gobernar en su propio nombre y autoridad.
Pero también los laicos, partícipes de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, cumplen en la Iglesia y
en el mundo la parte que les corresponde en la misión de todo el Pueblo de Dios" (AA 2). En fin, "en esos
dos grupos [jerarquía y laicos], hay fieles que por la profesión de los consejos evangélicos... se consagran a
Dios y contribuyen a la misión salvífica de la Iglesia según la manera peculiar que les es propia" (? CIC can.
207, 2).
55
¡Venga tu Reino!
I LA CONSTITUCIÓN JERÁRQUICA DE LA IGLESIA
Razón del ministerio eclesial
874 El mismo Cristo es la fuente del ministerio en la Iglesia. Él lo ha instituido, le ha dado autoridad y misión,
orientación y finalidad: Cristo el Señor, para dirigir al Pueblo de Dios y hacerle progresar siempre, instituyó
en su Iglesia diversos ministerios que está ordenados al bien de todo el Cuerpo. En efecto, los ministros que
posean la sagrada potestad están al servicio de sus hermanos para que todos los que son miembros del
Pueblo de Dios... lleguen a la salvación (LG 18).
875 "¿Cómo creerán en Aquél a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? y ¿cómo
predicarán si no son enviados?" (Rm 10, 14-15). Nadie, ningún individuo ni ninguna comunidad, puede
anunciarse a sí mismo el Evangelio. "La fe viene de la predicación" (Rm 10, 17). Nadie se puede dar a sí
mismo el mandato ni la misión de anunciar el Evangelio. El enviado del Señor habla y obra no con autoridad
propia, sino en virtud de la autoridad de Cristo; no como miembro de la comunidad, sino hablando a ella en
nombre de Cristo. Nadie puede conferirse a sí mismo la gracia, ella debe ser dada y ofrecida. Eso supone
ministros de la gracia, autorizados y habilitados por parte de Cristo. De Él los obispos y los presbíteros
reciben la misión y la facultad (el "poder sagrado") de actuar in persona Christi Capitis, los diáconos las
fuerzas para servir al pueblo de Dios en la "diaconía" de la liturgia, de la palabra y de la caridad, en
comunión con el Obispo y su presbiterio. Este ministerio, en el cual los enviados de Cristo hacen y dan, por
don de Dios, lo que ellos, por sí mismos, no pueden hacer ni dar, la tradición de la Iglesia lo llama
"sacramento". El ministerio de la Iglesia se confiere por medio de un sacramento específico.
876 El carácter de servicio del ministerio eclesial está intrínsecamente ligado a la naturaleza sacramental. En
efecto, enteramente dependiente de Cristo que da misión y autoridad, los ministros son verdaderamente
"esclavos de Cristo" (Rm 1, 1), a imagen de Cristo que, libremente ha tomado por nosotros "la forma de
esclavo" (Flp 2, 7). Como la palabra y la gracia de la cual son ministros no son de ellos, sino de Cristo que se
las ha confiado para los otros, ellos se harán libremente esclavos de todos (Cf. 1 Co 9, 19).
877 De igual modo es propio de la naturaleza sacramental del ministerio eclesial tener un carácter colegial.
En efecto, desde el comienzo de su ministerio, el Señor Jesús instituyó a los Doce, "semilla del Nuevo Israel,
a la vez que el origen de la jerarquía sagrada" (AG 5). Elegidos juntos, también fueron enviados juntos, y su
unidad fraterna estará al servicio de la comunión fraterna de todos los fieles; será como un reflejo y un
testimonio de la comunión de las Personas divinas (Cf. Jn 17, 21-23). Por eso, todo obispo ejerce su
ministerio en el seno del colegio episcopal, en comunión con el obispo de Roma, sucesor de San Pedro y jefe
del colegio; los presbíteros ejercen su ministerio en el seno del presbiterio de la diócesis, bajo la dirección
de su obispo.
878 Por último, es propio también de la naturaleza sacramental del ministerio eclesial tener carácter
personal. Cuando los ministros de Cristo actúan en comunión, actúan siempre también de manera personal.
Cada uno ha sido llamado personalmente ("Tú sígueme", Jn 21, 22; Cf. Mt 4,19. 21; Jn 1,43) para ser, en la
misión común, testigo personal, que es personalmente portador de la responsabilidad ante Aquél que da la
56
¡Venga tu Reino!
misión, que actúa "in persona Christi" y en favor de personas: "Yo te bautizo en el nombre del Padre..."; "Yo
te perdono...".
879 Por lo tanto, en la Iglesia, el ministerio sacramental es un servicio ejercitado en nombre de Cristo y
tiene una índole personal y una forma colegial. Esto se verifica en los vínculos entre el colegio episcopal y su
jefe, el sucesor de San Pedro, y en la relación entre la responsabilidad pastoral del obispo en su Iglesia
particular y la común solicitud del colegio episcopal hacia la Iglesia Universal.
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57
¡Venga tu Reino!
CONCILIO ECUMÉNICO VATICANO II, Constitución dogmática Lumen Gentium, nn. 1-17, 30-38.
PABLO OBISPO SIERVO DE LOS SIERVOS DE DIOS JUNTAMENTE CON LOS PADRES DEL CONCILIO PARA
PERPETUO RECUERDO
CONSTITUCIÓN DOGMÁTICA SOBRE LA IGLESIA* LUMEN GENTIUM
CAPÍTULO I
EL MISTERIO DE LA IGLESIA
1. Cristo es la luz de los pueblos. Por ello este sacrosanto Sínodo, reunido en el Espíritu Santo, desea
ardientemente iluminar a todos los hombres, anunciando el Evangelio a toda criatura (cf. Mc 16,15) con la
claridad de Cristo, que resplandece sobre la faz de la Iglesia. Y porque la Iglesia es en Cristo como un
sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género
humano, ella se propone presentar a sus fieles y a todo el mundo con mayor precisión su naturaleza y su
misión universal, abundando en la doctrina de los concilios precedentes. Las condiciones de nuestra época
hacen más urgente este deber de la Iglesia, a saber, el que todos los hombres, que hoy están más
íntimamente unidos por múltiples vínculos sociales técnicos y culturales, consigan también la plena unidad
en Cristo.
2. El Padre Eterno, por una disposición libérrima y arcana de su sabiduría y bondad, creó todo el universo,
decretó elevar a los hombres a participar de la vida divina, y como ellos hubieran pecado en Adán, no los
abandonó, antes bien les dispensó siempre los auxilios para la salvación, en atención a Cristo Redentor,
«que es la imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura» (Col 1,15). A todos los elegidos, el Padre,
antes de todos los siglos, «los conoció de antemano y los predestinó a ser conformes con la imagen de su
Hijo, para que éste sea el primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29). Y estableció convocar a quienes
creen en Cristo en la santa Iglesia, que ya fue prefigurada desde el origen del mundo, preparada
admirablemente en la historia del pueblo de Israel y en la Antigua Alianza [1], constituida en los tiempos
definitivos, manifestada por la efusión del Espíritu y que se consumará gloriosamente al final de los
tiempos. Entonces, como se lee en los Santos Padres, todos los justos desde Adán, «desde el justo Abel
hasta el último elegido» [2], serán congregados en una Iglesia universal en la casa del Padre.
3. Vino, por tanto, el Hijo, enviado por el Padre, quien nos eligió en El antes de la creación del mundo y nos
predestinó a ser hijos adoptivos, porque se complació en restaurar en El todas las cosas (cf. Ef 1,4-5 y 10).
Así, pues, Cristo, en cumplimiento de la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el reino de los cielos, nos
reveló su misterio y con su obediencia realizó la redención. La Iglesia o reino de Cristo, presente
actualmente en misterio, por el poder de Dios crece visiblemente en el mundo. Este comienzo y crecimiento
están simbolizados en la sangre y en el agua que manaron del costado abierto de Cristo crucificado (cf. Jn
19,34) y están profetizados en las palabras de Cristo acerca de su muerte en la cruz: «Y yo, si fuere
58
¡Venga tu Reino!
levantado de la tierra, atraeré a todos a mí» (Jn 12,32 gr.). La obra de nuestra redención se efectúa cuantas
veces se celebra en el altar el sacrificio de la cruz, por medio del cual «Cristo, que es nuestra Pascua, ha sido
inmolado» (1 Co 5,7). Y, al mismo tiempo, la unidad de los fieles, que constituyen un solo cuerpo en Cristo,
está representada y se realiza por el sacramento del pan eucarístico (cf. 1 Co 10,17). Todos los hombres
están llamados a esta unión con Cristo, luz del mundo, de quien procedemos, por quien vivimos y hacia
quien caminamos.
4. Consumada la obra que el Padre encomendó realizar al Hijo sobre la tierra (cf. Jn 17,4), fue enviado el
Espíritu Santo el día de Pentecostés a fin de santificar indefinidamente la Iglesia y para que de este modo los
fieles tengan acceso al Padre por medio de Cristo en un mismo Espíritu (cf. Ef 2,18). El es el Espíritu de vida
o la fuente de agua que salta hasta la vida eterna (cf. Jn 4,14; 7,38-39), por quien el Padre vivifica a los
hombres, muertos por el pecado, hasta que resucite sus cuerpos mortales en Cristo (cf. Rm 8,10-11). El
Espíritu habita en la Iglesia y en el corazón de los fieles como en un templo (cf. 1 Co 3,16; 6,19), y en ellos
ora y da testimonio de su adopción como hijos (cf. Ga 4,6; Rm 8,15-16 y 26). Guía la Iglesia a toda la verdad
(cf. Jn 16, 13), la unifica en comunión y ministerio, la provee y gobierna con diversos dones jerárquicos y
carismáticos y la embellece con sus frutos (cf. Ef 4,11-12; 1 Co 12,4; Ga 5,22). Con la fuerza del Evangelio
rejuvenece la Iglesia, la renueva incesantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo [3]. En
efecto, el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: ¡Ven! (cf. Ap 22,17).
Y así toda la Iglesia aparece como «un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo» [4].
5. El misterio de la santa Iglesia se manifiesta en su fundación. Pues nuestro Señor Jesús dio comienzo a la
Iglesia predicando la buena nueva, es decir, la llegada del reino de Dios prometido desde siglos en la
Escritura: «Porque el tiempo está cumplido, y se acercó el reino de Dios» (Mc 1,15; cf. Mt 4,17). Ahora bien,
este reino brilla ante los hombres en la palabra, en las obras y en la presencia de Cristo. La palabra de Dios
se compara a una semilla sembrada en el campo (cf. Mc 4,14): quienes la oyen con fidelidad y se agregan a
la pequeña grey de Cristo (cf. Lc 12,32), ésos recibieron el reino; la semilla va después germinando poco a
poco y crece hasta el tiempo de la siega (cf. Mc 4,26-29). Los milagros de Jesús, a su vez, confirman que el
reino ya llegó a la tierra: «Si expulso los demonios por el dedo de Dios, sin duda que el reino de Dios ha
llegado a vosotros» (Lc 11,20; cf. Mt 12,28). Pero, sobre todo, el reino se manifiesta en la persona misma de
Cristo, Hijo de Dios e Hijo del hombre, quien vino «a servir y a dar su vida para la redención de muchos» (Mc
10,45).
Mas como Jesús, después de haber padecido muerte de cruz por los hombres, resucitó, se presentó por ello
constituido en Señor, Cristo y Sacerdote para siempre (cf. Hch 2,36; Hb 5,6; 7,17-21) y derramó sobre sus
discípulos el Espíritu prometido por el Padre (cf. Hch 2,33). Por esto la Iglesia, enriquecida con los dones de
su Fundador y observando fielmente sus preceptos de caridad, humildad y abnegación, recibe la misión de
anunciar el reino de Cristo y de Dios e instaurarlo en todos los pueblos, y constituye en la tierra el germen y
59
¡Venga tu Reino!
el principio de ese reino. Y, mientras ella paulatinamente va creciendo, anhela simultáneamente el reino
consumado y con todas sus fuerzas espera y ansia unirse con su Rey en la gloria.
6. Del mismo modo que en el Antiguo Testamento la revelación del reino se propone frecuentemente en
figuras, así ahora la naturaleza íntima de la Iglesia se nos manifiesta también mediante diversas imágenes
tomadas de la vida pastoril, de la agricultura, de la edificación, como también de la familia y de los
esponsales, las cuales están ya insinuadas en los libros de los profetas.
Así la Iglesia es un redil, cuya única y obligada puerta es Cristo (cf. Jn 10,1-10). Es también una grey, de la
que el mismo Dios se profetizó Pastor (cf. Is 40,11; Ez 34,11 ss), y cuyas ovejas, aunque conducidas
ciertamente por pastores humanos, son, no obstante, guiadas y alimentadas continuamente por el mismo
Cristo, buen Pastor y Príncipe de los pastores (cf. Jn 10,11; 1 P 5,4), que dio su vida por las ovejas (cf. Jn
10,11-15).
La Iglesia es labranza, o arada de Dios (cf. 1 Co 3,9). En ese campo crece el vetusto olivo, cuya raíz santa
fueron los patriarcas, y en el cual se realizó y concluirá la reconciliación de los judíos y gentiles (cf. Rm
11,13- 26). El celestial Agricultor la plantó como viña escogida (cf. Mt 21,33-34 par.; cf. Is 5,1 ss). La
verdadera vid es Cristo, que comunica vida y fecundidad a los sarmientos, que somos nosotros, que
permanecemos en El por medio de la Iglesia, y sin El nada podemos hacer (cf. Jn 15,1-5).
A veces también la Iglesia es designada como edificación de Dios (cf. 1 Co 3,9). El mismo Señor se comparó a
la piedra que rechazaron los constructores, pero que fue puesta como piedra angular (cf. Mt 21,42 par.; Hch
4,11; 1 P 2,7; Sal 117,22). Sobre este fundamento los Apóstoles levantan la Iglesia (cf. 1 Co 3,11) y de él
recibe esta firmeza y cohesión. Esta edificación recibe diversos nombres: casa de Dios (cf. 1 Tm 3,15), en
que habita su familia; habitación de Dios en el Espíritu (cf. Ef 2,19-22), tienda de Dios entre los hombres (Ap
21,3) y sobre todo templo santo, que los Santos Padres celebran como representado en los templos de
piedra, y la liturgia, no sin razón, la compara a la ciudad santa, la nueva Jerusalén [5]. Efectivamente, en este
mundo servimos, cual piedras vivas, para edificarla (cf. 1 P 2,5). San Juan contempla esta ciudad santa y
bajando, en la renovación del mundo, de junto a Dios, ataviada como esposa engalanada para su esposo (Ap
21,1 s).
La Iglesia, llamada «Jerusalén de arriba» y «madre nuestra» (Ga 4,26; cf. Ap 12,17), es también descrita
como esposa inmaculada del Cordero inmaculado (cf. Ap 19,7; 21,2 y 9; 22,17), a la que Cristo «amó y se
entregó por ella para santificarla» (Ef 5,25-26), la unió consigo en pacto indisoluble e incesantemente la
«alimenta y cuida» (Ef 5,29); a ella, libre de toda mancha, la quiso unida a sí y sumisa por el amor y la
fidelidad (cf. Ef 5,24), y, en fin, la enriqueció perpetuamente con bienes celestiales, para que
comprendiéramos la caridad de Dios y de Cristo hacia nosotros, que supera toda ciencia (cf. Ef 3,19). Sin
embargo, mientras la Iglesia camina en esta tierra lejos del Señor (cf. 2 Co 5,6), se considera como en
destierro, buscando y saboreando las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios,
donde la vida de la Iglesia está escondida con Cristo en Dios hasta que aparezca con su Esposo en la gloria
(cf. Col 3,1-4).
60
¡Venga tu Reino!
7. El Hijo de Dios, en la naturaleza humana unida a sí, redimió al hombre, venciendo la muerte con su
muerte y resurrección, y lo transformó en una nueva criatura (cf. Ga 6,15; 2 Co 5,17). Y a sus hermanos,
congregados de entre todos los pueblos, los constituyó místicamente su cuerpo, comunicándoles su
espíritu.
En ese cuerpo, la vida de Cristo se comunica a los creyentes, quienes están unidos a Cristo paciente y
glorioso por los sacramentos, de un modo arcano, pero real [6]. Por el bautismo, en efecto, nos
configuramos en Cristo: «porque también todos nosotros hemos sido bautizados en un solo Espíritu» (1 Co
12,13), ya que en este sagrado rito se representa y realiza el consorcio con la muerte y resurrección de
Cristo: «Con El fuimos sepultados por el bautismo para participar de su muerte; mas, si hemos sido
injertados en El por la semejanza de su muerte, también lo seremos por la de su resurrección» (Rm 6,4-5).
Participando realmente del Cuerpo del Señor en la fracción del pan eucarístico, somos elevados a una
comunión con El y entre nosotros. «Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos
participamos de ese único pan» (1 Co 10,17). Así todos nosotros nos convertimos en miembros de ese
Cuerpo (cf. 1 Co 12,27) «y cada uno es miembro del otro» (Rm 12,5).
Y del mismo modo que todos los miembros del cuerpo humano, aun siendo muchos, forman, no obstante,
un solo cuerpo, así también los fieles en Cristo (cf. 1 Co 12, 12). También en la constitución del cuerpo de
Cristo está vigente la diversidad de miembros y oficios. Uno solo es el Espíritu, que distribuye sus variados
dones para el bien de la Iglesia según su riqueza y la diversidad de ministerios (1 Co 12,1-11). Entre estos
dones resalta la gracia de los Apóstoles, a cuya autoridad el mismo Espíritu subordina incluso los
carismáticos (cf. 1 Co 14). El mismo produce y urge la caridad entre los fieles, unificando el cuerpo por sí y
con su virtud y con la conexión interna de los miembros. Por consiguiente, si un miembro sufre en algo, con
él sufren todos los demás; o si un miembro es honrado, gozan conjuntamente los demás miembros (cf.1 Co
12,26).
La Cabeza de este cuerpo es Cristo. El es la imagen de Dios invisible, y en El fueron creadas todas las cosas.
El es antes que todos, y todo subsiste en El. El es la cabeza del cuerpo, que es la Iglesia. El es el principio, el
primogénito de los muertos, de modo que tiene la primacía en todas las cosas (cf. Col 1,15-18). Con la
grandeza de su poder domina los cielos y la tierra y con su eminente perfección y acción llena con las
riquezas de su gloria todo el cuerpo (cf. Ef 1,18-23) [7].
Es necesario que todos los miembros se hagan conformes a El hasta el extremo de que Cristo quede
formado en ellos (cf. Ga 4,19). Por eso somos incorporados a los misterios de su vida, configurados con El,
muertos y resucitados con El, hasta que con El reinemos (cf. Flp 3,21; 2 Tm 2,11; Ef 2,6; Col 2,12, etc.).
Peregrinando todavía sobre la tierra, siguiendo de cerca sus pasos en la tribulación y en la persecución, nos
asociamos a sus dolores como el cuerpo a la cabeza, padeciendo con El a fin de ser glorificados con El (cf.
Rm 8,17).
Por El «todo el cuerpo, alimentado y trabado por las coyunturas: y ligamentos, crece en aumento divino»
(Col 2, 19). El mismo conforta constantemente su cuerpo, que es la Iglesia, con los dones de los ministerios,
por los cuales, con la virtud derivada de El, nos prestamos mutuamente los servicios para la salvación, de
61
¡Venga tu Reino!
modo que, viviendo la verdad en caridad, crezcamos por todos los medios en El, que es nuestra Cabeza (cf.
Ef 4,11-16 gr.).
Y para que nos renováramos incesantemente en El (cf. Ef 4,23), nos concedió participar de su Espíritu,
quien, siendo uno solo en la Cabeza y en los miembros, de tal modo vivifica todo el cuerpo, lo une y lo
mueve, que su oficio pudo ser comparado por los Santos Padres con la función que ejerce el principio de
vida o el alma en el cuerpo humano [8].
Cristo, en verdad, ama a la Iglesia como a su esposa, convirtiéndose en ejemplo del marido, que ama a su
esposa como a su propio cuerpo (cf. Ef 5,25-28). A su vez, la Iglesia le está sometida como a su Cabeza (ib.
23-24). «Porque en El habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad» (Col 2,9), colma de bienes
divinos a la Iglesia, que es su cuerpo y su plenitud (cf. Ef 1, 22-23), para que tienda y consiga toda la plenitud
de Dios (cf. Ef 3,19).
8. Cristo, el único Mediador, instituyó y mantiene continuamente en la tierra a su Iglesia santa, comunidad
de fe, esperanza y caridad, como un todo visible [9], comunicando mediante ella la verdad y la gracia a
todos. Mas la sociedad provista de sus órganos jerárquicos y el Cuerpo místico de Cristo, la asamblea visible
y la comunidad espiritual, la Iglesia terrestre y la Iglesia enriquecida con los bienes celestiales, no deben ser
consideradas como dos cosas distintas, sino que más bien forman una realidad compleja que está integrada
de un elemento humano y otro divino [10]. Por eso se la compara, por una notable analogía, al misterio del
Verbo encarnado, pues así como la naturaleza asumida sirve al Verbo divino como de instrumento vivo de
salvación unido indisolublemente a El, de modo semejante la articulación social de la Iglesia sirve al Espíritu
Santo, que la vivifica, para el acrecentamiento de su cuerpo (cf. Ef 4,16) [11].
Esta es la única Iglesia de Cristo, que en el Símbolo confesamos como una, santa, católica y apostólica [12], y
que nuestro Salvador, después de su resurrección, encomendó a Pedro para que la apacentara (cf. Jn
21,17), confiándole a él y a los demás Apóstoles su difusión y gobierno (cf. Mt 28,18 ss), y la erigió
perpetuamente como columna y fundamento de la verdad (cf.1 Tm 3,15). Esta Iglesia, establecida y
organizada en este mundo como una sociedad, subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de
Pedro y por los Obispos en comunión con él [13] si bien fuera de su estructura se encuentren muchos
elementos de santidad y verdad que, como bienes propios de la Iglesia de Cristo, impelen hacia la unidad
católica.
Pero como Cristo realizó la obra de la redención en pobreza y persecución, de igual modo la Iglesia está
destinada a recorrer el mismo camino a fin de comunicar los frutos de la salvación a los hombres. Cristo
Jesús, «existiendo en la forma de Dios..., se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo» (Flp 2,6-7), y
por nosotros «se hizo pobre, siendo rico» (2 Co 8,9); así también la Iglesia, aunque necesite de medios
humanos para cumplir su misión, no fue instituida para buscar la gloria terrena, sino para proclamar la
humildad y la abnegación, también con su propio ejemplo. Cristo fue enviado por el Padre a «evangelizar a
los pobres y levantar a los oprimidos» (Lc 4,18), «para buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10); así
también la Iglesia abraza con su amor a todos los afligidos por la debilidad humana; más aún, reconoce en
62
¡Venga tu Reino!
los pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador pobre y paciente, se esfuerza en remediar sus
necesidades y procura servir en ellos a Cristo. Pues mientras Cristo, «santo, inocente, inmaculado» (Hb
7,26), no conoció el pecado (cf. 2 Co 5,21), sino que vino únicamente a expiar los pecados del pueblo (cf. Hb
2,17), la Iglesia encierra en su propio seno a pecadores, y siendo al mismo tiempo santa y necesitada de
purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación.
La Iglesia «va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios» [14] anunciando la
cruz del Señor hasta que venga (cf. 1 Co 11,26). Está fortalecida, con la virtud del Señor resucitado, para
triunfar con paciencia y caridad de sus aflicciones y dificultades, tanto internas como externas, y revelar al
mundo fielmente su misterio, aunque sea entre penumbras, hasta que se manifieste en todo el esplendor al
final de los tiempos.
CAPÍTULO II
EL PUEBLO DE DIOS
9. En todo tiempo y en todo pueblo es grato a Dios quien le teme y practica la justicia (cf. Hch 10,35). Sin
embargo, fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de
unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente. Por ello
eligió al pueblo de Israel como pueblo suyo, pactó con él una alianza y le instruyó gradualmente,
revelándose a Sí mismo y los designios de su voluntad a través de la historia de este pueblo, y santificándolo
para Sí. Pero todo esto sucedió como preparación y figura de la alianza nueva y perfecta que había de
pactarse en Cristo y de la revelación completa que había de hacerse por el mismo Verbo de Dios hecho
carne. «He aquí que llegará el tiempo, dice el Señor, y haré un nuevo pacto con la casa de Israel y con la
casa de Judá... Pondré mi ley en sus entrañas y la escribiré en sus corazones, y seré Dios para ellos y ellos
serán mi pueblo... Todos, desde el pequeño al mayor, me conocerán, dice el Señor» (Jr 31,31-34). Ese pacto
nuevo, a saber, el Nuevo Testamento en su sangre (cf. 1 Co 11,25), lo estableció Cristo convocando un
pueblo de judíos y gentiles, que se unificara no según la carne, sino en el Espíritu, y constituyera el nuevo
Pueblo de Dios. Pues quienes creen en Cristo, renacidos no de un germen corruptible, sino de uno
incorruptible, mediante la palabra de Dios vivo (cf. 1 P 1,23), no de la carne, sino del agua y del Espíritu
Santo (cf. Jn 3,5-6), pasan, finalmente, a constituir «un linaje escogido, sacerdocio regio, nación santa,
pueblo de adquisición..., que en un tiempo no era pueblo y ahora es pueblo de Dios» (1 P 2, 9-10).
Este pueblo mesiánico tiene por cabeza a Cristo, «que fue entregado por nuestros pecados y resucitó para
nuestra salvación» (Rm 4,25), y teniendo ahora un nombre que está sobre todo nombre, reina
gloriosamente en los cielos. La condición de este pueblo es la dignidad y la libertad de los hijos de Dios, en
cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo. Tiene por ley el nuevo mandato de amar como
el mismo Cristo nos amó a nosotros (cf. Jn 13,34). Y tiene en último lugar, como fin, el dilatar más y más el
reino de Dios, incoado por el mismo Dios en la tierra, hasta que al final de los tiempos El mismo también lo
consume, cuando se manifieste Cristo, vida nuestra (cf. Col 3,4), y «la misma criatura sea libertada de la
servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de los hijos de Dios» (Rm 8,21). Este pueblo
63
¡Venga tu Reino!
mesiánico, por consiguiente, aunque no incluya a todos los hombres actualmente y con frecuencia parezca
una grey pequeña, es, sin embargo, para todo el género humano, un germen segurísimo de unidad, de
esperanza y de salvación. Cristo, que lo instituyó para ser comunión de vida, de caridad y de verdad, se sirve
también de él como de instrumento de la redención universal y lo envía a todo el universo como luz del
mundo y sal de la tierra (cf. Mt 5,13-16).
Así como al pueblo de Israel, según la carne, peregrinando por el desierto, se le designa ya como Iglesia (cf.
2 Esd 13,1; Nm 20,4; Dt 23,1 ss), así el nuevo Israel, que caminando en el tiempo presente busca la ciudad
futura y perenne (cf. Hb 13,14), también es designado como Iglesia de Cristo (cf. Mt 16,18), porque fue El
quien la adquirió con su sangre (cf. Hch 20,28), la llenó de su Espíritu y la dotó de los medios apropiados de
unión visible y social. Dios formó una congregación de quienes, creyendo, ven en Jesús al autor de la
salvación y el principio de la unidad y de la paz, y la constituyó Iglesia a fin de que fuera para todos y cada
uno el sacramento visible de esta unidad salutífera [15]. Debiendo difundirse en todo el mundo, entra, por
consiguiente, en la historia de la humanidad, si bien trasciende los tiempos y las fronteras de los pueblos.
Caminando, pues, la Iglesia en medio de tentaciones y tribulaciones, se ve confortada con el poder de la
gracia de Dios, que le ha sido prometida para que no desfallezca de la fidelidad perfecta por la debilidad de
la carne, antes, al contrario, persevere como esposa digna de su Señor y, bajo la acción del Espíritu Santo,
no cese de renovarse hasta que por la cruz llegue a aquella luz que no conoce ocaso.
10. Cristo Señor, Pontífice tomado de entre los hombres (cf. Hb 5,1-5), de su nuevo pueblo «hizo... un reino
y sacerdotes para Dios, su Padre» (Ap 1,6; cf. 5,9-10). Los bautizados, en efecto, son consagrados por la
regeneración y la unción del Espíritu Santo como casa espiritual y sacerdocio santo, para que, por medio de
toda obra del hombre cristiano, ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien el poder de Aquel que los llamó
de las tinieblas a su admirable luz (cf. 1 P 2,4-10). Por ello todos los discípulos de Cristo, perseverando en la
oración y alabando juntos a Dios (cf. Hch 2,42-47), ofrézcanse a sí mismos como hostia viva, santa y grata a
Dios (cf. Rm 12,1) y den testimonio por doquiera de Cristo, y a quienes lo pidan, den también razón de la
esperanza de la vida eterna que hay en ellos (cf. 1 P 3,15).
El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque diferentes esencialmente y
no sólo en grado, se ordenan, sin embargo, el uno al otro, pues ambos participan a su manera del único
sacerdocio de Cristo [16]. El sacerdocio ministerial, por la potestad sagrada de que goza, forma y dirige el
pueblo sacerdotal, confecciona el sacrificio eucarístico en la persona de Cristo y lo ofrece en nombre de
todo el pueblo a Dios. Los fieles, en cambio, en virtud de su sacerdocio regio, concurren a la ofrenda de la
Eucaristía [17] y lo ejercen en la recepción de los sacramentos, en la oración y acción de gracias, mediante el
testimonio de una vida santa, en la abnegación y caridad operante.
11. El carácter sagrado y orgánicamente estructurado de la comunidad sacerdotal se actualiza por los
sacramentos y por las virtudes. Los fieles, incorporados a la Iglesia por el bautismo, quedan destinados por
el carácter al culto de la religión cristiana, y, regenerados como hijos de Dios, están obligados a confesar
delante de los hombres la fe que recibieron de Dios mediante la Iglesia [18]. Por el sacramento de la
confirmación se vinculan más estrechamente a la Iglesia, se enriquecen con una fuerza especial del Espíritu
Santo, y con ello quedan obligados más estrictamente a difundir y defender la fe, como verdaderos testigos
64
¡Venga tu Reino!
de Cristo, por la palabra juntamente con las obras[19]. Participando del sacrificio eucarístico, fuente y
cumbre de toda la vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con
ella [20]. Y así, sea por la oblación o sea por la sagrada comunión, todos tienen en la celebración litúrgica
una parte propia, no confusamente, sino cada uno de modo distinto. Más aún, confortados con el cuerpo de
Cristo en la sagrada liturgia eucarística, muestran de un modo concreto la unidad del Pueblo de Dios,
significada con propiedad y maravillosamente realizada por este augustísimo sacramento.
Quienes se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de la
ofensa hecha a El y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia, a la que hirieron pecando, y que colabora a
su conversión con la caridad, con el ejemplo y las oraciones. Con la unción de los enfermos y la oración de
los presbíteros, toda la Iglesia encomienda los enfermos al Señor paciente y glorificado, para que los alivie y
los salve (cf. St 5,14-16), e incluso les exhorta a que, asociándose voluntariamente a la pasión y muerte de
Cristo (cf. Rm 8,17; Col 1,24; 2 Tm 2,11-12; 1 P 4,13), contribuyan así al bien del Pueblo de Dios. A su vez,
aquellos de entre los fieles que están sellados con el orden sagrado son destinados a apacentar la Iglesia por
la palabra y gracia de Dios, en nombre de Cristo. Finalmente, los cónyuges cristianos, en virtud del
sacramento del matrimonio, por el que significan y participan el misterio de unidad y amor fecundo entre
Cristo y la Iglesia (cf. Ef 5,32), se ayudan mutuamente a santificarse en la vida conyugal y en la procreación y
educación de la prole, y por eso poseen su propio don, dentro del Pueblo de Dios, en su estado y forma de
vida [21]. De este consorcio procede la familia, en la que nacen nuevos ciudadanos de la sociedad humana,
quienes, por la gracia del Espíritu Santo, quedan constituidos en el bautismo hijos de Dios, que perpetuarán
a través del tiempo el Pueblo de Dios. En esta especie de Iglesia doméstica los padres deben ser para sus
hijos los primeros predicadores de la fe, mediante la palabra y el ejemplo, y deben fomentar la vocación
propia de cada uno, pero con un cuidado especial la vocación sagrada
Todos los fieles, cristianos, de cualquier condición y estado, fortalecidos con tantos y tan poderosos medios
de salvación, son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la
que es perfecto el mismo Padre.
12. El Pueblo santo de Dios participa también de la función profética de Cristo, difundiendo su testimonio
vivo sobre todo con la vida de fe y caridad y ofreciendo a Dios el sacrificio de alabanza, que es fruto de los
labios que confiesan su nombre (cf. Hb 13.15). La totalidad de los fieles, que tienen la unción del Santo (cf. 1
Jn 2,20 y 27), no puede equivocarse cuando cree, y esta prerrogativa peculiar suya la manifiesta mediante el
sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo cuando «desde los Obispos hasta los últimos fieles laicos»
[22] presta su consentimiento universal en las cosas de fe y costumbres. Con este sentido de la fe, que el
Espíritu de verdad suscita y mantiene, el Pueblo de Dios se adhiere indefectiblemente «a la fe confiada de
una vez para siempre a los santos» (Judas 3), penetra más profundamente en ella con juicio certero y le da
más plena aplicación en la vida, guiado en todo por el sagrado Magisterio, sometiéndose al cual no acepta
ya una palabra de hombres, sino la verdadera palabra de Dios (cf. 1 Ts 2,13).
Además, el mismo Espíritu Santo no sólo santifica y dirige el Pueblo de Dios mediante los sacramentos y los
misterios y le adorna con virtudes, sino que también distribuye gracias especiales entre los fieles de
cualquier condición, distribuyendo a cada uno según quiere (1 Co 12,11) sus dones, con los que les hace
65
¡Venga tu Reino!
aptos y prontos para ejercer las diversas obras y deberes que sean útiles para la renovación y la mayor
edificación de la Iglesia, según aquellas palabras: «A cada uno... se le otorga la manifestación del Espíritu
para común utilidad» (1 Co 12,7). Estos carismas, tanto los extraordinarios como los más comunes y
difundidos, deben ser recibidos con gratitud y consuelo, porque son muy adecuados y útiles a las
necesidades de la Iglesia. Los dones extraordinarios no deben pedirse temerariamente ni hay que esperar
de ellos con presunción los frutos del trabajo apostólico. Y, además, el juicio de su autenticidad y de su
ejercicio razonable pertenece a quienes tienen la autoridad en la Iglesia, a los cuales compete ante todo no
sofocar el Espíritu, sino probarlo todo y retener lo que es bueno (cf. 1 Ts 5,12 y 19-21).
13. Todos los hombres están llamados a formar parte del nuevo Pueblo de Dios. Por lo cual, este pueblo, sin
dejar de ser uno y único, debe extenderse a todo el mundo y en todos los tiempos, para así cumplir el
designio de la voluntad de Dios, quien en un principio creó una sola naturaleza humana, y a sus hijos, que
estaban dispersos, determinó luego congregarlos (cf. Jn 11,52). Para esto envió Dios a su Hijo, a quien
constituyó en heredero de todo (cf. Hb 1,2), para que sea Maestro, Rey y Sacerdote de todos, Cabeza del
pueblo nuevo y universal de los hijos de Dios. Para esto, finalmente, envió Dios al Espíritu de su Hijo, Señor y
Vivificador, quien es para toda la Iglesia y para todos y cada uno de los creyentes el principio de asociación y
unidad en la doctrina de los Apóstoles, en la mutua unión, en la fracción del pan y en las oraciones (cf. Hch
2,42 gr.).
Así, pues, el único Pueblo de Dios está presente en todas las razas de la tierra, pues de todas ellas reúne sus
ciudadanos, y éstos lo son de un reino no terrestre, sino celestial. Todos los fieles dispersos por el orbe
comunican con los demás en el Espíritu Santo, y así, «quien habita en Roma sabe que los de la India son
miembros suyos» [23]. Y como el reino de Cristo no es de este mundo (cf. Jn 18,36), la Iglesia o el Pueblo de
Dios, introduciendo este reino, no disminuye el bien temporal de ningún pueblo; antes, al contrario,
fomenta y asume, y al asumirlas, las purifica, fortalece y eleva todas las capacidades y riquezas y
costumbres de los pueblos en lo que tienen de bueno. Pues es muy consciente de que ella debe congregar
en unión de aquel Rey a quien han sido dadas en herencia todas las naciones (cf. Sal 2,8) y a cuya ciudad
ellas traen sus dones y tributos (cf. Sal 71 [72], 10; Is 60,4-7; Ap 21,24). Este carácter de universalidad que
distingue al Pueblo de Dios es un don del mismo Señor con el que la Iglesia católica tiende, eficaz y
perpetuamente, a recapitular toda la humanidad, con todos sus bienes, bajo Cristo Cabeza, en la unidad de
su Espíritu [24].
En virtud de esta catolicidad, cada una de las partes colabora con sus dones propios con las restantes partes
y con toda la Iglesia, de tal modo que el todo y cada una de las partes aumentan a causa de todos los que
mutuamente se comunican y tienden a la plenitud en la unidad. De donde resulta que el Pueblo de Dios no
sólo reúne a personas de pueblos diversos, sino que en sí mismo está integrado por diversos órdenes. Hay,
en efecto, entre sus miembros una diversidad, sea en cuanto a los oficios, pues algunos desempeñan el
ministerio sagrado en bien de sus hermanos, sea en razón de la condición y estado de vida, pues muchos en
el estado religioso estimulan con su ejemplo a los hermanos al tender a la santidad por un camino más
estrecho. Además, dentro de la comunión eclesiástica, existen legítimamente Iglesias particulares, que
gozan de tradiciones propias, permaneciendo inmutable el primado de la cátedra de Pedro, que preside la
asamblea universal de la caridad [25], protege las diferencias legítimas y simultáneamente vela para que las
66
¡Venga tu Reino!
divergencias sirvan a la unidad en vez de dañarla. De aquí se derivan finalmente, entre las diversas partes de
la Iglesia, unos vínculos de íntima comunión en lo que respecta a riquezas espirituales, obreros apostólicos y
ayudas temporales. Los miembros del Pueblo de Dios son llamados a una comunicación de bienes, y las
siguientes palabras del apóstol pueden aplicarse a cada una de las Iglesias: «El don que cada uno ha
recibido, póngalo al servicio de los otros, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios» (1
P 4,10).
Todos los hombres son llamados a esta unidad católica del Pueblo de Dios, que simboliza y promueve paz
universal, y a ella pertenecen o se ordenan de diversos modos, sea los fieles católicos, sea los demás
creyentes en Cristo, sea también todos los hombres en general, por la gracia de Dios llamados a la salvación.
14. El sagrado Concilio fija su atención en primer lugar en los fieles católicos. Y enseña, fundado en la
Sagrada Escritura y en la Tradición, que esta Iglesia peregrinante es necesaria para la salvación. El único
Mediador y camino de salvación es Cristo, quien se hace presente a todos nosotros en su Cuerpo, que es la
Iglesia. El mismo, al inculcar con palabras explícitas la necesidad de la fe y el bautismo (cf. Mc 16,16; Jn 3,5),
confirmó al mismo tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que los hombres entran por el bautismo como
por una puerta. Por lo cual no podrían salvarse aquellos hombres que, conociendo que la Iglesia católica fue
instituida por Dios a través de Jesucristo como necesaria, sin embargo, se negasen a entrar o a perseverar
en ella.
A esta sociedad de la Iglesia están incorporados plenamente quienes, poseyendo el Espíritu de Cristo,
aceptan la totalidad de su organización y todos los medios de salvación establecidos en ella, y en su cuerpo
visible están unidos con Cristo, el cual la rige mediante el Sumo Pontífice y los Obispos, por los vínculos de la
profesión de fe, de los sacramentos, del gobierno y comunión eclesiástica. No se salva, sin embargo, aunque
esté incorporado a la Iglesia, quien, no perseverando en la caridad, permanece en el seno de la Iglesia «en
cuerpo», mas no «en corazón» [26]. Pero no olviden todos los hijos de la Iglesia que su excelente condición
no deben atribuirla a los méritos propios, sino a una gracia singular de Cristo, a la que, si no responden con
pensamiento, palabra y obra, lejos de salvarse, serán juzgados con mayor severidad [27].
Los catecúmenos que, movidos por el Espíritu Santo, solicitan con voluntad expresa ser incorporados a la
Iglesia, por este mismo deseo ya están vinculados a ella, y la madre Iglesia los abraza en amor y solicitud
como suyos.
15. La Iglesia se reconoce unida por muchas razones con quienes, estando bautizados, se honran con el
nombre de cristianos, pero no profesan la fe en su totalidad o no guardan la unidad de comunión bajo el
sucesor de Pedro [28]. Pues hay muchos que honran la Sagrada Escritura como norma de fe y vida,
muestran un sincero celo religioso, creen con amor en Dios Padre todopoderoso y en Cristo, Hijo de Dios
Salvador [29]; están sellados con el bautismo, por el que se unen a Cristo, y además aceptan y reciben otros
sacramentos en sus propias Iglesias o comunidades eclesiásticas. Muchos de entre ellos poseen el
episcopado, celebran la sagrada Eucaristía y fomentan la piedad hacia la Virgen, Madre de Dios [30].
Añádase a esto la comunión de oraciones y otros beneficios espirituales, e incluso cierta verdadera unión en
el Espíritu Santo, ya que El ejerce en ellos su virtud santificadora con los dones y gracias y a algunos de entre
67
¡Venga tu Reino!
ellos los fortaleció hasta la efusión de la sangre. De esta forma, el Espíritu suscita en todos los discípulos de
Cristo el deseo y la actividad para que todos estén pacíficamente unidos, del modo determinado por Cristo,
en una grey y bujo un único Pastor [31]. Para conseguir esto, la Iglesia madre no cesa de orar, esperar y
trabajar, y exhorta a sus hijos a la purificación y renovación, a fin de que la señal de Cristo resplandezca con
más claridad sobre la faz de la Iglesia.
16. Por último, quienes todavía no recibieron el Evangelio, se ordenan al Pueblo de Dios de diversas
maneras [32]. En primer lugar, aquel pueblo que recibió los testamentos y las promesas y del que Cristo
nació según la carne (cf. Rm 9,4-5). Por causa de los padres es un pueblo amadísimo en razón de la elección,
pues Dios no se arrepiente de sus dones y de su vocación (cf. Rm 11, 28-29). Pero el designio de salvación
abarca también a los que reconocen al Creador, entre los cuales están en primer lugar los musulmanes, que,
confesando adherirse a la fe de Abraham, adoran con nosotros a un Dios único, misericordioso, que juzgará
a los hombres en el día postrero. Ni el mismo Dios está lejos de otros que buscan en sombras e imágenes al
Dios desconocido, puesto que todos reciben de El la vida, la inspiración y todas las cosas (cf. Hch 17,25-28),
y el Salvador quiere que todos los hombres se salven (cf. 1 Tm 2,4). Pues quienes, ignorando sin culpa el
Evangelio de Cristo y su Iglesia, buscan, no obstante, a Dios con un corazón sincero y se esfuerzan, bajo el
influjo de la gracia, en cumplir con obras su voluntad, conocida mediante el juicio de la conciencia, pueden
conseguir la salvación eterna [33]. Y la divina Providencia tampoco niega los auxilios necesarios para la
salvación a quienes sin culpa no han llegado todavía a un conocimiento expreso de Dios y se esfuerzan en
llevar una vida recta, no sin la gracia de Dios. Cuanto hay de bueno y verdadero entre ellos, la Iglesia lo juzga
como una preparación del Evangelio [34] y otorgado por quien ilumina a todos los hombres para que al fin
tengan la vida. Pero con mucha frecuencia los hombres, engañados por el Maligno, se envilecieron con sus
fantasías y trocaron la verdad de Dios en mentira, sirviendo a la criatura más bien que al Creador (cf. Rm
1,21 y 25), o, viviendo y muriendo sin Dios en este mundo, se exponen a la desesperación extrema. Por lo
cual la Iglesia, acordándose del mandato del Señor, que dijo: «Predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc
16,15), procura con gran solicitud fomentar las misiones para promover la gloria de Dios y la salvación de
todos éstos.
17. Como el Hijo fue enviado por el Padre, así también El envió a los Apóstoles (cf. Jn 20,21) diciendo: «Id,
pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo,
enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación
del mundo» (Mt 28,19- 20). Este solemne mandato de Cristo de anunciar la verdad salvadora, la Iglesia lo
recibió de los Apóstoles con orden de realizarlo hasta los confines de la tierra (cf. Hch 1,8). Por eso hace
suyas las palabras del Apóstol: «¡Ay de mí si no evangelizare!» (1 Co 9,16), y sigue incesantemente enviando
evangelizadores, mientras no estén plenamente establecidas las Iglesias recién fundadas y ellas, a su vez,
continúen la obra evangelizadora. El Espíritu Santo la impulsa a cooperar para que se cumpla el designio de
Dios, quien constituyó a Cristo principio de salvación para todo el mundo. Predicando el Evangelio, la Iglesia
atrae a los oyentes a la fe y a la confesión de la fe, los prepara al bautismo, los libra de la servidumbre del
error y los incorpora a Cristo para que por la caridad crezcan en El hasta la plenitud. Con su trabajo consigue
que todo lo bueno que se encuentra sembrado en el corazón y en la mente de los hombres y en los ritos y
culturas de estos pueblos, no sólo no desaparezca, sino que se purifique, se eleve y perfeccione para la
68
¡Venga tu Reino!
gloria de Dios, confusión del demonio y felicidad del hombre. La responsabilidad de diseminar la fe incumbe
a todo discípulo de Cristo en su parte [35]. Pero, aunque cualquiera puede bautizar a los creyentes, es, sin
embargo, propio del sacerdote el llevar a su complemento la edificación del Cuerpo mediante el sacrificio
eucarístico, cumpliendo las palabras de Dios dichas por el profeta: «Desde el orto del sol hasta el ocaso es
grande mi nombre entre las gentes y en todo lugar se ofrece a mi nombre una oblación pura» (Ml ,1, 11)
[36]. Así, pues, la Iglesia ora y trabaja para que la totalidad del mundo se integre en el Pueblo de Dios,
Cuerpo del Señor y templo del Espíritu Santo, y en Cristo, Cabeza de todos, se rinda al Creador universal y
Padre todo honor y gloria.
CAPÍTULO IV
LOS LAICOS
30. El santo Concilio, una vez que ha declarado las funciones de la Jerarquía, vuelve gozoso su atención al
estado de aquellos fieles cristianos que se llaman laicos. Porque, si todo lo que se ha dicho sobre el Pueblo
de Dios se dirige por igual a laicos, religiosos y clérigos, sin embargo, a los laicos, hombres y mujeres, por
razón de su condición y misión, les atañen particularmente ciertas cosas, cuyos fundamentos han de ser
considerados con mayor cuidado a causa de las especiales circunstancias de nuestro tiempo. Los sagrados
Pastores conocen perfectamente cuánto contribuyen los laicos al bien de la Iglesia entera. Saben los
Pastores que no han sido instituidos por Cristo para asumir por sí solos toda la misión salvífica de la Iglesia
en el mundo, sino que su eminente función consiste en apacentar a los fieles y reconocer sus servicios y
carismas de tal suerte que todos, a su modo, cooperen unánimemente en la obra común. Pues es necesario
que todos, «abrazados a la verdad en todo crezcamos en caridad, llegándonos a Aquel que es nuestra
cabeza, Cristo, de quien todo el cuerpo, trabado y unido por todos los ligamentos que lo unen y nutren para
la operación propia de cada miembro, crece y se perfecciona en la caridad» (Ef 4.15-16).
31. Con el nombre de laicos se designan aquí todos los fieles cristianos, a excepción de los miembros del
orden sagrado y los del estado religioso aprobado por la Iglesia. Es decir, los fieles que, en cuanto
incorporados a Cristo por el bautismo, integrados al Pueblo de Dios y hechos partícipes, a su modo, de la
función sacerdotal, profética y real de Cristo, ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión de todo el pueblo
cristiano en la parte que a ellos corresponde.
El carácter secular es propio y peculiar de los laicos. Pues los miembros del orden sagrado, aun cuando
alguna vez pueden ocuparse de los asuntos seculares incluso ejerciendo una profesión secular, están
destinados principal y expresamente al sagrado ministerio por razón de su particular vocación. En tanto que
los religiosos, en virtud de su estado, proporcionan un preclaro e inestimable testimonio de que el mundo
no puede ser transformado ni ofrecido a Dios sin el espíritu de las bienaventuranzas. A los laicos
corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y
ordenándolos según Dios. Viven en el siglo, es decir, en todos y cada uno de los deberes y ocupaciones del
69
¡Venga tu Reino!
mundo, y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, con las que su existencia está como
entretejida. Allí están llamados por Dios, para que, desempeñando su propia profesión guiados por el
espíritu evangélico, contribuyan a la santificación del mundo como desde dentro, a modo de fermento. Y así
hagan manifiesto a Cristo ante los demás, primordialmente mediante el testimonio de su vida, por la
irradiación de la fe, la esperanza y la caridad. Por tanto, de manera singular, a ellos corresponde iluminar y
ordenar las realidades temporales a las que están estrechamente vinculados, de tal modo que sin cesar se
realicen y progresen conforme a Cristo y sean para la gloria del Creador y del Redentor.
32. Por designio divino, la santa Iglesia está organizada y se gobierna sobre la base de una admirable
variedad. «Pues a la manera que en un solo cuerpo tenemos muchos miembros, y todos los miembros no
tienen la misma función, así nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo, pero cada miembro
está al servicio de los otros miembros» (Rm 12,4-5).
Por tanto, el Pueblo de Dios, por El elegido, es uno: «un Señor, una fe, un bautismo» (Ef 4,5). Es común la
dignidad de los miembros, que deriva de su regeneración en Cristo; común la gracia de la filiación; común la
llamada a la perfección: una sola salvación, única la esperanza e indivisa la caridad. No hay, de consiguiente,
en Cristo y en la Iglesia ninguna desigualdad por razón de la raza o de la nacionalidad, de la condición social
o del sexo, porque «no hay judío ni griego, no hay siervo o libre, no hay varón ni mujer. Pues todos vosotros
sois "uno" en Cristo Jesús» (Ga 3,28 gr.; cf. Col 3,11).
Si bien en la Iglesia no todos van por el mismo camino, sin embargo, todos están llamados a la santidad y
han alcanzado idéntica fe por la justicia de Dios (cf. 2 P 1,1). Aun cuando algunos, por voluntad de Cristo,
han sido constituidos doctores, dispensadores de los misterios y pastores para los demás, existe una
auténtica igualdad entre todos en cuanto a la dignidad y a la acción común a todos los fieles en orden a la
edificación del Cuerpo de Cristo. Pues la distinción que el Señor estableció entre los sagrados ministros y el
resto del Pueblo de Dios lleva consigo la solidaridad, ya que los Pastores y los demás fieles están vinculados
entre sí por recíproca necesidad. Los Pastores de la Iglesia, siguiendo el ejemplo del Señor, pónganse al
servicio los unos de los otros y al de los restantes fieles; éstos, a su vez, asocien gozosamente su trabajo al
de los Pastores y doctores. De esta manera, todos rendirán un múltiple testimonio de admirable unidad en
el Cuerpo de Cristo. Pues la misma diversidad de gracias, servicio y funciones congrega en la unidad a los
hijos de Dios, porque «todas... estas cosas son obra del único e idéntico Espíritu» (1 Co 12,11).
Los laicos, del mismo modo que por la benevolencia divina tienen como hermano a Cristo, quien, siendo
Señor de todo, no vino a ser servido, sino a servir (cf. Mt 20,28), también tienen por hermanos a los que,
constituidos en el sagrado ministerio, enseñando, santificando y gobernando con la autoridad de Cristo,
apacientan a la familia de Dios, de tal suerte que sea cumplido por todos el nuevo mandamiento de la
caridad. A cuyo propósito dice bellamente San Agustín: «Si me asusta lo que soy para vosotros, también me
consuela lo que soy con vosotros. Para vosotros soy obispo, con vosotros soy cristiano. Aquel nombre
expresa un deber, éste una gracia; aquél indica un peligro, éste la salvación» [112].
33. Los laicos congregados en el Pueblo de Dios e integrados en el único Cuerpo de Cristo bajo una sola
Cabeza, cualesquiera que sean, están llamados, a fuer de miembros vivos, a contribuir con todas sus
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¡Venga tu Reino!
fuerzas, las recibidas por el beneficio del Creador y las otorgadas por la gracia del Redentor, al crecimiento
de la Iglesia y a su continua santificación.
Ahora bien, el apostolado de los laicos es participación en la misma misión salvífica de la Iglesia, apostolado
al que todos están destinados por el Señor mismo en virtud del bautismo y de la confirmación. Y los
sacramentos, especialmente la sagrada Eucaristía, comunican y alimentan aquel amor hacia Dios y hacia los
hombres que es el alma de todo apostolado. Los laicos están especialmente llamados a hacer presente y
operante a la Iglesia en aquellos lugares y circunstancias en que sólo puede llegar a ser sal de la tierra a
través de ellos [113]. Así, todo laico, en virtud de los dones que le han sido otorgados, se convierte en
testigo y simultáneamente en vivo instrumento de la misión de la misma Iglesia en la medida del don de
Cristo (Ef 4,7).
Además de este apostolado, que incumbe absolutamente a todos los cristianos, los laicos también puede
ser llamados de diversos modos a una colaboración más inmediata con el apostolado de la Jerarquía [114],
al igual que aquellos hombres y mujeres que ayudaban al apóstol Pablo en la evangelización, trabajando
mucho en el Señor (cf. Flp 4,3; Rm 16,3ss). Por lo demás, poseen aptitud de ser asumidos por la Jerarquía
para ciertos cargos eclesiásticos, que habrán de desempeñar con una finalidad espiritual.
Así, pues, incumbe a todos los laicos la preclara empresa de colaborar para que el divino designio de
salvación alcance más y más a todos los hombres de todos los tiempos y en todas las partes de la tierra. De
consiguiente, ábraseles por doquier el camino para que, conforme a sus posibilidades y según las
necesidades de los tiempos, también ellos participen celosamente en la obra salvífica de la Iglesia.
34. Dado que Cristo Jesús, supremo y eterno Sacerdote, quiere continuar su testimonio y su servicio por
medio de los laicos, los vivifica con su Espíritu y los impulsa sin cesar a toda obra buena y perfecta.
Pues a quienes asocia íntimamente a su vida y a su misión, también les hace partícipes de su oficio
sacerdotal con el fin de que ejerzan el culto espiritual para gloria de Dios y salvación de los hombres. Por lo
cual los laicos, en cuanto consagrados a Cristo y ungidos por el Espíritu Santo, son admirablemente llamados
y dotados, para que en ellos se produzcan siempre los más ubérrimos frutos del Espíritu. Pues todas sus
obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el cotidiano trabajo, el descanso de
alma y de cuerpo, si son hechos en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida si se sobrellevan
pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo (cf. 1 P 2, 5), que
en la celebración de la Eucaristía se ofrecen piadosísimamente al Padre junto con la oblación del cuerpo del
Señor. De este modo, también los laicos, como adoradores que en todo lugar actúan santamente,
consagran el mundo mismo a Dios.
35. Cristo, el gran Profeta, que proclamó el reino del Padre con el testimonio de la vida y con el poder de la
palabra, cumple su misión profética hasta la plena manifestación de la gloria, no sólo a través de la
Jerarquía, que enseña en su nombre y con su poder, sino también por medio de los laicos, a quienes,
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¡Venga tu Reino!
consiguientemente, constituye en testigos y les dota del sentido de la fe y de la gracia de la palabra (cf. Hch
2, 17-18; Ap 19, 10) para que la virtud del Evangelio brille en la vida diaria, familiar y social. Se manifiestan
como hijos de la promesa en la medida en que, fuertes en la fe y en la esperanza, aprovechan el tiempo
presente (Ef 5, 16; Col 4, 5) y esperan con paciencia la gloria futura (cf. Rm 8, 25). Pero no escondan esta
esperanza en el interior de su alma, antes bien manifiéstenla, incluso a través de las estructuras de la vida
secular, en una constante renovación y en un forcejeo «con los dominadores de este mundo tenebroso,
contra los espíritus malignos» (Ef 6, 12).
Al igual que los sacramentos de la Nueva Ley, con los que se alimenta la vida y el apostolado de los fieles,
prefiguran el cielo nuevo y la tierra nueva (cf. Ap 21, 1), así los laicos quedan constituidos en poderosos
pregoneros de la fe en la cosas que esperamos (cf. Hb 11, 1) cuando, sin vacilación, unen a la vida según la
fe la profesión de esa fe. Tal evangelización, es decir, el anuncio de Cristo pregonado por el testimonio de la
vida y por la palabra, adquiere una característica específica y una eficacia singular por el hecho de que se
lleva a cabo en las condiciones comunes del mundo.
En esta tarea resalta el gran valor de aquel estado de vida santificado por un especial sacramento, a saber,
la vida matrimonial y familiar. En ella el apostolado de los laicos halla una ocasión de ejercicio y una escuela
preclara si la religión cristiana penetra toda la organización de la vida y la transforma más cada día. Aquí los
cónyuges tienen su propia vocación: el ser mutuamente y para sus hijos testigos de la fe y del amor de
Cristo. La familia cristiana proclama en voz muy alta tanto las presentes virtudes del reino de Dios como la
esperanza de la vida bienaventurada. De tal manera, con su ejemplo y su testimonio arguye al mundo de
pecado e ilumina a los que buscan la verdad.
Por consiguiente, los laicos, incluso cuando están ocupados en los cuidados temporales, pueden y deben
desplegar una actividad muy valiosa en orden a la evangelización del mundo. Ya que si algunos de ellos,
cuando faltan los sagrados ministros o cuando éstos se ven impedidos por un régimen de persecución, les
suplen en ciertas funciones sagradas, según sus posibilidades, y si otros muchos agotan todas sus energías
en la acción apostólica, es necesario, sin embargo, que todos contribuyan a la dilatación y al crecimiento del
reino de Dios en el mundo. Por ello, dedíquense los laicos a un conocimiento más profundo de la verdad
revelada y pidan a Dios con instancia el don de la sabiduría.
36. Cristo, habiéndose hecho obediente hasta la muerte y habiendo sido por ello exaltado por el Padre (cf.
Flp 2, 8-9), entró en la gloria de su reino. A El están sometidas todas las cosas, hasta que El se someta a Sí
mismo y todo lo creado al Padre, a fin de que Dios sea todo en todas las cosas (cf. 1 Co 15, 27-28). Este
poder lo comunicó a sus discípulos, para que también ellos queden constituidos en soberana libertad, y por
su abnegación y santa vida venzan en sí mismos el reino del pecado (cf. Rm 6, 12). Más aún, para que,
sirviendo a Cristo también en los demás, conduzcan en humildad y paciencia a sus hermanos al Rey, cuyo
servicio equivale a reinar. También por medio de los fieles laicos el Señor desea dilatar su reino: «reino de
verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz» [115]. Un reino en el
cual la misma creación será liberada de la servidumbre de la corrupción para participar la libertad de la
gloria de los hijos de Dios (cf. Rm 8, 21). Grande, en verdad, es la promesa, y excelso el mandato dado a los
discípulos: «Todas las cosas son vuestras, pero vosotros sois de Cristo, y Cristo es de Dios» (1 Co 3, 23).
