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¿QUÉ HACE LA GENTE?
Bartomeu Marí
Situada cronológicamente en los inicios del nuevo siglo, la obra de Asier Mendizabal
mana de una tradición del arte impulsada desde la estrategia del montaje
cinematográfico –como instrumento de representación-narración eminentemente
moderno– y está emparentada con la de la escultura constructiva que hunde sus
raíces en la utopía abstracta de las primeras décadas del siglo xx. Al mismo tiempo,
esta obra se refiere constantemente a representaciones de costumbres propias
de la cultura popular para precisamente llegar a problematizar la noción de «lo
popular», situándola entre lo atávico –la tradición cuyos orígenes ya no se recuerdan
conscientemente– y la invención, la innovación reciente. Lo popular, de hecho, no debe
tener nada que ver con aquello que tiene orígenes remotos, ni puede reducirse a un
objeto material determinado en el tiempo: lo popular no es algo eterno; se origina en
algún momento y también llega a desaparecer. Lo popular, aquí, es lo contrario del
«pop». No es necesariamente lo que gusta o lo que se quiere, sino lo que se hace y se
repite. Mendizabal enfoca la atención hacia la convivencia de un conjunto de valores
aparentemente antagónicos. Plantea así la interrogación: ¿es lo popular contrario a lo
moderno?
Ambas líneas temáticas –lo popular, lo moderno– se han encontrado en varias
ocasiones a lo largo de la historia reciente. Ciertos iconos e ideas fundamentales de lo
moderno se han hecho muy populares hasta convertirse en la mayor banalidad posible,
o simplemente han servido de estratagema para fundamentar extorsiones a escala
mundial y sinsentidos de actualidad insoportable. Mendizabal mira hacia lo moderno
desde una posición posformalista que descansa en usos de la imaginería y la cultura
de una Europa donde los procesos de disgregación social y de recomposición de
comunidades han constituido las acciones más sólidas en su ámbito social. Los signos,
símbolos y rituales que identifican a un grupo concreto son tan firmes como movibles
y localizables momentáneamente en un período histórico dado. La convivencia de dos
(o más) grupos de rituales y signos ocupa un papel preponderante en el trabajo del
artista: por una parte encontramos los signos y actitudes políticas y estéticas asociadas
a la vertiente radical del rock and roll desde los años ochenta; por otra los gestos
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colectivos asentados en el tiempo que se han convertido en costumbres en una
sociedad que ha vivido el origen y el final de la industrialización en un mismo siglo.
El signo identificador de una banda de rock convive con la popular fanfarria que recorre
las calles del barrio. Los carnavales y sus preparativos coexisten con las leyes estéticas
e ideológicas del cine. Los lazos que constituyen y deshacen el compañerismo y las
extensiones o sustituciones de las relaciones de familia se mezclan con el anonimato de
las manifestaciones multitudinarias. La construcción de barrios obreros en la periferia
de las ciudades y zonas industriales precede a lo que se denomina ahora vivienda social
y disemina formas de un urbanismo estigmatizado ahora pero antaño celebrado.
La geografía humana y el paisaje social del País Vasco mantienen relaciones entre
lo rural y lo urbano que no se excluyen ni se atomizan. Al contrario, fluctúan el uno
en el otro en un paisaje donde la montaña, el valle y sus mitologías conviven y no
consienten cisma entre la fábrica y la pradera, ni fronteras entre el pueblo y la urbe.
Es probablemente el escenario perfecto para la escenificación de una esquizofrenia
que se alimenta de la improbable simbiosis entre claustrofobia y agorafobia.
Hace pocos meses, los responsables de la documenta 12 en Kassel formulaban una
interrogación que daba lugar a una de las secciones más prometedoras de la muestra:
¿es la modernidad nuestra antigüedad? La pregunta puede parecer retórica, sobre
todo si se considera «la modernidad» como una entidad única, unívoca e indivisible,
marmórea. Se hubiera podido decir, por ejemplo, ¿se ha quedado anticuado lo
moderno? O, ¿nos hemos olvidado de los orígenes intelectuales del mito del progreso?
O simplemente, ¿es la modernidad un producto del entusiasmo romántico?, etcétera.
