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LA LEY DE CONCILIACIÓN DESDE UNA APROXIMACIÓN A LA PROFESIÓN
DOCENTE: LA SOLUCIÓN COMO PROBLEMA
Cristina Guirao Mirón
Universidad de Murcia
[email protected]
Tel: 968367829
Un no, dicho a la vida, trae a la luz, como por arte de magia,
una multitud de síes más delicados.
Nietzsche
Resumen
La teoría feminista supone un planteamiento crítico que renueva aspectos
epistemológicos y metodológicos para las ciencias sociales, así como aspectos políticos,
inherentes al contrato social implícito en los roles de género establecidos socialmente
para hombres y mujeres. Su influencia se ha plasmado, sin duda, en las nuevas leyes
emanadas de los dos últimos gobiernos (la ley de Conciliación de la vida familiar y
laboral durante el gobierno del P.P y la ley de Igualdad con el actual gobierno del PSOE).
Sin embargo, la influencia de los estereotipos sociales de género sigue estando vigente
tanto en las nuevas leyes –aunque de forma más sutil-, como en los usos que hacen los
propios actores sociales.
La profesión docente, la primera que se feminiza, constituye un campo interesante para
explorar las variables asociadas que explican el uso de permisos de paternidad implícitos
en las nuevas leyes que suponen un cambio de roles. Nuestro punto de partida es
averiguar si las nuevas leyes llamadas de “conciliación” reproducen o no los estereotipos
de género (justo lo contrario que se pretendía), precisamente en una de las profesiones
más feminizadas, como la docente.
Palabras clave: conciliación, profesión docente, permisos paternidad, esfera públicaprivada, sociedad patriarcal, reproducción de roles de género.
1
Antecedentes históricos al problema de la conciliación familiar y laboral: espacio
privado/ espacio público
Las investigaciones sobre género de finales de los 60 y principios de los 70 estuvieron
guiadas por una pregunta clave: cuál podría ser la causa de la opresión universal de la
mujer. Descartadas las explicaciones biológicas: que el varón era más fuerte o que la
maternidad condicionaba físicamente a la mujer; se trataba de buscar respuestas que
evitaran la evidencia y la simpleza de explicar en términos biológicos las conductas
sociales.
En una primera aproximación a este aspecto, Nancy Chodorow atribuye a la maternidad
no biológica, es decir, a las consecuencias sociales de la maternidad, como son el cuidado
de los niños, una de las causas del status inferior de las mujeres. (CHODOROW,1979).
Realmente, las complejas relaciones que entre hombre y mujer se dan en la realidad
social, requerían de investigaciones sociológicas que pusieran al descubierto el entramado
de la construcción social de ambas identidades. El patriarcado como forma de
organización que establece relaciones de dominación y subordinación del hombre sobre la
mujer (y del adulto sobre el joven), es uno de los primeros marcos de interpretación,
análisis y crítica social. En 1970 Kate Millet publica su obra Política Sexual, dejando
claro que el patriarcado como forma de dominación masculina, supone la división sexista
de la sociedad, siendo las mayores armas de este sistema su longevidad y su
universalidad.
Bajo el paradigma del patriarcado, unos años después, y con menos carga ideológica,
empezó a utilizarse el concepto sistema de género como construcción cultural de las
identidades y relaciones entre los sexos. Este nuevo marco de interpretación saltaba de
ciencias afines a la sociología como la antropología y fue acuñado en 1975 por G. Rubin.
Con él se enfocaba el problema de la dominación desde otra cara del poliedro. Para
empezar, Rubin afirmó que las necesidades humanas vinculadas a la sexualidad y la
reproducción rara vez se satisfacían en cualquier sociedad de modo natural. La práctica
sexual está culturalmente determinada por lo que, a partir de la existencia del sexo
biológico, se construye un género social que requiere un sistema de organización social
2
para que se pueda desarrollar y mantener, como es, sin duda, la división del trabajo entre
hombre y mujer y otras formas de relación social como el parentesco y el matrimonio
(FRUTOS, 1997: 11)
El concepto de gender o género aparece en la tradición norteamericana en los años 70, se
define como un producto cultural e histórico, opuesto a la definición esencialista de las
diferencias fisiológicas entre los sexos ya mencionadas.
(BRAIDOTTI, 2002:287).
Según Braidotti, género es una construcción social que depende de factores ideológicos,
culturales, religiosos, étnicos e históricos, que nada tiene que ver con el sexo y la
diferencia puramente biológica entre hombres y mujeres, pero que articula las diferencias
sociales entre los sexos, convirtiendo estas diferencias en factores estructurales en la
organización de la vida social. Así, gender pasó a ser una categoría de comprensión
básica de los estudios norteamericanos sobre la mujer, Women´s Studies, en los años 70,
y en España contó con una rápida aceptación académica como categoría de análisis y
estudio aunque controvertida dentro del activismo feminista.
