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AL LECTOR
PRESENTACIÓN
PRÓLOGO
INTRODUCCIÓN
Capítulo 1. LA SANACIÓN COMO UN CONCEPTO EXTRASENSORIAL
Capítulo 2. LA SANACIÓN EN EL MUNDO DE LA MEDICINA
EL MUNDO DE LA MEDICINA ALTERNATIVA
Capítulo 3. MÉTODO, PACIENTES, SU TRABAJO
COMPROBACIÓN CIENTÍFICA
LO QUE ESPERO DEL PACIENTE
FRECUENCIAS VIBRACIONALES
EN BUSCA DE MÁS PRUEBAS
Capítulo 4. MI MÉTODO FRENTE A LAS DIFERENTES ENFERMEDADES
INFECCIONES E INFLAMACIONES
Capítulo 5. LA SANACION: ALGUNAS IDEAS FILOSOFICAS
SOBRE LA MUERTE Y EL MORIR DIGNA Y CONCIENTEMENTE
¿QUÉ SE ESCONDE TRAS LA DEFINICIÓN DE DIOS? ALGUNAS
HOMBRE, UNIVERSO Y DIOS: ALGUNAS PERSPECTIVAS
MI PRIMER ENCUENTRO CON ESTAS ENERGÍAS
ÍNDICE
CONCLUSIONES
AL LECTOR
Este libro es el fruto de un compromiso ético que asumí hace algunos años
como terapeuta y el cual consiste en compartir con cada uno de ustedes mi
experiencia y mi conocimiento sobre el mundo de la sanación, especialmente
en todo aquello que concierne a sus inmensas posibilidades al servicio de la
ciencia médica. Mi invitación a compartir la lectura de este libro busca,
precisamente, ampliar nuestra conciencia respecto de este fenómeno. Esta
obra, en consecuencia, no obedece a ningún propósito comercial sino a mi
interés de coadyuvarle al lector a entender de la manera más completa posible
todas las posibilidades que nos ofrecen las terapias de sanación, frente a las
cuales existen en el mundo muchos y muy respetados profesionales con
extraordinario talento para asumir con sus propios métodos la lucha perenne
del hombre contra la enfermedad.
Wilhelm Johannes Frinta
PRESENTACIÓN
Este libro del Dr. Frinta, Sanación Energética, una Medicina sorprendente, nos
coloca frente al horizonte de una nueva medicina para este milenio, ya que lo
que en él plantea, traspasa los límites de la anatomía y fisiología convencional,
para entrar en el campo de la fisiología y fisiopatología transdimensional,
porque al hablar de “frecuencias vibracionales terapéuticas que interactúan con
campos vibracionales (cerebrales o tisulares) de los pacientes”, estamos frente
a aspectos supradimensionales en relación con el campo orgánico ya conocido.
Los planteamientos terapéuticos esbozados por el Dr. Frinta en este libro, nos
invitan a considerar la interface materia-energía como una dimensionalidad
activa, dinámica e interactuante a todos los niveles fisiológicos del cuerpo
humano donde se manejan informaciones vibracionales y donde se manifiestan
los procesos de salud y enfermedad.
Es además un libro que nace de la praxis, porque no constituye un compendio
teórico, sino que sale a la luz como producto de la experiencia terapéutica de
muchos años de trabajo y experimentación con el manejo de los campos de
energía sutil, todavía no muy bien comprendidos por la ciencia actual, ni
evaluados acertadamente por falta de la tecnología que permita cuantificarlos.
Por ello, lo más importante aquí son los resultados evidentes de la interacción
de dichos campos de esta energía con los pacientes que reciben sus
beneficios.
En la obra queda planteado que “la sanación no solo es corporal sino
multidimensional”, en una comprensión más profunda de lo que significa sanar,
aspecto primordial en el que todo paciente, médico, personal de salud y la
sociedad, en general, deben llegar algún día a entender plenamente “que la
verdadera sanación proviene de adentro hacia afuera del ser mediante
procesos que involucran la dinámica profunda del psiquismo, en el esfuerzo
continuo de perfeccionarse y lograr la plena armonía del alma”. Por ello, según
nuestro nivel evolutivo y comprensión de las leyes que rigen el universo,
durante mucho tiempo seguiremos buscando la sanación mediante procesos
externos a nosotros mismos, o iniciaremos el camino de la búsqueda de la paz
interior, tan necesaria para el equilibrio fisiológico y, por tanto, para nuestra
verdadera salud integral.
En esta obra, filosóficamente hablando, queda apenas esbozado el papel que
juegan la reencarnación, la ley de causa y efecto, y la ley de merecimientos, en
cuanto a la génesis y desarrollo de las múltiples enfermedades que aquejan a
la humanidad, pero también en cuanto al grado de mejoría o recuperación que
pueden tener los pacientes frente a las sanaciones vibracionales. Estos
conceptos han enriquecido el acerbo cultural del Dr. Frinta para enfrentar los
desafíos que le ha presentado el ejercicio de su terapia en nuestro medio
social, desafíos que han sido afrontados con las virtudes que se traducen y
expresan en su personalidad, como el espíritu de servicio, la voluntad de
trabajo desinteresado por el bien de sus pacientes, la disciplina y dedicación
plena a su terapia, como se pudo constatar en el trabajo pionero que realizó
hace aproximadamente una década en el Hospital San Rafael de Facatativá,
Colombia, en el cual durante varios años atendió de manera gratuita a varios
miles de pacientes.
El Dr. Frinta nos narra también que “la pérdida de la noción del tiempo y del
espacio” es el mayor indicio que ha notado en los pacientes como algo extraño
que ellos viven durante las terapias; un hecho altamente significativo si
tenemos en cuenta los parámetros que menciona el Dr. Larry Dossey en su
libro Reinventando la Medicina, en el cual plantea las Eras de la Medicina. La
Era I es la medicina mecanicista, la Era II es la medicina de la sinergia mentecuerpo y en la Era III coloca la Medicina de la no localización de la mente, pues
no tiene ubicación espacio temporal, y sitúa en esta última toda terapia en la
cual los efectos producidos por la conciencia puedan abarcar dos o más
personas. Nos dice que las implicaciones de este hecho para la medicina son
profundas y que la facultad de la no localización de la mente nos ofrece un
medio de ayudar a curar unos a otros, lo que hace de la salud y la enfermedad
un problema colectivo. Creemos que aquellos pacientes que tienen pérdida de
la noción del tiempo y del espacio son los que tienen la potencialidad de
mejorarse más o de curarse, ya que al ubicarse en el estado de la no
localización de la conciencia, pueden tener los efectos terapéuticos más
significativos. De esta forma, podríamos afirmar que el Dr. Frinta
indudablemente se encuentra en la Era III de la Medicina, la Medicina
sorprendente del futuro que ya está en el presente mediante su valioso trabajo,
que aporta para la ciencia actual innumerables evidencias de la efectividad de
su sanación vibracional.
Fabio Villarraga B
Médico, Universidad Nacional de Colombia
PRÓLOGO
Mi decisión de escribir este libro no es sólo el resultado inevitable de querer
compartir con ustedes lo que han sido mis experiencias en el tratamiento de
miles de pacientes que han creído en las bondades de mi terapia y en las
asombrosas posibilidades que al mundo de la medicina le ofrece la sanación,
basada en el uso de frecuencias vibracionales.
Esta obra que llega a sus manos es ante todo, el fruto de una larga y profunda
reflexión en la que he priorizado mi entusiasmo y mi interés en que el lector
conozca, en todas sus dimensiones, lo que significa la sanación, tanto como
terapia exitosa en la lucha contra la enfermedad como en la opción de vida que
ella supone para el logro de nuestro bienestar físico, mental y espiritual. Por
supuesto, también es una contribución más a mis esfuerzos por cerrar ese
abismo del conocimiento que equivocadamente sitúa la sanación en un mundo
intangible y misterioso y, por lo mismo, ajeno al entendimiento de las personas
comunes y corrientes.
Tal abismo en nada contribuye a materializar el derecho que tenemos todos de
conocer las ventajas de la sanación como un área de la medicina que, pese a
los recelos y suspicacias con que injustamente se sigue considerando, está en
capacidad de suplir a veces costosos tratamientos invasivos que incluyen la
formulación indiscriminada de fármacos, con sus nocivos efectos colaterales y
toda suerte de intervenciones quirúrgicas.
Conciente del desafío que significa llevar al lector un conocimiento que, sin
duda, tiene un alto componente científico, esta obra ha sido escrita en un
lenguaje claro y sencillo, que le permite al lector ampliar su conciencia respecto
del potencial que el organismo humano tiene por sí mismo de enfrentarse a la
enfermedad, si dejamos que las energías cósmicas estén de nuestro lado. Las
páginas que los lectores se aprestan a leer son, además, un medio para
acercarse sin fanatismos de ninguna índole al mundo de la sanación en un
todo, con sus posibilidades y limitaciones.
Mi intención es la de darle al lector toda la información a mi alcance para la
comprensión integral de esta terapia, basada en frecuencias cuyo origen, si
bien aún son un misterio para la ciencia, no dejan de ser parte de una realidad
de la que pronto seguramente tendremos noticias.
