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Transcript
Ut
Ut unum
unum sint!
sint!
Evangelización (II)
“Me parecía tener un gran tesoro; deseaba compartirlo con todos” (Santa Teresa de Jesús)
Mensaje del Padre Giovanni Salerno, msp
Queridos amigos,
Laudetur Iesus Christus.
En este artículo quiero
continuar reflexionando sobre
la necesidad de entender bien
nuestro carisma, de cara a la
evangelización, para no correr
el peligro de transformar el
Opus Christi Salvatoris Mundi
en una Organización No
Gubernamental (ONG). Hemos
nacido para evangelizar, para
llevar la Buena Nueva a los
pobres, especialmente a aquellos que viven en las regiones más
alejadas no asistidos (o asistidos parcialmente) desde el punto
de vista de la evangelización.
Mi experiencia misionera me ha convencido de que el
misionero evangeliza de verdad si trabaja en tres planes
complementarios entre ellos.
En primer lugar, el misionero se preocupa de su conversión
personal, que debe ser una ocupación diaria, porque sólo
estando cerca del Corazón de Jesús, sediento de almas, se
puede experimentar lo que San Pablo nos ha expresado en la
carta a los Corintios: “¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!”
(1Cor 9,16).
En segundo lugar, el misionero tiene la obligación de
alimentar, en el corazón de los demás, especialmente de los
bautizados, la fantástica creatividad del Espíritu, para utilizar
todos los medios a su alcance para llevar a los pobres el Pan de
la Palabra de Dios, el Pan de la Eucaristía y el pan material. Los
encuentros y retiros que organizamos en diferentes países del
mundo tienen exclusivamente esta finalidad. Viviendo con los
pobres he descubierto que en el campo del apostolado hay un
gran pecado, que difícilmente se confiesa: el pecado de omisión
del bien que podríamos hacer y no hacemos. Si los Hermanos
y las Hermanas, los Sacerdotes y las Familias misioneras que
ustedes ven comprometidos en nuestro Movimiento no hubieran
dicho su “Sí” al Señor, ¿cuál hubiera sido el futuro de nuestros
niños y de los pobres que asistimos y evangelizamos? “Tenemos
el deber de estar atentos y vigilantes, venciendo la tentación
de la indiferencia. […] Tenemos que aprender a estar con los
pobres. No nos llenemos la boca con hermosas palabras sobre
los pobres. Acerquémonos a ellos, mirémosles en los ojos,
escuchémosles. Los pobres son para nosotros una ocasión
concreta de encontrar al mismo Cristo, de tocar su carne que
sufre” (Papa Francisco. Mensaje para la 29ª Jornada Mundial de
la Juventud, 2014). Por ejemplo, en las cárceles para menores
hemos llevado la luz del Evangelio: ahora estos jóvenes se
abren a la vida con sensibilidad religiosa, y se preparan a la
Confesión y a la Primera Comunión. Se sienten personas dignas
de respeto y de estima, por considerarse con todo derecho
miembros de la familia de Dios, gracias al Bautismo por el cual
Dios es su Padre, y Cristo su hermano mayor.
En tercer lugar, como prolongación de los dos primeros
puntos, el misionero desarrolla la obra de evangelización
propiamente dicha. Preocupándose de proclamar el Evangelio,
el misionero descubre que verdaderamente el Evangelio tiene
todas las soluciones: ¡no sólo a las situaciones de pecado y a
las enfermedades espirituales, sino también a las enfermedades
N. 02/2015
del cuerpo, al hambre, a la muerte y a todos los problemas!
Solamente en territorio de Misión he comprendido a fondo estas
palabras de Cristo: “¡Vayan por todo el mundo y proclamen la
Buena Nueva a toda criatura!” (Mc 16,15). ¡Son las palabras más
bellas y más preciosas salidas de sus labios! Por este motivo, no
me canso de trabajar para dar a los pobres numerosos y santos
sacerdotes misioneros, numerosos y santos misioneros.
Nuestra evangelización, desarrollada entonces en estos tres
planos, debe tener las características de ser una evangelización
humilde, silenciosa y, necesariamente, marcada por la Cruz.
Sin humildad nos anunciamos a nosotros mismos, por cuanto
hagamos catequesis bien preparadas, homilías ricas de citas
bíblicas y patrísticas, o razonamientos teológicos refinados. Si
no hay la humildad que nos vuelve permeables a Dios y a su
Palabra, lo que vamos a trasmitir seremos nosotros mismos,
es decir una humanidad limitada y caduca que, en sí misma,
tiene fuerza para satisfacer intelectual y sentimentalmente por
un momento, pero no para salvar. De esta forma, sin humildad,
traicionaríamos a Dios, a la Iglesia, a los pobres y a nosotros
mismos.
Particularmente en el cuarto cántico del Siervo de Yahvé
-donde profetiza la humildad y el silencio con que realiza su
misión redentora ofreciéndose en holocausto como manso
cordero-, aprendemos que nuestro modo de realizar la misión
de servicio debe consistir en una evangelización humilde y
silenciosa. Al igual que Cristo, el preanunciado Siervo de Yahvé,
ha cumplido su misión de este modo, ofreciéndose a Dios Padre
por su propia Esposa, la Iglesia, así nosotros debemos ser, ante
todo, Siervos de Dios y Siervos de la Iglesia, para poder cumplir
fielmente nuestra misión como Siervos de los más pobres.
