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Transcript
Ut
Ut unum
unum sint!
sint!
Mensaje del Padre Giovanni Salerno, msp
Queridos amigos:
Laudetur Iesus Christus!
Después de haber meditado
sobre nuestro servicio a los
más pobres, quiero ahora
fijar la atención en otro punto
central de nuestro carisma, el
aspecto evangelizador, que,
junto al anhelo educativo,
es finalidad esencial en
nuestro carisma. En efecto
nuestra labor apostólica debe
tener especial atención a la
educación de la juventud necesitada y a la evangelización
Ad gentes. Debemos recordarnos siempre, y recordar a
todos los que quieran compartir con nosotros el servicio a
los pobres, que éstas son las finalidades propias y únicas del
Opus Christi Salvatoris Mundi.
Es importante, por eso, tener muy en cuenta que el Opus
Christi no es un Movimiento “humanitario” en el sentido
reductivo del término, es decir, en cuanto abocado a una
ayuda filantrópica, sino que es más bien un Movimiento
“humanitario” en el sentido pleno del término, o sea, en cuanto
preocupado de que todos los hombres, y todo el hombre,
lleguen a madurar espiritual y físicamente como es digno de
un hijo de Dios. Por ello, el Opus Christi es un Movimiento
evangelizador que debe hacer del grito del Apóstol de las
gentes -“¡Ay de mí si no evangelizara!”- su lema.
En efecto, estamos convencidos de que Cristo ha querido
y quiere fuertemente a los Misioneros Siervos de los Pobres
del Tercer Mundo y les encomienda dos tareas principales:
la evangelización humilde y silenciosa y, al mismo tiempo,
el propio compromiso de toda la vida para permitirles a los
pobres alcanzar condiciones de vida conformes a su dignidad
de personas y de hijos de Dios.
Dedico por ello este artículo y el próximo a algunas
reflexiones sobre nuestra tarea evangelizadora, y después
me dedicaré a tratar acerca de la tarea educativa.
La denominación de “Opus Christi Salvatoris Mundi”
designa nuestra participación en el carisma misionero de la
Iglesia, yendo primeramente a quienes no han conocido aún
el Amor de Dios (cfr. Is 61, 1-3) y tienen hambre de Dios y
de pan. La Iglesia, Pueblo de Dios y Esposa de Cristo, está
enviada como Él con la misión distintiva de ir “a evangelizar
a los pobres” (Lc 4,18), llegando “a todas las gentes hasta los
confines de la tierra y la consumación de los siglos” (cfr. Mt
28,19-20; Mc 16,15; Hch 2,8).
Por ello, nosotros los Misioneros Siervos de los Pobres
TM, desde el corazón de la Iglesia, debemos alcanzar los
rincones más humildes, donde viven los más pobres, en
cuyos rostros se refleja más vivo el rostro de Cristo sufriente
y redentor, los mismos que se encuentran mayormente en
los países llamados del “Tercer Mundo”.
No pocas veces se nos ha subrayado el hecho que le
denominación de “Tercer Mundo” parecería demasiado
ofensiva y racista. Quiero aprovechar esta página para
recordar que utilizamos dicho término sobre todo en clave
N. 01/2015
evangelizadora, así como lo hace la Iglesia, indicando con
ello aquellas regiones que todavía no han sido alcanzadas
por la Palabra de Vida del Evangelio o han sido alcanzadas
de forma parcial, sin llegar a implantar y organizar a lo largo
de los siglos una verdadera Iglesia local que, como nos
recordaba San Juan Pablo II, es el signo de la madurez
alcanzada por una comunidad cristiana.
En dichos territorios el Opus Christi Salvatoris Mundi se
siente llamado a trabajar de forma preeminente. Todo el
trabajo que se pueda desarrollar en los países comúnmente
llamados “occidentales” (en el campo de la formación, de
los retiros espirituales, etc.) debe tener como finalidad
el despertar las conciencias cristianas frente a la tarea
evangelizadora, incluida la “ad gentes”.
Subrayar este punto me parece hoy en día de urgente
necesidad, porque efectivamente hay muchos jóvenes
católicos buenos en América Latina, en Europa y en los
Estados Unidos, jóvenes que hacen muchas cosas, hablan
mucho de Dios, participan en muchos encuentros juveniles,
leen muchos libros, se juntan en diferentes actividades, pero
no conocen en profundidad la esencia del Evangelio, no han
hecho experiencia de la fuerza del Espíritu Santo, no aman
de veras a Dios. Muchos de ellos se aprovechan de la Iglesia
y de Jesucristo para tener una buena conciencia, pero no
aman de veras a Dios, ni a Jesucristo, ni a la Iglesia. Se
aman a sí mismos.
¿En qué vemos esto? No evangelizan, no aman a los
pobres, tienen miedo de consagrarse a Dios. ¿Y qué hacen?
Esperan, pierden el tiempo, y hacen esperar a Dios y a los
pobres. Hablan mucho, creen glorificar a Dios hablando,
viajando, participando en varios encuentros, pero en realidad
entristecen su divino Corazón.