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¡Venga tu Reino!
Deben, por tanto, los fieles conocer la íntima naturaleza de todas las criaturas, su valor y su ordenación a la
gloria de Dios. Incluso en las ocupaciones seculares deben ayudarse mutuamente a una vida más santa, de
tal manera que el mundo se impregne del espíritu de Cristo y alcance su fin con mayor eficacia en la justicia,
en la caridad y en la paz. En el cumplimiento de este deber universal corresponde a los laicos el lugar más
destacado. Por ello, con su competencia en los asuntos profanos y con su actividad elevada desde dentro
por la gracia de Cristo, contribuyan eficazmente a que los bienes creados, de acuerdo con el designio del
Creador y la iluminación de su Verbo, sean promovidos, mediante el trabajo humano, la técnica y la cultura
civil, para utilidad de todos los hombres sin excepción; sean más convenientemente distribuidos entre ellos
y, a su manera, conduzcan al progreso universal en la libertad humana y cristiana. Así Cristo, a través de los
miembros de la Iglesia, iluminará más y más con su luz salvadora a toda la sociedad humana.
Igualmente coordinen los laicos sus fuerzas para sanear las estructuras y los ambientes del mundo cuando
inciten al pecado, de manera que todas estas cosas sean conformes a las normas de la justicia y más bien
favorezcan que obstaculicen la práctica de las virtudes. Obrando de este modo, impregnarán de valor moral
la cultura y las realizaciones humanas. Con este proceder simultáneamente se prepara mejor el campo del
mundo para la siembra de la palabra divina, y a la Iglesia se le abren más de par en par las puertas por las
que introducir en el mundo el mensaje de la paz.
Conforme lo exige la misma economía de la salvación, los fieles aprendan a distinguir con cuidado los
derechos y deberes que les conciernen por su pertenencia a la Iglesia y los que les competen en cuanto
miembros de la sociedad humana. Esfuércense en conciliarlos entre sí, teniendo presente que en cualquier
asunto temporal deben guiarse por la conciencia cristiana, dado que ninguna actividad humana, ni siquiera
en el dominio temporal, puede substraerse al imperio de Dios. En nuestro tiempo es sumamente necesario
que esta distinción y simultánea armonía resalte con suma claridad en la actuación de los fieles, a fin de que
la misión de la Iglesia pueda responder con mayor plenitud a los peculiares condicionamientos del mundo
actual. Porque así como ha de reconocerse que la ciudad terrena, justamente entregada a las
preocupaciones del siglo, se rige por principios propios, con la misma razón se debe rechazar la funesta
doctrina que pretende construir la sociedad prescindiendo en absoluto de la religión y que ataca y elimina la
libertad religiosa de los ciudadanos [116].
37. Los laicos, al igual que todos los fieles cristianos, tienen el derecho de recibir con abundancia [117] de
los sagrados Pastores los auxilios de los bienes espirituales de la Iglesia, en particular la palabra de Dios y les
sacramentos. Y manifiéstenles sus necesidades y sus deseos con aquella libertad y confianza que conviene a
los hijos de Dios y a los hermanos en Cristo. Conforme a la ciencia, la competencia y el prestigio que poseen,
tienen la facultad, más aún, a veces el deber, de exponer su parecer acerca de los asuntos concernientes al
bien de la Iglesia [118]. Esto hágase, si las circunstancias lo requieren, a través de instituciones establecidas
para ello por la Iglesia, y siempre en veracidad, fortaleza y prudencia, con reverencia y caridad hacia
aquellos que, por razón de su sagrado ministerio, personifican a Cristo.
Los laicos, como los demás fieles, siguiendo el ejemplo de Cristo, que con su obediencia hasta la muerte
abrió a todos los hombres el dichoso camino de la libertad de los hijos de Dios, acepten con prontitud de
obediencia cristiana aquello que los Pastores sagrados, en cuanto representantes de Cristo, establecen en la
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¡Venga tu Reino!
Iglesia en su calidad de maestros y gobernantes. Ni dejen de encomendar a Dios en la oración a sus
Prelados, que vigilan cuidadosamente como quienes deben rendir cuenta por nuestras almas, a fin de que
hagan esto con gozo y no con gemidos (cf. Hb 13,17).
Por su parte, los sagrados Pastores reconozcan y promuevan la dignidad y responsabilidad de los laicos en la
Iglesia. Recurran gustosamente a su prudente consejo, encomiéndenles con confianza cargos en servicio de
la Iglesia y denles libertad y oportunidad para actuar; más aún, anímenles incluso a emprender obras por
propia iniciativa. Consideren atentamente ante Cristo, con paterno amor, las iniciativas, los ruegos y los
deseos provenientes de los laicos [119]. En cuanto a la justa libertad que a todos corresponde en la
sociedad civil, los Pastores la acatarán respetuosamente.
Son de esperar muchísimos bienes para la Iglesia de este trato familiar entre los laicos y los Pastores; así se
robustece en los seglares el sentido de la propia responsabilidad, se fomenta su entusiasmo y se asocian
más fácilmente las fuerzas de los laicos al trabajo de los Pastores. Estos, a su vez, ayudados por la
experiencia de los seglares, están en condiciones de juzgar con más precisión y objetividad tanto los asuntos
espirituales como los temporales, de forma que la Iglesia entera, robustecida por todos sus miembros,
cumpla con mayor eficacia su misión en favor de la vida del mundo.
38. Cada laico debe ser ante el mundo un testigo de la resurrección y de la vida del Señor Jesús y una señal
del Dios vivo. Todos juntos y cada uno de por sí deben alimentar al mundo con frutos espirituales (cf. Ga 5,
22) y difundir en él el espíritu de que están animados aquellos pobres, mansos y pacíficos, a quienes el
Señor en el Evangelio proclamó bienaventurados (cf. Mt 5, 3-9). En una palabra, «lo que el alma es en el
cuerpo, esto han de ser los cristianos en el mundo» [120].
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¡Venga tu Reino!
JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Christifideles laici, nn. 18-21.
CAPÍTULO II
SARMIENTOS TODOS DE LA ÚNICA VID
La participación de los fieles laicos en la vida de la Iglesia-Comunión
El misterio de la Iglesia-Comunión
18. Oigamos de nuevo las palabras de Jesús: «Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador (...).
Permaneced en mí, y yo en vosotros» (Jn 15, 1-4).
Con estas sencillas palabras nos es revelada la misteriosa comunión que vincula en unidad al Señor con los
discípulos, a Cristo con los bautizados; una comunión viva y vivificante, por la cual los cristianos ya no se
pertenecen a sí mismos, sino que son propiedad de Cristo, como los sarmientos unidos a la vid.
La comunión de los cristianos con Jesús tiene como modelo, fuente y meta la misma comunión del Hijo con
el Padre en el don del Espíritu Santo: los cristianos se unen al Padre al unirse al Hijo en el vínculo amoroso
del Espíritu.
Jesús continúa: «Yo soy la vid; vosotros los sarmientos» (Jn 15, 5). La comunión de los cristianos entre sí
nace de su comunión con Cristo: todos somos sarmientos de la única Vid, que es Cristo. El Señor Jesús nos
indica que esta comunión fraterna es el reflejo maravilloso y la misteriosa participación en la vida íntima de
amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Por ella Jesús pide: «Que todos sean uno. Como tú, Padre, en
mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn
17, 21).
Esta comunión es el mismo misterio de la Iglesia, como lo recuerda el Concilio Vaticano II, con la célebre
expresión de San Cipriano: «La Iglesia universal se presenta como "un pueblo congregado en la unidad del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo"»[52]. Al inicio de la celebración eucarística, cuando el sacerdote nos
acoge con el saludo del apóstol Pablo: «La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la
comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros» (2 Co 13, 13), se nos recuerda habitualmente este
misterio de la Iglesia-Comunión.
Después de haber delineado la «figura» de los fieles laicos en el marco de la dignidad que les es propia,
debemos reflexionar ahora sobre su misión y responsabilidad en la Iglesia y en el mundo. Sin embargo, sólo
podremos comprenderlas adecuadamente si nos situamos en el contexto vivo de la Iglesia-Comunión.
El Concilio y la eclesiología de comunión
19. Es ésta la idea central que, en el Concilio Vaticano II, la Iglesia ha vuelto a proponer de sí misma. Nos lo
ha recordado el Sínodo extraordinario de 1985, celebrado a los veinte años del evento conciliar: «La
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¡Venga tu Reino!
eclesiología de comunión es la idea central y fundamental de los documentos del Concilio. La koinoniacomunión, fundada en la Sagrada Escritura, ha sido muy apreciada en la Iglesia antigua, y en las Iglesias
orientales hasta nuestros días. Por esto el Concilio Vaticano II ha realizado un gran esfuerzo para que la
Iglesia en cuanto comunión fuese comprendida con mayor claridad y concretamente traducida en la vida
práctica. ¿Qué significa la compleja palabra "comunión"? Se trata fundamentalmente de la comunión con
Dios por medio de Jesucristo, en el Espíritu Santo. Esta comunión tiene lugar en la palabra de Dios y en los
sacramentos. El Bautismo es la puerta y el fundamento de la comunión en la Iglesia. La Eucaristía es fuente y
culmen de toda la vida cristiana (cf. Lumen gentium, 11). La comunión del cuerpo eucarístico de Cristo
significa y produce, es decir edifica, la íntima comunión de todos los fieles en el cuerpo de Cristo que es la
Iglesia (cf. 1 Co 10, 16 s.)»[53].
Poco después del Concilio, Pablo VI se dirigía a los fieles con estas palabras: «La Iglesia es una comunión.
¿Qué quiere decir en este caso comunión? Nos os remitimos al parágrafo del catecismo que habla sobre la
sanctorum communionem, la comunión de los santos. Iglesia quiere decir comunión de los santos. Y
comunión de los santos quiere decir una doble participación vital: la incorporación de los cristianos a la vida
de Cristo, y la circulación de una idéntica caridad en todos los fieles, en este y en el otro mundo. Unión a
Cristo y en Cristo; y unión entre los cristianos dentro la Iglesia»[54].
Las imágenes bíblicas con las que el Concilio ha querido introducirnos en la contemplación del misterio de la
Iglesia, iluminan la realidad de la Iglesia-Comunión en su inseparable dimensión de comunión de los
cristianos con Cristo, y de comunión de los cristianos entre sí. Son las imágenes del ovil, de la grey, de la vid,
del edificio espiritual, de la ciudad santa[55]. Sobre todo es la imagen del cuerpo tal y como la presenta el
apóstol Pablo, cuya doctrina reverbera fresca y atrayente en numerosas páginas del Concilio[56]. Éste, a su
vez, inicia considerando la entera historia de la salvación, y vuelve a presentar la Iglesia como Pueblo de
Dios: «Ha querido Dios santificar y salvar a los hombres no individualmente y sin ninguna relación entre
ellos, sino constituyendo con ellos un pueblo que lo reconociese en la verdad y le sirviera santamente»[57].
Ya en sus primeras líneas, la constitución Lumen gentium compendia maravillosamente esta doctrina
diciendo: «La Iglesia es en Cristo como un sacramento, es decir, signo e instrumento de la íntima unión del
hombre con Dios y de la unidad de todo el género humano»[58].
La realidad de la Iglesia-Comunión es entonces parte integrante, más aún, representa el contenido central
del «misterio» o sea del designio divino de salvación de la humanidad. Por esto la comunión eclesial no
puede ser captada adecuadamente cuando se la entiende como una simple realidad sociológica y
psicológica. La Iglesia-Comunión es el pueblo «nuevo», el pueblo «mesiánico», el pueblo que «tiene a Cristo
por Cabeza (...) como condición la dignidad y libertad de los hijos de Dios (...) por ley el nuevo precepto de
amar como el mismo Cristo nos ha amado (...) por fin el Reino de Dios (...) (y es) constituido por Cristo en
comunión de vida, de caridad y de verdad»[59]. Los vínculos que unen a los miembros del nuevo Pueblo
entre sí —y antes aún, con Cristo— no son aquellos de la «carne» y de la «sangre», sino aquellos del
espíritu; más precisamente, aquellos del Espíritu Santo, que reciben todos los bautizados (cf. Jl 3, 1).
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¡Venga tu Reino!
En efecto, aquel Espíritu que desde la eternidad abraza la única e indivisa Trinidad, aquel Espíritu que «en la
plenitud de los tiempos» (Ga 4, 4) unió indisolublemente la carne humana al Hijo de Dios, aquel mismo e
idéntico Espíritu es, a lo largo de todas las generaciones cristianas, el inagotable manantial del que brota sin
cesar la comunión en la Iglesia y de la Iglesia.
Una comunión orgánica: diversidad y complementariedad
20. La comunión eclesial se configura, más precisamente, como comunión «orgánica», análoga a la de un
cuerpo vivo y operante. En efecto, está caracterizada por la simultánea presencia de la diversidad y de la
complementariedad de las vocaciones y condiciones de vida, de los ministerios, de los carismas y de las
responsabilidades. Gracias a esta diversidad y complementariedad, cada fiel laico se encuentra en relación
con todo el cuerpo y le ofrece su propia aportación.
El apóstol Pablo insiste particularmente en la comunión orgánica del Cuerpo místico de Cristo. Podemos
escuchar de nuevo sus ricas enseñanzas en la síntesis trazada por el Concilio. Jesucristo —leemos en la
constitución Lumen gentium— «comunicando su Espíritu, constituye místicamente como cuerpo suyo a sus
hermanos, llamados de entre todas las gentes. En ese cuerpo, la vida de Cristo se derrama en los creyentes
(...). Como todos los miembros del cuerpo humano, aunque numerosos, forman un solo cuerpo, así también
los fieles en Cristo (cf. 1 Co 12, 12). También en la edificación del cuerpo de Cristo vige la diversidad de
miembros y funciones. Uno es el Espíritu que, para la utilidad de la Iglesia, distribuye sus múltiples dones
con magnificencia proporcionada a su riqueza y a las necesidades de los servicios (cf. 1 Co 12, 1-11). Entre
estos dones ocupa el primer puesto la gracia de los Apóstoles, a cuya autoridad el mismo Espíritu somete
incluso los carismáticos (cf. 1 Co 14). Y es también el mismo Espíritu que, con su fuerza y mediante la íntima
conexión de los miembros, produce y estimula la caridad entre todos los fieles. Y por tanto, si un miembro
sufre, sufren con él todos los demás miembros; si a un miembro lo honoran, de ello se gozan con él todos
los demás miembros (cf. 1 Co 12, 26)»[60].
Es siempre el único e idéntico Espíritu el principio dinámico de la variedad y de la unidad en la Iglesia y de la
Iglesia. Leemos nuevamente en la constitución Lumen gentium: «Para que nos renovásemos continuamente
en Él (Cristo) (cf. Ef 4, 23), nos ha dado su Espíritu, el cual, único e idéntico en la Cabeza y en los miembros,
da vida, unidad y movimiento a todo el cuerpo, de manera que los santos Padres pudieron paragonar su
función con la que ejerce el principio vital, es decir el alma, en el cuerpo humano»[61]. En otro texto,
particularmente denso y valioso para captar la «organicidad» propia de la comunión eclesial, también en su
aspecto de crecimiento incesante hacia la comunión perfecta, el Concilio escribe: «El Espíritu habita en la
Iglesia y en los corazones de los fieles como en un templo (cf. 1 Co 3, 16; 6, 19), y en ellos ora y da
testimonio de la adopción filial (cf. Ga 4, 6; Rm 8, 15-16. 26). Él guía la Iglesia hacia la completa verdad (cf
.Jn 16, 13 ), la unifica en la comunión y en el servicio, la instruye y dirige con diversos dones jerárquicos y
carismáticos, la embellece con sus frutos (cf. Ef 4, 11-12; 1 Co 12, 4; Ga 5, 22). Hace rejuvenecer la Iglesia
con la fuerza del Evangelio, la renueva constantemente y la conduce a la perfecta unión con su Esposo.
Porque el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: ¡"Ven"! (cf. Ap 22, 17)»[62].
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¡Venga tu Reino!
La comunión eclesial es, por tanto, un don; un gran don del Espíritu Santo, que los fieles laicos están
llamados a acoger con gratitud y, al mismo tiempo, a vivir con profundo sentido de responsabilidad. El
modo concreto de actuarlo es a través de la participación en la vida y misión de la Iglesia, a cuyo servicio los
fieles laicos contribuyen con sus diversas y complementarias funciones y carismas.
El fiel laico «no puede jamás cerrarse sobre sí mismo, aislándose espiritualmente de la comunidad; sino que
debe vivir en un continuo intercambio con los demás, con un vivo sentido de fraternidad, en el gozo de una
igual dignidad y en el empeño por hacer fructificar, junto con los demás, el inmenso tesoro recibido en
herencia. El Espíritu del Señor le confiere, como también a los demás, múltiples carismas; le invita a tomar
parte en diferentes ministerios y encargos; le recuerda, como también recuerda a los otros en relación con
él, que todo aquello que le distingue no significa una mayor dignidad, sino una especial y complementaria
habilitación al servicio (...). De esta manera, los carismas, los ministerios, los encargos y los servicios del fiel
laico existen en la comunión y para la comunión. Son riquezas que se complementan entre sí en favor de
todos, bajo la guía prudente de los Pastores»[63].
Los ministerios y los carismas, dones del Espíritu a la Iglesia
21. El Concilio Vaticano II presenta los ministerios y los carismas como dones del Espíritu Santo para la
edificación del Cuerpo de Cristo y para el cumplimiento de su misión salvadora en el mundo[64]. La Iglesia,
en efecto, es dirigida y guiada por el Espíritu, que generosamente distribuye diversos dones jerárquicos y
carismáticos entre todos los bautizados, llamándolos a ser —cada uno a su modo— activos y
corresponsables.
Consideremos ahora los ministerios y los carismas con directa referencia a los fieles laicos y a su
participación en la vida de la Iglesia-Comunión.
Los ministerios, oficios y funciones
Los ministerios presentes y operantes en la Iglesia, si bien con modalidades diversas, son todos una
participación en el ministerio de Jesucristo, el Buen Pastor que da la vida por sus ovejas (cf. Jn 10, 11), el
siervo humilde y totalmente sacrificado por la salvación de todos (cf. Mc 10, 45). Pablo es completamente
claro al hablar de la constitución ministerial de las Iglesias apostólicas. En la Primera Carta a los Corintios
escribe: «A algunos Dios los ha puesto en la Iglesia, en primer lugar como apóstoles, en segundo lugar como
profetas, en tercer lugar como maestros (...)» (1 Co 12, 28). En la Carta a los Efesios leemos: «A cada uno de
nosotros nos ha sido dada la gracia según la medida del don de Cristo (...). Es él quien, por una parte, ha
dado a los apóstoles, por otra, a los profetas, los evangelistas, los pastores y los maestros, para hacer
idóneos los hermanos para la realización del ministerio, con el fin de edificar el cuerpo de Cristo, hasta que
lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto,
según la medida que corresponde a la plena madurez de Cristo» (Ef 4, 7.11-13; cf. Rm 12, 4-8). Como resulta
de estos y de otros textos del Nuevo Testamento, son múltiples y diversos los ministerios, como también los
dones y las tareas eclesiales.
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¡Venga tu Reino!
JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Vita consecrata, nn. 46-51.
Sentire cum Ecclesia
46. A la vida consagrada se le asigna también un papel importante a la luz de la doctrina sobre la Iglesiacomunión, propuesta con tanto énfasis por el Concilio Vaticano II. Se pide a las personas consagradas que
sean verdaderamente expertas en comunión, y que vivan la respectiva espiritualidad[94] como «testigos y
artífices de aquel "proyecto de comunión" que constituye la cima de la historia del hombre según Dios»[95].
El sentido de la comunión eclesial, al desarrollarse como una espiritualidad de comunión, promueve un
modo de pensar, decir y obrar, que hace crecer la Iglesia en hondura y en extensión. La vida de comunión
«será así un signo para el mundo y una fuerza atractiva que conduce a creer en Cristo [...]. De este modo la
comunión se abre a la misión, haciéndose ella misma misión». Más aun, «la comunión genera comunión y
se configura esencialmente como comunión misionera»[96].
En los fundadores y fundadoras aparece siempre vivo el sentido de la Iglesia, que se manifiesta en su plena
participación en la vida eclesial en todas sus dimensiones, y en la diligente obediencia a los Pastores,
especialmente al Romano Pontífice. En este contexto de amor a la Santa Iglesia, «columna y fundamento de
la verdad» (1 Tm 3, 15), se comprenden bien la devoción de Francisco de Asís por «el Señor Papa»[97], el
filial atrevimiento de Catalina de Siena hacia quien ella llama «dulce Cristo en la tierra»[98], la obediencia
apostólica y el sentire cum Ecclesia[99] de Ignacio de Loyola, la gozosa profesión de fe de Teresa de Jesús:
«Soy hija de la Iglesia»[100]; como también el anhelo de Teresa de Lisieux: «En el corazón de la Iglesia, mi
madre, yo seré el amor»[101]. Semejantes testimonios son representativos de la plena comunión eclesial en
la que han participado santos y santas, fundadores y fundadoras, en épocas muy diversas de la historia y en
circunstancias a veces harto difíciles. Son ejemplos en los que deben fijarse de continuo las personas
consagradas, para resistir a las fuerzas centrífugas y disgregadoras, particularmente activas en nuestros
días.
Un aspecto distintivo de esta comunión eclesial es la adhesión de mente y de corazón al magisterio de los
Obispos, que ha de ser vivida con lealtad y testimoniada con nitidez ante el Pueblo de Dios por parte de
todas las personas consagradas, especialmente por aquellas comprometidas en la investigación teológica,
en la enseñanza, en publicaciones, en la catequesis y en el uso de los medios de comunicación social[102].
Puesto que las personas consagradas ocupan un lugar especial en la Iglesia, su actitud a este respecto
adquiere un particular relieve ante todo el Pueblo de Dios. Su testimonio de amor filial confiere fuerza e
incisividad a su acción apostólica, la cual, en el marco de la misión profética de todos los bautizados, se
caracteriza normalmente por cometidos que implican una especial colaboración con la jerarquía[103]. De
este modo, con la riqueza de sus carismas, las personas consagradas brindan una específica aportación a la
Iglesia para que ésta profundice cada vez más en su propio ser, como sacramento «de la unión íntima con
Dios y de la unidad de todo el género humano»[104].
La fraternidad en la Iglesia universal
47. Las personas consagradas están llamadas a ser fermento de comunión misionera en la Iglesia universal
por el hecho mismo de que los múltiples carismas de los respectivos Institutos son otorgados por el Espíritu
79
¡Venga tu Reino!
para el bien de todo el Cuerpo místico, a cuya edificación deben servir (cf. 1 Co 12, 4-11). Es significativo
que, en palabras del Apóstol, el « camino más excelente » (1 Co 12, 31), el más grande de todos, es la
caridad (cf. 1 Co 13, 13), la cual armoniza todas las diversidades e infunde en todos la fuerza del apoyo
mutuo en la acción apostólica. A esto tiende precisamente el peculiar vínculo de comunión, que las varias
formas de vida consagrada y las Sociedades de vida apostólica tienen con el Sucesor de Pedro en su
ministerio de unidad y de universalidad misionera. La historia de la espiritualidad ilustra profusamente esta
vinculación, poniendo de manifiesto su función providencial como garantía tanto de la identidad propia de
la vida consagrada, como de la expansión misionera del Evangelio. Sin la contribución de tantos Institutos de
vida consagrada y Sociedades de vida apostólica —como han hecho notar los Padres sinodales—, sería
impensable la vigorosa difusión del anuncio evangélico, el firme enraizamiento de la Iglesia en tantas
regiones del mundo, y la primavera cristiana que hoy se constata en las jóvenes Iglesias. Ellos han
mantenido firme a través de los siglos la comunión con los Sucesores de Pedro, los cuales, a su vez, han
encontrado en estos Institutos una actitud pronta y generosa para dedicarse a la misión, con una
disponibilidad que, llegado el caso, ha alcanzado el verdadero heroísmo.
Emerge de este modo el carácter de universalidad y de comunión que es peculiar de los Institutos de vida
consagrada y de las Sociedades de vida apostólica. Por la connotación supradiocesana, que tiene su raíz en
la especial vinculación con el ministerio petrino, ellos están también al servicio de la colaboración entre las
diversas Iglesias particulares[105], en las cuales pueden promover eficazmente el «intercambio de dones»,
contribuyendo así a una inculturación del Evangelio que asume, purifica y valora la riqueza de las culturas de
todos los pueblos[106]. El florecer de vocaciones a la vida consagrada en las Iglesias jóvenes sigue
manifestando hoy la capacidad que ésta tiene de expresar, en la unidad católica, las exigencias de los
diversos pueblos y culturas.
La vida consagrada y la Iglesia particular
48. Las personas consagradas tienen también un papel significativo dentro de las Iglesias particulares. Este
es un aspecto que, a partir de la doctrina conciliar sobre la Iglesia como comunión y misterio, y sobre las
Iglesias particulares como porción del Pueblo de Dios, en las que «está verdaderamente presente y actúa la
Iglesia de Cristo una, santa, católica y apostólica»[107], ha sido desarrollado y regulado por varios
documentos sucesivos. A la luz de estos textos aparece con toda evidencia la importancia que reviste la
colaboración de las personas consagradas con los Obispos para el desarrollo armonioso de la pastoral
diocesana. Los carismas de la vida consagrada pueden contribuir poderosamente a la edificación de la
caridad en la Iglesia particular.
Las diversas formas de vivir los consejos evangélicos son, en efecto, expresión y fruto de los dones
espirituales recibidos por fundadores y fundadoras y, en cuanto tales, constituyen una «experiencia del
Espíritu, transmitida a los propios discípulos para ser por ellos vivida, custodiada, profundizada y
desarrollada constantemente en sintonía con el Cuerpo de Cristo en crecimiento perenne»[108]. La índole
propia de cada Instituto comporta un estilo particular de santificación y de apostolado, que tiende a
consolidarse en una determinada tradición caracterizada por elementos objetivos[109]. Por eso la Iglesia
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¡Venga tu Reino!
procura que los Institutos crezcan y se desarrollen según el espíritu de los fundadores y de las fundadoras, y
de sus sanas tradiciones[110].
Por consiguiente, se reconoce a cada uno de los Institutos una justa autonomía, gracias a la cual pueden
tener su propia disciplina y conservar íntegro su patrimonio espiritual y apostólico. Cometido del Ordinario
del lugar es conservar y tutelar esta autonomía[111]. Se pide por tanto a los Obispos que acojan y estimen
los carismas de la vida consagrada, reservándoles un espacio en los proyectos de la pastoral diocesana.
Deben tener especial solicitud con los Institutos de derecho diocesano, que están confiados de modo
particular al cuidado del Obispo del lugar. Una diócesis que quedara sin vida consagrada, además de perder
tantos dones espirituales, ambientes apropiados para la búsqueda de Dios, actividades apostólicas y
metodologías pastorales específicas, correría el riesgo de ver muy debilitado su espíritu misionero, que es
una característica de la mayoría de los Institutos[112]. Se debe por tanto corresponder al don de la vida
consagrada que el Espíritu suscita en la Iglesia particular, acogiéndolo con generosidad y con sentimientos
de gratitud al Señor.
Una fecunda y ordenada comunión eclesial
49. El Obispo es padre y pastor de toda la Iglesia particular. A él compete reconocer y respetar cada uno de
los carismas, promoverlos y coordinarlos. En su caridad pastoral debe acoger, por tanto, el carisma de la
vida consagrada como una gracia que no concierne sólo a un Instituto, sino que incumbe y beneficia a toda
la Iglesia. Procurará, pues, sustentar y prestar ayuda a las personas consagradas, a fin de que, en comunión
con la Iglesia y fieles a la inspiración fundacional, se abran a perspectivas espirituales y pastorales en
armonía con las exigencias de nuestro tiempo. Las personas consagradas, por su parte, no dejarán de
ofrecer su generosa colaboración a la Iglesia particular según las propias fuerzas y respetando el propio
carisma, actuando en plena comunión con el Obispo en el ámbito de la evangelización, de la catequesis y de
la vida de las parroquias.
Es útil recordar que, a la hora de coordinar el servicio que se presta a la Iglesia universal y a la Iglesia
particular, los Institutos no pueden invocar la justa autonomía o incluso la exención de que gozan muchos
de ellos[113], con el fin de justificar decisiones que, de hecho, contrastan con las exigencias de una
comunión orgánica, requerida por una sana vida eclesial. Es preciso, por el contrario, que las iniciativas
pastorales de las personas consagradas sean decididas y actuadas en el contexto de un diálogo abierto y
cordial entre Obispos y Superiores de los diversos Institutos. La especial atención por parte de los Obispos a
la vocación y misión de los distintos Institutos, y el respeto por parte de éstos del ministerio de los Obispos
con una acogida solícita de sus concretas indicaciones pastorales para la vida diocesana, representan dos
formas, íntimamente relacionadas entre sí, de una única caridad eclesial, que compromete a todos en el
servicio de la comunión orgánica —carismática y al mismo tiempo jerárquicamente estructurada— de todo
el Pueblo de Dios.
Un diálogo constante animado por la caridad
50. Para promover el conocimiento recíproco, que es requisito obligado de una eficaz cooperación, sobre
todo en el ámbito pastoral, es siempre oportuno un constante diálogo de los Superiores y Superioras de los
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¡Venga tu Reino!
Institutos de vida consagrada y de las Sociedades de vida apostólica con los Obispos. Gracias a estos
contactos habituales, los Superiores y Superioras podrán informar a los Obispos sobre las iniciativas
apostólicas que desean emprender en sus diócesis, para llegar con ellos a los necesarios acuerdos
operativos. Del mismo modo, conviene que sean invitadas a asistir a las asambleas de las Conferencias de
Obispos personas delegadas de las Conferencias de Superiores y Superioras mayores, y que, viceversa,
delegados de las Conferencias episcopales sean invitados a las Conferencias de Superiores y Superioras
mayores, según las modalidades que se determinen. En esta perspectiva será de gran utilidad que, allí
donde aún no existan, se constituyan y sean operativas a nivel nacional comisiones mixtas de Obispos y
Superiores y Superioras mayores[114], que examinen juntos los problemas de interés común. Contribuirá
también a un mejor conocimiento recíproco la inserción de la teología y de la espiritualidad de la vida
consagrada en el plan de estudios teológicos de los presbíteros diocesanos, así como la previsión en la
formación de las personas consagradas de un adecuado estudio de la teología de la Iglesia particular y de la
espiritualidad del clero diocesano[115].
Finalmente, es consolador el recuerdo de cómo, en el Sínodo, no sólo han tenido lugar numerosas
intervenciones sobre la doctrina de la comunión, sino que se ha vivido una satisfactoria experiencia de
diálogo, en un clima de recíproca apertura y confianza entre los Obispos y los religiosos y las religiosas
presentes. Esto ha suscitado el deseo de que «tal experiencia espiritual de comunión y de colaboración se
extienda a toda la Iglesia» incluso después del Sínodo[116]. Es un auspicio que hago mío, para que aumente
en todos la mentalidad y la espiritualidad de comunión.
La fraternidad en un mundo dividido e injusto
51. La Iglesia encomienda a las comunidades de vida consagrada la particular tarea de fomentar la
espiritualidad de la comunión, ante todo en su interior y, además, en la comunidad eclesial misma y más
allá aún de sus confines, entablando o restableciendo constantemente el diálogo de la caridad, sobre todo
allí donde el mundo de hoy está desgarrado por el odio étnico o las locuras homicidas. Situadas en las
diversas sociedades de nuestro mundo —frecuentemente laceradas por pasiones e intereses contrapuestos,
deseosas de unidad pero indecisas sobre la vías a seguir—, las comunidades de vida consagrada, en las
cuales conviven como hermanos y hermanas personas de diferentes edades, lenguas y culturas, se
presentan como signo de un diálogo siempre posible y de una comunión capaz de poner en armonía las
diversidades.
Las comunidades de vida consagrada son enviadas a anunciar con el testimonio de la propia vida el valor de
la fraternidad cristiana y la fuerza transformadora de la Buena Nueva[117], que hace reconocer a todos
como hijos de Dios e incita al amor oblativo hacia todos, y especialmente hacia los últimos. Estas
comunidades son lugares de esperanza y de descubrimiento de las Bienaventuranzas; lugares en los que el
amor, nutrido de la oración y principio de comunión, está llamado a convertirse en lógica de vida y fuente
de alegría.
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¡Venga tu Reino!
Particularmente los Institutos internacionales, en esta época caracterizada por la dimensión mundial de los
problemas y, al mismo tiempo, por el retorno de los ídolos del nacionalismo, tienen el cometido de dar
testimonio y de mantener siempre vivo el sentido de la comunión entre los pueblos, las razas y las culturas.
En un clima de fraternidad, la apertura a la dimensión mundial de los problemas no ahogará la riqueza de
los dones particulares, y la afirmación de una característica particular no creará contrastes con las otras, ni
atentará a la unidad. Los Institutos internacionales pueden hacer esto con eficacia, al tener ellos mismos
que enfrentarse creativamente al reto de la inculturación y conservar al mismo tiempo su propia identidad.
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¡Venga tu Reino!
JUAN PABLO II, Carta apostólica Novo Millennio Ineunte.
IV. TESTIGOS DEL AMOR
42. « En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros » (Jn 13,35). Si
verdaderamente hemos contemplado el rostro de Cristo, queridos hermanos y hermanas, nuestra
programación pastoral se inspirará en el « mandamiento nuevo » que él nos dio: « Que, como yo os he
amado, así os améis también vosotros los unos a los otros » (Jn 13,34).
Otro aspecto importante en que será necesario poner un decidido empeño programático, tanto en el
ámbito de la Iglesia universal como de la Iglesias particulares, es el de la comunión (koinonía), que encarna y
manifiesta la esencia misma del misterio de la Iglesia. La comunión es el fruto y la manifestación de aquel
amor que, surgiendo del corazón del eterno Padre, se derrama en nosotros a través del Espíritu que Jesús
nos da (cf. Rm 5,5), para hacer de todos nosotros « un solo corazón y una sola alma » (Hch 4,32). Realizando
esta comunión de amor, la Iglesia se manifiesta como « sacramento », o sea, « signo e instrumento de la
íntima unión con Dios y de la unidad del género humano ».26
Las palabras del Señor a este respecto son demasiado precisas como para minimizar su alcance. Muchas
cosas serán necesarias para el camino histórico de la Iglesia también este nuevo siglo; pero si faltara la
caridad (ágape), todo sería inútil. Nos lo recuerda el apóstol Pablo en el himno a la caridad: aunque
habláramos las lenguas de los hombres y los ángeles, y tuviéramos una fe « que mueve las montañas », si
faltamos a la caridad, todo sería « nada » (cf. 1 Co 13,2). La caridad es verdaderamente el « corazón » de la
Iglesia, como bien intuyó santa Teresa de Lisieux, a la que he querido proclamar Doctora de la Iglesia,
precisamente como experta en la scientia amoris: « Comprendí que la Iglesia tenía un Corazón y que este
Corazón ardía de amor. Entendí que sólo el amor movía a los miembros de la Iglesia [...]. Entendí que el
amor comprendía todas las vocaciones, que el Amor era todo ».27
Espiritualidad de comunión
43. Hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión: éste es el gran desafío que tenemos ante
nosotros en el milenio que comienza, si queremos ser fieles al designio de Dios y responder también a las
profundas esperanzas del mundo.
¿Qué significa todo esto en concreto? También aquí la reflexión podría hacerse enseguida operativa, pero
sería equivocado dejarse llevar por este primer impulso. Antes de programar iniciativas concretas, hace falta
promover una espiritualidad de la comunión, proponiéndola como principio educativo en todos los lugares
donde se forma el hombre y el cristiano, donde se educan los ministros del altar, las personas consagradas y
los agentes pastorales, donde se construyen las familias y las comunidades. Espiritualidad de la comunión
significa ante todo una mirada del corazón sobre todo hacia el misterio de la Trinidad que habita en
nosotros, y cuya luz ha de ser reconocida también en el rostro de los hermanos que están a nuestro lado.
Espiritualidad de la comunión significa, además, capacidad de sentir al hermano de fe en la unidad profunda
del Cuerpo místico y, por tanto, como « uno que me pertenece », para saber compartir sus alegrías y sus
sufrimientos, para intuir sus deseos y atender a sus necesidades, para ofrecerle una verdadera y profunda
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¡Venga tu Reino!
amistad. Espiritualidad de la comunión es también capacidad de ver ante todo lo que hay de positivo en el
otro, para acogerlo y valorarlo como regalo de Dios: un « don para mí », además de ser un don para el
hermano que lo ha recibido directamente. En fin, espiritualidad de la comunión es saber « dar espacio » al
hermano, llevando mutuamente la carga de los otros (cf. Ga 6,2) y rechazando las tentaciones egoístas que
continuamente nos asechan y engendran competitividad, ganas de hacer carrera, desconfianza y envidias.
No nos hagamos ilusiones: sin este camino espiritual, de poco servirían los instrumentos externos de la
comunión. Se convertirían en medios sin alma, máscaras de comunión más que sus modos de expresión y
crecimiento.
44. Sobre esta base el nuevo siglo debe comprometernos más que nunca a valorar y desarrollar aquellos
ámbitos e instrumentos que, según las grandes directrices del Concilio Vaticano II, sirven para asegurar y
garantizar la comunión. ¿Cómo no pensar, ante todo, en los servicios específicos de la comunión que son el
ministerio petrino y, en estrecha relación con él, la colegialidad episcopal? Se trata de realidades que tienen
su fundamento y su consistencia en el designio mismo de Cristo sobre la Iglesia,28 pero que precisamente
por eso necesitan de una continua verificación que asegure su auténtica inspiración evangélica.
También se ha hecho mucho, desde el Concilio Vaticano II, en lo que se refiere a la reforma de la Curia
romana, la organización de los Sínodos y el funcionamiento de las Conferencias Episcopales. Pero queda
ciertamente aún mucho por hacer para expresar de la mejor manera las potencialidades de estos
instrumentos de la comunión, particularmente necesarios hoy ante la exigencia de responder con prontitud
y eficacia a los problemas que la Iglesia tiene que afrontar en los cambios tan rápidos de nuestro tiempo.
45. Los espacios de comunión han de ser cultivados y ampliados día a día, a todos los niveles, en el
entramado de la vida de cada Iglesia. En ella, la comunión ha de ser patente en las relaciones entre Obispos,
presbíteros y diáconos, entre Pastores y todo el Pueblo de Dios, entre clero y religiosos, entre asociaciones y
movimientos eclesiales. Para ello se deben valorar cada vez más los organismos de participación previstos
por el Derecho canónico, como los Consejos presbiterales y pastorales. Éstos, como es sabido, no se inspiran
en los criterios de la democracia parlamentaria, puesto que actúan de manera consultiva y no
deliberativa29 sin embargo, no pierden por ello su significado e importancia. En efecto, la teología y la
espiritualidad de la comunión aconsejan una escucha recíproca y eficaz entre Pastores y fieles,
manteniéndolos por un lado unidos a priori en todo lo que es esencial y, por otro, impulsándolos a confluir
normalmente incluso en lo opinable hacia opciones ponderadas y compartidas.
Para ello, hemos de hacer nuestra la antigua sabiduría, la cual, sin perjuicio alguno del papel jerárquico de
los Pastores, sabía animarlos a escuchar atentamente a todo el Pueblo de Dios. Es significativo lo que san
Benito recuerda al Abad del monasterio, cuando le invita a consultar también a los más jóvenes: « Dios
inspira a menudo al más joven lo que es mejor ».30 Y san Paulino de Nola exhorta: « Estemos pendientes de
los labios de los fieles, porque en cada fiel sopla el Espíritu de Dios ».31
Por tanto, así como la prudencia jurídica, poniendo reglas precisas para la participación, manifiesta la
estructura jerárquica de la Iglesia y evita tentaciones de arbitrariedad y pretensiones injustificadas, la
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¡Venga tu Reino!
espiritualidad de la comunión da un alma a la estructura institucional, con una llamada a la confianza y
apertura que responde plenamente a la dignidad y responsabilidad de cada miembro del Pueblo de Dios.
Variedad de vocaciones
46. Esta perspectiva de comunión está estrechamente unida a la capacidad de la comunidad cristiana para
acoger todos los dones del Espíritu. La unidad de la Iglesia no es uniformidad, sino integración orgánica de
las legítimas diversidades. Es la realidad de muchos miembros unidos en un sólo cuerpo, el único Cuerpo de
Cristo (cf. 1 Co 12,12). Es necesario, pues, que la Iglesia del tercer milenio impulse a todos los bautizados y
confirmados a tomar conciencia de la propia responsabilidad activa en la vida eclesial. Junto con el
ministerio ordenado, pueden florecer otros ministerios, instituidos o simplemente reconocidos, para el bien
de toda la comunidad, atendiéndola en sus múltiples necesidades: de la catequesis a la animación litúrgica,
de la educación de los jóvenes a las más diversas manifestaciones de la caridad.
Se ha de hacer ciertamente un generoso esfuerzo —sobre todo con la oración insistente al Dueño de la mies
(cf. Mt 9,38)— en la promoción de las vocaciones al sacerdocio y a la vida de especial consagración. Éste es
un problema muy importante para la vida de la Iglesia en todas las partes del mundo. Además, en algunos
países de antigua evangelización, se ha hecho incluso dramático debido al contexto social cambiante y al
enfriamiento religioso causado por el consumismo y el secularismo. Es necesario y urgente organizar una
pastoral de las vocaciones amplia y capilar, que llegue a las parroquias, a los centros educativos y familias,
suscitando una reflexión atenta sobre los valores esenciales de la vida, los cuales se resumen claramente en
la respuesta que cada uno está invitado a dar a la llamada de Dios, especialmente cuando pide la total
entrega de sí y de las propias fuerzas para la causa del Reino.
En este contexto cobran también toda su importancia las demás vocaciones, enraizadas básicamente en la
riqueza de la vida nueva recibida en el sacramento del Bautismo. En particular, es necesario descubrir cada
vez mejor la vocación propia de los laicos, llamados como tales a « buscar el reino de Dios ocupándose de
las realidades temporales y ordenándolas según Dios »32 y a llevar a cabo « en la Iglesia y en el mundo la
parte que les corresponde [...] con su empeño por evangelizar y santificar a los hombres ».33
En esta misma línea, tiene gran importancia para la comunión el deber de promover las diversas realidades
de asociación, que tanto en sus modalidades más tradicionales como en las más nuevas de los movimientos
eclesiales, siguen dando a la Iglesia una viveza que es don de Dios constituyendo una auténtica primavera
del Espíritu. Conviene ciertamente que, tanto en la Iglesia universal como en las Iglesias particulares, las
asociaciones y movimientos actúen en plena sintonía eclesial y en obediencia a las directrices de los
Pastores. Pero es también exigente y perentoria para todos la exhortación del Apóstol: « No extingáis el
Espíritu, no despreciéis las profecías, examinadlo todo y quedaos con lo bueno » (1 Ts 5,19-21).
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¡Venga tu Reino!
CONFERENCIA DEL CARDENAL JOSEPH RATZINGER
SOBRE LA ECLESIOLOGÍA DE LA "LUMEN GENTIUM"
PRONUNCIADA EN EL CONGRESO INTERNACIONAL SOBRE LA APLICACIÓN DEL CONCILIO VATICANO II,
ORGANIZADO POR EL COMITÉ PARA EL GRAN JUBILEO DEL AÑO 2000
En el tiempo de la preparación del concilio Vaticano II y también durante el Concilio mismo, el cardenal
Frings me relató a menudo un episodio sencillo, que evidentemente le había impresionado profundamente.
El Papa Juan XXIII no había fijado ningún tema concreto para el Concilio, pero había invitado a los obispos
del mundo entero a proponer sus prioridades, de forma que de las experiencias vivas de la Iglesia universal
brotara la temática de la que se debía ocupar el Concilio.
También en la Conferencia episcopal alemana se discutió cuáles temas convenía proponer para la reunión
de los obispos. No sólo en Alemania, sino prácticamente en toda la Iglesia católica, se opinaba que el tema
debía ser la Iglesia: el concilio Vaticano I, interrumpido antes de concluir a causa de la guerra francoalemana, no había podido realizar totalmente su síntesis eclesiológica; sólo había dejado un capítulo de
eclesiología aislado. Tomar el hilo de entonces, tratando así de llegar a una visión global de la Iglesia,
parecía ser la tarea urgente del inminente concilio Vaticano II.
A eso llevaba también el clima cultural de la época: el fin de la segunda guerra mundial había implicado una
profunda revisión teológica. La teología liberal, con una orientación totalmente individualista, se había
eclipsado por sí misma, y se había suscitado una nueva sensibilidad con respecto a la Iglesia. No sólo
Romano Guardini hablaba de un despertar de la Iglesia en las almas. También el obispo evangélico Otto
Dibelius acuñaba la fórmula del siglo de la Iglesia, y Karl Barth daba a su dogmática, fundada en las
tradiciones reformadas, el título programático de "Kirchliche Dogmatik" (Dogmática eclesial): como decía,
la dogmática presupone la Iglesia, sin la Iglesia no existe.
Así, entre los miembros de la Conferencia episcopal alemana reinaba la opinión común de que el tema
debía ser la Iglesia. El anciano obispo Buchberger, de Ratisbona, que, por haber ideado el Lexicon für
Theologie und Kirche en diez volúmenes -hoy ya va por la tercera edición-, se había granjeado estima y fama
mucho más allá de su diócesis, pidió la palabra -así me lo contó el arzobispo de Colonia- y dijo: "Queridos
hermanos, en el Concilio ante todo debéis hablar de Dios. Este es el tema más importante". Los obispos
quedaron impresionados por la profundidad de esas palabras. Como es natural, no podían limitarse a
proponer sencillamente el tema de Dios. Pero, al menos en el cardenal Frings, quedó una inquietud interior,
y se preguntaba continuamente cómo podíamos cumplir ese imperativo.
Este episodio me volvió a la mente cuando leí el texto de la conferencia con la que Johann Baptist Metz se
despidió, en 1993, de su cátedra de Münster. Quisiera citar de ese importante discurso al menos algunas
frases significativas. Dice Metz: "La crisis que ha afectado al cristianismo europeo no es principalmente, o al
menos exclusivamente, una crisis eclesial... La crisis es más profunda: en efecto, no sólo tiene sus raíces en
la situación de la Iglesia misma; ha llegado a ser una crisis de Dios". "De forma esquemática se podría decir:
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¡Venga tu Reino!
religión sí, Dios no; pero este "no", a su vez, no se ha de entender en el sentido categórico de los grandes
ateísmos. No existen ya grandes ateísmos. En realidad, el ateísmo actual ya puede volver a hablar de Dios,
de forma serena o tranquila, sin entenderlo verdaderamente...". "También la Iglesia tiene una concepción
de la inmunización contra las crisis de Dios. Ya no habla hoy -como sucedió, por ejemplo, todavía en el
concilio Vaticano I- de Dios, sino sólo -como, por ejemplo, en el último Concilio- del Dios anunciado por
medio de la Iglesia. La crisis de Dios se cifra eclesiológicamente".
Estas palabras, en labios del creador de la teología política, deben llamar nuestra atención. Nos recuerdan,
en primer lugar, con razón, que el concilio Vaticano II no fue sólo un concilio eclesiológico, sino ante todo y
sobre todo, habló de Dios -y no solamente dentro de la cristiandad, sino también dirigiéndose al mundo-,
del Dios que es Dios de todos, que salva a todos y es accesible a todos. ¿Es verdad que el Vaticano II, como
parece decir Metz, sólo recogió la mitad de la herencia del anterior concilio? Es evidente que una relación
dedicada a la eclesiología del Concilio debe plantearse esa pregunta.
Quisiera anticipar inmediatamente mi tesis de fondo: el Vaticano II quiso claramente insertar y subordinar
el discurso sobre la Iglesia al discurso sobre Dios; quiso proponer una eclesiología en sentido propiamente
teo-lógico, pero la acogida del Concilio hasta ahora ha omitido esta característica determinante,
privilegiando algunas afirmaciones eclesiológicas; se ha fijado en algunas palabras aisladas, llamativas, y así
no ha captado todas las grandes perspectivas de los padres conciliares.
Algo análogo se puede decir a propósito del primer texto que elaboró el Vaticano II: la constitución
Sacrosanctum Concilium sobre la sagrada liturgia. Al inicio, el hecho de que fuera la primera se debió a
motivos prácticos. Pero, retrospectivamente, se debe decir que, en la arquitectura del Concilio, tiene un
sentido preciso: lo primero es la adoración. Y, por tanto, Dios. Este inicio corresponde a las palabras de la
Regla benedictina: "Operi Dei nihil praeponatur".
La constitución sobre la Iglesia -Lumen gentium-, que fue el segundo texto conciliar, debería considerarse
vinculada interiormente a la anterior. La Iglesia se deja guiar por la oración, por la misión de glorificar a
Dios. La eclesiología, por su naturaleza, guarda relación con la liturgia. Y, por tanto, también es lógico que la
tercera constitución -Dei Verbum- hable de la palabra de Dios, que convoca a la Iglesia y la renueva en todo
tiempo. La cuarta constitución -Gaudium et spes- muestra cómo se realiza la glorificación de Dios en la vida
activa, cómo se lleva al mundo la luz recibida de Dios, pues sólo así se convierte plenamente en glorificación
de Dios.
Ciertamente, en la historia del posconcilio la constitución sobre la liturgia no fue comprendida a partir de
este fundamental primado de la adoración, sino más bien como un libro de recetas sobre lo que podemos
hacer con la liturgia. Mientras tanto, los creadores de la liturgia, ocupados como están de modo cada vez
más apremiante en reflexionar sobre cómo pueden hacer que la liturgia sea cada vez más atractiva,
comunicativa, de forma que la gente participe cada vez más activamente, no han tenido en cuenta que, en
realidad, la liturgia se "hace" para Dios y no para nosotros mismos. Sin embargo, cuanto más la hacemos
para nosotros mismos, tanto menos atractiva resulta, porque todos perciben claramente que se ha perdido
lo esencial.
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¡Venga tu Reino!
Ahora bien, por lo que atañe a la eclesiología de la Lumen gentium, han quedado ante todo en la conciencia
de la gente algunas palabras clave: la idea de pueblo de Dios, la colegialidad de los obispos como
revalorización del ministerio episcopal frente al primado del Papa, la revalorización de las Iglesias locales
frente a la Iglesia universal, la apertura ecuménica del concepto de Iglesia y la apertura a las demás
religiones; y, por último, la cuestión del estado específico de la Iglesia católica, que se expresa en la fórmula
según la cual la Iglesia una, santa, católica y apostólica, de la que habla el Credo, "subsistit in Ecclesia
catholica". Ahora dejo esta famosa fórmula sin traducir porque, como era de prever, se le han dado las
interpretaciones más contradictorias: desde la idea de que expresa la singularidad de la Iglesia católica
unida al Papa, hasta la idea de que expresa una equiparación con todas las demás Iglesias cristianas y de
que la Iglesia católica ha abandonado su pretensión de especificidad.
En una primera fase de la acogida del Concilio, junto con el tema de la colegialidad, domina el concepto de
pueblo de Dios, que, entendido muy pronto totalmente a partir del uso lingüístico político general de la
palabra pueblo, en el ámbito de la teología de la liberación, se comprendió, con el uso de la palabra
marxista de pueblo, como contraposición a las clases dominantes y, en general, aún más ampliamente, en el
sentido de la soberanía del pueblo, que ahora, por fin, se debería aplicar también a la Iglesia.
Eso, a su vez, suscitó amplios debates sobre las estructuras, en los cuales se interpretó, según las diversas
situaciones, al estilo occidental, como "democratización", o en el sentido de las "democracias populares"
orientales.
Poco a poco estos "fuegos artificiales de palabras" (N. Lohfink) en torno al concepto de pueblo de Dios se
han ido apagando, por una parte, y principalmente, porque estos juegos de poder se han vaciado de sí
mismos y debían ceder el lugar al trabajo ordinario en los consejos parroquiales; pero, por otra, también
porque un sólido trabajo teológico ha mostrado de modo incontrovertible que eran insostenibles esas
politizaciones de un concepto procedente de un ámbito totalmente diverso.
Como resultado de análisis exegéticos esmerados, el exégeta de Bochum Werner Berg, por ejemplo, afirma:
«A pesar del escaso número de pasajes que contienen la expresión pueblo de Dios -desde este punto de
vista pueblo de Dios es un concepto bíblico más bien raro- se puede destacar algo que tienen en común: la
expresión pueblo de Dios manifiesta el parentesco con Dios, la relación con Dios, el vínculo entre Dios y lo
que se designa como pueblo de Dios; por tanto, una dirección vertical. La expresión se presta menos a
describir la estructura jerárquica de esta comunidad, sobre todo si el pueblo de Dios es descrito como
interlocutor de los ministros... A partir de su significado bíblico, la expresión no se presta tampoco a un grito
de protesta contra los ministros: "nosotros somos el pueblo de Dios"».
El profesor de teología fundamental de Paderborn Josef Meyer zu Schlochtern concluye la reseña sobre la
discusión en torno al concepto de pueblo de Dios observando que la constitución del Vaticano II sobre la
Iglesia termina el capítulo correspondiente "designando la estructura trinitaria como fundamento de la
última determinación de la Iglesia". Así, la discusión vuelve al punto esencial: la Iglesia no existe para sí
misma, sino que debería ser el instrumento de Dios para reunir a los hombres en torno a sí, para preparar el
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¡Venga tu Reino!
momento en que "Dios será todo en todos" (1 Co 15, 28). Precisamente se había abandonado el concepto
de Dios en los "fuegos artificiales" en torno a esta expresión y así había quedado privado de su significado.
En efecto, una Iglesia que exista sólo para sí misma es superflua. Y la gente lo nota enseguida. La crisis de la
Iglesia, tal como se refleja en el concepto de pueblo de Dios, es "crisis de Dios"; deriva del abandono de lo
esencial. Lo único que queda es una lucha por el poder. Y esa lucha ya se produce en muchas partes del
mundo; para ella no hace falta la Iglesia.
Ciertamente, se puede decir que más o menos a partir del Sínodo extraordinario de 1985, que debía tratar
de hacer una especie de balance de veinte años de posconcilio, se está difundiendo una nueva tentativa,
que consiste en resumir el conjunto de la eclesiología conciliar en el concepto básico: "eclesiología de
comunión".
Me alegró esta nueva forma de centrar la eclesiología y, en la medida de mis posibilidades, también traté de
prepararla. Por lo demás, ante todo es preciso reconocer que la palabra comunión no ocupa en el Concilio
un lugar central. A pesar de ello, si se entiende correctamente, puede servir de síntesis para los elementos
esenciales del concepto cristiano de la eclesiología conciliar.
Todos los elementos esenciales del concepto cristiano de comunión se encuentran reunidos en el famoso
pasaje de la primera carta de san Juan, que se puede considerar el criterio de referencia para cualquier
interpretación cristiana correcta de la comunión: "Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos a vosotros,
a fin de que viváis también en comunión con nosotros. Y esta comunión nuestra es con el Padre y con su
Hijo Jesucristo. Os escribimos esto para que nuestro gozo sea perfecto" (1 Jn 1, 3).
Lo primero que se puede destacar de ese texto es el punto de partida de la comunión: el encuentro con el
Hijo de Dios, Jesucristo, llega a los hombres a través del anuncio de la Iglesia. Así nace la comunión de los
hombres entre sí, la cual, a su vez, se funda en la comunión con el Dios uno y trino.
A la comunión con Dios se accede a través de la realización de la comunión de Dios con el hombre, que es
Cristo en persona; el encuentro con Cristo crea comunión con él mismo y, por tanto, con el Padre en el
Espíritu Santo, y, a partir de ahí, une a los hombres entre sí. Todo esto tiene como finalidad el gozo
perfecto: la Iglesia entraña una dinámica escatológica.
En la expresión "gozo perfecto" se percibe la referencia a los discursos de despedida de Jesús y, por
consiguiente, al misterio pascual y a la vuelta del Señor en las apariciones pascuales, que tiende a su vuelta
plena en el nuevo mundo: "Vosotros os entristeceréis, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo. (...) De
nuevo os veré, y se alegrará vuestro corazón (...). Pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea perfecto" (Jn
16, 20. 22. 24). Si se compara la última frase citada con Lc 11,13 -la invitación a la oración en san Lucasaparece claro que "gozo" y "Espíritu Santo" son equivalentes y que, en 1 Jn 1,3, detrás de la palabra gozo se
oculta el Espíritu Santo, sin mencionarlo expresamente.
Así pues, a partir de este marco bíblico, la palabra comunión tiene un carácter teológico, cristológico,
histórico-salvífico y eclesiológico. Por consiguiente, encierra también la dimensión sacramental, que en san
Pablo aparece de forma plenamente explícita: "El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión
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¡Venga tu Reino!
de la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? Porque el pan es
uno, aun siendo muchos, somos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan..." (1 Co 10, 1617).
La eclesiología de comunión es, en su aspecto más íntimo, una eclesiología eucarística. Se sitúa muy cerca
de la eclesiología eucarística, que teólogos ortodoxos han desarrollado de modo convincente en nuestro
siglo. En ella, la eclesiología se hace más concreta y, a pesar de ello, sigue siendo totalmente espiritual,
trascendente y escatológica.
En la Eucaristía, Cristo, presente en el pan y en el vino, y dándose siempre de forma nueva, edifica la Iglesia
como su cuerpo, y por medio de su cuerpo resucitado nos une al Dios uno y trino y entre nosotros. La
Eucaristía se celebra en los diversos lugares y, a pesar de ello, al mismo tiempo es siempre universal, porque
existe un solo Cristo y un solo cuerpo de Cristo. La Eucaristía incluye el servicio sacerdotal de la
"representación de Cristo" y, por tanto, la red del servicio, la síntesis de unidad y multiplicidad, que se
manifiesta ya en la palabra comunión. Así, se puede decir, sin lugar a dudas, que este concepto entraña una
síntesis eclesiológica, que une el discurso de la Iglesia al discurso de Dios y a la vida que procede de Dios y
que se vive con Dios; una síntesis que recoge todas las intenciones esenciales de la eclesiología del Vaticano
II y las relaciona entre sí de modo correcto.