Sabemos que Dios hizo y hace sus mejores cosas en
silencio: la creación del mundo; la encarnación de su Hijo
en el seno de una mujer como nuestras madres; el callado,
humilde y respetuoso camino que Él hace en el corazón de
cada hombre en el proceso de conversión, aunque éste muchas
veces, externamente, adquiere las características de un grito
improviso que, en realidad, es sólo el último capítulo de un
trabajo “silencioso” y “seductor” llevado adelante pacientemente
por Dios.
Así que debemos evangelizar con humildad, silenciosamente
y con la cruz: en la habitación de cada miembro del “Opus
Christi” hay una cruz, destinada a recordarle que no se puede
evangelizar sin sacrificarse, y que no hay otro camino que el que
Cristo ha trazado. Querer ser misioneros sin enfrentar sacrificios
es una ilusión. Los Misioneros Siervos de los Pobres del Tercer
Mundo, si quieren llevar el Evangelio a los más lejanos y ser
fieles a su propio carisma, deben de veras amar la vida misionera
con todos los sacrificios que ella implica.
Pedimos a Santa María Madre de los Pobres y Reina de
la Evangelización que nos enseñe a ser auténticos cristóforos,
capaces de llevar a Cristo al prójimo, testimoniando una vida
de sencillez y recogimiento según la “Imitación de Cristo”,
nuestra regla de vida, entregados a la Iglesia en una donación
incondicional para pertenecer a los pobres, y enviados a los
pobres para evangelizarlos y servirlos.
P. Giovanni Salerno, msp
Reflexión Bíblica
“No se lo impidáis…”
P. Sebastián Dumont, msp (belga)
Querido lector:
Después de haber instituido y enviado a los Doce (cfr.
Mc 3,13-19 y 6,7-13), Jesús le dio a este grupo de los
primeros misioneros algunas instrucciones (cfr. Mc
9,35-50 y 10,32-45), en las que pone el acento en la
actitud del servicio. Sigamos aprendiendo de la primera
instrucción…
Escucha: “Juan le dijo: «Maestro, hemos visto a uno
que expulsaba demonios en tu nombre y no viene con
nosotros, y tratamos de impedírselo, porque no venía
con nosotros». Pero Jesús dijo: «No se lo impidáis, pues
no hay nadie que obre un milagro invocando mi nombre y
que luego sea capaz de hablar mal de mí. Pues el que no
está contra nosotros, está por nosotros. Todo aquel que
os dé de beber un vaso de agua por el hecho de que sois
de Cristo, os aseguro que no perderá su recompensa»”
(Mc 9, 38-41).
Medita: Juan, junto con su hermano Santiago, era
llamado ¡“hijo del trueno”! (Mc 3,17). En una ocasión
había querido hacer bajar fuego del cielo para consumir
a un pueblo de samaritanos que no había querido acoger
a Jesús. ¡Qué carácter! También en aquella ocasión
Jesús lo había reprendido (cfr. Lc 9,51-56).
¿Qué estaba pasando? Habían visto a un hombre que
expulsaba demonios en nombre de Jesús (cfr. Mc 9,38).
Ese hombre, para poder realizar este auténtico milagro,
debía de tener fe en el poderoso nombre de Jesús.
San Pedro, después de curar a un tullido, explica así el
milagro: “Por la fe en su nombre, este mismo nombre
ha restablecido a éste que vosotros veis y conocéis”
(Hch 3,16). El nombre de Jesús, pues, estaba obrando
maravillas…
¿Cuál era entonces el problema? Ese hombre no iba con
ellos… no tenía esa comunión plena, efectiva y afectiva
con el grupo de los Doce. Desgraciadamente sabemos
-y nos duele- que no todos los que creen en Jesús están
en comunión plena con la Iglesia católica, no todos
aceptan la enseñanza de los sucesores de los Apóstoles.
Sin embargo, eso no nos autoriza a impedirles obrar
cosas grandes con Jesús. La reacción de Jesús debe
de interpelarnos a nosotros también: “No se lo impidáis”.
En la historia de la Iglesia, “por desgracia, ha sucedido
y sigue sucediendo que los hermanos no aceptan su
diversidad y terminan por hacerse la guerra unos con
otros”, decía el Papa Francisco en su visita al templo
valdense de Turín este pasado 22 de junio (la Iglesia
valdense es hoy en día parte de la Iglesia protestante).
Ahí el Papa invitaba a “un nuevo modo de ser unos
con otros: mirando ante todo la grandeza de nuestra
fe común y de nuestra vida en Cristo y en el Espíritu
Santo, y, solamente después, las divergencias que aún
subsisten”.