¡Cuántos jóvenes dicen ser amigos de Jesucristo, pero
realmente no le quieren, porque cuando Jesús les pide, como al
joven rico, un sacrificio o una renuncia o una vida más exigente,
se echan para atrás! Estos jóvenes no conocerán el Don de
Dios, la alegría del Espíritu Santo, la alegría de los apóstoles.
En efecto, no era sólo una vida más exigente la que
Jesús les prometía. ¡Era sobretodo una vida más alegre, la
Vida verdadera!
Quiero terminar esta breve reflexión sobre la urgencia
evangelizadora hacia los pobres, propia de la llamada
cristiana, con las mismas palabras con las cuales termina la
oración a Nuestra Señora del Inca Perka:
Madre, por estas lágrimas tuyas, concede a los cóndores
la fuerza de volar allá abajo, donde reinan la inseguridad,
la autosuficiencia y los cálculos mezquinos… cada vez más
abajo, hasta el pantano de la droga, de la corrupción, del mal
y del pecado, para que presten sus alas a tantos jóvenes,
permitiéndoles así remontar en vuelo hasta las cumbres de
los Andes, en los cielos del Sur, y saborear el vértigo de la
caridad cristiana y la alegría de servir a los más pobres.
P. Giovanni Salerno, msp
Reflexión Bíblica
“El que acoge a un niño…”
P. Sebastián Dumont, msp (belga)
Querido lector:
En el Evangelio según San Marcos, por tres veces Jesús
anuncia su próxima pasión, muerte y resurrección (8,31;
9,31; 10,33-34.). Cada vez, la reacción de los Doce,
los primeros misioneros, es de incomprensión. En Mc
8,32, San Pedro se opone. En Mc 9,34, se nos dice que
“por el camino habían discutido sobre quién era el más
importante”. En Mc 10,35-41, dos de los Doce reclaman
los primeros puestos en el Reino. Pero Jesús quiere
que lo sigan por el camino de la entrega, del amor hasta
la muerte, para llevarlos a la resurrección. Por eso, a
la incomprensión cada vez sigue una instrucción de
parte de Jesús. La primera, dirigida a la gente y a los
discípulos, es una invitación a llevar la cruz detrás de
Él (8,33-38). La segunda y la tercera, dirigidas al grupo
reducido de los Doce, toca cada vez el mismo tema: el
servicio (9,35-50 y 10,42-45).
¡Escucha! Jesús “se sentó, llamó a los Doce y les dijo:
«Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos
y el servidor de todos». Y acercando a un niño, lo puso
en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: «El que acoge a
un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí; y el
que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me
ha enviado»” (Mc 9, 35-37).
¡Medita!
Jesús “se sentó, llamó a los Doce y les dijo”. Al
“sentarse”, Jesús toma la actitud del maestro… Se trata
de un discurso solemne, de una corrección importante
que Jesús les hace... y nos hace…
“Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos
y el servidor de todos”. Todo el discurso se va a regir
por este principio fundamental. Para ser el primero, hay
que ser el último. No es un contrasentido: Jesús aclara
enseguida en qué consiste esto de “ser el último”: significa
“ser el servidor” (diákonos, en griego). Al utilizar el término
diákonos, no se está refiriendo al “esclavo” (que se dice
más bien “doûlos” y denota sumisión forzada al dueño),
sino a aquel que, libremente, sirve a la mesa, cuida que
los demás estén bien atendidos, aun si esto implica
comer en otro momento, sacrificar su comodidad…
Jesús pide ser servidor “de todos”, sin ninguna excepción:
no solo “de mi grupo” o “de los importantes”. Uno será
“el primero de todos”, no cuando se preocupe de su
propia grandeza, sino cuando sirva a todos cuantos
pueda ayudar, sin ponerse límites. De ambiciosos que
buscan su propio interés, los Doce han de llegar a ser
“servidores de todos”.
“Acercando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo
abrazó”: Jesús quiere que los Doce dejen de mirarse a
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sí mismos y fijen su atención en el niño. “Lo puso en
medio de ellos y lo abrazó”: con este gesto muy humano,
muestra su amor y su interés por el pequeño. ¡Cuántas
veces el Santo Padre se hace abogado de los niños
aún no nacidos, abraza y bendice a los niños… y nos
recuerda así el gesto de Jesús!
“El que acoge a un niño como éste en mi nombre…”.
Los padres de familia, sea biológicos o adoptivos, saben
lo que significa “acoger a un niño”: no es una ayudita
fácil como el dar una limosna, sino que es realmente
poner a una persona en el centro de nuestra atención
y dedicarle casi todas nuestras energías. El niño
pequeño depende de muchísimos servicios para sus
necesidades materiales y espirituales. “Acogerle” es
asumir todos estos servicios. Algo así como Santa Marta
(cfr. Lc 10, 38-40) que, al “acoger” a Jesús (déchomai,
en griego, como en el texto que estamos comentando),
se quedó atareada en “el mucho servicio” (diakonía, en
griego, como en el presente texto, que habla de “ser el
servidor” como diákonos). Jesús pone este generoso
servicio como ejemplo modelo para los misioneros. Para
nosotros, Misioneros Siervos de los Pobres TM, estas
palabras nos son familiares, pues sabemos que los niños
huérfanos, abandonados, enfermos o minusválidos que
viven las 24 horas del día y los 365 días del año en
nuestras casas nos lo piden todo.
