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El Código Da Vinci
The Da Vinci Code, Estados Unidos, 2006
Director
Ron Howard
Guión
Akiva Goldsman; basado en la novela de Dan Brown
Intérpretes
Tom Hanks (Robert Langdon)
Audrey Tautou (Sophie Neveu)
Ian McKellen (Sir Leigh Teabing)
Alfred Molina (obispo Aringarosa)
Jürgen Prochnow (Vernet)
Paul Bettany (Silas)
Jean Reno (Capitán Fache)
Etienne Chicot (Teniente Collet)
Jean-Yves Berteloot (Remy Jean)
Jean-Pierre Marielle (Jacques Saunière)
Marie-Françoise Audollent (Hermana Sandrine)
Seth Gabel (Michael).
Fotografía
Salvatore Totino
Música
Hans Zimmer
Duración
149 minutos
Una película anticristiana…
¿y anticatólica?
Reconozco que de la novela de Dan Brown sobre la que está basada esta
película apenas he leído unas cuantas páginas y ojeado otras tantas.
Cuando la tuve en mis manos por primera vez sentí una curiosidad tan
fuerte por su contenido como una gran pereza de leerla completa (máxime
cuando en otras ocasiones uno ha quedado escaldado de haber dedicado
preciosas horas a best-sellers de poca enjundia). Eso sí: desde entonces, he
dedicado quizá tanto tiempo a oír y leer sobre El Código Da Vinci como el
que hubiera necesitado para terminar la novela. Porque, sinceramente, me
interesa más el efecto Da Vinci que la obra en sí. De ahí que tampoco me
haya costado esfuerzo dedicar dos horas y media a ver la película.
Considerándola como un thriller comercial, la película no está mal. No
es mi intención analizar con detalle las razones cinematográficas que
avalan esta afirmación. Sí diré que la interpretación de Hanks y Tautou es
correcta (si bien los personajes que representan no dan mucho juego
cinematográfico); la fotografía es cuidada y no cae en excesivos
efectismos (pero sí en varios intolerables); la banda sonora de Zimmer es
magnífica. La trama resulta más atractiva de lo que uno pudiera imaginarse
conociendo las largas parrafadas pseudohistóricas de la novela; ofrece
suficientes sorpresas como para no aburrirse, y viene reforzada por una
estructura narrativa bastante sólida (excepto en la primera parte de la
película, que contiene algunas inconsistencias).
Pero si algo falla, además de los numerosos convencionalismos
hollywoodienses propios del género, son a mi juicio los contenidos y el
tema; a más de uno fascinará y resultará reveladora la idea de que el
principio femenino de la religión ha sido silenciado por “la Iglesia”.
Personalmente, el planteamiento de reescribir la historia de la humanidad
desde una posición tan seria como la que se percibe en El Código me
parece insoportablemente pretencioso. Otra cosa sería si se hiciera
mediante el humor, la parodia o el disparate explícitos; pero no es el caso.
En realidad El Código Da Vinci se sustenta sobre un disparate, pero en
la trama se trasluce demasiado que el autor (y el guionista del film)
quieren dar a entender que, o bien este disparate es cierto grosso modo, o
bien puede revelar algo importante; y esta aspiración grandilocuente
debilita el relato
La película me resultaría pretenciosa incluso en el caso de que Brown se
hubiera propuesto hacer pura ficción. Ron Howard afirma que es
simplemente una película y que no hay que tomarla demasiado en serio
(Religión Digital, 12.5.06), pero al parecer Brown se cree sus propias
fantasías, como demuestra en este comentario en la introducción a la
novela: «Todas las descripciones de obras de arte, arquitectura,
documentos y rituales secretos en esta novela son veraces». Algo
rigurosamente falso, como cualquier persona con conocimientos de
historia puede comprobar (pero ¡ojo!, también hay unas cuantas verdades
en la exposición de los hechos históricos). Por supuesto, Brown no
pretende ser el autor de todos esos relatos. En su web afirma: «El secreto
que revelo se ha susurrado durante siglos. No es mío» (según E-Cristians).
La idea de que la estirpe de Jesús y María Magdalena pervive hoy,
preservando las esencias de la auténtica espiritualidad, puede ser
imaginativa y sin duda resulta atractiva para millones de personas (si no,
no se explicaría el éxito de la novela y de la película). Creo que ese
atractivo se sustenta sobre la ignorancia generalizada sobre temas
histórico-religiosos (muy bien aprovechada por Brown, quien ha sabido
elegir bien qué figuras históricas aprovechar comercialmente; la prueba es
la secuela de novelas de temática similar que en los últimos años han
invadido el mercado). Semejante móvil temático me parece demasiado
endeble para sustentar sobre él una trama ágil. De modo que, a medida
que se va dando a conocer el “misterio” que pone en movimiento toda la
narración, más sosa me resulta ésta (pero considero que mantiene el interés
gracias a los hábiles giros en la identidad de algunos personajes, como
Leigh Teabing o su criado). Y los momentos más flojos son aquellos en los
que precisamente se desvelan las (absurdas) claves secretas de la historia;
afortunadamente, son mucho más sintéticos que en la novela, y además
cuentan con el atractivo de unas impresionantes recreaciones históricas del
Concilio de Nicea o el exterminio de los templarios.