Pág.2
Jesús no ha venido para condenar a la gente, sino para
salvarla (cfr. Jn 3,17), y no quiere “apagar la mecha
humeante” (Mt 12,20). Por eso, aunque muchos no
están en la plena comunión con la Iglesia católica,
fundada sobre los Apóstoles, no los condenemos, no
les cerremos la puerta… Es edificante, al respecto,
la historia de Apolo, “un judío originario de Alejandría,
hombre elocuente, que dominaba las Escrituras” (Hch
18, 24): éste había sido instruido en el Camino del
Señor, e incluso enseñaba con esmero lo referente a
Jesús, aunque solamente conocía el bautismo de Juan
(su formación era incompleta)… Al oírle, Áquila y Priscila
le tomaron consigo y le explicaron con más exactitud el
Camino (cfr. Hch 18, 24-26).
Sin caer en el relativismo ni en la confusión (pensando
que cualquier doctrina o modo de vivir vale lo mismo…),
no ahoguemos algo que Jesús ha empezado a obrar,
y que debe llevar a nuestros hermanos a la salvación.
Animemos a los que creen en Jesús a que sigan
creyendo en Él, y poco a poco, con caridad, llevémoslos
a profundizar en la verdad. No hay que impedir, sino
más bien enderezar, perfeccionar, completar lo que
está ya iniciado… Éste es el servicio que Jesús espera
del misionero. Por el camino del amor, nunca el de la
violencia, caminaremos hacia la Verdad. Una gota de
miel atrae a más moscas que un barril de vinagre…
Esto es realmente “servir” a la obra de Jesús, no
impedirla: mirar a todos los hombres como Él los mira,
sin encerrarnos en nuestro grupo. “Muchísimos y muy
importantes bienes pueden encontrarse fuera del recinto
visible de la Iglesia católica… Todo esto proviene de
Cristo y a Él conduce…” (Decreto “Unitatis Redintegratio”,
n° 3, del Concilio Ecuménico Vaticano II). Estemos
atentos a descubrir este obrar de Cristo, para valorarlo
debidamente. Así, sintiéndose respetados, nuestros
hermanos cristianos caminarán con más alegría hacia
la perfección, llegando un día, Dios lo quiera, a disfrutar
de todos los medios de salvación que están en la Iglesia
católica.
No despreciemos tampoco, sino más bien valoremos,
cualquier pequeño acto de caridad hecho con fe. Aunque
parezca tan insignificante como “dar un vaso de agua”,
éste es camino de salvación, es acoger al discípulo para
que entre el Maestro (cfr. Mc 9,37), es abrir una puerta
para que entre Jesús.
Ora: Señor, haz de nosotros unos constructores de la
unidad y de la paz en tu Iglesia.
Vive: Valoraré todo lo bueno que obra Jesús, y rezaré
por la unidad de los creyentes.
Reflexión Patrística
Las mujeres al servicio del Evangelio (II)
P. Walter Corsini, msp (italiano)
Queridos amigos,
Laudetur Iesus Christus.
Con este artículo continuamos, y concluimos, una rápida
reflexión sobre las figuras femeninas en los primeros pasos
de la Iglesia.
Además de lo que hemos dicho en el anterior artículo,
hay algunas observaciones que no conviene descuidar. Por
ejemplo, es preciso constatar que san Pablo dirige también
a una mujer de nombre “Apfia” la breve carta a Filemón (cf.
Flm 2). Traducciones latinas y sirias del texto griego añaden
al nombre “Apfia” el calificativo de “soror carissima” (hermana
queridísima); y conviene notar que en la comunidad de
Colosas debía ocupar un puesto importante; en todo caso,
es la única mujer mencionada por San Pablo entre los
destinatarios de una carta suya.
En otros pasajes, el Apóstol menciona a cierta “Febe”, a
la que llama “diákonon” de la Iglesia en Cencreas, pequeña
localidad portuaria al este de Corinto (cf. Rm 16, 1-2). Aunque
en aquel tiempo ese título todavía no tenía el valor ministerial
específico de carácter jerárquico asumido después, sino más
bien un valor funcional (en cuanto, por ejemplo, los bautismos
se llevaban a cabo en muchos casos con una unción integral
del cuerpo y en caso de las bautizadas era evidentemente
más lógico que fueran mujeres las que se encargaban de esta
tarea, y eran por ello definidas “diaconisas”), demuestra que
“Febe” ejercía verdaderamente un cargo de responsabilidad
en favor de la comunidad cristiana.
En el mismo contexto epistolar, el Apóstol, con gran
delicadeza, recuerda otros nombres de mujeres: por ejemplo,
cierta María, y después Trifena, Trifosa, Pérside, “muy
querida”, y Julia. De ellas escribe abiertamente que “se han
fatigado por vosotros” o “se han fatigado en el Señor” (Rm
16, 6. 12a. 12b. 15), subrayando así su intenso compromiso
eclesial.
Asimismo, en la Iglesia de Filipos se distinguían dos
mujeres: Evodia y Síntique (Flp 4, 2); el llamamiento que san
Pablo hace a la concordia mutua da a entender que estas
dos mujeres desempeñaban una función importante dentro
de esa comunidad.
En síntesis, la historia del cristianismo hubiera tenido un
desarrollo muy diferente si no se hubiese contado con la
aportación generosa de muchas mujeres.
Echando una mirada a los primeros siglos de la Iglesia,
pensemos en la cantidad de mujeres convertidas al
cristianismo, pertenecientes evidentemente a un ambiente
familiar pagano y que, con muchas dificultades y hasta con el
precio de la vida, han sido canales de evangelización de todo
su entorno familiar.