Con la aparición del feminismo liberal, tras la Segundo Guerra Mundial, se articularán,
también, dos categorías más que arrojaran luz al estudio de las desiguales relaciones de
género. Se trata de la dicotomía privado /publico y de la teoría de los roles sexuales. Bajo
esta nueva tipología, el resultado de la asignación histórica de roles a los géneros tiene
como consecuencia inmediata, el que la mujeres sean relegadas al ámbito privado de la
esfera doméstica y los hombres se realicen en el ámbito público o productivo.
No fue realmente hasta la Industrialización, S XIX, que estas dos esferas o ámbitos
acabaran por separarse y configurar dos espacios distintos que a la larga devendrían en
dos identidades sociales también diferentes. En la Edad Media y hasta la Revolución
Industrial, la vida familiar y profesional creaba una unidad indiferenciada, la propia
organización del trabajo se configuraba en unidades interdependientes o interconectadas
que intercambiaban bienes y servicios y, aunque las relaciones entre los sexos eran de
dominación masculina, la unidad familiar distribuía su tiempo y ambos cónyuges
equilibraban su carga de trabajo.
3
Con el inicio de la Revolución Industrial -y hasta prácticamente bien entrado el siglo
XX- se producen cambios fundamentales en la estructura económica y social. De
entrada, el triunfo del individualismo tiene dos perfiles, político: el individuo es
ciudadano y votante; económico: el individuo es productivo. La familia en este nuevo
marco deja de ser el centro de la unidad social, como había sido en la Edad Media, y pasa
a ser ahora subsidiaria de los derechos del individuo. Para empezar, el trabajo se organiza
en unidades interdependientes con un creciente número de conexiones entre sí, se
empiezan a crear las cadenas de producción, se premia la productividad individual. El
hombre asume la responsabilidad de producir para aportar dinero a casa, cuanto más
trabaje, mejor cumple su deber. La mujer asume las tareas del hogar y es en este
escenario histórico en donde los dos ámbitos y las consiguientes roles que llevan
implícitos se separan definitivamente. En cuanto a las relaciones entre sexos siguen
siendo de dominación, pero al final de esta etapa se consigue la igualdad formal ante la
ley.
Con la expansión y evolución del capitalismo a lo largo del siglo XX esta división sexual
se consolida. Lo cierto es que la adscripción prioritaria de los hombres a la producción y
de las mujeres a la reproducción se afirmó como forma de división sexual del trabajo de
las sociedades industrializadas, contribuyendo, además, a delimitar nuevas formas de
segregación sexual de los mercados de trabajo y constituyendo, por ello, la base material
de la subordinación femenina en el capitalismo maduro (FRUTOS, 1997)
Así las cosas, el trabajo doméstico aún siendo un trabajo complementario para el sistema
capitalista por las funciones que realiza, entre otras: la gestión de la administración de la
casa y del consumo familiar; las tareas educativas con relación a los hijos -además de los
cuidados de salud y de bienestar-, la necesidad de un ambiente armónico que compense
la dura vida del trabajo en el ámbito público, nunca fue considerado como tal por el
capitalismo ni, desgraciadamente, por sus críticos o detractores. Trabajo productivo y
reproductivo acaban finalmente configurándose como antitéticos, siendo esta antitesis
uno de los pilares de la modernidad.
De hecho, producción y reproducción son dos condiciones de existencia, dos fuerzas
productivas fundamentales en el mantenimiento de la sociedad. Existen en toda sociedad,
4
diferenciadas e interrelacionadas, por un lado la producción y cuidado; por otro la
producción de bienes naturales. Y como roles productivos no se encuentran predeterminados históricamente, al contrario –como hemos ya mencionado–, su
universalidad ha pasado por diferentes configuraciones históricas según el modelo de
sociedad. Curiosamente, y aquí es donde queremos ir a parar, lo que no ha variado es la
asignación inmutable del rol reproductivo y doméstico a la mujer y del rol productivo al
hombre
Esta inalterabilidad: hombres adscritos a la producción, mujeres a la reproducción,
(inclusos independientemente de que las mujeres participen también en la producción),
marcará sobretodo las identidades masculina y femenina. Así, se definirá al hombre como
cabeza de familia, “el ganapan” para todos los miembros de hogar y a la mujer como
custodia del hogar. El rol de productor o “ganapan” llevó al hombre al éxito en el espacio
público, mientras las mujeres quedaban recluidas en el interior de la familia. Al excluir a
las mujeres de la vida pública se las relega a un papel marginal, a una situación de
infantilismo social.