Y de hecho, la interrogación nos hace pensar en la posibilidad de que ya hayamos
salido de la modernidad, de que lo moderno sea algo pasado cuyos componentes
puedan ahora rescatarse para estudio o disfrute arqueológicos, y de que aquello que
no fuera moderno y que supuestamente desapareció, la tradición, lo irracional, no
sea más que una muy remota prehistoria de la que no nos queden más que vestigios
ilegibles y sin apenas entidad material. Solo noticias que han llegado con retraso.
Mendizabal, como he mencionado antes, recurre a una técnica eminentemente
moderna –el montaje cinematográfico– como estrategia de construcción y como
instrumento narrativo. Su obra «representa» a través del relato y, aun siendo
profundamente iconográfica, siempre alude a una narración donde el tiempo y la
acción intelectual son los verbos de la frase. Su proyecto estético no busca ningún tipo
de conciliación de opuestos ni de síntesis superadora. Pero sí pone de manifiesto las
deudas que los proyectos liberadores explicitados en la versión emancipadora de lo
moderno tienen con ciertos puntales de las tradiciones populares rurales (Goierri
Konpeti) y urbanas (Pabilioia, Bilbao). Es como si la constatación de las disoluciones
de la utopía del siglo xx se encontrara injertada con la supervivencia de los ritos
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colectivos del siglo xxi. Las microutopías construidas desde el mundo de las músicas
emanadas del rock and roll a partir de los años ochenta son centrales para entender
la obra de Mendizabal.
Hacia mediados de los años ochenta, el mundo de la música comercial vivió
un cambio brusco de rumbo, común en los vaivenes pendulares que han dominado
desde hace décadas la industria discográfica. El suicidio de Ian Curtis en 1980,
cantante, compositor y líder del grupo Joy Division, dio paso a la reestructuración
de los restantes miembros del grupo, quienes formarían inmediatamente después
la banda New Order. Los primeros álbumes de New Order incluían todavía letras,
melodías y una instrumentación peculiar que los emparentaban con la belleza
cáustica de numerosas canciones de Curtis. Pero, paulatinamente, la introducción
de ciertos aparatos electrónicos, especialmente de percusión, iría configurando
una música de corte animado, sabor veloz, melodías desenfadadas y ritmo
extrañamente bailable. Nacía la música electrónica de baile. El rock conquistaba
las pistas de baile de las discotecas, que sustituían el escenario oscurecido por el
humo y las luces de colores fuertes. La música en directo de formato «cabaret» iría
desapareciendo y el disc-jockey iniciaba su presencia como maestro de ceremonias.
El entretenimiento ganaba protagonismo a la revuelta poética, aunque solo fuera
aparentemente. Joy Division injertó poesía en la entonces ya repetitiva escena del punk.
Esencialmente, el punk constituyó la formulación estética más lograda y probablemente
nunca superada de lo que hoy denominamos actitudes antisistema. Subcultura que
animó comportamientos autodestructivos, el punk vio cómo sus componentes más
superficiales fueron rápidamente comercializados. Su vertiente de denuncia ha ido
resucitando paulatinamente y de manera estéticamente anárquica en los últimos años.
Mendizabal bebe de dos fuentes del movimiento punk. Por una parte, el abandono de
la consecuencia formal, o estilo, y por otro el mantenimiento de un bagaje material que
se explicita en signos y citas visuales. El movimiento denominado Rock Radical Vasco,
influido formalmente por el punk, se disolvería paulatinamente bajo presión judicial
en algunos casos. Grupos como los Dead Kennedys, Black Flag y otros, transportarían
estas actitudes estéticas y políticas hacia los primeros años de la década de los
ochenta.
La comercialización de la música popular, acunada por la connivencia de los
medios de comunicación de masas, sobre todo la televisión, había discurrido a la par
del nacimiento y crecimiento de casas de discos independientes, es decir, no formaban
parte de los grandes sellos multinacionales que controlaban el mercado e imponían
gustos, tendencias, tipos de música y creaban y deshacían públicos, modas, audiencias
y gustos. Los sellos independientes de música, con sus publicaciones en papel y
sus emisoras de radio, fueron poco a poco desapareciendo a principios de los años
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noventa, engullidos y fagocitados por aquellas mismas multinacionales de quienes
se propusieron ser alternativa. Una norma reguladora del espacio de las emisiones
radiofónicas dejó sin voz a una multitud de pequeñas emisoras libres. A finales de los
noventa, los medios digitales de comunicación, almacenamiento y reproducción iban a
cambiar radicalmente la industria de la música para hacer bascular los protagonismos
dentro del sector. La recepción de la música, que se había convertido en una transacción
comercial, sigue siendo una transacción: pero sus intermediarios y sus canales han
hecho cambiar las rutas.