Pensemos también en las figuras de muchas mujeres
mártires que, siempre en los primeros siglos de la Iglesia,
han derramado su sangre cual precio de su fe. Algunas de
ellas han sido tan emblemáticas en la historia de la Iglesia
primitiva, que su nombre ha sido introducido en el canon
primero de la misa, el Canon Romano: Felicidad y Perpetua,
Águeda y Lucía, Inés, Cecilia, Anastasia.
Estoy convencido de que no son pocos los que
inmediatamente estarán pensando que esto ha sido sólo
fruto de la piedad popular necesitada de figuras ejemplares;
pero, quien conoce, aunque sea mínimamente, la escasa
consideración de la que gozaba la mujer en general en
aquellos siglos, puede inmediatamente apreciar el hecho de
que esta “promoción” a ser nombradas en el canon de la misa
no podía basarse sino en una sólida certeza de su testimonio
de fe llevado hasta el martirio.
Bastan otros pocos ejemplos para confirmarlo: nadie
discute la importancia de la figura de San Agustín a nivel
teológico, y sin embargo él mismo no deja de agradecer a
su madre, Santa Mónica, por su papel de intercesora y de
ejemplo de discípula. Nunca debemos olvidarnos de que el
mismo San Agustín afirma que el verdadero filósofo es aquel
que ha sabido dejarse alcanzar por el misterio de la Sabiduria,
saboreándola en su corazón y en su mente, y reserva para su
madre, Santa Mónica, el apodo de “la filósofa” por excelencia.
Incluso hemos tenido algunos patrólogos o, mejor dicho,
“patrólogas”, que han avanzado la propuesta de reservar
una parte del estudio patrístico a las figuras femeninas,
hipotizando un capítulo especial para ellas, a llamarse
Matrística o Matrología.
Por eso, como escribió San Juan Pablo II en la carta
apostólica “Mulieris dignitatem”: “la Iglesia da gracias por
todas las mujeres y por cada una. (...) La Iglesia expresa su
agradecimiento por todas las manifestaciones del «genio»
femenino aparecidas a lo largo de la historia, en medio de los
pueblos y de las naciones; da gracias por todos los carismas
que el Espíritu Santo otorga a las mujeres en la historia del
pueblo de Dios, por todas las victorias que debe a su fe,
esperanza y caridad; manifiesta su gratitud por todos los
frutos de santidad femenina” (n° 31).
También nosotros nos unimos a este aprecio, dando
gracias al Señor porque él guía a su Iglesia, de generación
en generación, sirviéndose indistintamente de hombres y de
mujeres que saben hacer fructificar su fe y su bautismo para
el bien de todo el Cuerpo eclesial, para mayor gloria de Dios.
Pág.3
Reflexión Eclesiológica
La Iglesia, Sacramento universal de salvación
(IV)
P. Giuseppe Cardamone, msp (italiano)
“Unidos a Dios, nos volvemos instrumentos de Su amor
misericordioso, el único capaz de salvar”. Así concluíamos
el artículo anterior a éste. Ahora queremos profundizar en la
manera en que se realiza esta unión con Dios, que nos hace,
análogamente a nuestro Señor Jesucristo y a su Iglesia,
sacramentos universales de salvación.
Ya hemos visto cómo esta unión con Dios Padre en
Cristo su Hijo es realizada por el Espíritu Santo a través
de los sacramentos. Nos referimos ante todo a los que
imprimen un carácter. En el lenguaje común, “carácter” indica
simplemente un aspecto de la personalidad de un individuo, su
predisposición síquica en su manera típica de reaccionar y de
comportarse. Antiguamente, con la palabra latina “character”
se indicaba la marca de propiedad grabada a hierro candente,
para hacerla imborrable, en un objeto o en un animal o también
en una persona hecha esclava. San Pablo llama “carácter” la
unción del Espíritu Santo: “Y es Dios el que nos reconforta
en Cristo, a nosotros y a ustedes; el que nos ha ungido, el
que también nos ha marcado con su sello y ha puesto en
nuestros corazones las primicias del Espíritu” (2Cor 1, 21-22).
Esto quiere decir que, en virtud del Bautismo, la Confirmación
y el Orden sagrado –sacramentos que imprimen carácter– el
Espíritu Santo nos consagra con una marca indeleble que nos
configura como propiedad de Dios.
La unción del Espíritu que recibimos en el carácter
sacramental es la imagen de Cristo, que es restaurada en
nuestros corazones después de haber sido desdibujada y
estropeada por el pecado original. Es un don permanente,
gracias al cual llevamos en nosotros la imagen del Hijo de
Dios y somos configurados con Él como “alter Christus”. La
unción del Espíritu que recibimos como carácter sacramental
no es algo estático, sino más bien algo dinámico: está llamada
a crecer hacia una semejanza cada vez mayor con el Hijo de
Dios.