Polémica
Desde que el libro cobró fama, grande ha sido la polémica suscitada por El
Código Da Vinci; con la película ésta ha crecido, como es habitual. Las
iglesias cristianas en general han denunciado la manipulación de la historia
de Jesús y de María Magdalena; la Iglesia Católica Romana (ICR) en
particular ha protestado por la fantasía con que se describen los
mecanismos de funcionamiento de esta entidad. El Opus Dei, en concreto,
ha puesto en marcha sus recursos mediáticos para aclarar que su realidad
nada tiene que ver con lo expuesto en la novela. Numerosos historiadores
y especialistas en arte han señalado los errores que con tanta alegría se
prodigan en la obra.
El Código Da Vinci, en principio, ofrece una visión “alternativa” de la
historia del cristianismo. En resumen (y por si algún lector todavía no se
ha molestado en leerla o verla), vendría a revelar que el Santo Grial (la
copa en la que Jesús supuestamente bebió vino en la última cena), sobre
cuya autenticidad, transmisión y sacralidad tanto se ha discutido a lo largo
de la historia, no consistiría en un cáliz-reliquia, sino en la sangre real que
Cristo transmitió a través de la descendencia de María Magdalena, que
estaba embarazada de Jesús cuando fue crucificado. Sus descendientes
fueron protegidos por una especie de cofradía secreta denominada Priorato
de Sión, a la que habrían pertenecido los caballeros templarios de la Edad
Media. Mientras tanto “la Iglesia” hizo todos los esfuerzos posibles por
borrar la huella de la “realidad” sobre Jesús y la Magdalena, para así
mantener su estructura de poder jerárquica, patriarcal y antiigualitaria.
Estos esfuerzos por destruir pruebas se concretarían en las Cruzadas
medievales, en la caza de brujas de la Edad Moderna, en los supuestos
asesinatos actuales de los miembros del Priorato, y en general en la
intolerancia y exclusivismo “cristianos”, opuestos al igualitarismo
liberador del principio femenino, representado por María Magdalena y las
diosas paganas primigenias (a la que de algún modo esta mujer judía se
asimilaría).
Desde un punto de vista histórico, estas ideas son por completo
disparatadas, al igual que muchas otras contenidas en la obra (las alusiones
a la formación del canon del Nuevo Testamento, la idealización del
paganismo antiguo, etc.; ver una excelente refutación histórica en “Jesús y
El Código Da Vinci”, por José de Segovia). Eso sí, ideas similares gozan
de gran predicamento últimamente. En realidad Dan Brown noveliza
planteamientos que llevan años (y hasta décadas, incluso siglos) siendo
publicadas. Y lo triste es que no sólo se encuentran entre ellos
divulgadores con más éxito y habilidad comercial que formación y espíritu
crítico, sino también sesudos teólogos encandilados por el gnosticismo
primitivo o eruditas defensoras del ecofeminismo.
La idea que ha quedado en el público en general es que tales
planteamientos se oponen a la fe cristiana, tal y como la mayoría de las
personas la hemos conocido, lo cual es cierto. Por tanto, se deduce, El
Código Da Vinci es una obra anticristiana y, especialmente, anticatólica.
También es cierto: la imagen que se ofrece del Vaticano y del Opus Dei
(prelatura personal del papa) es muy desfavorable (aunque no
necesariamente peor que la de sus enemigos –Teabing, en especial–).
Reacciones de la Iglesia Católica Romana
De ahí que se comprendan algunas reacciones de los dirigentes de la ICR.