Sin duda, este rol de la mujer es uno de los más universales y arraigados. Sustrato
ideológico del patriarcado como sistema de estratificación sexual, y transmitido a través
del proceso de socialización por la familia (siendo las mujeres también transmisoras de la
mentalidad patriarcal), la escuela, las instituciones públicas, la iglesia o el Estado. La
dificultad para transformar estos roles procede del hecho de que afecta a nuestro propio
“yo”, se convierte en nuestra esencia identitaria. Habría que deconstruir el conocimiento,
la ciencia, la historia y hasta la propia autopercepción.
Heidi Hartmann considera que la jerarquía antagónica creada entre el capitalista y el
obrero está basada también en otras jerarquías, como son las raciales y las de género.
Esta autora denomina la “base material del patriarcado” a la interdependencia existente
entre los hombres y que les permite llevar a cabo un dominio sobre las mujeres.
Probablemente los capitalistas hubieran deseado que trabajaran las mujeres (aunque no
las suyas), pero pronto captaron que no era viable la reproducción de la clase obrera en
las condiciones draconianas. que admirablemente describe Victor Hugo en los Miserables
(FRUTOS, 2008). Los obreros varones a través de los sindicatos se decantaron por una
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legislación proteccionista para las mujeres. Los patronos consideraron que retirando a las
mujeres obreras del mercado de trabajo ganaban en estabilidad, lo que podían perder en
beneficios inmediatos: “el salario familiar puede ser interpretado como una solución al
conflicto en torno a la fuerza de trabajo femenina que se produjo entre los intereses
patriarcales y los capitalistas de aquella época” (HARTMANN, 1975: 99-100).
Son muchos los autores que sostienen que la subordinación de la esfera reproductiva a la
productiva no es algo propio del capitalismo sino que antecede a la aparición de este
como sistema de producción. En esta línea se enmarcan los trabajos de Susana Narotzky
para quien en la economía familiar se establecen también unas relaciones de producción,
dominación y sociales que son ahistóricas y que no dependen tanto del sistema
económico capitalista (NAROTZKY, 1995). Por ello, más que hablar de trabajo
doméstico, deberíamos hablar de economía familiar como unidad de producción en la
que existen relaciones de poder entre los miembros del grupo familiar, y en la que las
decisiones y estrategias pueden ser distintas generando conflictos latentes o manifiestos.
En otra línea, los trabajos de Gary Becker para quien cada miembro de la familia acabará
especializándose en aquello que mejor sabe hacer en beneficio de la satisfacción del
grupo: los hombres en el trabajo mercantil, las mujeres, en el doméstico (BECKER,
1987). Esta interpretación se relaciona con el paradigma de comprensión funcionalista;
según el cual, la división sexual del trabajo, como las leyes del mercado, obedece sólo a
parámetros funcionales (PARSONS, 1970).
La división sexual del trabajo conlleva valoraciones diferentes: la producción masculina
“vale” más que la femenina, siendo a menudo, incluso, idénticas. Una gran parte del
trabajo que realizan las mujeres en el ámbito privado permanece invisible y no se
contabiliza en las Cuentas Nacionales, a pesar de su importancia social y de su
contribución a la riqueza y bienestar nacional (DURÁN, 2000).
El trabajo doméstico resulta invisible entre otras razones porque no entra dentro de la
categoría “producción mercantil” que requiere del intercambio y la retribución de
mercancías. El trabajo doméstico, la producción de subsistencia, la producción informal,
el voluntariado entran dentro de la clasificación: producción de no mercado y, además, en
estos casos, si hay mercancía ésta no va destinada al consumo del mercado sino al del
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propio productor y miembros de la familia, con el agravante de no estar remunerada.
Algunas autoras sugieren, como hipótesis de trabajo, que si suprimiéramos la imputación
del trabajo doméstico al grupo social de las mujeres, se vendrían abajo las relaciones
sociales y el poder que ejercen los hombres sobre las mujeres, fundamentado,
precisamente, en la división sexual del trabajo (SCHEWEITER, 2000: 143).
Sin duda alguna, la no conversión de la actividad doméstica en mercancía, es el factor
determinante de su exclusión de los tipos de trabajo. El paradigma marxista de
comprensión y definición de las relaciones y fuerzas productivas del capitalismo, –bajo
el cual, el trabajo es definido como la transformación de la naturaleza en mercancía con la
consiguiente remuneración, por el empleo de una fuerza productiva–, olvidó definir el
trabajo doméstico enterrándolo aún más en su invisibilidad y, lo que es peor, ignorando
el análisis, investigación y consiguiente crítica de las condiciones reales de explotación
femenina.
El trabajo doméstico consiste propiamente en cuidados, no sólo biológicos, de las
fuerzas productivas. Cuidados que no son materialmente tangibles, que ni se compran ni
se venden, y tras los que no se obtiene remuneración ni por supuesto plusvalía 1.