Por todos estos motivos, me alegré y expresé mi gratitud cuando el Sínodo de 1985 puso en el centro de la
reflexión el concepto de comunión. Sin embargo, los años sucesivos mostraron que ninguna palabra está
exenta de malentendidos, ni siquiera la mejor o la más profunda. A medida que la palabra comunión se fue
convirtiendo en un eslogan fácil, se fue opacando y desnaturalizando. Como sucedió con el concepto de
pueblo de Dios, también con respecto a comunión se realizó una progresiva horizontalización, el abandono
del concepto de Dios. La eclesiología de comunión comenzó a reducirse a la temática de la relación entre la
Iglesia particular y la Iglesia universal, que a su vez se centró cada vez más en el problema de la división de
competencias entre la una y la otra.
Naturalmente, se difundió de nuevo el motivo del "igualitarismo", según el cual en la comunión sólo podría
haber plena igualdad. Así se llegó de nuevo exactamente a la discusión de los discípulos sobre quién era el
más grande, y resulta evidente que esta discusión en ninguna generación tiende a desaparecer. San Marcos
lo relata con mayor relieve (cf. Mc 9, 33-37). De camino hacia Jerusalén, Jesús había anunciado por tercera
vez a sus discípulos su próxima pasión. Al llegar a Cafarnaúm, les preguntó de qué habían discutido entre sí
a lo largo del camino. "Pero ellos callaban", porque habían discutido sobre quién de ellos era el más grande,
es decir, una especie de discusión sobre el primado.
¿No sucede hoy eso mismo? Mientras el Señor va hacia su pasión; mientras la Iglesia, y en ella él mismo,
sufre, nosotros nos dedicamos a discutir sobre nuestro tema preferido, sobre nuestros derechos de
precedencia. Y si Cristo viniera a nosotros y nos preguntara de qué estábamos hablando, sin duda nos
sonrojaríamos y callaríamos.
Esto no quiere decir que en la Iglesia no se deba discutir también sobre el recto ordenamiento y sobre la
asignación de las responsabilidades. Desde luego, habrá desequilibrios, que deben corregirse.
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¡Venga tu Reino!
Naturalmente, se puede dar un centralismo romano excesivo, que como tal se debe señalar y purificar. Pero
esas cuestiones no pueden distraer del auténtico cometido de la Iglesia: la Iglesia no debe hablar
principalmente de sí misma, sino de Dios; y sólo para que esto suceda de modo puro, hay también
reproches intraeclesiales, que deben tener como guía la correlación del discurso sobre Dios y sobre el
servicio común. En conclusión, no por casualidad en la tradición evangélica se repiten en varios contextos
las palabras de Jesús, según las cuales los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos, como
en un espejo, que afecta siempre a todos.
Frente a la reducción que se verificó con respecto al concepto de comunión después de 1985, la
Congregación para la doctrina de la fe creyó conveniente preparar la "Carta a los obispos de la Iglesia
católica sobre algunos aspectos de la Iglesia considerada como comunión" (Communionis notio), que se
publicó con fecha 28 de mayo de 1992. Dado que en la actualidad muchos teólogos, para cuidar de su
celebridad, sienten el deber de dar una valoración negativa a los documentos de la Congregación para la
doctrina de la fe, sobre ese texto llovieron las críticas, y fue poco lo que se salvó de ellas. Se criticó sobre
todo la frase según la cual la Iglesia universal es una realidad ontológica y temporalmente previa a cada
concreta Iglesia particular.
Esto en el texto se hallaba fundado brevemente con la referencia al hecho de que según los santos
Padres la Iglesia una y única precede la creación y da a luz a las Iglesias particulares (cf. Communionis notio,
9). Los santos Padres prosiguen así una teología rabínica que había concebido como preexistentes la Torah
(Ley) e Israel: la creación habría sido concebida para que en ella existiera un espacio para la voluntad de
Dios, pero esta voluntad necesitaba un pueblo que viviera para la voluntad de Dios y constituyera la luz del
mundo. Dado que los Padres estaban convencidos de la identidad última entre la Iglesia e Israel, no podían
ver en la Iglesia algo casual, surgido a última hora, sino que reconocían en esta reunión de los pueblos bajo
la voluntad de Dios la teleología interior de la creación.
A partir de la cristología, la imagen se ensancha y se profundiza: la historia -nuevamente en relación con el
Antiguo Testamento- se explica como historia de amor entre Dios y el hombre. Dios encuentra y se
prepara la esposa del Hijo, la única esposa, que es la única Iglesia. A partir de las palabras del Génesis,
según las cuales el hombre y la mujer serán "una sola carne" (Gn 2, 24), la imagen de la esposa se fundió
con la idea de la Iglesia como cuerpo de Cristo, metáfora que a su vez deriva de la liturgia eucarística. El
único cuerpo de Cristo es preparado; Cristo y la Iglesia serán "una sola carne", un cuerpo, y así "Dios será
todo en todos". Esta prioridad ontológica de la Iglesia universal, de la única Iglesia y del único cuerpo, de la
única Esposa, con respecto a las realizaciones empíricas concretas en cada una de las Iglesias particulares,
me parece tan evidente, que me resulta difícil comprender las objeciones planteadas.
En realidad, sólo me parecen posibles si no se quiere y ya no se logra ver la gran Iglesia ideada por Dios -tal
vez por desesperación, a causa de su insuficiencia terrena-; hoy se la considera como fruto de la fantasía
teológica y, por tanto, sólo queda la imagen empírica de las Iglesias en su relación recíproca y con sus
conflictos. Pero esto significa que se elimina a la Iglesia como tema teológico. Si sólo se puede ver a la
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¡Venga tu Reino!
Iglesia en las organizaciones humanas, entonces en realidad únicamente queda desolación. En ese caso no
se abandona solamente la eclesiología de los santos Padres, sino también la del Nuevo Testamento y la
concepción de Israel en el Antiguo Testamento. Por lo demás, en el Nuevo Testamento no es necesario
esperar hasta las cartas deutero-paulinas y al Apocalipsis para encontrar la prioridad ontológica, reafirmada
por la Congregación para la doctrina de la fe, de la Iglesia universal con respecto a las Iglesias particulares.
En el corazón de las grandes cartas paulinas, en la carta a los Gálatas, el Apóstol nos habla de la Jerusalén
celestial y no como una grandeza escatológica, sino como una realidad que nos precede: "Esta Jerusalén es
nuestra madre" (Ga 4, 26). Al respecto, H. Schlier destaca que para san Pablo, como para la tradición judaica
en la que se inspira, la Jerusalén celestial es el nuevo eón. Pero para el Apóstol este nuevo eón ya está
presente "en la Iglesia cristiana. Esta es para él la Jerusalén celestial en sus hijos".
Aunque la prioridad ontológica de la única Iglesia no se puede negar seriamente, no cabe duda de que la
cuestión relativa a la prioridad temporal es más difícil. La carta de la Congregación para la doctrina de la fe
remite aquí a la imagen lucana del nacimiento de la Iglesia en Pentecostés por obra del Espíritu Santo.
Ahora no quiero discutir la cuestión de la historicidad de este relato. Lo que cuenta es la afirmación
teológica, que interesa a san Lucas. La Congregación para la doctrina de la fe llama la atención sobre el
hecho de que la Iglesia tiene su inicio en la comunidad de los ciento veinte, reunida en torno a María, sobre
todo en la renovada comunidad de los Doce, que no son miembros de una Iglesia local, sino que son los
Apóstoles, los que llevarán el Evangelio hasta los confines de la tierra.
Para esclarecer aún más la cuestión, se puede añadir que ellos, en su número de doce, son al mismo tiempo
el antiguo y el nuevo Israel, el único Israel de Dios, que ahora -como desde el inicio se hallaba contenido
fundamentalmente en el concepto de pueblo de Dios- se extiende a todas las naciones y funda en todos los
pueblos el único pueblo de Dios. Esta referencia se ve reforzada por otros dos elementos: la Iglesia en este
momento de su nacimiento habla ya en todas las lenguas. Los Padres de la Iglesia, con razón, interpretaron
este relato del milagro de las lenguas como una anticipación de la "Catholica" -la Iglesia desde el primer
instante está orientada "kat'holon"-, abarca todo el universo.
A eso corresponde el hecho de que san Lucas describe al grupo de los oyentes como peregrinos
procedentes de toda la tierra, sobre la base de una tabla de doce pueblos; así quería mostrar que el
auditorio simbolizaba la totalidad de los pueblos. San Lucas enriqueció esa tabla helenística de los pueblos
con un decimotercer nombre: los romanos; de esta forma, sin duda, quería subrayar aún más la idea del
Orbis. No expresa exactamente el sentido del texto de la Congregación para la doctrina de la fe Walter
Kasper cuando, al respecto, dice que la comunidad originaria de Jerusalén fue de hecho Iglesia universal e
Iglesia particular al mismo tiempo; prosigue: "Ciertamente, esto constituye una elaboración lucana, pues,
desde el punto de vista histórico, probablemente ya desde el inicio existían más comunidades: además de
la comunidad de Jerusalén, probablemente existía también la comunidad de Galilea".
Aquí no se trata de la cuestión, para nosotros en definitiva irresoluble, de saber exactamente cuándo y
dónde surgieron por primera vez las comunidades cristianas, sino del inicio interior de la Iglesia en el
tiempo, que san Lucas quiere describir y que, más allá de toda indicación empírica, nos lleva a la fuerza del
Espíritu Santo. Pero, sobre todo, no se hace justicia al relato lucano si se dice que la "comunidad originaria
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¡Venga tu Reino!
de Jerusalén" era al mismo tiempo Iglesia universal e Iglesia local. La primera realidad en el relato de san
Lucas no es una comunidad jerosolimitana originaria; la primera realidad es que, en los Doce, el antiguo
Israel, que es único, se convierte en el nuevo y que ahora este único Israel de Dios, por medio del milagro de
las lenguas, aun antes de ser la representación de una Iglesia local jerosolimitana, se muestra como una
unidad que abarca todos los tiempos y todos los lugares.
En los peregrinos presentes, que provienen de todos los pueblos, esa Iglesia abraza inmediatamente
también a todos los pueblos del mundo. Tal vez no es necesario atribuir demasiado valor a la cuestión de la
precedencia temporal de la Iglesia universal, que san Lucas en su relato propone claramente. Pero sigue
siendo importante que la Iglesia, en los Doce, es engendrada por el único Espíritu, desde el primer instante,
para todos los pueblos y, por consiguiente, también desde el primer momento está orientada a expresarse
en todas las culturas y precisamente así destinada a ser el único pueblo de Dios: no una comunidad local
que crece lentamente, sino la levadura, siempre orientada al conjunto; por tanto, encierra en sí una
universalidad desde el primer instante.
La resistencia contra las afirmaciones de la precedencia de la Iglesia universal con respecto a las Iglesias
particulares es teológicamente difícil de comprender o, incluso, incomprensible. Sólo resulta comprensible a
partir de una sospecha, que sintéticamente se ha formulado así: "Totalmente problemática resulta la
fórmula, si la única Iglesia universal se identifica tácitamente con la Iglesia romana, de facto con el Papa y la
Curia. Si esto sucede, entonces la carta de la Congregación para la doctrina de la fe no se puede entender
como una contribución al esclarecimiento de la eclesiología de comunión; se debe comprender como su
abandono y como el intento de una restauración del centralismo romano".
En ese texto la identificación de la Iglesia universal con el Papa y la Curia se introduce primero como
hipótesis, como peligro, pero luego parece atribuirse de hecho a la carta de la Congregación para la doctrina
de la fe, a la que así se presenta como restauración teológica y, por tanto, como alejamiento del concilio
Vaticano II.
Este salto de interpretación sorprende, pero constituye sin duda una sospecha muy difundida. Es una
expresión concreta de una acusación que se escucha en muchas partes, y que manifiesta también una
creciente incapacidad de representarse algo concreto bajo la Iglesia universal, bajo la Iglesia una, santa y
católica. Como único elemento configurante quedan el Papa y la Curia, y si se les da una clasificación
demasiado alta desde el punto de vista teológico, es comprensible que se vean como una amenaza.
Así, después de lo que sólo aparentemente ha sido un excursus, nos encontramos concretamente frente a la
cuestión de la interpretación del Concilio. La pregunta que nos planteamos ahora es la siguiente: ¿Qué idea
de Iglesia universal tiene propiamente el Concilio? No se puede decir, con verdad, que la carta de la
Congregación para la doctrina de la fe "identifica tácitamente la Iglesia universal con la Iglesia romana, de
facto con el Papa y la Curia". Esta tentación surge cuando anteriormente se identifica la Iglesia local de
Jerusalén con la Iglesia universal, es decir, cuando se reduce el concepto de Iglesia a las comunidades que
aparecen empíricamente y se pierde de vista su profundidad teológica.
94
¡Venga tu Reino!
Conviene volver, con estos interrogantes, al texto mismo del Concilio. Inmediatamente la primera frase de
la constitución sobre la Iglesia aclara que el Concilio no considera a la Iglesia como una realidad cerrada en
sí misma, sino que la ve a partir de Cristo: "Cristo es la luz de los pueblos. Por eso este sacrosanto Sínodo,
reunido en el Espíritu Santo, desea vehementemente iluminar a todos los hombres con la luz de Cristo, que
resplandece sobre el rostro de la Iglesia" (Lumen gentium, 1). En el fondo se aprecia ahí la imagen presente
en la teología de los santos Padres, que ve en la Iglesia la luna, la cual no tiene de por sí luz propia, sino que
refleja la luz del sol, Cristo. Así la eclesiología aparece como dependiente de la cristología, vinculada a ella.
Pero, dado que nadie puede hablar correctamente de Cristo, del Hijo, sin hablar al mismo tiempo del Padre;
y dado que no se puede hablar correctamente del Padre y del Hijo sin ponerse a la escucha del Espíritu
Santo, la visión cristológica de la Iglesia se ensancha necesariamente hasta convertirse en una eclesiología
trinitaria (cf. ib., 2-4).
El discurso sobre la Iglesia es un discurso sobre Dios, y sólo así es correcto. En esta apertura trinitaria, que
ofrece la clave para una correcta lectura de todo el texto, aprendemos, a partir de las realizaciones
históricas concretas, y en todas ellas, lo que es la Iglesia una, santa, lo que significa "Iglesia universal". Esto
se esclarece aún más cuando sucesivamente se muestra el dinamismo interior de la Iglesia hacia el reino de
Dios. La Iglesia, precisamente porque se ha de comprender teo-lógicamente, se trasciende a sí misma: es la
reunión para el reino de Dios, la irrupción en él.
Luego se presentan brevemente las diversas imágenes de la Iglesia, todas las cuales representan a la única
Iglesia: esposa, casa de Dios, familia de Dios, templo de Dios, la ciudad santa, nuestra madre, la Jerusalén
celestial, la grey de Dios, etc. Al final, eso se concreta ulteriormente. Recibimos una respuesta muy práctica
a la pregunta: ¿qué es esta única Iglesia universal, la cual precede ontológica y temporalmente a las Iglesias
locales? ¿Dónde está? ¿Dónde podemos verla actuar?
La constitución responde hablándonos de los sacramentos. En primer lugar está el bautismo: es un
acontecimiento trinitario, es decir, totalmente teológico, mucho más que una socialización vinculada a la
Iglesia local, como, por desgracia, a menudo se dice hoy, desnaturalizando el concepto. El bautismo no
deriva de la comunidad concreta; nos abre la puerta a la única Iglesia; es la presencia de la única Iglesia, y
sólo puede brotar a partir de ella, de la Jerusalén celestial, de la nueva madre. Al respecto, el conocido
ecumenista Vinzenz Pfnür ha dicho recientemente: el bautismo es ser insertados "en el único cuerpo de
Cristo, abierto para nosotros en la cruz (cf. Ef 2, 16), en el que... son bautizados por medio del único Espíritu
(cf. 1 Co 12, 13), lo cual es esencialmente mucho más que el anuncio bautismal común en muchos lugares:
hemos acogido en nuestra comunidad...". En el bautismo llegamos a ser miembros de este único cuerpo, "lo
cual no debe confundirse con la pertenencia a una Iglesia local. De él forma parte la única esposa y el único
episcopado..., en el cual, como dice san Cipriano, sólo se participa en la comunión de los obispos".
En el bautismo la Iglesia universal precede continuamente a la Iglesia local y la constituye. Basándose en
esto, la carta de la Congregación para la doctrina de la fe sobre la comunión puede decir que en la Iglesia no
hay extranjeros: cada uno en cualquier parte está en su casa, y no es huésped. Siempre se trata de la única
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¡Venga tu Reino!
Iglesia, la única y la misma. Quien es bautizado en Berlín, está en su casa en la Iglesia en Roma o en Nueva
York o en Kinshasa o en Bangalore o en cualquier otro lugar, del mismo modo que en la Iglesia donde fue
bautizado. No debe registrarse de nuevo, pues la Iglesia es única. El bautismo viene de ella y da a luz en ella.
Quien habla del bautismo, de por sí habla también de la palabra de Dios, que para la Iglesia entera es sólo
una, y continuamente la precede en todos los lugares, la convoca y la edifica. Esta palabra está por encima
de la Iglesia y, a pesar de ello, está en ella, ha sido encomendada a ella como sujeto vivo. Para estar
presente de modo eficaz en la historia, la palabra de Dios necesita este sujeto, pero este sujeto, a su vez, no
subsiste sin la fuerza vivificante de la palabra, que ante todo la hace sujeto.
Cuando hablamos de la palabra de Dios, nos referimos también al Credo, que está en el centro del evento
bautismal; es la modalidad con la que la Iglesia acoge la palabra y la hace propia, siendo de algún modo
palabra y, al mismo tiempo, respuesta. También aquí está presente la Iglesia universal, la única Iglesia, de
modo muy concreto y perceptible.
El texto conciliar pasa del bautismo a la Eucaristía, en la que Cristo da su cuerpo y nos convierte así en su
cuerpo. Este cuerpo es único; así, nuevamente la Eucaristía, para toda Iglesia local, es el lugar de la inserción
en el único Cristo, el llegar a ser uno con todos los que participan en la comunión universal, que une el
cielo y la tierra, a los vivos y a los muertos, el pasado, el presente y el futuro, y abre a la eternidad.
La Eucaristía no nace de la Iglesia local y no termina en ella. Manifiesta continuamente que Cristo entra en
nosotros desde fuera a través de nuestras puertas cerradas. Viene continuamente a nosotros desde fuera,
desde el único y total cuerpo de Cristo, y nos introduce en él. Este "extra nos" del sacramento se revela
también en el ministerio del obispo y del presbítero: la Eucaristía necesita del sacramento del servicio
sacerdotal precisamente porque la comunidad no puede darse a sí misma la Eucaristía; debe recibirla del
Señor a través de la mediación de la única Iglesia.
La sucesión apostólica, que constituye el ministerio sacerdotal, implica tanto el aspecto sincrónico como el
diacrónico del concepto de Iglesia: pertenecer al conjunto de la historia de la fe desde los Apóstoles y estar
en comunión con todos los que se dejan reunir por el Señor en su cuerpo. La constitución Lumen gentium
sobre la Iglesia trató de forma destacada del ministerio episcopal en el tercer capítulo y aclaró su significado
a partir del concepto fundamental del colegio. Este concepto, que sólo aparece de forma marginal en la
tradición, sirve para ilustrar la unidad interior del ministerio episcopal. No se es obispo como individuo, sino
a través de la pertenencia a un cuerpo, a un colegio, el cual a su vez representa la continuidad histórica del
colegio de los Apóstoles. En este sentido, el ministerio episcopal deriva de la única Iglesia e introduce en
ella. Precisamente aquí se puede comprobar que no existe teológicamente ninguna contraposición entre
Iglesia local e Iglesia universal. El obispo representa en la Iglesia local a la única Iglesia, y edifica la única
Iglesia mientras edifica la Iglesia local y aprovecha sus dones particulares para la utilidad de todo el cuerpo.
El ministerio del Sucesor de Pedro es un caso particular del ministerio episcopal y está vinculado de modo
especial a la responsabilidad de la unidad de la Iglesia entera. Pero este ministerio de Pedro y su
responsabilidad ni siquiera podrían existir si no existiera ante todo la Iglesia universal. En efecto, se movería
en el vacío y constituiría una pretensión absurda. Sin duda hubo que ir redescubriendo continuamente,
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¡Venga tu Reino!
incluso con grandes esfuerzos y sufrimientos, la correlación correcta de episcopado y primado. Pero esta
búsqueda sólo se plantea de modo correcto cuando se considera a partir del primado de la misión específica
de la Iglesia, y orientada y subordinada a él en todo tiempo; es decir, la tarea de llevar a Dios a los hombres,
y a los hombres a Dios. El objetivo de la Iglesia es el Evangelio, y en ella todo debe girar en torno a él.
En este momento quisiera interrumpir el análisis del concepto de comunión y tomar posición, al menos
brevemente, con respecto al aspecto más discutido de la Lumen gentium: el significado de la ya
mencionada frase, en el número 8 de dicha constitución, según la cual la única Iglesia de Cristo, que en el
Símbolo profesamos única, santa, católica y apostólica, "subsiste" en la Iglesia católica, gobernada por el
sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él. La Congregación para la doctrina de la fe, en 1985,
se vio obligada a tomar posición con respecto a ese texto, muy discutido, con ocasión de un libro de
Leonardo Boff, en el que el autor sostenía la tesis de que la única Iglesia de Cristo, al igual que subsiste en la
Iglesia católica romana, de la misma forma subsiste también en otras Iglesias cristianas. Es superfluo decir
que el pronunciamiento de la Congregación para la doctrina de la fe fue objeto de fuertes críticas y luego
relegado al olvido.
En el intento de analizar cuál es la situación actual de la aplicación de la eclesiología conciliar, la cuestión de
la interpretación del "subsistit" es inevitable, y al respecto se debe tener presente el único pronunciamiento
oficial del Magisterio después del Concilio sobre este palabra, es decir, la citada Notificación.
Quince años más tarde, aparece con mucha mayor claridad que entonces que no se trataba meramente de
un autor teológico concreto, sino de una visión de Iglesia que circula, con diversas variantes, y que sigue
vigente en la actualidad.
La clarificación de 1985 presentó con amplitud el contexto de la tesis de Boff, a la que hemos aludido. No es
necesario profundizar más esos detalles, porque lo que nos interesa es algo más fundamental. La tesis, cuyo
representante entonces era Boff, se podría caracterizar como relativismo eclesiológico. Encuentra su
justificación en la teoría según la cual el "Jesús histórico" de por sí no habría pensado en una Iglesia y, por
tanto, mucho menos la habría fundado. La Iglesia, como realidad histórica, sólo habría surgido después de la
Resurrección, en el proceso de pérdida de tensión escatológica, a causa de las inevitables necesidades
sociológicas de la institucionalización, y al inicio ni siquiera habría existido una Iglesia universal "católica",
sino sólo diversas Iglesias locales, con diversas teologías, diversos ministerios, etc.
Por tanto, ninguna Iglesia institucional podría afirmar que es la única Iglesia de Jesucristo, querida por Dios
mismo; todas las formas institucionales habrían surgido de necesidades sociológicas, y en consecuencia,
como tales, todas serían construcciones que se pueden o, incluso, se deben cambiar radicalmente según las
nuevas circunstancias. En su calificación teológica se diferenciarían de modo muy secundario. Así pues, se
podría decir que en todas, o por lo menos en muchas, subsistiría la "única Iglesia de Cristo".
A propósito de esa hipótesis, surge naturalmente la pregunta: ¿con qué derecho, en esa visión, se puede
hablar simplemente de una única Iglesia de Cristo?
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¡Venga tu Reino!
La tradición católica, por el contrario, ha elegido otro punto de partida: confía en los evangelistas, cree en
ellos. Entonces resulta evidente que Jesús, el cual anunció el reino de Dios, para su realización reunió en
torno a sí algunos discípulos; no sólo les dio su palabra como nueva interpretación del Antiguo Testamento,
sino también, en el sacramento de la última Cena, les hizo el don de un nuevo centro unificante, por medio
del cual todos los que se profesan cristianos, de un modo totalmente nuevo, llegan a ser uno con él, hasta el
punto de que san Pablo pudo designar esa comunión como formar un solo cuerpo con Cristo, como la
unidad de un solo cuerpo en el Espíritu. Entonces resulta evidente que la promesa del Espíritu Santo no era
un anuncio vago, sino que indicaba la realidad de Pentecostés; es decir, la Iglesia no fue pensada y hecha
por hombres, sino que fue creada por medio del Espíritu; es y sigue siendo criatura del Espíritu Santo.
Entonces, la institución y el Espíritu están en la Iglesia en una relación muy diversa de la que las
mencionadas corrientes de pensamiento quisieran sugerirnos. Entonces la institución no es simplemente
una estructura, que se puede cambiar o derribar a placer, que no tendría nada que ver con la realidad de la
fe como tal. En consecuencia, esta forma de corporeidad pertenece a la Iglesia misma. La Iglesia de Cristo
no está oculta de modo inaferrable detrás de las múltiples configuraciones humanas, sino que existe
realmente, como Iglesia verdadera, que se manifiesta en la profesión de fe, en los sacramentos y en la
sucesión apostólica.
Por consiguiente, el Vaticano II, con la fórmula del "subsistit", de acuerdo con la tradición católica, quería
decir exactamente lo contrario de lo que dice el "relativismo eclesiológico": la Iglesia de Jesucristo existe
realmente. Él mismo la quiso, y el Espíritu Santo la crea continuamente desde Pentecostés, a pesar de todos
los límites humanos, y la sostiene en su identidad esencial. La institución no es una exterioridad inevitable,
pero teológicamente irrelevante o incluso perjudicial, sino que, en su núcleo esencial, pertenece a la
realidad concreta de la Encarnación. El Señor mantiene su palabra: "Las puertas del infierno no
prevalecerán contra ella".
Al llegar a este punto, resulta necesario analizar un poco más a fondo el sentido de la palabra "subsistit".
Con esta expresión el Concilio se aparta de la fórmula de Pío XII que, en su encíclica Mystici corporis Christi,
había dicho: la Iglesia católica "es" ("est") el único cuerpo de Cristo. En la diferencia entre "subsistit" y "est"
subyace todo el problema ecuménico. La palabra "subsistit" deriva de la filosofía antigua, desarrollada
ulteriormente en la escolástica. A ella corresponde la palabra griega "hypóstasis", que en la cristología
desempeña un papel fundamental para describir la unión de las naturalezas divina y humana en la persona
de Cristo. "Subsistere" es un caso especial de "esse". Es el ser en la forma de un sujeto "a se stante". Aquí se
trata precisamente de esto. El Concilio quiere decir que la Iglesia de Jesucristo, como sujeto concreto en
este mundo, puede encontrarse en la Iglesia católica. Eso sólo puede suceder una vez, y la concepción según
la cual el "subsistit" se debería multiplicar no corresponde a lo que pretendía decir. Con la palabra
"subsistit" el Concilio quería expresar la singularidad y la no multiplicabilidad de la Iglesia católica: existe la
Iglesia como sujeto en la realidad histórica.
Sin embargo, la diferencia entre "subsistit" y "est" encierra el drama de la división eclesial. Aunque la Iglesia
sólo sea una y subsista en un único sujeto, también fuera de este sujeto existen realidades eclesiales,
verdaderas Iglesias locales y diversas comunidades eclesiales. Dado que el pecado es una contradicción, en
98
¡Venga tu Reino!
definitiva esta diferencia entre "subsistit" y "est" no puede resolverse plenamente desde el punto de vista
lógico. En la paradoja de la diferencia entre singularidad y realidad concreta de la Iglesia, por una parte, y
existencia de una realidad eclesial fuera del único sujeto, por otra, se refleja lo contradictorio que es el
pecado humano, lo contradictoria que es la división. Esa división es algo totalmente diferente de la
dialéctica relativista, antes descrita, en la que la división de los cristianos pierde su aspecto doloroso y en
realidad no es una fractura, sino sólo el manifestarse de las múltiples variaciones de un único tema, en el
que todas las variaciones, de alguna manera, tienen razón y de algún modo no la tienen. En realidad no
existe una necesidad intrínseca para la búsqueda de la unidad, porque de todos modos, en verdad, la única
Iglesia está en todas partes y a la vez en ninguna. Por tanto, en realidad, el cristianismo sólo existiría en la
correlación dialéctica de variaciones opuestas. El ecumenismo consistiría en que todos, de algún modo, se
reconocen recíprocamente, porque todos serían sólo fragmentos de la realidad cristiana.
El ecumenismo sería, por consiguiente, resignarse a una dialéctica relativista, dado que el Jesús histórico
pertenece al pasado y, de cualquier modo, la verdad sigue estando escondida.
La visión del Concilio es muy diversa: el hecho de que en la Iglesia católica esté presente el "subsistit" del
único sujeto Iglesia no es mérito de los católicos, sino sólo obra de Dios, que él hace perdurar a pesar del
continuo demérito de los sujetos humanos. Estos no pueden gloriarse de ello, sino sólo admirar la fidelidad
de Dios, avergonzándose de sus pecados y al mismo tiempo llenos de gratitud. Pero el efecto de sus
pecados se puede ver: todo el mundo contempla el espectáculo de las comunidades cristianas divididas y
enfrentadas, que reivindican recíprocamente sus pretensiones de verdad y así aparentemente hacen inútil
la oración que Cristo elevó en la víspera de su pasión. Mientras la división, como realidad histórica, es
perceptible a todos, la subsistencia de la única Iglesia en la figura concreta de la Iglesia católica sólo se
puede percibir como tal por la fe.
El concilio Vaticano II advirtió esta paradoja y, precisamente por eso, declaró que el ecumenismo es un
deber, como búsqueda de la verdadera unidad, y la encomendó a la Iglesia del futuro.
Llego a la conclusión. Quien quiere comprender la orientación de la eclesiología conciliar, no puede olvidar
los capítulos 4-7 de la constitución Lumen gentium, en los que se habla de los laicos, de la vocación
universal a la santidad, de los religiosos y de la orientación escatológica de la Iglesia. En esos capítulos se
vuelve a destacar una vez más el objetivo intrínseco de la Iglesia, lo que es más esencial a su existencia: se
trata de la santidad, de cumplir la voluntad de Dios, de que en el mundo exista espacio para Dios, de que
pueda Dios habitar en él y así el mundo se convierta en su "reino". La santidad es algo más que una cualidad
moral. Es el habitar de Dios con los hombres, de los hombres con Dios, la "tienda" de Dios entre nosotros y
en medio de nosotros (cf. Jn 1, 14). Se trata del nuevo nacimiento, no de carne ni de sangre, sino de Dios (cf.
Jn 1, 13). La orientación a la santidad es lo mismo que la orientación escatológica, y de hecho ahora esa
orientación a la santidad, a partir del mensaje de Jesús, es fundamental para la Iglesia. La Iglesia existe para
convertirse en morada de Dios en el mundo, siendo así "santa": por ser más santos se debería competir en
la Iglesia, y no sobre mayores o menores derechos de precedencia, ni sobre quién debe ocupar los primeros
lugares. Y todo esto, una vez más, se halla recogido y sintetizado en el último capítulo de la constitución
sobre la Iglesia, que trata de la Madre del Señor.
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¡Venga tu Reino!
A primera vista, la inserción de la mariología dentro de la eclesiología, que realizó el Concilio, podría parecer
más bien casual. Desde el punto de vista histórico, es verdad que esta inserción la decidió una mayoría muy
relativa de padres. Pero desde un punto de vista más interior, esta decisión corresponde perfectamente a la
orientación del conjunto de la constitución: sólo entendiendo esta correlación, se entiende correctamente
la imagen de la Iglesia que el Concilio quería trazar. En esta decisión se aprovecharon las investigaciones de
H. Rahner, A. Müller, R. Laurentin y Karl Delahaye, gracias a los cuales la mariología y la eclesiología se
renovaron y profundizaron al mismo tiempo. Sobre todo Hugo Rahner mostró de modo notable, a partir de
las fuentes, que toda la mariología fue pensada y enfocada por los santos Padres ante todo como
eclesiología: la Iglesia es virgen y madre, fue concebida sin pecado y lleva el peso de la historia, sufre y, a
pesar de eso, ya está elevada a los cielos.
En el curso del desarrollo sucesivo se revela muy lentamente que la Iglesia es anticipada en María, es
personificada en María y que, viceversa, María no es un individuo aislado, cerrado en sí mismo, sino que
entraña todo el misterio de la Iglesia. La persona no está cerrada de forma individualista y la comunidad no
se comprende de forma colectivista, de modo impersonal; ambas se superponen recíprocamente de forma
inseparable. Esto vale ya para la mujer del Apocalipsis, tal como aparece en el capítulo 12: no es correcto
limitar esta figura exclusivamente, de modo individualista, a María, porque en ella se contempla al mismo
tiempo a todo el pueblo de Dios, el antiguo y el nuevo Israel, que sufre y en el sufrimiento es fecundo; pero
tampoco es correcto excluir de esta imagen a María, la madre del Redentor. Así, en la superposición entre
persona y comunidad, como la encontramos en este texto, ya está anticipada la relación íntima entre María
y la Iglesia, que luego se desarrolló lentamente en la teología de los Padres y, al final, la recogió el Concilio.
El hecho de que más tarde ambas se hayan separado, de que María haya sido considerada como un
individuo lleno de privilegios y por eso infinitamente lejano a nosotros, y de que la Iglesia, a su vez, haya
sido vista de modo impersonal y puramente institucional, ha dañado en igual medida tanto a la mariología
como a la eclesiología.
Aquí han influido las divisiones, que ha realizado de modo particular el pensamiento occidental y que, por lo
demás, tienen sus buenos motivos. Pero si queremos comprender correctamente a la Iglesia y a María,
debemos saber volver a la situación anterior a esas divisiones, para entender la naturaleza superindividual
de la persona y superinstitucional de la comunidad, precisamente donde la persona y la comunidad se
remiten a su origen a partir de la fuerza del Señor, del nuevo Adán.
La visión mariana de la Iglesia y la visión eclesial, histórico-salvífica, de María nos llevan en definitiva a Cristo
y al Dios trino, porque aquí se manifiesta lo que significa la santidad, lo que es la morada de Dios en el
hombre y en el mundo, lo que debemos entender por tensión "escatológica" de la Iglesia. Sólo así el
capítulo de María se presenta como culmen de la eclesiología conciliar y nos remite a su punto de partida
cristológico y trinitario.
Para ofrecer una muestra de la teología de los santos Padres, quisiera proponer, como conclusión, un texto
de san Ambrosio, elegido por Hugo Rahner: "Así pues, estad firmes en el terreno de vuestro corazón. El
Apóstol nos explica lo que significa estar; Moisés lo escribió: "el lugar en el que estás es tierra santa". Nadie
está, si no es quien está firme en la fe... y también está escrito: "Pero tú está firme conmigo". Tú estarás
100
¡Venga tu Reino!
firme conmigo si estás en la Iglesia. La Iglesia es la tierra santa sobre la que debemos estar.... Por tanto, está
firme, está en la Iglesia. Está firme donde quiero aparecerme a ti, allí estaré junto a ti. Donde está la Iglesia,
allí es el lugar firme de tu corazón. Sobre la Iglesia se apoyan los cimientos de tu alma. En efecto, en la
Iglesia yo me he aparecido a ti, como lo hice en otro tiempo en la zarza ardiente. La zarza eres tú, yo soy el
fuego. Fuego en la zarza yo soy en tu carne. Fuego yo soy, para iluminarte; para quemar las espinas de tus
pecados, para darte el favor de mi gracia".
Card. JOSEPH RATZINGER
Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe
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¡Venga tu Reino!
La Iglesia, una comunidad siempre en camino
Joseph Ratzinger
NOTA IMPORTANTE: En la presente edición digital no aparecen todas las notas de pie de página del libro
original, debido a su gran número y extensión. Se dejaron sólo las principales, especialmente las
aclaraciones del Santo Padre. El cuerpo del texto sí es el mismo que en el original.
CONTENIDO
Presentación
Preámbulo
1. Origen y naturaleza de la Iglesia
1. Consideraciones metodológicas preliminares
2. El testimonio neotestamentario sobre el origen y la naturaleza de la Iglesia
2.1. Jesús y la Iglesia
2.2. La autodesignación de la Iglesia
2.3. La doctrina paulina de la Iglesia como cuerpo de Cristo
3. La visión de la Iglesia en los Hechos de los Apóstoles
2. El primado de Pedro y la unidad de la Iglesia
1. El puesto de Pedro en el Nuevo Testamento
1.1. La misión de Pedro en el conjunto de la tradición neotestamentaria
1.2. Pedro en el grupo de los doce, según la tradición sinóptica
1.3. El dicho sobre el ministerio de Mt 16, 17-19
2. La sucesión de Pedro
2.1. El principio de la sucesión en general
2.2. La sucesión romana de Pedro
3. Reflexiones finales
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¡Venga tu Reino!
3. Iglesia universal e Iglesia particular. El cometido del obispo
1. Eclesiología eucarística y ministerio episcopal
2. Las estructuras de la Iglesia universal en la eclesiología eucarística
3. Consecuencias para el ministerio y el cargo del obispo
4. Naturaleza del sacerdocio
Reflexiones preliminares: los problemas
1. La fundación del ministerio neotestamentario: apostolado como participación en la misión de
Cristo
2. La sucesión de los apóstoles
3. Sacerdocio universal y sacerdocio particular: Antiguo y Nuevo Testamento
4. Observaciones finales para el sacerdote de hoy
5. Una compañía en el camino. La Iglesia y su ininterrumpida renovación
1. El descontento respecto a la Iglesia
2. Reforma inútil
3. La esencia de la verdadera reforma
4. Moral, perdón y expiación: el centro personal de la reforma
5. El sufrimiento, el martirio y el gozo de la redención
6. Conciencia y verdad
1. Una conversación sobre la conciencia errónea y algunas primeras conclusiones
2. Newman y Sócrates, guías de la conciencia
3. Consecuencias sistemáticas: los dos niveles de la conciencia
3.1. Anámnesis
3.2. Conscientia
4. Conciencia y gracia
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¡Venga tu Reino!
Epílogo. ¿Partido de Cristo o Iglesia de Jesucristo?
Presentación
Sí, la Iglesia está viva... Y la Iglesia es joven. Ella lleva en sí misma el futuro del mundo y, por tanto, indica
también a cada uno de nosotros la vía hacia el futuro», con estas palabras, llenas de esperanza y optimismo,
inauguraba Benedicto XVI su pontificado. El que fuera gran teólogo y prefecto de la Congregación para la
Doctrina de la fe en el último cuarto del siglo XX recopiló en este libro, hace algo más de una década, una
serie de reflexiones sobre la Iglesia y su misión. Ahora rescatamos para nuestros lectores esta magnífica
obra eclesiológica que no sólo no ha perdido actualidad, sino que adquiere mayor fuerza y vitalidad por la
providencial trayectoria del autor y su nueva misión petrina. Entonces, el Cardenal Joseph Ratzinger decía
que «preguntarse por la Iglesia equivalía en gran medida a preguntarse cómo hacerla diferente y mejor». A
lo largo de seis breves capítulos se interrogaba por su origen y naturaleza, por su unidad y el primado de
Pedro, por su universalidad y reforma, por la naturaleza del sacerdocio y otros temas de interés. El subtítulo
de la obra es también altamente significativo: Una comunidad siempre en camino, pues este sentido de
peregrinación de la comunidad eclesial ha vuelto a ser retomado por Benedicto XVI, como decía en la Santa
Misa de la Plaza de San Pedro, el día 24 de abril, con motivo de la entrega del Palio petrino y del anillo del
Pescador al Obispo de Roma: «La Iglesia en su conjunto ha de ponerse en camino como Cristo para rescatar
a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel
que nos da la vida, y vida en plenitud».
El Editor
Preámbulo
Preguntar hoy por la Iglesia equivale, en gran medida, a preguntar cómo hacerla diferente y mejor. Ya el
que desea reparar una radio, y más aún el que se propone curar un organismo, debe examinar ante todo
cómo está articulado ese organismo. El que, además, desea que la acción no sea ciega, y por lo mismo
destructiva, debe interrogarse ante todo por el ser. También hoy la voluntad de actuar en la Iglesia exige
ante todo paciencia para preguntarse qué es la Iglesia, de dónde viene y a qué fin está ordenada; también
hoy la ética eclesial sólo puede estar rectamente orientada si se deja iluminar y guiar por el logos de la fe.
En este sentido, los seis capítulos de la presente obra intentan ofrecer un primer hilo conductor a través de
la eclesiología católica. Los tres primeros capítulos se escribieron para un curso de teología, con motivo del
cual se reunieron en Río de Janeiro, del 23 al 27 de julio de 1990, unos cien obispos provenientes de todas
las partes de Brasil. El tema principal se refiere a la relación entre Iglesia universal e Iglesia particular,
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¡Venga tu Reino!
especialmente al primado del sucesor de Pedro y a su relación con el ministerio episcopal. El clima de
comunión fraterna reinante en aquellos días entre los participantes fue una interpretación concreta del
tema propuesto. Pudimos experimentar así felizmente la catolicidad en su viva urdimbre de unidad y
multiplicidad. Espero que también la palabra escrita logre transmitir algo del espíritu de aquel encuentro,
favoreciendo así una nueva comprensión de la Iglesia.
A estos tres capítulos he añadido la conferencia que pronuncié en octubre de 1990 en la apertura del
Sínodo de los obispos sobre el sacerdocio a manera de introducción a los debates sobre la formación
sacerdotal. La obra comprende además el discurso sobre la Iglesia y la reforma eclesial que pronuncié el 1
de septiembre de 1990 en la clausura del meeting anual de Rímini. Con ello, rebasando la problemática de
las aportaciones de Río, centradas en el ministerio episcopal, la pregunta sobre la estructura y la vida de la
Iglesia debe encontrar la debida amplitud y quedará actualizado el nexo con los problemas actuales de la
vida eclesial. En esta perspectiva he insertado en el volumen también la conferencia sobre Conciencia y
verdad pronunciada anteriormente en Dallas (EE.UU.) y repetida después en Siena. En ella se afronta el
problema de la relación entre la absolutidad de la conciencia frente a Dios y el nexo contemporáneo
eclesial, para esclarecer el fundamento y el límite de este nexo interior. De hecho, el concepto de Iglesia se
investiga en su más profunda naturaleza sólo cuando resulta claro hasta qué punto la Iglesia penetra en mi
intimidad, en mi alma, en mi conciencia.
Una homilía que pronuncié en enero de 1990 en el seminario de Filadelfia (EE.UU.) intenta explicar una vez
más, como colofón, la orientación espiritual de toda la obra. Con ello espero que, en la crisis que la
conciencia eclesial está atravesando, la obra pueda servir de aclaración y de ayuda.
Joseph Ratzinger
Roma, en la festividad de los santos apóstoles Pedro y Pablo de 1991
Origen y naturaleza de la Iglesia
1. Consideraciones metodológicas preliminares
Los problemas sobre los que acostumbramos a hablar hoy a propósito de la Iglesia son en su mayoría de
carácter práctico: cuál es la responsabilidad del obispo; cuál es el significado de las Iglesias particulares en la
Iglesia de Jesucristo en su totalidad; por qué el papado; de qué modo obispos y papa, Iglesia particular e
Iglesia universal deben colaborar entre sí; cuál es la posición del laico en la Iglesia . Pero, para poder dar
una respuesta apropiada a estos problemas prácticos, debemos anteponer el interrogante fundamental:
¿Qué es la Iglesia? ¿Para qué existe? ¿De dónde viene? ¿La quiso efectivamente Cristo? Y, si la quiso, ¿cómo
es la Iglesia que él pensó? Sólo respondiendo de modo pertinente a estas preguntas fundamentales
tendremos la posibilidad de encontrar una respuesta adecuada a cada uno de los problemas prácticos.
105
¡Venga tu Reino!
Mas, precisamente el problema de la relación entre Jesús y la Iglesia, y sobre todo el problema de la forma
originaria de la Iglesia en el Nuevo Testamento, está de tal manera cubierto por la maraña de las hipótesis
exegéticas que aparece prácticamente excluida la esperanza de poder conseguir de algún modo una
respuesta adecuada, existiendo el peligro de escoger las soluciones que parecen más simpáticas o de eludir
el problema para pasar en seguida a las cuestiones prácticas. Pero una pastoral semejante estará basada en
el escepticismo; con ello no intentaríamos tampoco seguir la voluntad del Señor, sino que correríamos a
ciegas detrás de lo que parece alcanzable; nos convertiríamos en ciegos que guían a otros ciegos (cf Mt
15,14).
Es posible encontrar un camino a través de la selva de las hipótesis exegéticas, a condición de que no nos
conformemos con penetrar en ella por un punto cualquiera armados de machete. En ese caso nos veríamos
envueltos en una lucha ininterrumpida con las diferentes teorías y terminaríamos quedando prisioneros de
sus contradicciones. Lo que procede ante todo es echar una especie de mirada general desde arriba; si la
mirada abarca un área más vasta, es posible distinguir también las diversas direcciones. Hay que seguir, por
tanto, el camino recorrido por la exégesis en el espacio más o menos de un siglo; entonces se distinguen los
grandes meandros y se descubren, por así decir, los valles a través de los cuales discurren sus corrientes. Se
aprende así a discernir los caminos viables de los senderos cortados.
Al intentar trazar esta panorámica podemos distinguir tres generaciones de exegetas y, por tanto, tres
grandes giros en la historia exegética de nuestro siglo. En sus comienzos tenemos la exégesis liberal, que, de
acuerdo con la visión liberal del mundo, ve en Jesús al gran individualista, que libra a la religión de las
instituciones cultuales, reduciéndola a pura ética, la cual, a su vez, se funda enteramente en la
responsabilidad de la conciencia individual. Un Jesús de este tipo, que rechaza el culto, trasforma la religión
en moral y explica esta última como asunto privado del individuo, no puede naturalmente ser el fundador
de ninguna Iglesia. Como adversario de todas las instituciones, no será él quien cree una.
La primera guerra mundial provocó el hundimiento del mundo liberal, y con ello también el alejamiento de
su individualismo y de su moral subjetiva. Las grandes corporaciones políticas que se habían apoyado
enteramente en la ciencia y en la técnica como portadoras del progreso de la humanidad habían fracasado
como autoridad moral del ordenamiento social. Se suscitó así una fuerte exigencia de comunidad en la
esfera de lo sagrado. Hubo un redescubrimiento de la Iglesia también en el mismo ámbito protestante. En la
teología escandinava se desarrolló una exégesis cultual que, en estricta oposición al pensamiento liberal, no
veía ya a Jesús como crítico del culto, sino que entendía el culto como espacio vital interior de la Biblia,
tanto del Nuevo como del Antiguo Testamento, e intentaba interpretar también el pensamiento y la
voluntad de Jesús a partir de la gran corriente de la liturgia viva. Análogas tendencias se manifestaron en el
área de lengua inglesa. Pero también en el protestantismo alemán había surgido un nuevo significado de
Iglesia; se dio cuenta de que el Mesías no es concebible sin su pueblo . Con el cambio favorable a los
sacramentos se le reconoció a la última cena de Jesús un significado fundante respecto a la comunidad y se
formuló la tesis de que, a través de la cena misma. Jesús había dado vida a una nueva comunidad, de modo
que la cena constituía el origen de la Iglesia y su criterio permanente . Los teólogos rusos exiliados en
Francia desarrollaron, basándose en la tradición ortodoxa, este mismo concepto en una eclesiología
eucarística, que después del Vaticano II ha ejercido una gran influencia en el mundo católico .
106
¡Venga tu Reino!
Después de la segunda guerra mundial, la humanidad se dividió cada vez más netamente en dos campos:
por una parte, el mundo de los pueblos ricos, inspirado de nuevo ampliamente en el modelo liberal, y por
otra el bloque marxista, que se erigió en portavoz de los pueblos pobres de Sudamérica, de África y de Asia,
y a la vez en modelo de su futuro. Con esto se perfiló también una doble división en las tendencias
teológicas. En el mundo neoliberal de Occidente se afirmó en formas nuevas una variante de la antigua
teología liberal: la interpretación escatológica del mensaje de Jesús. Es verdad que no se concibió ya a Jesús
como un puro moralista, pero su figura sigue siendo la de un antagonista del culto y de las instituciones
históricas del Antiguo Testamento. Se volvía así al viejo esquema que reduce el Antiguo Testamento a
sacerdote y profeta, a culto, instituciones y derecho por una parte, y profecía, carisma y libertad creadora
por otra. En esta óptica, sacerdote, culto, institución y derecho aparecen como algo negativo, que es preciso
superar, mientras que Jesús se colocaría en la línea de los profetas, a la que pone término, frente al
sacerdocio visto como responsable de la muerte de Jesús y de los profetas. Con ello se desarrolla una nueva
variante del individualismo liberal: Jesús proclama el fin de las instituciones. Su mensaje escatológico pudo
concebirse en el condicionamiento histórico como anuncio del fin del mundo; sin embargo es asimilado
como ruptura y paso de lo institucional a lo carismático, como fin de las religiones o, en todo caso, como fe
«no mundana» que crea y renueva de continuo sus propias formas. Una vez más no se puede hablar de
fundación de la Iglesia, pues contrastaría con la radicalidad escatológica .
Pero este nuevo tipo de impostación liberal podía muy fácilmente transformarse en una interpretación
bíblica de orientación marxista. La contraposición entre sacerdotes y profetas se convierte en anticipación
de la lucha de clases como ley de la historia. Por consiguiente, Jesús murió en la lucha contra las fuerzas de
la opresión. Se convirtió así en el símbolo del proletariado que sufre y lucha, del «pueblo», como hoy se
prefiere decir. El carácter escatológico del mensaje se refiere entonces al fin de la sociedad de clases; en la
dialéctica profeta-sacerdote se expresa la dialéctica de la historia, que últimamente se cierra con la victoria
de los oprimidos y con el advenimiento de la sociedad sin clases. En semejante perspectiva resulta muy fácil
integrar el hecho de que Jesús habló muy poco de Iglesia, y muy a menudo del reino de Dios; por eso el
«reino» es la sociedad sin clases y se convierte en la meta a la que tiende la lucha del pueblo oprimido;
meta que se considera alcanzada donde el proletariado, o su partido, el socialismo, consigue la victoria. La
eclesiología recobra, pues, significado en el sentido del modelo dialéctico, constituido por la escisión de la
Biblia en sacerdotes y profetas, a la que corresponde una distinción entre institución y pueblo. Conforme a
este modelo dialéctico, se opone a la Iglesia institucional, o sea, a la «Iglesia oficial», la «Iglesia del pueblo»,
que nace de continuo del pueblo y desarrolla así las intenciones de Jesús, a saber, su lucha contra la
institución y contra su fuerza opresora para lograr una sociedad nueva y libre, que será «el reino».
Naturalmente, he expuesto aquí una presentación muy esquemática de los tres grandes períodos en que se
articula la historia exegética más reciente del testimonio bíblico sobre Jesús y sobre su Iglesia. En detalle, las
variantes son muy numerosas; pero ahora puede verse el movimiento en sus líneas generales. ¿Qué nos
muestra esta panorámica de las hipótesis exegéticas de un siglo? Sobre todo pone de manifiesto el hecho
de que los grandes modelos interpretativos provienen de la orientación de pensamiento de las respectivas
épocas. Por consiguiente, nos acercaremos a la verdad despojando a cada una de las teorías de su talante
ideológico contemporáneo. Tal es, por así decir, el criterio hermenéutico que nos ofrece la toma aérea del
107
¡Venga tu Reino!
panorama exegético. Esto significa, al mismo tiempo, que adquirimos una nueva confianza en la continuidad
interior de la memoria de la Iglesia. En su vida sacramental, lo mismo que en su anuncio de la palabra,
constituye un sujeto determinado, cuya memoria mantiene presente la enseñanza y la acción de Jesús
aparentemente pertenecientes al pasado. Ello no significa que la Iglesia no tenga nada que aprender de las
corrientes teológicas desarrolladas históricamente. Cada nueva situación de la humanidad revela aspectos
nuevos del espíritu humano y abre nuevos acercamientos a lo real. Por eso la Iglesia, en el contacto con las
experiencias históricas de la humanidad, puede encontrar un guía que la lleve a penetrar más
profundamente cada vez en la verdad y a reconocer en ella nuevas dimensiones que sin tales experiencias
no hubiera sido posible comprender. Pero el escepticismo es siempre oportuno donde despuntan nuevas
interpretaciones que atacan la identidad de la memoria eclesial, la sustituyen con otro pensamiento y
quieren así destruirla en cuanto memoria. Hemos adquirido así un segundo criterio de distinción. Si antes
decíamos que hay que eliminar de cada una de las diversas interpretaciones lo que proviene de la ideología
moderna, ahora podemos afirmar, por el contrario, que la conciliación con la memoria fundamental de la
Iglesia es el criterio para establecer lo que, desde un punto de vista histórico, hay que considerar fiel
respecto a lo que proviene no de la palabra de la Biblia, sino del pensamiento personal propio. Ambos
criterios: el negativo de la ideología y el positivo de la memoria fundamental de la Iglesia, se integran y
pueden ayudarse a permanecer lo más cerca posible de la palabra bíblica, sin descuidar la contribución de
las disputas contemporáneas a nuestro conocimiento.
2. El testimonio neotestamentario sobre el origen y la naturaleza de la Iglesia
2.1. Jesús y la Iglesia
Partíamos del hecho de que el anuncio de Jesús se refería directamente no a la Iglesia, sino al reino de Dios
(o «reino de los cielos»). Lo demuestra una circunstancia puramente estadística: el reino de Dios aparece en
el Nuevo Testamento 122 veces; de ellas, 99 en los evangelios sinópticos, de las que 90 se encuentran en
palabras de Jesús. Así podemos comprender la afirmación de Loisy, que se ha hecho popular con el tiempo:
Jesús anunció el reino y vino la Iglesia . Pero una lectura histórica de los textos demuestra que esta
contraposición entre reino e Iglesia no es objetiva. En efecto, según la concepción judía, lo específico del
reino de Dios consiste en reunir y purificar a los hombres para este reino. «Precisamente porque
consideraba próximo el fin, Jesús debía querer congregar al pueblo de Dios del tiempo de la salvación» . En
la profecía posexílica, la llegada del reino está precedida por el profeta Elias o por el «ángel» que ha
permanecido anónimo, el cual prepara al pueblo para ese reino. Juan Bautista, precisamente por ser el
anunciador del Mesías, reúne a la comunidad del fin de los tiempos y la purifica. Así también la comunidad
de Qumrán, en virtud precisamente de su fe escatológica, se había reunido como comunidad de la nueva
alianza. Por eso J. Jeremías concluye con esta formulación: «Hay que asentar esto enérgicamente: toda la
obra de Jesús mira únicamente a reunir al pueblo escatológico de Dios» .
De este pueblo habla Jesús con muchas imágenes, particularmente en las parábolas del crecimiento, en las
cuales el «pronto» de la escatología próxima, característica de Juan Bautista y de Qumrán, desemboca en el
ahora de la cristología. Jesús mismo es la obra de Dios, su venida, su dominio. «Reino de Dios» en labios de
Jesús no significa alguna cosa o algún lugar, sino el obrar actual de Dios. Por eso no es erróneo traducir la
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¡Venga tu Reino!
afirmación programática de Mc 1,15 «El reino de Dios ha llegado» por: Dios ha llegado. Por aquí se ve una
vez más la conexión con Jesús, con su persona; él mismo es la proximidad de Dios. Donde está Jesús, allí
está el reino. A este respecto, hay que modificar así la frase de Loisy: Se prometió el reino, y vino Jesús. Sólo
de este modo se comprende rectamente la paradoja de promesa y cumplimiento.
Pero Jesús no está nunca solo. Al contrario; él ha venido a reunir a los que estaban dispersos (cf Jn 11,52; Mt
12,30). Por eso toda su obra se cifra en reunir al nuevo pueblo. Así pues, tenemos ya dos elementos
esenciales para la futura noción de Iglesia: en el nuevo pueblo de Dios, en el sentido de Jesús, está
inherente la dinámica por la que todos se hacen una sola cosa, el ir los unos hacia los otros yendo hacia
Dios. Además, el punto de reunión interior del nuevo pueblo es Cristo; por otra parte, se convierte en un
solo pueblo a través de la llamada de Cristo y de la respuesta a la llamada, a la persona de Cristo. Antes de
dar un paso más, deseo hacer aún dos pequeñas adiciones. Entre las muchas imágenes utilizadas por Jesús
para iniciar el nuevo pueblo: rebaño, invitados a las bodas, plantación, casa de Dios, ciudad de Dios, destaca
como imagen preferida la de la familia de Dios. Dios es el padre de familia, Jesús el dueño de la casa, por lo
cual es muy comprensible que se dirija a los miembros de este pueblo, aunque sean adultos, como a niños.
Estos últimos, finalmente, se han comprendido realmente a sí mismos cuando, abandonando su autonomía,
se reconocen delante de Dios como niños (cf Mc 10,13-16) .
La otra observación nos introduce ya en el próximo tema: los discípulos piden a Jesús una oración común.
«Entre los grupos religiosos del ambiente circunstante, un orden propio de oración constituye en realidad
un signo distintivo esencial de la comunidad» . Por eso la petición de una oración expresa la conciencia por
parte de los discípulos de haberse convertido en una nueva comunidad que tiene como cabeza a Jesús. Aquí
ellos son como la célula primitiva de la Iglesia y nos muestran al mismo tiempo que la Iglesia es una
comunidad unificada esencialmente a partir de la oración. La oración con Jesús nos da la apertura común a
Dios.
De aquí se siguen automáticamente otros dos pasos. Ante todo debemos tener en cuenta el hecho de que la
comunidad de los discípulos de Jesús no es un grupo amorfo. En medio de ellos está el núcleo compacto de
los doce, a cuyo lado, según Lucas (10,1-20), se encuentra también el círculo de los setenta o setenta y dos
discípulos. Hay que tener presente que sólo después de la resurrección reciben los doce el título de
«apóstoles». Antes son llamados simplemente «los doce». Este número, que hace de ellos una comunidad
claramente circunscrita, es tan importante que, después de la traición de Judas, es completado de nuevo
(He 1,15-26). Marcos describe expresamente su vocación con las palabras: «y Jesús designó a los doce»
(3,14). Su primer cometido es formar juntos los doce; a esto se añaden luego dos funciones: «para que
estuvieran con él y para enviarlos a predicar» (Ib). Por eso el simbolismo de los doce tiene una importancia
decisiva; es el número de los hijos de Jacob, el número de las tribus de Israel. Con la formación del grupo de
los doce, Jesús se presenta como el cabeza de un nuevo Israel; como su origen y fundamento se escogen
doce discípulos. No se podía expresar con mayor claridad el nacimiento de un pueblo, que ahora no se
forma ya por descendencia física, sino a través del don de «estar con» Jesús, recibido de los doce, que son
enviados por él a trasmitirlo. Aquí es ya posible reconocer también el tema de unidad y multiplicidad donde,
109
¡Venga tu Reino!
en la indivisible comunidad de los doce, que sólo en cuanto tales realizan su simbolismo -su misión-, domina
ciertamente el punto de vista del nuevo pueblo en su unidad.
