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Nunca abandone
el seguimiento
de un paciente
Es un error pensar que toda
la responsabilidad de realizar
el seguimiento de un paciente
recae en éste. La autora nos lo
demuestra con uno
de sus casos.
Por Patricia J. Roy
sistía a otro seminario de gestión de riesgos sanitarios. El aula estaba repleta de médicos que parecían más preocupados por su responsabilidad
que por sus propios pacientes.
“¿Debo citar a mis pacientes cada vez que los análisis
den unos resultados anormales?”
“Si le he dado cita a un paciente para el día siguiente
y no vuelve, ¿es culpa mía?”
“¿Y si en el servicio de urgencias recomiendan que se
haga una revisión y el paciente no vuelve?”
“¿Hasta que punto tenemos que hacer de “niñeras”?”
El asesor de gestión de riesgos, un abogado, afirmó que
la responsabilidad del seguimiento es nuestra, como es natural, y nos aconsejó desarrollar sistemas administrativos
eficaces para evitar perder el rastro de nuestros pacientes.
Como de costumbre permanecí sentada, sonriendo,
mientras mis colegas intentaban dejar fuera de juego a
los expertos con hipótesis tan poco habituales que quizás no merecería la pena ni comentarlas: “¿Y si el paciente
deja el país?, si he llamado por teléfono y he enviado dos
cartas: ¿envío una tercera?, ¿y si creo que el paciente ha
sido derivado a otro médico?, ¿cuándo puedo dejar de
preocuparme?”
La razón por la que yo sonreía era porque me acordaba de Maureen (no es su verdadero nombre). Maureen
fue la paciente que nos demostró, tanto a mí como a mis
ayudantes, que es esencial ser perseverante con los se-
A
guimientos, y que las posibles repercusiones legales no
son el motivo principal para hacerlo.
La política de mi consulta siempre ha sido llamar a los
pacientes para informarles de los resultados de los análisis, evaluar su progreso con el tratamiento y comprobar
que reciben la asistencia adecuada. Siempre que llega a
nuestras manos una analítica procedente del servicio de
urgencias con datos anormales, nuestra enfermera llama
al paciente.
“En el análisis que anoche le hicieron en urgencias su
potasio estaba bajo, ¿está tomando su medicación?” O
bien, “el cultivo de orina que se hizo en la clínica dio positivo, ¿está funcionando lo que le recetaron? Cuando termina la medicación tenemos que concertar una visita
para comprobarlo una vez más”. Lo hacemos porque en
eso consiste la buena medicina. También porque es una
buena forma de hacer publicidad: a mis pacientes les encanta que les prestemos atención y les cuidemos.
Por otro lado, algunas veces mis ayudantes llegan a odiar
el papeleo. Ya hay suficiente trabajo en mi consultorio sin
que tengan que comprobar qué le administraron a Ruth
en urgencias la semana pasada, cuyos niveles de azúcar estaban por encima de 300, y que todavía no había vuelto
para revisar su medicación. Pero aún así le llamamos para
concertar una visita y averiguar qué pasaba.
Mi enfermera ya está suficientemente ocupada, sin tener que llamar a Cindy por quinta vez para preguntarle
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por unos resultados un poco extraños del test de Papanicolau. Cindy no había acudido a la última cita, ni tampoco había respondido a los mensajes que le habíamos dejado en el contestador ni al que le dejamos a su esposo.
Mi enfermera preguntaba si podíamos dar el caso por archivado, pero el ejemplo de Maureen nos mantuvo en el
buen camino y le enviamos una carta certificada a Cindy,
solicitando que viniera o que, al menos, nos llamara.
La enfermedad de Maureen
Cualquiera de nuestros pacientes podría ser otra Maureen. Su caso llamó mi atención por primera vez el 1 de
marzo, mezclado en una maraña de partes médicos procedentes de un centro de urgencias local. Uno de sus doctores había diagnosticado que Maureen padecía parálisis
de Bell durante una visita realizada dos semanas antes. No
había comenzado ningún tratamiento ni tampoco la había derivado a un neurólogo. En su lugar, había solicitado
a Maureen que acudiera a mi consulta al día siguiente, pero
ella aún no se había puesto en contacto con nosotros.
Dado que Maureen tenía menos de 35 años de edad,
consideré que no era muy probable que sufriera parálisis
de Bell. Empecé a imaginarme todos los exámenes de diagnóstico que tendríamos que practicar para conseguir identificar una neuropatía en una mujer tan joven. La enfermedad de Lyme se encontraba entre los diez primeros candidatos de todo el mundo durante aquel año, y tampoco
era descartable una infección por VIH. Pero lo primero
que había que hacer era conseguir ponerse en contacto con
Maureen.