La presencia del Espíritu Santo en nuestros corazones
se manifiesta con la infusión de las virtudes teologales de fe,
esperanza y caridad, y de Sus siete dones, como una semilla
llamada a desarrollarse y extenderse, y a espiritualizar la
persona entera, haciéndola dócil a Su acción. De aquí deriva la
grandeza del Bautismo, que nos hace de verdad hijos de Dios
en Cristo por el don del Espíritu, que nos restituye la imagen,
los pensamientos y los sentimientos del Hijo. Es así que, en
virtud del Bautismo, cada uno de nosotros representa a Cristo,
en el sentido fuerte de hacerlo presente en el mundo. Es por
Pág.4
esto que llevamos su mismo nombre, el de “Cristianos”, que
deriva de la palabra “Christoi”, que en griego significa ungidos,
consagrados. Entonces, la unión del cristiano con Cristo es un
don, pero al mismo tiempo es una tarea: es un don en forma
de semilla, destinada a fortalecerse, a crecer y a expandirse.
Sin embargo, es un don que no sólo configura a Cristo, sino
que también exige de nosotros una respuesta consciente, una
adhesión constante al proyecto de Dios.
¿Cómo poder vivir continuamente unidos a Dios? La
respuesta viene de la Sagrada Escritura: “El justo vivirá por la
fe” (Gal 3, 11). La fe es la raíz de la vida sobrenatural: suscita la
esperanza, que sostiene la caridad. Por eso, en el Evangelio,
el Señor proclama: “La obra de Dios es que ustedes crean
en Aquel que Él ha enviado” (Jn 6, 29). El contenido de la fe
que nos une a Dios es creer en la fuerza de Su Amor. Creer
significa participar de la manera de conocer del Hijo de Dios,
y por ende, en cierto sentido, adquirir una mentalidad divina,
que nos permite ver al mundo desde el punto de vista de Dios.
Entonces la fe es memoria viva del amor de Dios por nosotros:
una memoria que debe ser continuamente actualizada y
asimilada como criterio continuo de un obrar cristiano (cf. Gal
5, 6 que habla de “la fe que obra por medio del amor”).
Unidos a Dios en Cristo nos volvemos una prolongación de
su humanidad y somos hechos capaces de obrar más allá de
nuestra humanidad, porque es el Espíritu que obra en nosotros
y a través de nosotros. Resulta significativo, en este sentido,
el siguiente episodio del Evangelio, a primera vista estridente
a nuestros oídos: “Al divisar de lejos una higuera cubierta de
hojas, se acercó para ver si encontraba algún fruto, pero no
había más que hojas; porque no era la época de los higos.
Dirigiéndose a la higuera, le dijo: «Que nadie más coma de tus
frutos». Y sus discípulos lo oyeron. (…) A la mañana siguiente,
al pasar otra vez, vieron que la higuera se había secado de
raíz. Pedro, acordándose, dijo a Jesús: «Maestro, la higuera
que has maldecido se ha secado». Jesús respondió: «Tengan
fe en Dios. Porque yo les aseguro que si alguien dice a esta
montaña: «Retírate de ahí y arrójate al mar», sin vacilar en su
interior, sino creyendo que sucederá lo que dice, lo conseguirá.
Por eso les digo: Cuando pidan algo en la oración, crean que
ya lo tienen y lo conseguirán” (Mc 11, 13-14.20-24).
El Señor quiere darnos a entender que nos pide frutos que
van más allá de las simples posibilidades humanas, y puede
pedirlos porque es Él quien obra en nosotros: nos pide los
frutos de la fe.
Reflexión Moral
La proliferación del pecado
P. Agustín Delouvroy, msp (belga)
Introducción: Con el pecado se renuncia a la libertad para
llegar a un estado de verdadera esclavitud y de libertad sólo
aparente (cf. Jn 8, 34). Y el pecado es como una grieta en
un dique: si no la reparamos con prontitud, la grieta tiende
a ensancharse cada vez más hasta dejar pasar el agua de
manera incontrolable.
1º La repetición de actos pecaminosos engendra el
vicio. Cada pecado que cometemos tiende a ensanchar la
herida creada en nosotros con el pecado original. A partir
de allí, el pecado genera “inclinaciones desviadas que
oscurecen la conciencia y corrompen la valoración concreta
del bien y del mal” (Catecismo de la Iglesia Católica, n°
1865), inclinaciones desviadas que llamamos “vicios”.
Con cada pecado ofendemos ante todo a Dios, que es el
fundamento mismo de la vida humana, de la vida del alma.
Con ello entorpecemos la vida de la gracia o nos privamos
de ella, y se van debilitando y desordenando las fuerzas de
nuestra alma. Todo ello va creando cierta facilidad para el
pecado, al haber ofuscado voluntaria y repetidamente la
luz de nuestra conciencia. La facilidad para el pecado que
genera el vicio se debe a que el hombre vicioso no logra
poner a su propio servicio las pasiones, sino que está como
esclavizado por ellas. “Así el pecado tiende a reproducirse
y a reforzarse” (Catecismo de la Iglesia Católica, n° 1865).
Lo más peligroso de todo ello es el desorden causado por
el pecado en la voluntad, que induce a la soberbia o amor
desordenado de sí. De este desorden provienen todos los
demás. El vicio se distingue del simple pecado por el hecho
de que ya no es meramente un acto contra la ley de Dios,
sino una inclinación habitual contra ella.