De igual manera, estas páginas no pretenden alimentar falsas expectativas
acerca de los poderes curativos de la sanación, una terapia que suele ser
identificada erróneamente incluso con milagros y toda suerte de experiencias
sobrenaturales, un ámbito que escapa a nuestra comprensión y que, como
veremos a lo largo del libro, en nada se asemeja a la sanación vibracional a
partir de frecuencias no magnéticas y cuyo origen debo definir como de tipo
cósmico.
Por último, aspiro a que esta obra contribuya en algo a aclarar ese panorama
confuso que ha surgido por cuenta de las crecientes y legítimas críticas a la
rigidez y ortodoxia de la medicina convencional administrada por los sistemas
de salud –igualmente rígidos y ortodoxos– que parecen responder más a los
intereses económicos de las grandes multinacionales de la industria
farmacéutica.
La aclaración resulta pertinente en el contexto de las suspicacias que tales
críticas producen y que en los últimos años ha dado lugar a un boom editorial
de la mal llamada “medicina alternativa”, varias de cuyas obras ciertamente
parecen empeñadas en defender su eficacia y validez sobre la base de la
descalificación prejuiciosa de todas las demás terapias.
Más que pacientes, necesitamos lectores capaces de dotarse de una
mentalidad más abierta que nos permita enfrentar los desafíos del futuro que
nos obligan a dejar de lado ese juego de palabras mediante el cual se sigue
viendo al paciente como un actor pasivo y no como un sujeto que debe
participar activamente en el diseño de sus sistemas de salud.
INTRODUCCIÓN
Con 105.000 habitantes a ambas orillas del río Salzach, al oeste de Austria,
Salzburgo era en 1950, el año en que nací, una ciudad obsesionada con la
reconstrucción de su antiquísima catedral, cuyo presbiterio y una de sus torres
habían sido destruidas durante los bombardeos que sacudieron la ciudad en
los últimos días de la II Guerra Mundial.
La silueta pétrea de sus castillos, de sus decenas de iglesias góticas y
barrocas, de sus fortalezas medievales y de sus palacios imperiales y
arzobispales, unida a su famoso festival veraniego de música, poco permitía
calcular que mi razón de ser, mi ejercicio profesional y mi amor por el
conocimiento de las energías como fuente segura para el tratamiento de
diversas enfermedades quedarían ancladas, pese a la placidez de aquella
ciudad alpina muy lejos de allí, concretamente en ese convulsionado país
latinoamericano que era Colombia a comienzos de los años 80.
La mía fue hasta entonces, la típica vida de un adolescente europeo. Como
bachiller recién graduado no tenía ni la menor idea a lo que me iba a enfrentar.
No tenía claro qué y dónde estudiar, y resultaba entonces correcto inferir que
tampoco tenía la seguridad de estudiar o no al terminar mi educación
secundaria. Por supuesto, todo ello también era motivo de cierta angustia,
sentimiento al que hice frente de manera casi que inconciente cuando decidí
matricularme en la Facultad de Medicina de la Universidad de Innsbruck
después de intentar estudiar sociología, sicología e incluso derecho.
Para finales de 1972 y a punto de cumplir 22 años, me sentía con suficiente
edad para iniciar una nueva carrera, razón por la cual antes de dar un paso del
que pudiera arrepentirme, y sintiendo que probablemente no tenía más
alternativa que estudiar una carrera prestigiosa que me garantizara,
precisamente, una vida convencional para un joven austriaco educado en el
catolicismo, encontré en Innsbruck, al oeste de Austria, el ambiente preciso
para iniciar una nueva vida.
Pero en medio de todo, estaba dispuesto a ser un médico convencional en mi
país, en cuya sociedad podía tener la certeza de que un consultorio, un
tensiómetro y un estetoscopio serían el símbolo de una vida cómoda y
convencional en cualquier ciudad a orillas de los Alpes.
La Universidad de Innsbruck, rodeada de montañas que parecían
resguardarnos siempre de cualquier infortunio, sin duda fue determinante para
llenarme del ímpetu y de la seguridad necesarias para convencerme de que
esta vez alcanzaría mi objetivo. Al cabo de mis primeros dos semestres, me
sentía realmente muy bien: aparte de tener que trabajar los fines de semana
para costearme los estudios, nada me resultaba difícil en aquella ciudad,
llegando con el paso del tiempo a reforzar mi propósito de ser un médico
tradicional. Estaba muy seguro de la misión ortodoxa que me esperaba al
terminar los estudios y lo que me llegaría una vez tuviese en mis manos mi
diploma de doctor en medicina, un título prestigioso que me permitiera hacer
realidad ese sueño de desenvolverme en un gremio respetable.
Pero fue justamente ese entusiasmo por el prestigio lo que me llevó a
interesarme en la posibilidad de convertirme, ya no en un profesional
destacado de la medicina, sino en alguien más presa de la arrogancia frente a
los demás, especialmente frente a los pacientes a quienes con frecuencia el
médico tradicional mira por encima del hombro, persuadido de que sólo él
entiende la enfermedad. Desafortunadamente, dicha arrogancia, lejos de verse
reducida, hoy en día es una característica común en muchos médicos de todo
el mundo.
Pero además de mi temor a convertirme en ese profesional petulante de la
medicina, mi interés en la antropología, la historia y la filosofía coadyuvó a
convencerme más acerca de mi misión y de que ese destino posiblemente
estaba en otras latitudes. Fue entonces cuando mi mirada se posó en América
Latina, primero en México y luego en Colombia, país al que llegué en marzo de
1983, encontrándome de repente con una vida muy distinta de la que llevaba
hasta entonces.
Por supuesto, posarme en un ambiente provisto de tanta pobreza, exclusión,
desigualdad social y toda clase de problemas que convivían con unas élites
poco dispuestas a cambiar ese orden social, fue algo tremendamente
impactante para mí, pero a la vez motivo de sobra para tratar de ayudar en lo
que me fuera posible a hacer de éste un país mejor.
Mis primeros años en Colombia fueron de inmensa felicidad. Me sentía muy
tranquilo ejerciendo de manera ortodoxa mi medicina con pacientes de un
mundo latino sin el cual mi visión del mundo no hubiera sido completa. La
calidez, amabilidad y hospitalidad de los colombianos es algo que siempre
impacta a cualquier extranjero. Muy pronto me sentí familiarizado con la
dulzura, gentileza y sencillez de los habitantes de este país, especialmente los
más humildes y necesitados, a quienes me entregué de lleno durante varios
años de una manera igualmente satisfactoria.
Sin embargo, fue necesario que una serie de acontecimientos acaecidos a
finales de los años 80 moldeara en mí un nuevo modo de pensar. Ciertamente
no fue algo casual ni mucho menos súbito. Se trató de un contacto gradual con
personas que de acuerdo con la tradición latina tenían una visión del mundo
menos material que la prevaleciente en Europa, tan reacia a aceptar la
existencia de aquellas cosas que no son tangibles a nuestros sentidos.
Fue así como poco a poco me fui involucrando con gente que expresaba
nociones diferentes de la mía para hacer frente a la vida, y dentro de ella a
nuevos conceptos médicos que desafiaban mi rígida confianza en lo aprendido
hasta entonces. ¿Qué razones sólidas podía defender entonces el carácter
inflexible de nuestros enfoques médicos convencionales? ¿No son estos
enfoques, precisamente los que de manera correcta podríamos llamar
tradicionales? Y si de alguna manera, lo tradicional es aquello que se opone a
lo nuevo, la pregunta salta a la vista: ¿No es acaso la tradición lo opuesto a la
innovación como fuente natural de la evolución del conocimiento humano,
desde esa mirada excluyente?
Con más preguntas que respuestas, seguí acercándome sin histerias ni
fanatismos a esos nuevos enfoques que desafiaban, como dije antes, mi apego
–ese sí irracional– a una medicina facultativa que despreciaba –y desprecia en
la actualidad– toda contribución que no proviniera del mundo material tangible,
en el sentido literal que cabe darle a estas palabras.
Por otra parte, me preguntaba también, ¿qué argumentos teníamos y tenemos
para descalificar de manera a priori la eficacia que puede ofrecernos otro tipo
de medicinas y terapias diferentes de las que de manera inflexible valoramos
como producto de un conocimiento absoluto?
Por supuesto, mis inquietudes giraban también en torno a una cuestión aún
mayor: ¿Por qué concebir la enfermedad y la sanidad como parte consustancial
de un mundo material y tangible que “niega toda participación en dicha relación
a otras dimensiones”, en las cuales lo mental y lo espiritual, al igual que lo
físico, pueden responder a energías no conocidas hasta entonces? Acercarme
a esa cuestión fue una experiencia que no olvidaré, en tanto fui descubriendo
las enormes posibilidades que podían extraerse de conocimientos nuevos para
mí, muchos de ellos ancestrales y otros provenientes de culturas que en
Colombia han tenido una posibilidad de arraigo.
Mis reflexiones en torno al ejercicio que significaba responder tantos
interrogantes me llevaron a comprender que posiblemente lo irracional no
consistía en abrir mi mente a esos enfoques sino en la rigidez de ese
pensamiento occidental facultativo en el cual me había formado como médico.