Como es habitual en estos casos, el papa de Roma no ha hablado sobre
el tema, pero sí algunos jerarcas destacados, como el Predicador de la
Casa Pontificia, Raniero Cantalamessa, quien declaró: «Cristo sigue
siendo vendido, ya no a los jefes del Sanedrín por treinta denarios, sino a
editores y libreros por miles de millones de denarios. Nadie conseguirá
frenar esta ola especulativa, que registrará una crecida con la inminente
salida de cierta película» (Efe, 14.4.06). Un cardenal dominicano
calificó de “imbécil” a Dan Brown y de "borregos" a quienes acuden
a los cines a ver la película, añadiendo: «¿Con que derecho viene este
insignificante a burlarse de toda la humanidad cristiana?» (Periodista
Digital, 21.5.06)
Ha habido varios llamamientos oficiales al boicot: el Arzobispado de
Lima emitió una nota doctrinal recomendando, para dar un «claro ejemplo
de coherencia con la fe», no asistir a ver la película, porque de lo
contrario supondría una «voluntaria cooperación con el mal ya que, en
último término, se colabora al éxito económico de quienes han producido o
distribuido esta obra que ataca a la fe en la Iglesia Católica y a la vida de
Jesucristo de manera grosera» (ACI, 15.5.06). El arzobispo y número dos
de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Angelo Amato, llama al
boicot de la película por incluir ofensas "calumniosas" contra el
cristianismo que provocarían una revuelta mundial si estuviesen dirigidas
contra el Islam o el Holocausto judío (Libertad Digital, 29.4.06).
El cardenal Francis Arinze incluso anima a demandar a los
autores de la película: «A veces es nuestra labor hacer algo práctico.
Por eso no seré yo quien diga a los cristianos qué hacer pero conozco
algunas acciones legales que pueden utilizarse para conseguir que una
persona respete los derechos de otras» (Religión Digital, 7.5.06). El
Arzobispo de Lima, Cardenal Juan Luis Cipriani, señaló que la película
y el libro «son una blasfemia y una burla contra Dios. Los cristianos si
bien perdonamos, no debemos ser indiferentes, ni quedarnos dormidos
ante este insulto al Todopoderoso» (Religión Digital, 10.5.06)
Mientras la Conferencia de Obispos Católicos de los Estados Unidos abre
una web dedicada a responder a la obra de Brown, una monja inglesa
permanece durante 12 horas de rodillas pidiendo la intervención divina
para conseguir la interrupción del rodaje de la película (El Periódico,
18.8.05). El responsable de la oficina de comunicaciones del Opus Dei en
Argentina señala que el estreno de la película «forma parte de la campaña
mundial montada contra la Iglesia Católica, con el evidente propósito
de desprestigiarla por ser la única institución a nivel mundial que sostiene
firmemente las banderas de la defensa de la vida y de la familia»
(ACI, 10.5.06). Un comunicado de la Oficina de Información del Opus Dei
sentencia: «No conviene perder de vista la realidad de la situación: esta
película es ofensiva para los cristianos, Howard representa al agresor, y
los católicos son víctima de una ofensa» (Zenit, 15.5.06)
¿Anticatólica?
Desde luego, el contenido de El Código Da Vinci es explícitamente
contrario al cristianismo histórico. Dan Brown entiende que el
cristianismo es un fraude gestado sobre todo a partir de Constantino, una
ideología maquinada por “la Iglesia” para perpetuarse como organización
de poder. Pero, ¿es tan anticatólico como dicen? En realidad su tesis
contiene no pocos apoyos al catolicismo romano, de lo cual ignoramos si
el escritor es consciente. (Un dato a tener en cuenta es que en su novela
previa Ángeles y demonios la Iglesia Católica sale claramente favorecida).
En primer lugar, El Código en todo momento identifica el cristianismo
con el catolicismo. Para Brown las señas de identidad del cristianismo son
la organización jerárquica y patriarcal de “la Iglesia”, que es concebida no
sólo como institución, sino sobre todo como estructura de poder. Ignora
por completo la realidad de las manifestaciones más genuinas del
auténtico cristianismo a lo largo de la historia: la iglesia apostólica,
numerosas “herejías” medievales perseguidas por la ICR (valdenses,
lolardos de Wicliff, husitas, etc.), los movimientos más puristas de la
Reforma Protestante (el primer Lutero, los anabaptistas, la “reforma
radical”…). Todos ellos, con sus muchos fallos, son tan radicalmente
opuestos a los disparates que pudiera idear (o plagiar) Dan Brown, como
contrarios a la iglesia papal y a sus errores (entre ellos los que más
denuncia El Código: institucionalismo jerárquico, autoritarismo,
patriarcalismo, aversión a la sexualidad…).
Según Brown, el mensaje auténtico del movimiento puesto en marcha por
María Magdalena y Jesús (quien, a fin de cuentas, no sería más que un
mortal, si bien con una misión extraordinaria) se transmite mediante un
linaje que garantizaría la verdadera revolución espiritual y moral de la
humanidad. “La Iglesia” habría suplantado la centralidad de la Magdalena
poniendo en su lugar la de Pedro. De este modo, El Código da por hecho
que el cristianismo histórico asume el primado de Pedro y la “sucesión
apostólica” sustentada por sus supuestos sucesores; es decir, da, quizá sin
pretenderlo, un espaldarazo al papado como institución “cristiana” por
excelencia, ignorando que no sólo no hay fundamento para esta idea en el
Nuevo Testamento y en la historia, sino que millones de cristianos no la
aceptan e incluso la combaten (ver ¿Quién es el Santo Padre?).