2º Los vicios nos hacen más vulnerables también a
la acción del demonio, para el cual cada pecado es una
victoria en favor de su designo de perdición. Nuestra lucha
contra el pecado es en definitiva una lucha contra él (cf. Ef
6, 12). Él es el tentador por antonomasia, cuyo deseo es
incitarnos al pecado (cf. 1Pt 5, 8). El demonio tienta con
astucia y disfrazándose de ángel de luz (cf. 2Cor 11, 14),
escogiendo los puntos más débiles de cada uno. Después,
cuando ha conseguido que el hombre peque, trata en todos
los modos de impedir o dificultar que se levante.
3º Todos los pecados tienen también una repercusión
social: “En virtud de una solidaridad humana tan misteriosa
e imperceptible como real y concreta, el pecado de cada
uno repercute en cierta manera en los demás” (Exhortación
apostólica “Reconciliatio et Paenitentia”, n° 16). Y lo hace
de tal forma que podemos sufrir las consecuencias de
los pecados ajenos y alentar el pecado en los demás con
los nuestros. Hasta el punto de que los pecados pueden
generar estructuras de pecado: leyes, tendencias, sistemas,
“situaciones sociales e instituciones contrarias a la bondad
divina” (Catecismo de la Iglesia Católica, n° 1869). Tales
estructuras son el fruto de la acumulación y la concentración
de muchos pecados personales, e inducen a muchos a
pecar personalmente también. Además, parecen crear en
las personas y en las instituciones un obstáculo difícil de
superar. “Así el pecado convierte a los hombres en cómplices
unos de otros, hace reinar entre ellos la concupiscencia, la
violencia y la injusticia” (Catecismo de la Iglesia Católica, n°
1869).
4º El pecado, sin embargo, engendra siempre
frustración, porque supone que el hombre pone su corazón
en un bien finito que no lo puede satisfacer. Terminada la
fruición del pecado, éste deja el vacío en el alma e incita a
otros pecados para colmar tal vacío. Y como el hombre suele
hartarse de los bienes finitos, el pecado incita a buscar cada
vez más bienes finitos prohibidos y cada vez mayores. De
esta manera, si no se da la conversión del corazón a Dios,
el pecado implica un círculo vicioso creciente: el pecado
venial dispone al pecado mortal, y el pecado mortal genera
una dependencia cada vez mayor no sólo del pecado, sino
también del vicio.
5º Cuando hablamos de pecados en materia grave
hemos de afirmar la absoluta necesidad de la gracia
de Dios para ser liberados. Quien se separa libremente
de Dios con sus actos no puede volver a Él sin su ayuda.
Ocurre como cuando alguien se arroja voluntariamente a un
pozo muy profundo, del que ya no puede salir por sí solo,
aunque quiera.
6º La misericordia de Dios es infinita. La posibilidad real
-hasta el último momento de nuestra vida en la tierra- de ser
liberados del pecado y de los vicios en los cuáles hemos
caído es un signo patente de la grandeza y del poder de la
misericordia de Dios. Sin embargo, no conviene abusar de la
misericordia divina ni dejar para mañana la conversión: “Éste
es el momento favorable, éste es el día de la salvación” (2Cor
6, 2). No hay que confundir la misericordia con la pretensión
contemporánea de quitarle gravedad al pecado, de hacer
del pecado una necesidad o inclusive una experiencia
interesante y constructiva. Por el contrario, ¡cuanto menos
pecamos, mejor! Más gloria le damos a Dios, más méritos
granjeamos, más podemos crecer como personas con la
ayuda de Dios y mayor bien hacemos a los demás. Cuanto
más postergamos nuestra conversión, más ardua ella será y
más grande será el poder del pecado sobre nosotros.
Pág.5
Reflexión Espiritual
Seguimiento e imitación de Cristo:
III.- El obrar sigue al ser
P. José Carlos Eugénio, msp (portugués)
Tal como veíamos en nuestro anterior artículo, la
conversión es el momento en nuestra vida cuando nos
apropiamos, activamente, del don de la fe, que hemos
recibido gratuitamente en nuestro bautismo. Todo el
potencial que allí hemos recibido sigue su desarrollo
normal mediante la sinergia constante entre gracia divina
y libertad humana. Sin embargo, sólo con la conversión
personal se da nuestra adhesión consciente a Cristo,
nuestra respuesta positiva a su llamada para seguirlo
e imitarlo. La conversión es, así, el fruto del encuentro
que hemos tenido con Jesús. A partir de ese momento
nacen entre Cristo y nosotros unas relaciones de fe y
amor, las cuales se desarrollan mediante el seguimiento
y la imitación.
El seguimiento sirve para expresar una relación personal
entre Cristo y su discípulo, describe el talante existencial
del cristiano y apunta al aspecto activo y dinámico de
la fe (cf. St 2, 14). Es la actitud correcta del hombre
respecto al llamamiento de Jesús, porque el verdadero
discípulo es aquel que ha escuchado la voz del Maestro
y se ha convertido en su seguidor: “Mis ovejas escuchan
mi voz, (…) y ellas me siguen” (Jn 10, 27).