El grupo de los setenta o setenta y dos, del que habla Lucas, integra este simbolismo: setenta (setenta y
dos) era, según la tradición judía (Gen 10; Ex 1,5; Dt 32,8), el número de los pueblos del mundo . El hecho de
que el Antiguo Testamento griego, nacido en Alejandría, fuera atribuido a setenta (o setenta y dos)
traductores debía significar que con aquel texto en lengua griega el libro sagrado de Israel se había
convertido en la Biblia de todos los pueblos, como luego ocurrió, de hecho, al adoptar los cristianos aquella
versión . El número de setenta discípulos manifiesta la pretensión de Jesús respecto a la humanidad entera,
que como tal debía formar el ejército de sus discípulos; quiere indicar que el nuevo Israel abarcará a todos
los pueblos de la tierra.
La oración común que los discípulos recibieron de Jesús nos pone sobre otra pista. Durante su vida terrena
Jesús tomó parte, junto con los doce, en el culto del templo de Israel. El padrenuestro era el comienzo de
una comunidad especial de oración con la partida de Jesús. Además, en la noche que precedió a la pasión,
Jesús da un paso más en esa dirección trasformando la pascua de Israel en un culto tan nuevo que
lógicamente debía llevar fuera de la comunidad del templo, fundando así definitivamente un pueblo de la
«nueva alianza». Las palabras de la institución de la eucaristía, tanto en la versión de Marcos como en la
paulina, se refieren siempre a la alianza; remiten al Sinaí y a la nueva alianza anunciada por Jeremías. Los
sinópticos y el evangelio de Juan establecen además, si bien de modos diversos, el nexo con el
acontecimiento pascual, y recuerdan también finalmente las palabras del siervo paciente de Isaías . Con la
pascua y el rito de la alianza sinaítica se aceptan los dos hechos fundantes de Israel, a través de los cuales se
convirtió, y sigue haciéndolo de nuevo, en un pueblo. El nexo de este trasfondo cultual originario, en el que
se basaba y vivía Israel con las palabras clave de la tradición profética, funde pasado, presente y futuro en la
perspectiva de una nueva alianza. Está claro el sentido de todo ello: «Como en el pasado el antiguo Israel
veneraba en el templo su propio centro y la ga-rantía de su unidad, y en la celebración comunitaria de la
pascua realizaba de manera viva esa unidad, así ahora este nuevo banquete debe ser el vínculo de unidad
de un nuevo pueblo de Dios. Ya no hay necesidad de un lugar central constituido por el único templo
exterior... El cuerpo de Cristo, que es el centro del banquete del Señor, es el único nuevo templo que
congrega en unidad a los cristianos mucho más realmente de cuanto pueda hacerlo un templo de piedras» .
Al mismo orden de ideas pertenece otra serie de textos de la tradición evangélica. Tanto Mateo y Marcos
como «también Juan trasmiten (naturalmente en contextos diversos) la expresión de Jesús, según la cual él
ha de reconstruir en tres días el templo destruido y lo sustituirá por otro mejor (Me 14,58 y Mt 26,61; Me
15,29 y Mt 27,40; Jn 2,19; cf Mc 11,1549 par.; Mt 12,6). Tanto en los sinópticos como en Juan está claro que
el nuevo templo, "no hecho por mano de hombres", es el cuerpo glorioso de Jesús mismo...». Esto significa:
«Jesús anuncia el hundimiento del culto antiguo, y con él del pueblo antiguo y de su ordenamiento salvífico,
y promete un nuevo culto más elevado, en cuyo centro estará su mismo cuerpo glorioso» .
De ahí se sigue que la institución de la santísima eucaristía en la noche que precedió a la pasión no puede
ser vista como una acción cualquiera más o menos aislada. Es la estipulación de un pacto y, como tal, la
fundación concreta de un pueblo nuevo, que se convierte en tal a través de su relación con la alianza con
110
¡Venga tu Reino!
Dios. Podríamos decir: en virtud del acontecimiento eucarístico, Jesús encierra a sus discípulos en su
relación con Dios, y por tanto también en su misión, que tiene como punto de mira a «los muchos», o sea, a
la humanidad de todos los lugares y de todos los tiempos. Estos discípulos se convierten en «pueblo» a
través de la comunión con el cuerpo y con la sangre de Jesús, que es al mismo tiempo comunión con Dios.
La idea veterotestamentaria de la alianza aceptada por Jesús en su predicación recibe un nuevo centro: la
comunión con el cuerpo de Cristo. Podríamos decir que el pueblo de la nueva alianza se convierte en pueblo
a partir del cuerpo y de la sangre de Cristo, y sólo a partir de este centro es pueblo. Se lo puede llamar
«pueblo de Dios» porque por la comunión con Cristo se abre la relación con Dios, que el hombre no está en
condiciones de establecer por sí mismo. Anticipando nuestro tema principal: Iglesia particular e Iglesia
universal, podemos decir: la eucaristía, en cuanto centro y origen permanente de la Iglesia, reúne a todos
los «muchos», que ahora se convierten en pueblo, con el único Señor y con su único cuerpo; de ahí, pues, le
viene a la Iglesia su unicidad lo mismo que su unidad. Pero la multitud de celebraciones, en las cuales se
hace presente la única eucaristía, muestran también la multiformidad del único cuerpo. Con todo, está
claro, ciertamente, que estas múltiples celebraciones no pueden situarse la una junto a la otra como algo
autónomo e independiente la una de la otra, sino que son sólo y siempre presencia del único e idéntico
misterio.
2.2. La autodesignación de la Iglesia como Eκκλησία
Después de esta breve mirada a los hechos fundantes de la Iglesia por parte de Jesús, hemos de dirigir
nuestra atención a la formación de la Iglesia apostólica. Para ello quiero seguir dos pistas textuales que,
procediendo de la estructura que hemos observado en la acción de Jesús, conducen al centro del testimonio
apostólico: la expresión «pueblo de Dios» y la idea paulina del «cuerpo de Cristo». De suyo, la expresión
«pueblo de Dios» designa en el Nuevo Testamento casi exclusivamente al pueblo de Israel, no a la Iglesia.
Para esta última se empleó el término ekklesía, que luego pasó a todas las lenguas neolatinas,
convirtiéndose en la denominación específica de la nueva comunidad nacida de la obra de Jesús. ¿Por qué
se eligió este término? ¿Qué se afirma de esta comunidad con semejante expresión? Del rico material que la
investigación más reciente ha reunido sobre la cuestión deseo tomar una sola observación. El vocablo
griego que subyace en el latino ecclesia se deriva de la raíz veterotestamentaria qahal, traducida
habitualmente por la expresión «asamblea de pueblo». Tales «asambleas», en las cuales el pueblo se
constituía como entidad cultual y, a partir del culto, como entidad jurídica y política, existían tanto en el
mundo griego como en el semita.
Sin embargo, la qahal veterotestamentaria se diferencia de la asamblea plenaria griega, constituida por
ciudadanos con derecho de voto, en un doble sentido: en la qahal participaban también las mujeres y los
niños, que en Grecia no podían ser sujetos activos de la vida política. Ello se debe a que en Grecia son los
hombres quienes con sus decisiones establecen lo que se debe hacer, mientras que la asamblea de Israel se
reúne para «escuchar el anuncio de Dios y darle su asentimiento» . Esta concepción típicamente bíblica de
la asamblea del pueblo se deriva del hecho de que la reunión del Sinaí era vista como modelo y norma de
todas las sucesivas reuniones; después del destierro fue repetida solemne mente por Esdras como acto de
111
¡Venga tu Reino!
refundación del pueblo. Pero por la continuación de la dispersión y el retorno de la esclavitud se convirtió
cada vez más en núcleo central de la esperanza de Israel un qahal proveniente del mismo Dios, una nueva
convocación y fundación del pueblo. La oración por esta convocación -por el nacimiento de la Iglesiapertenece al patrimonio fuerte de la oración del judaísmo tardío .
Destaca, por tanto, el significado del hecho de que la Iglesia naciente escoja precisamente el nombre de
Iglesia. De ese modo declara que esta oración se ha cumplido en nosotros. Cristo, muerto y resucitado, es el
Sinaí vivo; quienes se acercan a él forman la asamblea elegida y definitiva del pueblo de Dios (cf Heb 12,1824). Se comprende así por qué no se usó la común definición de «pueblo de Dios» para designar a la nueva
comunidad, sino que se eligió la que indicaba el centro espiritual y escatológico del concepto de pueblo.
Esta nueva comunidad se forma sólo en la dinámica de la reunión originada por Cristo y sostenida por el
Espíritu Santo, y el centro de esa dinámica es el Señor mismo, que se comunica en su cuerpo y en su sangre.
La auto-designación como ecclesia define al nuevo pueblo en la continuidad histórico-salvífica de la alianza,
pero también, a partir de aquel momento, en la clara novedad del misterio de Cristo. Si hay que decir que
«alianza» en su origen comprende esencialmente el concepto de ley y de justicia, esto significa entonces
que la «nueva ley», el amor, se convierte en el centro decisivo, cuya medida suprema fue establecida por
Cristo con su entrega hasta la muerte en la cruz. A partir de aquí podemos comprender la amplitud de
significado del término ecclesia en el Nuevo Testamento. El indica tanto la asamblea cultual, como la
comunidad local, como la Iglesia de un ámbito geográfico más vasto, como, en fin, la Iglesia idéntica y única
de Jesucristo. Por eso estos significados se integran sin residuos el uno en el otro, ya que todo está
pendiente del centro cristológico, que se concreta en la asamblea de los creyentes en la mesa del Señor. El
Señor con su único sacrificio es el que reúne siempre en sí a su único pueblo. En todos los lugares se verifica
la asamblea del único pueblo. Esta consideración la subraya Pablo con extrema claridad en la Carta a los
gálatas. Remitiéndose a la promesa hecha a Abrahán, observa él con métodos interpretativos típicamente
rabínicos que aquella promesa, en los cuatro puntos en que se nos comunica, se dirige a una persona
singular: «a tu descendencia».
En consecuencia, Pablo concluye que hay un portador único y no varios titulares de la promesa. Pero,¿cómo
se concilia esto con la voluntad divina de salvación universal? A través del bautismo, responde Pablo, hemos
sido insertados en Cristo, constituidos en un único sujeto con él; no ya muchos, uno junto a otro, sino «uno
solo en Cristo Jesús» (Gal 3,16.26-29). Sólo la autoidentificación de Cristo con nosotros, sólo el fundirnos
con él nos hace portadores de la promesa; la meta última de la asamblea es la de la completa unidad; es
hacerse «uno» con el Hijo, que permite a la vez entrar en la unidad viva de Dios mismo, para que Dios sea
todo en todos (1Cor 15,28).
2.3. La doctrina paulina de la Iglesia como cuerpo de Cristo
Así pues, la noción neotestamentaria de pueblo de Dios no ha de pensarse en modo alguno separada de la
cristología. Esta, por otra parte, no es una teoría abstracta, sino un acontecimiento que se concreta en los
sacramentos del bautismo y de la eucaristía. En ellos la cristología se abre a la dimensión trinitaria. Esta
112
¡Venga tu Reino!
infinita amplitud y apertura sólo puede ser de Cristo resucitado, del que dice san Pablo: «El Señor es el
Espíritu» (2Cor 3,17). Y en el Espíritu decimos nosotros con Cristo: Abba, porque nos hemos convertido en
hijos (cf Rom 8,15; Gal 4,5). Pablo, por tanto, no ha introducido en concreto nada nuevo al llamar a la Iglesia
«cuerpo de Cristo»; únicamente nos ofrece una fórmula concisa para indicar lo que desde el principio era
característico del crecimiento de la Iglesia. Es totalmente falsa la afirmación, repetida también luego, de que
Pablo no habría hecho otra cosa que aplicar a la Iglesia una alegoría difundida en la filosofía estoica de su
tiempo .
La alegoría estoica compara el Estado con un organismo en el que todos los miembros deben cooperar. La
idea del Estado como organismo es una metáfora para indicar la dependencia en que están todos de todos,
y por tanto la importancia de las diversas funciones que son el origen de la vida de una colectividad. Esta
comparación se utilizaba para calmar la agitación de las masas e inducirlas a volver a sus funciones: cada
órgano tiene su importancia peculiar; es insensato que todos pretendan ser una misma cosa, porque
entonces, en vez de convertirse en algo más elevado, todos se rebajan y destruyen mutuamente. Es
indiscutible que Pablo tomó también estos pensamientos; por ejemplo, cuando dice a los corintios,
enfrentados entre sí, que sería insensato que de repente el pie quisiera ser mano o el oído ser ojo: «Si todo
el cuerpo fuese ojo, ¿dónde estaría el oído? Si todo oído, ¿dónde estaría el olfato? Pero Dios ha dispuesto
cada uno de los miembros del cuerpo como ha querido... Hay muchos miembros, pero un solo cuerpo»
(1Cor 12,16ss). La idea del cuerpo de Cristo en san Pablo no se agota, sin embargo, en tales reflexiones
sociológicas y filosófico-morales; en ese caso no sería más que una glosa marginal del concepto originario
de Iglesia. Ya en el mundo precristiano griego y latino la metáfora del cuerpo iba más allá. La idea platónica
de que todo el mundo constituye un único cuerpo, un ser vivo, la desarrolló la filosofía estoica vinculándola
al concepto de la divinidad del mundo. Pero esto se sale de lo que estamos tratando. En efecto, las raíces
verdaderas de la idea paulina del cuerpo de Cristo son sin lugar a dudas intrabíblicas. Tres son los orígenes
que se pueden comprobar de esta idea en la tradición bíblica.
En el fondo está ante todo la noción semita de «personalidad corporativa», expresada por ejemplo en el
pensamiento: todos somos Adán, un único hombre en grande. En la época moderna, con su exaltación del
sujeto, esta idea resulta del todo incomprensible. El yo es ahora una fortaleza de la que ya no se sale. Es
típico el hecho de que Descartes intente deducir toda la filosofía del «yo pienso», porque sólo el yo parecía
todavía disponible. Hoy la noción de sujeto se va disolviendo de nuevo poco a poco; vuelve a ser evidente
que no exista un yo rígidamente cerrado en sí mismo, puesto que múltiples fuerzas penetran en nosotros y
de nosotros brotan . A la vez se vuelve a comprender que el yo se forma a partir del tú y que ambos
compenetran recíprocamente. Por eso pudiera resultar aceptable de nuevo aquella visión semita de la
personalidad corporativa, sin la cual difícilmente se puede penetrar en la idea de cuerpo de Cristo.
Existen además dos raíces más concretas de la fórmula paulina. Una está presente en la eucaristía, con la
cual el mismo Señor ha determinado formalmente la aparición de esta idea. «El pan que partimos, ¿no es la
comunión con el cuerpo de Cristo? Puesto que sólo hay un pan, todos formamos un solo cuerpo, pues todos
participamos del mismo pan», dice Pablo a los corintios en la misma carta en la cual desarrolla por primera
vez la doctrina del cuerpo de Cristo (1Cor 10,16s). Aquí encontramos su verdadero fundamento: el Señor se
hace nuestro pan, nuestro alimento. El nos da su cuerpo, palabra que, sin embargo, hay que pensarla a
113
¡Venga tu Reino!
partir de la resurrección y sobre el fondo lingüístico semita del que arranca Pablo. El cuerpo es el yo de un
hombre que no se agota en lo corpóreo, sino que comprende también lo corpóreo; Cristo se da a sí mismo;
él que, en cuanto resucitado, ha seguido siendo cuerpo. Aunque de modo nuevo, el hecho exterior del
comer se hace expresión de la compenetración de dos sujetos que poco antes hemos tomado ya
brevemente en consideración.
Comunión significa que la barrera aparentemente insuperable de mi yo es salvada y puede ser salvada
porque Jesús ha sido el primero en querer abrirse todo él, nos ha acogido a todos dentro de él y se ha dado
totalmente a nosotros. Comunión significa, pues, fusión de las existencias; como en la alimentación puede
el cuerpo asimilar una sustancia extraña y así vivir, también mi yo es «asimilado» al mismo Jesús, hecho
semejante a él en un intercambio que rompe cada vez más la línea de separación. Es lo que ocurre a los que
comulgan; todos son asimilados a este «pan», haciéndose así mutuamente una sola cosa, un solo cuerpo.
De este modo la eucaristía edifica la Iglesia, abriendo los muros de la subjetividad y agrupándonos en una
profunda comunión existencial. Por ella tiene lugar la «agrupación» mediante la cual nos reúne el Señor.
Por tanto, la fórmula «la Iglesia es el cuerpo de Cristo» afirma que la eucaristía, en la que el Señor nos da su
cuerpo y hace de nosotros un solo cuerpo, es el lugar del nacimiento ininterrumpido de la Iglesia, en la cual
él la funda constantemente de nuevo; en la eucaristía la Iglesia es ella misma del modo más intenso: en
todos los lugares, y sin embargo una sola, lo mismo que él es uno solo. Con estas reflexiones hemos llegado
a la tercera raíz del «cuerpo de Cristo» en la concepción paulina: la idea de la relación esponsal o, dicho en
términos neutrales, la filosofía bíblica del amor, que es inseparable de la teología eucarística.
Esta filosofía del amor aparece en seguida al comienzo de la sagrada Escritura, al final del relato de la
creación, al atribuirle a Adán las palabras proféticas: «Por eso el hombre abandonará a su padre y a su
madre y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne» (Gen 2,24). Una carne, o sea, una única nueva
existencia. También esta idea de hacerse una sola carne en la unión de alma y cuerpo del hombre y la mujer
es recogida por Pablo en la primera Carta a los corintios, donde precisa que se hace realidad en la
comunión: «El que se une al Señor forma con él un solo espíritu» (1Cor 6,17). También aquí la palabra
espíritu ha de ser entendida no según la sensibilidad lingüística moderna, sino que hemos de leerla en la
acepción paulina; entonces no está tan lejos del «cuerpo» en su significado. Quiere indicar una sola
existencia espiritual con el que en la resurrección se ha convertido en «Espíritu» por el Espíritu Santo y ha
seguido siendo cuerpo en la apertura del Espíritu Santo. Lo expuesto hace poco, a partir de la imagen del
alimento, resulta ahora más trasparente y comprensible desde la del amor; en el sacramento como acto del
amor se produce esta fusión de dos sujetos que superan su división y se hacen una sola cosa. El misterio
eucarístico, justamente en la aplicación metafórica de la idea esponsal, constituye el núcleo del concepto de
Iglesia y de su definición mediante la fórmula «cuerpo de Cristo».
Pero ahora aparece en primer plano un aspecto nuevo y más importante, que podría olvidarse en una
teología sacramentaría de poco vuelo: que la Iglesia es cuerpo de Cristo a la manera en que la mujer con el
marido es un solo cuerpo y una sola carne. En otras palabras: es cuerpo no según una identidad
indiferenciada, sino en virtud del acto pneumático-real del amor que une a los esposos. Dicho en otros
términos: Cristo y la Iglesia son un cuerpo en el sentido en que marido y mujer son una sola carne; de modo
que, dentro de su inseparable unión físico-espiritual, permanecen sin mezclarse ni confundirse. La Iglesia no
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¡Venga tu Reino!
se hace simplemente Cristo; sigue siendo la esclava que él en su amor eleva a la condición de esposa que
busca su rostro en este fin de los tiempos. Pero entonces, sobre el fundamento del indicativo que se
anuncia en las palabras «esposa» y «carne», aparece también el imperativo de la existencia cristiana.
Por eso es evidente el carácter dinámico del sacramento, que no es una realidad física predeterminada, sino
algo que se realiza a nivel personal. Justamente el misterio de amor como misterio esponsal manifiesta la
inmensidad de nuestro cometido y la posibilidad de caer de la Iglesia. Siempre de nuevo, a través del amor
unificante, ha de hacerse lo que es, eludiendo la tentación de rehusar su vocación para caer en la infidelidad
de una autonomía arbitraria. Resulta evidente el carácter relacional y pneumatológico de la idea de cuerpo
de Cristo y de la concepción esponsal, así como la razón por la que la Iglesia no ha llegado nunca a la
perfección, sino que tiene siempre necesidad de renovarse. Está siempre en camino hacia la unión con
Cristo; lo cual implica también su propia unidad interior que, al contrario, es tanto más frágil cuanto más se
aleja de esta relación fundamental.
3. La visión de la Iglesia en los Hechos de los Apóstoles
Con estas reflexiones hemos considerado una parte pequeña, pero me parece que importante, del
testimonio neotestamentario sobre el origen y la naturaleza de la Iglesia. Sólo teniendo presentes estas
líneas fundamentales podemos encontrar las respuestas justas a los problemas concretos que hoy nos
apremian en todas partes. Mi elección ha estado dictada por el criterio de que ante todo es indispensable
trasmitir dentro de los límites de lo posible lo que Jesús mismo quiso para la Iglesia. Por eso he intentado
identificar el punto central del testimonio pospascual sobre la Iglesia siguiendo la palabra con que la nueva
comunidad nacida de Jesús se designaba a sí misma: ecclesia. La elección de esta palabra era expresión de
una decisión teológica que respondía a las intenciones fundamentales del anuncio de Jesús. Para completar
la imagen, sería útil ahora seguir otras pistas de la tradición neotestamentaria sobre la Iglesia. Será
particularmente fecundo un análisis de los Hechos de los Apóstoles, obra que se podría definir en su
conjunto como una eclesiología narrativa . Pero esto rebasaría con mucho los límites asignados. Por eso,
para concluir y sin entrar en los detalles, me limitaré a recordar brevemente que en este libro fundamental
sobre la formación y la naturaleza de la Iglesia, ya al principio Lucas ilustra su naturaleza en tres grandes
cuadros que dicen más que cuanto se pudiera expresar mediante conceptos.
El primer cuadro es la permanencia de los discípulos en la sala de la cena, la reunión de los apóstoles y de la
pequeña compañía de los fieles de Jesús junto con María, así como su unánime perseverar en la oración.
Aquí todos los detalles son importantes: la sala de la cena, el «piso superior» como lugar de la futura Iglesia;
los once, que son designados por su nombre; María, las mujeres y los hermanos, todo lo que constituye un
verdadero qahal, una asamblea constitutiva de la alianza con sus distintos órdenes, pero al mismo tiempo
un espejo del nuevo pueblo en su totalidad. Esta asamblea persevera unánime en la oración, recibiendo así
su unidad del Señor. Sustancialmente su actividad estriba en dirigirse al Dios vivo, disponibles a su querer. El
número 120 permite reconocer el de los doce, su carácter sacral y de promesa, a la vez que la llamada a
crecer y desarrollarse.
115
¡Venga tu Reino!
Finalmente aparece Pedro, que en su función de portavoz y de guía, pone en práctica la responsabilidad que
el Señor le ha confiado de confirmar a los hermanos (Le 22,32). La remodelación del grupo de los doce con
la elección de Matías indica el entrelazamiento de acción personal y de obediencia a Dios, el primero que
obra. La decisión por suerte manifiesta como únicamente preparatoria toda acción de la comunidad
reunida. La decisión última y verdadera se deja a la voluntad de Dios. También aquí la comunidad
permanece «en oración»; también aquí no se trasforma en un parlamento, sino que nos hace comprender
lo que es la qahal, lo que es la Iglesia.
El segundo cuadro se encuentra al final del segundo capítulo, donde la que es ya la Iglesia primitiva se nos
presenta en cuatro conceptos: asiduidad en la enseñanza de los apóstoles, que constituye ya una apertura a
la sucesión apostólica y la función de testigos de los sucesores de los apóstoles; perseverancia en la vida de
comunidad, en la fracción del pan y en la oración. Podríamos decir que palabra y sacramento se presentan
aquí como las dos columnas fundamentales del edificio vivo de la Iglesia.
Pero hay que añadir que esta palabra está ligada a la forma institucional y a la responsabilidad personal del
testigo; como hay que añadir también que la designación del sacramento como fracción del pan expresa la
dimensión social de la eucaristía, que no es un acto aislado de culto, sino una forma de existencia: la vida en
el compartir, en la comunión con Cristo, que se da a sí mismo. En el centro, entre estos dos cuadros, está la
representación lucana de Pentecostés: viento y fuego del Espíritu Santo fundan la Iglesia. Esta no nace de
una decisión autónoma, ni es producto de una voluntad humana, sino creación del Espíritu Santo. Este
Espíritu es la superación del espíritu babilónico del mundo. La voluntad humana de poder como se expresa
en Babilonia tiende a la uniformidad, pues se trata de dominar y de someter, y por eso precisamente suscita
odio y división. En cambio, el Espíritu de Dios es amor, y por ello suscita reconocimiento y crea unidad, en la
aceptación de la diversidad y la multiplicidad de lenguas se comprenden recíprocamente.
Debemos subrayar ahora dos aspectos importantes para nuestro tema global. La escena de Pentecostés en
los Hechos de los Apóstoles presenta el entramado de unidad y multiplicidad, enseñándonos a ver en ello la
peculiaridad del Espíritu Santo. El espíritu del mundo significa sumisión; el Espíritu Santo apertura. A la
Iglesia pertenece la multiplicidad de lenguas, o sea, la multiplicidad de culturas que en la fe se comprenden
y fecundan mutuamente. En este sentido podemos decir que aquí se perfila el proyecto de una Iglesia que
vive en muchas y multiformes Iglesias particulares, pero que así justamente es la Iglesia única. Al mismo
tiempo Lucas quiere afirmar con esta representación que, en el momento de su nacimiento, la Iglesia era ya
católica, era ya Iglesia universal. Por lo tanto, basándonos en Lucas hay que excluir la concepción de que
primero habría surgido en Jerusalén una Iglesia particular, a partir de la cual se habrían formado poco a
poco otras Iglesias particulares, que luego se habrían asociado gradualmente. Ocurrió lo contrario, nos dice
Lucas: primero existió la Iglesia única que habla en todas las lenguas: la ecclesia universalis, que luego
genera Iglesias en los lugares más diversos, las cuales son todas y siempre realizaciones de la sola y única
Iglesia. La prioridad cronológica y ontológica pertenece a la Iglesia universal, que, de no ser católica, no sería
simplemente Iglesia...
Lucas ha tejido de modo muy sutil la dinámica histórica de esta catolicidad en el relato de pentecostés,
anticipando al mismo tiempo la extensión de toda la narración. Para expresar la catolicidad de la Iglesia
116
¡Venga tu Reino!
generada por el Espíritu Santo se ha servido de un viejo esquema de los doce pueblos, probablemente
helenístico, afín a las listas de pueblos de los Estados que sucedieron al imperio de Alejandro. Lucas
enumera estos doce pueblos y sus lenguas como destinatarios de la palabra apostólica, pero luego supera el
esquema añadiendo un decimotercer pueblo: los romanos . Sin embargo, el libro de los Hechos en su
totalidad no está construido de acuerdo con puntos de vista puramente historiográficos, sino a partir de una
idea teológica. Presenta el camino del evangelio desde los judíos a los paganos, y por tanto el cumplimiento
de la tarea que Jesús confía a sus discípulos al despedirse de ellos: ser sus testigos «hasta los confines de la
tierra» (1,8). Pero en la construcción general del libro este camino teológico es nuevamente recogido y
sintetizado en el camino de los testigos -particularmente de san Pablo- desde Jerusalén a Roma. Para Lucas,
Roma representa el mundo pagano en general. «Con la llegada a Roma, el camino comenzado en Jerusalén
alcanzó su meta; se ha realizado la Iglesia universal, la Iglesia católica, que es la prosecución del pueblo
elegido y que hace suya la historia y la misión de este pueblo. En este sentido Roma, recapitulación de los
pueblos del mundo, tiene una función teológica en los Hechos de los Apóstoles; no se la puede excluir de la
idea lucana de la catolicidad» . Podemos, pues, decir que Lucas anticipa todas las cuestiones decisivas del
tiempo posapostólico y que con su entrelazamiento de multiplicidad y de unidad, de universalidad y
particularidad nos ofrece un hilo conductor que nos ayuda a comprender nuestros problemas partiendo del
testimonio de los orígenes.
2 El primado de Pedro y la unidad de la Iglesia
La cuestión del primado de Pedro y de su continuación en los obispos de Roma es con mucho el punto más
candente del debate ecuménico. También dentro de la Iglesia católica, el primado de Pedro se presenta
ininterrumpidamente como la piedra de escándalo, comenzando por las luchas medievales entre imperio y
sacerdocio, a través de los movimientos por las Iglesias nacionales de principios de la época moderna y las
tendencias de separación de Roma del siglo XIX, hasta las actuales oleadas de protesta contra la función de
guía del papa y su manera de concebirla. A pesar de todo, hay también hoy una tendencia positiva en la
afirmación común a muchos católicos de la necesidad de un centro común de la cristiandad. Resulta
evidente que sólo ese centro puede ser un escudo eficaz contra el deslizamiento hacia la dependencia de
los condicionamientos de los sistemas políticos o culturales; que sólo de ese modo la fe de los cristianos
puede conseguir una voz clara en medio del confuso rumor de las diferentes ideologías. Todo ello nos
obliga, al afrontar nuestro tema, a prestar una particular atención al testimonio de la Biblia y a interrogar
con especial cuidado a la fe de la Iglesia de los principios. Debemos distinguir más de cerca dos problemas
fundamentales. El primero se puede delinear así: ¿Ha existido realmente un primado de Pedro? Y como esto
difícilmente puede negarse ante los testimonios del Nuevo Testamento, hemos de precisar mejor la
pregunta: ¿Qué significa propiamente el puesto privilegiado de Pedro que el Nuevo Testamento documenta
de múltiples maneras? Más difícil, y en cierto modo más decisiva, es la segunda pregunta que debemos
hacernos: ¿Se puede justificar realmente una sucesión de Pedro basándose en el Nuevo Testamento? ¿La
117
¡Venga tu Reino!
exige este o, más bien, la excluye? Y, admitida incluso una sucesión, ¿tiene Roma títulos para mostrar una
pretensión justificada de ser su sede? Comencemos por el primer grupo de problemas.
1. El puesto de Pedro en el Nuevo Testamento
Sería un error acudir en seguida al testimonio clásico del primado contenido en Mt 16,13-20. Aislar un solo
texto hace siempre más difícil su comprensión. En lugar de ello, vamos a afrontar la cuestión acercándonos
a ella gradualmente por círculos concéntricos, interrogándonos primero en general sobre la imagen de
Pedro en el Nuevo Testamento, iluminando luego la figura de Pedro en los evangelios, a fin de abrirnos por
último el camino para la comprensión de los textos específicos relativos al primado.
1.1. La misión de Pedro en el conjunto de la tradición neotestamentaria
Lo que en seguida sorprende es que todas las grandes colecciones de textos del Nuevo Testamento conocen
el tema de Pedro, que aparece así como un tema de significado universal, que no es posible limitar en modo
alguno a una determinada tradición, circunscrita en sentido local o personal . En el epistolario paulino
tropezamos ante todo con un importante testimonio, constituido por la antigua fórmula de fe que trasmite
el apóstol en 1Cor 15,3-7. Cefas -nombre con el que Pablo designa al apóstol de Betsaida, sirviéndose del
término arameo, que significa roca- es presentado como el primer testigo de la resurrección de Jesucristo.
Ahora bien, hemos de tener presente que la misión apostólica, precisamente en la perspectiva paulina, es
esencialmente un testimonio de la resurrección de Cristo: según su mismo testimonio, Pablo puede
considerarse apóstol en el sentido pleno de la palabra porque también a él se le apareció el Resucitado y lo
llamó. Así resulta comprensible la importancia muy particular del hecho de haber sido Pedro el primero en
ver al Señor y de que aparezca como primer testigo en la confesión articulada de la comunidad primitiva. En
este hecho casi podemos ver una nueva instalación en el primado, en la preeminencia entre los apóstoles. Si
a esto se añade que se trata de una antiquísima fórmula prepaulina que es trasmitida por Pablo con gran
veneración como un elemento intangible de la tradición, entonces resulta evidente la importancia del texto.
También es verdad que la polémica Carta a los gálatas nos muestra a Pablo enfrentado con Pedro en
defensa de la autonomía de su vocación apostólica. Pero precisamente ese contexto polémico confiere al
testimonio de la carta sobre Pedro un significado mucho más relevante. Pablo va a Jerusalén «para conocer
a Pedro» (videre Petrum), como ha traducido la Vulgata (Gal 1,18). «No vi a ningún otro apóstol», añade,
«fuera de Santiago, el hermano del Señor». Sin embargo, el fin de la visita a Jerusalén es precisamente el
encuentro con Pedro. Catorce años más tarde Pablo, impulsado por una revelación, va de nuevo a la ciudad
santa, donde ahora visita a las tres columnas, Santiago, Cefas y Juan, esta vez con un objetivo bien claro y
circunscrito. Les expone el evangelio que anuncia entre los gentiles «para saber si estaba o no trabajando
inútilmente», afirmación sorprendente para la perspectiva de la carta y de grandísima importancia para la
autoconciencia del Apóstol de los gentiles: sólo existe un evangelio común, y la certeza de predicar el
mensaje auténtico está ligada a la comunión con las columnas. Ellas son el criterio. El lector actual se siente
inclinado a preguntar cómo se llegó a este grupo de tres personas y cuál era la posición de Pedro dentro de
él. Efectivamente, O. Cullmann ha avanzado la tesis de que, después del año 42, Pedro hubo de ceder el
118
¡Venga tu Reino!
primado a Santiago; no solamente para él el evangelio de Juan refleja la rivalidad entre Juan y Pedro .
Ocuparse de estas cuestiones sería interesante, pero nos alejaría demasiado de nuestro asunto.
Muy verosímilmente Santiago ejerció una especie de primado sobre el judeo-cristianismo, que tenía su
centro en Jerusalén. Pero este primado no tuvo nunca importancia para la Iglesia universal y desapareció de
la historia con el ocaso del judeo-cristianismo. La posición especial de Juan era de una índole
completamente diversa, según se puede ver claramente por el cuarto evangelio. Se puede así aceptar
tranquilamente para esta fase de formación de la Iglesia descrita en la Carta a los gálatas una especie de
triple primado, en el que sin embargo la preeminencia de cada uno de los tres tiene razones diferentes y es
de índole diversa. Por eso permanece inalterada, independientemente de cómo se quiera definir, la relación
recíproca en el grupo de las columnas, la singular preeminencia de Pedro, que se remonta al Señor mismo,
respecto a la común «función de las columnas», quedando por tanto confirmado que toda predicación del
evangelio debe medirse por la predicación de Pedro. Además de esto, la Carta a los gálatas atestigua que
esa preeminencia subsiste incluso cuando el primero de los apóstoles permanece en su comportamiento
personal por debajo de su cometido ministerial (Gal 2,11-14).
Si después de esta breve panorámica sobre el testimonio paulino nos volvemos ahora a la literatura joánica,
encontramos a lo largo de todo el evangelio una fuerte presencia del tema de Pedro, al que sirve de
contrapunto la figura del discípulo amado. La cumbre se alcanza con la gran perícopa de la misión de Jn
21,15-19. Hasta R. Bultmann ha afirmado claramente que en este texto a Pedro «se le confía la guía
suprema de la Iglesia» ; incluso descubre ahí la redacción originaria de la misma tradición que reaparece en
Mt 16, y considera este pasaje como un trozo antiguo de tradición prejoánica. Sin embargo, su tesis de que
el evangelista estaría interesado en la autoridad de Pedro sólo para poder reivindicarla en favor del
discípulo amado después de haber quedado, por así decirlo, vacante una vez muerto Pedro, es una
propuesta que no encuentra apoyo ni en el texto ni en la historia de la Iglesia. Realmente demuestra
también que no se puede evitar preguntar por el significado de las palabras que Jesús dirigió a Pedro
después de su muerte. Lo que aquí nos importa a nosotros es que, junto a la línea de tradición paulina,
también la joánica nos ofrece un testimonio absolutamente claro en favor de la posición preeminente de
Pedro, derivada del Señor.
Finalmente, encontramos en cada uno de los evangelios sinópticos tradiciones autónomas sobre el mismo
tema, por lo que resulta una vez más evidente que forma parte de la configuración constitutiva de la
predicación y que está presente en todos los ámbitos de la tradición, en el judeo-cristiano, en el
antioqueno, en la esfera de la misión de Pablo y en Roma. En atención a la brevedad debemos renunciar
aquí a analizar todos los textos, e igualmente a echar una mirada a la versión lucana del mandato primacial:
«confirma a tus hermanos» (22,32), que, enlazando la misión petrina con el acontecimiento de la última
cena, presenta un importante acento eclesiológico. Más bien deseo mostrar de una forma más general la
posición especial que se asigna a Pedro en los tres evangelios sinópticos, independientemente también de
Mt 16.
119
¡Venga tu Reino!
1.2. Pedro en el grupo de los doce, según la tradición sinóptica
A este propósito hay que comprobar, ante todo en general, la posición especial de Pedro en el grupo de los
doce. Con los dos hijos de Zebedeo forma, dentro de los doce, un grupo de tres, al que se le reconoce un
relieve particular. Sólo ellos son admitidos a dos acontecimientos de particular importancia: la trasfiguración y la agonía en el huerto de los Olivos (Mc 9,2ss; 14,33ss); como también sólo estos tres son testigos
de la resurrección de la hija de Jairo (Mt 5,37). Por otra parte, sin embargo, dentro de los tres destaca
Pedro: él hace de portavoz en la escena de la trasfiguración; a él se dirige el Señor en la hora dolorosa del
monte de los Olivos. En Le 5,1-11, la vocación de Pedro aparece como la forma originaria de la vocación
apostólica, y es también Pedro el que intenta imitar al Señor cuando camina sobre las aguas (Mt 14,28ss);
finalmente, a él le pregunta Jesús, después de haber concedido a todos los discípulos el poder de atar y
desatar, cuántas veces se debe perdonar (Mt 18,21). Todo esto es subrayado por la posición de Pedro en las
listas de los discípulos. Se nos han trasmitido cuatro versiones de ellas (Mt 10, 2-4; Mc 13,16-19; Le 6,14-16;
He 1,13), que presentan diversas variantes en los detalles, pero que sin embargo colocan todas ellas
unánimemente el nombre de Pedro en el vértice. En el evangelio de Mateo es presentado incluso con el
término significativo de «el primero»; por primera vez resuena aquella raíz que, más tarde, en el discurso
sobre el «primado», se convertirá en el concepto para expresar la misión específica del pescador de
Betsaida. Es lo que se afirma también en Mc 1,36 y Le 9,32, cuando los discípulos son presentados con la
fórmula «Pedro y sus compañeros».
Pasemos ahora a una segunda e importante circunstancia, la relativa al nuevo nombre que Jesús dio al
apóstol. Como ha observado el exegeta protestante Schulze-Kadelbach, pertenece a «lo que de más cierto
conocemos de este hombre» el hecho de haber sido llamado con el título «roca-piedra» y que este no era
su nombre originario, sino el nuevo apelativo que le dio Jesús . Pablo, según hemos visto, hace uso también
de la forma aramea proveniente de los labios de Jesús, y llama al apóstol «Cefas». Además, el hecho de
haber traducido el término y de que haya entrado en la historia con el título griego de Pedro confirma
inequívocamente que no se trataba de un nombre propio de persona. Los nombres propios no se traducen
nunca . Por otra parte, no era insólito que los rabinos impusieran sobrenombres a sus discípulos; el mismo
Jesús hizo algo semejante con los dos hijos de Zebedeo, al llamarlos «hijos del trueno» (Mc 3,17). Pero,
¿cómo se debía comprender el nuevo apelativo de Pedro? Desde luego no se refiere al carácter de este
hombre, al que se adapta mucho mejor la descripción dada por Flavio Josefo del carácter típico de Galilea:
«valeroso, bonachón, confiado, pero también fácilmente influenciable y amante de novedades» . La
denominación de «roca-piedra» no tiene ningún significado pedagógico o psicológico; sólo se la puede
comprender a partir del misterio, o sea, en perspectiva cristológica y eclesiológica: a través del encargo
recibido de Jesús, Simón Pedro se convertirá justamente en lo que no es según «la carne y la sangre». J.
Jeremías ha mostrado que en el fondo está el lenguaje simbólico de la roca santa. Un texto rabínico puede
ser ilustrador al respecto: «Yavé dijo: "¿Cómo voy a crear el mundo sabiendo que surgirán esos sin Dios y se
revelarán contra mí?". Pero cuando Dios vio que iba a nacer Abrahán, dijo: "Mira, he encontrado una roca
sobre la cual puedo construir y fundar el mundo". Y por eso llamó a Abrahán una roca: "Mirad la roca de la
cual habéis sido cortados" (Is 51,1.2)» . Abrahán, el padre de todos los creyentes, es con su fe la roca que
sostiene la creación, rechazando el caos, el diluvio originario que ataca y amenaza con arruinarlo todo.
120
¡Venga tu Reino!
Simón, el primero que confesó a Jesús como el Cristo y primer testigo de la resurrección, se convierte ahora,
con su fe renovada cristológicamente, en la roca que se opone a la sucia marea de la incredulidad y a su
fuerza destructora de lo humano. Luego se puede afirmar que, de suyo, incluso en la sola denominación
absolutamente indiscutible del pescador de Betsaida como «roca-piedra», está contenida toda la teología
de Mt 16,18, y que por tanto queda garantizada en su autenticidad.
1.3. El dicho sobre el ministerio de Mt 16,17-19
Debemos considerar ahora un poco más de cerca este texto central de la tradición de Pedro. Ante el
significado que las palabras del Señor sobre el atar y desatar han recibido en la Iglesia católica, no puede
sorprender que en la exégesis repercutan y se reflejen todas las polémicas confesionales, lo mismo que las
oscilaciones internas de la misma teología católica . Mientras que la teología liberal protestante encontró
motivos para negar el origen jesuano de estas palabras, entre las dos guerras mundiales se fue consolidando
también entre los teólogos protestantes una especie de consenso por el que se aceptaba bastante
unánimemente el origen de estas palabras del mismo Señor. En el nuevo clima teológico creado después de
la guerra, este consenso decayó pronto. No puede extrañar que en la atmósfera del posconcilio también los
exegetas de la parte católica se hayan alejado cada vez más de la tesis jesuana del dicho . En consecuencia,
se anda en busca de situaciones de la Iglesia primitiva en las que poder insertar estas palabras, y
comúnmente se piensa, con Bultmann, en las comunidades palestinenses más antiguas, respectivamente en
Jerusalén o también en Antioquía, donde se supone que hay que colocar el lugar de formación del evangelio
de Mateo. En realidad, hay también otras voces; así, recientemente J. M. van Cangh y M. van Esbroeck,
siguiendo las observaciones de H. Riesenfeld, han puesto nuevamente en claro el contexto judío del relato
de Mateo, proponiendo en consecuencia consideraciones dignas de la máxima atención, que confirman la
gran antigüedad del texto y hacen que aflore más claramente su profundidad teológica, incluso más allá de
lo indicado hasta ahora.
Aquí no es posible entrar en todos estos debates; por lo demás tampoco lo necesitamos, y ello por dos
motivos: por un lado, hemos visto que la sustancia de lo que afirma Mateo tiene su correlativo en todos los
estratos de la tradición presentes en el Nuevo Testamento, si bien pueden haberse construido
diversamente entre sí. Semejante unidad de la tradición sólo se puede explicar si tienen origen en el mismo
Jesús. Pero, por otro lado, no necesitamos seguir estas discusiones, debido también a una reflexión
teológica: que para el que lee la Biblia como palabra de Dios con la fe de la Iglesia, la validez de una palabra
no depende de hipótesis históricas acerca de la forma y de la antigüedad de su origen. Todo el que haya
seguido con alguna atención las propuestas de los exegetas sabe muy bien lo efímeras que son estas
hipótesis. Para el creyente, una palabra de Jesús que se encuentra en la Sagrada Escritura no recibe su
fuerza vinculante del hecho de que la mayoría de los exegetas contemporáneos la reconozca como tal, ni
pierde su validez cuando se verifica lo contrario. En otros términos: la garantía de la validez no proviene de
construcciones hipotéticas por más fundadas que puedan ser, sino de la pertenencia al canon de la Escritura
que la fe de la Iglesia garantiza como palabra de Dios, o sea, como seguro fundamento de nuestra
existencia.
121
¡Venga tu Reino!
Asentado esto, es importante sin embargo comprender lo más exactamente posible, mediante los
instrumentos de la ciencia histórica, la estructura y el contenido de un texto. La principal objeción de la
época liberal en contra del origen jesuano de la palabra de vocación consistía en la observación de que aquí
se emplea el vocablo «Iglesia» (ekklesía), que en los evangelios aparece sólo aquí y en Mt 18,17. Puesto que,
según hemos mostrado en el capítulo primero, se daba por cierto que Jesús no había querido una Iglesia,
este uso lingüístico aparecía como un anacronismo revela-dor de la formación tardía del dato en el contexto
de la Iglesia ya nacida. En contra de esta hipótesis ha llamado la atención el exegeta evangélico A. Oepke
sobre el hecho de que nunca se es demasiado prudente con las estadísticas de las palabras. Ha indicado, por
ejemplo, que en toda la Carta de san Pablo a los romanos no aparece nunca la palabra «cruz», a pesar de
que la carta indudablemente está impregnada desde el principio al fin de la teología de la cruz del Apóstol.
Por tanto, respecto a estas observaciones, es muy importante la forma literaria del texto, sobre la cual el
mismo indiscutido portavoz de la teología liberal, A. von Harnack, ha dicho: «No hay muchos más pasajes
extensos en los evangelios de los cuales se deduzca con tanta seguridad el fondo arameo del pensamiento y
de la forma, como de esta perícopa tan fuertemente compacta» . De modo muy similar se ha expresado
también Bultmann: «No veo que puedan darse las condiciones de su origen si no es en la comunidad
originaria de Jerusalén» . Aramaica es la fórmula introductoria «dichoso tú»; aramaico es el nombre, no
explicado, Bar-Jona, lo mismo que son árameos los sucesivos conceptos de «puertas del infierno», «llaves
del reino de los cielos», «atar y desatar», «en la tierra y en los cielos». El juego de palabras con el término
piedra (tú eres piedra y sobre esta piedra...) no funciona del todo en griego, ya que entonces es necesario
un cambio de género entre Pedro y piedra; por ello también aquí podemos oír resonar con trasparencia la
palabra aramea Cefa y escuchar la voz misma de Jesús .
Pasemos ahora a la interpretación, que una vez más podemos intentar sólo respecto a algunos puntos
principales. Ya hemos hablado del simbolismo de la roca-piedra, mediante el cual Pedro aparece en paralelo
con Abrahán; su función para el nuevo pueblo, la Ekklesía, reviste un significado cósmico y escatológico, en
consonancia con la naturaleza de este pueblo. Para comprender de qué modo Pedro es roca, prerrogativa
que no posee por sí mismo, es útil tener presente la continuación del relato de Mateo. No a partir «de la
carne y de la sangre», sino por revelación del Padre expresó él el reconocimiento de Cristo en nombre de los
doce. En cambio, cuando luego Jesús explica la forma y el camino de Cristo en este mundo profetizando la
muerte y la resurrección, entonces responden la carne y la sangre: Pedro «le reprochó al Señor»: «No te
sucederá eso» (16,22). Jesús le replicó: «Apártate de mí, Satanás, pues me eres un escándalo (skandalon)...»
(v 23). El que por don de Dios puede ser sólida roca, es por sí mismo una piedra en el camino, que puede
hacer tropezar. La tensión entre el don que viene del Señor y la propia capacidad resulta tan evidente que
produce escalofríos; aquí, de algún modo, se anticipa todo el drama de la historia del papado, en el curso de
la cual nos encontramos siempre con los dos elementos: aquel por el que el papado, gracias a una fuerza
que no procede de él mis-mo, constituye el fundamento de la Iglesia, y el otro, por el que al mismo tiempo
los papas particulares, por las características típicas de su humanidad, son constante-mente escándalo, por
querer preceder a Cristo en lugar de seguirlo; pues creen ellos, con su lógica humana, que deben prepararle
el camino que, por el contrario, sólo él puede determinar: «Tus sentimientos no son los de Dios, sino los de
los hombres» (16,23).
122
¡Venga tu Reino!
Por lo que respecta a la promesa de que el poder de la muerte no triunfará de la roca (¿la Iglesia?),
encontramos un paralelo en la vocación del profeta Jeremías, al que se le dijo al comienzo de su misión: «Yo
te constituyo en este día como ciudad fortificada, como columna de hierro, como muro de bronce frente a
todo el país; frente a los reyes de Judá, sus jefes, sus sacerdotes y el pueblo de la tierra. Lucharán contra ti,
pero no podrán vencerte, porque yo estoy contigo para librarte» (Jer l,18s). Lo que escribe A. Weiser de este
párrafo del Antiguo Testamento puede servir muy bien como explicación de la promesa de Jesús a Pedro:
«Dios exige todo el valor de una confianza sin condiciones en su poder extraordinario cuando promete lo
que es aparentemente imposible: convertir al hombre frágil en una "ciudad fortificada", en una "columna
de hierro" y en un "muro de bronce", de suerte que él solo podrá resistir contra toda la población del país y
contra los depositarios del poder, a la manera de un vivo baluarte de Dios... No se le garantiza la
intangibilidad de un hombre de Dios "consagrado"..., sino sólo la proximidad de Dios que lo "salva", y que
sus enemigos no triunfarán sobre él (cf Mt 16.18)» .
Realmente la promesa hecha a Pedro es más amplia que las hechas a los profetas de la antigua alianza;
contra ellos estaban sólo las fuerzas de la carne y de la sangre; contra Pedro están las puertas del infierno,
las fuerzas destructoras del averno. Jeremías recibe solamente una promesa personal en orden a su
ministerio profético; Pedro obtiene una promesa para la asamblea del nuevo pueblo de Dios que se
extiende a todos los tiempos, promesa que va más allá del tiempo de su existencia personal. Debido a esto,
Harnack ha pensado que aquí se profetizaba la inmortalidad de Pedro, y en cierto sentido ha dado en el
blanco: la roca no será vencida, puesto que Dios no abandonará a su Ecclesia a las fuerzas de la destrucción.
El poder de las llaves recuerda la palabra de Dios de Is 22,22, dirigida a Eliaquín, al cual, junto con las llaves,
se le entrega «el dominio y el poder sobre la casa de David» . Pero también las palabras del Señor a los
escribas y fariseos, a los que se les reprocha cerrar el reino de los cielos a los hombres (Mt 23,13), nos
ayudan a comprender el contenido de este dicho sobre el misterio: porque Pedro es un fiel administrador
del mensaje de Jesús, abre él la puerta del reino de los cielos; a él le compete la función de portero, que
debe juzgar si acoger o rechazar (cf Ap 3,7). De este modo, el significado del dicho se acerca claramente al
de atar y desatar. Esta última expresión está tomada del lenguaje rabínico, y significa por un lado la plenitud
de las decisiones doctrinales, y por otro expresa el poder disciplinar, o sea, el derecho de lanzar o quitar la
excomunión. El paralelismo «en la tierra y en los cielos» afirma que las decisiones eclesiales de Pedro tienen
valor también delante de Dios, idea que se encuentra de manera similar también en la literatura talmúdica.
Si prestamos atención a los paralelos del dicho de Jesús resucitado, citado en Jn 20,23, resulta evidente que
con la autoridad de atar y desatar se entiende esencialmente el poder de perdonar los pecados confiado en
Pedro a la Iglesia (cf también Mt 18,15-18) . Esto me parece un elemento de mayor importancia. En el
centro mismo del nuevo ministerio, que priva de energías a las fuerzas de la destrucción, está la gracia del
perdón. Ella es la que constituye a la Iglesia. La Iglesia está fundada en el perdón.
Pedro mismo representa en su persona este hecho: el que ha caído en la tentación, ha confesado y recibido
el perdón puede ser el depositario de las llaves. La Iglesia en su esencia íntima es el lugar del perdón, en el
que queda desterrado el caos. Ella se mantiene unida por el perdón, de lo que Pedro es una perenne
demostración; ella no es la comunidad de los perfectos, sino la comunidad de los pecadores, que tienen
necesidad del perdón y lo buscan. Las palabras sobre la autoridad ponen de manifiesto el poder de Dios
123
¡Venga tu Reino!
como misericordia, y por tanto como piedra angular de la Iglesia; en el fondo escuchamos las palabras del
Señor: «No son los sanos los que tienen necesidad del médico, sino los pecadores» (Mc 2,17). La Iglesia sólo
puede surgir allí donde el hombre llega a su verdad, y esta verdad consiste justamente en que tiene
necesidad de la gracia. Donde el orgullo le priva de este conocimiento, no encuentra el camino que lleva a
Jesús. Las llaves del reino de los cielos son las palabras del perdón, que únicamente lo garantiza el poder de
Dios. Ahora podemos comprender por qué a esta perícopa le sigue inmediatamente un anuncio de la
pasión: con su muerte, Jesús le ha cerrado la puerta a la muerte, al poder de los infiernos, le ha hecho
enmudecer, expiando así todas las culpas, para que de esta muerte brote ininterrumpidamente fuerza de
perdón.
2. La sucesión de Pedro
2.1. El principio de la sucesión en general
Que el Nuevo Testamento, en todos los grandes filones de tradición, conoce el primado de Pedro, es
indiscutible. La verdadera dificultad surge al formular la segunda pregunta: ¿Se puede fundar la idea de la
sucesión de Pedro? Más ardua es aún la tercera pregunta, relacionada con ella: ¿Se puede justificar de
modo creíble la sucesión romana de Pedro? En lo que concierne a la primera de estas dos preguntas, ante
todo hemos de comprobar que en el Nuevo Testamento no hay una afirmación explícita de la sucesión de
Pedro. Esto no debe sorprendernos, ya que los evangelios, lo mismo que las grandes cartas paulinas, no
abordan el problema de una Iglesia posapostólica, cosa que, por lo demás, hay que mirar como un signo de
la fidelidad a la tradición por parte de los evangelios. Por otra parte, es posible encontrar en los evangelios
este problema de un modo indirecto, si se admite el principio metodológico de la historia de las formas,
según el cual se ha reconocido como parte de la tradición sólo lo que en el respectivo ambiente de la
tradición se consideró de algún modo significativo para el presente. Esto significaría, por ejemplo, que Juan,
hacia finales del siglo primero, es decir, cuando Pedro ya había muerto hacía tiempo, no consideró en
absoluto el primado como algo perteneciente al pasado, sino como algo vigente para la Iglesia. Incluso
algunos -puede que con un exceso de fantasía- creen descubrir en la «concurrencia» entre Pedro y «el
discípulo al que Jesús amaba» un eco de las tensiones entre la reivindicación romana del primado y la
autoconciencia de las Iglesias de Asia Menor. De todos modos, esto sería un testimonio muy precoz, y
además interno a la Biblia, de que se estimaba que la línea petrina continuaba en Roma. Sin embargo, no
debemos apoyarnos en modo alguno en hipótesis tan inciertas. En cambio, me parece justa la idea
fundamental de que las tradiciones neotestamentarias no responden nunca a un mero interés de curiosidad
histórica, sino que llevan en sí la dimensión del presente, y en este sentido sustraen siempre las cosas al
mero pasado, sin eliminar por ello la autoridad especial del origen.
Por lo demás, precisamente los autores que niegan el principio de la sucesión han propuesto luego hipótesis
de sucesión. O. Cullmann, por ejemplo, se pronunció con toda claridad contra la idea de sucesión; pero creía
poder demostrar que Pedro habría sido sustituido por Santiago, y que este habría ejercido el primado del
que anteriormente había sido el primero de los apóstoles . Bultmann, partiendo de la mención de las tres
124
¡Venga tu Reino!
columnas en Gal 2,9, cree poder concluir que de una dirección personal se habría pasado a una dirección
colegial y que un colegio habría reemplazado a la sucesión de Pedro . No es preciso discutir estas y otras
hipótesis similares; su fundamento es más bien débil. Pero así se demuestra que no es posible eludir la idea
de la sucesión si se considera la palabra trasmitida como realmente un espacio abierto al futuro. En efecto,
en los escritos del Nuevo Testamento situados en el momento de la transición a la segunda generación o
que pertenecen ya a ella -especialmente los Hechos de los Apóstoles y las cartas pastorales-, el principio de
la sucesión adopta una forma concreta. La concepción protestante según la cual la «sucesión» se encuentra
sólo en la Palabra como tal, y no en «estructuras» del género que sea, resulta anacrónica en virtud de la
forma efectiva de la tradición neotestamentaria. La palabra está ligada a un testigo que garantiza su índole
inequívoca, que ella no posee como mera palabra confiada a sí misma. Sin embargo, el testigo no es un
individuo que subsiste por sí mismo y en sí mismo. Es testigo por sí mismo y en virtud de su propia
capacidad de recordar, exactamente igual que Simón puede ser roca por sus propias fuerzas. Es testigo no
en cuanto «carne y sangre», sino a través de su nexo con el Espíritu, el Paráclito, que es el garante de la
verdad y abre la memoria. El, por su parte, une al testigo con Cristo. En efecto, el Paráclito no habla por sí
mismo, sino que toma de lo «suyo» (a saber, de lo que es Cristo: Jn 16,13). Ese nexo con el Espíritu y con su
modo de ser -«no hablará por sí mismo, sino cuanto oiga decir»- es llamado en el lenguaje de la Iglesia
«sacramento». El sacramento designa el triple entrelazarse de Palabra -testigo- Espíritu Santo y Cristo, que
describe la estructura específica de la sucesión neotestamentaria. Del testimonio de las cartas pastorales y
de los Hechos de los Apóstoles se puede deducir con cierta seguridad que ya la generación apostólica dio a
este recíproco entrelazamiento de persona y palabra, por fe en la presencia del Espíritu y de Cristo, la forma
de la imposición de las manos.
2.2. La sucesión romana de Pedro
La figura neotestamentaria de la sucesión así constituida, en la cual la palabra es sustraída al arbitrio
humano justamente a través de la implicación en ella del testigo, es afrontada muy pronto por un modelo
esencialmente intelectual y antiinstitucional, que conocemos en la historia con el nombre de gnosis. Aquí se
eleva a principio la libre interpretación y el desarrollo especulativo de la palabra. Frente a la pretensión
intelectual avanzada por esta corriente, muy pronto no es ya suficiente remitir a testigos particulares.
Fueron necesarios puntos de referencia para el testimonio, que se encontraron en las llamadas sedes
apostólicas, es decir, en aquellos lugares en que habían actuado los apóstoles. Las sedes apostólicas se
convierten en los puntos de referencia de la verdadera communio. No obstante, dentro de estos puntos de
referencia se da aún un criterio preciso, que resume en sí a todos los demás (claramente en Ireneo de Lyon):
la Iglesia de Roma, en la que Pedro y Pablo padecieron el martirio. Con ella ha de estar de acuerdo cada
comunidad particular; ella es verdaderamente el criterio de la auténtica tradición apostólica.