Uno de los ejes de la película es la búsqueda del lugar donde se localiza el
sepulcro de María Magdalena, un espacio que supuestamente
proporciona beneficios espirituales y liberación. A más de uno le chocaría
la imagen de Robert Langdon postrado sobre este espacio sagrado,
finalmente encontrado como por una revelación. Pero no hay que irse
muy lejos en la catolicidad para poder encontrar escenas muy
similares. Como bien expone George Duby en Damas del siglo XII, desde
el siglo X se aprecia en Occidente una creciente veneración a esta “santa”.
Un sermón atribuido a Eudes, abad de Cluny, a principios de ese siglo,
elabora toda una semblanza de María Magdalena construida según la
ideología de la reforma cluniaciense, en la que, entre otras cosas, se dice
que María llora de deseo de aquel hombre «al que, en vida, ella amaba con
demasiado amor». En el siglo XI se corre el rumor de que los restos de la
Magdalena están en Francia. El abad de Cluny Geoffroi “encuentra” en
uno de los sarcófagos de la abadía un epitafio que indica que allí se
encuentra la “santa”. En 1049 el papa León IX consagra las iglesias de la
Magdalena en Verdún y en Besançon; en 1057 mediante una bula
confirma de modo solemne que sus restos reposan en Vézelay. En
1108, en el privilegio concedido por el papa Pascual II a este monasterio,
los antiguos patronos de la iglesia (Jesucristo, María, Pedro y Pablo)
quedan olvidados y sólo figura la Magdalena como titular. Para explicar
cómo el cuerpo de esta mujer judía del siglo I ha llegado hasta Francia
se elaboran varias leyendas dignas del mejor (o del peor) Dan Brown.
Una de ellas narra su llegada a Marsella en compañía de Maximino (quien,
a pesar de su nombre latino, habría sido uno de los 72 discípulos judíos
enviados por Jesús), tras lo cual ambos se dedicaron a evangelizar en el
país de Aix. Una vez muerta María, Maximino le hizo hermosos funerales
e introdujo su cuerpo en un sarcófago de mármol. Desde entonces
proliferan en la catolicidad infinidad de santuarios dedicados a esta
mujer.
Estas leyendas sobre la Magdalena son una pequeña muestra de la
fantasía con que la iglesia que brama contra Dan Brown ha
“completado” la revelación bíblica durante siglos. Y sigue haciéndolo.
A pesar de las depuraciones del Concilio Vaticano II, las enseñanzas
oficiales de la ICR sobre vidas de santos y apariciones de reliquias revelan
una imaginación similar a la de las elucubraciones de El Código Da Vinci.
Lo más grave es que la mayor parte de estos relatos no sólo sobrepasa la
información ofrecida en la Biblia, sino que normalmente la contradice de
manera flagrante. Algo similar a lo que la novela y la película hacen con la
Magdalena es lo que ha hecho la ICR con María, la madre de Jesús.
En realidad el catolicismo no se ha desembarazado del “principio
femenino” de la religión, como denuncia Brown, sino que lo ha
sublimado en el mito de María, toda una construcción teológica con
algunas pinceladas bíblicas y toneladas de paganismo. El Código
“denuncia” la falsedad de los Evangelios y propone un relato alternativo
(basado en documentos gnósticos muy posteriores a los escritos del Nuevo
Testamento). El engaño papal es más sutil: afirmando la inspiración de la
Biblia, sus enseñanzas oficiales sobre María contienen numerosos
elementos tomados de “evangelios” y documentos apócrifos y de
tradiciones paganas (que se pretenden justificar como legado de “la
Tradición”), y que contradicen la letra y el espíritu del Nuevo Testamento
que esta iglesia (como todas las demás, pues no hay discrepancias entre
ellas sobre la composición del canon neotestamentario) admite como
Palabra de Dios.
La ICR enseña que María nació de Joaquín y Ana por concepción
milagrosa y sin pecado original, que Dios la ha nombrado y hecho Reina
de los Ángeles, que fue asumida en el Cielo, que media por los hombres
ante Dios. Enseñanzas todas ellas directamente opuestas a la Biblia (ver El
culto a la Virgen María, por Samuel Vila). Son infinitamente más
numerosos los santuarios marianos que los dedicados a Cristo (y muchos
de éstos están consagrados, en realidad, a reliquias como la “Santa Cruz”,
la corona de espinas o incluso el “santo pañal”).