Mi inmersión en ese desconocido ambiente de la medicina alternativa dio paso
a una serie de eventos inexplicables que muy pronto me causaron una gran
impresión. Me preguntaba no sólo el porqué de muchas de estas situaciones
sino que en mis análisis sobre todas aquellas cosas encontré que muchas
veces la relación causa-efecto es más profunda de lo que nos imaginamos y
que su explicación no se agota en lo que es estrictamente tangible.
A partir de allí me sentí incluso muy confundido, pues no en vano mi propia
educación humanista y las bases católicas de mi formación religiosa
conspiraban contra una apertura mental que me permitiera acercarme a un
conocimiento diferente del que los dogmas y la tradición me dictaban
interiormente como único para tener en cuenta.
Y ello ocurrió, por ejemplo, con el tema de la reencarnación. Aceptar sin más ni
menos una idea diferente a la resurrección proclamada como dogma en el
Concilio de Nicea, me ubicaba en un terreno francamente difícil de asimilar, en
tanto ello significaba admitir de un lado, la posibilidad de que “cuerpo y alma no
existan simultáneamente sino que roten su existencia en una escala de
perfeccionamiento perenne”; o que ambas nociones se conjuguen de tal suerte
que lo físico –o sensorial–, forme parte de una especie de periodo de prueba
para lo espiritual, ámbito capaz de regir todas las restantes dimensiones de la
existencia humana.
Entonces tuvieron que trascurrir no meses sino años para empezar a moldear
en mi mente la posibilidad de aceptar ese principio de la reencarnación como
eje rector de la vida, lo cual ciertamente significaba abrirme a más preguntas,
muchas de ellas todavía sin respuesta. La forma en que se produce la
reencarnación, cuándo y por qué es algo que si bien no tenemos claro, nos
permite reinterpretar la vida en beneficio de nuestra existencia física, mental y
espiritual.
En efecto, materia, razón y espíritu, las manifestaciones probablemente más
aceptadas de la existencia humana en el curso de la historia, constituyen una
tríada que puede –¿por qué no?– actuar en beneficio de cada uno de nosotros
durante el transcurrir de nuestra propia vida material, o celular, todo lo cual
podría colisionar equivocada e innecesariamente a mi juicio, con la idea de
dimensiones más complejas en las que jerárquicamente la materia, por su
carácter transitorio –o mortal– es inferior al espíritu como la parte inmortal del
ser que es.
Podemos no dudar de ello, como es mi caso. No obstante, sería ir muy lejos
pretender que aceptando esa superioridad, el ámbito espiritual del ser humano
no juegue un papel, cualquiera que él sea, en esa lucha perenne del hombre
por sobreponerse a la enfermedad como otra fuente de felicidad.
No siendo éste un tratado filosófico, ni mucho menos, reflexiones sobre estos
temas cualesquiera que sean deberían hacer parte de la formación de los
médicos en cualquier parte del mundo y en cualquier contexto cultural, en tanto
su trabajo, como sabemos, se orienta a prevenir y a combatir la enfermedad,
además de prohijar ahora por un mejoramiento en la calidad de vida del ser
humano.
Nuestro contacto con estas otras formas de pensar seguramente permitirán
ampliar nuestra conciencia lógica frente a la vida y la muerte, en el sentido de
que a partir de esta percepción podríamos dejar de verlas como algo absoluto e
inclinarnos por considerarlas con un enfoque relativo.
Es decir, solo dejando de ver la vida como una dimensión absoluta –para lo
cual podemos apoyarnos en la existencia irrefutable de la muerte– y, de la
misma manera, despojando a la muerte de esa misma condición absoluta,
podemos alcanzar un equilibrio en el cual las dimensiones materiales y
espirituales del ser interactúen en beneficio de nuestra existencia.
Por supuesto, dado que desde una perspectiva razonable primero es la vida y
después la muerte, la angustia frente a esta última puede y debería manejarse
cambiando la concepción de este orden aparentemente inmutable, dando pie a
un ciclo en el que el espíritu anteceda a la vida y ella, de paso, luego al espíritu.
Este equilibrio por el que me inclino entre vida y muerte tiene un sentido en la
existencia práctica y material de los seres humanos. Sin embargo, los propios
límites que me traza mi propia existencia me impiden tener la certeza de todo
esto sobre lo cual he reflexionado humildemente desde mi perspectiva médica,
física y humanística del mundo en el que me muevo.
Con base en lo anterior, el lector debe tener claro que lo consignado acá es el
resultado de reflexiones personales fruto de mi conocimiento y de mi
experiencia, a partir de los cuales he sacado mis propias conclusiones, las que
por cierto pueden ser diferentes de las que libremente él llegue a tener al
término de estas líneas.
Al margen de estas íntimas conclusiones, no puedo menos que confiar en el
triunfo de estos nuevos enfoques de la medicina, holísticos e integrales o
supradimensionales, según tomemos prestadas las precisas palabras que
utiliza el Dr. Fabio Villarraga. El caso de la acupuntura es un elocuente ejemplo
acerca de la forma en que nuevas nociones lograron ser aceptadas en la
medicina occidental para configurar a partir de allí, no sin dificultades, un
camino de sana coexistencia con la medicina alopática, es decir, aquella que
concibe el tratamiento de la enfermedad a partir de la prescripción de fármacos
de síntesis que atacan los síntomas, y la medicina erróneamente denominada
“alternativa”, dentro de la cual la acupuntura es hoy por hoy una de las técnicas
más aceptadas para combatir la enfermedad.
En efecto, la acupuntura como aquella legendaria terapia de la medicina china,
ha comenzado a ser financiada también por los sistemas públicos de salud. Se
trata de una incorporación de tipo legal que hace de ella ya no un modelo
alternativo –si se quiere residual– de la práctica médica convencional, sino una
técnica plenamente reconocida en la cual el organismo humano hace parte
consustancial de un equilibrio entre el microcosmos y el macrocosmos.
La búsqueda de este objetivo supone su acople con otro equilibrio: el que surge
de la relación entre lo mental y lo orgánico, por lo cual el paciente avanza hacia
su sanidad mediante la práctica habitual de ejercicio físico, combinada con una
dieta sana y una actitud mental positiva. Dicho equilibrio psico-físico comporta
un núcleo en la prevención y superación de la enfermedad, que por siglos fue
ignorado en Occidente en beneficio de las visiones alopáticas –del griego allo,
u otro; y pathos, o enfermedad–, explicación etimológica que resume la filosofía
de una medicina clásica según la cual son los fármacos de síntesis los únicos
que pueden combatir los síntomas y las manifestaciones de las enfermedades,
lo que en términos coloquiales equivale a concluir que “muerto el perro, muerta
la rabia”.
La alopatía aplica así el principio del “contrario”, por lo cual las manifestaciones
visibles de la enfermedad se tratan mediante sustancias químicas que se
oponen a ese síntoma, lo que da origen a los antis: antiespasmódicos,
antiinflamatorios, antidepresivos, etc.
En contraposición a esta medicina, que llamaremos también “hegemónica,
cosmopolita o industrial”, otras medicinas han ganado espacio a partir de su
aceptación en los planes oficiales de salud, como es el caso de la homeopatía,
palabra derivada del griego homo, que quiere decir igual a, y pathos, o
enfermedad, con lo que entendemos que se trata de un tipo de medicina que
se inclina por combatir la enfermedad mediante medicamentos que son
capaces de producir en el hombre sano los mismos síntomas que presenta un
hombre enfermo. Este principio de “similitud” es el que explica el que una
manifestación de la enfermedad se vea vencida por la presencia de un igual, no
de un contrario, con lo que la superación de la patología resulta evidente sin
que cause los efectos secundarios derivados del uso de los medicamentos
alopáticos.
En cuanto a su forma de concebir la enfermedad, las diferencias son aún más
claras: para la homeopatía, la enfermedad es el resultado de un desequilibrio
bio-energético que afecta a todo el organismo. Para los homeópatas, la
enfermedad no es externa al paciente sino una característica interna de ese
desorden, que se localiza en aquellos puntos que dominan la predisposición del
individuo. Los defensores de esta medicina suelen usar una frase que nos
ayuda a entender esta definición: “No se está enfermo porque se tenga una
enfermedad sino que se tiene una enfermedad porque se está enfermo”. En
otras palabras, prima la visión integral y holística del ser humano, lo que quiere
decir que la enfermedad es sólo el detonante visible de una condición
asintomática previa, un mal o desorden que subyace en el individuo pero que
sólo se manifiesta con la enfermedad. En síntesis, se trata de una visión según
la cual la enfermedad es endógena al ser humano.
En cambio, para la alopatía la enfermedad es el resultado de factores externos
de diversa índole que nos invaden, por tanto, la enfermedad y no otra cosa es
la que hace al enfermo. Se trata de un principio que sirve a sus defensores
para insistirnos en que “los síntomas definen a las enfermedades”. Esa visión,
según la cual la enfermedad tiene un origen exógeno al ser humano, supone
renunciar anticipadamente a combatir la enfermedad en estados más
tempranos. Estos enfoques alopáticos que, por ejemplo, atribuyen la
enfermedad a factores medio-ambientales, son claramente contrarios a la
posibilidad homeopática que define la enfermedad desde una perspectiva
menos invasiva, o como podríamos resumirlo coloquialmente: “atar el perro
para controlar la rabia”.