Digamos que el trabajo doméstico es un esfuerzo sin recompensa y además invisible. Así
las cosas, la producción doméstica ha sido reiteradamente ignorada como parte de la
economía, ajena al concepto de trabajo (MARTINEZ VEIGA, 1995: 14).
El reduccionismo económico excluye de su categorización los recursos que no tengan
relación directa con el mercado o la actividad mercantil, por ello las mujeres que trabajan
en la esfera doméstica no pueden ser consideradas activas por cuanto que su trabajo se
orienta a la producción y distribución de bienes no dirigidos al mercado “la identificación
de la noción de trabajo con trabajo mercantil y la de trabajo productivo con trabajo
remunerado ha ido relegando al olvido gran parte del trabajo de las mujeres, el que se
realiza en el ámbito doméstico, concretamente el que está orientado a la producción
doméstica consistente en actividades no remuneradas que son realizadas por y para los
miembros del hogar” (FRAU, 1998: 22)
7
El debate sobre el concepto de trabajo se introduce en las Ciencias Sociales de manera
interdisciplinar y se hace extensible, en los años 60, al trabajo doméstico. No siendo
considerado hasta entonces ni por la sociología ni por la historiografía del trabajo ni por
la economía como tal. Y fue a finales de los 70 cuando se inició una corriente de
investigación que defendió la tesis de que el Capitalismo rompió con las formas
preindustriales de división sexual del trabajo. Según esta interpretación, la expulsión de
las funciones de la reproducción de la esfera productiva supuso la marginación social del
trabajo reproductivo y, con ello, también la de las mujeres. (FRUTOS, 1997: 36) Lo
cierto es que la separación del hogar y del trabajo dio como resultado el surgimiento del
trabajo doméstico, tal y como se entiende hoy y, sobre todo, de su invisibilidad. A partir
de que la casa se convirtió en un lugar de consumo más que de producción de bienes,
como sucedió en las épocas previas a la industrialización, el trabajo doméstico se volvió
invisible conforme se iba definiendo el trabajo real como aquel por el que se percibe un
salario.
Fue también en los 70, y con el renacimiento del feminismo de cuño marxista, que se
abrió de nuevo el debate en torno al trabajo doméstico y su invisibilidad. Se abrieron dos
frentes de discusión: el concepto de trabajo doméstico, del que ya hemos hablado, y la
posición de clase de las mujeres. Respecto a este último, sólo añadir, que las nuevas
interpretaciones feministas se decantaron por interpretar la situación de la mujer no en
términos de clase, sino de género arrojando nueva luz a las relaciones entre el capitalismo
y el patriarcado.
Al llegar al siglo XX, y tras la Segunda Guerra Mundial, los países occidentales asisten
a la renovación del capitalismo, en lo que se ha denominado el Well Fare (el sistema del
Estado de Bienestar fordista) y que va a imperar hasta la crisis del petróleo de 1973,
aproximadamente. Durante esta etapa, una amplia capa media de la población mejora sus
posiciones, se impuso el pleno empleo masculino inspirado en las teorías de Keynes, y
las mujeres ejercieron de “amas de casa” para un amplio porcentaje de población.
Pero a partir de la crisis del petróleo, el sistema introduce el mercado de trabajo de forma
competitiva, y las mujeres aparecen como elementos útiles para esa renovación del
sistema. Las mujeres quieren entrar en el mercado de trabajo, ya no para hacerse la dote
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y abandonarlo después para casarse, sino que quieren permanecer en él, una vez que han
tenido acceso a la educación. Ello va a suponer una crisis del modelo de los roles
complementarios.
El reconocimiento del trabajo doméstico como parte de la economía ha sido muy
importante, sin duda, la incorporación de la mujer plenamente al mercado laboral ha sido
el detonante de esta situación. No obstante, en nuestras sociedades occidentales, esta
incorporación no ha supuesto el fin de la división sexual del trabajo. La mayor presencia
femenina en el mercado laboral ha sido inversamente proporcional a la posición
desfavorable que las mujeres ocupan en él. Las funciones de reproducción continúan
siendo la causa de la desigualdad laboral.
La doble jornada o alternancia entre la actividad laboral y el trabajo doméstico es la
nueva realidad social de la mujer. Para Durán la aceptación de la “jornada interminable”
por parte de muchas mujeres, es el precio involuntariamente pagado por la aceptación de
valores igualitarios en el ámbito público, que no se corresponden con cambios en la
división de la carga global de trabajo (DURÁN, 1991). Pero hay que señalar que desde
hace un cuarto de siglo, algunos factores están debilitando esta rígida división sexual del
trabajo, parece que la presión social e ideológica va disminuyendo y que ya algunos
hombres alternan con mayor compromiso tareas domésticas y laborales en igualdad con
la situación de la mujer. Por aquí aún queda mucho camino, de momento, constatar que la
barrera infranqueable entre público y privado empieza a perder su grosor y en esto tiene
mucho que ver la incipiente visibilidad del trabajo doméstico.