Desde antaño ha existido una música eminentemente comercial y músicas
ideológicas, es decir, tradiciones musicales cuya intención ha ido más allá del mero
hecho de la transacción y cuya razón de ser ha existido en las ideas y en la expresión
del descontento y el desacuerdo. La poesía sobre papel no ha sido un gran objeto de
intercambio comercial y las músicas populares emanadas del rock han constituido
esa especie de terreno propio a la comunicación de la revuelta y de la que la poesía
constituye una faceta muda. Del desacuerdo proviene la revuelta y toda revuelta se
expresa a través de un correlato estético.
El paso de los años ochenta a los noventa será recordado en la historia como el
canto del cisne de la música material: en 1989 «cayó» el muro de Berlín, la prueba más
tangible de la separación del mundo en dos sistemas antagónicos, en dos modelos de
sociedad y de dos maneras de organizar la vida en común. La desaparición de la esfera
política comunista, devorada por el sistema liberal y mercantilista, dejaba el mundo
huérfano de utopías fuertes. Era como si en el mundo ya no fueran a caber las ideas
que podían dar lugar a un espacio de resistencia, aunque solo fuera mental. La rebelión
individual parecía quedar sometida al capricho de la ley del beneficio mayor y más
veloz. Todavía apenas se hablaba de globalización: el discurso feminista había ayudado
a introducir el reconocimiento a las culturas minoritarias o periféricas, a los discursos
subalternos y a comportamientos sociales regidos no solo por la pertenencia a una
clase o grupo económico, ideológico o cultural, sino que los gregarismos se fundaban
también en actitudes o comportamientos sexuales o estéticos antes ignorados o,
simplemente, invisibles.
Los últimos veinte años del siglo pasado han sido prolijos en las oscilaciones de
las marcas principales en torno a las cuales unas cuantas generaciones de individuos
pudieron organizar sus códigos estéticos, ideológicos y sociales con relación a lo
político. La relación del individuo con una comunidad, con un grupo (familiar, de
amistades, de intereses comunes…) ha sido vivido de manera diferente. Y en esta
esfera de relación, la toma de conciencia de que los destinos de cualquiera estaban
siendo decididos por unos pocos reunidos fundamentalmente en el hemisferio norte del
planeta, determina la naturaleza del desacuerdo y hace variar sus expresiones estéticas.
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Mendizabal construye obras que crean instantes de gran poder simbólico al amparo
de signos conocidos por el grupo e imágenes de un realismo aparente. Pero este
realismo no es nunca literal. Buscando en las fallas de la modernidad (económica y
funcional) que ha llegado tarde al propio territorio y ya desposeída del deseo de erigirse
en lenguaje universal, al artista le queda el terreno de lo vernáculo como espacio de
investigación y fuente de significados. La modernidad llega a territorio hispano ya
convertida en modernismo: la industrialización del País Vasco en los años cincuenta,
la alteración de una composición social y demográfica semirrural a través del fenómeno
de la inmigración y la evolución de una situación política polarizada desde los años
sesenta e institucionalizada desde principios de los ochenta van dejando transpirar los
efectos de la globalización en la producción y consumo de bienes, ideas e imágenes.
Las ideas fundadoras de lo moderno –eficacia, racionalidad, progreso, economía de
los gestos, simplicidad de las formas, mecanización…– y sus corolarios sociales
–igualdad, educación, salubridad y saneamiento…– tuvieron correlatos estéticos
relativamente desfasados hasta finales del siglo xx. Paradójicamente, en la entrada
del entorno cultural vasco en el siglo xxi ha primado la construcción de imágenes que
tienen más de vernáculo, de lo propio distintivo, que de lo pretendidamente universal.
Los elementos visuales que nos amalgaman tienen potentes instrumentos para
imponerse. Aquellas imágenes que nos definen y nos identifican necesitan el poder
del simbolismo para circular entre los miembros de su clientela.