Pero el servicio, precisamente por eso, por el hecho de
que pone en ejercicio tantas virtudes, se vuelve el camino
de la auténtica grandeza, la grandeza del amor. Alguien
que estimo mucho me dijo una vez que Dios se había
servido del niño minusválido adoptado, para “obligarle” a
dar lo mejor de sí misma.
Jesús asegura: “El que acoge a un niño como éste
en mi nombre me acoge a Mí”. Con los ojos de la fe,
experimentamos el servicio como camino de comunión
con Dios. ¡Cuántos amigos nuestros, aun simplemente
visitando la sala San Rafael donde están nuestros niños
más minusválidos, han sido “tocados” por la gracia de
Dios, a veces hasta las lágrimas, y han vuelto a Él¡ Nadie
se aleja de un niño, de un pequeño, con el corazón
vacío. Esta comunión con Dios es también la que hace
realmente grande al hombre. Cuidémosla con la oración
y los sacramentos, dejando siempre espacio en nuestra
vida a los más pequeñitos.
¡Ora! “Dichoso el que cuida del pobre y desvalido…”
(Salmo 40,2)
¡Vive! ¿Acojo a los niños “en el nombre de Jesús”?
Tu hermanito misionero.
Reflexión Patrística
Las mujeres al servicio del Evangelio (I)
P. Walter Corsini, msp (italiano)
Queridos amigos:
Laudetur Iesus Christus! Después de haber hablado, en
el artículo anterior, del importante papel de muchas familias
y matrimonios en las primeras comunidades cristianas,
tomando como punto de referencia las figuras de Áquila
y Priscila, en este artículo y en el siguiente centraremos
nuestra atención en las numerosas figuras femeninas que
desempeñaron un papel efectivo y valioso en la difusión del
Evangelio en el cristianismo primitivo.
Desde el punto de vista cronológico, podemos clasificar
a estas mujeres en dos grandes grupos, en relación a dos
períodos: durante la vida terrena de Jesús y durante las
vicisitudes de la primera generación cristiana.
Durante su vida terrenal, de entre sus discípulos Jesús
escogió a doce hombres (que solemos llamar “los Doce”)
como padres o patriarcas del nuevo Israel, “para que
estuvieran con Él, y para enviarlos a predicar” (Mc 3, 14).
Este hecho es evidente, pero, además de los Doce, fueron
escogidas también muchas mujeres en el amplio grupo de
los discípulos.
En primer lugar, pensamos naturalmente en la Virgen
María, que con su fe y su obra maternal colaboró de
manera única en nuestra Redención, hasta el punto de que
Isabel pudo llamarla “bendita entre las mujeres” (Lc 1, 42),
añadiendo: “Bienaventurada la que ha creído” (Lc 1, 45).
María, convertida en discípula de su Hijo, en las bodas de
Caná manifestó una confianza total en Él (cf. Jn 2, 5) y lo
siguió hasta el pie de la cruz, donde recibió de Él una misión
materna para todos sus discípulos de todos los tiempos,
representados por san Juan (cf. Jn 19, 25-27).
Pensemos después en la profetisa Ana (cf. Lc 2, 36-38),
la samaritana (cf. Jn 4, 1-39), la mujer siro-fenicia (cf. Mc
7, 24-30), la hemorroísa (cf. Mt 9, 20-22) y la pecadora
perdonada (cf. Lc 7, 36-50).
Encontramos también a otras varias mujeres que de
diferentes maneras giraron en torno a la figura de Jesús
con funciones de responsabilidad. San Lucas menciona
algunos nombres: María Magdalena, Juana, Susana y
“otras muchas” (cf. Lc 8, 2-3). Asimismo, los Evangelios
nos informan de que las mujeres, a diferencia de los Doce,
no abandonaron a Jesús en la hora de la pasión (cf. Mt
27, 56. 61; Mc 15, 40) y de que la Magdalena se convirtió
también en el primer testigo y heraldo del Resucitado (cf.
Jn 20, 1. 11-18). Precisamente a María Magdalena santo
Tomás de Aquino le da el singular calificativo de “apóstol de
los Apóstoles” (“Apostolorum apostola”).
Y ¿cómo no pensar en las hermanas María y Marta?
Siempre me ha gustado considerar el hecho de que, si
Jesús estaba tan a gusto en la casa de Lázaro y de sus
hermanas, era porque la acogida era muy fraterna y le
permitía sentirse en familia y descansar.
No hablaremos aquí de las parábolas que tienen como
protagonista a una mujer [cf. la mujer que hace el pan (cf.
Mt 13, 33), la que pierde la dracma (cf. Lc 15, 8-10) o la
viuda que importuna al juez (cf. Lc 18, 1-8)].