El sepulcro de la Magdalena (que, mira por dónde, según El Código
resulta que está en París) no es en la película más que un trasunto del
“Santo Sepulcro” de Cristo en Jerusalén. Su veneración es efectivamente
“alternativa” al catolicismo por cuanto pretende desplazar la centralidad
del lugar donde se cree que Jesús fue enterrado; pero es profundamente
católica en su concepción idolátrica. Por ello es también contraria al
espíritu primigenio del cristianismo, una religión auténticamente
desacralizadora (ver “Tierra Santa”).
La idea de que el Santo Grial es una persona puede resultar ridícula. Pero,
¿y la idea de que el cáliz en que Jesús bebió se conserva todavía y
proporciona beneficios espirituales? La catedral de Valencia (España)
exhibe como auténtico el “Santo Cáliz” de Jesús (hay muchos otros en la
cristiandad, como ocurre con toda reliquia, pero éste goza de especial
credibilidad oficial; ver el artículo El Santo Grial, ¿realidad o ficción? en
la web vaticana Zenit).
El Priorato de Sión presenta no pocos paralelismos con algunas
congregaciones católicas: conservación de una “reliquia” (viva, en este
caso), carácter iniciático, voluntad de servicio a una causa espiritual, culto
centrado en un santuario… No en vano Brown considera que los
Caballeros Templarios pertenecieron a este priorato. Y esta orden militar, a
pesar de haber sido disuelta por el papa Clemente V en 1312, fue
completamente católica. Pese a cómo la jerarquía católica pretenda
distanciarse de la masonería, no hay que despreciar el hecho de que uno de
los referentes de las sociedades secretas sea la Orden del Temple (ver La
masonería, ¿una amenaza para la democracia?). Es decir: los ritualismos
masónicos y esotéricos tienen numerosos precedentes en la errática
historia de la Iglesia Católica oficial. Es cierto que los rituales
magdalenianos que se sugieren en la película son realmente escabrosos y
aberrantes; pero la teoría histórico-religiosa de Brown comparte con el
catolicismo la importancia de lo ritual-sacramental en la espiritualidad
(insisto: en planos diferentes de la praxis).
Es comprensible que la Iglesia Católica Romana, y en especial el Opus
Dei, protesten por la imagen que de ellos se ofrece en El Código. A nadie
le gustaría que una organización a la que uno pertenece fuera retratada de
forma tan grosera y caricaturesca en una obra de tanto éxito. El impacto de
la ficción sobre el público, sobre todo cuando se presenta de manera
atractiva, suele ser grande. En este sentido se puede decir que la novela
juega sucio. Por eso hace bien la ICR en denunciar los errores y
distorsiones de El Código Da Vinci, informando sobre la realidad de su
institución, tal como ellos la entienden.
Ahora bien, los dirigentes de la ICR deben comprender que las figura
de Jesús y de María Magdalena no son patrimonio suyo (idea que El
Código Da Vinci contribuye a asentar). Todos los cristianos coinciden en
aceptar que la imagen de Jesús ajustada a la realidad histórica es la de los
Evangelios canónicos, y que las desviaciones disparatadas con respecto a
la misma son blasfemas. Pero si ha habido una iglesia que ha añadido
elementos blasfemos a la historia de Jesús ha sido precisamente la Iglesia
Católica. Muchos cristianos encuentran ofensiva y dolorosa la manera en
que se adora (“venera”, dice la doctrina oficial) a imágenes de vírgenes y
santos, contraviniendo el explícito mandamiento bíblico (ver Una religión
sin imágenes); se escandalizan ante el papel protagonista que se otorga a
María en detrimento de Cristo; no consiguen comprender el culto a una
multiplicidad de vírgenes que, siendo supuestamente la misma,
manifiestan un carácter localista, y hasta competitivo entre ellas, tan
marcado (ver Diosas locales). Pero consideran que son creencias muy
arraigadas en el alma de los católicos y, según el principio de libertad
religiosa y de respeto mutuo (que no “tolerancia”), aceptan que esta iglesia
exprese de forma privada y pública su fe.
Según estos mismos principios, la ICR y las demás iglesias no pueden
apropiarse de la figura de Jesús. Pueden (y deben) darlo a conocer tal
como la Biblia lo presenta, indicando que las fantasías esotéricas sobre
los orígenes del cristianismo no están avaladas ni por la Biblia ni por el
rigor histórico. Pero hay que respetar que Brown y sus seguidores crean e
incluso divulguen su interpretación de la historia.
¿A quién beneficia la polémica?
Parecería que la polémica Da Vinci (¡qué triste que el nombre del genio
del Renacimiento haya quedado ligado a este fenómeno mediático!) ha
contribuido a debilitar a la Iglesia Católica y al Opus Dei. Pero sus propios
representantes no lo interpretan así. Marc Carroggio, responsable de la
relación del Opus Dei con los medios internacionales, reconoce que el
libro y la actual expectativa «están resultando una especie de publicidad
indirecta para nosotros». «Ya hemos hecho bastante limonada con el
libro y esperamos aumentar la producción con la película, Dios mediante.