Estando así las cosas, el seguimiento inoperante y
estático es contradictorio, porque el que sigue a alguien
debe moverse para no perderlo de vista, debe caminar
detrás de él y tener la mirada fija en él, que en nuestro
caso es Jesús (cf. Heb 12, 2). El seguimiento no es un
llegar a un destino y quedarse cómodamente instalado
en él, sino que es más bien un constante caminar, en
fidelidad y sin buscar atajos, mirando siempre dónde
Jesús pone su pie, para poner el nuestro en su misma
huella. Esto significa que el seguimiento de Jesús, como
realidad necesariamente dinámica y operativa, obedece
a la misma regla espiritual que muchos Santos aplicaron
acertadamente a su propia vida: “In via Dei non progredi
regredi est” (“En el camino de Dios no avanzar es
retroceder”).
Por lo tanto, las varias etapas que hemos expuesto
hasta ahora (llamada, respuesta, encuentro, conversión,
seguimiento e imitación) son un itinerario espiritual que
dura toda la vida. Y, por ser todo él un auténtico camino
por el Amor y en el Amor, hace falta pasar por todas
estas etapas, que no son otra cosa que un ir creciendo
y permaneciendo en ese Amor, porque sólo con nuestra
perseverancia salvaremos nuestras almas (cf. Lc 21, 19).
No obstante, conviene subrayar que el hecho de seguir
e imitar a Cristo, antes que ser una serie de actitudes y
comportamientos a asumir o actos a ejecutar, significa en
primer lugar tener un nuevo ser, que posibilita a su vez
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un nuevo modo de vivir y existir, una comunión de vida
y pensamiento con Cristo Resucitado. La imitación de
Cristo sólo es posible porque Cristo vive (“la muerte ya
no tiene dominio sobre Él”, Rom 6, 9), pero, sobre todo,
porque vive en la persona en gracia: “Hemos llegado a
ser no solamente cristianos, sino el propio Cristo (…).
¡Hemos sido hechos Cristo!” (San Agustín. In Iohannis
Evangelium Tractatus, 21, 8).
Esta novedad ontológica de la persona origina, entonces,
el deber o empeño moral, y no al revés: “Actio sequitur
esse” (“el obrar sigue al ser”, como enseña santo Tomás
de Aquino). Obramos como Cristo porque, primeramente,
somos Cristo. Nuestras obras, cuando están en armonía
con nuestro ser, manifiestan la verdad de lo que somos,
son una verdadera epifanía de Cristo. En otras palabras,
la persona de Cristo se manifiesta a través de nuestro
obrar.
Ahora podemos comprender mejor la importancia que
juega en la evangelización el apostolado del testimonio o
del buen ejemplo: “Verba movent, exempla trahunt” (las
palabras mueven, los ejemplos arrastran).
Por eso, el seguimiento y la imitación de Cristo, a
diferencia de cualquier otro tipo de discipulado, son una
realidad que expresa una relación vital de comunión
total entre Cristo y su seguidor e imitador. Se trata de un
seguimiento y una imitación “eminentes”, no de un simple
seguimiento y una simple imitación éticos de un gran
personaje, porque Cristo no es sólo un personaje histórico
del pasado, sino que es también un personaje vivo y
presente en toda época después de su resurrección. Los
misterios de su vida son actuales; nuestras relaciones
con Él son contemporáneas. Consecuentemente, seguir
e imitar a Cristo no es simplemente copiar o reproducir
materialmente lo que hizo Él, sino unirse cada vez
más profundamente a Él en su vida divina, asimilando
sus pensamientos y sentimientos, hasta expresarlos y
concretarlos en todas las circunstancias en las que nos
toca vivir.
En suma, el seguimiento y la imitación de Cristo son el
recorrido por el itinerario de progresiva asimilación de
sus sentimientos, de su forma de pensar, querer y obrar
(cf. Flp 2, 5): en definitiva, de la totalidad su persona.
¿Qué haría Jesús? ¿Cómo se comportaría si se hallara
en mi lugar? ¿Qué es lo que me aconsejaría? ¿Qué es
lo que quiere Jesús de mí, aquí y ahora? Tales son las
preguntas que se presentan a un cristiano deseoso de
seguir e imitar a Cristo.
Pero, ¿cómo encontrar la respuesta a estas cuestiones?
Esto es lo que veremos en nuestro próximo artículo.
Reflexión Vocacional
Los Oblatos (VI)
P. Alvaro Gómez Fernández, msp (español)
“¡Y con todo eran nuestras dolencias las que él
llevaba y nuestros dolores los que soportaba! Nosotros
le tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado.
Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por
nuestras culpas. Él soportó el castigo que nos trae la
paz, y con sus cardenales hemos sido curados” (Isaías
53, 4-5).
Nuestro nombre institucional (“Siervos”) no es algo que
se haya puesto simplemente por ser bonito, sin un preciso
motivo, sino para señalar todo un programa de vida, un
punto de referencia esencial, base de nuestro Carisma y
espiritualidad: Jesucristo, el Siervo de Yavhé, profetizado
por Isaías (en los cuatro cánticos del Siervo: el 1°. Isaías 42,
1-9. 14; el 2°. 49, 1-6; el 3°. 50, 4-9; pero particularmente el
4°. 52, 13- 53, 12 que es el que más directamente apunta
a su Pasión y al que pertenecen los dos versículos que
introducen este artículo).