Históricamente el matrimonio, la reproducción y la familia han sido los tres ciclos
principales de abandono de la mujer del trabajo mercantil o bien de la doble jornada o de
la alternancia entre ambas. “Estos tres ciclos condicionan la forma de acceder, salir,
regresar y estar en el mercado laboral”. Siguiendo a M. Frau podemos distinguir tres
etapas por las que pasa el proceso de incorporación de la mujer al mercado de trabajo. La
primera iría del arco de edad comprendido entre los 20 a 24 años que es el periodo de
máximo de actividad. La segunda de los 25 a los 40 años, en este arco se produce el
abandono del mundo laboral, el matrimonio, los hijos y cuidados familiares marcan esta
renuncia. Y la tercer etapa que comienza a partir de los 40 años y que se caracteriza por
9
la doble jornada o doble presencia. La mujer tiene los hijos mayores y se decide a volver
al mundo laboral compatibilizando ambas tareas (FRAU, 1998: 31).
Sucede que hasta hace poco en España con el primer hijo se abandonaba el mundo
laboral -madres trabajadoras- y no se volvía a él hasta que los hijos se hacía mayores.
Hoy, y en la categoría –esposas trabajadoras-, nos encontramos que con los primeros
hijos, las mujeres concilian ambas esferas bien a tiempo completo bien mediante tiempos
parciales. Así las cosas, distinguimos tres opciones:
1. Doble jornada o doble presencia: la realizan la mayor parte de las mujeres en
algún momento de su vida. Normalmente la doble jornada se inicia con el
matrimonio o con la vida en pareja
2. La retirada de la mujer del mundo laboral: suele suceder con el nacimiento del
primer hijo, que la mujer ve restringida su actividad sólo a las tareas domésticas.
Se trata de un ciclo que puede ser definitivo o temporal.
3. Doble presencia pero en tiempos parciales: la opción más reciente que ha venido
de la mano de las Políticas de Igualdad, para aliviar la carga laboral de las mujeres
en proceso de reproducción y que, en principio, permite conciliar más
amablemente las tareas productoras y reproductoras.
Estudios recientes, Martín Llaguno (2007), hechos en diversas profesiones demuestran
que la conciliación siempre va en detrimento de uno de los dos ámbitos, produciendo en
el ámbito laboral, sobre todo en la empresa privada, segregación vertical y horizontal.
Siguiendo a la autora:“ la renuncia a la centralidad de la vida laboral en beneficio de la
familiar se ha relacionado con los fenómenos de segregación vertical y horizontal que
afectan a las mujeres. La renuncia a la centralidad de la vida familiar, en beneficio de la
laboral, tiene conexión con el descenso de la tasa de fecundidad, puesto que el retraso o
la anulación de la maternidad-paternidad no son infrecuentes en algunos grupos de
trabajadores” (MARTÍN, 2007)
En el nuevo escenario de la sociedad de la información y del conocimiento, el crecimiento
exponencial del sector servicios amplió la demanda laboral, hoy la mujer se ha
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incorporado plenamente al mundo del trabajo, siendo una importante fuente de ingresos.
Ahora, tanto ellas como ellos contribuyen a la economía doméstica, son las parejas de
doble ingreso. De igual manera y a raíz de estos cambios de escenario, la familia
tradicional ha sufrido también modificaciones sustantivas; los nuevos modelos de
organización familiar y la crisis del patriarcado han producido modificaciones en la
institucionalidad de la unidad familiar y en el reparto de roles y funciones.
Llegados a este punto surgen multitud de preguntas ¿Quién va a cuidar de los niños, a
los enfermos, a los mayores? El debate refleja el conflicto entre una estructura hecha
para que las mujeres se mantengan especializadas en las funciones del cuidado y la nueva
realidad económica basada en que hombres y mujeres obtengan un salario en el trabajo
remunerado. El conflicto es real para muchas personas, pero ya no pueden encontrarse
soluciones individuales, sino colectivas. Se demandan estructuras igualitarias pues, como
señala U.BECK (2002) no se puede alcanzar la igualdad con estructuras desiguales.
Ante este debate surgen dos posturas posibles:
•
La conciliación es cosa de mujeres, postura que va a tener su expresión en
muchas leyes del Estado del Bienestar. Parte de la idea de que las madres tienen
derecho a trabajar y hay que ayudarlas. Las leyes facilitan que las mujeres
puedan seguir cumpliendo su función doméstica.