De cualquier manera, la aceptación progresiva de otros tipos de medicina
alternativa como la radiestesia, la acupuntura y la cámara Kirlian, por parte de
la medicina facultativa occidental, nos ofrece la posibilidad de que la sanación
con base en el uso de frecuencias de origen desconocido también pueda ser
aceptada algún día. El ejemplo que nos da la acupuntura es diciente respecto
de lo mucho que aún hay que transitar para obtener ese reconocimiento. En
efecto, fue necesario que científicos rusos con la ayuda de radio-isótopos
detectaran hace algunas décadas la existencia de canales o conductos
energéticos en el organismo humano que al ser interferidos por las agujas de
los acupunturistas desataron reducciones en cadena capaces de curar una
amplia gama de dolencias y curar una que otra enfermedad. Se necesitaron,
entonces, más de 2.000 años para que se diera este tipo de aceptación de una
medicina alternativa que hoy en día está siendo incorporada en los planes
estatales de salud de varios países del mundo.
Otras medicinas alternativas de creciente aceptación científica tienen que ver
con la radiestesia, técnica especialmente útil en el diagnóstico de
enfermedades que usan péndulos u otros dispositivos similares para la
detección de energías o incluso información extransensorial, del mismo modo
en que estos artefactos son capaces de arrojar indicios fehacientes de la
existencia de agua o vetas minerales en el interior de la tierra. Proveniente del
latín radium o radiación y del griego aesthesia, que significa “percepción de los
sentidos”, la palabra radiestesia alude a la capacidad que tiene el organismo
humano de responder a las radiaciones provenientes del interior de la Tierra,
una técnica ciertamente controvertida pero asombrosamente eficaz en la
detección de ciertas enfermedades.
Una aceptación semejante se ha dado en el manejo terapéutico de las flores de
Bach, técnica que apela al uso de 38 esencias florales como base en el
tratamiento de enfermedades que para sus partidarios son producto de
profundos desajustes en el equilibrio emocional y mental de los seres
humanos, por lo que esas esencias tienen la capacidad de producir estados
anímicos inductores de curaciones y mejorías en ciertos tipos de
enfermedades, especialmente aquellas cuya evolución hacia estados más
avanzados puedan estar asociados a trastornos de estrés, ansiedad o a
cuadros depresivos que faciliten somatizar la aparición de determinadas
patologías.
Vivimos un momento único y crítico en la medida en que la crisis generalizada
de los sistemas de salud, las reservas con relación a los fármacos de síntesis y
la automatización de los procesos de diagnóstico médico, han dado origen a un
ambiente propicio para que las medicinas alternativas dejen de ser
consideradas como una herejía científica. Los datos arrojados por la cámara de
Kirlian, que permiten ver el aura de un dedo pero no el de una moneda, son
evidencias serias acerca de la presencia de frecuencias y energías de origen,
probablemente desconocido, pero no por ello inexistentes.
En síntesis, de lo que se trata es justamente de acercarnos sin prevenciones,
pero también sin falsas expectativas, a un área de la medicina que como la
sanación vibracional puede arrojarnos pistas sobre la existencia de partículas,
posiblemente cósmicas, capaces de ayudar a sobreponernos a la enfermedad.
Capítulo 1
LA SANACIÓN COMO CONCEPTO EXTRASENSORIAL: HACIA UNA
MEDICINA SUPRADIMENSIONAL
¿Dónde ubicar las sanaciones? ¿Son ellas fenómenos más propios del mundo
de lo místico, de lo sobrenatural y, por tanto, de lo inexplicable? ¿O son
manifestaciones que, siendo extrasensoriales pueden ser objeto de
explicaciones y comprobaciones científicas que nos permiten asomarnos a un
mundo por descubrir en el que las energías, a modo de vibraciones presentes
en el universo, son comunes a células y átomos?
Ubicar la sanación en cualquiera de las anteriores posibilidades plantea un
serio problema, en cuanto está claro que para la gran mayoría de personas, se
trata de una palabra asociada de alguna manera a un amplio ámbito de
fenómenos sociales que incluyen religiosidades, creencias, supersticiones y
toda clase de experiencias sobrenaturales que, por su carácter inexplicable,
suelen confundirse con lo extrasensorial, un mundo que, sin embargo, no
escapa a la posibilidad de tener una explicación científica.
Ahora bien, no es fácil tratar de responder a las preguntas con las que
iniciamos estas reflexiones sobre la sanación, especialmente cuando se intenta
hablar de ella como un área de la práctica médica con inmensas posibilidades
terapéuticas que, a pesar de todo, siguen siendo observadas con cierto desdén
por la medicina facultativa occidental. Las razones de ello son varias y tienen
que ver principalmente con el problema semántico que plantea en la civilización
cristiana asociar de manera deliberada “sanación” con “milagro”, una
comparación nada útil a la hora de profundizar científicamente sobre la
potencialidad de las frecuencias vibracionales de tipo cósmico, a mi juicio,
capaces de inducir mejorías en el organismo humano.
Así las cosas, la difusa frontera conceptual que separa hoy las experiencias
extrasensoriales de aquellas manifestaciones místicas y religiosas, da escaso
margen para la cabal comprensión de una terapia que como la sanación suele
incorporarse marginalmente –y también con cierto desprecio–, por algunos
tratadistas que insisten en ubicarla en el último lugar de ese ámbito residual en
que los teóricos de la medicina suelen catalogar las llamadas medicinas
alternativas.
Queda claro que la sanación de la que hablaremos en este libro nada tiene que
ver con las experiencias sobrenaturales de típico místico y mítico ni con el
ámbito de los poderes curativos de la fe, ciertamente existentes, sino con el
inexplorado mundo de todo aquello que escapa al mundo tangible derivado de
nuestros cinco sentidos, dentro de lo cual podemos considerar la sanación, una
práctica médica no ignorada por algunos respetables representantes de la
medicina convencional, esto es, la llamada “medicina científica occidental
facultativa”. Para tranquilidad del lector, el concepto sanación del que
hablaremos en esta obra nos remite a una terapia de incalculables beneficios
en la salud que, siendo aún desconocida por muchos médicos y pacientes,
tiene inmensas probabilidades de someterse a exitosas comprobaciones
científicas, que por ahora sólo nos permiten vislumbrar que tales potenciales
terapéuticos derivan de energías de tipo cósmico de cuya existencia se
sospecha, por lo menos, desde hace 500 años.
1.1. ¿QUÉ ES LA SANACIÓN?
Para todos los efectos, conviene entonces aclarar el alcance y la dimensión
que daremos en este libro al término “sanación”. La definición por la que me
inclino se circunscribe a que “la sanación debe ser entendida como la
superación casi que absoluta, súbita y completa de un daño orgánico en forma
de una reparación y/o restauración del tejido afectado que se sucede en un
término inferior a 24 horas”. En síntesis, se trata de una curación que en la
mayoría de los casos resulta imprevista y que permite hacer frente con éxito a
una enfermedad severa.
Junto a la característica absoluta de la sanación afirmamos también de que
ésta debe ser rápida y completa, lo que equivale a que nos encontramos ante
una reparación integral de los tejidos.
No obstante, hay un requisito de parte del paciente sin el cual es imposible
obtener resultados. Se trata de la voluntad propia que se deriva de una
conciencia nítida y genuina del paciente por superar la enfermedad, es decir,
aquí se combina el querer y la acción del sujeto.
1.2 CURACIONES ASOMBROSAS
La “curación asombrosa” abarca los resultados favorables y sobresalientes que
en el tratamiento de ciertas enfermedades surgen de la aplicación de un
conjunto de terapias curativas energéticas que actúan exitosamente en menos
de tres días, en comparación con lo que ofrecen otros tipos de medicina.
Se trata pues, de terapias y procedimientos que producen beneficios
superiores, en tanto estas técnicas otorgan mayores ventajas, entre las cuales
vale citar la curación de enfermedades asociadas con insuficiencias arteriovenosas de las extremidades inferiores, haciendo evitables en la mayoría de
los casos, amputaciones de piernas por la presencia invasiva de gangrenas y
necrosis.
1.3 ¿QUÉ NO ES SANACIÓN?
Ya hemos visto de qué modo la sanación, para que sea considerada como tal,
debe ser primordialmente absoluta, súbita y completa. En consecuencia, la
inexistencia de cualquiera de las condiciones anteriores nos arroja pistas sobre
muchos tratamientos y procedimientos, en su mayoría ofrecidos por otros tipos
de medicinas que no podemos, ni mucho menos, catalogar como sanaciones.
1.4
La creación de un ambiente favorable a una integración de tratamientos
terapéuticos importantes de diferentes medicinas, capaces de evitar las
amputaciones en la batalla contra el cáncer y otras enfermedades, demanda
abrir un debate profundo sobre la orientación y calidad de las facultades de
medicina en todo el mundo, sobre la base de que su misión es formar un nuevo
profesional, perfectamente familiarizado con los pros y los contras de los
procedimientos terapéuticos derivados de las diferentes medicinas, de tal
suerte que el galeno desarrolle el suficiente criterio para ejercer su profesión de
la manera más justa y objetiva dando al enfermo las mejores opciones para su
curación.