Una fotografía sin título de 2003 [p. 8] nos ofrece una visión de un entorno
urbano, una calle, una avenida repleta de gente. Se trata muy probablemente de
una manifestación, en la que la gran mayoría de los asistentes mira en una dirección
concreta dando la espalda al objetivo del fotógrafo. Ningún signo o detalle nos informa
de la naturaleza de esta reunión multitudinaria; nada indica velocidad o nerviosismo
en los componentes de esta riada humana. A fuerza de mirar fijamente la imagen o
de buscar en ella los signos que nos permitan descifrarla, llegaremos a contemplar
una composición abstracta, un paisaje urbano normal y cotidiano en las ciudades
del País Vasco de las últimas décadas. Puede tratarse de una manifestación política
–pero no vemos símbolos de partidos como suele ser costumbre en estos casos–, una
protesta silenciosa, de duelo o de resignación, o la preparación de una celebración.
La serie de fotografías en blanco y negro Pabilioia (2002-2003), nos confronta con una
composición más inquietante, la de grupos reducidos de gente que se reúnen en
torno a construcciones y coches o remolques de camiones en un espacio cerrado,
un almacén o aparcamiento. Un grupo más nutrido se ha reunido formando un
corro delante de una escalinata ancha en la entrada de un edificio de hormigón de
grandes dimensiones, un mercado, un almacén… Ambas situaciones son, a primera
vista, indescifrables, pero reúnen un grupo de individuos en torno a una acción y una
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negociación: la acción corresponde a la preparación de las carrozas del carnaval de
Bilbao: una de las fiestas más populares y dispuestas a diferentes modos de revuelta
hacia los poderes fácticos (la ironía, el escarnio, la burla); la negociación fue, de hecho,
real, y consistió en el debate de si la comparsa en cuestión debía salir a la calle o no.
Los motivos que contribuyen a crear estas situaciones son desconocidas para el
espectador. Bilbao (2002-2003) documenta por su parte un momento en la construcción
de las «txoznas» o escenarios o casetas temporales que se montan en las calles de
los pueblos y ciudades vascas en sus fiestas principales. Se trata de estructuras
de mecanotubo a medio construir (¿o a medio desmontar?) cuyas paredes acogen
un universo gráfico estéticamente variopinto pero de claro componente reivindicativo
(«Represión, no», «Ilegalización, no», «Tortura, no»). Escenarios para conciertos de rock,
para discursos políticos o reivindicativos, para representaciones de teatro de calle
o puntos de encuentro para agrupaciones o asociaciones festivas, las construcciones
en cuestión remiten a figuras de lo gregario, a la reunión temporal y a objetivos
compartidos en un momento dado, a la fiesta y a la manifestación.
Ciertas formas de autoorganización colectiva han sido intensamente utilizadas
como cooperativas de producción en el País Vasco desde los años setenta. Son
organizaciones que sustituyen el formato de la fábrica para dar lugar a modos de
convivencia que implican aspectos como la educación, la salud, el comercio, la
vivienda… Han sido casos de síntesis de colectivismo y productivismo que se
extienden en la era de la globalización. Los logotipos de empresas han llegado a
condensar ansias de reconocimiento nacional que encuentran traducción en la vida
cotidiana, en el mundo del deporte o en ámbitos de la cultura. Esta tradición tiene una
extensión en la gestión de símbolos propios y en la búsqueda de monumentos que
expresen la relación de la comunidad con la historia.
En el año 1993 algunos habitantes del barrio bilbaíno de Otxarkoaga decidieron
que era hora de celebrar a los autores de la ideología liberadora del proletariado y
recuperaron dos bustos de Marx y Lenin, traídos desde países del Este europeo al
municipio madrileño de Parla. El ayuntamiento madrileño no permitió su instalación
allí, y fueron seguidamente reclamados por los otxarkoagarras para conmemorar el
marxismo en su plaza principal. Otxarkoaga (M-L) (2007) es una de las últimas obras
de Mendizabal que parece cerrar el círculo iniciado con las referencias a las formas de
los logotipos de grupos musicales que reúnen e identifican posiciones ideológicas
y estéticas.
Bartomeu Marí es Conservador jefe del Museu d’Art Contemporani de Barcelona.
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