Intentaremos realizar un esfuerzo informativo, ofreciendo plena apertura y
disponibilidad: puertas abiertas. Nos gustaría dar, a quienes lo deseen, la
oportunidad de conocer el Opus Dei de primera mano. Algo que no han
querido hacer ni el autor de la novela ni el director de la película» (Zenit,
12.1.06).
El Opus Dei va a aprovechar el impacto de la película para lanzar en
EEUU el proyecto Harambee 2006, de ayuda a Africa. Así, han instado
a «las personas que se sientan dolidas por la falta de respeto de El Código
Da Vinci» a que «manifiesten su disconformidad dando a conocer alguna
iniciativa de educación o de cooperación promovida por los católicos en
África o contribuyendo a su sostenimiento con una pequeña aportación»
(El Mundo, 26.2.06).
Diversos numerarios (los solteros y residentes en centros del Opus Dei) y
supernumerarios (los casados y residentes en su propia casa) coincidieron
en señalar que se sentían más cómodos que antes a la hora de hablar
sobre su pertenencia a la organización. «El vicario del Opus Dei en
Estados Unidos, Thomas Bohlin, opina que El Código Da Vinci
culminó, de forma accidental, un proceso que se gestaba desde hacía
tiempo. Ese proceso partió con el Estatuto Jurídico de la Prelatura (1982),
la reforma del Derecho Canónico (1983) que facilitó el encaje de la Obra
en el entramado institucional católico, y se consolidó con la beatificación
(1992) y canonización (2002) de Escrivá» (El País, 6.3.06).
El obispo católico de Brooklyn, Ignatius Catanello, declaró que «en medio
de este ataque contra Cristo y la Iglesia, se nos abre una gran
oportunidad». «Vamos a defender el honor de Dios», afirmó (Religión
Digital, 11.5.06). Según el cardenal del Opus Julián Herranz «la
película va a dar lugar a muchas conversiones. Al diablo le va a salir el
tiro por la culata, saldrá derrotado» (El Periódico, 22.5.06).
Hasta ahora, Camino, la obra clave del fundador del Opus Dei Escrivá
de Balaguer, apenas vendía mil ejemplares al año en Estados Unidos. Pero
ahora Random House, paradójicamente (¿?) la misma editorial que lanzó
El Código Da Vinci, prevé una multiplicación de las ventas de esta obra.
También editan ellos el libro Opus Dei, escrito por el periodista católico
John Allen y muy favorable a esta organización, que ya es éxito de ventas
como consecuencia del efecto Da Vinci. La editorial prevé asimismo
publicar en octubre un libro de Scott Hahn, un pastor presbiteriano que se
convirtió al catolicismo y ahora es miembro del Opus Dei (El Mundo,
26.2.06).
Por tanto, es evidente que la jerarquía de la ICR parece encantada con
el efecto Da Vinci. Esta institución, cuyo poder e influencia social a
menudo se minusvaloran (lo cual todavía la hace más poderosa), tiene la
habilidad de obtener provecho de situaciones supuestamente adversas. La
ignorancia de muchos de sus opositores determina que algunas campañas
aparentemente anticatólicas se conviertan en realidad en auténticos
homenajes a la institución: los homosexuales, no creyentes incluidos, que
exigen al papa que reconozca su condición (como esperando una bendición
sacerdotal a sus tendencias); los promotores de campañas de “apostasía”
de la ICR (que reconocen implícitamente la autoridad cristiana de esta
iglesia); los que critican una y otra vez a “la Iglesia” (ignorando que por
ser la más numerosa, no es ni la única iglesia ni la más fiel al mensaje de
Jesús), etcétera.
Ecumenismo
El mensaje explícitamente anticristiano de El Código Da Vinci ha
motivado la reacción, no sólo de la ICR, sino de casi todas las iglesias
cristianas, e incluso de representantes de otras religiones. De este modo,
otro efecto inesperado de la polémica es el acercamiento entre estas
organizaciones. Al igual que la película católica La Pasión de Cristo de
Mel Gibson unió a muchas iglesias en una campaña de promoción, El
Código las ha unido en una ofensiva conjunta.