Durante las vicisitudes de la primera generación
cristiana, en el ámbito de la Iglesia primitiva, la presencia
femenina tampoco fue secundaria. Pensamos en las cuatro
hijas del “diácono” Felipe, cuyo nombre no se menciona,
residentes en Cesarea Marítima, dotadas todas ellas,
como dice san Lucas, del “don de profecía”, es decir, de la
facultad de hablar públicamente bajo la acción del Espíritu
Santo (cf. Hch 21, 9).
San Pablo admite como algo normal que en la
comunidad cristiana la mujer pueda “profetizar” (1Co
11, 5), es decir, hablar abiertamente bajo el influjo del
Espíritu, a condición de que sea para la edificación de la
comunidad y que lo haga de modo digno. Por tanto, hay
que relativizar la sucesiva y conocida exhortación: “Las
mujeres cállense en las asambleas” (1Co 14, 34). Esta
afirmación ha sido tomada muchas veces como pretexto
para acusar el Apóstol de cierta aversión a las figuras
femeninas, cuando probablemente el desahogo se debe
a algunos casos concretos de aquel momento que Paolo
tenía bien presentes o cuyas consecuencias habían sido
especialmente negativas para la comunidad.
A lo largo de los escritos del Nuevo Testamento y de
los primeros testimonios escritos del cristianismo, es
indudable la importancia que también tuvieron las vírgenes,
que inmediatamente se trasformaron en una especie de
elemento indicante la madurez de una comunidad cristiana.
También es necesario recordar aquí cómo estas
figuras de “vírgenes” van caracterizando las primerísimas
comunidades cristianas, al punto que S. Pablo las considera
ya algo normal. Y es importante subrayar como tales
presencias hayan sido proféticas, no sólo por sus palabras,
de las cuales sin embargo no tenemos testimonios, sino
sobre todo por su vida de total consagración, alma y cuerpo,
al Señor.
Aquellas
primeras
discípulas
especialmente
consagradas al Señor -a la escuela de la Virgen Maríahan sido las que a lo largo de los siglos se convertirían en
comunidades religiosas que hacían y hacen del voto de
virginidad la expresión de su total dedicación al Esposo.
Es también a ellas que encomendamos todas las almas
consagradas, especialmente las del Movimiento, para que
sepan vivir con la misma entrega y entusiasmo el don de
haber sido llamadas a ser un don total a Dios y a la Iglesia
en los pobres.
Pág.3
Reflexión Eclesiológica
La Iglesia, Sacramento universal de salvación
(III)
P. Giuseppe Cardamone, msp (italiano)
En el artículo anterior, nos preguntábamos: “¿Cómo
se realiza la salvación? ¿Cómo llega la gracia al mundo?
Y, adentrándonos un poco más aún en el tema, ¿cómo
es que Dios salva al mundo?”.
Decíamos que la respuesta a estas preguntas es
única: “Sacramentalmente”. Hemos visto lo que esto
quiere decir en la Persona del Hijo de Dios hecho Hombre,
Jesucristo, cuya humanidad, llena del Espíritu Santo, es
el instrumento vivo a través del cual Dios salva al
mundo. Por lo tanto, el adverbio “sacramentalmente”
hace referencia al hecho que Dios ha escogido un
camino privilegiado y único a través del cual tocar los
corazones de los hombres: la Santísima humanidad de
Su Hijo, de la que la Iglesia es presencia viva. La Iglesia,
en efecto, es el Cuerpo de Cristo, y lo hace presente en
el mundo en múltiples maneras.
Es a través de los sacramentos que Cristo une a sí
la Iglesia y la transforma continuamente en Su Cuerpo,
llegando a ser con ella una sola carne (Cf. Ef 5, 31-32).
Con el Bautismo se nos hace el don de ser imagen del
Hijo de Dios, de modo que llegamos a ser miembros de Su
Cuerpo, la Iglesia. Esta unión y pertenencia es reforzada
y completada por el sacramento de la Confirmación, que
nos hace participar de su misma misión, y es aumentada
por la frecuente participación en la Eucaristía.
San Cirilo de Jerusalén, a propósito del Bautismo
y de la Confirmación, decía: “Bautizados en Cristo y
revestidos de Cristo, habéis sido hechos semejantes
al Hijo de Dios…; habéis sido transformados en Cristo
cuanto habéis recibido el signo del Espíritu s: (…)
definitivamente, sois imagen de Cristo. Una vez ungidos
con el ungüento material [en la Confirmación], habéis
sido hechos partícipes y consanguíneos de Cristo
mismo” (Catechesi, 21).
Respecto de la Eucaristía, San agustín, refiriéndose a
la intensidad de la unión espiritual de los cristianos con
Cristo como fruto de la comunión eucarística, afirmaba
que “no sólo somos hechos cristianos, sino que hemos
llegado a ser Cristo mismo” (In Iohannis Evangelium
Tractatus, 21, 8).
Por lo tanto los Sacramentos hacen a Cristo presente
y operante en Su Iglesia, para que ella esté presente y
operante en el mundo como Cuerpo suyo, como Cristo
mismo, y colabore así, activamente, como instrumento
suyo, en la obra de transformación del mundo según la
voluntad de Cristo, lo que san Pablo llama “hacer que
todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos
y lo que está en la tierra” (Ef 1,10).