•
El reparto igualitario del trabajo doméstico y laboral y, entonces, es preciso
generar un nuevo contrato social entre mujeres y hombres.
El hecho es que el debate entra en la política una vez que aparece el problema: al querer
mantenerse las mujeres en el mercado de trabajo. Se da la circunstancia de que las
mujeres entre 25-54 años, se han incorporado al mercado de trabajo de forma masiva,
consiguiendo frenar el descenso de la tasa de actividad global en España, ya que en 1976
solo un 29% de mujeres de ese grupo de edad eran activas, mientras que en 1999 la
proporción ascendía ya a casi el 60%. Este hecho ha contribuido a cambiar la imagen
social de las mujeres en el sentido de que se ha reconocido cada vez más su derecho al
trabajo remunerado y a compartir las tareas domésticas.
11
En un estudio realizado por el CIS (1995), un 91% de los encuestados consideraba que el
hombre y la mujer deben contribuir a los ingresos familiares y seis de cada diez personas
rechazaban la idea de que “el deber de un hombre es ganar dinero y el deber de una mujer
es cuidar de su casa y de su familia”. El modelo tradicional de roles complementarios
entre hombres y mujeres sólo era aprobado por un 29% de la población, identificándose
con él, sobre todo, las personas mayores y con menos nivel educativo. De acuerdo con
este modelo, el tipo de familia preferido, desde mediados de los años noventa, es aquel
en que hombre y mujer trabajan y se reparten las tareas domésticas y el cuidado de los
hijos. No obstante la experiencia demuestra que cuando nacen los hijos son las mujeres
las que en mayor número abandonan el mercado de trabajo, debido a su mayor
inestabilidad y a un menor salario. La idea que subyace en nuestra sociedad es que son
las mujeres las responsables del cuidado de los hijos y aunque en un plano formal se
acepte su incorporación al espacio público, se sigue considerando como típicamente
femenino el espacio privado, aunque sean los dos sexos -hombre y mujer-, quienes
trabajen fuera.
Varias son las dimensiones implícitas en este problema. Por un lado, es un problema
económico. En efecto, la estrategia competitiva de todos los países de nuestro entorno
europeo es la de que se incremente el número de población ocupada, como ya fue
señalada en la Cumbre de Lisboa del año 20002.
Es también un problema social, en tanto que hoy la sociedad es más compleja y, por
tanto, la conciliación es más difícil. Cada vez hay más problemas con la población
dependiente (los niños, los nuevos adolescentes y su relación con la institución escolar y
la vida adulta, los mayores -que se encuentran en una situación más solitaria que en otras
épocas cuando había familias extensas y las mujeres no trabajaban-). La sociedad tiene
que solucionar la atención a la población dependiente.
Esping Andersen al hablar de los estados de bienestar señala la interrelación existente
entre familia, mercado y Estado. En la familia, el reparto de tareas según todos los
estudios al respecto sigue siendo un espacio muy desigual y asimétrico. En los estudios
2
La inmigración está resolviendo algo pero no es suficiente. El horizonte de Lisboa era que, para el 2010,
la tasa de ocupación femenina alcanzara el 60%, cuando, en la actualidad, ni siquiera llega al 45%.
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realizados sobre profesiones en los que trabajan los dos miembros de la pareja, la
situación más compartida se producen cuando la pareja no tiene hijos (FRUTOS, 2007),
pues las parejas con hijos tienden a reproducir los roles de género. Ante la posibilidad de
renunciar a la carrera profesional casi siempre es la mujer la que se sacrifica. La solución
más bien corre a cargo de las redes de mujeres existentes en la familia (abuelas, madres e
hijas) como apunta en sus estudios Constanza Tobío (1998), o bien se recurre a la
contratación de mujeres empleadas en el servicio doméstico o bien las propias mujeres se
autoexplotan al intentar cumplir con todos los roles.
Los hombres cuando empiezan a hacer algún tipo de tareas domésticas no se integran
por igual -en cuanto al tiempo ni en cuanto a la actividad. Comparten algunas actividades
del trabajo reproductivo, como el cuidado de los hijos (SUBIRATS, 2002). Ellos suelen
dedicarse a tareas de gestión del tiempo, arreglos caseros, lavado de coche, la compra (las
tareas más agradables, como la de cuidar de los niños). Por término medio las mujeres
dedican 7 horas 22´ al trabajo domestico, mientras que el tiempo de los hombres
es
menos de la mitad (3 horas 10´).
Es poco lo que se ha avanzado en las empresas. Suelen ser las grandes empresas las que
han aplicado una responsabilidad social con las familias, pero este tipo de medidas no
está diseñado para todos los trabajadores, más bien recaen sobre trabajadores de alta
cualificación, no con aquellos que son fácilmente sustituibles. Las medidas se orientan a
hacer más fácil la conciliación a través de políticas de flexibilidad, oficinas virtuales,
apoyo efectivo, etc.