El arzobispo Angelo Amato, secretario de la Congregación para la
Doctrina de la Fe (ex Santo Oficio de la Inquisición), declara que Roma
quiere aprovechar también este «extraño éxito de una novela
pertinazmente anticristiana» para trabajar junto a otros creyentes: con
ortodoxos y protestantes, «porque la película ofende a todos los
cristianos»; con judíos y musulmanes, «porque es una nueva manifestación
de intolerancia contra quienes tienen una visión religiosa del mundo»; y
con intelectuales no creyentes, «que se sienten ofendidos por los errores
históricos, artísticos, etcétera, realizados para ganar dinero» (Religión
Digital, 7.5.06). (Por cierto, olvida el arzobispo que la obra en realidad
ofrece una visión religiosa del mundo, si bien una visión pagana). Añade
Amato que «las Iglesias y las comunidades cristianas deberían
hablar más fuerte, gritar la verdad desde los tejados, como dice el
Evangelio, para frenar la mentira, que lamentablemente emplea todas las
armas de la persuasión mediática para lograr este consenso de masa»
(Religión Digital, 18.5.06). Y así ha ocurrido: las iglesias protestantes han
coincidido con la católica en rechazar la manipulación de la imagen de
Jesús; pero han pasado por alto el hecho de que la doctrina oficial de la
ICR presenta distorsiones similares sobre importantísimos personajes
bíblicos, como hemos demostrado.
En España Goya Producciones (vinculada a la Iglesia Católica) ha
publicado un documental, El lado oscuro del Código da Vinci, con
testimonios de autores procedentes del judaísmo, el protestantismo, y las
iglesias ortodoxa y católica (Veritas, 18.5.06). Entre ellos se encuentran el
historiador César Vidal y la periodista Cristina López Schlichting,
destacados miembros de la Brigada Antiprogre. El pensador francés
Bernard-Henri Lévy publica un artículo en el Corriere della Sera
(24.5.06) con el significativo título de “Judío y agnóstico, pero respecto
al Código, estoy con la Iglesia”. No dice “con los cristianos” en cuanto a
presuntos ofendidos, sino con “la Iglesia” (que identifica, por supuesto,
con la ICR).
En la India unas 300 organizaciones cristianas y musulmanas han
protestado contra la difusión de la película, lo cual indujo al Ministerio de
Información y Difusión a posponer su estreno para poder añadir una
advertencia en la que se indica que la película es pura ficción (ACI,
21.5.06). El Opus Dei ya había tratado de negociar con Sony Pictures, sin
éxito, la inclusión de esa advertencia en todas las copias de la película.
De este modo, la ICR cataliza una vez más los procesos de convergencia
interreligiosa, para mayor gloria del papado (ver Ecumenismo y
autoridad).
“Raíces cristianas” y efecto viñetas de Mahoma
La polémica todavía ofrece más frutos. Santiago Guijarro, profesor de
Teología en la Universidad Pontificia de Salamanca, escribe en ABC
(13.5.06): «La redefinición de los orígenes del cristianismo propuesta por
Dan Brown en su novela tiene el efecto de borrar uno de los elementos que
configuran la identidad colectiva de las sociedades occidentales. Si el
cristianismo fue una invención, entonces podemos prescindir de él a la
hora de construir nuestra identidad como sociedad emancipada de toda
tutela. En este sentido, la recepción de El Código da Vinci es un
fenómeno social paralelo al debate suscitado en torno a la mención de
las raíces cristianas de Europa en la Constitución Europea. El
Occidente postcristiano quiere borrar de su memoria compartida sus
orígenes cristianos y la mejor manera de hacerlo consiste en
estigmatizarlos». En la misma línea sepronuncia Fernando Sebastián,
arzobispo de Pamplona: «El europeo que quiera liberarse de sus orígenes
cristianos, se verá aliviado por este género de literatura que busca
desprestigiar los fundamentos históricos y la validez religiosa y humana de
la tradición cristiana» (Religión Digital, 20.5.06).
Una vez más el victimismo tiene su rentabilidad: atacan al cristianismo,
luego atacan a la Iglesia Católica (que representaría el mensaje genuino de
Jesús), y niegan las “raíces cristianas” de nuestra cultura (ver Las “raíces
cristianas” de Europa: una exigencia confesional).
No podía falta otra rentabilización: la del efecto de la polémica sobre las
viñetas de Mahoma, que provocaron una oleada de violencia de
extremistas islámicos a finales del año pasado. En el comunicado de la
Oficina de Información del Opus Dei, se afirma: «Quienes han participado
en el proyecto de la película no tienen motivos para preocuparse. Los
cristianos no reaccionarán con odio ni violencia, sino con respeto y
caridad, sin insultos ni amenazas» (Zenit, 15.5.06). Bernard-Henri Lévy,
en el artículo citado anteriormente, insiste en comparar la reacción
de los cristianos con la provocada por «ciertas “caricaturas” que hace
poco tiempo tuvieron una resonancia diez veces menor que el Código Da
Vinci» y «provocaron una reacción tan exagerada como la que conocemos.
Lo que no significa, por otro lado, la obligación de callar».