Comprendemos bien, entonces, el sentido de las
palabras de SAN LEÓN MAGNO, cuando invita a los
cristianos a una vida de santidad como respuesta a
Pág.4
los dones recibidos de Dios en los Sacramentos arriba
citados que no casualmente son conocidos como
Sacramentos de la iniciación cristiana: “Reconoce,
cristiano, tu dignidad y, hecho partícipe de la naturaleza
divina, no quieras volver a la abyección de hace un
tiempo con una conducta indigna. Recuerda quién es tu
Cabeza y de qué Cuerpo eres miembro. Recuerda que,
arrancado del poder de las tinieblas, has sido transferido
en la luz del Reino de Dios. ¡Con el sacramento del
bautismo has llegado a ser templo del Espíritu Santo! No
alejes a un huésped tan ilustre con un comportamiento
reprobable y no te sometas nuevamente a la esclavitud
del demonio. Recuerda que el precio pagado por tu
rescate es la sangre de Cristo” (Discursos, Homilía 1
sobre la Navidad).
La unión con Cristo realizada por el Espíritu Santo en
los Sacramentos -unión que nos hace miembros de su
Cuerpo, la Iglesia, instrumentos vivos para la redención
de la humanidad y, por este motivo, portadores de Cristo
en el mundo- es proclamada claramente por el texto
arriba citado, por el cual los bautizados son “hechos
partícipes de la naturaleza divina”. Cristo nos une a sí
donándonos Su Espíritu, que obra en nuestro corazón
sanando las heridas del pecado original y elevando
las facultades humanas, concediéndonos una nueva
capacidad de obrar, signo de una vida nueva. Por lo
tanto, en la medida en que el Espíritu Santo nos santifica,
nos une a Cristo, nos hace semejantes a Él y nos hace al
mismo tiempo instrumentos adecuados para comunicar
la salvación del mundo.
En un artículo anterior hemos explicado cómo la
palabra “santidad” no signifique otra cosa que no sea
la capacidad de amar misericordiosamente. El Señor,
a medida que nos salva, nos hace capaces de amar
misericordiosamente y, por ende, capaces de abrir
los corazones de los hombres al don de la salvación.
En efecto, el encuentro con la misericordia divina, a
través de la Iglesia, es la única experiencia capaz de
provocar la conversión de los corazones. Así, SAN
JUAN CRISÓSTOMO, ante tan grande misterio, escribe:
“Es más fácil que el sol no caliente ni ilumine, a que
el cristiano no brille; es más fácil que la luz se vuelva
tiniebla, a que esto no suceda. No digas: -Esto es
imposible-; imposible es más bien lo contrario” (In Acta
Apostolurum Homilia XX, 4). Comprendemios mejor,
entonces, por qué “todo lo bueno que el pueblo de Dios
puede ofrecer a la familia humana, durante el tiempo de
su peregrinaje terrenal, proviene del hecho que la Iglesia
es «el sacramento universal de la salvación»” (Gaudium
et spes, 45). Unidos a Dios, nos volvemos instrumentos
de Su amor misericordioso, el único capaz de salvar.
Reflexión Moral
El pecado venial
P. Agustin Delouvroy, msp (belga)
En el último artículo hemos visto que “el pecado mata”,
refiriéndonos sobre todo al pecado mortal. Hemos de
estudiar ahora la realidad del pecado venial. Todo esto
sin olvidar que la existencia del pecado y la lucha contra
el pecado son ante todo una señal de la misericordia de
Dios en cuanto que Dios los permite solamente en vistas
de la conversión del hombre (cf. Rom 11, 32).
- La Sagrada Escritura nos habla de unos pecados
que producen la muerte y excluyen del Reino de los
Cielos (cf. St 1, 15 y Gal 5, 19-21) y de otros pecados
que no privan de la gracia y la amistad con Dios:
“Aunque toda maldad es pecado, no todo pecado
lleva a la muerte” (1Jn 5, 17). Nos habla a menudo de
aquellas otras culpas que cometen los justos, incluso
con frecuencia (cf. Prov 24, 16; St 3, 2; 1Jn 1, 8).
Así la Iglesia ha ido distinguiendo entre pecados
mortales y veniales. Los Santos Padres se refieren
a menudo a los pecados veniales, cotidianos, y los
distinguen de los mortales en razón de que los veniales
no es necesario confesarlos, pues se perdonan por la
oración y las obras de caridad (cf. Catecismo de la
Iglesia Católica, n° 1875). El Magisterio ha enseñado
la existencia de los pecados veniales y toda persona
de buena voluntad reconoce con facilidad que hay
una diferencia esencial entre matar a alguien y faltar
de respeto a alguien.
- Entre el pecado mortal y el venial hay “una
distinción esencial y decisiva” (Juan Pablo II.
Exhort. Apost. “Reconciliatio et Paenitentia”, n° 17) y
no sólo una diferencia de grado. Sólo en el pecado
mortal se da plenamente la esencia del mal moral.
Éste nos aparta radicalmente de Dios, nos priva de
la misma vida del alma en cuanto nos hace perder la
gracia y no podemos recuperarla sin una intervención
nueva y gratuita de la gracia de Cristo.