En cuanto al Estado, crea derechos a través de la legislación laboral, apoyos a las
familias, y tiene una función ejemplarizante en tanto crea modelos de conciliación que se
podrían imitar por parte de las empresas privadas. No obstante, el hecho de que el
trabajo del funcionario puede ser visto como un privilegio por el resto, plantea
problemas a la hora de buscar soluciones de conciliación.
La profesión docente y la ley de conciliación vida laboral y familiar
La actitud de la sociología de la educación ante los problemas de la discriminación de la
mujer ha ido evolucionando a partir de los años 60. Al, principio esta rama de la
13
sociología constató las desigualdades entre mujeres y hombres y las explicó atendiendo a
variables que se encontraban fuera de la escuela: discriminación en la familia y en el
mercado de trabajo. En una segunda fase, la sociología de la educación se ha cuestionado
la idea de una escuela neutra para ambos sexos, siendo un mecanismo de reproducción de
las diferencias. En este sentido la escuela no sólo no contribuye a eliminar las diferencias
de clase social y género sino que además las reproduce. (BOURDIEU, 1977)
Esta desigualdad es también observable cuando hablamos de feminización de la profesión
docente. Tres de cada cinco profesores son mujeres y según ascendemos en la estructura
educativa y subimos a niveles superiores: Secundaria, Bachiller, Universidad esta
proporción se invierte notablemente en favor de los hombres. Las profesoras se
concentran en los primeros niveles del sistema educativo y van reduciendo su presencia
conforme se avanza hacia la enseñanza universitaria.
Esta feminización de los primeros tramos del sistema educativo es sintomático de la
división sexual del trabajo, que la sociedad patriarcal impone asignando roles a géneros.
Así, el rol de crianza de las mujeres se proyecta en el mercado laboral. Las maestras son
las encargadas de transmitir los valores de la sociedad y el papel de educadora es en
cierto modo una continuación del rol femenino. Las profesoras continúan esta tarea en la
escuela. (FRUTOS, 1997)
Los sociólogos de las profesiones distinguen entre profesiones y semiprofesiones.
Aunque en ambos casos se requiere una cualificación experta, el grado de autonomía es
diferente. La autonomía, la motivación, el autogobierno y posesión de un conocimiento
teórico especializado es mayor en el caso de las profesiones. Las semiprofesiones se
caracterizan, en cambio, por una formación más corta, menor status social, menor acervo
de saberes y menor autonomía. (ETZIONI, 1966), a lo que hay que añadir, como señala
Etzioni, dos rasgos más: la burocratización y la feminización. Es evidente que la
profesión docente especialmente en los primeros años del sistema educativo es
considerada una semiprofesión.
Precisamente las Políticas de Igualdad y en concreto la Ley de Conciliación han
permitido a un sector tan feminizado como el docente, disfrutar de permisos y licencias
14
para compatibilizar la vida laboral y familiar y por ello este sector es representativo de
la división sexual del trabajo. Así, siendo la profesión docente una profesión de igualdad
en horarios, sueldo y tareas observamos en la tabla la alta proporción de mujeres que
hacen uso del permiso por cuidado de hijos menores: 1293 frente a 45 hombres. Igual
sorpresa produce el recién estrenado permiso de paternidad 20 hombres en el nivel de
primaria, 35 en secundaria.
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Permisos de
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32
Reducción de jornada
713
SECUNDARIA- Personal Docente: 2.913
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Cuidado de hijos menores
53
Cuidado de hijos
menores
516
15
Permisos de maternidad
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Lactancia
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Permisos de
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Reducción de jornada
180
Reducción de jornada
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Fuente: Consejería de Educación. Región de Murcia
Mención aparte merecen los usos de los tiempos parciales, consistentes en permisos de
reducción de jornada, que en la docencia pueden ser de un tercio o de media jornada, y
que normalmente son solicitados por casos de atención y cuidado de personas
dependientes y en los que el porcentaje de mujeres suele ser muy alto:
Datos relativos a tiempos parciales
Personal Docente
Desde el 01/01/1996 a 01/01/2007.
PRIMARIA
TOTAL: 1.022
Hombres
204
Mujeres
818
SECUNDARIA
TOTAL: 3.745
Hombres
1.585
Mujeres
2.160
Fuente: Consejería de Educación. Región de Murcia
El hecho es que, en cualquier profesión, los permisos de maternidad y la reducción de
jornada siguen siendo más usados por las mujeres en una proporción mucho mayor que
sus compañeros varones. Sólo en Europa el 6,3 % de los hombres en activo trabajan a
tiempo parcial, frente al 33,7% de las mujeres. (EUROSTAT, 2000)
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Continuamos viendo como algo natural e incuestionable la división sexual del trabajo.