A decir verdad, lo intentamos. Mis ayudantes llamaron
y dejaron mensajes en su contestador, incluso hasta cuatro veces al día. Le enviamos tres cartas urgentes a su domicilio. Las semanas transcurrían cuando, finalmente, le
enviamos una carta certificada que consiguió que viniera
a nuestra consulta.
No padecía parálisis de Bell. No sufría parálisis en ningún lado de la cara, pero el derecho estaba entumecido.
¿Una afección del nervio trigémino?, ¿en una mujer de 30
años? Estaba intrigada.
Maureen negaba padecer ninguna deficiencia motora. Afirmaba que le resultaba difícil comer, pero únicamente porque no sentía la comida en su boca. Tuve que
preguntar: “Maureen, llevas bastante tiempo con estas
molestias, ¿por qué no nos has llamado?, ¿no te preocupa?, ¿no tienes miedo?
“Al principio me sacaba de quicio”, dijo,”pero me acostumbré. Además, el diagnóstico del otro médico no era
erróneo. Dijo que tengo algún tipo de parálisis, lo miré en
un diccionario médico y sé que no estoy paralizada, sólo
entumecida. Así que supuse que no era nada neurológico.
Pensé que sería algo relacionado con el estrés”.
Le expliqué la diferencia entre los nervios motores y
los sensoriales, y añadí que para mí sería un incordio in-
soportable no sentir la mitad de mi cara. “¿Tenías la intención de hacer algo al respecto?”, pregunté. Como única respuesta conseguí que se encogiera de hombros y que
me dirigiera una bonita y simétrica sonrisa.
Concerté una cita para que le practicaran una resonancia magnética. Mostraba un tumor en la base del encéfalo, que parecía surgir de la región trigeminal y se encontraba próxima a los pares VI y VII. Derivé a Maureen
al servicio de neurocirugía del hospital universitario, a
tres horas de viaje, y allí pensaron que se trataba de un
schwannoma. Pero tras la intervención quirúrgica se comprobó que tenía un meningioma benigno, que había rodeado al nervio trigémino y afectado a los pares VI y VII.
Así se explicaba el entumecimiento facial. Los cirujanos extrajeron el tumor, pero dañaron su sexto par craneal durante la intervención. Sufrió un pronunciado estrabismo postoperatorio que, finalmente, pudo ser corregido gracias a un tratamiento neurooftalmológico. A
día de hoy, Maureen está como nueva.
Sin embargo, podía haber sido peor. Si hubiese tardado
un poco más, el tumor habría crecido, afectando a los nervios cercanos. Habría sido mucho más difícil extraerlo sin
provocar daños más importantes. “¿Y si no hubiéramos
insistido?, ¿y si no nos hubiésemos preocupado por ella?,
¿cuánto tiempo habría dejado crecer un tumor en su cabeza sin hacer nada? Cuando algún tiempo más tarde le
pregunté, me confesó que le daba demasiado miedo venir
a la consulta. Si hubiésemos dejado su suerte en manos de
sus miedos, puede que se hubiera hecho demasiado tarde.
Siga la evolución de su paciente
A menudo escucho a mis colegas tratar de disculpar su
dejadez afirmando que, si los pacientes quieren que se les
haga un seguimiento, vuelve a nuestras consultas. Quizá
estén en lo cierto, en la mayor parte de los casos. Pero es
un error pensar que toda la responsabilidad es del paciente.
¿Qué pasa con las personas que, como Maureen, no quieren asistencia pero la necesitan? Ella me ha agradecido
efusivamente en varias ocasiones el haberme asegurado
de que recibiría la ayuda necesaria. ¿Es que esos otros médicos simplemente olvidan a todos los Maureens?
Así que, ¿hasta qué punto tenemos que hacer de “niñeras”? ¿Cuándo termina nuestra responsabilidad sobre
los pacientes? ¿De quién es el deber de asegurar que los
pacientes reciben el seguimiento que necesitan? Mi experiencia con Maureen me ha convencido de que los asesores de gestión de riesgos tienen razón. Como médicos,
nosotros somos los expertos. Somos los que conocemos
la gravedad de las patologías y las posibles consecuencias
de las anomalías. En eso consiste nuestro trabajo. La perseverancia puede llegar a ser fastidiosa. Pero más allá de
la responsabilidad legal, es una cuestión de responsabilidad médica. Por eso, cada vez que tengo la tentación de
pasar por alto algún dato, me acuerdo de Maureen. I
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