Si hacemos una comparación con el amor
matrimonial, podemos decir que, si el esposo comete
adulterio, la alianza matrimonial sufre una herida
mortal que necesita de la gracia de la confesión para
no desembocar en la desesperación. Pero el esposo
puede herir a su esposa también con alguna reacción
impaciente, sin que su fidelidad hacia ella sea anulada.
Así en el pecado venial la voluntad permanece unida
a Dios, si bien imperfectamente. “El pecado venial
deja subsistir la caridad, aunque la ofende y la hiere”
(Catecismo de la Iglesia Católica, n° 1855). No priva
de la gracia santificante y ni siquiera la disminuye.
“Entraña un afecto desordenado a bienes creados;
impide el progreso del alma en el ejercicio de las
virtudes y la práctica del bien moral; merece penas
temporales. (…) No obstante, el pecado venial no
nos hace contrarios a la voluntad y la amistad divinas;
no rompe la Alianza con Dios. Es humanamente
reparable con la gracia de Dios” (Catecismo de la
Iglesia Católica, n° 1863).
- “Se comete un pecado venial cuando no se observa
en una materia leve la medida prescrita por la ley
moral, o cuando se desobedece a la ley moral en
materia grave, pero sin pleno conocimiento o sin
entero consentimiento” (Catecismo de la Iglesia
Católica, n° 1862). En el primer caso tenemos, por
ejemplo, un acto de pereza, una palabra o una risa
superflua, un deseo vanidoso o un acto de gula.
- “El pecado venial deliberado y que permanece
sin arrepentimiento, nos dispone poco a poco
a cometer el pecado mortal” (Catecismo de la
Iglesia Católica, n° 1863). “Estos pecados, que
llamamos leves, no los consideres poca cosa: si los
tienes por tales cuando los pesas, tiembla cuando
los cuentas. Muchos objetos pequeños hacen una
gran masa; muchas gotas de agua llenan un río.
Muchos granos hacen un montón” (San Agustín, In
epistulam Johannis, 1, 6). La confesión tiene un gran
valor también para los cristianos que no han caído en
ningún pecado mortal.
- “Sean ustedes perfectos como es perfecto el
Padre de ustedes que está en el Cielo” (Mt 5, 48).
El pecado mortal y el venial son dos realidades que se
oponen a la vida bienaventurada. La vida cristiana es
mucho más que el empeño por evitar los pecados: es
un empeño activo, con obras positivas, por vivir todas
las virtudes y desarrollar el amor a Dios y al prójimo
con plenitud, abandonando toda la propia vida a su
divina Voluntad. De hecho la comunión con Jesús,
las más de las veces, se manifiesta y desarrolla a
través de la fidelidad hacia Él en los aspectos más
ordinarios y sencillos de nuestra vida. A causa de la
herida original, aun estando en gracia, el hombre
no logra evitar siempre todo pecado venial (cf.
Catecismo de la Iglesia Católica, n° 1863).
Sin embargo, sin una lucha serena y asidua contra
los pecados veniales el hombre vive una vida
cristiana como a medias, sin experimentar la grandeza
del amor de Dios. Es importante que luchemos ante
todo contra los pecados veniales deliberados, pero
también contra los pecados veniales semi-deliberados,
los cometidos por debilidad e incluso contra las simples
imperfecciones que no suponen transgresiones de lo
que Dios manda. Las imperfecciones son actos de un
cumplimiento imperfecto de la voluntad de Dios. Así son,
por ej., las faltas del oportuno fervor en la vida de oración,
la insuficiencia de celo apostólico y de generosidad, etc.
Pág.5
Reflexión Espiritual
Seguimiento e imitación de Cristo:
II.- Encuentro y Conversión
P. José Carlos Eugénio, msp (portugués)
La llamada divina y la respuesta del hombre crean
el encuentro personal con Jesús. La vida espiritual sólo
comienza de veras cuando se da este encuentro. Y
este encuentro, si es intenso, empuja fuertemente a la
conversión.
Desafortunadamente,
ocurre
con
demasiada
frecuencia haber sido bautizado, ir a misa, comulgar,
confesarse, tener dirección espiritual, rezar, etc., sin
haber tenido un auténtico encuentro personal con Cristo.
Infelizmente, ésta es la situación de muchos cristianos.
Y aquí reside una de las causas más importantes por las
que no todos los cristianos llegan a tener una verdadera
vida espiritual.
Esto se puede entender mejor se lo vemos a la luz de
la Biblia en la llamada de Samuel (cfr. 1Sam 3, 1-21) y
en el drama de Job.
La historia de la vocación de Samuel es conocida por
todos: el Señor llama repetidamente al joven Samuel
que, suponiendo que quien le llama es el sacerdote
Elí, su maestro, acude inmediatamente adonde él las
tres veces que escucha la llamada. A la tercera, Elí
comprende que sólo puede haber sido el Señor a llamar
al joven, y le dice entonces: “Vete y acuéstate; y, si
te llama, dirás: -Habla, Señor, que tu siervo escucha”
(1Sam 3, 9). Samuel hace así y el Señor le confía la
misión a la que lo ha destinado.