Así, la mujer estará siempre condenada a la doble jornada. Realmente, la Ley de
Conciliación como solución problematiza aún más el problema.
Para empezar, defender que la conciliación es un problema de las mujeres supone verlas
a ellas como cuidadoras únicamente, en lugar de entender que el coste de la conciliación
se debe a una desigualdad histórica de los géneros. De hecho, la ley perpetúa la
asignación de roles y abisma aún más la separación espacio privado/público; trabajo
reproductivo/productivo, legislando exhaustivamente los tiempos de duración de ambos
y su posibles incompatibilidades.
El problema de la conciliación es, en primer lugar, un problema estructural de
desigualdad de género, arraigado en el imaginario social, y tiene su causa, en nuestro
mundo de hoy, en la falta de corresponsabilidad de tareas entre hombres y mujeres. Para
encarar este problema el Estado debe aumentar los permisos por paternidad, que
fomenten la responsabilidad de tareas en la vida doméstica y familiar, las ayudas tanto
directas (subsidios) como indirectas (fiscales) y la creación de infraestructuras como
servicios de guardería, centros de mayores, atención a domicilio…
Conclusiones
Tiempo de mujeres, tiempo de feminismo, dice el libro de Celia Amorós (2000), y es que
algo ha cambiado notablemente respecto al siglo XX. De entrada, la mujer hoy ya no
pide la inclusión y el reconocimiento de su visibilidad en el espacio público, pues está
inmersa en él, sino el derecho a compaginar, a conciliar dignamente el espacio privado o
doméstico con el espacio público o laboral. Dejamos atrás un siglo de grandes
conquistas. El siglo XX vino marcado por tres hechos fundamentales: el reconocimiento
del derecho a voto, con la consiguiente autonomía legal respecto a los derechos civiles, el
acceso a la igualdad educativa y la entrada masiva en el mundo laboral.
El siglo XXI, es el siglo de la visibilidad, de la conquista y el reconocimiento en el
espacio público, no quiere esto decir que antes las mujeres no figurasen en foros
públicos, que no protagonizaran hechos notables, que son siempre parcamente recogidos
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por la historiografía oficial o androcéntrica, y que no fueran y sean el soporte de la esfera
privada, no, digamos que lo que ha cambiado en el siglo XXI es la irrupción de la mujer
en el espacio público como agente de cambio social, con un golpe al patriarcado, visible
en la crisis y transformación de la familia patriarcal. La incorporación de la mujer al
mundo laboral plenamente legitimó su poder de dominio y negociación frente al hombre
(CASTELLS, 2000). Además de imponerle una dura doble jornada: cuidado de hijos,
tareas del hogar, lo que ha ido permeabilizando la conciencia de las mujeres en el
reconocimiento de su dignidad laboral y familiar, de su ciudadanía, de su proyecto de
hacer converger vida familiar y profesional, si es que esto es posible. La mujer del siglo
XXI es madre, esposa, profesional y ciudadana… casi nada: una vida plena.
Por ello, en este siglo XXI de las revoluciones tecnológicas, de la economía informacional
global, de los cambios y avances tecnológicos en la reproducción humana, siglo complejo
y vulnerable, aún quedan batallas que librar. La asignación ahistórica del espacio
doméstico como lugar de realización de la feminidad, sigue siendo un lugar común, piedra
angular del patriarcado, con el que, en cualquier momento de la vida toda mujer ha de
encarar. El Estado de bienestar ha de ser el primero en proporcionar un contrato de
ciudadanía que permita la igualdad, sin caer en el prejuicio de asignar identidades
psicosociales a cada uno de los géneros. El sexo no es sólo biológico, es, sin duda,
biográfico. Y esto sirve igual para los hombres. El cuidado y el servicio, es asunto
también del varón. O es asunto sobre todo del varón, que hasta hoy no ha conocido su
realización plena en él. Por ello, las políticas de igualdad han de tomar en cuenta la
medidas necesarias para la colonización de este espacio por los hombres, y la sociedad
reconocer estos nuevos modelos de masculinidad como modelos simbólicos de prestigio
social, (¿por qué no?). Las políticas de conciliación han de liberar a la mujer de la doble
jornada o doble presencia y no, como ha sucedido hasta ahora, multiplicar permisos y
licencias para legitimar la sobrecarga laboral y doméstica de la mujer. Lo que siempre va
en perjuicio de una de las dos esferas: la familia o el trabajo. Los tiempos parciales
corroboran el hecho de la precariedad laboral de la mujer, que sin duda elige la familia al
trabajo renunciado con ello a su proyección laboral, y haciendo inviable su proyecto de
conciliar ambas vida, es decir, de realizarse plenamente en ambas.
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