La estimulación del cerebro pretende producir una auto-regulación a nivel
energético, de tal suerte que las frecuencias son capaces de poner en
funcionamiento las células en forma de “auto-generador y auto-abastecimiento”
sin que se presenten pérdidas o distorsiones a nivel energético, daños que
pueden repercutir a nivel metabólico e inmunológico, como sucede en el caso
de los operarios de plantas eléctricas, quienes están más expuestos que otras
personas a sufrir este tipo de trastornos.
El impacto de la energía en el ser humano es uno de los aspectos científicos
menos estudiados. Por fortuna, en telecomunicaciones ya se ha comenzado a
hablar de la contaminación electro-magnética. De cualquier manera, los seres
humanos estamos hoy sobre-energizados, lo cual sin duda causa deterioros de
diversa índole en la salud humana.
1.5
La sanación, si bien puede explicarse científicamente de manera parcial, no es
un atributo del que pueda gozar cualquier persona, en tanto la aplicación de
mis terapias exige por parte del profesional que la aplica la concepción más
integral posible de la existencia humana, lo que abarca, sin embargo, que a la
hora de enfrentarse a la enfermedad, dicho profesional tenga en cuenta todas
las dimensiones del ser humano: materia, razón y espíritu o, en otras palabras,
sus aspectos físicos, mentales y espirituales.
Los sanadores hoy en día y en el curso de la historia encuentran su reputación
por si mismos sin necesidad de acudir a estrategias mediáticas. Así como
emperadores y reyes en la antigüedad apelaron a la sanación y a la curación
asombrosa, la búsqueda y hallazgo de sanadores no es extraño al mundo de
hoy. Son conocidos, por ejemplo, los programas realizados por la BBC de
Londres en los años 90 con decenas de sanadores.
1.6
Su caso no es el único en una iglesia que como la Católica defiende la idea de
que ciertas personas por obra de Dios pueden disponer de poderes
sobrenaturales o, lo que es lo mismo, de dones divinos como ocurriócon
diversos santos, por ejemplo. Uno de los más conocidos fue Charbel Makhlouf,
un asceta y religioso maronita libanés nacido en 1828 y muerto en 1898 a los
70 años; tras una vida dedicada a la oración y al ayuno, además de la
predicación y la sanación espontánea, fue canonizado en 1977 por el Papa
Pablo VI. Su don de taumaturgia, o don de sanar enfermos, se mantuvo tras su
muerte, después de la cual no hizo más que acrecentar sus poderes de
sanación. Su cuerpo se mantiene incorrupto y de su tumba, iluminada por una
luz extraña, se dice que sale regularmente un líquido semejante a la sangre,
por lo que podría tratarse de un caso de licuefacción como el San Genaro, en
Nápoles (Italia).
La incorruptibilidad de los cuerpos de algunos santos católicos, algunos
probablemente manipulados químicamente, no es obstáculo para negar la
existencia de este fenómeno después de la muerte. La incorruptibilidad del
cadáver del citado padre Charbel, en el Líbano, durante algo más de 60 años
es un hecho, lo mismo que el de Santa Bernadette, la niña que avistó a la
Virgen María en Lourdes, Francia, a mediados del siglo XIX, cuyo cuerpo sigue
incorrupto hoy. La mascarilla de cera que se le aplicó años después sobre su
rostro no explica por sí misma la incorruptibilidad de su cuerpo, lo que confirma
sin duda la existencia de fuerzas innegables que hacen esto posible.
Uno de los casos de sanación más extraordinarios, sin duda es el de la
estadounidense Olga Worrall, sanadora innata nacida en 1906 que se propuso
hacer crecer unos gérmenes plantados en Pittsburgh, Pensilvania, a 1.500
kilómetros de su casa de Nueva York, para lo cual entraba en oración en
dirección hacia el cultivo de los gérmenes. Se supone que esta sanadora Olga
Worrall usaba el poder de su mente, trasladándolo a sus manos y a través de
ellas a las personas enfermas.
Capítulo 2
LA SANACIÓN EN EL MUNDO DE LA MEDICINA
2.1. CONTROVERSIAS ENTRE LAS MEDICINAS, SUS APLICACIONES Y SU
COMERCIALIZACIÓN
Cuando ha concluido la primera década del siglo XXI, el futuro de la medicina
científica occidental como fuente segura y confiable en el tratamiento y
prevención de las enfermedades se enfrenta a enormes cuestionamientos
asociados en su mayoría a los riesgos colaterales que conlleva la mayoría de
las terapias tradicionales.
De la mano de estas críticas en los últimos años ha surgido toda suerte de
controversias, aparentemente irreconciliables, entre la medicina convencional –
llamada así en función de ser probablemente la de mayor aceptación en el
ámbito político y legal– y la mal llamada medicina alternativa, entendida ésta
como “el conjunto de prácticas y procedimientos terapéuticos usados de
manera sucedánea o complementaria a los métodos autorizados por el sistema
de salud”.
No obstante, El debate se plantea en términos tan absolutos que no
contribuyen en nada a cristalizar ese escenario vislumbrado por la
Organización Mundial de la Salud (OMS), según el cual el siglo XXI será aquel
en el que “se integrarán y coexistirán las diversas medicinas”, máxima que
concede al conocimiento humano la función primordial, entre otras, no sólo de
sanar al enfermo y prevenir las enfermedades sino la de elevar la calidad de
vida de los seres humanos.
Esta discusión por desgracia produce un enorme margen de confusión entre el
público a la hora de ubicar en una u otra esfera de la medicina, ese sinnúmero
de terapias y técnicas médicas que dan lugar a un problema conceptual
irresuelto que incluye definiciones a menudo dominadas por la descalificación
prejuiciosa que un tipo de medicina ejerce sobre otra.
El problema se complica además por el desconocimiento que en el ámbito de
las llamadas medicinas alternativas subsiste alrededor de las diferencias
existentes entre lo que puramente son “técnicas de diagnóstico” frente a
aquellas terapias definidas como curativas o incluso preventivas, todo lo cual
da lugar a una peligrosa confusión que afecta la credibilidad de la sociedad en
los procedimientos médicos no financiados por los sistemas nacionales de
salud.
Peor aún, la distancia que separa a unos de otros profesionales –simplemente
reducida a una pugna en la cual la medicina científica occidental considera de
manera despectiva a la medicina alternativa– hace prácticamente inviable un
diálogo político, social, académico, cultural y económico capaz de trascender la
visión excluyente que cada tipo de medicina tiene sobre las demás.
En ese orden de ideas, ubicar la sanación resulta más que problemático, en
parte también porque ésta es una terapia que no se construye a partir de
conceptos absolutos, sino que se reconoce como una práctica que está en
capacidad, según la enfermedad a la que se enfrenta, de ser alternativa,
complementaria y por supuesto, sucedánea de ambas medicinas: la ortodoxa
científica y la mal llamada medicina alternativa. Esta reflexión es importante por
dos razones: por una parte, porque nos permite entender que la sanación no
rechaza de manera a priori ninguna de estas medicinas ni las concibe como
prácticas siempre incompatibles y, por otra parte, porque nos abre el camino a
múltiples dimensiones en la superación de la enfermedad, que ya no son sólo
materiales sino que responden también por el bienestar mental y espiritual del
ser humano.
Por supuesto, esta apertura de la sanación al entendimiento con las restantes
clases de medicina aún no ha sido correspondida como debiera por la gran
mayoría de los profesionales de estas escuelas médicas, empeñados en
descalificar cualquier avance médico que no esté construido sobre la aplicación
de terapias invasivas.
Por desgracia, la historia también está llena de casos en los que la medicina
convencional refutó y condenó al ostracismo una serie de técnicas, teorías y
manejos que no se correspondían con lo estrictamente aceptado hasta
entonces. El caso del médico húngaro Ignacio Felipe Semmelweiss, quien a
mediados del siglo XIX fue pionero en la lucha contra la fiebre puerperal, es
sintomático de lo mucho que aún tenemos por aprender si los médicos
prescindiéramos de la arrogancia científica. Semmelweiss, como se sabe,
descubrió en 1845 que este tipo de fiebre responsable entonces por la muerte
de miles de madres parturientas, era producida en el mismo momento del parto
por los propios médicos portadores de los gérmenes causantes de la mortal
fiebre.
Su trabajo como obstetra –quien escribió importantes artículos–, le llevó a
defender la tesis de que la enfermedad era producida concretamente por la
falta de un mayor rigor higiénico por parte de los médicos en la atención del
parto, práctica por la que abogó durante su vida para que estos profesionales
se lavaran muy bien las manos antes de atender los nacimientos. Sin embargo,
el descubrimiento de Semmelweiss fue objeto de duros cuestionamientos por
parte de los gineco-obstetras de la época, la mayoría de los cuales puso en
duda sus recomendaciones para que los estudiantes de medicina que atendían
necropsias en las clases de anatomía se lavaran las manos antes de entrar al
pabellón de las gestantes. Semmelweiss había observado que la tasa de
mortalidad entre las madres parturientas atendidas por comadronas en un
pabellón contiguo era ostensiblemente más bajo en comparación con el de los
pasantes de la Escuela de Medicina, lo que le llevó a pensar que la fiebre
puerperal era producto de bacterias procedentes de los cadáveres que los
estudiantes utilizaban en sus prácticas anatómicas.