También Eusebio de Cesárea, en la primera redacción de su Historia eclesiástica, hizo una descripción del
mismo principio: la contraseña de la continuidad de la sucesión apostólica se concentra en las tres sedes
petrinas de Roma, Antioquía y Alejandría, siendo Roma, como lugar del martirio, una vez más, de las tres
sedes petrinas, la preeminente, la verdaderamente decisiva.
125
¡Venga tu Reino!
Esto nos lleva a una comprobación de la mayor importancia : el primado romano, o sea, el reconocimiento
de Roma como criterio de la fe auténticamente apostólica, es más antiguo que la «Escritura». Sobre esto
hay que guardarse de una ilusión casi inevitable. La «Escritura» es más reciente que los «escritos» que la
integran. Durante mucho tiempo la existencia de cada uno de los escritos no dio lugar aún al «Nuevo
Testamento» como Escritura, como Biblia. La reunión de los escritos en la Escritura es más bien obra de la
tradición, que comenzó en el siglo II, pero que sólo en el siglo IV o V tuvo en cierta medida su conclusión. Un
testimonio exento de sospecha como Harnack ha señalado al respecto que antes de terminar el siglo II se
impuso en Roma un canon de los «libros del Nuevo Testamento» según el criterio de la apostolicidad y
catolicidad, criterio que poco a poco fue seguido también por otras Iglesias «a causa de su valor intrínseco y
de la fuerza de la autoridad de la Iglesia romana». Por tanto, podemos afirmar: la Escritura se hizo Escritura
mediante la tradición, de la que forma parte como elemento constitutivo justamente en este proceso la
potentior principalitas de la cátedra de Roma. Resultan así evidentes dos puntos: el principio de la tradición,
en su configuración sacramental como sucesión apostólica, fue constitutivo para el origen y la continuación
de la Iglesia. Sin este principio no es posible en absoluto imaginar un Nuevo Testamento, y es debatirse en
una contradicción querer afirmar lo uno y negar lo otro. Hemos visto además que desde el principio se
estableció y trasmitió en Roma la lista de los nombres de los obispos como serie de la sucesión. Podemos
añadir que Roma y Antioquía, como sedes de Pedro, eran conscientes de encontrarse en la sucesión de la
misión de Pedro, y que pronto en el grupo de las sedes petrinas se adoptó también a Alejandría como lugar
de la actividad de Marcos, discípulo de Pedro. Sin embargo, el lugar del martirio aparece claramente como
el principal depositario de la suprema autoridad petrina y desempeña un papel preeminente en la
formación de la naciente tradición eclesial, y en particular en la formación del Nuevo Testamento como
Biblia; él pertenece a las condiciones esenciales de posibilidad, tanto internas como externas. Sería
fascinante mostrar cómo influyó en todo esto la idea de que la misión de Jerusalén había pasado a Roma,
razón por la cual inicialmente Jerusalén no sólo no fue «sede patriarcal», sino ni siquiera sede
metropolitana: Jerusalén reside en Roma y su título de preeminencia se ha trasferido, con la partida de
Pedro, a la capital del mundo pagano . Pero una reflexión detallada sobre este tema nos llevaría muy lejos.
Creo, no obstante, que ha quedado patente lo esencial: el martirio de Pedro en Roma fija el lugar en el que
continúa su función. Esta conciencia aparece ya en el siglo primero a través de la primera carta de
Clemente, aunque, en los detalles, la evolución fue naturalmente lenta.
3. Reflexiones finales
Nos detenemos en este punto, puesto que el objeto esencial de nuestras reflexiones ha sido alcanzado. En
efecto, hemos visto que el Nuevo Testamento en su totalidad documenta de manera convincente el
primado de Pedro; hemos visto que la constitución de la tradición y de la Iglesia suponía la continuación de
la autoridad de Pedro en Roma. El primado romano no es una invención de los papas, sino un elemento
esencial de la unidad de la Iglesia, que se remonta al mismo Señor y que se desarrolló fielmente en la Iglesia
naciente. Pero el Nuevo Testamento nos muestra algo más que los aspectos formales de una estructura; nos
muestra también su esencia íntima. No sólo nos entrega pruebas documentales, sino que se afirma como
criterio y cometido. Nos indica la tensión entre piedra de escándalo y roca; justamente en la desproporción
126
¡Venga tu Reino!
entre capacidad humana y disposición divina, Dios se da a conocer como el que está verdaderamente
presente y operante. Si el conferir semejante plenitud de autoridad a los hombres ha podido hacer que en
el curso de la historia surgiera -y no sin razón- el temor a un poder humano arbitrario, sin embargo no sólo
la promesa del Nuevo Testamento, sino la misma trayectoria histórica muestran lo contrario: la
desproporción de los hombres para semejante función es tan estridente, tan evidente, que justamente en la
atribución a un hombre de la función de roca se pone de manifiesto que no son estos hombres los que
sostienen la Iglesia, sino el que lo hace, a pesar de los hombres más que a través de ellos. Quizá el misterio
de la cruz no esté en ninguna parte tan tangiblemente presente como en la historia del primado. El hecho
de que su centro esté constituido por el perdón es al mismo tiempo su supuesto y el signo de la naturaleza
particular del poder de Dios. De este modo cada una de las palabras bíblicas sobre el primado permanece,
de generación en generación, como indicación, como medida a la que debemos plegarnos cada vez. Si la
Iglesia mantiene su fe en estas palabras, no es cuestión de triunfalismo, sino de humildad; sorprendida y
agradecida reconoce la victoria de Dios sobre la debilidad humana y a través de ella. El que por miedo al
triunfalismo o al poder arbitrario del hombre le quita a estas palabras su fuerza no anuncia en absoluto a un
Dios más grande, sino que más bien lo empequeñece. Pues él manifiesta el poder de su amor justamente en
la paradoja de la impotencia humana, permaneciendo así fiel a la ley de la historia de la salvación. Así pues,
con el mismo realismo con que hoy ad-mitimos los pecados de los papas y su inadecuación a la grandeza de
su ministerio, hemos de reconocer también que Pedro ha sido siempre la roca contra las ideologías, contra
la reducción de la Palabra a lo que en una época determinada está en boga, contra la sumisión a los
poderosos de este mundo. Al reconocer estos hechos de la historia, no celebramos a los hombres, sino que
tributamos alabanza al Señor, que no abandona a la Iglesia y ha querido realizar su ser roca a través de
Pedro, la pequeña piedra de tropiezo: no la «carne y la sangre», sino el Señor salva a través de los que
provienen de la carne y de la sangre. Negar esto no es más fe ni más humildad, sino retroceder frente a la
humildad, que reconoce la voluntad de Dios exactamente como es. Por tanto, la promesa hecha a Pedro y
su realización histórica siguen siendo, en lo más hondo, motivo perenne de alegría: los poderes del infierno
no prevalecerán contra ella...
3 Iglesia universal e Iglesia particular.
El cometido del obispo
Entonces, concretamente, ¿cómo debe vivir y configurarse la Iglesia para responder a la voluntad del Señor?
Tal es la pregunta que se impone con fuerza después de todas las reflexiones hasta ahora expuestas. A esta
pregunta podemos darle una respuesta muy sencilla, que sin embargo contiene en sí toda la riqueza y, por
tanto, todas las dificultades de lo que es realmente sencillo. Podemos decir: la Iglesia se convirtió en tal
cuando el Señor, después de haber dado su cuerpo y su sangre bajo las especies de pan y de vino, dijo:
«haced esto en memoria mía». Ello significa: la Iglesia es una respuesta a este cometido, a la autoridad y a la
responsabilidad que conlleva. Iglesia es eucaristía. Ello implica que la Iglesia proviene de la muerte y
resurrección, pues las palabras sobre la donación del cuerpo habrían quedado vacías de no haber sido una
anticipación del sacrificio real de la cruz, lo mismo que su memoria en la celebración sacramental sería culto
127
¡Venga tu Reino!
de los muertos y formaría parte de nuestro luto por la omnipotencia de la muerte si la resurrección no
hubiese trasformado este cuerpo en «espíritu dador de vida» (1Cor 15-45). Pero de todo el conjunto del
Nuevo Testamento procede una segunda respuesta que se ha concretado en el nombre ecclesia. Iglesia
quiere decir reunión y purificación por Dios de todos los hombres de toda la tierra. La unión de las dos
respuestas define la naturaleza de la Iglesia y determina su praxis; además las dos respuestas se pueden
compendiar en la afirmación única de que Iglesia quiere decir proceso dinámico de unificación
horizontal y vertical. Es unificación vertical del hombre con el amor trinitario de Dios, y por tanto también
integración del hombre en sí mismo y consigo mismo. Mas como lleva al hombre allí donde tiende toda la
gravitación de su naturaleza, se hace de por sí también unificación horizontal: sólo a partir de la fuerza
propulsiva de la unión vertical puede tener lugar la unificación horizontal, o sea, la reconstrucción de un
género humano lacerado. Los Padres compendiaron estos dos aspectos -eucaristía y reunión- en la palabra
communio, que hoy nuevamente está en alza: Iglesia y comunión; ella es comunión de la palabra y del
cuerpo de Cristo, y por tanto comunión recíproca entre los hombres, quienes, en virtud de esta comunión
que los lleva desde arriba y desde dentro a unirse, se convierten en un solo pueblo; es más, en un solo
cuerpo.
1. Eclesiología eucarística y ministerio episcopal
Intentaremos ahora desarrollar en concreto esta respuesta básica. Partimos del hecho de que la Iglesia se
realiza en la celebración de la eucaristía, que es al mismo tiempo el hacerse presente la palabra del anuncio.
Ello implica en primer lugar el aspecto local: la celebración eucarística ocurre en un lugar concreto con las
personas que en él viven. Aquí comienza la fase de la reunión. Lo cual significa que por Iglesia no se
entiende un club de amigos o una asociación de tiempo libre en la que se juntan personas con iguales
tendencias y con intereses afines. La llamada de Dios va a todos los que están en aquel lugar: la Iglesia es
pública por su misma naturaleza. Desde el principio rehusó colocarse en el plano de las asambleas culturales
privadas o de cualquier agrupación de derecho privado. De haber aceptado, habría gozado de la plena
protección del derecho romano, que reservaba a las organizaciones de derecho privado un amplio espacio.
Por el contrario, quiso ser pública igual que el Estado, porque ella es realmente el nuevo pueblo al que
todos están llamados . Por eso cuantos se hacen creyentes en un lugar pertenecen todos ellos igualmente a
la misma eucaristía: ricos y pobres, cultos e incultos, griegos, judíos, bárbaros, hombres y mujeres; donde
Dios llama, estas diferencias no cuentan (Gal 3,28). Por eso podemos ahora comprender por qué Ignacio de
Antioquía insistió tanto en la unicidad del oficio episcopal en una ciudad y por qué ligó tan estrechamente la
pertenencia eclesial a la comunión con el obispo. Defiende san Ignacio la naturaleza pública y la unidad de la
fe contra todo tipo de grupo, contra la división en razas y en clases. El evangelio de Jesucristo excluye desde
el principio el racismo y la lucha de clases. Hay un solo obispo en una sola ciudad, porque la Iglesia es una
sola para todos y porque Dios es uno solo para todos. En este sentido la Iglesia tiene siempre ante sí una
tarea única e inmensa de reconciliación; no es Iglesia si no pone de acuerdo a los que de hecho -por su
modo de sentir- no están de acuerdo y no tienden al acuerdo. Sólo en virtud del amor del que ha muerto
por todos puede y debe realizarse también de hecho esta reconciliación. La Carta a los efesios ve el sentido
más profundo de la muerte de Cristo en el hecho de haber abatido «el muro de separación, o sea, la
enemistad» (2,14). En virtud de la sangre derramada, Cristo es «nuestra paz» (2,13s). Estamos ante
128
¡Venga tu Reino!
formulaciones eucarísticas que contienen un realismo exigente; no se puede gozar de la sangre «derramada
por muchos» restringiéndose a «pocos». En este sentido el «episcopado monárquico» enseñado por Ignacio
de Antioquía es una forma.
esencial e irrevocable de la Iglesia, ya que constituye una exacta interpretación de una realidad central: la
eucaristía es pública, es eucaristía de toda la Iglesia, del único Cristo. Nadie tiene derecho a escogerse una
eucaristía «propia». La reconciliación con Dios que en ella se nos brinda supone siempre la reconciliación
con el hermano (Mt 5,23s). La naturaleza eucarística de la Iglesia nos ha remitido en primer lugar a4la
asamblea local; al mismo tiempo hemos reconocido que el ministerio episcopal pertenece esencialmente a
la eucaristía en cuanto servicio a la unidad que se deriva necesariamente del carácter de sacrificio y de
reconciliación de la eucaristía. Una Iglesia eucarística es una Iglesia constituida sobre el obispo. Tenemos
que dar ahora un paso más. El redescubrimiento del carácter eucarístico de la Iglesia ha llevado
recientemente a acentuar con fuerza el principio de la Iglesia local. Teólogos ortodoxos han contrapuesto la
eclesiología eucarística de Oriente como expresión auténtica de la Iglesia a la eclesiología centralista de la
Iglesia romana . En cada Iglesia local, dicen, está presente con la eucaristía el misterio entero de la Iglesia,
por estar presente Cristo. A esto no hay nada que añadir. Por tanto, deducen ellos, la idea de un ministerio
petrino es una contradicción; tiende a un modelo mundano de unidad opuesto a la unidad sacramental
representada en la constitución eucarística. Sin embargo, es cierto que esta moderna eclesiología
eucarística ortodoxa no es concebida de modo puramente «local» en el sentido de la Iglesia particular, ya
que en realidad el punto básico de la estructura es el obispo, y no el lugar en cuanto tal. Si se reflexiona
sobre este hecho, resulta evidente que también para la tradición ortodoxa no basta el simple hecho litúrgico
en el lugar respectivo para constituir la Iglesia, sino que es necesario un principio de integración.
Los problemas que permanecen pendientes permiten comprender que desde hace poco, por la fusión de
elementos protestantes, ortodoxos y católicos, se vayan desarrollando nuevas variantes del principio de la
Iglesia local que intentan llevarlo a sus últimas consecuencias. Si los ortodoxos parten del obispo y de la
comunión eucarística guiada por él, punto de partida de la posición reformada sigue siendo la palabra: la
palabra de Dios congrega a los hombres y crea la «comunidad». El anuncio del evangelio, dicen, genera la
asamblea, y esta asamblea es «Iglesia». En otras palabras, la Iglesia como institución no tiene en esta
perspectiva ningún relieve propiamente teológico; teológicamente significativa es sólo la comunidad,
porque lo que importa es sólo la palabra . Esta idea de la comunidad suele hoy vincularse al concepciones
de Iglesia y de comunidad son naturalmente múltiples y variadas; sin embargo, su orientación fundamental
me parece que queda señalada con lo indicado antes. logion de Jesús del evangelio de Mateo: «Donde dos o
tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (18,20). Casi se podría decir que estas
palabras han sustituido hoy para muchos, como palabras fundantes de la Iglesia y como definición de su
naturaleza, al logion de la piedra y del poder de las llaves. La idea es entonces: reunirse en nombre de Jesús
engendra por sí mismo la Iglesia; es el acto independiente de todas las instituciones en el que la Iglesia nace
siempre de nuevo. La Iglesia no es concebida como episcopal, sino como congregacionista.
129
¡Venga tu Reino!
Ahora no hay que referirse ya a la exclusividad de la palabra, sino que de este principio se deduce la
conclusión: la asamblea convertida de ese modo en comunidad tiene en sí todos los poderes de la Iglesia y,
por tanto, también el de la celebración eucarística. La Iglesia, como suele decirse, viene «de abajo»; ella se
forma a sí misma. Pero con este enfoque se pierde inevitablemente su naturaleza pública y su mismo
carácter de reconciliación tal como se presenta en el principio episcopal, que se deriva de la naturaleza de la
eucaristía. La Iglesia se convierte en grupo, que se mantiene unido por su consenso interior, mientras que su
dimensión católica se agrieta. Las palabras del Señor sobre reunirse dos o tres personas no pueden aislarse;
no agotan la plenitud de la realidad Iglesia. En esa realidad el reunirse, e igualmente los encuentros
informales de grupos en la oración, tiene una importancia esencial. Pero no es suficiente como principio
constitutivo de la Iglesia. Por eso el sínodo de 1985 ha señalado nuevamente en la communio la idea guía
para la comprensión de la Iglesia, y en consecuencia ha pedido que se profundice la eclesiología eucarística,
en la cual las diversas funciones de papa, obispo, presbítero y laicos son contempladas oportunamente en
una visión de conjunto a partir del sacramento del cuerpo del Señor. Esos esfuerzos siguen adelante. Hay un
primer paso relativamente simple. Iglesia es eucaristía, según hemos dicho. Ello puede traducirse también
en otra fórmula: Iglesia es comunión, comunión con todo el cuerpo de Cristo. En otras palabras: en la
eucaristía no se puede en modo alguno pretender comulgar exclusivamente con Jesús. El se ha dado un
cuerpo. El que comulga con él, comulga necesariamente con todos sus hermanos, que se han convertido en
miembros del único cuerpo. Tal es el alcance del misterio de Cristo, que la communio incluye también la
dimensión de la catolicidad. O es católica, o no es absolutamente.
2. Las estructuras de la Iglesia universal en la eclesiología eucarística ¿Pero cómo se expresa todo esto? La
pregunta nos lleva necesariamente a la Iglesia antigua. El que ha aprendido a conocerla en su existencia
efectiva ve al punto que no ha consistido nunca en una yuxtaposición estática de Iglesias locales. Desde el
principio pertenecen esencialmente a ella múltiples formas de catolicidad. En el tiempo apostólico es sobre
todo la figura misma del apóstol lo que queda fuera del principio local. El apóstol no es obispo de una
comunidad, sino misionero de la Iglesia entera. La figura del apóstol es la más contundente refutación de
cualquier concepción de Iglesia puramente local. En su persona se expresa la Iglesia universal; a esta
representa él, sin que ninguna Iglesia local pueda pretender tenerlo para sí sola. Pablo ejerció esta función
de unidad mediante sus cartas y a través de una red de enviados. Estas cartas son la realización práctica del
servicio católico de la unidad, que sólo se explica en virtud de la autoridad del apóstol que se extiende a la
Iglesia universal. Si observamos además las listas de saludos de las cartas, podemos verificar también que la
sociedad antigua era móvil; encontramos a los amigos de Pablo ora aquí, ora allá. Ser cristiano quería decir
para ellos pertenecer a la única asamblea de Dios en formación, que ellos encontraban unida e idéntica en
todos los lugares. Cuando estudio las hipótesis de que Santiago, un colegio o la comunidad en general
habrían recogido la sucesión de Pedro, no puedo menos de sorprenderme siempre de que a nadie se le haya
ocurrido la idea de atribuir tal sucesión a Pablo, a pesar de que él afirma en la Carta a los gálatas: «Vieron
que yo había recibido la misión de anunciar el evangelio a los paganos, como Pedro a los judíos» (2,7).
Prescindiendo de que aquí se excluye claramente la idea, derivada de la misma Carta a los gálatas, de la
sustitución de Pedro por Santiago o por un colegio, se podría concluir que Pablo había recibido el primado
sobre los paganos de una manera indivisa. Pero en realidad no se trata de un reparto de sectores de misión,
superado precisamente en la medida en que se impuso el pensamiento fundamental de Pablo, que abolía
130
¡Venga tu Reino!
toda distinción entre judeo-cristianos y pagano-cristianos. Como se desprende del conjunto del Nuevo
Testamento, Pedro siguió siendo la bisagra entre cristianos judíos y gentiles, y esta misión para toda la
Iglesia fue la concretización del mandato particular que el Señor le confirió. Pero al mismo tiempo podemos
decir que Pablo ejerció en virtud de su misión una especie de primado sobre los cristianos gentiles, lo
mismo que Santiago reivindicó una posición de guía para todo el judeo-cristianismo. Volvamos a nuestro
problema. En el tiempo apostólico es evidente el elemento católico en la estructura de la Iglesia; también
las llamadas cartas católicas lo desarrollan y confirman. Incluso podemos afirmar que el ministerio
orientado en sentido universal tiene claramente la preeminencia sobre los ministerios locales, hasta el
punto de que su fisonomía concreta queda aún completamente oscura en las grandes cartas de Pablo . Hay
que recordar que, junto a los apóstoles, el grupo de los profetas, designados en la Didajé entre otras cosas
como «vuestros sumos sacerdotes» (13,3), ejercían una misión igualmente supralocal. Sólo después de
haber comprendido esta realidad es posible entender el alcance de la fórmula de que los obispos son los
sucesores de los apóstoles. En la primera fase los obispos, en cuanto responsables de Iglesias locales, están
claramente por debajo de la autoridad católica de los apóstoles. Si luego, en el difícil proceso de formación
de la Iglesia pos-apostólica, se acabó reconociéndoles también la posición de los apóstoles, ello significa que
asumen ahora una responsabilidad que rebasa el ámbito local. En otros términos, la llama de la catolicidad y
de la misión no puede extinguirse tampoco en la nueva situación. La Iglesia no puede hacerse una
yuxtaposición estática de Iglesias locales en principio autosuficientes: ha de permanecer «apostólica»; o,
dicho de otra manera, el dinamismo de la unidad ha de marcar su misma estructura. Con la connotación
«sucesor de los apóstoles», se hace salir al obispo del ámbito puramente local y se lo constituye en
responsable de que las dos dimensiones de la communio: la vertical y la horizontal, permanezcan indivisas.
¿Pero cómo se manifiesta esto concretamente? Ante todo se manifiesta en una fuerte conciencia de la
unidad de la única Iglesia en todos los lugares, que surge espontáneamente dondequiera que se hacen
perceptibles tendencias separatistas. Cuando, por aducir un ejemplo, en el siglo cuarto y quinto
comenzaron los donatistas a crear una especie de Iglesia particular africana, que no quería ya mantener
relaciones con la Iglesia universal, Optato de Milevi reaccionó resueltamente contra esa tendencia a las
«dos Iglesias», oponiendo a ella la comunión con todas las provincias como signo distintivo de la verdadera
Iglesia . Agustín reitera incansablemente el mismo principio, convirtiéndose así en el maestro y guía de la
catolicidad: «Yo estoy en la Iglesia, cuyos miembros son todas aquellas Iglesias de las que sabemos
realmente por la Sagrada Escritura que surgieron y crecieron gracias a la actividad de los apóstoles. No
renunciaré a estar en comunión con ellas, ni en África ni en ningún otro lugar con la ayuda de Dios» . En el
siglo segundo ya Ireneo había expresado con vigor el mismo principio: «Esta doctrina y esta fe la Iglesia
diseminada por todo el mundo la custodia diligentemente, formando como una única familia: la misma fe
con una sola alma y un solo corazón; la misma predicación, enseñanza y tradición, como si hubiese una sola
boca. Diversas son las lenguas según las regiones, pero única e idéntica es la fuerza de la tradición. Las
Iglesias de Germania no tienen una fe o tradición diferente, como tampoco las de Hispania, Galia, Egipto,
Libia, Oriente y el centro de la tierra (=Palestina); como el sol, criatura de Dios, es uno solo e idéntico en
todo el mundo, así la luz de la verdadera predicación resplandece en todas partes e ilumina a todos los
hombres que quieren venir al conocimiento de la verdad»
131
¡Venga tu Reino!
¿Cuáles eran los elementos estructurales concretos que garantizaban esta catolicidad? Naturalmente, antes
que las estructuras hay que indicar el contenido, en el cual insiste, por ejemplo, la Carta a los efesios: «Un
solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios padre de todos...» (4,5s). Las estructuras están al
servicio de este contenido. Hemos dicho: la pertenencia a la comunión en cuanto pertenencia a la Iglesia es
por su naturaleza universal. El que pertenece a una Iglesia local pertenece a todas. De esta conciencia, como
garantía de la unidad de la communio y delimitación de los confines frente a presuntas y falsas
comunidades, nacieron las cartas de comunión, a las que se denominó Utterae communicatoriae, tesserae,
symbola, Utterae pacis... .
El cristiano que emprendía un viaje llevaba consigo un documento de este tipo, encontrando así
alojamiento en cualquier comunidad cristiana y, como centro de la hospitalidad, la comunión en el cuerpo
del Señor. Con estas cartas de paz el cristiano se encontraba realmente en su propia casa en cualquier sitio
en que estuviera. Para que el sistema pudiese funcionar, los obispos debían tener por su parte las listas de
las Iglesias más importantes de todas las partes del mundo con las cuales estaban en comunión. «Esta lista
servía como repertorio de las direcciones cuando había que entregar pasaportes, y por otra parte los
pasaportes de los que llegaban de fuera eran controlados con esta lista» .
Vemos, pues, de manera muy concreta, que el obispo hace de anillo de conjunción de la catolicidad. El
mantiene relaciones con otros, encarnando así el elemento apostólico, y con él el católico, en la Iglesia. Esto
encuentra expresión ya en su consagración; ninguna comunidad puede darse obispo sólo por sí. Un lazo tan
radical en la esfera local no es compatible con el principio apostólico, es decir, universal. En esto se
manifiesta al mismo tiempo más en profundidad también el hecho de que la fe no es una conquista nuestra
personal, sino que la recibimos siempre de fuera. Supone siempre una superación de los confines, un ir a los
otros y un venir de los otros, lo que remite al origen del Otro, del mismo Señor. El obispo es consagrado por
un grupo de al menos tres obispos de comunidades vecinas, y en la ocasión se verifica también la identidad
del credo . Pero naturalmente los obispos vecinos no bastan; piénsese en la extensión descrita por el texto
de san Ireneo, que de propósito abarca los confines de la tierra entonces conocidos, desde Germania por un
lado, hasta Egipto y Oriente por otro. Sólo aclarando debidamente este punto es posible evitar, a propósito
de la eclesiología de comunión, un equívoco que hoy se propaga visiblemente. Partiendo de una
interpretación moderna y unilateral de la tradición oriental, se cree poder afirmar que no existe por encima
de cada uno de los obispos locales particulares ninguna otra realidad constituida en la Iglesia. El único
órgano posible de la Iglesia entera sería el concilio universal; la Iglesia de los múltiples obispos formaría, por
así decir, el concilio permanente, tanto que algunos han llegado a proponer ver en el concilio el modelo
estructural de la Iglesia . Pero en semejante idea de la Iglesia se pierde el elemento de responsabilidad
eclesial universal que se encarna en el apóstol, reduciendo con ello también el mismo ministerio episcopal,
de modo que la misma Iglesia local no puede ser vista ya en su amplitud total e interior.
No es fácil, ni mucho menos, centrar la atención en el elemento estructural que trasciende a cada obispo en
la Iglesia antigua sin caer en seguida en la sospecha de una lectura de la historia desde una óptica
unilateralmente papal. Intentaré aclarar este punto exponiendo un caso ejemplar. La controversia sobre
Pablo de Samo-sata, obispo de Antioquía, que en el 268 fue acusado de herejía por una asamblea de
obispos, depuesto de su cargo y excluido de la comunión eclesial. El caso causó mucho revuelo, ya que
132
¡Venga tu Reino!
Antioquía era el lugar donde se había formado el cristianismo entre los gentiles y donde había nacido el
nombre de cristianos. La tradición conocía a Antioquía como lugar de la actividad misionera de Pedro antes
de trasladarse a Roma. Como tal, Antioquía era un punto central de referencia de la communio. En otras
palabras, la red mundial de la communio, como ya se ha dicho, tiene algunos puntos eminentes de
orientación por los cuales se regulan las Iglesias locales circunstantes. Son las sedes apostólicas. Por eso la
crisis de una de estas sedes principales es particularmente importante: ¿qué ocurre cuando vacila
justamente el punto de referencia? En este caso es evidente que no basta ya la mera «ayuda de los
vecinos», pues está en juego el todo. Por eso el sínodo de los obispos vecinos puede decidir la deposición y
escoger el sucesor, pero no puede conferir eficacia jurídica definitiva a estas deliberaciones. Ha de entrar en
función la catolicidad. En consecuencia, los participantes en el sínodo obispal antioqueno escribieron a los
obispos de Roma y de Alejandría, y mediante ellos a los demás obispos de la Iglesia católica. «Nos hemos
visto, pues, forzados..., a designar a otro en su puesto como obispo de la Iglesia católica... Domno, que tiene
todas las cualidades que competen a un obispo. Os notificamos esto a fin de que le escribáis y aceptéis de él
las cartas de comunión». Ello significa que Domno no puede ser legitimado únicamente por el sínodo. Su
nombramiento sólo es efectivo a condición de que los obispos de Roma y de Alejandría sean informados de
su elección, le escriban y reciban de él ..................; por lo demás, el asunto no termina aquí. Pablo de
Samosata rehusó restituir los edificios destinados al culto. Entonces los obispos se dirigieron a la autoridad
(¡pagana!) del emperador Aureliano, el cual sentenció que tales edificios «fueran entregados a aquel que los
obispos de Italia y de Roma reconocieran como legítimo». El autor belga B. Botte deduce de ahí con razón:
«Para el emperador pagano no había, pues, sólo Iglesias locales, sino también una Iglesia católica cuya
unidad estaba garantizada por la comunión de los obispos». La misma dinámica que el caso tomado como
ejemplo pone de manifiesto para el siglo tercero, puede documentarse para el siglo segundo en el marco de
la controversia pascual. Por eso el concilio de Nicea, como él mismo lo declara, no hizo más que corroborar
la antigua tradición al confirmar los primados de Roma, Alejandría y Antioquía, estableciendo en ellos las
articulaciones de la communio universal. La justificación de las tres sedes está en el principio pe-trino, en el
cual reside también el fundamento de la particular responsabilidad apostólica de Roma como criterio de
unidad. Por consiguiente, a la catolicidad de un obispo pertenece el principio de vecindad y la viva relación
con Roma, que consiste en dar y recibir en la gran comunión de la única Iglesia.
El jurista evangélico R. Sohm dijo una vez que en el primer milenio la Iglesia se entendía como el cuerpo de
Cristo, y en el segundo como la corporación de los cristianos. En este paso de cuerpo a corporación, de
Cristo a la cristiandad, de sacramento a derecho, ve él la verdadera caída, que se habría verificado al entrar
el segundo milenio y que habría dado origen a la Iglesia católico-romana. Sobre esto hemos de decir, sin
embargo, que ciertamente la Iglesia se formó en primer lugar del sacramento y de la comunión con el
cuerpo de Cristo; es «cuerpo de Cristo»; pero justamente por eso es también corporación de los cristianos.
Ambas cosas no se excluyen, sino que se integran. Como comunidad sacramental en el cuerpo del Señor y a
partir de la palabra del Señor, es comunidad de derecho divino, como lo ha mostrado E. Kásemann de modo
persuasivo partiendo del Nuevo Testamento. Este «derecho divino», que resulta de la palabra y del
sacramento, está rodeado concretamente de un derecho humano que reviste múltiples formas; la Iglesia en
su historia deberá vigilar siempre para que su centro propiamente espiritual no se vea desplazado por
demasiadas estructuras humanas. Lo importante es establecer que el orden de la unidad no es en modo
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¡Venga tu Reino!
alguno un orden de derecho simplemente humano, sino lo que define de modo central la naturaleza de la
Iglesia, y que por eso su expresión jurídica en el cargo del sucesor de Pedro y en la recíproca referencia
entre obispos, como en la referencia de estos al papa, pertenece al núcleo central de su ordenamiento
divino, de modo que la pérdida de este elemento la lesiona en lo específico de su ser Iglesia.
3. Consecuencias para el ministerio y el cargo del obispo
En todas nuestras reflexiones acerca de la relación entre Iglesia universal e Iglesia particular hemos
tropezado de continuo con la figura del obispo como elemento central de la estructura eclesial. Como ya
hemos dicho, él encarna el carácter unitario y el carácter público de la Iglesia local a partir de la unidad del
sacramento y de la palabra. El obispo es además el anillo de conjunción con las otras Iglesias locales; como
responsable de la unidad de la Iglesia local en su diócesis, le incumbe también hacer de intermediario entre
la unidad de su Iglesia particular y la Iglesia entera y única de Jesucristo, y de vivificarla. Debe cuidar de la
dimensión católica y de la apostólica de su Iglesia local; estos dos elementos esenciales de la Iglesia
caracterizan de modo especial su ministerio, pero enlazan también directamente con las otras dos notas
distintivas: la apostolicidad y la catolicidad sirven a la unidad, y sin unidad no hay tampoco santidad, ya que
sin amor no hay santidad; la santidad, en efecto, se realiza esencialmente en la integración del particular y
de los particulares en el amor de conciliación del único cuerpo de Jesucristo. La santidad no realiza la
perfección del propio yo, sino su purificación a través de la fusión en el amor omnicomprensivo de Cristo;
este amor es la santidad misma del Dios unitrino.
¿Cómo pueden definirse entonces más precisamente, partiendo de esta base eclesiológica, la función del
obispo y la posición de la Iglesia particular en la Iglesia universal? Esta pregunta abre un campo muy amplio,
pues nos introduce en el ámbito de la realización histórica, que, desde luego, se apoya en el mismo
fundamento, pero que se ve ininterrumpidamente confrontada con nuevas realidades de la vida humana y
exige igualmente respuestas siempre nuevas. Habré de contentarme con destacar aquí algunos puntos de
vista de carácter general. Si hay que definir esencialmente al obispo como sucesor de los apóstoles,
entonces su misión queda fundamentalmente perfilada por lo que la Escritura dice ser la voluntad de Jesús
respecto a los apóstoles; él los «constituyó» para que «estuviesen con él», «para enviarlos» y «para que
tuviesen autoridad...» (Mc 3,14s).
La premisa fundamental del ministerio episcopal es la íntima comunión con Jesús, es estar con él. El obispo
ha de ser el testigo de la resurrección, o sea, ha de permanecer en contacto con Cristo resucitado. Sin este
íntimo «estar con» Cristo, se convierte en un simple funcionario eclesiástico, pero no en testigo, no en
sucesor de los apóstoles. El estar con Cristo exige interioridad, pero al mismo tiempo genera la participación
en la dinámica de la misión. Pues el Señor es con todo su ser el enviado, el que ha bajado del cielo, el que ha
cambiado su «ser con» el Padre en «estar con» los hombres. Según las categorías clásicas, el ministerio del
obispo pertenece a la «vida activa», pero su actividad está ordenada por su inserción en la dinámica de la
misión de Jesucristo. Por eso significa ante todo el «estar con» Cristo, y de ese modo llevar al «estar con»
Dios a los hombres para reunidos en este «estar con». Si a los apóstoles se les trasmite como tercer punto
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¡Venga tu Reino!
decisivo de su misión el poder de arrojar los demonios, tenemos claro el sentido de este mandato: la llegada
de la misión de Jesús sana y purifica al hombre desde dentro. Purifica la «atmósfera» del espíritu en que
vive con la llegada del espíritu de Jesús, que es el santo espíritu de Dios. Ser para Cristo con Dios y, a partir
de Cristo, llevar a los hombres a Dios, hacer de ellos la qahal, la asamblea de Dios, he ahí cuál es la tarea del
obispo. «El que no recoge conmigo, dispersa», dice Jesús (Mc 12,30; Lc 11,23); el fin del obispo es recoger
con Jesús.
De ahí se sigue un segundo punto: el obispo es el sucesor de los apóstoles. Solamente el obispo de Roma es
el sucesor de un determinado apóstol, a saber, de san Pedro, por lo que está revestido de la responsabilidad
de toda la Iglesia. Todos los demás obispos son sucesores de los apóstoles, no de un apóstol determinado;
están en el colegio que sucede al colegio de los apóstoles, de forma que cada uno es sucesor de los
apóstoles. Esto significa que el hecho de ser sucesor enlaza con «estar con» en el «nosotros» de los que
suceden. El aspecto «colegiado» pertenece esencialmente al oficio de obispo; es una consecuencia
necesaria de sus dos dimensiones, la católica y la apostólica. Este «estar con» ha revestido en la historia
varias formas, y variará también en el futuro en las formas particulares de verificarse. En la Iglesia antigua
tenía sustancialmente dos formas fundamentales que, a pesar de todos los cambios, indican también hoy lo
esencial. En primer lugar hay un nexo particular entre los obispos vecinos y los obispos de una región, que
en un contexto político y cultural común persiguen un camino común en su ministerio episcopal. De aquí
nacieron los sínodos (asambleas de obispos), que se reunían por ejemplo en el África de san Agustín dos
veces al año. En cierto sentido podemos compararlos con las conferencias episcopales. Sin duda hay que
tener en cuenta una pequeña diferencia: que en la base de estos sínodos no había instituciones
permanentes; no había oficinas, no había un órgano administrativo fijo, sino sólo de vez en cuando el hecho
de la reunión, en la que los obispos, cada uno por su cuenta -a partir de su fe y de su experiencia de
pastores- intentaban encontrar respuestas a los problemas urgentes. A este fin se exigía la responsabilidad
personal de cada uno, junto con la búsqueda de aquella sintonía con la fe en la cual el testimonio común se
resuelve en una respuesta común. La segunda figura en la que el nosotros de los obispos adquiría forma en
la dimensión del obrar estaba en relación con los «primados», con las sedes obispales de referencia y con
sus obispos, y de modo particular en tomar como norma a Roma, en estar en consonancia con el testimonio
de fe del sucesor de Pedro . Pero cuando hablamos del «nosotros» de los obispos hemos de añadir un nivel
ulterior de consideración; este «nosotros» no ha de entenderse sólo en sentido sincró-nico, sino también en
sentido diacrónico. Ello significa que en la Iglesia ninguna generación está aislada. En el cuerpo de Cristo no
cuenta ya el límite de la muerte; en él, pasado, presente y futuro se compenetran. El obispo no se
representa nunca sólo a sí mismo, ni lo que predica es su pensamiento propio; el obispo es un enviado y, en
cuanto tal, un embajador de Cristo. El indicador del camino que introduce en el mensaje es para él el
nosotros de la Iglesia, y precisamente el nosotros de la Iglesia de todos los tiempos. Si en alguna parte
llegara a formarse una mayoría contra la fe de la Iglesia de otros tiempos, no sería en absoluto mayoría; en
la Iglesia la verdadera mayoría es diacrónica, abarca a todas las épocas y sólo escuchando a esta mayoría
total se permanece en el nosotros apostólico. La fe rompe la autoabsolutización de cada uno de los
presentes; el abrirse a la fe de todos los tiempos libra de la ilusión ideológica y mantiene a la vez abierto al
futuro. Ser heraldo de esta mayoría diacrónica, de la voz de la Iglesia que unifica los tiempos, es uno de los
grandes cometidos del obispo, que desciende de aquel «nosotros» que caracteriza a su ministerio.
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¡Venga tu Reino!
Echemos ahora una breve mirada a dos elementos más. El obispo representa ante la Iglesia local a la Iglesia
universal, y ante la Iglesia universal a la Iglesia local; por tanto, sirve a la unidad. No tolera que la Iglesia
local se encierre en sí misma, sino que la abre al todo y la inserta en el todo, de tal manera que las fuerzas
vivificadoras de los carismas puedan afluir a ella y brotar de ella. Así como abre la Iglesia particular a la
Iglesia universal, también el obispo lleva a esta Iglesia universal la voz particular de su propia diócesis, sus
dones particulares de gracia, sus prerrogativas y sus sufrimientos. Todo pertenece a todos. Cada órgano es
importante, y la contribución de cada uno es necesaria para el todo. Por eso el sucesor de san Pedro debe
ejercer su ministerio de modo que no sofoque los dones de las Iglesias particulares ni los fuerce a seguir una
falsa uniformidad, sino que los deje ser eficaces en el intercambio vivificador del todo. Estos imperativos
valen también para los obispos en su sede y más que nunca para la guía común que los obispos ejercen a
través del sínodo o de la conferencia episcopal. Como el papa sólo debe añadir al derecho humano lo que es
estrictamente necesario en virtud del derecho divino derivado del sacramento, así también han de hacerlo
el obispo y la conferencia episcopal en su ámbito propio. También ellos han de guardarse de uniformidades
pastorales. También ellos han de atenerse a las reglas de san Pablo: «No extingáis el espíritu... examinadlo
todo, retened lo que es bueno» (1Tes 5,19.21). Tampoco aquí puede haber ningún uniformismo de planes
pastorales, sino que hay que dejar espacio a la multiplicidad, no raras veces indudablemente fatigosa, de los
dones de Dios; dejando a salvo naturalmente el criterio de la unidad de la fe, al que se puede añadir, en
cuanto a las formas humanas, no más de lo necesario a la tolerancia y para una buena convivencia.
Finalmente, no podemos olvidar que el apóstol es siempre enviado «hasta los confines de la tierra». Esto
significa que el cometido del obispo no puede agotarse nunca en el ámbito intraeclesial. El evangelio
concierne a todos siempre, y por ello incumbe siempre al sucesor de los apóstoles la responsabilidad de
llevarlo al mundo. Esto ha de entenderse en un doble sentido: hay que anunciar siempre la fe a los que
todavía no han podido reconocer en Cristo al salvador del mundo; pero además de esto existe también una
responsabilidad para con las cosas públicas de este mundo. El Estado goza de autonomía respecto a la
Iglesia, y el obispo está obligado a reconocer la autonomía del Estado y su ordenamiento jurídico. Evita la
confusión entre fe y política y sirve a la libertad de todos evitando identificar la fe con una determinada
forma política. El evangelio pone a disposición de la política verdades y valores, pero no da una respuesta
concreta a cada uno de los problemas de la política y la economía. Esta «autonomía de las realidades
terrenas», de la que ha hablado el concilio Vaticano II, es preciso respetarla. Han de tenerla en
consideración también los miembros de la Iglesia. Sólo así la Iglesia constituye un espacio abierto de
conciliación entre los partidos; sólo así se preserva de convertirse ella misma en un partido. En este sentido,
también el respeto a la madurez de los laicos es un aspecto importante del ministerio episcopal.
Pero la autonomía de las cosas terrenas no es absoluta. Refiriéndose a las experiencias de la época imperial
romana, Agustín observaba que los límites entre el Estado y una banda de ladrones son muy débiles si no se
rebasa un determinado mínimo ético. El derecho no proviene sólo del Estado; lo que de por sí constituye
una injusticia, como la muerte de hombres inocentes, no hay ley que pueda justificarlo. Por eso a los
cristianos les incumbe la tarea de preservar la capacidad de percibir la voz de la creación. El obispo debe
luchar para que los hombres no se hagan sordos a lo que Dios ha inscrito como fundamental en cada
corazón, en la naturaleza del hombre y en las mismas cosas. San Gregorio Magno dijo en una ocasión muy
136
¡Venga tu Reino!
agudamente que el obispo ha de tener «nariz», es decir, el olfato que le permita distinguir lo que es positivo
de lo que es negativo. Esto vale en el ámbito eclesial lo mismo que respecto al mundo. Precisamente el
respeto de la peculiaridad de los ordenamientos seculares exige que la Iglesia se declare también en favor
de la defensa de la creación cuando su voz se vea sofocada por el confuso alboroto de la pretensión humana
de «arreglárselas por sí misma». El obispo deberá considerarse responsable de que se despierten las
conciencias y de que en estos ámbitos primarios no se tenga la impresión de que la Iglesia habla sólo para sí
misma. Por otra parte, en este campo hay que apelar de manera particular a la responsabilidad de los laicos,
pues está claro también que laicos y sacerdotes no viven en dos mundos separados, sino que sólo
compartiendo la única fe pueden cumplir su deber. Todo esto nos muestra, finalmente, que en el ministerio
del obispo entra también la disponibilidad al sufrimiento. El obispo que considerase su ministerio sobre
todo como un honor o como una posición influyente no habría comprendido su naturaleza. Sin la
disponibilidad al sufrimiento no es posible consagrarse a este cometido. Así justamente el obispo se
encuentra en comunión con su Señor; así sabe que es «colaborador de vuestra alegría» (2Cor 1,24).
52 Naturaleza del sacerdocio
Reflexiones preliminares: los problemas
La imagen del sacerdocio católico, como la definió el concilio de Trento y fue luego renovada y profundizada
en sentido bíblico por el Vaticano II, ha caído después del concilio en una profunda crisis. El gran número de
los que han abandonado el sacerdocio, lo mismo que el dramático descenso de las nuevas levas
sacerdotales en muchos países, no se explican sólo con motivos teológicos. Pero todas las demás causas no
hubieran podido poseer nunca tal impacto de no haberse vuelto problemático en sí mismo este ministerio
para muchos sacerdotes y jóvenes encaminados hacia el sacerdocio. En el nuevo horizonte espiritual abierto
por el Concilio, los viejos argumentos de la época de la Reforma, en conexión con los conocimientos de la
moderna exégesis ampliamente alimentada con premisas reformistas, adquirieron de pronto una evidencia
a la que la teología católica no estuvo en condiciones de oponer respuestas suficientemente fundadas. Si es
cierto que los textos del Vaticano II fueron mucho más allá del Tridentino en la aceptación de motivos
bíblicos, también lo es que no rebasaron sustancialmente el contexto tradicional, por lo que no fueron
suficientes para dar una nueva motivación del sacerdocio y aclarar su naturaleza en el cambio de situación.
El sínodo de los obispos de 1971, los textos de la Comisión teológica internacional del mismo año y una rica
literatura teológica han ampliado entretanto paulatina pero notablemente el debate, de modo que va
resultando posible recoger los frutos de esta anhelante búsqueda y, partiendo de una profunda lectura de
los textos bíblicos, dar respuesta a los nuevos problemas.
¿De qué índole son esos problemas? El punto de partida lo da una observación de carácter léxico: la futura
Iglesia, para denominar los ministerios que en ella se iban formando, no se sirvió de un vocabulario sagrado,
sino que se inspiró en una terminología profana. No muestran ningún tipo de continuidad entre estos
ministerios suyos y el sacerdocio de la ley mosaica; además, durante mucho tiempo estos ministerios
permanecen poco definidos, son muy distintos en cuanto a las formas y designaciones en que los
137
¡Venga tu Reino!
encontramos, y sólo a finales del siglo primero cristaliza una forma bien definida, que, por lo demás, sigue
admitiendo oscilaciones. Sobre todo no es posible discernir un cometido cultual de estos ministerios; en
ningún lado se los pone expresamente en conexión con la celebración eucarística; como contenido suyo
aparece en primer lugar el anuncio del evangelio, luego el servicio de la caridad entre los cristianos y
funciones comunitarias de carácter preferentemente práctico. Todo esto da la impresión de que los
ministerios se consideraban no como sagrados, sino simplemente como funcionales, y, por tanto,
administrados exclusivamente con fines específicos. En la época posconciliar fue del todo espontáneo
relacionar estas observaciones con la teoría del cristianismo como desacralización del mundo, inspirada en
las tesis de Barth y Bonhoeffer sobre la oposición entre fe y religión, y por tanto sobre el carácter arreligioso
del cristianismo. La Carta a los hebreos subraya con fuerza que Jesús sufrió fuera de las puertas de la ciudad,
exhortándonos a ir a él (Heb 13,12-13). Esta circunstancia se convirtió en un símbolo: la cruz ha desgarrado
el velo del templo, el nuevo altar se alza en medio del mundo; el nuevo sacrificio no es un hecho cultual,
sino una muerte totalmente profana. La cruz aparece así como una interpretación nueva y revolucionaria de
lo que únicamente puede considerarse aún culto; sólo el amor cotidiano en medio de la profanidad del
mundo es, según esta teoría, la liturgia en consonancia con este origen.
Estas argumentaciones, resultado de la fusión de la moderna teología protestante con algunas
observaciones exegéticas, si se examinan atentamente se revelan como el resultado de las opciones
hermenéuticas fundamentales de la Reforma del siglo XVI. El punto fundamental de tales opciones era una
lectura de la Biblia basada en la contraposición dialéctica de ley y promesa, sacerdote y profeta, culto y
promesa. Las categorías recíprocamente correlativas de ley, sacerdocio y culto fueron consideradas como el
aspecto negativo de la historia de la salvación: la ley llevaría al hombre a la autojustificación; el culto
resultaría del error de que, colocando al hombre en una especie de relación de paridad con Dios, le
permitiría establecer mediante determinadas ofertas, una relación jurídica entre él y Dios; el sacerdocio es
entonces, por así decir, la expresión institucional y el instrumento estable de esta mutua relación con la
divinidad. La esencia del evangelio, como aparecería de modo muy claro sobre todo en las grandes cartas de
san Pablo, sería, pues, la superación de este aparato de autojustificación destructora del hombre; la nueva
relación con Dios se apoya enteramente en la promesa y la gracia; se expresa en la figura del profeta, que
en consecuencia es construida en estrecha oposición al culto y al sacerdocio. El catolicismo se le antojaba a
Lutero la sacrílega restauración de culto, sacrificio, sacerdocio y ley, y por tanto como la negación de la
gracia, como el alejamiento del evangelio, como una vuelta de Cristo a Moisés. Esta elección hermenéutica
de Lutero ha marcado radicalmente la moderna exégesis crítica; la antítesis entre culto y anuncio del
evangelio, entre sacerdote y profeta define total y absolutamente sus valoraciones e interpretaciones. Las
observaciones filológicas expuestas al principio parecían confirmar este sistema categorial de modo casi
irrefutable. Así es posible comprender que los teólogos, ignorando la historia de las decisiones
problemáticas previas, ante la repentina confrontación con la pretensión científica de la exégesis moderna,
sintieran que les faltaba la tierra bajo los pies. Parecía del todo claro que la doctrina de Trento sobre el
sacerdocio se había formulado a partir de falsas premisas y que tampoco el Vaticano II había tenido el valor
de salir de este error histórico. Sin embargo, la evolución interna parecía exigir lo que a este respecto no se
había osado aún: dejar las viejas ideas de culto y sacerdocio y buscar una Iglesia a la vez bíblica y moderna,
decididamente abierta a lo profano y ordenada únicamente de acuerdo con puntos de vista funcionales.
138
¡Venga tu Reino!
Sin embargo, hay que mencionar ciertamente el hecho de que ya en tiempo de la Reforma hubo tendencias
antagónicas incluso dentro del luteranismo y también en las mismas obras de Lutero; muy pronto la
ordenación no se entendió en absoluto como una decisión puramente funcional y revocable en cualquier
momento, sino que se la concibió al menos en una cierta analogía con el sacramento. Su conexión con la
celebración eucarística no tardó en aflorar de nuevo, junto con la conciencia de que la eucaristía y el
anuncio no deben estar separados. Por lo demás, las ideas acerca del carácter radicalmente profano del
acontecimiento cristiano y el carácter no religioso de la fe tienen su origen sólo en un concurso de
circunstancias del siglo XX; para Lutero estas teorías habrían sido simplemente inconcebibles e inaceptables.
De hecho, precisamente la rama del protestantismo que se remonta a Lutero ha desarrollado una fuerte
tradición cultual, cuya profundización en la primavera litúrgica del siglo XX ha hecho posibles fructuosos
encuentros ecuménicos. Ahí se acogían las legítimas aspiraciones de la Reforma; pero poco a poco se
agudizó también la atención a lo que no debía perderse de la tradición católica. Y así el filón «católico» de la
teología protestante ha contribuido más que ningún otro a superar la unilateralidad de algunas
interpretaciones bíblicas modernas.
1. La fundación del ministerio neotestamentario: apostolado como participación en la misión de Cristo
Se trata, pues, de reconocer lo que hay de nuevo en el Nuevo Testamento; se trata de comprender el
evangelio en cuanto evangelio, aprendiendo así a ver luego de modo correcto también la unidad de la
antigua y la nueva alianza, la unidad del obrar divino. Pues justamente en su novedad el mensaje de Cristo y
su obra son a la vez cumplimiento de todo lo que les ha precedido, un hacerse visible el centro unificador de
la historia de Dios con nosotros. Si nos preguntamos por el núcleo central del Nuevo Testamento, nos
encontramos con el mismo Cristo. Su novedad no son propiamente nuevas ideas; la novedad es una
persona: Dios, que se hace hombre y atrae al hombre hacia sí. Por tanto, es en la cristología donde hay que
ver el punto de partida de nuestro interrogarnos. No tiene nada de extraño que la época liberal interpretara
la figura de Jesús enteramente a partir de sus propios supuestos, en los que se reflejan, de acuerdo con la
tendencia del siglo XIX, las categorías hacía poco descritas. Jesús, se decía, contrapuso a la religión
deformada en sentido ritualista el puro ethos, oponiendo el individuo a lo colectivo. El se presenta como el
gran maestro de la moralidad, que libra al hombre de las ataduras culturales y rituales y lo coloca con su
conciencia personal directamente delante de Dios. En la segunda mitad del siglo XX han confluido en estas
reflexiones ideas de origen marxista: Cristo aparece entonces como el revolucionario del amor, que se
opone al poder esclavizador de las instituciones y muere luchando contra ellas (particularmente contra el
sacerdocio). Se convierte en abanderado en la lucha de liberación de los pobres para la edificación del
«reino», es decir, de la nueva sociedad de hombres libres e iguales.
Ahora bien, la figura de Jesús que encontramos en la Biblia es completamente diversa. Naturalmente, aquí
no podemos desarrollar una cristología completa. El punto de vista decisivo para nosotros está en el hecho
de que Jesús pretende tener una misión directa de parte de Dios, y por tanto representar la autoridad del
mismo Dios en su persona. En todos los evangelios se nos presenta como portador de un mandato
proveniente de Dios (Mt 7,29; 21,23; Mc 1,27; 11,28; Lc 20,2; 24,19, etcétera). Jesús anuncia un mensaje
139
¡Venga tu Reino!
que no ha sido concebido por él mismo; él es «enviado» con un cometido que proviene del Padre. Juan ha
desarrollado de modo particularmente claro esta idea de la misión, pero en esto no hace más que confirmar
y aclarar un punto de vista que es central también en los sinópticos. La paradoja de la misión de Jesús
encuentra probablemente su expresión más clara en la fórmula de Juan, interpretada de modo tan
profundo por Agustín: Mea doctrina non est mea... (7,16).
Jesús no tiene nada propio por sí, fuera del Padre. En su doctrina está él mismo en juego; y por eso dice que
incluso lo que tiene de más propio: su yo, no le pertenece en absoluto. Lo suyo es lo no suyo; no hay nada
fuera del Padre; todo es enteramente de él y para él. Pero justamente por el hecho de estar expropiado de
sí mismo es totalmente una sola cosa con el Padre. El desinterés por sí mismo es la garantía que le confiere
el mandato definitivo, porque se hace pura trasparencia y presencia de Dios. Dejemos a un lado el hecho de
que en esta total entrega del yo al tú y en el entrelazamiento del yo y del tú que se sigue se refleja el
misterio trinitario, que es al mismo tiempo el modelo de nuestra existencia. Lo importante aquí para
nosotros es que Jesús ha creado la nueva figura de los doce, que luego, después de la resurrección,
desemboca en el ministerio de los apóstoles, o sea, de los enviados. Jesús da a los apóstoles su autoridad,
colocando así en estrecho paralelismo el ministerio de ellos con su misma misión. «El que a vosotros acoge
a mí me acoge», les dice a los doce (Mt 10,40; cf Lc 10,16; Jn 13,20). Viene a la mente la expresión rabínica:
«El enviado de un hombre es como este mismo hombre». Lo confirman todos los textos en los que Jesús
trasmite su potestad a los discípulos: Mt 9,8; 10,1; 21,23; Mc 6,7; 13,34; Lc 4,6; 9,1; 10,19. El paralelismo
entre la forma de misión de Jesús y la de los apóstoles se desarrolló de modo particularmente claro en el
cuarto evangelio: «Como el Padre me ha enviado, así los envío a vosotros» (13,20; 17,18; 21,21). El alcance
de esta afirmación resulta evidente sólo recordando lo que hemos dicho hace poco sobre la estructura de la
misión de Jesús, a saber, que toda su misión es relación. Por esto comprendemos la importancia del
siguiente paralelismo: «El Hijo no puede hacer nada de por sí» (Jn 5,19.30); «Sin mí no podéis hacer nada»
(Jn 15,5).
Este «nada» que los discípulos comparten con Jesús expresa al mismo tiempo la fuerza y debilidad del
ministerio apostólico. De suyo, con las solas fuerzas de la razón, del conocimiento y de la voluntad no
pueden hacer nada de lo que han de hacer en cuanto apóstoles. ¿Cómo podrían decir: «Te perdono tus
pecados»? ¿Cómo podrían decir: «Esto es mi cuerpo»? ¿Cómo podrían imponer las manos y decir: «Recibe
el Espíritu Santo»? Nada de cuanto es constitutivo de la acción apostólica es producto de la capacidad
personal. Pero justamente en esta ausencia total de propiedad se funda su comunión con Jesús, el cual, a su
vez, es enteramente del Padre, sólo para él y en él, y no subsistiría en absoluto si no fuera un permanente
derivarse y entregarse al Padre. El «nada» en lo que atañe a lo propio los implica en la comunión de misión
con Cristo. Este servicio en el que nos damos enteramente al otro, este dar lo que no viene de nosotros, se
llama en el lenguaje de la Iglesia sacramento.
Cuando definimos la ordenación sacerdotal como un sacramento queremos indicar precisamente esto: aquí
no se instala un funcionario particularmente hábil, que encuentra el cargo de su gusto o simplemente
porque se puede ganar el pan; no se trata de un trabajo con el que, gracias a nuestra competencia, nos
aseguramos el sustento, para luego avanzar en la carrera. Sacra-mento quiere decir: yo doy lo que yo mismo
no puedo dar; hago algo que no depende de mí; estoy en una misión y me he convertido en portador de lo
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¡Venga tu Reino!
que otro me ha trasmitido. Por eso nadie puede declararse sacerdote por sí mismo; como tampoco ninguna
comunidad puede llamar a alguno por su propia iniciativa para este cargo. Sólo del sacramento se puede
recibir lo que es de Dios, entrando en la misión que me hace mensajero e instrumento del otro. Y entonces,
justamente este darse al otro, este desprendimiento de sí mismo, la sustancial autoexpropiación y gratuidad
del servicio se convierten en autorrealización y madurez humanas. Porque con ello nos conformamos con el
misterio trinitario, es decir, se lleva a su cumplimiento la semejanza con Dios y con ello el modelo
fundamental según el cual hemos sido creados. Porque hemos sido creados trinitariamente, en el fondo
vale para cada uno que sólo el que se pierde puede encontrarse. Pero con esto hemos anticipado un tanto
los tiempos. Es cierto que sin duda hemos conseguido una importante ganancia de fondo. Según los
evangelios, Cristo mismo trasmitió la estructura de su misión y la propia existencia de misión a los
apóstoles, confiándoles su mismo mandato y ligándolos así a su misma potestad. Este vínculo con el Señor
por el que se le da a un hombre poder hacer lo que sólo el Señor, y no él mismo, puede hacer, equivale a la
estructura sacramental. En este sentido la cualificación sacramental del nuevo estilo de misión derivada de
Cristo se remonta hasta el núcleo central del mensaje bíblico; pertenece a él. Al mismo tiempo ha quedado
de manifiesto que se trata aquí de un oficio totalmente nuevo, que no puede derivarse del Antiguo
Testamento, sino que únicamente es explicable en el plano cristológico. El ministerio sacramental de la
Iglesia no hace más que expresar la novedad de Jesucristo y mantenerla actual en el curso de la historia.