Las reacciones pacíficas ante las ofensas honran a todos los cristianos,
católicos incluidos. Pero a veces se explota excesivamente la idea de que
atacar al cristianismo “sale gratis”, a diferencia de lo que ocurre con el
islam (ver ‘Me c… en Dios’: una buena excusa). Algunos católicos de a
pie, a raíz del caso Da Vinci, ya han sugerido respuestas contundentes. Por
ejemplo, Juan Ramón Rallo: «Esta necesaria separación entre la fe y la
violencia no significa que la Iglesia debe quedar anestesiada ante cualquier
fenómeno político o social. Como institución privada, la Iglesia tiene pleno
derecho a combatir y denunciar todas aquellas manifestaciones que
considere incorrectas u ofensivas para la sociedad o para el pueblo de
Dios. De hecho somos muchos los que creemos en la necesidad de que
la Iglesia se vuelva más beligerante con los poderes políticos. Los
católicos deben enfrentarse contra un Estado que sólo pretende absorberlos
y reducirlos a su más mínima expresión, contra un Estado cuyo objetivo
último siempre ha sido matar a Dios y ocupar su lugar» (en Libertad
Digital-Iglesia, 4.5.06).
Conclusiones
Tomada como pura ficción, El Código Da Vinci es una eficaz película de
entretenimiento y poco más. Quizá también, como afirma el actor Tom
Hanks, la película podría estimular el debate «sobre lo que es importante y
lo que no en los temas que trata el libro» (El Plural, 16.5.06).
Los efectos de una película sobre la población son siempre muy variados
(y hasta contradictorios), normalmente imprevisibles y en general
imposibles de medir sociológicamente. Hay testimonios de lectores de la
novela que manifiestan haber visto sacudidos los cimientos de su fe
cristiana por leerla, lo cual quizá revela lo débilmente asentados que
estaban esos cimientos (esto es comprensible en una sociedad en la que la
mayor parte de la gente o ignora por completo los asuntos fundamentales
relacionados con la religión, o los conoce a través de fórmulas
convencionales y vacías o de la literatura pseudohistórica como la que
nutre la novela de Brown). Pero es evidente que «quien se toma en serio
la fe no la ve amenazada por un filme», como dice Hanks con agudeza.
El mensaje es abiertamente anticristiano, no sólo por el cuestionamiento de
verdades fundamentales del cristianismo, sino también por su
subjetivismo nuevaerista. En el encuentro final entre el investigador
Robert Langdon y Sophie Neveu, supuesta descendiente de Jesús y de la
Magdalena, ella intenta andar sobre las aguas sin éxito, y dice, con ironía:
“Probaré con el vino” (en alusión al milagro de Jesús de transformar agua
en vino). Y aunque la película expone el linaje magdaleniano de Sophie
como algo cierto, ambos personajes son conscientes de que, sin nada que
pueda probarlo, la aceptación de este mensaje sólo puede deberse a un acto
de fe subjetivo. Langdon le insta a promover el bien; a fin de cuentas eso
es lo que Jesús hizo. Y le dice: “Cada uno es lo que defiende”, consigna
característicamente nuevaerista (ver La Nueva Era: una típica religión
posmoderna).
Finalmente, la trama principal de la novela (los crímenes del Vaticano para
silenciar un secreto transmitido a lo largo de los siglos) es absurda e
inverosímil, además de poco novedosa (se inscribiría en la línea de las
producciones sobre supuestas apariciones del cadáver de Jesús, o los
“estudios” sobre “revelaciones” de documentos antiguos, como los
Manuscritos del Mar Muerto, que lograrían acabar con “la Iglesia”).
Parece pasar por alto el hecho de que, en materia religiosa, las
“demostraciones” de errores y manipulaciones, aun pudiendo dañar la
imagen de una institución, difícilmente pueden llegar a socavar sus
cimientos (sobre todo cuando tal institución es poderosísima, como es el
caso). Quien conozca los mecanismos de funcionamiento político, social e
institucional del papado, sabe que éste es inmune a cualquier eventual
“revelación” de esta naturaleza (“revelación” normalmente difícil de
demostrar de manera universal e incuestionable, como aceptan los propios
personajes de la película). Por eso, resulta un tanto absurdo creer que el
papado podría asesinar en secreto a ciertas personas movido por ese miedo
a “la verdad”. Ahora bien, es cierto que su poder se asienta en gran
medida sobre mecanismos político-conspiratorios que incluyen todo tipo
de maniobras (ver Reagan, Wojtyla y la “Santa Alianza”, El eje
Washington-Vaticano y Dossier Ratzinger). Y también es cierto que ha
sido a lo largo de la historia, y siempre que las circunstancias se lo han
permitido, un poder perseguidor.
© Guillermo Sánchez Vicente (15 de junio de 2006)
© LaExcepción.com
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