El caso de este científico húngaro, fallecido en 1863 tras cortarse con un bisturí
infectado para exponer su tesis, demuestra el grado de reticencia que la
medicina convencional ha mantenido a lo largo de la historia para aceptar
siquiera otras posibilidades curativas o preventivas en la lucha contra la
enfermedad.
De cualquier manera, toda pretensión de ubicar la sanación en la categoría de
las medicinas alternativas como genérica y superficial, conlleva el peligro de
someternos a las corrientes teóricas que catalogan dichas terapias y técnicas
como expresión de áreas residuales de la ciencia poco serias y confiables y, en
definitiva, nada comprobables.
Mi intención al escribir este libro es justamente tratar de sustraer a la sanación
de este interminable debate, para lo cual he sometido mis terapias a pruebas
clínicas que han permitido comprobar la eficacia de la sanación en el
tratamiento de un sinnúmero de enfermedades –corroborando también la
ausencia de efectos colaterales negativos– y al mismo tiempo demostrar en
laboratorio la capacidad que tienen estas frecuencias vibracionales de inhibir,
por ejemplo, el crecimiento de gérmenes y bacterias.
La atención exitosa de miles de pacientes que en los últimos 15 años se han
sometido a mis procesos de sanación me permite enfrentar la genérica crítica
que la medicina ortodoxa lanza sobre las terapias no convencionales, en el
sentido que los responsables de estos tratamientos eluden deliberadamente
someter sus técnicas y manejos a pruebas de laboratorio. Mi satisfacción al
respecto también me posibilita hacer frente a las críticas de inocuidad, algunas
seguramente válidas, que recaen sobre la medicina alternativa cuando ésta
fundamente su confianza curativa de manera exclusiva en la aplicación de una
variada gama de técnicas y procedimientos que no son excluyentes frente a
todas las demás, autoproclamándose sucedánea y en ningún caso alternativa o
complementaria.
Pero definitivamente este no es mi caso. Desde que a mediados de los años
noventa concentré mis capacidades en el aprendizaje y canalización de estas
frecuencias como instrumentos terapéuticos, he valorado con determinación la
necesidad de una cooperación con las restantes medicinas, siempre y cuando
todas ellas asuman que el concepto de sanación no puede reducirse a la
curación aislada de un órgano o de una enfermedad, sino a la búsqueda y
consecución del mayor bienestar posible del ser humano en sus dimensiones
física, mental y espiritual. Y es aquí donde caben, por cierto, algunas
reflexiones sobre la extendida ausencia de esa concepción integral del ser
humano entre muchos profesionales de la medicina, todo lo cual se refleja en
unos sistemas de salud, públicos y privados, en nada comprometidos con esa
visión holística de la existencia humana.
¿Cómo y dónde categorizar la sanación en esos extremos en que a modo de
trincheras de guerra se ubican la medicina convencional y la medicina
alternativa? Responder a esta pregunta supone desmenuzar los conceptos
sobre lo que es “convencional” y lo que es “alternativo”, además de
inmiscuirnos en tratar de descifrar las diferencias más protuberantes entre la
medicina alternativa y la medicina complementaria, así como entre ésta y los
métodos terapéuticos que pueden suplir –o relevar– a la medicina
convencional.
Semánticamente hablando, lo “convencional” hace referencia a aquel conjunto
de acciones que se ajustan a los cánones fijados por la tradición o costumbre.
En un sentido más amplio, la palabra convencional hace alusión a las prácticas
que por comodidad o conveniencia social se consideran normas, razón por la
cual a partir de estas definiciones es fácil entender por qué el término
convencional es el que más se presta cuando nos referimos a la medicina
ortodoxa o científica occidental, según algunos autores, y facultativa para otros
si nos ceñimos a que éste es el tipo de medicina que se enseña en mayoría de
las universidades del mundo.
Ahora bien, lo alternativo hace referencia a la posibilidad que tenemos de elegir
entre dos o más opciones, definición que supone que la medicina llamada así
es un camino válido que tiene ante sí el paciente para hacer frente a su
enfermedad, lo cual no significa, ni mucho menos, que los procedimientos de la
medicina convencional sean ineficaces. Por otra parte, la medicina
convencional puede ser la alternativa para alguien que usa preferentemente
terapias ortodoxas pero, claro, no podemos negar el hecho de que en la
actualidad se acepta que la medicina alternativa es aquella que prescinde de
los fármacos de síntesis y otros procedimientos invasivos, lo cual no puede
darnos pie para afirmar que lo alternativo alude entonces a una categoría
dotada de inferioridad científica.
Por su parte, lo sucedáneo nos coloca ante un problema similar, si nos ceñimos
a su significado más extendido. Dicha definición nos habla de todo aquello que
puede reemplazar o sustituir algo, pero que generalmente es de menor calidad.
No es el caso que nos ocupa, pero lo sucedáneo ha adquirido en los últimos
años cierto prestigio en la medida en que se refiere a todo aquello que
remplazando algo aporta ventajas nuevas de cualquier naturaleza,
especialmente en el ámbito medioambiental. De ser así, lo sucedáneo nos
serviría para identificar ciertos tipos de terapias, que como la sanación están en
capacidad de ofrecer ventajas adicionales a los tratamientos médicos
convencionales, como lo veremos más adelante, pero que remiten a la
posibilidad cierta de producir mejorías rápidas y estables en los pacientes sin el
uso, por ejemplo, de antibióticos, analgésicos o antiinflamatorios propios de la
medicina ortodoxa.
Por último, lo complementario atañe a todo aquello que se hace necesario para
hacer más completo algo, definición que en el caso que nos ocupa puede
llevarnos a pensar que alguna de las dos medicinas de las que nos hemos
venido ocupando –convencional y alternativa– no tiene la misma categoría que
la otra o, expresado de otra manera, cumple un papel que si bien no es
secundario ejerce sólo una función complementaria, paliativa en el caso de
enfermedades crónicas o degenerativas, o a lo sumo, limitada al manejo del
estrés en procesos de convalecencia.
De cualquier manera, los ciudadanos de hoy están más que dispuestos a
aceptar y apoyar una combinación de medicinas, no siempre amparadas
legalmente, pero que pueden convertir lo alternativo en complementario o en
sucedáneo, así como lo facultativo en complementario, y toda suerte de
conjugaciones que nos permitan como médicos y terapeutas gozar de un
marco de cooperación que redunde siempre en beneficio del paciente. Y si bien
los ciudadanos han dado ese paso en la dirección correcta, es decir, en
defender su derecho a la salud sobre la base de una más libre y madurada
elección del tipo de medicina, somos los médicos los llamados a dar también
ese paso necesario. El balón está en nuestro campo.
¿Pero finalmente cuál es el modelo de salud por el cual debemos inclinarlos
médicos y pacientes? ¿Es posible redefinir la prestación de los servicios de
salud en el mundo de tal suerte que privilegiemos los intereses de los
ciudadanos por encima de los intereses económicos que persiguen las grandes
empresas multinacionales de la industria farmacéutica?
Mi opinión es que tal escenario puede ser realidad a partir de dos requisitos:
por una parte, la construcción de una apertura mental de todos los ciudadanos
respecto de que nosotros somos el único objetivo de una política pública que
considere la salud como un hecho prioritario y clave para la sostenibilidad del
desarrollo y, por otra parte, que la prestación de los servicios médicos supone
una nueva relación entre el profesional de la salud y el paciente.
La cristalización de ese sueño supone además que los ciudadanos ejerzamos
suficiente presión social para la creación de instituciones intergubernamentales
encargadas de la vigilancia de los medicamentos, una tarea que por ahora sólo
parece estar “confiada” a las autoridades médicas de los países desarrollados.
Lo importante de subrayar es el poder de que gozan las compañías
multinacionales de la industria farmacéutica en su relación con los gobiernos, lo
que supone que esta situación es aún más grave cuando hablamos de la
relación que estas empresa tienen con países en vía de desarrollo. En su gran
mayoría, las corporaciones farmacéuticas ejercen una especie de monopolio,
en tanto disponen de derechos casi absolutos en la producción y distribución
de medicamentos.
La pregunta que me hago no apunta a saber si dicho poder del sector
farmacéutico es omnímodo, que lo abarca y comprende todo –como lo creo a
veces–, sino a buscar la razón por la cual en el mundo los gobiernos aún
carecen de instrumentos de control multilateral sobre esta industria lo que
equivale a sostener que los ciudadanos tenemos cada día una mayor inquietud
frente a la ausencia de un organismo intergubernamental que regule las
producción de fármacos, su calidad, precio y efectos secundarios.