Algunos, en alusión a esta actitud de Cristo, hablan
del “sustituto divino”, el “sufrimiento vicario” de la Cruz.
La palabra “vicario” significa “en lugar de otro”, “suplente”,
“sustituto”. Esto quiere decir que Jesús, el Hijo de Dios, el
Justo (sin mancha ni pecado), sustituyó en la cruz a todos
los injustos y pecadores, o sea, a ti y a mí.
Este Misterio de Cristo tiende a seguir prolongándose
y reproduciéndose en la Iglesia, a través de sus miembros
(místico Cuerpo de Cristo).
Si ya normalmente, como decíamos en artículos
anteriores, nos cuesta “digerir” la Cruz en nuestras vidas
(por eso hemos intentado ir dando algunas pautas teóricas
y prácticas para ello), mucho más generalmente nos cuesta
comprender el sufrimiento de los inocentes.
Tengo la continua experiencia de ver cómo amigos,
familiares, bienhechores o simples conocidos o “curiosos”
que nos visitan en Cuzco, se quedan “paralizados” cuando
llegan a las salas de los niños enfermos de nuestro Hogar
“Santa Teresa”. Y uno comprende (porque muchas veces
no hay un comentario explícito que lo acompañe) que
este extraño efecto de shock lo produce una especie de
sentimiento de impotencia, que paraliza nuestra mente
racional: ¿por qué ellos, que no tienen culpa? (es ahí
también donde sé que muchos sacan una rápida lección
magistral para sus vidas: “Y yo, ¿de qué me quejo?”).
Esta común reacción creo que deriva del hecho por
el que, cuando nos viene algún sufrimiento, solemos
reaccionar pensando: “¿Qué he hecho yo para merecer
esto?”. Como si el sufrimiento fuese una especie de
maldición o de vengativo castigo divino, cuando en realidad
se trata más bien de lo contrario! “El sufrimiento es un
lazo de amor con Jesús”, decía la Beata Madre Teresa de
Calcuta. Entonces, sea para ayudar a nuestras Hermanas
MSPTM y al personal con el que ellas atienden a aquellos
pequeños, en la continua conciencia de Quién es Aquel
que realmente están cuidando en ellos, sea para tratar de
ofrecer una “clave interpretativa” a estas visitas, hemos
puesto bien visibles en tales salas las palabras “Deus Iesus
Patiens” (Jesús Dios Paciente).
¿Es inútil este sufrimiento de los inocentes? Yo sé que
no. De lo contrario, estaríamos afirmando, aunque sea
indirecta e inconscientemente, que fue inútil la Pasión
y Muerte de Jesús, el Inocente de los inocentes. Estoy
convencido de que (aun en la aparente inutilidad de su
sufrimiento, multiplicado por su condición de inocencia) son
ellos los que nos sostienen (y hablo a nivel no sólo de los
MSPTM, sino de toda la Iglesia).
Benedicto XVI, en su encíclica “Spes salvi” (n° 15),
recogía unas palabras del Pseudo-Rufino (Sententiae, III,
118: CCL 6/2, 215) aplicables al respecto: “El género humano
subsiste gracias a unos pocos; si ellos desaparecieran,
el mundo perecería”. “La Iglesia tiene necesidad de ser
salvada por alguien que sufre, alguien que lleva dentro de
sí la Pasión de Cristo”, decía el beato Pablo VI en la homilía
durante el Rito Penitencial del Miércoles de Ceniza, el 11 de
febrero de 1970. Y San Juan Pablo II corrobora: “Los que
participan en los sufrimientos de Cristo conservan en sus
sufrimientos una especialísima partícula del tesoro infinito
de la redención del mundo, y pueden compartir este tesoro
con los demás (…). La Iglesia siente la necesidad de recurrir
al valor de los sufrimientos humanos para la salvación del
mundo” (Carta apostólica “Salvifici doloris”, n° 27). Y, en otro
lugar: “Es el sufrimiento que destruye y consume el mal con
el fuego del amor” (“Memoria e identidad”).
Perdonad mi afición por las citas, pero es que debemos
aprovecharnos de la experiencia de los que nos han
precedido. Termino con otra cita de una gran santa: “El
sufrimiento es una gracia. A través del sufrimiento el alma
se hace semejante al Salvador; el amor se cristaliza en el
sufrimiento. Cuanto más grande es el sufrimiento, tanto más
puro se hace el amor” (Santa Faustina Kowalska, “Diario”).
Según todo esto, tanto nuestros Oblatos (en particular)
como todos los bautizados (en general) tenemos un
importante tema que aprender cada día, dando gracias
a Dios (en vez de dar culto a la “Diosa Lamentos”, como
dice el papa Francisco) cuando nos encuentre dignos de
participar de la Cruz de Cristo.
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Ancianos, enfermos y encarcelados que ofrecen
sus sufrimientos por los pobres del Tercer
Mundo, así como todos aquellos que han
acogido y hecho suyo en la vida el carisma de
los Misioneros Siervos de los pobres del Tercer
Mundo.
web:www.msptm.com