2. La sucesión de los apóstoles
Después de esta breve mirada al origen y al centro cristológico del nuevo ministerio instituido por Jesucristo
en virtud de la potestad proveniente de su misión, tendríamos que preguntarnos: ¿Cómo se vio todo esto
en la época apostólica? y sobre todo: ¿cómo se presenta el paso a la época posapostólica; es decir, ¿cómo
se refleja en el Nuevo Testamento la successio apostolorum, que, junto con la fundamentación cristológica,
constituye el segundo pilar básico de la doctrina católica sobre el sacerdocio de la nueva alianza? Respecto
al primer punto, a saber, la prosecución del comienzo cristológico en la época apostólica, podemos ser muy
breves, ya que los mismos testimonios de los evangelios ofrecen una doble aportación histórica: por un lado
trasmiten lo que ocurrió al principio en la obra de Jesús, y por otro reflejan también lo que de aquí se
derivó. Así pues, lo que nos dicen del cargo apostólico no testimonia solamente la historia de los comienzos,
sino que refleja igualmente la interpretación del ministerio apostólico en el devenir de la Iglesia. Además, y
sobre todo, tenemos el imponente testimonio de san Pablo, que en sus cartas nos hace ver, por así decir, el
apostolado en su desplegarse.
El pasaje más importante me parece que es la exhortación, incluso implorante, que se encuentra en la
segunda Carta a los corintios: «Somos embajadores de Cristo, como si Dios exhortase por nosotros. En
nombre de Cristo os rogamos: reconciliaos con Dios» (2Cor 5,20-21). Se manifiesta aquí de modo
particularmente claro la función vicaria y el carácter de misión del ministerio apostólico, que
precedentemente hemos aprendido a considerar como la esencia del «sacramento»; aquí resulta evidente
que se deriva de Dios la autoridad, la cual consiste precisamente en la expropiación del yo, en hablar no en
nombre propio, lo que poco más adelante le lleva a decir a Pablo: «Somos ministros de Dios» (6,4).
141
¡Venga tu Reino!
Pero aquí se resume también brevemente el contenido del ministerio apostólico, que Pablo llama
«ministerio de la reconciliación» (5,18): de la reconciliación con Dios, que proviene de la cruz de Cristo, y
por ello tiene carácter «sacramental». Así pues, Pablo supone que el hombre vive de por sí en la
«alienación» (Ef 2,12), y que sólo a través de la unión con el amor crucificado de Cristo esta alienación
respecto a Dios y a la naturaleza humana puede quedar superada; que el hombre puede llegar a la
«reconciliación». La cruz -como lo muestra claramente 2Cor 5- es central en este proceso de reconciliación;
y puesto que, como acontecimiento histórico, pertenece al pasado, sólo puede ser aplicada de modo
«sacramental», si bien aquí no se dice en detalle cómo ocurre esto.
Pero si prestamos atención a la primera Carta a los corintios, vemos que el bautismo y la eucaristía son
esenciales para este proceso, sin separar a ninguno de la palabra del anuncio que suscita la fe y con ello
hace renacer. Por consiguiente, en Pablo es del todo evidente que la potestad «sacramental» del
apostolado es un ministerio específico, que no define en modo alguno la existencia cristiana en su plenitud,
como algunos han querido concluir del hecho de representar los doce al mismo tiempo el ministerio futuro
y a la Iglesia en su totalidad. Lo específico de la misión apostólica aparece claramente en el sentido que
acabamos de describir cuando Pablo dice en la primera Carta a los corintios: «Que la gente nos tenga como
servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios» (4,1). Por lo demás, justamente en la
primera Carta a los corintios se describe la autoridad del apóstol frente a la comunidad, cuando Pablo
pregunta: «¿Qué queréis? ¿Que vaya con la vara o con amor y ternura?» (4,21). El apóstol que lanza la
excomunión «con el fin de que el espíritu pueda salvarse el día del Señor» (5,5), y que si es preciso está
también dispuesto a «ir con la vara», no tiene nada que ver con el ideal de la anarquía pneumática que de
improviso algunos teólogos en nuestros días querrían deducir justamente de la primera Carta a los corintios
como imagen ideal de la Iglesia. Por tanto, las cartas paulinas confirman y precisan lo que hemos tomado de
los evangelios: el oficio de los «ministros de la nueva alianza» (2Cor 3,6) edificado cristológicamente ha de
entenderse sacramentalmente. Ellas nos muestran al apóstol como titular de una autoridad proveniente de
Cristo frente a la comunidad. En este cara a cara del apóstol se prolonga el cara a cara de Cristo frente al
mundo y a la Iglesia, la estructura dialogal que pertenece a la esencia de la revelación.
La fe no es algo concebido autónomamente; el hombre no se hace cristiano a través de la reflexión o en
virtud de una práctica moral. Lo es siempre por una acción externa; a través de una gracia que sólo puede
venirle a partir de otro, a través del tú de Cristo, en el que se encuentra el tú de Dios. Donde falta este cara
a cara, expresión de la exterioridad de la gracia, se disuelve la estructura esencial del cristianismo. Una
comunidad que se hace tal por sí misma no reproduce ya el misterio dialogal de la revelación y el don de la
gracia que proviene siempre de fuera y únicamente se puede acoger. Todo sacramento postula el cara a
cara de la gracia y del que la acoge; pero esto vale también de la palabra de Dios; la fe no viene de leer, sino
de escuchar; la palabra del anuncio en el que soy interpelado por el otro pertenece a la estructura del acto
de fe. Mas ahora tenemos que tocar el punto decisivo preguntándonos: ¿Este ministerio de los apóstoles
prosigue después de su muerte; es decir, existe una «sucesión apostólica», y este cometido es único e
irrepetible como la vida terrena, la muerte y la resurrección del Señor? A esta pregunta, tan vivamente
debatida, no puedo por mi parte responder más que con un par de advertencias.
142
¡Venga tu Reino!
Ante todo hay que observar que en los comienzos tenemos ante nosotros con una fisonomía claramente
definida sólo el ministerio apostólico, si bien la limitación del título de apóstol al círculo de los doce sólo se
hizo en la teología lucana. Hay además ministerios de varias clases, que sin embargo no poseen aún una
figura definida ni nombres estables; de acuerdo con las diversas situaciones locales, eran también muy
diversos. Hay funciones de carácter preferentemente supralocales, como las de profeta o maestro, y junto a
ellas cargos locales que en el ámbito judeo-cristiano, probablemente en conexión con el ordenamiento
sinagogal, fueron calificados con la noción de presbíteros, mientras que para el área pagano-cristiana
encontramos por primera vez en la Carta a los ñlipenses el binomio «obispos y diáconos» (1,1). La aclaración
teológica de estas funciones madura lentamente, encontrando su forma esencial en la fase de transición a
la época posapostólica. Este proceso de clarificación se refleja en el Nuevo Testamento de múltiples modos.
Deseo ilustrarlo aquí sólo con dos textos que me parecen particularmente importantes e iluminadores.
Pienso ante todo en el discurso de despedida de san Pablo a los presbíteros de Mileto, al que Lucas dio la
forma de testamento del apóstol, el cual reúne para este fin en torno a sí también a los ancianos de Efeso.
El texto expresa una inserción formal en la sucesión: «Cuidad de vosotros y de todo el rebaño del que el
Espíritu Santo os ha constituido como obispos para apacentar la Iglesia de Dios, que ha adquirido con su
propia sangre» (20,28). Aquí se identifican los dos términos «presbítero» y «obispo»; ministerios judeocristianos y pagano-cristianos son equiparados y descritos como un ministerio indiviso de la sucesión
apostólica. Se establece que es el Espíritu Santo el que introduce en este ministerio: no es la comunidad la
que confía por motivos de oportunidad a unos particulares las funciones comunitarias, sino que el cargo es
un don del Señor, que da él mismo lo que sólo él puede dar. Como ministerio conferido pneumáticamente,
es un ministerio «sacramental». Finalmente, es la continuación del cometido apostólico de apacentar el
rebaño del Señor, y por tanto la aceptación del cargo de pastor que tuvo el mismo Jesús, sin olvidar que el
pastor Cristo muere en la cruz: el buen pastor da su vida por sus ovejas. La estructura apostólica remite al
centro cristológico. Así aquí, junto a, y antes de la identificación entre ministerios judeo-cristianos y paganocristianos y al lado de la identificación terminológica, hay que destacar una identificación segunda y más
esencial: el ministerio de los presbíteros y de los obispos es, por su naturaleza espiritual, idéntico al de los
apóstoles. Esta identificación, con la que se formula el principio de la sucesión apostólica, la ha precisado
Lucas ulteriormente con otra elección terminológica: limitando la noción de apóstol a los doce, distingue la
unicidad del origen de la continuidad de la sucesión. En este sentido, el ministerio de los presbíteros y de los
obispos es algo diverso del apostolado de los doce. Los presbíteros y obispos son sucesores; pero no
apóstoles personalmente. A la estructura de la revelación y de la Iglesia pertenece así el semel y el semper.
La potestad, fundada cristológicamente, de conciliar, de apacentar y de enseñar prosigue inalterada en los
sucesores: pero estos son sucesores en sentido correcto sólo cuando «son asiduos en escuchar la enseñanza
de los apóstoles» (He 2,42).
Los mismos principios se formulan de modo casi más extenso y amplio en el espejo del presbítero de la
primera Carta de Pedro (5,1-4): «A los presbíteros que hay entre vosotros los exhorto yo, presbítero
también, testigo de los sufrimientos de Cristo y participante en la gloria que habrá de manifestarse en el
futuro: apacentad el rebaño que Dios os ha confiado y cuidad de él no a la fuerza, sino de buena gana, como
Dios quiere; no por una vil ganancia, sino con generosidad; no como dictadores, sino como modelos para el
rebaño. Y cuando aparezca el supremo pastor, recibiréis la corona imperecedera de la gloria». De nuevo
143
¡Venga tu Reino!
tenemos aquí, ya desde el principio, un importante proceso de identificación: el apóstol se define también
como presbítero, por lo cual son teológicamente identificados ministerio apostólico y presbiterado. Con ello
toda la teología del apostolado que hemos tratado en la primera parte es trasferida al presbiterado,
creando de este modo una teología del sacerdocio propiamente neotestamentaria. Mas esta conexión de
contenido tiene consecuencias también para la historia de la Iglesia; ella es, por así decir, una sucesión
apostólica en acto; en ella se contiene al mismo tiempo la idea de sucesión. Pero si se lee en el contexto
general de la carta, es posible percibir en este breve pasaje otra importante adquisición teológica. Como en
el discurso de despedida de Mileto, también aquí el contenido del cargo apostólico y sacerdotal se resume
en la palabra «apacentad», y por tanto se lo define a partir de la imagen del pastor. Pero además hemos de
observar que Pedro, al fin del segundo capítulo (2,5), define al Señor como «pastor y obispo de vuestras
almas», recordando esta definición en nuestro texto cuando llama a Cristo el supremo pastor. La palabra
episkopos, antes profana, es identificada ahora con la imagen del pastor, convirtiéndose así en un apelativo
propiamente teológico, en el que la Iglesia en devenir desarrolla su nueva y particular sacralidad. Si con la
expresión co-presbítero une Pedro al sacerdote con el apóstol, con la palabra episkopos (= inspector,
custodio) lo une con Cristo mismo, episkopos y pastor, unificando así todo en la cristología. Por tanto,
podemos decir con toda claridad que, al final de la época apostólica, en el Nuevo Testamento nos
encontramos con una acabada teología del sacerdocio neotestamentario, confiada a las manos fieles de la
Iglesia y que en los altibajos de la historia funda la identidad ineliminable del sacerdote.
3. Sacerdocio universal y sacerdocio particular:
Antiguo y Nuevo Testamento
Queda aún por preguntarse de qué modo este nuevo cometido sacerdotal derivado de la misión de Cristo se
relaciona en la Iglesia de la nueva alianza con el sacerdocio universal. Hay en el Nuevo Testamento dos
textos que hablan del sacerdocio común: la antigua catequesis bautismal, que se nos ha conservado en el
capítulo segundo de la primera Carta de Pedro y las palabras de saludo a las siete comunidades con que se
abre el Apocalipsis de Juan (1 Pe 2,9; Ap 1,6). Las fórmulas empleadas son citas del libro del Éxodo (19,6),
palabras de Dios a Israel, que en el Sinaí es admitido en la nueva alianza con Dios, siendo así llamado a
instaurar el recto culto de Dios entre los pueblos que no le conocen. En cuanto pueblo elegido, Israel debe
ser el lugar del verdadero culto y a la vez sacerdocio y templo para el mundo entero. Si la catequesis
bautismal cristiana aplica a los bautizados las palabras institutivas de la antigua alianza, ello quiere decir que
a través del bautismo los cristianos entran en la dignidad de Israel; que el bautismo es el nuevo Sinaí.
Significa que la teología de la elección de Israel pasa a la Iglesia como nuevo pueblo de Dios. La Iglesia en su
totalidad debe ser la mansión de Dios en el mundo y el lugar de su culto; por ella el mundo debe ser
conducido a la adoración, como dice Pablo en la Carta a los romanos al hablar de la gracia recibida «de ser
ministro de Cristo Jesús entre los paganos; mi tarea sagrada consiste en anunciar el evangelio de Dios, para
que la ofrenda de los paganos sea agradable a Dios, consagrada por el Espíritu Santo» (Rom 15,16). El
sacerdocio común de los bautizados, que proviene de su ingreso en la historia de la alianza con Dios iniciada
en el Sinaí, no está en contraste con las funciones sacerdotales particulares, del mismo modo que el
144
¡Venga tu Reino!
sacerdocio común de Israel no estaba en contraste con sus ordenamientos sacerdotales. Al mismo tiempo
podemos reconocer por aquí claramente en qué sentido el cargo iniciado en la Iglesia con los apóstoles es
algo totalmente nuevo y en qué sentido acoge en su novedad las formas ya existentes de la antigua alianza.
Dicho muy simplemente: el ministerio apostólico de la Iglesia es nuevo como nuevo es Cristo; participa de la
novedad de Cristo, a la que debe su origen. Pero como Cristo lo hace todo nuevo, más aún, él mismo es el
nuevo obrar de Dios y sin embargo acoge en sí todas las promesas en las que la historia entera había llegado
a él, así el nuevo sacerdocio de los enviados de Jesucristo contiene en sí todo el contenido profético de la
antigua alianza. Esto se ve con toda claridad si prestamos atención a la fórmula con que Jean Colson,
partiendo de un profundo análisis de las fuentes, ha descrito la esencia más profunda del sacerdocio
veterotestamentario. Dice este autor: «La función de los Kohanim es esencialmente la de mantener al
pueblo consciente de su carácter sacerdotal y hacer que viva como tal para glorificar a Dios con toda su
existencia» . No se puede menos de reconocer la semejanza con la fórmula paulina poco antes citada a
propósito del cometido del apóstol como ministro de Jesucristo; sólo que ahora, después de la ruptura de
los confines de Israel realizada en la cruz por Cristo, el carácter misionero y dinámico de esta misión aparece
mucho más claramente; el fin último de toda liturgia neotestamentaria y de todos los ministerios
sacerdotales es hacer del mundo el templo y la oblación para Dios, o sea, hacer que el mundo entero entre
a formar parte del cuerpo de Cristo, a fin de que Dios lo sea todo en todos (cf 1Cor 15,28).
4. Observaciones finales para el sacerdote de hoy
No nos detendremos aquí a reflexionar detenidamente sobre cómo todo esto ha de tenerse presente hoy,
particularmente en la formación de los sacerdotes . En este contexto me contentaré con una breve alusión a
lo que me parece central. Hemos visto que el sacerdocio neotestamentario iniciado con los apóstoles está
estructurado de modo enteramente cristológico, ya que significa la inserción del hombre en la misión de
Cristo. Por tanto, lo esencial y fundamental para el ministerio sacerdotal es un profundo lazo personal con
Cristo. De esto depende y a esto debe conducir el meollo de toda preparación al sacerdocio y de cualquier
ulterior formación en él. El sacerdote debe ser un hombre que conoce a Jesús íntimamente, que lo ha
encontrado y ha aprendido a amarlo. Por eso debe ser sobre todo un hombre de oración, un hombre
verdaderamente «religioso». Sin una robusta base espiritual no puede resistir mucho tiempo en su
ministerio. De Cristo debe aprender también que lo que cuenta en su vida no es la autorrealización ni el
éxito. Por el contrario, debe aprender que su fin no es el de construirse una existencia interesante o una
vida cómoda, ni crearse una comunidad de admiradores, sino que se trata justamente de obrar en favor del
otro. Al principio esto choca con el centro natural de gravedad de nuestra existencia; pero con el tiempo
resulta evidente que esta pérdida de relevancia del propio yo es el factor verdaderamente liberador. El que
obra por Cristo sabe que siempre hay uno que siembra y otro que recoge. No necesita interrogarse de
continuo; confía al Señor todos los resultados y cumple serenamente su obligación, libre y contento de
sentirse al seguro en todo. Si hoy los sacerdotes se sienten muchas veces estresados, cansados y frustrados,
es debido a una búsqueda exasperada de rendimiento. La fe se convierte en un pesado fardo que a duras
penas se arrastra, cuando debería ser un ala por la que dejarse llevar.
145
¡Venga tu Reino!
De la íntima comunión con Cristo brota espontáneamente también la participación en su amor a los
hombres, en su voluntad de salvarlos y de ayudarlos. Hoy muchos sacerdotes se preguntan vacilantes si
llevar a los hombres a la fe puede hacerles verdaderamente bien o si, por el contrario, eso no hace más
pesada su vida. Piensan que quizá será mejor dejarlos tranquilamente a merced de su incredulidad, pues
parece que así es posible vivir con mayor facilidad. Cuando la fe es concebida de esta manera, sólo como un
gravamen suplementario de la existencia; no puede dar satisfacción, como tampoco puede ser una tarea
absolutamente satisfactoria servir a la fe. Pero el que ha descubierto íntimamente a Cristo y lo conoce
directamente, descubre que sólo esta relación da sentido a todo lo demás y hace hermoso también lo que
pesa. Sólo esta gozosa comunión con Cristo puede dar alegría también al servicio y hacerlo fructuoso.
El que ama quiere conocer. Por eso un auténtico amor a Cristo se manifiesta también en la voluntad de
conocerlo cada vez mejor y de conocer todo lo que le atañe. Si el amor de Cristo se hace necesariamente
amor del hombre, quiere ello decir que la educación en Cristo debe incluir también la educación en las
virtudes naturales del ser humano. Si amarlo significa aprender a conocerlo, quiere decir que la
disponibilidad a un estudio serio y escrupuloso es un signo de la seriedad de la vocación y de una
convencida búsqueda interior de su proximidad. La escuela de la fe es escuela de verdadera humanidad y es
comprender la razón de la fe. Puesto que Cristo no está nunca solo, sino que vino a reunir el mundo en su
cuerpo, tenemos un componente más, a saber, el amor a la Iglesia; nosotros no buscamos un Cristo
inventado por nosotros; sólo en la comunión verdadera con la Iglesia encontramos al Cristo real. Y a la vez,
en la disponibilidad a amar a la Iglesia, a vivir con ella y a servir en ella a Cristo se manifiesta la profundidad
y la seriedad de la relación con el Señor. Deseo concluir citando a san Gregorio Magno cuando describe el
nexo sustancial, al que nos hemos referido, entre interioridad y servicio, sirviéndose de las imágenes del
Antiguo Testamento: «¿Qué otra cosa son los hombres santos sino ríos... que riegan la tierra reseca? Sin
embargo... se secarían si... no volviesen al lugar del que han brotado. Pues si no se recogen en lo interior del
corazón y no encadenan su anhelo al amor al Creador... su lengua se secaría. Pero del amor vuelven ellos de
continuo a su intimidad, y lo que... dispensan al exterior, lo sacan de la fuente... del amor. Amando
aprenden lo que anuncian enseñando».
Una compañía en el camino.
La Iglesia y su ininterrumpida renovación
Originariamente este texto se concibió como ponencia para el encuentro por la amistad entre los pueblos,
organizado cada año por el movimiento «Comunión y Liberación». El tema general del encuentro lo
indicaban las tres figuras simbólicas «El admirador - Thomas Becket - Einstein», a las que, en consecuencia,
el texto hace referencia varias veces. Para mi intervención se me propuso el tema «Una compañía
necesitada siempre de reforma»; la primera parte alude a este tema no precisado adrede en el contenido.
1. El descontento respecto a la Iglesia
No se requiere mucha imaginación para adivinar que la compañía de la que deseo hablar es la Iglesia. Quizá
se ha evitado en el título el término «Iglesia» sólo porque provoca espontáneamente en la mayoría de los
hombres de hoy reacciones de defensa. Piensan ellos: «De la Iglesia hemos oído hablar ya demasiado, y las
146
¡Venga tu Reino!
más de las veces no se ha tratado de nada grato». La palabra y la realidad de la Iglesia han caído en
descrédito. Por eso tampoco parece que una reforma permanente semejante vaya a cambiar nada. O puede
que el problema estribe sólo en que hasta ahora no se ha descubierto el tipo de reforma que podría hacer
de la Iglesia una compañía que valga realmente la pena vivirla.
Pero preguntémonos ante todo: ¿Por qué la Iglesia le resulta desagradable a tanta gente, incluso también
creyentes, e incluso a personas que hasta ayer podían contarse entre los más fieles o que, aunque en medio
de sufrimientos, lo son de algún modo todavía hoy? Los motivos son muy diversos entre sí, e incluso
opuestos, según las posiciones. Algunos surgen porque la Iglesia se ha adecuado demasiado a los
parámetros del mundo actual; otros se sienten molestos porque sigue aún demasiado extraña a él. Para la
mayor parte de la gente el descontento respecto a la Iglesia comienza con el hecho de ser una institución
como tantas otras y que como tal limita su libertad. La sed de libertad es la forma en la que hoy se expresa
el deseo de liberación y la percepción de no ser libres, de estar alienados.
La invocación de la libertad aspira a una existencia que no esté limitada por lo que ya está dado y que
obstaculiza mi pleno desarrollo, presentándome desde fuera el camino que debo recorrer. Pero en todas
partes tropezamos con barreras y bloqueos del camino de este tipo, que nos paran, impidiéndonos seguir
adelante. Las barreras que la Iglesia levanta se presentan, pues, como doblemente pesadas, ya que
penetran en la esfera más personal e íntima. En efecto, las normas de vida de la Iglesia son mucho más que
normas de tráfico ordenadas a que la convivencia humana evite lo más posible los choques. Se refieren a mi
camino interior y me dicen cómo he de comprender y configurar mi libertad. Exigen de mí decisiones que no
se pueden tomar sin el dolor de la renuncia. ¿Acaso no quieren negarnos los frutos más bellos del jardín de
la vida? ¿No es quizá verdad que con la restricción de tantas órdenes y prohibiciones se nos obstaculiza el
camino de un horizonte abierto? ¿Y no se obstaculiza la grandeza del pensamiento, como también la de la
voluntad? ¿No debe ser necesariamente la liberación la salida de semejante tutela espiritual? ¿No sería
quizá la única reforma auténtica rechazar todo eso? Pero entonces, ¿qué queda de esta compañía?
Sin embargo, la amargura contra la Iglesia tiene también un motivo más específico. En efecto, en medio de
un mundo gobernado por una dura disciplina y por coacciones inexorables sigue elevándose hacia la Iglesia
una silenciosa esperanza: ella podría representar en todo esto como una pequeña isla de una vida mejor, un
pequeño oasis de libertad, al que de vez en cuando poder retirarse. La ira contra la Iglesia o la desilusión
respecto a ella revisten por esto un carácter particular, ya que silenciosamente se espera de ella más que de
otras instituciones mundanas. En ella se debería realizar el sueño de un mundo mejor. Cuando menos, se
querría probar en ella el gusto de la libertad, de ser liberados; el salir de la caverna, de que habla san
Gregorio Magno refiriéndose a Platón. Sin embargo, puesto que la Iglesia en su aspecto concreto se ha
alejado tanto de esos sueños asumiendo también ella el sabor de una institución y de todo lo que es
humano, se alza contra ella una cólera amarga. Y esta cólera no puede desaparecer, justamente porque no
se puede extinguir ese sueño que nos había orientado hacia ella con esperanza. Y como la Iglesia no es
como se presenta en los sueños, se intenta desesperadamente hacerla como se la querría: un lugar en el
que poder expresar todas las libertades, un espacio en el que se derrumben todos nuestros límites, donde
se experimente aquella utopía que en alguna parte habrá de existir.
147
¡Venga tu Reino!
Como en el terreno de la acción política se querría construir al fin el mundo mejor, así, se piensa, habría
finalmente (quizá como primera etapa en el camino hacia él) que edificar una Iglesia mejor; una Iglesia de
plena humanidad, llena de amor fraterno, de generosa creatividad, una mansión de reconciliación de todo y
para todos.
2. Reforma inútil
Pero, ¿de qué modo debería ocurrir todo esto? ¿Cómo conseguir semejante reforma? Sin embargo, se dice,
debemos comenzar. Y se dice a menudo con la ingenua presunción del iluminado, convencido de que las
generaciones hasta ahora no han comprendido bien la cuestión, o bien que han sido demasiado tímidas y
poco iluminadas; nosotros, en cambio, tenemos a la vez el valor y la inteligencia. Por más resistencia que
puedan ofrecer los reaccionarios y los «fundamentalistas» a esta noble empresa, hay que ponerla por obra.
Al menos existe una receta muy esclarecedora para el primer paso. La Iglesia no es una democracia. Por lo
que se ve, no ha integrado aún en su constitución interna ese patrimonio de derechos de la libertad
elaborado por la Ilustración y que desde entonces ha sido reconocido como regla fundamental de las
formaciones políticas. Por eso parece la cosa más natural del mundo recuperar de una vez para siempre lo
que se había descuidado y comenzar erigiendo ese patrimonio fundamental de estructuras de libertad.
El camino conduce, según suele decirse, de una Iglesia paternalista y distribuidora de bienes a una Iglesia
comunidad. Se afirma que nadie debe ser ya receptor pasivo de los dones que hacen ser cristiano. Al
contrario, todos han de convertirse en agentes activos de la vida cristiana. La Iglesia no debe ya bajar de lo
alto. ¡No! Somos nosotros quienes «ha-cemos» la Iglesia, y la hacemos siempre nueva. Así se convertirá
finalmente en «nuestra» Iglesia, y nosotros en sujetos activos suyos responsables. El aspecto pasivo cede al
activo. La Iglesia surge a través de discusiones, acuerdos y decisiones. En el debate aflora lo que todavía hoy
puede exigirse, lo que todavía puede ser reconocido por todos como perteneciente a la fe o como línea
moral directora. Se acuñan nuevas «fórmulas de fe» abreviadas. En Alemania, en un nivel bastante elevado,
se ha dicho que tampoco la liturgia debe corresponder ya a un esquema previamente establecido, sino que
ha de surgir sobre el terreno, en una determinada situación, por obra de la comunidad para la cual se
celebra . Por lo demás, tampoco debe ser ya preconstituida, sino al contrario, algo hecho por sí, algo que
sea expresión de sí mismo. En este camino parece existir algún obstáculo: generalmente la palabra de la
Escritura, a la que a pesar de todo no se puede renunciar totalmente. Hay, pues, que afrontarla con gran
libertad de elección. Sin embargo, no son muchos los textos que es posible plegar de modo que se adapten
sin perturbación a esta autorrealización a la que la liturgia parece ahora destinada. Con todo, en esta obra
de reforma, en la que finalmente también en la Iglesia la autodeterminación democrática debe reemplazar
al ser guiados por otros, surgen pronto preguntas. ¿Quién tiene propiamente el derecho de tomar las
decisiones? ¿Sobre qué base se realiza? En la democracia política se responde a esta pregunta con el
sistema de la representación: en las elecciones los individuos eligen a sus representantes, los cuales toman
las decisiones por ellos. Este encargo es limitado temporalmente; también se circunscribe en cuanto al
contenido en las grandes líneas del sistema de partidos, y comprende sólo aquellos ámbitos de la acción
política asignados por la constitución a las entidades representativas. También a este respecto subsisten dos
cuestiones: la minoría ha de inclinarse ante la mayoría, y esta minoría puede ser muy grande. Además no
siempre está garantizado que el representante que ha elegido actúe y hable realmente en el sentido que
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¡Venga tu Reino!
deseo, por lo que ni siquiera la mayoría victoriosa, observando las cosas más de cerca, puede considerarse
tampoco como sujeto activo del acontecer político. Al contrario, debe aceptar también «decisiones tomadas
por otros», a fin de no poner en peligro el sistema en su totalidad. Sin embargo, más importante para
nuestra cuestión es un problema general.
Todo lo que hacen los hombres puede ser anulado por otro. Todo lo que proviene de un gesto humano
puede no agradar a otros. Todo lo que una mayoría decide puede ser abrogado por otra mayoría. Una
Iglesia que descanse en las decisiones de una mayoría se convierte en una Iglesia puramente humana.
Queda reducida al nivel de lo factible y plausible, de lo que es fruto de la propia acción y de las intuiciones y
opiniones propias. La opinión sustituye a la fe. Efectivamente, en las fórmulas de fe acuñadas por uno
mismo que yo conozco, el significado de la expresión «creo» no va nunca más allá del significado
«pensamos». La Iglesia hecha por sí misma tiene al final el sabor del «sí mismos», que a los otros «sí
mismos» no agrada nunca y muy pronto revela su pequeñez. Se ha refugiado en el ámbito de lo empírico,
con lo cual se ha evaporado también como ideal soñado.
3. La esencia de la verdadera reforma
El activista, el que quiere construirlo todo por sí mismo, es lo contrario del que admira (el «admirador»).
Restringe el ámbito de su razón, perdiendo así de vista el misterio. Cuanto más se extiende en la Iglesia el
ámbito de las cosas decididas y hechas por uno, tanto más estrecha se vuelve para todos nosotros. En ella la
dimensión grande y liberadora no está constituida por lo que hacemos nosotros, sino por lo que a todos se
nos da y que no procede de nuestro querer e ingenio, sino de algo que nos precede, de algo inimaginable
que viene a nosotros, de algo que «es más grande que nuestro corazón». La reformado, la que es necesaria
en todo tiempo, no consiste en que podamos remodelar siempre de nuevo «nuestra» Iglesia como nos
plazca, en que podamos inventarla, sino en que prescindamos continuamente de nuestras propias
construcciones de apoyo en favor de la luz purísima que viene de lo alto y que es al mismo tiempo la
irrupción de la pura libertad.
Permitidme deciros con una imagen lo que pienso: una imagen que he encontrado en Miguel Ángel, que a
su vez recoge antiguas concepciones de la mística y de la filosofía cristianas. Con la mirada del artista,
Miguel Ángel veía ya en la piedra que tenía delante la imagen guía que ocultamente esperaba ser liberada y
salir a la luz. El cometido del artista, según él, no es otro que eliminar lo que todavía recubría la imagen .
Miguel Ángel concebía la auténtica acción artística como un sacar a la luz, poner en libertad, no como un
hacer.
Esta misma idea, aplicada al ámbito antropológico, se encontraba ya en san Buenaventura, el cual explica el
camino a través del cual el hombre llega a ser él mismo auténticamente partiendo de la comparación del
cincelador de imágenes, o sea, el escultor. El escultor no hace nada, dice el gran teólogo franciscano. Su
obra es una ablatio; consiste en eliminar, en quitar lo que es inauténtico. De esta manera, a través de la
ablatio, surge la nobilis forma, la figura preciosa . De la misma manera el hombre, para que resplandezca en
él la imagen de Dios, debe, ante todo y sobre todo, aceptar la purificación mediante la cual el escultor, o
sea, Dios, le libra de todas las escorias que oscurecen el aspecto auténtico de su ser y que hacen que
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¡Venga tu Reino!
parezca sólo un bloque burdo de piedra, cuando en realidad habita en él la forma divina. Rectamente
entendida, podemos ver en esta imagen también el modelo guía de la reforma eclesial. Desde luego la
Iglesia siempre tendrá necesidad de nuevas estructuras humanas de apoyo para poder hablar y actuar en
todas las épocas históricas. Esas instituciones eclesiásticas con su configuración jurídica, lejos de ser algo
malo, son por el contrario hasta cierto punto simplemente necesarias e indispensables. Pero envejecen y
corren el riesgo de parecer lo más esencial, apartando así la mirada de lo que realmente lo es. Por eso hay
que suprimirlas como un andamiaje superfluo. La reforma es siempre una ablatio; un eliminar para que se
haga visible la nobilis forma, el rostro de la Esposa, y con él también el rostro del mismo Esposo, del Señor
vivo. Semejante ablatio, semejante «teología negativa», es una vida que persigue una meta enteramente
positiva. Sólo así penetra lo divino; sólo así surge una congregatio -una asamblea, una agrupación, una
purificación, la comunidad pura que anhelamos-, una comunidad en la que un «yo» no está ya en contra de
otro «yo», un «sí» contra otro «sí». Antes bien, el darse, el entregarse con confianza, que forma parte del
amor, se convierte en el recíproco recibir todo el bien y todo lo que es puro. Entonces valen para cada uno
las palabras del Padre generoso, que al hijo mayor envidioso le recuerda lo que constituye el contenido de
toda libertad y de toda utopía realizada:
«Todo lo que es mío es tuyo...» (Lc 15,31; cf Jn 17,1). Así pues, la verdadera reforma es una ablatio, que
como tal se convierte en congregatio. Intentemos captar de un modo algo más concreto esta idea de fondo.
En un primer acercamiento opusimos el activista al admirador y nos pronunciamos en favor de este último.
Pero, ¿qué expresa esta contraposición? El activista, el que quiere hacer siempre, pone su actividad por
encima de todo. Esto limita su horizonte al ámbito de lo factible, de lo que puede ser objeto de su hacer.
Propiamente hablando, sólo ve objetos. No está en condiciones de percibir lo que es más grande que él, ya
que podría significar un límite a su actividad. Restringe el mundo a lo que es empírico. El hombre queda así
amputado. El activista se construye con su propia mano una cárcel, contra la cual luego protesta en voz alta.
En cambio el auténtico estupor es un no a la limitación a lo empírico, a lo que está solamente a este lado.
Prepara al hombre al acto de fe, que abre ante él el horizonte de lo eterno, de lo infinito. Solamente lo que
no tiene límites es suficientemente amplio para nuestra naturaleza; solamente lo ilimitado responde a la
vocación de nuestro ser. Donde este horizonte se borra, todo residuo de libertad resulta demasiado
pequeño y todas las liberaciones que se pueden proponer son consecuentemente un insípido sustituto que
nunca basta. La primera y fundamental ablatio, necesaria para la Iglesia, es siempre el acto mismo de fe; ese
acto de fe que rompe las barreras de lo finito, abriendo así el espacio para llegar a lo ilimitado. La fe nos
conduce «lejos, a tierras sin confines», como dicen los Salmos. El moderno pensamiento científico nos ha
encerrado en la cárcel del positivismo, condenándonos con ello al pragmatismo. Gracias al pensamiento
científico es posible conseguir hoy muchas cosas; se puede viajar hasta la luna y más allá en lo ilimitado del
cosmos. Sin embargo, a pesar de ello, estamos siempre en el mismo punto, porque no rebasamos la
verdadera y auténtica frontera, la frontera de lo cuantitativo y de lo factible. Albert Camus ha descrito lo
absurdo de esta forma de libertad en la figura del emperador Calígula: lo tiene todo a su disposición, pero
todo le queda demasiado estrecho. En su loco afán de tener siempre más y cosas cada vez más grandes,
grita: «Quiero tener la luna, dadme la luna»5. Pues bien, a nosotros nos es posible en cierto modo tener la
luna; pero mientras no se abra la verdadera y auténtica frontera, la frontera entre el cielo y la tierra, entre
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¡Venga tu Reino!
Dios y el mundo, la misma luna no será más que un pedacito de tierra, y conseguirla no nos acerca un solo
paso más a la libertad y a la plenitud que anhelamos.
La liberación fundamental que la Iglesia puede darnos es permanecer en el horizonte de lo eterno, es salir
fuera de los límites de nuestro saber y de nuestro poder. Por eso es la fe en toda su grandeza
inconmensurable la reforma eclesial que necesitamos constantemente; a partir de ella debemos poner
siempre a prueba aquellas instituciones que nosotros mismos hemos construido en la Iglesia. Esto significa
que la Iglesia debe ser el puente de la fe, y que, especialmente en su vida de asociación intramundana, no
puede convertirse en fin de sí misma.
Hoy está difundida aquí y allá, incluso en ambientes eclesiásticos elevados, la idea de que una persona es
tanto más cristiana cuanto más está comprometida en actividades eclesiales. Se practica una especie de
terapia eclesiástica de la actividad, de entregarse a hacer; se intenta asignar a cada uno un cometido, o en
cualquier caso al menos un compromiso dentro de la Iglesia. De algún modo, así se piensa, tiene que haber
siempre alguna actividad eclesial, se debe hablar de la Iglesia o hay que hacer algo por ella y en ella. Sin
embargo, un espejo que no refleja más que a sí mismo no es ya un espejo; una ventana que en lugar de
permitir contemplar libremente la lejanía del horizonte se interpone como una pantalla entre el horizonte y
el mundo ha perdido su sentido.
Puede ocurrir que alguien desarrolle ininterrumpidamente actividades asociacionistas en la Iglesia, y que sin
embargo no sea absolutamente cristiano. En cambio puede ocurrir que otro viva simplemente de la palabra
y del sacramento y practique el amor que proviene de la fe sin haber hecho jamás acto de presencia en
comités eclesiásticos, sin haberse ocupado nunca de las novedades de la política eclesiástica, sin haber
formado parte de sínodos ni haber votado en ellos, y sin embargo sea un verdadero cristiano. Lo que
necesitamos no es una Iglesia más humana, sino una Iglesia más divina; sólo entonces será también
verdaderamente humana. Y por eso todo lo que hacen los hombres dentro de la Iglesia hay que reconocerlo
en su puro carácter de servicio y desaparece ante lo que cuenta más y es lo esencial.
La libertad que esperamos con razón de la Iglesia y en la Iglesia no se consigue por el hecho de introducir en
ella el principio de la mayoría. No depende de que prevalezca la mayoría lo más amplia posible sobre una
minoría lo más exigua posible. Depende más bien de que nadie puede imponer su propia voluntad a los
demás sino que todos se reconocen ligados a la palabra y a la voluntad del Único, que es nuestro Señor y
nuestra libertad. En la Iglesia la atmósfera resulta irrespirable si los portadores del ministerio olvidan que el
sacramento no es un reparto de poderes, sino una expropiación de sí mismo en favor de aquel en nombre
del cual debo hablar y obrar. Donde a la mayor responsabilidad corresponde la mayor autoexpropiación, allí
nadie es esclavo de los demás, allí domina el Señor, y por eso vige el principio de que «el Señor es espíritu, y
donde está el espíritu del Señor hay libertad» (2Cor 3,17). Cuantos más organismos construyamos, aunque
sean los más modernos, tanto menos espacio queda para el Espíritu, tanto menos espacio hay para el Señor
y tanta menos libertad existe. Creo que desde este punto de vista deberíamos iniciar en la Iglesia a todos los
niveles un examen de conciencia sin reservas. A todos los niveles este examen de conciencia debería tener
consecuencias muy concretas y producir una ablatio que permita que se trasparente de nuevo el rostro
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¡Venga tu Reino!
auténtico de la Iglesia. Ello podría devolvernos a todos el sentido de la libertad y de encontrarnos en
nuestra propia casa de una manera completamente nueva.
4. Moral, perdón y expiación: el centro personal de la reforma
Miremos un instante antes de seguir adelante cuanto hemos expuesto hasta ahora. Hemos hablado de una
doble «extirpación», de un acto de liberación, que es doble: de purificación y de renovación. Primero hemos
tocado la fe, que derriba el muro de lo finito y permite contemplar las dimensiones de lo eterno; y no sólo
mirar, sino también enseñar el camino. La fe, en efecto, no es solamente reconocer, sino también obrar; no
es solamente una fisura en el muro, sino una mano que salva, que saca de la caverna. De esto hemos sacado
la consecuencia para las instituciones de que el ordenamiento de fondo de la Iglesia tiene siempre
necesidad de nuevos desarrollos concretos y de configuraciones determinadas, a fin de que su vida pueda
desarrollarse en un tiempo determinado, pero que estas configuraciones no pueden ser lo esencial. La
Iglesia no existe en efecto con el fin de tenernos ocupados como una asociación cualquiera intramundana y
mantenerse viva ella misma, sino que existe para hacerse en todos nosotros acceso a la vida eterna.
Debemos ahora dar un paso más y aplicar todo esto no ya al nivel general y objetivo contemplado hasta
ahora, sino al ámbito personal. Y es que también aquí, en la esfera personal, es necesaria una «extirpación»
que nos libere. En el plano personal no es siempre y absolutamente la «forma preciosa», a saber, la imagen
de Dios inscrita en nosotros, lo que salta a la vista. Al contrario, lo primero que vemos es sólo la imagen de
Adán, la imagen del hombre no del todo destruido, pero decaído para siempre. Vemos las incrustaciones de
polvo y suciedad que se han posado en la imagen. Todos necesitamos del nuevo escultor que elimine
cuanto afea la imagen; necesitamos el perdón, que constituye el núcleo de toda reforma. No es ciertamente
un azar que en las tres etapas decisivas de la formación de la Iglesia referidas en los evangelios desempeñe
la remisión de los pecados un papel esencial.
En primer lugar está la entrega de las llaves a Pedro. La potestad que se le confiere de atar y desatar, de
abrir y cerrar, de la que aquí se habla, es en su núcleo el encargo de dejar entrar, de acoger, de perdonar
(Mt 16.19) . Lo mismo encontramos de nuevo en la última cena, que inaugura la nueva comunidad a partir
del cuerpo de Cristo y en el cuerpo de Cristo. Ello resulta posible porque el Señor derrama su sangre «por
muchos, para la remisión de los pecados» (Mt 26,28). Finalmente el resucitado, en su primera aparición a
los once, funda la comunión de su paz en el hecho de darles la potestad de perdonar (Jn 20,19-23). La Iglesia
no es la comunidad de los que no tienen necesidad de médico, sino una comunidad de convertidos, que
viven en la gracia del perdón y la trasmiten a su vez a otros.
Si leemos con atención el Nuevo Testamento, descubrimos que el perdón no tiene en sí nada de mágico;
pero tampoco es simulación de olvidar, de no percatarse, sino un proceso muy real de cambio, como el del
escultor. Quitar la culpa elimina realmente algo. La llegada del perdón a nosotros se muestra en la
imposición de la penitencia. El perdón en ese sentido es un proceso activo y pasivo; la poderosa palabra
creadora de Dios sobre nosotros opera el dolor del cambio, convirtiéndose así en una trasformación activa.
Perdón y penitencia, gracia y conversión personal no están en contradicción, sino que son dos facetas de un
152
¡Venga tu Reino!
acontecimiento único e idéntico. Esta fusión de actividad y pasividad es expresión de la forma esencial de la
existencia humana. Todo nuestro crear comienza con ser creados, con nuestra participación en la actividad
creadora de Dios. Hemos llegado aquí a un punto verdaderamente central. Me parece, en efecto, que el
núcleo de la crisis espiritual de nuestro tiempo tiene sus raíces en el eclipse de la gracia del perdón. Mas
fijémonos antes en el aspecto positivo del presente: la dimensión moral comienza de nuevo poco a poco a
estar en boga. Se reconoce, e incluso resulta evidente, que todo progreso técnico es discutible y
últimamente destructivo si no lleva paralelo un crecimiento moral. Se reconoce que no hay reforma del
hombre y de la humanidad sin una renovación moral. Pero la invocación de la moralidad se queda al fin sin
nervio, puesto que los criterios se ocultan en una densa niebla de discusiones. En efecto, el hombre no
puede soportar la pura y simple moral, no puede vivir de ella; se convierte para él en una «ley» que provoca
el deseo de contradecirla y genera el pecado. Por eso donde el perdón, el verdadero perdón lleno de
eficacia, no es reconocido y no se cree en él, hay que tratar la moral de tal modo que las condiciones de
pecar no pueden nunca verificarse propiamente para el individuo. A grandes rasgos puede decirse que la
actual discusión moral tiende a librar a los hombres de la culpa, haciendo que no se den nunca las
condiciones de su posibilidad. Viene a la mente la mordaz frase de Pascal: Ecce patres, qui tollunt peccata
mundi! He aquí a los padres que quitan el pecado del mundo. Según estos «moralistas» no existe ninguna
culpa. Naturalmente esta manera de librar al mundo de la culpa es demasiado barata. Dentro de ellos, los
hombres así liberados saben muy bien que todo eso no es cierto, que el pecado existe, que ellos mismos
son pecadores y que debe existir una manera efectiva de superar el pecado . De hecho, el mismo Jesús no
llama a los que se han liberado ya por sí mismos, por lo cual, según creen, no tienen necesidad de él, sino
que llama a los que se saben pecadores y por tanto necesitan de él.
La moral conserva su seriedad solamente si existe perdón; un perdón real, eficaz; de lo contrario cae en el
puro y vacío condicional. Pero el verdadero perdón sólo se da cuando existe el «precio», el «valor de
cambio»; si es expiada la culpa, si existe expiación. No es posible romper el círculo «moral-perdónexpiación»; si falta un elemento, desaparece el resto. De la existencia indivisa de este círculo depende que
haya redención o no para el hombre. En la Tora, los cinco libros de Moisés, estos tres elementos están
indisolublemente entrelazados, por lo que no es posible separar de este centro compacto, perteneciente al
canon del Antiguo Testamento, a la manera iluminista, una ley moral siempre válida, abandonando todo el
resto a la historia pasada. El moralismo de la actualización del Antiguo Testamento corre necesariamente al
fracaso; en esto consistía ya el error de Pelagio, que hoy tiene muchos más seguidores de lo que parece a
primera vista. En cambio Jesús cumplió toda la ley, no solamente una parte de ella, y así la renovó
fundamentalmente. El mismo, que padeció toda culpa, es contemporáneamente expiación y perdón; y por
eso es también el fundamento único, seguro y siempre válido de nuestra moral. No se puede separar la
moral de la cristología, porque no se la puede separar del perdón y de la expiación. En Cristo se cumplió la
ley en su totalidad, y por eso la moral se ha convertido en una exigencia real y posible dirigida a todos
nosotros. A partir del núcleo de la fe se abre siempre de nuevo el camino de la renovación para el individuo,
para la Iglesia en su conjunto y para la humanidad.
5. El sufrimiento, el martirio y el gozo de la redención
153
¡Venga tu Reino!
Sobre esto habría mucho que decir. Me limitaré a indicar muy brevemente lo que en nuestro contexto me
parece lo más importante. El perdón y su realización en mí, a través del camino de la penitencia y del
seguimiento, es en primer lugar el centro del todo personal de cualquier renovación. Pero, puesto que el
perdón concierne a la persona en su núcleo más íntimo, puede recoger en unidad y es también el centro de
la renovación de la comunidad. Pues si me quitan el polvo y la suciedad que hacen irreconocible la imagen
de Dios entonces me hago realmente semejante al otro, que es también imagen de Dios, y sobre todo me
hago semejante a Cristo, que es la imagen de Dios sin límite alguno, el modelo según el cual todos hemos
sido creados. Pablo expresa este hecho de modo muy plástico: «la vieja imagen ha pasado, ha naci-do una
nueva» (2Cor 5,17); «ya no vivo yo, pues es Cristo el que vive en mí» (Gal 2,20). Se trata de un hecho de
nacimiento y muerte. Soy arrancado a mi aislamiento y acogido en una nueva comunidad-sujeto; mi «yo» es
insertado en el «yo» de Cristo, uniéndose así al de todos mis hermanos. Solamente a partir de esta
profundidad de renovación del individuo nace la Iglesia, nace la comunidad que une y sostiene en vida y en
muerte. Solamente cuando tomamos en consideración todo esto vemos a la Iglesia en su justo orden de
grandeza.
La Iglesia no es solamente el pequeño grupo de los activistas que se encuentran juntos en un determinado
lugar para iniciar una vida comunitaria. La Iglesia no es tampoco el numeroso grupo de los que se reúnen el
domingo para celebrar la eucaristía. Finalmente, la Iglesia es también más que el papa, los obispos y
sacerdotes, que los que están revestidos del ministerio sacramental. Todos los que hemos mencionado
forman parte de la Iglesia; pero el ámbito de la compañía en la que entramos mediante la fe va mucho más
allá, va incluso más allá de la muerte. De la compañía forman parte todos los santos, desde Abel y Abrahán y
todos los testigos de la esperanza de que habla el Antiguo Testamento, pasando por María, la madre del
Señor, y sus apóstoles, por Thomas Becket y Tomás Moro, para llegar hasta Maxi-miliano Kolbe, Edith Stein
y Piergiorgio Frassati. De ella forman parte todos los desconocidos y no mencionados cuya fe nadie ha
conocido más que Dios; de ella forman parte los hombres de todos los lugares y tiempos cuyo corazón se
lanza hacia Cristo con la esperanza y el amor, el «autor y consumador de la fe», como le llama la Carta a los
hebreos (12,2). No son las mayorías ocasionales que se forman aquí o allá en la Iglesia las que deciden su
camino y el nuestro . Ellos, los santos, son la mayoría auténtica y decisiva, por la que hemos de orientarnos.
A ella nos atenemos. Ellos traducen lo divino en lo humano, lo eterno en el tiempo. Ellos son nuestros
maestros de humanidad, que no nos abandonan ni siquiera en el dolor y en la soledad, y que incluso en la
hora de nuestra muerte caminan a nuestro lado.
Tocamos aquí algo muy importante. Una visión del mundo que no puede dar sentido también al dolor y
hacerlo precioso no sirve para nada. Fracasa justamente donde hace su aparición la cuestión decisiva de la
existencia. Quienes sobre el dolor no tienen más que decir que hay que combatirlo nos engañan.
Ciertamente hay que hacer lo posible para aliviar el dolor de tantos inocentes y limitar el sufrimiento.
Pero no existe una vida humana sin dolor, y quien no es capaz de aceptar el dolor se priva de las
purificaciones que son las únicas que nos hacen maduros. En la comunión con Cristo el dolor se colma de
significado, no sólo para mí mismo como proceso de ablatio por el que Dios quita las escorias que en mí
oscurecen su imagen, sino que también más allá de mí mismo es útil para el todo, de forma que todos
podemos decir con san Pablo: «Ahora me alegro de sufrir por vosotros, y por mi parte completo en mi carne
154
¡Venga tu Reino!
lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24). Thomas Becket, que
junto con el Admirador y con Einstein, nos ha guiado en las reflexiones de estos días, nos anima a dar un
paso más. La vida va más allá de nuestra existencia biológica.
Donde no existe motivo por el cual valga la pena morir, allí tampoco la vida vale la pena. Donde la fe nos ha
abierto la mirada y ha ensanchado nuestro corazón, adquiere toda su fuerza iluminadora esta otra frase de
san Pablo: «Ninguno de nosotros vive para sí, y ninguno muere para sí. Pues si vivimos, para el Señor
vivimos, y si morimos, para el Señor morimos. Así que, vivamos o muramos, somos siempre del Señor»
(Rom 14,7-8). Cuanto más arraigados estemos en la compañía de Jesucristo y con todos los que le
pertenecen, tanto más nuestra vida estará sostenida por aquella radiante confianza a la que el mismo san
Pablo ha dado expresión: «Porque estoy persuadido de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los
principados, ni las cosas presentes ni las futuras, ni las potestades, ni la altura ni la profundidad, ni otra
criatura alguna podrá separarnos del amor que Dios nos ha manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor»
(Rom 8,38s).
Queridos amigos, hemos de dejarnos llenar de semejante fe. Entonces la Iglesia crece como compañía en la
verdadera vida y entonces se renueva de día en día. Se convierte en la casa grande de muchas moradas; la
multiplicidad de los dones del Espíritu puede obrar en ella. Entonces veremos «qué hermosura y qué
felicidad el que los hermanos vivan siempre unidos... Es como el rocío del Hermón que baja por las
montañas de Sión. Allí manda el Señor la bendición, la vida para siempre» (Sal 133,1-33).
6 Conciencia y verdad
En el actual debate sobre la naturaleza propia de la moralidad y sobre la modalidad de su conocimiento, la
cuestión de la conciencia se ha convertido en el punto central de la discusión, sobre todo en el ámbito de la
teología católica. El debate gira en torno a los conceptos de libertad y de norma, de autonomía y
heteronomía, de autodeterminación y determinación desde el exterior por medio de la autoridad. La
conciencia es presentada como el baluarte de la libertad frente a las limitaciones de la existencia impuestas
por la autoridad. En semejante contexto se contraponen de este modo dos concepciones del catolicismo:
por un lado tenemos una comprensión renovada de su esencia, que explica la fe cristiana a partir de la
libertad y como principio de la libertad, y, por otro, un modelo superado, «preconciliar», que sujeta la
existencia cristiana a la autoridad, que a través de normas regula la vida hasta en sus aspectos más íntimos
e intenta de ese modo mantener un poder de control sobre los hombres. Así «moral de la conciencia» y
«moral de la autoridad» parecen contraponerse como dos modelos incompatibles; además la libertad de los
cristianos quedaría a salvo apelando al principio clásico de la tradición moral, según el cual la conciencia es
la norma suprema, que es preciso seguir siempre, incluso en contraste con la autoridad. Y si la autoridad -en
este caso, el magisterio eclesiástico- quiere hablar en materia de moral, ciertamente puede hacerlo, pero
sólo proponiendo elementos para la formación de un juicio autónomo de la conciencia, la cual sin embargo
debe decir siempre la última palabra. Ese carácter de última instancia propia de la conciencia lo sintetizan
algunos autores en la fórmula de que la conciencia es infalible .
155
¡Venga tu Reino!
Con todo, en este punto puede surgir una contradicción. Está fuera de discusión que se debe seguir siempre
un claro dictamen de la conciencia, o por lo menos que no se puede nunca ir en contra de él. Pero es una
cuestión enteramente diversa si el juicio de la conciencia o lo que uno toma por tal tiene siempre la razón,
es decir, si es infalible. Si así fuera, ello significaría que no existe ninguna verdad, al menos en materia de
moral y de religión, o sea, en el ámbito de los fundamentos verdaderos y propios de nuestra existencia.
Puesto que los juicios de conciencia se contradicen, no habría más que una verdad del sujeto, que se
reduciría a su sinceridad. No existiría ninguna puerta ni ninguna ventana que condujera del sujeto al mundo
circunstante y a la comunión de los hombres. El que tiene el valor de llevar esta concepción a sus últimas
consecuencias llega, por tanto, a la conclusión de que no existe ninguna verdadera libertad y que lo que
suponemos dictámenes de nuestra conciencia, en realidad no son otra cosa que reflejos de las condiciones
sociales. Esto debería conducir a la convicción de que la contraposición entre libertad y autoridad deja a un
lado algo; que debe existir algo más profundo, si se quiere que la libertad y, por tanto, la humanidad tengan
sentido.
1. Una conversación sobre la conciencia errónea y algunas primeras conclusiones
De este modo resulta evidente que la cuestión de la conciencia nos lleva verdaderamente al centro del
problema moral y de la misma existencia humana. Voy a intentar ahora exponer la cuestión no en la forma
de una reflexión rigurosamente conceptual, y por tanto inevitablemente muy abstracta, sino tomando más
bien una vía —como se dice hoy— narrativa, refiriendo ante todo la historia de mi acercamiento personal a
este problema. Fue al principio de mi actividad académica cuando por primera vez tuve conciencia de la
cuestión en toda su urgencia. Una vez un colega de más edad, al que preocupaba la situación del ser
cristiano en nuestro tiempo, en el curso de una discusión expresó la opinión de que había que dar
realmente gracias a Dios por haber concedido a tantos hombres poder ser increyentes con buena
conciencia. En realidad, si se les hubiese abierto los ojos y se hubieran hecho creyentes, no habrían sido
capaces en un mundo como el nuestro de llevar el peso de la fe y de los deberes morales que de ella se
derivan. En cambio, puesto que siguen otro camino en buena conciencia, pueden sin embargo conseguir la
salvación. Lo que me dejó atónito de esta afirmación no fue ante todo la idea de una conciencia errónea
concedida por el mismo Dios para poder salvar con esta estratagema a los hombres; la idea, por así decirlo,
de una obcecación enviada por Dios mismo para salvar a las personas en cuestión. Lo que me turbó fue la
concepción de que la fe es un peso difícil de llevar y de que es apto sólo para naturalezas particularmente
fuertes, como una especie de castigo o, en todo caso, un conjunto oneroso de exigencias a las que no es
fácil hacer frente. De acuerdo con esa concepción, la fe, lejos de hacer más accesible la salvación, la haría
más difícil. Por tanto, debería ser feliz justamente aquel al que no se le impone la carga de tener que creer y
someterse al yugo moral que supone la fe de la Iglesia católica. La conciencia errónea, que le permite a uno
llevar una vida más fácil e indica una vida más humana, sería por tanto la verdadera gracia, la vía normal
para la salvación. La no verdad, permanecer alejado de la verdad, sería para el hombre mejor que la verdad.
No es la verdad la que le libra, sino que más bien debe ser liberado de ella.
El hombre está a su gusto más en las tinieblas que en la luz; la fe no es un hermoso don de Dios, sino más
bien una maldición. Siendo así las cosas, ¿cómo puede provenir alegría de la fe? ¿Quién podría incluso tener
el valor de trasmitir la fe a otros? ¿No sería mejor por el contrario ahorrarles este peso y mantenerlos lejos
156
¡Venga tu Reino!
de él? En los últimos decenios, concepciones de este tipo han paralizado visiblemente el impulso de la
evangelización: el que entiende la fe como una carga pesada, como una imposición de exigencias morales,
no puede invitar a los demás a creer; prefiere más bien dejarles en la presunta libertad de su buena fe. El
que hablaba de este modo era un creyente sincero; diría incluso que un católico riguroso que cumplía su
deber con convicción y escrupulosidad. Sin embargo, expresaba de ese modo una forma de experiencia de
fe: la aversión, incluso traumática, de muchos a lo que consideran un tipo de catolicismo «preconciliar», se
deriva, en mi opinión, del encuentro con una fe de ese tipo, que hoy casi es sólo un peso. En este punto
surgen cuestiones de la mayor importancia: ¿Semejante fe puede ser verdaderamente un encuentro con la
verdad? ¿Es realmente tan triste y pesada la verdad sobre el hombre y sobre Dios, o no consiste por el
contrario la verdad precisamente en la superación de ese legalismo? Más aún: ¿No consiste en la libertad?