Sin duda estamos en un mundo globalizado, pero si bien el intercambio de
bienes y servicios es una realidad, igualmente existen múltiples instancias que
bien o mal regulan las relaciones económicas entre los estados, como es el
caso de la Organización Mundial del Comercio (OMC), todo lo cual me lleva a
reflexionar sobre lo paradójico que resulta en el sector de la salud la falta de
instancias internacionales que ejerzan una regulación eficaz, permanente y
objetiva sobre la producción y exportación de medicamentos, aún más cuando
estamos hablando de que tales empresas producen, ni más ni menos, toda
suerte de sustancias que de una u otra manera afectan a todos los seres
humanos.
Si la expresión lo permite, se trata de una especie de “colonialismo
farmacéutico”, como yo lo llamaría, el que las grandes empresas de esta
industria producen no solamente fármacos sino toda una literatura científica en
apariencia incuestionable, que sirve de soporte a cientos de miles de médicos
en el mundo para soportar la medicación a través de alianzas estratégicas con
compañías subsidiarias o filiales dotadas de una poderosa capacidad de
“lobby” con los gobiernos.
Esta relación de dependencia entre los gobiernos y las empresas
multinacionales farmacéuticas también se hace más fuerte precisamente por la
ausencia de organismos multilaterales capaces de verificar la eficacia de las
medicinas en los propios laboratorios de la industria.
La situación se complica aún más por el creciente margen de confusión que se
presenta hoy en día entre fármacos “paliativos” y “curativos”, una ambigüedad
que surge también por la sobre-especialización de la medicina, situación que
estimula la idea entre muchos profesionales de la salud, en el sentido que
cuando tratan una enfermedad su misión comienza y termina “en controlar un
punto focal”, sin tener en cuenta los efectos colaterales, es decir, negando un
tratamiento integral del paciente. En otras palabras, dicha sobreespecialización que bien puede ser legítima en el conocimiento de la fisiología
y la patología humana, hace que la preocupación del médico se concentre
exclusivamente en un órgano del cuerpo o en un área, prescindiendo de los
daños que un fármaco determinado pueda producir en otros órganos o
sistemas del mismo paciente.
Todo lo anterior conlleva además a que en su gran mayoría las medicinas sean
finalmente paliativas y no curativas, fenómeno que se debe a la persistencia de
comportamientos culturales, muy acentuados en los últimos años, según los
cuales los pacientes y médicos enfocan sus esfuerzos en la superación
medicada del dolor cuando este es un síntoma y no enfermedad, lo que supone
que el fármaco tenga dicho efecto paliativo y no curativo.
Por supuesto, no estoy sugiriendo que la lucha contra el dolor pase a ser un
aspecto secundario dentro de la vieja concepción hipocrática que nos obliga
éticamente a luchar contra la enfermedad y sus manifestaciones, tanto
sintomáticas como asintomáticas. De hecho, combatir el dolor o la molestia
propia de cualquier patología es y seguirá siendo un objetivo de todo
profesional de la medicina, independientemente del tipo de terapia por la que
se incline, sea convencional o alternativa. De lo que se trata entonces es que la
batalla contra el dolor sólo forme parte de una guerra contra la enfermedad y
no al contrario, un escenario que sitúa los síntomas como objetivos de una
guerra farmacológica indiscriminada que a la larga conlleva a que en la lucha
contra la enfermedad ganemos una que otra batalla pero no la guerra.
Todo lo anterior supone en la práctica que la medicina debe abrirse en el siglo
XXI a otras posibilidades que contemplen un uso racional y moderado de los
medicamentos, so pena de crear, como en el caso de los antibióticos y otra
gama de fármacos, crecientes resistencias a sus efectos curativos, incluso
paliativos, cuando no adicciones y dependencias que minan la calidad de vida
de las personas. Claro, este llamado a la moderación no estaría completo si no
profundizamos acerca de la importancia de aceptar los aportes que en estos
esfuerzos de sanidad cabe a casi todos los procedimientos médicos, lo que nos
permite situarnos ante una ciencia médica auténticamente integral. Este
escenario es el que nos ofrece mejores perspectivas a la hora de enfrentar la
enfermedad, desde su origen más remoto –algo que sería más propio de una
fortalecida medicina preventiva– hasta sus consecuencias más extremas, es
decir, si nos colocamos ante la presencia de enfermedades crónicas o
degenerativas. Y es en la lucha contra estas patologías para cuyo tratamiento
los gobiernos deberían brindar apoyo a otras posibilidades terapéuticas,
probablemente menos invasivas, capaces de atacar por igual tanto los
síntomas –sin afectar otros órganos o causar daños sistémicos– como la
enfermedad misma y su recurrencia.
Esta cooperación entre las distintas medicinas puede darnos pie para crear
algún día una auténtica farmacología curativa y no paliativa, como
seguramente no ocurre hoy en día cuando fármacos aparentemente curativos
dejan de serlo en el momento en que sus efectos colaterales rompen el
equilibrio coste-beneficio que debe guiar en el mundo la prescripción de
medicamentos.
Por desgracia, estamos llenos de ejemplos acerca de cómo los intereses de las
grandes empresas multinacionales del sector orientan sus esfuerzos en vender
como curativos fármacos que en realidad son paliativos. Esta frontera se hace
más difusa también por la simple razón de que muchos pacientes y médicos
suelen confundir la desaparición del síntoma con la desaparición de una
enfermedad sobreviniente. En otras palabras, diría que menosprecian la
posibilidad de que una determinada enfermedad, incluso si ésta es superada
en un primer momento mediante manejos farmacológicos convencionales,
puede dar pie a enfermedades aún mayores, incluso catastróficas. Lo anterior
nos conduce al mismo resultado: una alta probabilidad de que muchos
síntomas se consideren entonces como enfermedad, lo que explica a todas
luces la posibilidad, también muy elevada, de que se formule al paciente una
medicina que sólo en apariencia es curativa cuando en realidad es de de tipo
paliativo.
2.2. EL PROBLEMA DEL ABUSO DE LOS MEDICAMENTOS
Ahora bien, abierto este debate sobre el margen de confusión que sigue
presentándose entre lo paliativo y lo curativo, preferiría inclinarme por pensar
que los fármacos y las terapias paliativas sólo se reserven para el caso de
enfermedades definitivamente incurables, sean crónicas y/o degenerativas,
siempre y cuando estos manejos invasivos permitan aliviar el dolor, eliminar el
estrés del paciente, mejorar su movilidad y en fin, optimizar su calidad de vida.
Por supuesto, no se trata de condenar el manejo paliativo del dolor en casos
distintos a los anteriores, ya que como dijimos antes, la superación del dolor es
una máxima de la ética médica. Lo que quiero enfatizar es que dicho manejo
puede y debe hacerse bajo parámetros que no pongan en riesgo otros órganos
del paciente ni ninguna función sistémica del organismo humano, objetivo que
puede cumplirse si damos pie a esa conjunción de medicinas en la que
diferentes terapias, entre ellas la aplicación de frecuencias no magnéticas,
posibiliten reducir dolores y molestias de una enfermedad y al mismo tiempo
combatir dicha enfermedad, bajo el entendido de reducir al máximo su posible
recurrencia y las consecuencias que la misma produce.
La terapia de sanación puede acá jugar un papel fundamental a la hora de
conseguir ese propósito de poner término a la creciente confusión que los
sistemas de salud y la propia enseñanza de la medicina han alimentado entre
lo paliativo y lo curativo, una confusión que en el ámbito farmacológico suscita
naturales sospechas acerca de que los excesos del capitalismo mundial, en el
que las grandes compañías multinacionales se han convertido en actores
beligerantes del orden global, ha inducido a que las corporaciones
farmacéuticas ejerzan todo tipo de presiones con el fin de posicionar sus
medicamentos en el mundo.
Sin embargo, las críticas a la voracidad de la industria farmacéutica no son
nuevas, como no lo son nuestros cuestionamientos a la formulación
farmacológica indiscriminada. Ya en tiempos de la Ilustración Francesa, por
ejemplo, Voltaire dejó sentir su preocupación ante el temprano auge de la
medicación en un siglo que como el XVIII fue testigo del florecimiento de la
química en el concierto de las ciencias naturales.
Su escepticismo sobre ese excesivo uso de drogas de síntesis producidas a
partir del mayor conocimiento herbario que caracterizó a esta época, le hizo
exteriorizar sus sospechas de que los médicos estaban administrando
“medicamentos de los que saben poco, en cuerpos humanos de los que saben
aún menos y para el tratamiento de enfermedades sobre las que nada saben”.
Por supuesto, desde los tiempos de Voltaire la medicina ha hecho progresos
enormes, permitiéndonos descubrir que algunos efectos secundarios pueden
prevenirse y aún evitarse, pero nunca en la medida en que quisiéramos.
2.3. EL PROBLEMA DE LA SOBREMEDICACIÓN A LA LUZ DE LAS
ESTADÍSTICAS
Actualmente, los datos estadísticos sobre el abuso de la prescripción
farmacológica por parte de los médicos sólo pueden configurarse a partir de las
cifras que se extraen de aquellos casos en los que medicaciones erróneas o
excesivas han requerido atención hospitalaria. Para instituciones prestigiosas
como Archives of International Medicine, la tasa de complicaciones asociada a
los efectos colaterales de la formulación de fármacos ha aumentado
considerablemente, un incremento que entre 1998 y 2008 ha hecho que el
número de incidentes graves por este concepto se haya más que duplicado,
mientras que las muertes por este mismo problema se han triplicado casi desde
entonces. Thomas Moore, del Instituto de Prácticas Seguras de la Medicina,
una entidad con sede en Pensilvania, Estados Unidos, ha advertido
recientemente sobre la necesidad que tenemos todos de aprender de estas
experiencias para enfrentar mejor los riesgos que supone el abuso en la
prescripción de medicamentos por parte del personal sanitario. Por desgracia,
la protección de los usuarios de los sistemas de salud es insuficiente frente a
esta creciente problemática a nivel mundial.