Fijémonos en un detalle: la justificación que da el
texto del por qué el joven Samuel no había entendido
quién lo llamaba. Dice el texto: “Aún no conocía Samuel
al Señor, pues no le había sido revelada la palabra del
Señor” (1Sam 3, 7). Leyendo este versículo en clave
personal, se puede interpretar en el sentido de que,
aunque Samuel estuviese al servicio del Señor en el
Templo bajo la guía del sacerdote Elí desde hacía algún
tiempo, fue aquel encuentro nocturno a determinar su
verdadero nacimiento a la fe y a dar inicio a un auténtico
progreso espiritual. Es decir que, sólo a partir de ese
encuentro con el Señor, Samuel queda habilitado como
profeta.
En suma, se puede pertenecer a la Iglesia y servir
frecuentemente en el templo como Samuel y, no obstante
ello, no haber comenzado el camino de la fe verdadera y
propia. Un camino que inicia, en efecto, sólo cuando nos
encontramos personalmente con Jesús o, mejor dicho,
cuando permitimos que Jesús entre en nuestra casa, tal
como ocurrió con Zaqueo.
Este inicio debe coincidir no tanto con una
ceremonia, sino con un verdadero y real encuentro
personal con Dios, tal como admirablemente afirma la
célebre declaración que Job le hace al Señor al final
de su dramática experiencia: “Yo te conocía sólo de
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oídas, pero ahora te han visto mis ojos” (Job 42, 5).
La experiencia de Job es una nueva percepción de la
realidad de Dios. Anteriormente, Job no tenía de Dios
más que una idea comúnmente aceptada: “Yo te conocía
sólo de oídas”; pero al final se encontró personalmente
con Dios: “pero ahora te han visto mis ojos”. Si es verdad
que el Job “religioso” existía también antes de esta
experiencia, el Job “hombre de fe” comienza su camino
sólo en este encuentro personal con Dios, encuentro
que, independientemente de la recuperación de la salud
y de la dignidad, lo hace un verdadero creyente, lo pone
de lleno en el camino de Dios.
Muchos cristianos viven en la misma situación de
Job cuando conocía al Señor “sólo de oídas”: nunca han
tenido una experiencia personal de encuentro con Jesús.
Cuando acontece este maravilloso encuentro personal
entre el hombre y Cristo, el hombre experimenta y
atestigua una realidad vivida. Cristo ya no es algo lejano
o alguien de quien sólo se ha oído hablar, sino que es
una persona real, viva y cercana, adueñada del corazón,
y que empuja a seguir su ejemplo y estilo de vida. En
definitiva, se trata de la misma experiencia que hicieron
los primeros seguidores de Cristo y todos los santos.
En los evangelios se ve con claridad como este
encuentro personal con Jesús provoca un cambio
profundo, una verdadera conversión, y que a su vez
mueve instintiva y espontáneamente al seguimiento. Es
decir, la llamada es, ante todo, un hecho sobrenatural y
está ordenada a un fin sobrenatural; por lo tanto, supone
siempre una transformación interior o conversión que
sólo el Espíritu Santo puede realizar.
Obviamente, esta obra es posible gracias a la
disponibilidad del hombre a responder generosamente.
Pero es siempre el Espíritu Santo quien pone en el
hombre este instinto interior que le hace tender hacia
un fin superior y le dirige hacia una misión específica,
infundiéndole la convicción de ser llamado por Dios a ir
por este camino y no por otro, a entrar en este estado de
vida y no en otro.
Y ésta es una gracia que encierra un poder de atracción
que conduce a una conversión la persona llamada.
No se trata simplemente de ponerse en el seguimiento
de alguien durante cierto tiempo, más o menos largo y
determinado, para adquirir la formación necesaria. Quien
decide seguir a Jesús rompe todos los puentes con el
pasado, deja lo anterior, para comenzar una nueva vida.
La fe deja de ser algo aceptado pasivamente, como por
herencia o costumbre, y pasa a ser algo hecho propio
de manera activa y personal. Esto fue lo que vivió, por
ejemplo, santa Teresa del Niño Jesús a los 14 años (cf.
Historia de un alma, c. 5).
Reflexión Vocacional
Los Oblatos (V)
P. Alvaro Gómez Fernández, msp (español)
Hemos ido viendo la importancia de vivir nuestra
existencia cristiana en “clave” oblativa, debiendo
aplicar esta dimensión de ofrecimiento a todo (trabajo
y descanso, alegrías y penas…), pero sobre todo a
nuestros sufrimientos, pues ellos son la expresión de la
Cruz. Y esta Cruz no es un “opcional” en nuestro camino,
sino condición indispensable de nuestro seguimiento
de Cristo: “El que quiera seguirme, que se niegue a sí
mismo y tome la cruz” (cfr. Mt 16, 24-26; Mc 8, 34; Lc 9,
23; y también Mt 10, 38 y Lc 14, 27).