¿Pero adónde conduce la libertad? ¿Qué camino nos señala? En la conclusión deberemos volver sobre estos
problemas fundamentales de la existencia cristiana hoy; pero antes es necesario regresar al núcleo central
de nuestro tema, al argumento de la conciencia.
Como he dicho, lo que me aterró en el argumento antes indicado fue sobre todo la caricatura de la fe que
me parecía ver allí. No obstante, siguiendo un segundo hilo de reflexiones, me pareció que también era
falso el concepto de conciencia que se daba por supuesto. La conciencia errónea protege al hombre de las
onerosas exigencias de la verdad, y de esta manera lo salva...: tal era la argumentación. Aquí la conciencia
no se presenta como la ventana que le abre al hombre la contemplación de aquella verdad universal que
nos funda y sostiene a todos nosotros, haciendo posible de ese modo, a partir de su común reconocimiento,
la solidaridad del querer y de la responsabilidad. En esta concepción, la conciencia no es la apertura del
hombre al fundamento de su ser, la posibilidad de percibir lo que hay de más elevado y esencial. Más bien
parece ser la concha de la subjetividad, en la que el hombre puede huir de la realidad y esconderse de ella.
En este aspecto, aquí se da por supuesta precisamente la concepción de la conciencia del liberalismo. La
conciencia no abre al camino liberador de la verdad, que o no existe en absoluto o es demasiado exigente
para nosotros. La conciencia es la instancia que nos dispensa de la verdad; se trasforma en la justificación de
la subjetividad, que no admite ser cuestionada, lo mismo que en la justificación del conformismo social, que
como mínimo común denominador entre las diversas subjetividades tiene la función de hacer posible la vida
en la sociedad. El deber de buscar la verdad desaparece, como desaparecen las dudas sobre las tendencias
generales predominantes en la sociedad y sobre cuanto en ella se ha trocado en costumbre. Basta estar
convencido de las propias opiniones y adaptarse a las de los demás. El hombre queda reducido a sus
convicciones superficiales, y, cuanto menos profundas, tanto mejor para él.
Lo que para mí había sido sólo marginalmente claro en esta discusión se hizo plenamente evidente algo
después con ocasión de una disputa entre colegas a propósito del poder de justificación de la conciencia
errónea. Alguien objetó a esta tesis que, en caso de tener un valor universal, entonces incluso los miembros
de las SS nazis estarían justificados y tendríamos que buscarlos en el paraíso; pues ellos llevaron a cabo sus
atrocidades con fanática convicción y con absoluta certeza de conciencia. A lo cual otro respondió con toda
naturalidad que así eran las cosas: no hay duda alguna de que Hitler y sus cómplices estaban
profundamente convencidos de su causa, no habrían podido obrar diversamente, y en consecuencia, por
espantosas que fueran objetivamente sus acciones, ellos, a nivel subjetivo, procedieron moral-mente bien.
157
¡Venga tu Reino!
Puesto que siguieron su conciencia, aunque deformada, hay que reconocer que su comportamiento era
para ellos moral, y por tanto no se puede poner en duda su salvación eterna. Después de semejante conversación tuve la plena certeza de que algo no cuadraba en esta teoría sobre el poder justificador de la
conciencia subjetiva; en otras palabras, estuve seguro de que debía ser falsa una concepción de la
conciencia que llevaba a tales conclusiones. Una firme convicción subjetiva y la consiguiente falta de dudas
y escrúpulos no justifican en absoluto al hombre. Unos treinta años después encontré sintetizadas en las
lúcidas palabras de Albert Górres las intuiciones que desde hacía tiempo también yo inten-taba articular a
nivel conceptual. Su elaboración constituye el núcleo de esta contribución. Górres muestra que el sentido
de culpa, la capacidad de reconocer la culpa, pertenece a la esencia misma de la estructura psicológica del
hombre. El sentido de culpa, que rompe una falsa serenidad de conciencia y que puede definirse como una
protesta de la conciencia contra la existencia satisfecha de sí, es tan necesario para el hombre como el dolor
físico en cuanto síntoma que permite reconocer las alteraciones de las funciones normales del organismo. El
que ya no es capaz de percibir la culpa está espiritualmente enfermo, es «un cadáver viviente, una máscara
de teatro», como dice Górres. «Son los monstruos, entre otros brutos, los que no tienen sentido alguno de
culpa. Quizá estaban totalmente desprovistos de ellos Hitler, Himmler o Stalin. Quizá los padrinos de la
mafia carecen de sentido de culpa, aunque probablemente ocultan muchos cadáveres en los sótanos junto
con los respectivos sentidos de culpa. Todos los hombres tienen necesidad de sentido de culpa».
Por lo demás, con sólo echar una mirada a la Sagrada Escritura es posible preservarse de semejantes
diagnósticos y de esa teoría de la justificación mediante la conciencia errónea. En el salmo 19,13 se contiene
esta afirmación, que merece ponderarse: «¿Quién reconoce sus propios errores? Perdóname, Señor, mis
pecados ocultos». Aquí no se trata de objetivismo veterotestamentario, sino de la más profunda sabiduría
humana: no ver ya las culpas, el enmudecimiento de la conciencia en ámbitos tan numerosos de la vida, es
una enfermedad espiritual mucho más peligrosa que la culpa que uno está aún en condiciones de reconocer
como tal. El que ya no es capaz de reconocer que matar es pecado ha caído más profundamente que el que
todavía puede reconocer la malicia de su comportamiento, ya que se ha alejado más de la verdad y de la
conversión. Por algo en el encuentro con Jesús el que se justifica aparece como el que está verdaderamente
perdido. Si el publicano, con todos sus innegables pecados, es más justificado en presencia de Dios que el
fariseo con todas sus obras verdaderamente buenas (Lc 18,9-14), es así no porque de algún modo los
pecados del publicano no sean verdaderamente pecados y las buenas obras del fariseo no sean buenas
obras. Esto no significa que el bien que el hombre realiza no sea bien delante de Dios, ni que el mal no sea
mal delante de él, ni tampoco que esto no sea en el fondo tan importante. La verdadera razón de este juicio
paradójico de Dios aparece justamente a partir de nuestra cuestión: el fariseo no sabe ya que también él
tiene culpas. Está completamente en paz con su conciencia. Mas este silencio de la conciencia le hace
impenetrable para Dios y para los hombres. En cambio el grito de la conciencia, que no da tregua al
publicano, le hace capaz de verdad y de amor. Por eso Jesús puede actuar con éxito entre los pecadores:
porque no se han vuelto impermeables tras la mampara de una conciencia errónea, del cambio que Dios
espera de ellos como de cada uno de nosotros. Por el contrario, no puede tener éxito con los «justos»
precisamente porque les parece que no tienen necesidad de perdón y de conversión, pues su conciencia no
les acusa ya, sino que más bien los justifica. Algo análogo, por otra parte, podemos encontrar también en
san Pablo, el cual nos dice que los gentiles conocen muy bien, incluso sin ley, lo que Dios espera de ellos
158
¡Venga tu Reino!
(Rom 2,1-16). Toda la teoría de la salvación mediante la ignorancia se desmorona en este versículo: existe
en el hombre la presencia absolutamente inevitable de la verdad, de la única verdad del Creador, que luego
fue consignada por escrito en la revelación de la historia de la salvación. El hombre puede ver la verdad de
Dios en virtud de su ser de criatura. No verla es pecado. Y cuando no se la ve es porque no se quiere. Este
rechazo de la voluntad que impide el conocimiento es culpable. Por eso si no se enciende la atalaya
luminosa, ello es debido a que deliberadamente nos desentendemos de lo que no deseamos ver.
En este punto de nuestras reflexiones es posible sacar las primeras consecuencias para responder a la
cuestión de la naturaleza de la conciencia. Podemos decir ahora: no es posible identificar la conciencia del
hombre con la autoconciencia del yo, con la certeza subjetiva sobre sí mismo y sobre el propio
comportamiento moral. Este conocimiento, por una parte puede ser un mero reflejo del ambiente social y
de las opiniones en él difundidas. Por otra parte, puede proceder de una carencia de auto-crítica, de una
incapacidad para escuchar lo profundo del propio espíritu. Lo que ha surgido a la luz después del
hundimiento del sistema marxista de Europa oriental confirma este diagnóstico. Las personalidades más
despiertas y nobles de los pueblos al fin liberados hablan de una ingente devastación espiritual verificada
también en los años de la deformación intelectual. Indican ellos un embotamiento del sentido moral, que
representa una pérdida y un peligro mucho más grave que los daños económicos ocurridos.
El nuevo patriarca de Moscú lo denunció de manera impresionante al comienzo de su ministerio en el
verano de 1990: la capacidad de percepción de los hombres que han vivido en la mentira se había
oscurecido, según él. La sociedad había perdido la capacidad de misericordia y se habían perdido los
sentimientos humanos. Toda una generación se había perdido para el bien, para acciones dignas del
hombre. «Tenemos el deber de volver a la sociedad a los valores morales eternos», o sea, el deber de
desarrollar nuevamente en el corazón de los hombres el oído casi extinguido para escuchar las sugerencias
de Dios. El error, la «conciencia errónea», sólo a primera vista es cómoda. Pues, si no se reacciona, el
enmudecimiento de la conciencia conduce a la deshumanización del mundo y a un peligro mortal.
En otras palabras, la identificación de la conciencia con el conocimiento superficial, la reducción del hombre
a su subjetividad, no libera en absoluto, sino que hace esclavo; nos hace enteramente dependientes de las
opiniones dominantes y rebaja también el nivel de estas día tras día. El que hace coincidir la conciencia con
las convicciones superficiales, la identifica con una seguridad pseudorracional, mezcla de autojustificación,
conformismo y pereza. La conciencia se degrada convirtiéndose en mecanismo de desculpabilización,
cuando debería representar justamente la trasparencia del sujeto a lo divino, y por tanto también la
dignidad y la grandeza específicas del hombre. La reducción de la conciencia a la certeza subjetiva significa
al mismo tiempo la renuncia a la verdad. Cuando el salmo, anticipando la visión de Jesús sobre el pecado y
la justicia, ora por la liberación de culpas no conscientes, atrae la atención sobre esa conexión. Ciertamente
hay que seguir la conciencia errónea. Sin embargo, la renuncia a la verdad ocurrida precedentemente y que
ahora se toma la revancha es la verdadera culpa, una culpa que inicialmente mece al hombre en una falsa
seguridad, pero luego lo abandona en un desierto sin caminos.
159
¡Venga tu Reino!
2. Newman y Sócrates, guías de la conciencia
Deseo hacer aquí una breve digresión. Antes de intentar formular respuestas coherentes a las cuestiones
sobre la naturaleza de la conciencia, debemos ampliar un poco las bases de la reflexión más allá de la
dimensión personal de la que hemos partido. En realidad no tengo intención de desarrollar aquí un docto
tratado de la historia de las teorías de la conciencia, tema sobre el que precisamente hace muy poco se han
publicado varias contribuciones. Prefiero mantenerme también aquí en una postura de tipo modélico y, por
así decir, narrativo. Hemos de dirigir una primera mirada al cardenal Newman, cuya vida y obra se podrían
muy bien designar como un único gran comentario al problema de la conciencia. Pero tampoco sobre
Newman podré detenerme de modo especializado. En este marco no es posible detenerse en los detalles
del concepto newmaniano de conciencia.
Me limitaré a indicar el puesto de la idea de conciencia en el conjunto de la vida y del pensamiento de
Newman. Las perspectivas así logradas profundizarán la mirada sobre los problemas actuales y establecerán
nexos con la historia; es decir, conducirán a los grandes testimonios de la conciencia y a los orígenes de la
doctrina cristiana sobre la vida según la conciencia. ¿A quién no le viene al recuerdo a propósito del tema
«Newman y la conciencia» la famosa frase de la carta al duque de Norfolk: «Ciertamente si yo pudiese
brindar por la religión después de una comida -lo que no es muy indicado hacer-, brindaría por el papa. Pero
antes por la conciencia, y luego por el papa»?. Según la intención de Newman, esto debería ser, en
contraste con las afirmaciones de Gladstone, una clara confesión del papado; pero también, contra las
deformaciones «ultramontanas», una interpretación del papado, al que sólo se entiende rectamente
cuando se lo ve junto con el primado de la conciencia; y por tanto, no opuesto, sino más bien fundado en
ella y por ella garantizado. Al hombre moderno le resulta difícil comprender esto, pues piensa a partir de la
contraposición de autoridad y subjetividad. Para él, la conciencia está del lado de la subjetividad y es
expresión de la libertad del sujeto, mientras que la autoridad parece restringir, amenazar o incluso negar la
libertad. Por eso debemos profundizar un poco más, a fin de aprender a comprender de nuevo una
concepción en la que pierda vigencia este tipo de contraposición.
Para Newman, el término medio que asegura la conexión entre los dos elementos de la conciencia y la
autoridad es la verdad. No vacilo en afirmar que esa es en realidad la idea central de la concepción
intelectual de Newman; la conciencia ocupa un puesto central en su pensamiento precisamente porque en
el centro está la verdad. En otras palabras, el carácter central del concepto de conciencia está ligado en
Newman al carácter precedentemente central del concepto de verdad y sólo a partir de esta puede
expresarse. La presencia preponderante de la idea de conciencia en Newman no significa que él, en el siglo
XIX y en contraste con el objetivismo de la neoescolástica, sostuviera, por así decir, una filosofía o una
teología de la subjetividad. Sin duda es verdad que en Newman el sujeto merece una atención que no había
recibido antes en el ámbito de la teología católica, puede que desde el tiempo de Agustín. Pero se trata de
una atención en la línea de Agustín, no en la de la filosofía subjetivista de la edad moderna. Con ocasión de
su elevación al cardenalato, Newman confesó que toda su vida había sido una batalla contra el liberalismo.
Podríamos añadir: también contra el subjetivismo del cristianismo como él lo encontró en el movimiento
evangélico de su tiempo y que, a decir verdad, constituyó para él la primera etapa de aquel camino de
conversión que duró toda su vida.
160
¡Venga tu Reino!
La conciencia no significa para Newman que el sujeto es el criterio decisivo frente a las pretensiones de la
autoridad en un mundo en el que la verdad está ausente y que se mantiene mediante el compromiso entre
exigencias del sujeto y exigencias del orden social. Significa más bien la presencia perceptible e imperiosa de
la voz de la verdad dentro del sujeto mismo; la conciencia es la superación de la mera subjetividad en el
encuentro entre la interioridad del hombre y la verdad que procede de Dios. Es significativo el verso que
Newman compuso en Sicilia en 1833: «Me gustaba escoger y comprender mi camino. Ahora en cambio oro:
Señor, guíame tú». La conversión al catolicismo no fue para Newman una elección determinada por gusto
personal, por necesidades espirituales subjetivas. Así se expresó él en 1844, cuando se encontraba aún, por
así decirlo, en el umbral de la conversión: «Nadie puede tener una opinión más desfavorable que la mía
sobre el estado presente de los romano-católicos». Lo que para Newman era realmente importante era el
deber de obedecer más a la verdad reconocida que al propio gusto, e incluso en contraste con los
sentimientos propios y con los lazos de amistad y de una común formación.
Me parece significativo que Newman, en la jerarquía de las virtudes, subraye el primado de la verdad sobre
la bondad, o, para decirlo más claramente, que ponga de relieve el primado de la verdad sobre el
consentimiento, sobre la capacidad de acomodación de grupo. Por tanto, diría: cuando hablamos de un
hombre de conciencia, pensamos en alguien dotado de tales disposiciones interiores. Un hombre de
conciencia es alguien que no compra jamás, a costa de renunciar a la verdad, el estar de acuerdo, el
bienestar, el éxito, la consideración social y la aprobación por parte de la opinión dominante. En esto
Newman enlaza con el otro gran testigo británico de la conciencia: Tomás Moro, para el cual la conciencia
no fue en modo alguno expresión de su testarudez subjetiva o de un heroísmo obstinado. El mismo se contó
en el número de los mártires angustiados, que sólo después de vacilaciones y muchas preguntas se han
obligado a sí mismos a obedecer a la conciencia: a obedecer a aquella verdad que debe estar por encima de
cualquier instancia social y de cualquier forma de gusto personal. Se evidencian así dos criterios para
discernir la presencia de una auténtica voz de la conciencia: esta no coincide con los propios gustos y
deseos; tampoco se identifica con lo que es socialmente más ventajoso, con el consenso del grupo o con las
exigencias del poder político o social.
Es útil en este punto echar una mirada a la problemática actual. El individuo no puede pagar su promoción y
su bienestar con una traición de la verdad reconocida como tal. Tampoco la humanidad entera puede
hacerlo. Tocamos aquí el punto verdaderamente crítico de la modernidad: la idea de verdad ha sido
eliminada en la práctica y sustituida por la de progreso. El progreso mismo «es» la verdad. Sin embargo, en
esta aparente exaltación queda carente de dirección y se desvanece por sí solo. En efecto, si no hay ninguna
dirección, todo puede ser tanto progreso como retroceso. La teoría de la relatividad formulada por Einstein
concierne como tal al mundo físico. Me parece, sin embargo, que puede describir adecuadamente también
la situación del mundo espiritual de nuestro tiempo.
La teoría de la relatividad afirma que dentro del universo no se da ningún sistema fijo de referencia. Cuando
ponemos como punto de referencia un sistema, a partir del cual intentamos medirlo todo, en realidad se
trata de una decisión nuestra, motivada por el hecho de que en realidad sólo así podemos llegar a algún
resultado. Sin embargo, la decisión podría haber sido diversa de la que ha sido. Lo que se ha dicho a
propósito del mundo físico refleja también el segundo giro «copernicano» ocurrido en nuestra actitud
161
¡Venga tu Reino!
fundamental respecto a la realidad: la verdad como tal, lo absoluto, el verdadero punto de referencia del
pensamiento no es ya visible. Por eso, también desde el punto de vista espiritual, no hay ya un arriba y un
abajo. En un mundo sin puntos fijos de referencia, no hay ya direcciones. Lo que miramos como orientación
no se basa en un criterio verdadero en sí mismo, sino en una decisión nuestra, y últimamente en
consideraciones de utilidad. En semejante contexto «relativista», una ética teológica o consecuencialista
acaba siendo «nihilista», aunque no se advierta. Y lo que en esta concepción de la realidad es llamado
«conciencia», reflexionando más profundamente resulta ser un modo eufemístico de decir que no hay
ninguna conciencia en sentido propio, o sea, ningún «con-saber» con la verdad.
Cada uno determina por sí mismo sus propios criterios y nadie, dentro de la universal relatividad, puede
servir de ayuda a otro en este campo, y menos aún prescribirle algo. En este punto es manifiesta la extrema
radicalidad de la disputa actual sobre la ética y su centro, la conciencia. Me parece que es posible encontrar
en la historia del pensamiento un adecuado paralelo en la disputa entre Sócrates-Platón y los sofistas. En
ella se somete a prueba la decisión crucial entre dos posturas fundamentales: la confianza en la posibilidad
de que el hombre conozca la verdad, por una parte, y, por otra, una visión del mundo en la que el hombre
crea por sí mismo los criterios de su vida. El hecho de que Sócrates, un pagano, pudiera convertirse en
cierto sentido en el profeta de Jesucristo tiene su justificación, a mi entender, precisamente en esta
cuestión fundamental. Ello supone que a la manera de filosofar inspirada en él se le ha concedido, por así
decirlo, un privilegio histórico salvífico y que se ha constituido en forma adecuada para el logos cristiano, ya
que se trata de una liberación mediante la verdad y para la verdad. Si se prescinde de las contingencias
históricas en que se desarrolló la controversia de Sócrates, al punto se reconoce que -si bien con
argumentos diversos y con otra terminología- se refiere en el fondo a la misma cuestión ante la que nos
encontramos hoy. La renuncia a admitir la posibilidad de que el hombre conozca la verdad conduce primera
mente a un uso puramente formalista de las palabras y de los conceptos. A su vez la pérdida de contenido
lleva a un mero formalismo de los juicios, ayer lo mismo que hoy. En muchos ambientes no se pregunta ya
hoy qué piensa un hombre. Se tiene ya presto un juicio sobre su pensamiento porque se lo puede catalogar
con una de las correspondientes etiquetas formales: conservador, reaccionario, fundamentalista,
progresista, revolucionario. La catalogación en un esquema formal basta para hacer superflua la
comparación con los contenidos. Lo mismo puede verse, de una manera más nítida aún, en el arte: lo que
expresa una obra de arte es del todo indiferente; puede exaltar a Dios o al diablo; el único criterio es su
ejecución técnico-formal.
Con ello hemos llegado al punto verdaderamente candente de la cuestión: cuando los contenidos no
cuentan ya, cuando predomina una mera praxiología, la técnica se convierte en el criterio supremo. Pero
esto significa que el poder se convierte en la categoría que lo domina todo, sea revolucionario o
reaccionario. Esta es precisamente la forma perversa de la semejanza con Dios, de la que habla el relato del
pecado original: el camino de una mera capacidad técnica, el camino del puro poder y el abuso de un ídolo,
y no una realización de la semejanza con Dios. Lo específico del hombre en cuanto hombre consiste en
interrogarse no sobre el «poder», sino sobre el «deber» como apertura a la voz de la verdad y de sus
exigencias. Este fue, a mi entender, el contenido último de la búsqueda socrática, y este es también el
sentido más profundo del testimonio de todos los mártires: ellos atestiguan la capacidad de verdad del
162
¡Venga tu Reino!
hombre como límite de todo poder y garantía de su semejanza divina. Justamente en este sentido, los
mártires son los grandes testimonios de la conciencia; de la capacidad concedida al hombre de percibir, más
allá del poder, también el deber, y por tanto de abrir el camino al verdadero progreso, a la verdadera
ascensión.
3. Consecuencias sistemáticas: los dos niveles de la conciencia
3.1. Anámnesis
Después de estas incursiones a través de la historia del pensamiento, ha llegado el momento de hacer
balance, o sea, de formular un concepto de conciencia. La tradición medieval había discernido justamente
dos niveles del concepto de conciencia, que es preciso distinguir cuidadosamente, pero también relacionar
siempre uno con otro. Muchas tesis inaceptables sobre el problema de la conciencia me parece que
dependen de que se ha descuidado la distinción o la correlación entre los dos elementos. La corriente
principal de la escolástica expresó los dos niveles de la conciencia con los conceptos de sindéresis y de
conciencia. El término sindéresis (synteresis) confluyó en la tradición medieval en la conciencia de la
doctrina estoica del microcosmos. Pero su significado exacto no quedó claro, pasando así a constituir un
obstáculo para un preciso desarrollo de la reflexión sobre este aspecto esencial de la cuestión global acerca
de la conciencia. Por eso, aunque sin entrar en el debate sobre la historia del pensamiento, deseo sustituir
este término problemático por el concepto platónico, definido con mucha más nitidez, de anámnesis, que
ofrece la ventaja no sólo de ser lingüísticamente más claro, más profundo y más puro, sino también de
concordar con temas esenciales del pensamiento bíblico y con la antropología desarrollada a partir de la
Biblia. Por el término anámnesis hay que entender justamente todo lo que expresa san Pablo en el capítulo
segundo de la Carta a los romanos: «Pues cuando los paganos, que no tienen ley, practican de una manera
natural lo que manda la ley, aunque no tengan ley, ellos mismos son su propia ley.
Ellos muestran que llevan la ley escrita en sus corazones, según lo atestigua su conciencia...» (2,14s). La
misma idea se encuentra desarrollada de modo impresionante en la gran regla monástica de san Basilio. Allí
podemos leer: «El amor de Dios no depende de una disciplina impuesta desde el exterior, sino que está
constitutivamente escrito en nosotros como capacidad y necesidad de nuestra naturaleza racional». Basilio,
acuñando una expresión que adquirió luego importancia en la mística medieval, habla de la «chispa del
amor divino, que ha sido escondido en lo más íntimo de nosotros». Dentro del espíritu de la teología
joánica, sabe él que el amor consiste en la observancia de los mandamientos, y que por tanto la chispa del
amor, infundida en nosotros por el creador, significa esto: «Hemos recibido interiormente una capacidad
originaria y la prontitud para cumplir todos los mandamientos divinos... Ellos no son algo que se nos impone
desde el exterior». Es la misma idea expuesta a este propósito por san Agustín, que la reduce a su núcleo
esencial: «En nuestros juicios no sería posible decir que una cosa es mejor que otra, si no estuviese impreso
en nosotros un conocimiento fundamental del bien».
Esto significa que el nivel primero, por así decir ontológico, del fenómeno de la conciencia consiste en que
ha sido infundido en nosotros algo semejante a una memoria original del bien y de la verdad (ambas
realidades coinciden); en que existe una tendencia íntima del ser del hombre, hecho a imagen de Dios, hacia
163
¡Venga tu Reino!
cuanto es conforme con Dios. Desde su raíz el ser del hombre advierte una armonía con ciertas cosas y se
encuentra en contradicción con otras. Esta anámnesis del origen, derivada del hecho de que nuestro ser
está constituido a semejanza de Dios, no es un saber ya articulado conceptualmente, un cofre de
contenidos que sólo esperarían ser sacados.
Es, por así decirlo, un sentido interior, una capacidad de reconocimiento, de modo que el que se siente
interpelado, si no está interiormente replegado sobre sí mismo, es capaz de reconocer en sí su eco. Se
percata de ello: «A esto me inclina mi naturaleza y es lo que busca». En esta anámnesis del creador, que se
identifica con el fundamento mismo de nuestra existencia, se basa la posibilidad y el derecho de la misión.
El evangelio se puede, se debe, predicar a los gentiles, porque ellos mismos, en lo íntimo de sí lo esperan (cf
Is 42,4). En efecto, la misión se justifica si los destinatarios, en el encuentro con la palabra del evangelio,
reconocen: «Esto justamente es lo que esperaba». En este sentido puede decir Pablo que los paganos son
ley para sí mismos; no en el sentido de la idea moderna y liberal de autonomía, que excluye toda
trascendencia del sujeto, sino en el sentido mucho más profundo de que nada me pertenece menos que mi
yo mismo, que mi yo personal es el lugar más profundo de la superación de mí mismo y del contacto de
aquello de lo que provengo y hacia lo cual estoy dirigido. En estas frases expresa Pablo la experiencia que
había hecho en primera persona como misionero entre los paganos y que ya antes hubo de experimentar
Israel en relación con los llamados «temerosos de Dios». Israel pudo hacer experiencia en el mundo pagano
de lo que los anunciadores de Jesucristo vieron luego nuevamente confirmado: su predicación respondía a
una espera. Salía al encuentro de un conocimiento fundamental antecedente acerca de los elementos
esenciales constantes de la voluntad de Dios, que quedó consignada por escrito en los mandamientos, pero
que es posible encontrar en todas las culturas y que se desarrolla con tanta mayor claridad cuanto menos
interviene un poder arbitrario para desvirtuar este conocimiento primordial. Cuanto más vive el hombre en
el «temor de Dios» -compárese la historia de Cornelio, especialmente He 10,34-, tanto más concreta y
claramente es eficaz esta anámnesis.
Tomemos en consideración de nuevo una idea de san Basilio: el amor de Dios, que se concreta en los
mandamientos, no nos es impuesto desde el exterior -subraya este padre de la Iglesia-, sino que es
infundido en nosotros precedentemente. El sentido del bien ha sido impreso en nosotros, declara san
Agustín. Partiendo de aquí podemos ahora comprender correctamente el brindis de Newman primero por la
conciencia y sólo luego por el papa. El papa no puede imponer a los fieles mandamientos sólo porque él lo
quiera o lo estime útil. Semejante concepción moderna y voluntarista de la autoridad únicamente puede
deformar el auténtico significado teológico del papado. Por eso la verdadera naturaleza del ministerio de
Pedro se ha vuelto del todo incomprensible en la época moderna precisamente porque en este horizonte
mental sólo se puede pensar la autoridad con categorías que no permiten establecer ningún puente entre
sujeto y objeto. Por tanto, todo lo que no proviene del sujeto sólo puede ser una determinación impuesta
desde fuera. En cambio las cosas se presentan del todo diferentes partiendo de una antropología de la
conciencia, tal como hemos intentado perfilarlo poco a poco en estas reflexiones. La anámnesis infundida
en nuestro ser tiene necesidad, por así decirlo, de una ayuda del exterior para ser consciente de sí. Pero
este «desde el exterior» no es en absoluto algo opuesto, sino más bien algo ordenado a ella; tiene una
164
¡Venga tu Reino!
función mayéutica; no lo impone nadie desde fuera, sino que lleva a su cumplimiento cuanto es propio de la
anámnesis, a saber, su apertura interior específica a la verdad.
Cuando se habla de la fe y de la Iglesia, cuyo radio se extiende a partir del Logos redentor más allá del don
de la creación, hemos de tener en cuenta sin embargo una dimensión aún más vasta, que se ha desarrollado
sobre todo en la literatura joánica. Juan conoce la anámnesis del nuevo «nosotros», del que participamos
mediante la incorporación a Cristo (un solo cuerpo, o sea, un único yo con él). Recordando comprendieron,
se dice en diversos pasajes del evangelio. El encuentro originario con Jesús ofreció a los discípulos lo que
ahora reciben todas las generaciones mediante su encuentro fundamental con el Señor en el bautismo y en
la eucaristía: la nueva anámnesis de la fe, que, análogamente a la anámnesis de la creación, se desarrolla en
un diálogo permanente entre la interioridad y lo exterior. En contraste con la pretensión de los doctores
gnósticos, que querían convencer a los fieles de que su fe ingenua debería comprenderse y aplicarse de un
modo totalmente diverso, Juan podía afirmar: «Vosotros no tenéis necesidad de semejante instrucción,
puesto que como ungidos (bautizados) conocéis todas las cosas» (cf lJn 2,20.27).
Esto no significa que los creyentes posean una omnisciencia de hecho, indica más bien la certeza de la
memoria cristiana. Ella naturalmente aprende de continuo, pero a partir de su identidad sacramental,
realizando así interiormente un discernimiento entre lo que es un desarrollo de la memoria y lo que, en
cambio, es su destrucción o su falsificación. Hoy nosotros, precisamente en la crisis actual de la Iglesia,
estamos experimentando de nuevo la fuerza de esta memoria y la verdad de la palabra apostólica: más que
las directrices de la jerarquía es la capacidad de orientación de la memoria de la fe sencilla lo que lleva al
discernimiento de los espíritus. Sólo en ese contexto se puede comprender correctamente el primado del
papa y su correlación con la conciencia cristiana. El significado auténtico de la autoridad doctrinal del papa
consiste en que él es el garante de la memoria cristiana. El papa no impone desde fuera, sino que desarrolla
la memoria cristiana y la defiende. Por eso el brindis por la conciencia ha de recoger el del papa, porque sin
conciencia no habría papado. Todo el poder que él tiene es poder de la conciencia: servicio al doble
recuerdo en que se basa la fe y que debe ser continuamente purificada, ampliada y defendida contra las
formas de destrucción de la memoria, que se ve amenazada tanto por una subjetividad que olvida su propio
fundamento, como por las presiones de un conformismo social y cultural.
3.2. Conscientia
Después de estas consideraciones sobre el primer nivel -esencialmente ontológico- del concepto de
conciencia, debemos volvernos ahora a la segunda dimensión: el nivel de juzgar y decidir, que en la
tradición medieval se designó con el término único de conscientia: conciencia. Presumiblemente esta
tradición terminológica contribuyó no poco a la moderna restricción del concepto de conciencia. Como
santo Tomás, por ejemplo, llama conscientia sólo a este segundo nivel, resulta coherente desde su punto de
vista que la conciencia no sea ningún habitus, es decir, ninguna cualidad estable inherente al ser del
hombre, sino más bien un actus, un acontecimiento que se realiza. Naturalmente santo Tomás supone
como dato el fundamento ontológico de la anámnesis (synteresis); describe a esta última como una íntima
165
¡Venga tu Reino!
repugnancia al mal y una íntima atracción al bien. El acto de la conciencia aplica este conocimiento básico a
cada una de las situaciones. Según santo Tomás se subdivide en tres elementos: reconocer (recognoscere),
dar testimonio (testifican) y finalmente juzgar (iudicare). Se podría hablar de interacción entre una función
de control y una función de decisión. A partir de la tradición aristotélica, Tomás concibe este proceso según
el modelo de un razonamiento deductivo, de tipo silogístico. Sin embargo, señala con fuerza lo específico de
este conocimiento de las acciones morales, cuyas conclusiones no se derivan sólo de meros conocimientos
o razonamientos. En este ámbito, el que una cosa sea o no reconocida depende siempre también de la
voluntad, que obstruye el camino al reconocimiento o conduce a él. Por tanto, esto depende de una
impronta moral ya dada, que puede luego ser o deformada o más purificada . En este plano: el plano del
juzgar (el de la conscientia en sentido estricto), vale el principio de que también la conciencia errónea
obliga. Esta afirmación es plenamente inteligible en la tradición de pensamiento de la escolástica. Nadie
puede obrar en contra de sus convicciones, como había dicho ya san Pablo (Rom 14,23). Sin embargo, el
hecho de que la convicción adquirida sea obviamente obligatoria en el momento de obrar, no significa
ninguna canonización de la subjetividad.
Nunca constituye culpa el seguir las convicciones que nos hemos formado; incluso hay que hacerlo. No
obstante, puede ser culpa el que uno haya llegado a formarse convicciones tan erróneas conculcando la
repulsa de la anamnesis del ser. Por tanto, la culpa se encuentra en otra parte, más profundamente: no en
el acto del momento, no en el juicio presente de la conciencia, sino en aquella negligencia respecto a mi
mismo ser, que me ha hecho sordo a la voz de la verdad y a sus sugerencias interiores. Por este motivo los
criminales que actúan con convicción, como Hitler y Stalin, son culpables. Estos ejemplos macroscópicos no
deben tranquilizarnos sobre nosotros mismos; más bien deben despertarnos y hacer que tomemos en serio
la gravedad de la súplica: «Líbrame de mis pecados ocultos» (Sal 19,13).
4. Conciencia y gracia
Como conclusión de nuestro camino queda aún abierta la cuestión de la que hemos partido: la verdad, al
menos como nos la presenta la fe de la Iglesia, ¿no es por ven-tura demasiado alta o demasiado difícil para
el hombre? Después de todas las consideraciones desarrolladas podemos ahora responder: ciertamente es
elevado y arduo el camino que conduce a la verdad y el bien; no es un camino cómodo. Desafía al hombre.
Pero permanecer tranquilamente cerrado en sí mismo no libera; más bien, al proceder así nos limitamos y
perdemos. Escalando las alturas del bien, el hombre descubre cada vez más la belleza que implica la ardua
fatiga de la verdad, y descubre también que precisamente en ella está para él la redención.
Pero con esto no está aún dicho todo. Diluiríamos el cristianismo en moralismo si no estuviese claro un
anuncio que supera nuestro hacer. Sin emplear demasiadas palabras, puede resultar evidente con una
imagen tomada del mundo griego, en la que podemos advertir al mismo tiempo cómo la anámnesis del
creador tiende en nosotros hacia el Redentor y cómo todo hombre puede reconocerlo como redentor, ya
que él responde a nuestras más íntimas expectativas. Me refiero a la historia de la expiación del matricidio
de Orestes. Este cometió el homicidio como un acto de acuerdo con su conciencia, hecho que el lenguaje
166
¡Venga tu Reino!
mitológico describe como obediencia a la orden del dios Apolo. Pero luego es perseguido por las Erinias, a
las que hay que ver también como personificación mitológica de la conciencia, que desde lo profundo de la
memoria, desgarrándolo, le reprocha que su decisión de conciencia, su obediencia al «mandato divino», era
en realidad culpable.
Toda la tragedia de la condición humana emerge en esta lucha entre los «dioses», en este conflicto íntimo
de la conciencia. En el tribunal sagrado, la piedra blanca del voto de Atenea lleva a Orestes a la absolución, a
la purificación, en virtud de la cual las Erinias se trasforman en Euménides, en espíritu de la reconciliación.
En este mito se representa algo más que la superación del sistema de venganza de la sangre en favor de un
ordenamiento jurídico justo de la comunidad. Hans Urs von Balthasar ha expuesto esto también del modo
siguiente: «Pero la gracia que da la paz es para él cada vez fundamentación a la vez del derecho, no del
derecho antiguo y sin gracia de las Erinias de antes, sino de un derecho lleno de gracia». En este mito
escuchamos la voz nostálgica de que la sentencia de culpabilidad objetivamente justa de la conciencia y la
pena interiormente lacerante que se deriva no son la última palabra, sino que existe un poder de la gracia,
una fuerza de expiación que puede borrar la culpa y hacer finalmente liberadora a la verdad. Se trata de la
nostalgia de que la verdad no se limite sólo a interpelarnos de modo exigente, sino que nos trasforme
también mediante la expiación y el perdón.
A través de ellos, como dice Esquilo, «la culpa desaparece purificada» y nuestro mismo ser es trasformado
desde dentro, por encima de nuestra capacidad. Pues bien, esta es precisamente la novedad específica del
cristianismo: el Logos, la Verdad en persona, es al mismo tiempo también la reconciliación, el perdón que
trasforma más allá de todas nuestras capacidades e incapacidades personales. En esto consiste la verdadera
novedad en que se funda la más grande memoria cristiana, la que es al mismo tiempo también la respuesta
más profunda a lo que la anámnesis del creador espera de nosotros. Donde este centro del mensaje
cristiano no es suficientemente proclamado o percibido, la verdad se trasforma de hecho en un yugo que
resulta demasiado pesado para nuestras espaldas y del que hemos de intentar librarnos. Pero la libertad
obtenida de ese modo está vacía. Nos lleva a la tierra desolada de la nada, con lo cual se destruye por sí
misma.
El yugo de la verdad resulta «ligero» (Mt 11,30) cuando la Verdad ha venido, nos ha amado y ha quemado
nuestras culpas en su amor. Sólo cuando conocemos y experimentamos interiormente todo esto, somos
libres para escuchar con alegría y sin ansiedad el mensaje de la conciencia.
EPÍLOGO
¿Partido de Cristo o Iglesia de Jesucristo?
167
¡Venga tu Reino!
La lectura de la primera Carta de san Pablo a los corintios que acabamos de escuchar es de una actualidad
verdaderamente desconcertante. Pablo habla ciertamente de la comunidad de Corinto de aquel tiempo al
dirigirse a la conciencia de los fieles a propósito de todo lo que allí estaba en contradicción con la verdadera
existencia cristiana. Sin embargo, nos percatamos inmediatamente de que no se trata sólo de problemas de
una comunidad cristiana perteneciente a un lejano pasado, sino que lo que entonces se escribió nos atañe
también a nosotros ahora. Al hablar a los corintios, Pablo nos habla a nosotros y pone el dedo en las llagas
de nuestra vida eclesial de hoy. Como los corintios, también nosotros corremos peligro de dividir a la Iglesia
en una disputa de partidos, donde cada uno se hace su idea del cristianismo. Y así, tener razón es más
importante para nosotros que las justas razones de Dios respecto a nosotros, más importante que ser justos
delante de él. Nuestra idea propia nos encubre la palabra del Dios vivo, y la Iglesia desaparece detrás de los
partidos que nacen de nuestro modo personal de entender. La semejanza entre la situación de los corintios
y la nuestra no se puede pasar por alto. Pero Pablo no quiere simplemente describir una situación, sino
sacudir nuestra conciencia y volvernos nuevamente a la debida integridad y unidad de la existencia
cristiana. Por eso debemos preguntarnos: ¿Qué hay de verdaderamente falso en nuestro comportamiento?
¿Qué hemos de hacer para ser no el partido de Pablo, de Apolo o de Cefas o un partido de Cristo, sino
Iglesia de Jesucristo? ¿Cuál es la diferencia entre un partido de Cristo y la justa fidelidad a la piedra sobre la
cual se ha edificado la casa del Señor?
Intentemos, pues, en primer lugar comprender lo que realmente ocurre por aquel tiempo en Corinto y que,
a causa de los peligros siempre iguales para el hombre, amenaza con repetirse de continuo nuevamente en
la historia. La diferencia de que se trata podríamos resumirla muy sintéticamente en esta afirmación: si yo
me declaro por un partido, entonces se convierte por lo mismo en mi partido; pero la Iglesia de Jesucristo
no es nunca mi Iglesia, sino siempre su Iglesia. La esencia de la conversión consiste justamente en esto: que
yo no busco nunca mi partido, lo que salvaguarda mis intereses y responde a mis inclinaciones, sino que en
lugar de ello me pongo en manos de Jesucristo y me hago suyo, miembro de su cuerpo, de su Iglesia. Vamos
a aclarar un poco más de cerca este pensamiento. Los corintios ven en el cristianismo una interesante teoría
religiosa, de acuerdo con sus gustos y sus expectativas. Escogen lo que va con su genio, y lo escogen en la
forma que les resulta simpática.
Pero donde la voluntad y el deseo personales son decisivos, allí está ya presente la ruptura de entrada, pues
los gustos son muchos y contrapuestos. De semejante elección ideológica puede nacer un club, un círculo
de amigos, un partido, pero no una Iglesia que trascienda los contrastes y congregue a los hombres en la
paz de Dios. El principio en virtud del cual se forma un club es la inclinación personal; en cambio el principio
en el que se apoya la Iglesia es la obediencia a la llamada del Señor, como lo leemos en el evangelio de hoy:
«Los llamó, y ellos al instante, abandonando la barca con su padre, le siguieron» (Mt 4,2ls).
Con esto hemos llegado al punto decisivo: la fe no es la elección de un programa que me satisface o la
adhesión a un club de amigos por los que me siento comprendido; la fe es conversión que me trasforma a
mí y a mis gustos, o al menos hace que mis gustos y deseos pasen a segunda línea. La fe alcanza una
profundidad completamente diversa de la elección que me liga a un partido. Su capacidad de cambio llega a
tal punto que la Iglesia la llama un nuevo nacimiento (cf 1Pe 1,3.23). Con esto estamos en presencia de una
intuición importante, que debemos profundizar un poco más, porque aquí se oculta el núcleo central de los
168
¡Venga tu Reino!
problemas que hoy debemos afrontar en la Iglesia. Nos resulta difícil pensar la Iglesia según un modelo
diverso del de una sociedad que se autogestiona, que con los mecanismos de mayoría y de minoría intenta
darse una forma que sea aceptable por todos sus miembros.
Nos resulta difícil concebir la fe como algo diverso de una decisión por algo que me agrada y por lo que en
consecuencia deseo comprometerme. Pero de ese modo somos sólo y siempre nosotros quienes obramos.
Nosotros hacemos la Iglesia, nosotros intentamos mejorarla y disponerla como una casa confortable.
Nosotros queremos proponer programas e ideas que sean simpáticas al mayor número posible de personas.
El hecho de que Dios mismo esté actuando, de que él mismo obre, no constituye ya en el mundo moderno
un supuesto. Sin embargo, al obrar así nos estamos comportando como los corintios; confundimos la Iglesia
con un partido y la fe con un programa de partido. El círculo del propio yo permanece cerrado. Quizá ahora
comprendamos un poco mejor el giro que representa la fe, la cual implica una conversión, un cambio de
rumbo. Reconozco que Dios mismo habla y actúa; que no hay sólo lo que es nuestro, sino también lo que es
suyo. Mas si esto es así, si no somos sólo nosotros los que decidimos y hacemos algo, sino que él mismo
dice y hace algo, entonces todo cambia. Entonces debo obedecerle y seguirle, aunque ello me lleve donde
no quisiera (Jn 21,18). Entonces es razonable y hasta necesario dejar a un lado lo que me gusta, renunciar a
mis deseos e ir detrás del único que puede indicarme el camino de la verdadera vida, porque él mismo es la
vida (Jn 14,6). Esto es lo que quiere decir el carácter sacrificial del seguimiento que Pablo pone al fin de
relieve como respuesta a los partidos que dividían a Corinto (10,17): yo renuncio a mi gusto y me someto a
él. Pero así es como me hago libre, porque la verdadera esclavitud es ser prisionero de nuestros propios
deseos. Todo esto lo comprenderemos aún mejor observándolo desde otro ángulo; no basándonos ya en
nosotros, sino partiendo de la acción misma de Dios. Cristo no es el fundador de un partido ni un filósofo de
la religión, como también indica Pablo incisivamente en nuestra lectura (1Cor 10,17).
No es alguien que inventa ideas de cualquier tipo, para las cuales intenta reclutar defensores. La Carta a los
hebreos describe la entrada de Cristo en el mundo con las palabras del salmo 39: «No has querido sacrificios
ni ofrendas, pero en su lugar me has formado un cuerpo» (Sal 39,7; Heb 10,5). Cristo es la palabra viva de
Dios mismo que se ha hecho carne por nosotros. No es sólo alguien que habla, sino que es él mismo su
palabra. Su amor, por el cual Dios se nos da, va hasta el fin, hasta la cruz (cf Jn 13,1). Si asentimos a él, no
escogemos sólo ideas, sino que ponemos nuestra vida en sus manos y nos convertimos en una «criatura
nueva» (2Cor 5,17; Gal 6,15).
Por eso la Iglesia no es un club ni un partido, ni tampoco una especie de estado religioso, sino un cuerpo, su
cuerpo. Y por eso la Iglesia no es hecha por nosotros, sino que es él mismo el que la construye,
purificándonos con la palabra y el sacramento y haciéndonos de ese modo sus miembros. Naturalmente hay
muchas cosas en la Iglesia que debemos hacer nosotros mismos, ya que ella penetra profundamente en
situaciones humanas de carácter práctico. No intento defender aquí ningún tipo de falso sobrenaturalismo.
Pero lo que hay de peculiar en la Iglesia no puede venir de nuestra voluntad o de una decisión nuestra, «ni
de la voluntad de la carne, ni del querer del hombre» (Jn 1,13); debe venir de él. Cuanto más nos
esforzamos nosotros en obrar en la Iglesia, tanto menos habitable resulta, porque todo lo que es humano es
limitado y toda cosa humana se opone a otra.
169
¡Venga tu Reino!
La Iglesia será para los hombres la patria del corazón cuanto más le prestemos atención y más sea central
en ella lo que viene de él: la palabra y los sacramentos que nos ha dado. Obedecerle es la garantía de
nuestra libertad. Todo esto tiene importantes consecuencias para el ministerio del sacerdote. Este ha de
atender mucho a no construirse su Iglesia. Pablo examina ansiosamente su conciencia y se pregunta cómo
han podido algunos llegar hasta el punto de hacer de la Iglesia de Cristo un partido religioso de Pablo. Y se
declara a sí mismo, y por tanto a los corintios, que ha hecho todo lo posible por evitar lazos que pudieran
oscurecer la comunión con Cristo. El que es convertido por Pablo no se convierte en seguidor de Pablo, sino
en un cristiano, en un miembro de aquella Iglesia común que es siempre la misma, «ya se trate de Pablo, de
Apolo o de Cefas» (1Cor 3,22). En cualquier caso, «vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios» (3,23). Vale la
pena volver a leer y considerar atentamente lo que Pablo ha escrito sobre el tema, porque en sus palabras
adquiere relieve la esencia del ministerio sacerdotal con una claridad que, por encima de todas las teorías,
nos dice lo que hemos de hacer y lo que debemos evitar. «Pues, ¿qué es Apolo y qué es Pablo? Simples
servidores, por medio de los cuales habéis abrazado la fe... Yo planté y Apolo regó, pero quien hizo crecer
fue Dios. Nada son ni el que planta ni el que riega, sino Dios, que hace crecer. El que planta y el que riega
son lo mismo... Nosotros somos colaboradores de Dios; vosotros labrantía de Dios, edificio de Dios» (1Cor
3,5-9). Ha habido y hay en Alemania Iglesias protestantes donde es costumbre indicar en los avisos litúrgicos
el nombre del que celebra la misa y el del que pronuncia la homilía. Detrás de esos nombres se ocultan a
menudo corrientes religiosas; cada uno quiere seguir las celebraciones de su propia corriente. Por
desgracia, algo similar ocurre ahora también en las parroquias católicas; pero esto significa que la Iglesia ha
desaparecido detrás de los partidos y que en definitiva escuchamos opiniones humanas y no la común
palabra de Dios, que está por encima de todos y de la que es garante la única Iglesia. Sólo la unidad de su fe
y su carácter vinculante para cada uno de nosotros nos permite no seguir opiniones humanas y no formar
parte de facciones con pretensiones autonómicas, sino ser del partido del Señor y obedecerle a él.
Es grande hoy para la Iglesia el peligro de disgregarse en partidos religiosos agrupados en torno a maestros
o predicadores particulares. Tenemos de nuevo el yo soy de Pablo, yo de Cefas, con lo que también Cristo se
convierte en un partido. El metro del ministerio sacerdotal es el desinterés, que establece como norma la
palabra de Jesús: «Mi doctrina no es mía» (Jn 7,16). Sólo si podemos decir esto con toda verdad somos
«colaboradores de Dios», que plantan y riegan y son partícipes de su misma obra. Si algunos hombres
apelan a nuestro nombre y oponen nuestro cristianismo al de los demás, ello ha de ser para nosotros
motivo de examen de conciencia. Nosotros no nos anunciamos a nosotros mismos, sino a él. Esto exige
nuestra humildad, la cruz del seguimiento. Pero esto precisamente es lo que nos libera, lo que hace fecundo
y grande nuestro ministerio. Pues si nos anunciamos a nosotros mismos, permanecemos escondidos en
nuestro pobre yo y arrastramos a él a los demás. Si le anunciamos a él, nos convertimos en «colaboradores
de Dios» (1Cor 3,9); ¿y puede haber algo más hermoso y liberador?
Pidamos al Señor que nos haga probar nuevamente el gozo de esta misión. Entonces serán realidad las
palabras del profeta, que siempre se cumplen en los lugares por los que pasa Cristo: «El pueblo que andaba
en tinieblas vio una gran luz... Has acrecentado su alegría, has agrandado su júbilo como en la algazara de la
siega» (Is 9,1-3; cf Mt 4,15). Amén.
170
¡Venga tu Reino!
Homilía pronunciada en el seminario de Filadelfia (EE.UU.) el 21 de enero de 1990 (tercer domingo per
annum).
¡RECUERDA! Siempre que puedas, por favor, adquiere la edición original (impresa o digital) de este libro.
Muchas gracias. Dios te bendiga.
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171
¡Venga tu Reino!
SÍNODO CONVOCADO POR EL SANTO PADRE JUAN PABLO II A LOS 20 AÑOS DEL CONCILIO VATICANO II
DOCUMENTOS DEL SINODO 1985
RELACIÓN FINAL
“LA IGLESIA, BAJO LA PALABRA DE DIOS, CELEBRA LOS MISTERIOS DE CRISTO PARA LA SALVACIÓN DEL
MUNDO”
Relación final, redactada por el relator, eminentísimo señor Godofredo, cardenal Danneels, arzobispo de
Malinas-Bruselas, sometida a la votación de los Padres, publicada con el consentimiento del Sumo Pontífice.
C) LA IGLESIA COMO COMUNIÓN
1. Significación de la comunión
La eclesiología de comunión es una idea central y fundamental en los documentos del Concilio. Koinonía/
comunión, fundadas en la Sagrada Escritura, son tenidas en gran honor en la Iglesia antigua y en las Iglesias
orientales hasta nuestros días. Desde el Concilio Vaticano II se ha hecho mucho para que se entendiera más
claramente a la Iglesia como comunión y se llevara esta idea más concretamente a la vida. ¿Qué significa la
palabra compleja” comunión”? Fundamentalmente se trata de la comunión con Dios por Jesucristo en el
Espíritu Santo. Esta comunión se tiene en la Palabra de Dios y en los sacramentos. El bautismo es la puerta y
el fundamento de la comunión de la Iglesia; la Eucaristía es la fuente y el culmen de toda la vida cristiana (cf.
LG 11). La comunión del Cuerpo eucarístico de Cristo significa y hace, es decir, edifican la íntima comunión
de todos los fieles en el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia (cf. 1 Cor.10, 16s). Por ello, la eclesiología de
comunión no se puede reducir a meras cuestiones organizativas oa cuestiones que se refieren a meras
potestades. La eclesiología de comunión es el fundamento para el orden en la Iglesia y en primer lugar para
la recta relación entre unidad y pluriformidad en la Iglesia.
2. Unidad y pluriformidad en la Iglesia
Del mismo modo que creemos en un solo Dios; en un solo y único mediador, Jesucristo; en un solo Espíritu
Santo, tenemos también un solo bautismo y una sola Eucaristía, por los cuales la unidad y la unicidad de la
Iglesia se significa y se edifica. Esto es, especialmente en nuestros tiempos, de mucha importancia, porque
la Iglesia en cuanto una y única es como sacramento, es decir, signo e instrumento de la unidad, de la
reconciliación, de la paz entre los hombres, las naciones, las clases y las razas. Por la unidad de fe y de
sacramentos, y por la unidad jerárquica, especialmente con el centro de la unidad, que nos ha sido dado por
Cristo en el servicio de Pedro, la Iglesia es aquel pueblo mesiánico de que habla la constitución Lumen
Gentium n.9; así, la comunión eclesial con Pedro y sus sucesores no es un obstáculo, sino anticipación y
signo profético de la unidad más plena. Por otra parte, el único y el mismo espíritu obra en muchos y en
172
¡Venga tu Reino!
varios dones espirituales y carismas (cf. 1 Cor. 12, 4s); la única y la misma Eucaristía se celebra en varios
lugares. Por ello, la Iglesia única y universal está verdaderamente presente en todas las Iglesias particulares
(cf. CD 11), y éstas están formadas a imagen de la Iglesia universal. De tal manera que la una y única Iglesia
católica existe en las Iglesias particulares y existen por ellas (cf. LG.23). Aquí encontramos el verdadero
principio teológico de la variedad y la pluriformidad en la unidad; la pluriformidad debe distinguirse del
mero pluralismo. Porque la pluriformidad es una verdadera riqueza y lleva consigo la plenitud, ella es la
verdadera catolicidad, mientras que el pluralismo de las posiciones radicalmente opuestas lleva a la
disolución y destrucción y a la pérdida de la identidad.
6. La Participación y la Corresponsabilidad en la Iglesia
Porque la Iglesia es comunión, la participación y la corresponsabilidad debe existir en todos sus grados. Este
principio general debe entenderse de diverso modo en los ámbitos diversos.
Entre el obispo y su presbiterio existe una relación fundada en el sacramento del orden. De modo que los
mismos presbíteros hacen presente al obispo, de alguna manera, en las reuniones locales concretas de los
fieles, toman parcialmente sus oficios y su solicitud y los ejercitan con cuidado cotidiano (cf. LG. 28). Por
ello, entre el obispo y su presbiterio deben existir relaciones de amistad y llenas de confianza. Los obispos
se sienten obligados por la gratitud hacia sus presbíteros los cuales, en el tiempo posconciliar, tuvieron una
gran parte en llevar el Concilio a la práctica (cf. OT. 1), y dentro de sus fuerzas quieren estar cercanos a los
presbíteros y prestarles ayuda y auxilio en sus trabajos, frecuentemente no fáciles, en primer lugar en las
parroquias. Foméntese finalmente el espíritu de colaboración con los diáconos, y entre el obispo y los
religiosos y religiosas que trabajan en su Iglesia particular. Desde el Concilio Vaticano II hay felizmente un
nuevo estilo de colaboración en la Iglesia entre seglares y clérigos. El espíritu de disponibilidad con que
muchísimos seglares se ofrecieron al servicio de la Iglesia debe contarse entre los mejores frutos del
Concilio. En esto hay una nueva experiencia de que todos nosotros somos Iglesia. Se ha discutido
frecuentemente en estos últimos años sobre la vocación y la misión de las mujeres en la Iglesia. Procure la
Iglesia que las mujeres estén presentes en la Iglesia, de tal modo que puedan ejercitar adecuadamente sus
propios dones al servicio de la Iglesia y tengan una parte más amplia en los diversos campos de apostolado
de la Iglesia (cf. AA9). Reciban y fomenten los pastores con gratitud la colaboración de las mujeres en la
obra de la Iglesia. El Concilio llama a los jóvenes esperanza de la Iglesia (cf. GE.2). Este Sínodo se vuelve a
los jóvenes con especial amor y con gran confianza, y espera muchísimo de su entrega generosa y los
exhorta sumamente para que, asumiendo su parte en la misión de la Iglesia, reciban y prosigan
dinámicamente la herencia del Concilio. Porque la Iglesia es comunión, las nuevas “comunidades eclesiales
de bases”, así llamadas y verdaderamente viven en la unidad de la Iglesia, son verdadera expresión de
comunión e instrumento para edificar una comunión más profunda. Por ello dan una gran esperanza para la
vida de la Iglesia (cf. EN 58).
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173
¡Venga tu Reino!
CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE
CARTA A LOS OBISPOS DE LA IGLESIA CATÓLICA
SOBRE ALGUNOS ASPECTOS DE LA IGLESIA
CONSIDERADA COMO COMUNIÓN
INTRODUCCIÓN
1. El concepto de comunión (koinonía), ya puesto de relieve en los textos del Concilio Vaticano II(1), es muy
adecuado para expresar el núcleo profundo del Misterio de la Iglesia y, ciertamente, puede ser una clave de
lectura para una renovada eclesiología católica(2). La profundización en la realidad de la Iglesia como
Comunión es, en efecto, una tarea particularmente importante, que ofrece amplio espacio a la reflexión
teológica sobre el misterio de la Iglesia, "cuya naturaleza es tal que admite siempre nuevas y más profundas
investigaciones"(3). Sin embargo, algunas visiones eclesiológicas manifiestan una insuficiente comprensión
de la Iglesia en cuanto misterio de comunión, especialmente por la falta de una adecuada integración del
concepto de comunión con los de Pueblo de Dios y de Cuerpo de Cristo, y también por un insuficiente
relieve atribuido a la relación entre la Iglesia como comunión y la Iglesia como sacramento.
2. Teniendo en cuenta la importancia doctrinal, pastoral y ecuménica de los diversos aspectos relativos a la
Iglesia considerada como Comunión, la Congregación para la Doctrina de la Fe, con la presente Carta, ha
estimado oportuno recordar brevemente y clarificar, donde era necesario, algunos de los elementos
fundamentales que han de ser considerados puntos firmes, también en el deseado trabajo de
profundización teológica.
LA IGLESIA, MISTERIO DE COMUNIÓN
3. El concepto de comunión está "en el corazón del autoconocimiento de la Iglesia"(4), en cuanto misterio
de la unión personal de cada hombre con la Trinidad divina y con los otros hombres, iniciada por la fe(5), y
orientada a la plenitud escatológica en la Iglesia celeste, aun siendo ya una realidad incoada en la Iglesia
sobre la tierra(6).
Para que el concepto de comunión, que no es unívoco, pueda servir como clave interpretativa de la
eclesiologia, debe ser entendido dentro de la enseñanza bíblica y de la tradición patrística, en las cuales la
comunión implica siempre una doble dimensión: vertical (comunión con Dios) y horizontal (comunión entre
los hombres). Es esencial a la visión cristiana de la comunión reconocerla ante todo como don de Dios,
como fruto de la iniciativa divina cumplida en el misterio pascual. La nueva relación entre el hombre y Dios,
establecida en Cristo y comunicada en los sacramentos, se extiende también a una nueva relación de los
hombres entre sí. En consecuencia, el concepto de comunión debe ser capaz de expresar también la
naturaleza sacramental de la Iglesia mientras "caminamos lejos del Señor"(7), así como la peculiar unidad
que hace a los fieles ser miembros de un mismo Cuerpo, el Cuerpo místico de Cristo(8), una comunidad
174
¡Venga tu Reino!
orgánicamente estructurada(9), "un pueblo reunido por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo"(10), dotado también de los medios adecuados para la unión visible y social(11).
4. La comunión eclesial es al mismo tiempo invisible y visible. En su realidad invisible, es comunión de cada
hombre con el Padre por Cristo en el Espíritu Santo, y con los demás hombres copartícipes de la naturaleza
divina(12), de la pasión de Cristo(13), de la misma fe(14), del mismo espíritu(15). En la Iglesia sobre la tierra,
entre esta comunión invisible y la comunión visible en la doctrina de los Apóstoles, en los sacramentos y en
el orden jerárquico, existe una íntima relación. Mediante estos dones divinos, realidades bien visibles, Cristo
ejerce en la historia de diversos modos Su función profética, sacerdotal y real para la salvación de los
hombres(16). Esta relación entre los elementos invisibles y los elementos visibles de la comunión eclesial es
constitutiva de la Iglesia como Sacramento de salvación.
De esta sacramentalidad se sigue que la Iglesia no es una realidad replegada sobre sí misma, sino
permanentemente abierta a la dinámica misionera y ecuménica, pues ha sido enviada al mundo para
anunciar y testimoniar, actualizar y extender el misterio de comunión que la constituye: a reunir a todos y a
todo en Cristo(17); a ser para todos "sacramento inseparable de unidad"(18).
5. La comunión eclesial, en la que cada uno es inserido por la fe y el Bautismo(19), tiene su raíz y su centro
en la Sagrada Eucaristía. En efecto, el Bautismo es incorporación en un cuerpo edificado y vivificado por el
Señor resucitado mediante la Eucaristía, de tal modo que este cuerpo puede ser llamado verdaderamente
Cuerpo de Cristo. La Eucaristía es fuente y fuerza creadora de comunión entre los miembros de la Iglesia
precisamente porque une a cada uno de ellos con el mismo Cristo: "participando realmente del Cuerpo del
Señor en la fracción del pan eucarístico, somos elevados a la comunión con El y entre nosotros: 'Porque el
pan es uno, somos uno en un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan' (1 Cor 10, 17)"(20).
Por esto, la expresión paulina la Iglesia es el Cuerpo de Cristo significa que la Eucaristía, en la que el Señor
nos entrega su Cuerpo y nos transforma en un solo Cuerpo(21), es el lugar donde permanentemente la
Iglesia se expresa en su forma más esencial: presente en todas partes y, sin embargo, sólo una, así como
uno es Cristo.
6. La Iglesia es Comunión de los santos, según la expresión tradicional que se encuentra en las versiones
latinas del Símbolo apostólico desde finales del siglo IV(22). La común participación visible en los bienes de
la salvación (las cosas santas), especialmente en la Eucaristía, es raíz de la comunión invisible entre los
participantes (los santos). Esta comunión comporta una solidaridad espiritual entre los miembros de la
Iglesia, en cuanto miembros de un mismo Cuerpo(23), y tiende a su efectiva unión en la caridad,
constituyendo "un solo corazón y una sola alma"(24). La comunión tiende también a la unión en la
oración(25), inspirada en todos por un mismo Espíritu(26), el Espíritu Santo "que llena y une toda la
Iglesia"(27).
Esta comunión, en sus elementos invisibles, existe no sólo entre los miembros de la Iglesia peregrina en la
tierra, sino también entre éstos y todos aquellos que, habiendo dejado este mundo en la gracia del Señor,
175
¡Venga tu Reino!
forman parte de la Iglesia celeste o serán incorporados a ella después de su plena purificación(28). Esto
significa, entre otras cosas, que existe una mutua relación entre la Iglesia peregrina en la tierra y la Iglesia
celeste en la misión histórico-salvífica. De ahí la importancia eclesiológica no sólo de la intercesión de Cristo
en favor de sus miembros(29), sino también de la de los santos y, en modo eminente, de la Bienaventurada
Virgen María(30). La esencia de la devoción a los santos, tan presente en la piedad del pueblo cristiano,
responde pues a la profunda realidad de la Iglesia como misterio de comunión.
IV UNIDAD Y DIVERSIDAD EN LA COMUNIÓN ECLESIAL
15. "La universalidad de la Iglesia, de una parte, comporta la más sólida unidad y, de otra, una pluralidad y
una diversificación, que no obstaculizan la unidad, sino que le confieren en cambio el carácter de
'comunión'"(64). Esta pluralidad se refiere sea a la diversidad de ministerios, carismas, formas de vida y de
apostolado dentro de cada Iglesia particular, sea a la diversidad de tradiciones litúrgicas y culturales entre
las distintas Iglesias particulares(65).
La promoción de la unidad que no obstaculiza la diversidad, así como el reconocimiento y la promoción de
una diversidad que no obstaculiza la unidad sino que la enriquece, es tarea primordial del Romano Pontífice
para toda la Iglesia(66) y, salvo el derecho general de la misma Iglesia, de cada Obispo en la Iglesia particular
confiada a su ministerio pastoral(67). Pero la edificación y salvaguardia de esta unidad, a la que la diversidad
confiere el carácter de comunión, es también tarea de todos en la Iglesia, porque todos están llamados a
construirla y respetarla cada día, sobre todo mediante aquella caridad que es "el vínculo de la
perfección"(68).
16. Para una visión más completa de este aspecto de la comunión eclesial -unidad en la diversidad-, es
necesario considerar que existen instituciones y comunidades establecidas por la Autoridad Apostólica para
peculiares tareas pastorales. Estas, en cuanto tales, pertenecen a la Iglesia universal, aunque sus miembros
son también miembros de las Iglesias particulares donde viven y trabajan. Tal pertenencia a las Iglesias
particulares, con la flexibilidad que le es propia(69), tiene diversas expresiones jurídicas. Esto no sólo no
lesiona la unidad de la Iglesia particular fundada en el Obispo, sino que por el contrario contribuye a dar a
esta unidad la interior diversificación propia de la comunión(70).
En el contexto de la Iglesia entendida como comunión, hay que considerar también los múltiples institutos y
sociedades, expresión de los carismas de vida consagrada y de vida apostólica, con los que el Espíritu Santo
enriquece el Cuerpo Místico de Cristo: aun no perteneciendo a la estructura jerárquica de la Iglesia,
pertenecen a su vida y a su santidad(71).
Por su carácter supradiocesano, radicado en el ministerio Petrino, todas estas realidades eclesiales son
también elementos al servicio de la comunión entre las diversas Iglesias particulares.
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176
¡Venga tu Reino!
COMISIÓN CENTRAL PARA LA REVISIÓN DE LOS ESTATUTOS DEL REGNUM CHRISTI
TEMA DE ESTUDIO Y REFLEXIÓN Nº 3
La Iglesia como misterio de comunión
OBJETIVO
Es muy importante comprender que la Iglesia es un misterio de comunión, porque nuestra
vocación laical y el carisma del Regnum Christi sólo tienen sentido en la Iglesia, y la Iglesia es
comunión de vocaciones y de carismas en el amor de Dios. Estamos llamados a vivir nuestra
vocación y nuestro carisma en comunión con las demás vocaciones y carismas. Incluso, no
podemos comprendernos en profundidad a nosotros mismos si no es a la luz de los demás; no
podemos entender nuestra identidad, misión y carismas si no es en la comunión de la Iglesia.
Además, la comunión es precisamente la gran tarea que San Juan Pablo II indicó, sin duda
de manera profética, para la Iglesia de nuestro tiempo: «Hacer de la Iglesia la casa y la escuela de
la comunión: éste es el gran desafío que tenemos ante nosotros en el milenio que comienza, si
queremos ser fieles al designio de Dios y responder también a las profundas esperanzas del
mundo»3. Por tanto, también el Regnum Christi aspira a ser cada día más y mejor hogar de
comunión, y el proceso de renovación actual debe apuntar hacia ello.
La exposición del tema se abre con una breve exposición inicial sobre la noción de
comunión dentro de la enseñanza doctrinal del Magisterio sobre qué es la Iglesia, para presentar a
continuación las tres etapas de la evolución histórica del concepto de comunión desde el Concilio
Vaticano II hasta la actualidad. Como material de apoyo, se añade una selección de textos sobre
los fundamentos teológicos de la comunión.
ESQUEMA
A. La noción de “comunión eclesial”. La comunión es una noción adecuada para adentrarnos
en el misterio de la Iglesia. Es fundamentalmente fruto de la eclesiología del Concilio
Vaticano II y ha sido desarrollada por el magisterio posterior. Presentamos la naturaleza
sobrenatural, el origen trinitario, la configuración orgánica y la dimensión misionera de la
comunión eclesial.
B. El concepto de “comunión” desde los orígenes hasta el Concilio Vaticano II. El significado
de la comunión para las primeras comunidades cristianas era el de una realidad espiritual y
visible a la vez. Posteriormente se enfatizó de forma progresiva su dimensión jurídica,
oscureciéndose la teológica. Desde el Concilio Vaticano II, se busca recuperar la riqueza
del sentido original de este concepto y profundizar en él.
3
JUAN PABLO II, Carta apostólica Novo millennio ineunte, 42.
177
¡Venga tu Reino!
C. La “eclesiología de la comunión”. La Iglesia se concibe a sí misma como una comunión,
enraizada en los sacramentos y por tanto como realidad espiritual y no solamente
sociológica o jurídica. En ella existe a la vez unidad y diversidad entre sus miembros.
D. La “espiritualidad de la comunión”. La comunión no es sólo una forma de entender a la
Iglesia, sino que debe llegar a ser un modo de pensar, sentir y obrar. La comunión se
concreta en espacios determinados y presupone la revaloración de la identidad y misión de
todos –y hoy particularmente de la de los laicos– como una condición necesaria para que la
Iglesia pueda cumplir su misión.
E. Algunos textos de apoyo para la fundamentación teológica de la comunión.
CONCEPTOS CLAVE
Comunión
Eclesiología de comunión
Espiritualidad de comunión
Común dignidad cristiana
A. La noción de comunión eclesial
1. Modos de explicar el misterio de la Iglesia
La comunión «encarna y manifiesta la esencia misma del misterio de la Iglesia»4. En los decenios
previos al Concilio Vaticano II, la imagen más generalizada entre los católicos para expresar el
misterio de la Iglesia era la del Cuerpo místico de Cristo, que armoniza la unidad con la pluralidad
de miembros, subraya que Cristo es la Cabeza de la que brota la vida de todo el cuerpo eclesial y
que, participando de esta vida común, hay diversidad de miembros que sirven al cuerpo con su
contribución específica. Con el Concilio Vaticano II, se pasó a recurrir más a la imagen de la Iglesia
como Pueblo de Dios, subrayando la común dignidad de todos los fieles por razón del bautismo y
de la llamada universal a la santidad y el carácter viador de este pueblo en medio del mundo.
Como veremos en este subsidio, en los últimos decenios el Magisterio está poniendo el acento en
la “comunión” a la hora de referirse al misterio de la Iglesia. En el lenguaje religioso cotidiano,
acostumbramos a llamar “comunión” sobre todo a la recepción del sacramento de la Eucaristía;
aquí no nos referimos a esto, sino a una manera de entender a la Iglesia misma, al conjunto de los
bautizados que conformamos la Iglesia Católica; sin embargo, siendo la Eucaristía «fuente y cima
de toda la vida cristiana»5, conviene también recordar que la Iglesia vive de la Eucaristía y que la
Eucaristía es la cumbre de la comunión entre el hombre y Dios y de los fieles entre sí. Por esto el
4
5
Ibídem.
CONCILIO ECUMÉNICO VATICANO II, Constitución dogmática Lumen gentium, 11.
178
¡Venga tu Reino!
nombre de “comunión” para el sacramento eucarístico tiene mucho sentido, pues la celebración de
este sacramento consolida y lleva a perfección la comunión eclesial6.
Por otro lado, no debemos olvidar que la Iglesia puede ser vista –y estudiada– desde
diversas dimensiones. Esto ya comporta un esfuerzo: no hay que confundirlas con su definición,
como si a fuerza quisiésemos englobar en un único término todos sus aspectos. Recordemos que
la Iglesia es ante todo misterio7 y por ende, podemos conocerla por analogías, las cuales siempre
representan una realidad en forma parcial y no en su totalidad. Por esto, es importante tener claro
que la comunión es uno de los modelos posibles y que no debemos olvidar encuadrarlo dentro de
toda la doctrina católica sobre la Iglesia para interpretarlo correctamente, sin pretender reducir a
esta palabra todo lo que puede decirse de la Iglesia. A lo largo de la historia, la eclesiología (es
decir, la parte de la teología que estudia a la Iglesia misma) ha recurrido a diversas imágenes o
conceptos para expresar el misterio de la Iglesia según ha ido resultando más adecuado o posible
dentro de la cultura y condiciones de los tiempos. En nuestros días, el concepto de la Iglesia como
comunión es en el que más insiste el magisterio universal.
En efecto, a través de los siglos, la Iglesia –conducida por el Espíritu Santo– va
descubriendo cada vez más profundamente su propia identidad. En los últimos tiempos, el Concilio
Vaticano II (1962-1965) ha sido un hito importantísimo, ya que ha continuado la reflexión sobre la
Iglesia en sí misma (que había quedado inconclusa en el Concilio Ecuménico Vaticano I, 18691870), así como en su relación con el mundo moderno, lo cual ha producido una renovada
concepción sobre la identidad y misión de la Iglesia. Al estudiar los documentos del Concilio
(principalmente la constitución dogmática Lumen gentium), encontramos cinco nociones
principales: la Iglesia como pueblo de Dios, la Iglesia como Cuerpo místico de Cristo, la Iglesia
como sacramento universal de salvación, la Iglesia como la vid y los sarmientos y la Iglesia como
comunión. Las cinco buscan expresar el misterio de la Iglesia, por lo que se encuentran
profundamente relacionadas. La noción de la Iglesia como comunión (de la que trata este subsidio)
ha tenido un proceso de desarrollo ulterior, a partir de los textos conciliares.
Cf. JUAN PABLO II, Encíclica Ecclesia de Eucharistia, 1: «La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no
expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la
Iglesia»; 34: «La Iglesia, mientras peregrina aquí en la tierra, está llamada a mantener y promover tanto la
comunión con Dios trinitario como la comunión entre los fieles. Para ello, cuenta con la Palabra y los
Sacramentos, sobre todo la Eucaristía, de la cual “vive y se desarrolla sin cesar” [LG 26] y en la cual, al
mismo tiempo, se expresa a sí misma. No es casualidad que el término comunión se haya convertido en uno
de los nombres específicos de este sublime Sacramento», y 34-46 (estos números corresponden al capítulo
IV Eucaristía y comunión eclesial).
7 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 770-780. Se habla de “misterio” en el sentido de que nos referimos a
una realidad revelada por Dios con valor salvífico para nosotros que conocemos por la fe (en este caso, tal
realidad es la Iglesia); por tanto, aunque sí tenemos un conocimiento cierto de esta realidad por la certeza de
la fe, nunca podremos en esta vida tener un conocimiento completo y evidente de ella. Todas las verdades
de la fe son “misterios” (los misterios de la vida de Jesús, misterio de la Stma. Trinidad, misterio de la
Inmaculada Concepción de María, etc.), porque encierran una realidad salvífica que permanece oculta a
nuestros ojos, aun cuando la fe nos permite tener un conocimiento de ella.
6
179
¡Venga tu Reino!
2. Naturaleza sobrenatural de la comunión eclesial
Sería un error limitar la comunión eclesial a la complementariedad visible entre los estados de vida
en la Iglesia, a la colaboración práctica en algunos quehaceres o a la distribución operativa de
tareas; esto sería reducirla a una dimensión superficial, externa, organizativa, pragmática y materialista, que en definitiva no compromete nuestras personas, sino al máximo la exterioridad de
nuestro actuar en algunas ocasiones. Pero sería no menos erróneo limitarla a un sentimiento
interior, a un presupuesto intelectual o a una aseveración fideísta; pues esto sería reducirla a una
dimensión espiritualista y en definitiva individualista, que tampoco llega a cuestionar nuestra vida ni
a hacernos crecer. Del mismo modo, sería equivocado identificar la comunión con la compañía,
con la masificación, con la comunicación, con la convivencia o con la empatía y la amistad; en tal
caso, adoptaríamos una visión horizontalista y naturalista de la vida eclesial. También sería errado
confundir la comunión con las relaciones indiferenciadas hacia los demás, fuera de razón y medida
y de conciencia de la identidad propia y ajena; esto sería básicamente incurrir en espontaneísmo e
infantilismo. Por último, sería igualmente equivocado interpretar la comunión como imposición de
la uniformidad, simple sumisión a la autoridad o silenciamiento de las minorías; porque equivaldría
a reducir la fe a ideología y la vida eclesial a sistema de poder.
La comunión eclesial es participación en el amor trinitario que, a través de la Iglesia, se
derrama por el mundo atrayéndonos a la unión con Dios y con los demás. Es fundamentalmente la
“comunión de los santos” en virtud del Espíritu Santo8; es «comunión de vida, de caridad y de
verdad» instituida por Cristo para ser instrumento de redención universal y extenderse por todo el
mundo siendo en él luz y sal9; es fraternidad en Él que nos hace partícipes de la vida divina como
hijos adoptivos del Padre conforme a su designio, anticipo e inicio de la congregación eterna «en
una Iglesia universal en la casa del Padre»10.
Por esto, la comunión se edifica con la donación recíproca, consciente y libre de los fieles
por caridad cristiana fundada en la fe de que nos pertenecemos unos a otros en Cristo11. El Papa
Francisco nos ha invitado desde el inicio de su pontificado a todos los hombres a cuidarnos unos a
otros, como hermanos en humanidad, y mucho más a los cristianos, a abrirnos al Espíritu Santo de
la unidad y de la diversidad, al Espíritu de la armonía12. «Todos los hijos de Dios y miembros de
A la Iglesia, el Espíritu Santo «la unifica en comunión», y «los miembros del Pueblo de Dios son llamados a
una comunicación de bienes» espirituales, apostólicos y temporales: Lumen gentium, 4, 13 y cf. 50. Cf.
Catecismo de la Iglesia Católica, 949-953.
9 Ibídem, 9 y cf. 50 («la comunión que reina en todo el Cuerpo místico de Jesucristo»).
10 Ibídem, 2.
11 Cf. Novo millennio ineunte, 43.
12 Cf. FRANCISCO, Homilía de inicio del pontificado (19 de marzo de 2013): «la vocación de custodiar no sólo
nos atañe a nosotros, los cristianos, sino que tiene una dimensión que antecede y que es simplemente
humana, corresponde a todos. […] Es custodiar a la gente, el preocuparse por todos, por cada uno, con
amor, […]»; IDEM, Exhortación apostólica Evangelii gaudium, 216: «todos los cristianos estamos llamados a
cuidar la fragilidad del pueblo y del mundo en que vivimos»; IDEM, Homilía con los movimientos en
Pentecostés (19 de mayo de 2013): «el Espíritu Santo, aparentemente, crea desorden en el Iglesia, porque
produce diversidad de carismas, de dones; sin embargo, bajo su acción, todo esto es una gran riqueza,
porque el Espíritu Santo es el Espíritu de unidad, que no significa uniformidad, sino reconducir todo a la
armonía. En la Iglesia, la armonía la hace el Espíritu Santo. […] Él es precisamente la armonía. Sólo Él
puede suscitar la diversidad, la pluralidad, la multiplicidad y, al mismo tiempo, realizar la unidad». Cf. JUAN
8
180
¡Venga tu Reino!
una misma familia en Cristo, al unirnos en el amor mutuo y en la misma alabanza a la Santísima
Trinidad, estamos respondiendo a la íntima vocación de la Iglesia»13.
3. Una comunión “orgánica”: unidad y diversidad
Lo que nos introduce en la comunión de la Iglesia es nuestra filiación divina en Cristo. Del
Bautismo –y de los otros sacramentos de iniciación cristiana– procede la común dignidad de todos
los cristianos y al mismo tiempo la razón de ser de la diversidad de las vocaciones: «Por su
regeneración en Cristo, se da entre todos los fieles una verdadera igualdad en cuanto a la dignidad
y acción, en virtud de la cual todos, según su propia condición y oficio, cooperan a la edificación
del Cuerpo de Cristo»14. Por esto:
La comunión eclesial se configura, más precisamente, como comunión «orgánica», análoga
a la de un cuerpo vivo y operante. En efecto, está caracterizada por la simultánea presencia
de la diversidad y de la complementariedad de las vocaciones y condiciones de vida, de los
ministerios, de los carismas y de las responsabilidades. Gracias a esta diversidad y
complementariedad, cada fiel laico se encuentra en relación con todo el cuerpo y le ofrece
su propia aportación.15
La imagen paulina del cuerpo permanece como punto de referencia: «Pues a la manera
que en un solo cuerpo tenemos muchos miembros, y todos los miembros no tienen la misma
función, así nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo, pero cada miembro está al
servicio de los otros miembros»16. Así: «Es común la dignidad de los miembros, que deriva de su
regeneración en Cristo; común la gracia de la filiación; común la llamada a la perfección: una sola
salvación, única la esperanza e indivisa la caridad»17. Por esto, en la Iglesia, somos todos –
pastores y laicos– «hermanos» y, «aun cuando algunos, por voluntad de Cristo, han sido
constituidos doctores, dispensadores de los misterios y pastores para los demás, existe una
auténtica igualdad entre todos en cuanto a la dignidad y a la acción común a todos los fieles en
orden a la edificación del Cuerpo de Cristo. Pues la distinción que el Señor estableció entre los
sagrados ministros y el resto del Pueblo de Dios lleva consigo la solidaridad, ya que los Pastores y
los demás fieles están vinculados entre sí por recíproca necesidad»18.
4. Comunión misionera
La comunión eclesial es “comunión misionera” porque la Iglesia está llamada a acoger a todos y es
enviada a todo el mundo para reconciliar al hombre con Dios y, en Él, hacer hermanos a todos los
PABLO II, Exhortación apostólica Christifideles laici, 20: «Es siempre el único e idéntico Espíritu el principio
dinámico de la variedad y de la unidad en la Iglesia y de la Iglesia».
13 Lumen gentium, 51.
14 Código de Derecho Canónico, c. 208. Cf. Christifideles laici, 9.
15 Christifideles laici, 20.
16 Rm 12, 4-5.
17 Lumen gentium, 32.
18 Ibídem.
181
¡Venga tu Reino!
hombres19. «La comunión y la misión están profundamente unidas entre sí, se compenetran y se
implican mutuamente, hasta tal punto que la comunión representa a la vez la fuente y el fruto de la
misión: la comunión es misionera y la misión es para la comunión».20
B. El concepto de comunión desde los orígenes hasta el Concilio Vaticano II
La palabra latina communio es una traducción del griego κοινωνία (koinonía). La raíz κοιν (koin)
significa “lo que hay en común”.
«Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos a ustedes, a fin de que vivan también en
comunión con nosotros. Y esta comunión nuestra es con el Padre y con su Hijo Jesucristo.
Les escribimos esto para que nuestro gozo sea perfecto» (1Jn 1, 3-4).
Este pasaje de la primera carta de San Juan se puede considerar el criterio de referencia
para cualquier interpretación cristiana correcta de la comunión, ya que reúne sus elementos
esenciales: el punto de partida de la comunión es el encuentro con el Hijo de Dios, Jesucristo, que
llega a los hombres a través del anuncio de la Iglesia. Así nace la comunión de los hombres entre
sí, la cual, a su vez, se funda en la comunión con el Dios uno y trino21.
Estudiando los demás textos del Nuevo Testamento, podemos decir que la comunión se
presenta en tres sentidos diversos:
-
-
-
Referida a Cristo (“sentido cristológico”). Comunión con Cristo, Hijo del Padre: llamados a la
hermandad con el Hijo (1Cor 1, 9), la comunión con el Cuerpo y la Sangre de Cristo (1Cor
10,16), nuestra parte en los sufrimientos de Cristo (Flp 3, 10), etc.
Referida al Espíritu Santo (“sentido pneumatológico”). Comunión en el Espíritu Santo:
participamos en la naturaleza divina (2Pe 1, 4), la colaboración con la evangelización (Flp
1, 5), la comunión del Espíritu (2Cor 13,13; Flp 2,1), etc.
Referida a la Iglesia (“sentido eclesiológico”), es decir, comunión con la Iglesia: la
comunidad de los creyentes en Cristo, los hermanos que comparten entre sí los diversos
bienes (Hch 2,42-45; 4,32-37), los actos de solidaridad de la comunidad (2Cor 8,4), el
ministerio del apóstol en las diversas comunidades (2Cor 8, 23), etc.
«La comunión es una noción muy estimada en la Iglesia antigua (como sucede también hoy
particularmente en el Oriente)»22. Con el paso de los siglos, el sentido eclesiológico pasará a ser el
de uso dominante, con una tendencia sostenida durante toda la Edad Media. Por otro lado, la
concepción de la comunión eclesial irá adquiriendo un carácter cada vez más jurídico (regulación
de relaciones entre comunidades, entre el obispo y los fieles, por ejemplo) que teológico-espiritual,
Cf. Christifideles laici, 8: La Iglesia «es misterio porque el amor y la vida del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo son el don absolutamente gratuito que se ofrece a cuantos han nacido del agua y del Espíritu (cf. Jn 3,
5), llamados a revivir la misma comunión de Dios y a manifestarla y comunicarla en la historia (misión)».
20 Ibídem, 32.
21 Cf. Joseph RATZINGER, Conferencia sobre la eclesiología de la Lumen gentium pronunciada en el
Congreso internacional sobre la aplicación del Concilio Vaticano II, organizado para el Gran Jubileo del año
2000.
22 Lumen gentium, Nota explicativa previa, 2ª.
19
182
¡Venga tu Reino!
especialmente desde el Concilio de Trento (1545-1563), el cual, en respuesta a la Reforma protestante, buscó enfatizar la visibilidad de la Iglesia, es decir su dimensión institucional. Para efectos
de este subsidio, podemos considerar que esta concepción se mantendría prácticamente
invariante hasta finales del siglo XIX.
Influenciado por las corrientes teológicas que se venían gestando en la primera mitad del
siglo XX, el Concilio Vaticano II retomará el concepto de comunión en su sentido original, yendo
más allá de lo jurídico. La constitución Lumen gentium nos presenta a la Iglesia, que «es en Cristo
como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo
el género humano»23, es decir como realidad espiritual interna o misterio, que se expresa
visiblemente, entendiendo que la Iglesia al mismo tiempo es una asamblea visible y comunidad
espiritual24.
Sin embargo, es preciso reconocer que la palabra “comunión” no ocupa expresamente en
los documentos del Concilio un lugar central25. Aunque los textos sobre el ecumenismo26 la
mencionan y la misma Lumen gentium la refiere en treinta y cuatro ocasiones, la mayoría de las
veces que encontramos la palabra “comunión” en estos documentos tiene un contenido
principalmente jurídico (la unidad de fe y comunión con Pedro y sus sucesores, el vínculo del
gobierno y la comunión eclesial, las iglesias particulares, el oficio del obispo, etc.). Como veremos,
el proceso de explicitación y desarrollo teológico del concepto será posterior, si bien siempre a
partir de los textos conciliares.
C. La “eclesiología de comunión” después del Concilio Vaticano II
El Sínodo de los obispos de 1985, que debía tratar de hacer una especie de balance con motivo
del vigésimo aniversario del Concilio, intentó presentar el conjunto de la eclesiología conciliar
desde un nuevo concepto básico: el de “la eclesiología de comunión”27; que podemos definirla
como «el esfuerzo para que se entienda más claramente a la Iglesia como comunión y se lleve
esta idea más concretamente a la vida»28.
«En 1985, la Asamblea extraordinaria del Sínodo de los Obispos reconoció en la
“eclesiología de comunión” la idea central y fundamental de los documentos del Concilio Vaticano
II»29. Destacan tres aportes principales de la relación final del Sínodo:
23 Lumen
gentium, 1.
Ibídem, 8.
25 Joseph RATZINGER, Conferencia sobre la eclesiología de la Lumen gentium pronunciada en el Congreso
internacional sobre la aplicación del Concilio Vaticano II, organizado para el Gran Jubileo del año 2000.
26 Nos referimos al decreto Unitatis Redintegratio y la declaración Nostra Aetate.
27 Joseph RATZINGER, Conferencia sobre la eclesiología de la Lumen gentium pronunciada en el Congreso
internacional sobre la aplicación del Concilio Vaticano II, organizado para el Gran Jubileo del año 2000.
28 Ibídem.
29 Ecclesia de Eucharistia, 34. Cf. SÍNODO DE LOS OBISPOS DE 1985, Relación final, C1.
24
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¡Venga tu Reino!
-
-
La comunión está basada en los sacramentos, es de orden espiritual. Por esto, «la
eclesiología de comunión no se puede reducir a meras cuestiones organizativas o a
cuestiones que se refieren a meras potestades»30.
La Iglesia única y universal está presente en todas las iglesias particulares. Hay que
reconocer la unidad y pluralidad de la Iglesia.
La participación y corresponsabilidad31, que debe existir en todos los niveles y entre todos
los ámbitos: obispos, presbíteros, religiosos, religiosas, laicos y laicas, jóvenes, adultos,
etc. La comunión compromete directamente con Cristo a todos los fieles bautizados (y no
sólo algunos, más comprometidos o que han consagrado su vida, por ejemplo).
Esta última aportación será importante, porque refleja un cambio al pasar de una
eclesiología que partía del principio de autoridad y de la sacra potestas ejercitada por los que han
recibido el sacramento del orden como principio de estructuración de la Iglesia, hacia una
autocomprensión de la misma que caracterizó a las comunidades cristianas de los primeros siglos
y que parte de la igualdad fundamental de los fieles en virtud del bautismo32.
En la exhortación apostólica Christifideles laici (1988) se menciona el concepto de
comunión en cien ocasiones, reforzando el vínculo entre los diversos estados de vida en la Iglesia,
lo que comporta dos desafíos:
-
-
El de captar la comunión como una realidad espiritual y visible a la vez. Esto implica que la
comunión eclesial no puede ser captada adecuadamente cuando se la entiende como una
simple realidad sociológica y psicológica (como algo puramente práctico, modo de organizarse, programar, tener objetivos comunes, etc.). La exhortación es categórica al afirmar
que la identidad y misión de los laicos sólo se podrán comprender adecuadamente desde el
contexto vivo de la Iglesia-comunión33.
El de la comunión orgánica, es decir la diversidad y la complementariedad. En la Iglesia
conviven diversas vocaciones. Es precisamente gracias a esta complementariedad que
cada fiel laico se encuentra en relación con todo el cuerpo y le ofrece su propia
aportación34.
Además, Christifideles laici profundiza la relación entre comunión y misión: Cristo, como el
Hijo de Dios encarnado, es la fuente de la comunión con Dios y entre los hombres, y es a la vez,
fuente de la evangelización, es decir del anuncio de su Reino entre los hombres. Ambas, pues, se
implican mutuamente, siendo la comunión un signo eficaz de evangelización:
SÍNODO DE LOS OBISPOS DE 1985, Relación final, C1.
Ibídem, C6.
32 Cf. A ANTÓN, El Misterio de la Iglesia. Evolución histórica de las ideas eclesiológicas. II, BAC maior (MadridToledo 1987) 930-931.
33 Cf. JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Christifideles laici, 18-19.
34 Cf. Ibídem, 20.
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¡Venga tu Reino!
Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el
mundo crea que tú me has enviado (Jn 17,21). En esta comunión, vertical y horizontal, está
el fundamento de la fecundidad de la misión.35
La comunión es, de por sí, misionera, pues mediante ella la Iglesia se presenta y actúa
como sacramento visible de unidad salvífica.36
No obstante la aportación del Sínodo de 1985, la comprensión de la comunión en algunos
ambientes siguió horizontalizándose y vaciándose de su contenido teológico para pasar a transformarse en un “slogan fácil”37. Por este y otros motivos, la Congregación para la Doctrina de la Fe
publicó en 1992 una nota aclaratoria: Algunos aspectos de la Iglesia como comunión, de cuyo contenido destacamos lo siguiente:
-
-
Esta comunión no es sólo visible, sino también invisible. La doctrina de los Apóstoles, los
sacramentos y el orden jerárquico manifiestan la íntima relación entre la comunión visible y
la comunión invisible. Por esto, no podemos disociar una dimensión de la otra. De hecho,
es esta relación la que constituye a la Iglesia como sacramento de salvación, y por ende,
no puede ser una realidad replegada sobre sí misma o autorreferencial38, sino permanentemente abierta a la dinámica misionera y ecuménica, pues «ha sido enviada al mundo para
anunciar y testimoniar, actualizar y extender el misterio de comunión que la constituye: a
reunir a todos y a todo en Cristo»39.
La idea de unidad en la diversidad se vincula en forma explícita a la eclesiología de
comunión. La Iglesia no es una democracia ni puede renunciar al principio de constitución
jerárquica instaurado por Cristo.
La universalidad de la Iglesia, de una parte, comporta la más sólida unidad y, de otra, una
pluralidad y una diversificación, que no obstaculizan la unidad, sino que le confieren en
cambio el carácter de comunión. Esta pluralidad se refiere […] a la diversidad de
ministerios, carismas, formas de vida y de apostolado dentro de cada Iglesia particular […]
En el contexto de la Iglesia entendida como comunión, hay que considerar también los
múltiples institutos y sociedades, expresión de los carismas de vida consagrada y de vida
apostólica, con los que el Espíritu Santo enriquece el Cuerpo Místico de Cristo: aun no
perteneciendo a la estructura jerárquica de la Iglesia, pertenecen a su vida y a su
santidad.40
El mismo año de 1992, también se publicó el Catecismo de la Iglesia Católica. Su aporte
será importantísimo al recoger y sistematizar las ideas que el Magisterio había ido trazando sobre
la comunión. Aquí sólo mencionamos el título de dos parágrafos de este catecismo: Unidad de la
Iglesia (nn. 813-822) y Diversidad de ministerios (nn. 871-873).
JUAN PABLO II, Encíclica Redemptoris missio, 75.
Cf. Lumen Gentium, 9.
37 Joseph RATZINGER, Conferencia sobre la eclesiología de la Lumen gentium pronunciada en el Congreso
internacional sobre la aplicación del Concilio Vaticano II, organizado para el Gran Jubileo del año 2000.
38 Evangelii gaudium, 236.
39 CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Algunos aspectos de la Iglesia como comunión, 1992, 4.
40 Ibídem, 15.
35
36
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¡Venga tu Reino!
D. La “espiritualidad de la comunión” en nuestros días
La exhortación apostólica Vita consecrata (1996), que menciona la comunión en noventa y cinco
ocasiones, será el primer texto en hablar expresamente de una “espiritualidad de la comunión” y
continuará profundizando el de “comunión misionera”, presente ya en la exhortación apostólica
Christifideles laici41.
Podríamos definir esta “espiritualidad de la comunión” como «un modo de pensar, decir y
obrar, que hace crecer la Iglesia en hondura y en extensión»42. «Más aun, la comunión genera
comunión y se configura esencialmente como comunión misionera»43. En un mundo que vive en
una realidad de división y discordia (individualismo, destrucción de la familia y de la sociedad), se
presenta la comunión como un camino liberador frente a la esclavitud del pecado. El anhelo de
comunión es un claro signo de los tiempos, no sólo para la Iglesia, sino también para el mundo.
Será punto de unión entre ambos: una Iglesia llamada a ser testimonio de comunión, a imagen de
Dios uno y trino; y un mundo que la busca con vehemencia.
En la carta apostólica Novo Millennio Ineunte (2001), trazando el plan para la Iglesia del
tercer milenio, San Juan Pablo II nos dará el desarrollo más acabado del concepto. Entre los
números 42 y 46 (IV parte: testigos del amor), podemos encontrar una síntesis de la espiritualidad
de la comunión. El n. 43 es particularmente revelador:
¿Qué significa todo esto en concreto? También aquí la reflexión podría hacerse enseguida
operativa, pero sería equivocado dejarse llevar por este primer impulso. Antes de programar
iniciativas concretas, hace falta promover una espiritualidad de la comunión, proponiéndola
como principio educativo en todos los lugares donde se forma el hombre y el cristiano,
donde se educan los ministros del altar, las personas consagradas y los agentes pastorales,
donde se construyen las familias y las comunidades. Espiritualidad de la comunión significa
ante todo una mirada del corazón sobre todo hacia el misterio de la Trinidad que habita en
nosotros, y cuya luz ha de ser reconocida también en el rostro de los hermanos que están a
nuestro lado. Espiritualidad de la comunión significa, además, capacidad de sentir al
hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo místico y, por tanto, como uno que me
pertenece, para saber compartir sus alegrías y sus sufrimientos, para intuir sus deseos y
atender a sus necesidades, para ofrecerle una verdadera y profunda amistad. Espiritualidad
de la comunión es también capacidad de ver ante todo lo que hay de positivo en el otro,
para acogerlo y valorarlo como regalo de Dios: un don para mí, además de ser un don para
el hermano que lo ha recibido directamente. En fin, espiritualidad de la comunión es saber
dar espacio al hermano, llevando mutuamente la carga de los otros (cf. Ga 6,2) y
rechazando las tentaciones egoístas que continuamente nos asechan y engendran
competitividad, ganas de hacer carrera, desconfianza y envidias. No nos hagamos ilusiones:
sin este camino espiritual, de poco servirían los instrumentos externos de la comunión. Se
41
Christifideles laici, 32.
JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Vita consecrata, 46.
43 Ibídem.
42
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¡Venga tu Reino!
convertirían en medios sin alma, máscaras de comunión más que sus modos de expresión y
crecimiento.44
La comunión se relaciona así con la vivencia de la caridad: la comunión como fruto del
amor que hace de todos nosotros un solo corazón y una sola alma (cf. Hch 4,32) y se convierte en
el corazón de la Iglesia, como lo intuyó Santa Teresa de Lisieux: «Comprendí que la Iglesia tenía
un Corazón y que este Corazón ardía de amor. Entendí que sólo el amor movía a los miembros de
la Iglesia [...] entendí que el amor comprendía todas las vocaciones, que el Amor era todo»45.
Podemos decir que desde la espiritualidad de la comunión, considero al otro como parte de mí
mismo y que siguiendo la dinámica del amor, pasa a ser necesario para mí. No podemos realizar
la propia vocación si no es en comunión con los demás.
En Novo Millennio Ineunte también se presentan los llamados espacios de comunión, como
aquellos lugares espirituales donde se puede promover esta espiritualidad, que deben ser
cultivados en todo momento y en todos los niveles: entre obispos, presbíteros y diáconos; entre
pastores y todo el pueblo de Dios; entre el clero y religiosos; entre religiosos y laicos; entre
asociaciones y movimientos eclesiales. Sólo la Iglesia entera hace presente a Cristo en el mundo,
pues sólo ella completa es su Cuerpo Místico. Por ello, ningún grupo ni estamento eclesial
particular puede pretender realizar toda la obra de Cristo aislado de los demás; ninguna vocación
eclesial puede pretender monopolizar toda la riqueza de Cristo ni acaparar la realidad de la Iglesia.
Se deben promover y valorar organismos de participación, que aunque sean consultivos y
no deliberativos, tienen amplio significado e importancia. Así, se promueve una escucha recíproca
y eficaz entre todos, manteniéndose por un lado unidos a priori en todo lo que es esencial y, por
otro, buscando confluir normalmente hacia opciones ponderadas y compartidas incluso en lo
opinable:
Por tanto, así como la prudencia jurídica, poniendo reglas precisas para la participación, manifiesta
la estructura jerárquica de la Iglesia y evita tentaciones de arbitrariedad y pretensiones injustificadas,
la espiritualidad de la comunión da un alma a la estructura institucional, con una llamada a la
confianza y apertura que responde plenamente a la dignidad y responsabilidad de cada miembro del
Pueblo de Dios46.
Esta visión es importante, pues en un esquema de comunión, que reconoce las legítimas
diferencias entre diversos ámbitos y estados de vida, habrá inevitables situaciones de conflicto
ocasional. La forma de resolverlas nunca será silenciar al que discrepa o recurrir inmediatamente a
soluciones de autoridad, sino la vivencia de la caridad, que siempre es liberadora y desinteresada.
Esto sólo se puede lograr promoviendo en el seno mismo de la Iglesia una cultura de la mutua
estima, el respeto y la concordia, que reconoce las legítimas diversidades para abrir un diálogo
real entre todos los miembros del pueblo de Dios, tanto pastores como fieles. Siempre los lazos de
JUAN PABLO II, Carta apostólica Novo Millennio Ineunte, 43.
Cf. Ibídem, 42, donde se cita este texto de Santa Teresa de Lisieux.
46 Ibídem, 45.
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¡Venga tu Reino!
unión serán mayores a los motivos de división: como recomendaba San Agustín, haya unidad en lo
necesario, libertad en lo dudoso, caridad en todo47.
Finalmente, es importante a la luz de la espiritualidad de la comunión que todos los
bautizados tomen conciencia de la propia responsabilidad en la vida eclesial. Todas las vocaciones
son una riqueza para la Iglesia y deben ser acogidas porque están enraizadas en el Bautismo.
En conclusión, podemos afirmar que una comunidad es cristiana en la medida en que está en
comunión con Dios, con los hermanos –incluida la comunión jerárquica, en sus distintos aspectos y
grados– y con el mundo, hasta el amor al enemigo. Así hace presente y edifica el Reino de Dios. La
Iglesia es comunidad convocada por la Palabra; comunidad de fe, de vida y de amor; comunidad
litúrgica, sobre todo eucarística, y de oración; comunidad en diálogo; comunidad evangelizadora y
misionera hasta el extremo.
E. Algunos textos de apoyo para la fundamentación teológica de la comunión
1. Fundamento trinitario
El misterio de comunión de la Iglesia tiene su fuente en Dios mismo, que se revela como una
comunión interpersonal de amor y llama a la salvación a todos los hombres, desde el seno de la
Trinidad:
La comunión de los cristianos con Jesús tiene como modelo, fuente y meta la misma comunión
del Hijo con el Padre en el don del Espíritu Santo: los cristianos se unen al Padre al unirse al
Hijo en el vínculo amoroso del Espíritu [...] La comunión de los cristianos entre sí, nace de su
comunión con Cristo [...] esta comunión fraterna es el reflejo maravilloso y la misteriosa
participación en la vida íntima de amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.48
La comunión, pues, se da en dos dimensiones: la dimensión vertical, comunión con Dios, de la
cual brota aquella horizontal que es la comunión con los hombres. En su doble dimensión, el agente
de esta comunión es el Espíritu Santo y se manifiesta concretamente en la vida de la Iglesia, que es
como una prolongación visible y eficaz, esto es, como un sacramento, de la vida trinitaria. Desde
Pentecostés en adelante, la Iglesia está en Cristo y Cristo en la Iglesia, por virtud del Espíritu. Así,
Dios es todo en todos (1 Cor 15,28)49.
2. Fundamento cristológico
La Iglesia es comunión con Jesús. Tres textos escogidos del Catecismo:
Desde el comienzo, Jesús asoció a sus discípulos a su vida (cf. Mc. 1,16-20; 3, 13-19); les
reveló el Misterio del Reino (cf. Mt 13, 10-17); les dio parte en su misión, en su alegría (cf. Lc
10, 17-20) y en sus sufrimientos (cf. Lc 22, 28-30). Jesús habla de una comunión todavía más
íntima entre él y los que le sigan: permaneced en Mí, como yo en vosotros... Yo soy la vid y
Cf. Javier DEL RÍO, Eclesiología de Comunión y Nueva Evangelización, 9, y Gaudium et spes, 92.
Christifideles laici, 18.
49 Cf. Bruno FORTE, La Iglesia, icono de la Trinidad, Sígueme (Salamanca 1992), 30.
47
48
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¡Venga tu Reino!
vosotros los sarmientos (Jn 15, 4-5). Anuncia una comunión misteriosa y real entre su propio
cuerpo y el nuestro: Quien come mi carne y bebe mi sangre permanece en Mí y Yo en él (Jn 6,
56).50
Cuando fueron privados los discípulos de su presencia visible, Jesús no los dejó huérfanos (cf.
Jn 14, 18). Les prometió quedarse con ellos hasta el fin de los tiempos (cf. Mt 28, 20), les envió
su Espíritu (cf. Jn 20, 22; Hch 2, 33). Por eso, la comunión con Jesús se hizo en cierto modo
más intensa: Por la comunicación de su Espíritu a sus hermanos, reunidos de todos los
pueblos, Cristo los constituye místicamente en su cuerpo.51
La comparación de la Iglesia con el cuerpo arroja un rayo de luz sobre la relación íntima entre
la Iglesia y Cristo. No está solamente reunida en torno a El: siempre está unificada en El, en su
Cuerpo. Tres aspectos de la Iglesia-Cuerpo de Cristo se han de resaltar más específicamente:
la unidad de todos los miembros entre sí por su unión con Cristo; Cristo Cabeza del Cuerpo; la
Iglesia, Esposa de Cristo.52
3. Fundamento pneumatológico
El Espíritu Santo y la comunión:
Y para que nos renováramos incesantemente en El (cf. Ef 4,23), nos concedió participar de su
Espíritu, quien, siendo uno solo en la Cabeza y en los miembros, de tal modo vivifica todo el
cuerpo, lo une y lo mueve, que su oficio pudo ser comparado por los Santos Padres con la
función que ejerce el principio de vida o el alma en el cuerpo humano.53
La misión de Cristo y del Espíritu Santo se realiza en la Iglesia, Cuerpo de Cristo y Templo del
Espíritu Santo. Esta misión conjunta asocia desde ahora a los fieles de Cristo en su Comunión
con el Padre en el Espíritu Santo: El Espíritu Santo prepara a los hombres, los previene por su
gracia, para atraerlos hacia Cristo. Les manifiesta al Señor resucitado, les recuerda su palabra
y abre su mente para entender su Muerte y su Resurrección. Les hace presente el Misterio de
Cristo, sobre todo en la Eucaristía para reconciliarlos, para conducirlos a la Comunión con
Dios, para que den mucho fruto (Jn 15, 5. 8. 16).54
Así, la misión de la Iglesia no se añade a la de Cristo y del Espíritu Santo, sino que es su
sacramento: con todo su ser y en todos sus miembros ha sido enviada para anunciar y dar
testimonio, para actualizar y extender el Misterio de la Comunión de la Santísima Trinidad.
Todos nosotros que hemos recibido el mismo y único espíritu, a saber, el Espíritu Santo, nos
hemos fundido entre nosotros y con Dios ya que por mucho que nosotros seamos numerosos
separadamente y que Cristo haga que el Espíritu del Padre y suyo habite en cada uno de
nosotros, este Espíritu único e indivisible lleva por sí mismo a la unidad a aquellos que son
distintos entre sí... y hace que todos aparezcan como una sola cosa en él. Y de la misma
manera que el poder de la santa humanidad de Cristo hace que todos aquellos en los que ella
Catecismo de la Iglesia Católica, 787.
Ibídem, 788, Cf. Lumen Gentium, 7.
52 Ibídem, 789.
53 Lumen Gentium, 7.
54 Catecismo de la Iglesia Católica, 737.
50
51
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¡Venga tu Reino!
se encuentra formen un solo cuerpo, pienso que también de la misma manera el Espíritu de
Dios que habita en todos, único e indivisible, los lleva a todos a la unidad espiritual.55
4. Fundamento sacramental
Los creyentes que responden a la Palabra de Dios y se hacen miembros del Cuerpo de Cristo,
quedan estrechamente unidos a Cristo: La vida de Cristo se comunica a los creyentes, que se
unen a Cristo, muerto y glorificado, por medio de los sacramentos de una manera misteriosa
pero real. Esto es particularmente verdad en el caso del Bautismo por el cual nos unimos a la
muerte y a la Resurrección de Cristo (cf. Rm 6, 4-5; 1 Co 12, 13), y en el caso de la Eucaristía,
por la cual, compartimos realmente el Cuerpo del Señor, que nos eleva hasta la comunión con
él y entre nosotros.56
La Eucaristía es fuente y cima de toda la vida cristiana. Los demás sacramentos, como
también todos los ministerios eclesiales y las obras de apostolado, están unidos a la Eucaristía
y a ella se ordenan. La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la
Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua.57
[…] comprender bien que la res del Sacramento eucarístico incluye la unidad de los fieles en la
comunión eclesial. La Eucaristía se muestra así en las raíces de la Iglesia como misterio de
comunión. Ya en su Encíclica Ecclesia de Eucharistia, el siervo de Dios Juan Pablo II llamó la
atención sobre la relación entre Eucaristía y communio. Se refirió al memorial de Cristo como la
suprema manifestación sacramental de la comunión en la Iglesia […] la unicidad e
indivisibilidad del Cuerpo eucarístico del Señor implica la unicidad de su Cuerpo místico, que es
la Iglesia una e indivisible.58
Comunión significa que la barrera aparentemente insuperable de mi yo es salvada y puede ser
salvada porque Jesús ha sido el primero en querer abrirse todo él, nos ha acogido a todos
dentro de él y se ha dado totalmente a nosotros. Comunión significa, pues, fusión de las
existencias; como en la alimentación puede el cuerpo asimilar una sustancia extraña y así vivir,
también mi yo es asimilado al mismo Jesús, hecho semejante a él en un intercambio que
rompe cada vez más la línea de separación. Es lo que ocurre a los que comulgan; todos son
asimilados a este pan, haciéndose así mutuamente una sola cosa, un solo cuerpo. De este
modo la eucaristía edifica la Iglesia, abriendo los muros de la subjetividad y agrupándonos en
una profunda comunión existencial. Por ella tiene lugar la agrupación mediante la cual nos
reúne el Señor. Por tanto, la fórmula la Iglesia es el cuerpo de Cristo afirma que la eucaristía,
en la que el Señor nos da su cuerpo y hace de nosotros un solo cuerpo, es el lugar del
nacimiento ininterrumpido de la Iglesia, en la cual él la funda constantemente de nuevo; en la
eucaristía la Iglesia es ella misma del modo más intenso: en todos los lugares, y sin embargo
una sola, lo mismo que él es uno solo […] Los Padres compendiaron estos dos aspectos eucaristía y reunión- en la palabra communio, que hoy nuevamente está en alza: Iglesia y
comunión; ella es comunión de la palabra y del cuerpo de Cristo, y por tanto comunión
Ibídem, 738.
Ibídem, 790, Cf. Lumen Gentium, 7.
57 Ibídem, 1324, Cf. Lumen Gentium, 11.
58 BENEDICTO XVI, Exhortación apostólica Sacramentum caritatis, 15.
55
56
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¡Venga tu Reino!
recíproca entre los hombres, quienes, en virtud de esta comunión que los lleva desde arriba y
desde dentro a unirse, se convierten en un solo pueblo; es más, en un solo cuerpo.59
5. Fundamento eclesiológico
La Iglesia es una debido a su origen: El modelo y principio supremo de este misterio es la
unidad de un solo Dios Padre e Hijo en el Espíritu Santo, en la Trinidad de personas. La Iglesia
es una debido a su Fundador: Pues el mismo Hijo encarnado, Príncipe de la paz, por su cruz
reconcilió a todos los hombres con Dios... restituyendo la unidad de todos en un solo pueblo y
en un solo cuerpo. La Iglesia es una debido a su alma: El Espíritu Santo que habita en los
creyentes y llena y gobierna a toda la Iglesia, realiza esa admirable comunión de fieles y une a
todos en Cristo tan íntimamente que es el Principio de la unidad de la Iglesia. Por tanto,
pertenece a la esencia misma de la Iglesia ser una: ¡Qué sorprendente misterio! Hay un solo
Padre del universo, un solo Logos del universo y también un solo Espíritu Santo, idéntico en
todas partes; hay también una sola virgen hecha madre, y me gusta llamarla Iglesia.60
Desde el principio, esta Iglesia una se presenta, no obstante, con una gran diversidad que
procede a la vez de la variedad de los dones de Dios y de la multiplicidad de las personas que
los reciben. En la unidad del Pueblo de Dios se reúnen los diferentes pueblos y culturas. Entre
los miembros de la Iglesia existe una diversidad de dones, cargos, condiciones y modos de
vida; dentro de la comunión eclesial, existen legítimamente las Iglesias particulares con sus
propias tradiciones. La gran riqueza de esta diversidad no se opone a la unidad de la Iglesia.
No obstante, el pecado y el peso de sus consecuencias amenazan sin cesar el don de la
unidad. También el apóstol debe exhortar a guardar la unidad del Espíritu con el vínculo de la
paz (Ef 4, 3).61
Por su regeneración en Cristo, se da entre todos los fieles una verdadera igualdad en cuanto a
la dignidad y acción, en virtud de la cual todos, según su propia condición y oficio, cooperan a
la edificación del Cuerpo de Cristo.62
Las mismas diferencias que el Señor quiso poner entre los miembros de su Cuerpo sirven a su
unidad y a su misión. Porque hay en la Iglesia diversidad de ministerios, pero unidad de misión.
A los Apóstoles y sus sucesores les confirió Cristo la función de enseñar, santificar y gobernar
en su propio nombre y autoridad. Pero también los laicos, partícipes de la función sacerdotal,
profética y real de Cristo, cumplen en la Iglesia y en el mundo la parte que les corresponde en
la misión de todo el Pueblo de Dios. En fin, en esos dos grupos [jerarquía y laicos], hay fieles
que por la profesión de los consejos evangélicos... se consagran a Dios y contribuyen a la
misión salvífica de la Iglesia según la manera peculiar que les es propia.63
La comunión y la misión están profundamente unidas entre sí, se compenetran y se implican
mutuamente, hasta tal punto que la comunión representa a la vez la fuente y el fruto de la
misión: la comunión es misionera y la misión es para la comunión. Siempre es el único e
idéntico Espíritu el que convoca y une la Iglesia y el que la envía a predicar el Evangelio
«hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8). Por su parte, la Iglesia sabe que la comunión,
59
Joseph RATZINGER, La Iglesia, una comunidad siempre en camino, 1991, 2.3.
Catecismo de la Iglesia Católica, 813.
61 Ibídem, 814.
62 Ibídem, 872, Código de Derecho Canónico, c. 208; Cf. Lumen Gentium, 32.
63 Ibídem, 873, Código de Derecho Canónico, c. 207 §2.
60
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que le ha sido entregada como don, tiene una destinación universal. De esta manera la
Iglesia se siente deudora, respecto de la humanidad entera y de cada hombre, del don
recibido del Espíritu que derrama en los corazones de los creyentes la caridad de Jesucristo,
fuerza prodigiosa de cohesión interna y, a la vez, de expansión externa. La misión de la
Iglesia deriva de su misma naturaleza, tal como Cristo la ha querido: la de ser «signo e
instrumento (...) de unidad de todo el género humano»[LG 1]. Tal misión tiene como finalidad
dar a conocer a todos y llevarles a vivir la «nueva» comunión que en el Hijo de Dios hecho
hombre ha entrado en la historia del mundo. En tal sentido, el testimonio del evangelista
Juan define —y ahora de modo irrevocable— ese fin que llena de gozo, y al que se dirige la
entera misión de la Iglesia: «Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también
vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y
con su Hijo, Jesucristo» (1 Jn 1, 3).64
6. Conclusión
La comunión eclesial es, por tanto, un don; un gran don del Espíritu Santo, que los fieles
laicos están llamados a acoger con gratitud y, al mismo tiempo, a vivir con profundo sentido
de responsabilidad. El modo concreto de actuarlo es a través de la participación en la vida y
misión de la Iglesia, a cuyo servicio los fieles laicos contribuyen con sus diversas y complementarias funciones y carismas.65
PREGUNTAS DE ASIMILACIÓN PARA LA REFLEXIÓN EN EQUIPO
1. ¿Cómo entendía este concepto hasta antes de leer este subsidio y cómo lo entiendo
ahora? ¿En qué me ha enriquecido?
2. ¿Qué entiendo por “comunión”? ¿Qué entiendo por “eclesiología de la comunión”?
¿Qué entiendo por “espiritualidad de la comunión”?
3. ¿Cómo podemos crecer en la comunión para que no la reduzcamos a meras cosas
organizativas o jurídicas?
4. Novo millennio ineunte habla de “espacios de comunión”, ¿cuáles espacios
identificaría en la vida del Regnum Christi? ¿Cómo podríamos aprovecharlos mejor?
5. Respecto de la vida del Regnum Christi en la Iglesia, ¿cómo debemos vivir nuestra
inserción en la Iglesia local a la luz de la eclesiología de la comunión?
6. ¿Qué significa para mí que debe haber unidad en la diversidad? ¿Cómo se aplica
esto en la vida del Movimiento (ramas del Regnum Christi, secciones, obras de
apostolado, etc.)?
64
65
Ibídem, 32.
Christifideles laici, 20.
192
¡Venga tu Reino!
7. La exhortación apostólica Vita consecrata habla de la espiritualidad de comunión
como un modo de pensar, decir y obrar, ¿cómo podemos potenciarla en los
equipos, secciones, localidades y territorios?
8. Sabemos que la Iglesia no debe estar replegada sobre sí misma, sino ser misionera.
¿Nuestra sección es una comunidad en misión?
9. ¿La espiritualidad de comunión me motiva a invitar a otros al Movimiento?
10. Leer Novo millennio ineunte 43. Si tuviese que elegir una sola frase de este texto,
¿con cuál me quedaría?
LECTURAS RECOMENDADAS
Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 770-879.
CONCILIO ECUMÉNICO VATICANO II, Constitución dogmática Lumen Gentium, nn. 1-17, 30-38.
JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Christifideles laici, nn. 18-21.
JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Vita consecrata, nn. 46-51.
JUAN PABLO II, Carta apostólica Novo Millennio Ineunte, nn. 42-46.
Joseph RATZINGER, Conferencia sobre la eclesiología de la Lumen genitum pronunciada en el
Congreso internacional sobre la aplicación del Concilio Vaticano II, organizado para el Gran
Jubileo del año 2000.
Joseph RATZINGER, La Iglesia, una comunidad siempre en camino, 1991.
SÍNODO DE LOS OBISPOS DE 1985, Relación final, nn. C1, C2, C6.
CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Algunos aspectos de la Iglesia como comunión, 1992,
nn. 1-6, 15-16.
Octubre de 2014
P.R.C. A.G.D.
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