No dejemos pasar inadvertido el detalle de la forma
condicional de la expresión: “El que quiera venirse
conmigo” (o sea: “si quieres…”, cfr. Mt 19, 17. 21). Y
es que Dios nunca impone nada; propone, dejándonos
a nuestra libertad, que, cuando hacemos buen uso de
ella (optando siempre por el bien, según el tradicional
concepto de Santo Tomás de Aquino) es para nosotros
fuente de méritos; y, por el contrario, cuando hacemos
mal uso de ella, es motivo de nuestro pecado y perdición.
Humanamente nos repugna la cruz; tendemos a
rechazarla. Sólo la fe nos puede ayudar a no ver en
ella un absurdo sino una riqueza. No la buscamos (eso
sí podría ser enfermizo, salvo excepciones), pero sí
debemos aceptar con paz y humildad aquella que nos
llega sin haberla pretendido.
Voy a servirme de algunas citas que pueden servir
de “punto de apoyo” o instrumento para profundizar en
ello. Confieso que soy un gran coleccionista de citas
(…¡casi llega a ser una “adicción”! ¿Irá esto contra el
voto de pobreza evangélica? Lo digo por lo del afán
de acumular…), y reconozco que son un gran apoyo
en todos los sentidos: como material para ejercitar mi
ministerio de la Palabra y para aplicarme sus enseñanzas
en los momentos de necesidad, como contenido para mi
oración o meditación... Tengo recaudadas de todo tipo:
bíblicas, del Magisterio, de escritos y vidas de santos y
también de autores no “catalogados” como “religiosos”:
Dostoyevski, Chesterton, Tagore… (os animo a que
adquiráis este mismo saludable “vicio”).
Comienzo con una cita de San Pablo: “Dios me
libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor
Jesucristo” (Gal 6, 14), lo que le lleva a afirmar, en otro
lugar: “Nos gloriamos hasta en las tribulaciones” (Rom
5, 3). Y es que tenemos el perenne peligro de buscar
nuestra propia gloria (móvil para nuestro pecado), cuando
en cambio (como expresa San Ignacio de Loyola) el fin
de la vida del hombre es buscar sólo la gloria de Dios
(móvil para la vida de gracia).
Pero, con relación a esta glorificación de Dios (en
alusión a la primera cita de San Pablo), ¿cómo no
gloriarse (complacerse, alegrarse, jactarse…) por el
extremo amor de Dios manifestado hacia el hombre (hacia
mí) que le lleva al más total anonadamiento y entrega,
que simboliza y expresa la cruz? Y, por tanto, ¿cómo
no alegrarme (en alusión a la segunda cita) y glorificar a
Dios (darle gracias, ensalzarle, alabarle, bendecirle, …
en vez de estar quejándosele o renegando de Él) cuando
se me presente la oportunidad de asociarme a esa cruz,
a través de mis tribulaciones (sean de la naturaleza que
sean: físicas, espirituales, morales…) colaborando, de
ese modo, con Dios en la Redención del mundo?
Sigo mi lista de citas, para corroborar lo dicho, pero
esta vez del Catecismo de la Iglesia Católica: “Los
hombres, cooperadores a menudo inconscientes de
la voluntad divina, pueden entrar libremente en el plan
divino no sólo por su acciones y sus oraciones, sino
también por sus sufrimientos (cf. Col 1,24). Entonces
llegan a ser plenamente «colaboradores de Dios» (1
Co 3,9; 1 Ts 3,2) y de su Reino (cf. Col 4,11)” [CCE,
307]; y más adelante añade: “Por su pasión y su muerte
en la Cruz, Cristo dio un sentido nuevo al sufrimiento:
desde entonces éste nos configura con Él y nos une
a su pasión redentora” [CCE 1505]. ¿Ya ven? ...No
me estoy inventando nada. Nuestro sufrimiento no es
algo negativo. Si lo vemos sólo desde el punto de vista
humano o racional, claro que lo es: escándalo y locura
(cfr. 1 Cor 1, 23 ...¡seguimos con el vicio de las citas!);
pero desde la fe, mirado con los ojos de Dios, desde
su “pupila”, se torna en fuerza y sabiduría de Dios (allí
mismo: vers. 24).
“Nos unimos a sus sufrimientos como el cuerpo a
su cabeza. Sufrimos con él para ser glorificados con
él” (Lumen Gentium, n° 7). El sufrimiento, aceptado
con agradecimiento y ofrecido con amor, nos hace coredentores y colaboradores con Dios en la Salvación del
mundo. Es hacer vida lo que celebramos litúrgicamente:
“En la Eucaristía, el sacrificio de Cristo es también el
sacrificio de los miembros de su Cuerpo. La vida de
los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su oración y su
trabajo se unen a los de Cristo y a su total ofrenda, y
adquieren así un valor nuevo. El sacrificio de Cristo
presente sobre el altar da a todas las generaciones de
cristianos la posibilidad de unirse a su ofrenda” [CCE
1368]. ¡Qué potencial! ...¡No lo desaprovechemos!
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Ancianos, enfermos y encarcelados que ofrecen
sus sufrimientos por los pobres del Tercer
Mundo, así como todos aquellos que han
acogido y hecho suyo en la vida el carisma de
los Misioneros Siervos de los pobres del Tercer
Mundo.