Ciertamente, otros datos nos ayudan a entender la dimensión de este
problema. El equipo de Moore ha analizado con profundidad otros informes
sobre el daño supuestamente “colateral” que la sobre-medicación de fármacos
ha causado a la salud y a la vida. Tan sólo en los Estados Unidos, el número
de muertes registradas por la Food U.S. Drug of Administration (Departamento
de Drogas y Alimentos de los Estados Unidos) pasó de 5.519 en 1998 a 15.107
en 2005; en tanto, las hospitalizaciones pasaron de 34.966 en 1998 a 89.842
en 2005, lo que muestra crecimientos cercanos al 270% y al 120%,
respectivamente, cifras realmente alarmantes.
Varios factores contribuyen a este incremento, entre ellos el propio aumento
que se ha venido observando en el número de fármacos patentados a nivel
mundial, una cifra que desde 1998 creció en un 50%, de lo que se deduce que
la cantidad de complicaciones y muertes por abusos en la prescripción médica
supera al registro de nuevos fármacos.
Aproximadamente el 15% del incremento que se observa en el número de
complicaciones y muertes debido a este problema se relaciona con sustancias
nuevas, incluyendo analgésicos, cuyos efectos secundarios lesionan
principalmente el sistema inmunológico.
El panorama aún puede ser peor, si se tienen en cuenta los casos que no se
reportan, con lo cual la cifra real de fallecimientos y hospitalizaciones es mucho
mayor. La inexistencia de estudios más profundos sobre esta situación no nos
permite visualizar la gravedad del fenómeno en muchas partes del mundo.
Daniel Grant, del Consejo de la Comisión de Drogas de la Profesión Médica
Alemana, se ha referido recientemente a la escasa atención que el problema
ha recibido en comparación con las estadísticas que ofrecen otros fenómenos,
como es el caso de las muertes por accidentes de carreteras, un problema que
en algunos países puede causar unas 5.000 muertes al año.
El Consejo Consultivo Alemán de Salud en su informe de 2007 ha estimado
que para ese año, unos 80.000 pacientes en Alemania experimentaron
complicaciones por causa de los efectos secundarios de medicinas que les
fueron prescritas, 40% de cuyos casos perfectamente podría haberse evitado.
Por desgracia, para el Instituto Federal de Medicamentos y Productos
Sanitarios de la Medicación, se trata de una tendencia creciente si se tiene en
cuenta que entre 1.200 y 1.400 desenlaces fatales fueron el resultado directo
de abusos en la medicación farmacológica. A juicio de Ulrich Hagemann, quien
dirige el departamento de fármacovigilancia del Bundesamt Fur Arzneimittel
und Medizinprodukte (BaRF, por su sigla en alemán), “estos no son todos los
efectos secundarios ni las muertes. Desafortunadamente, hay que suponer que
la mayoría de los médicos no informan los casos adversos que manejan.
Pese a lo anterior, mis observaciones y críticas a la formulación farmacológica
indiscriminada nada tienen que ver con descalificaciones a priori de lo mucho
que la química farmacéutica en todo el mundo ha logrado en beneficio de la
humanidad, especialmente durante los últimos 100 años, pero bien es cierto
que el momento actual está lleno de ejemplos sobre la agresividad con que
muchas empresas multinacionales persiguen sus objetivos comerciales. Sus
estrategias lo abarcan todo: desde una amplia difusión de su literatura médica,
que circula con efectividad entre los profesionales de la salud en todo el
mundo, hasta complejas tareas de “lobby” con gobiernos y gremios científicos,
pasando por campañas publicitarias, algunas francamente inmorales, en las
que abiertamente las empresas del sector ofertan vacunas y medicinas no
contempladas en los planes públicos de salud con el mensaje de que su no
consumo “hace la diferencia entre la vida y la muerte”.
A lo anterior se suma la escasa y siempre matizada información con la que los
laboratorios se refieren en los empaques a los efectos colaterales nocivos de
sus medicamentos. Se trata de instructivos cuya letra menuda, cada vez más
pequeña, nada dice sobre el camino seguido por el laboratorio en la
elaboración de sus fármacos, los efectos secundarios de los mismos, el
seguimiento hecho por los sistemas de salud a la eficacia de tales medicinas, si
los hay, las estadísticas de recuperación imputables al fármaco y la secuencia
de los controles internos que realizó una empresa determinada hasta obtener la
patente y/o registro sanitario respectivo.
Ni qué decir de la nula información que existe sobre el origen de las sustancias
de tipo vegetal o animal utilizadas en la síntesis química que da nombre a los
fármacos, muchas de las cuales provienen de regiones ricas en diversidad,
localizadas en países en vía de desarrollo y a cuyos gobiernos niegan toda la
información sobre el uso comercial de su biodiversidad.
Estas reflexiones remiten obligatoriamente al grado de indefensión en que se
encuentran los gobiernos, especialmente los de los países en vía de desarrollo,
para hacer viable un control más eficaz sobre la efectividad de los fármacos
importados, sus efectos colaterales en la salud humana, el manejo de sus
precios y toda clase de supervisiones que debe rodear el comercio mundial de
la industria farmacéutica.
Nos encontramos además ante una realidad de la que pocos usuarios de los
sistemas de salud en el mundo son concientes y que tiene que ver con el
hecho innegable de que los millones de dólares que las compañías
multinacionales de la industria farmacéutica ganan cada año, finalmente son
aportados por los propios usuarios, tanto sin son actuales o potenciales, a
través de las deducciones o contribuciones salariales impuestas por ley y que
mensualmente son transferidas a los sistemas estatales de seguridad social
obligatorios.
El enriquecimiento de tales empresas, dominadas en su mayoría por
consorcios europeos, deriva en un posicionamiento de la industria farmacéutica
para consolidar hegemonías en los países tercermundistas, lo que repercute a
su vez en la reafirmación del poder omnímodo de esta pujante industria, una de
las más poderosas a nivel mundial.
En efecto, los contribuyentes están obligados a aportar al sistema de salud un
porcentaje variable y alto, por supuesto, de sus ingresos mensuales para la
sostenibilidad del sector de la salud, recursos que teóricamente deben cubrir el
tratamiento de sus enfermedades durante el transcurso de su vida. Este
esquema de financiación se ve interferido negativamente por la triangulación de
tales recursos que hacen las empresas multinacionales, los gobiernos y las
instituciones sanitarias privadas que facturan sus servicios al sistema estatal de
seguridad social. La manifestación más errática de esta triangulación se
presenta justamente en el “circuito comercial” de medicamentos. Nótese que
uso la palabra “comercial” para referirnos al proceso de aprovisionamiento,
distribución, demanda y venta de fármacos, proceso que responde a la lógica
económica capitalista en la que sin duda el afán de lucro permea y domina la
producción de sustancias que ni más ni menos están asociadas al bienestar
físico y mental de los seres humanos.
Así las cosas, pese a los cuestionamientos que sobre su eficacia –tanto
paliativa como curativa– tienen muchos medicamentos en el mundo, a lo que
se agregan los altos costos de una gran mayoría de ellos, los usuarios de los
sistemas de salud son sujetos pasivos de una medicación convencional
dominada por una tradición facultativa casi que inmutable, en la que los
médicos, víctimas a su vez de este imperialismo farmacológico, prescriben toda
suerte de medicamentos cuya inclusión en los planes oficiales de salud son el
resultado de multimillonarios contratos casi vitalicios, que los estados han
suscrito con los grandes laboratorios de la química farmacéutica.
Dicha automatización en la prescripción actual de medicamentos es el
resultado inevitable de unas relaciones asimétricas entre los estados y las
corporaciones farmacéuticas, en las que los laboratorios de estas compañías
proveen a elevados costos los fármacos que ellas mismas, mediante un
poderoso “lobby”, han ofertado a las instituciones públicas de seguridad social
como las únicas medicinas que pueden hacer frente a las enfermedades
incluidas en los planes obligatorios de salud. Enormes inventarios de
medicamentos en bodegas y contenedores son la expresión final de un negocio
que, como el del sector farmacéutico, es una de las cinco grandes industrias
que más millones de dólares mueven cada año en el mundo.
¿Cómo puede entonces un médico, en cualquier parte del planeta “desafiar”, si
la palabra lo permite, un modelo sanitario en que los estados establecen la lista
de medicamentos que debe prescribir a sus pacientes? ¿Cómo puede ese
mismo profesional de la salud establecer la eficacia de un fármaco o la
gravedad de sus efectos secundarios, si ese estado al que sirve en el sistema
de salud no ha podido verificar los procesos de producción de los
medicamentos, la efectividad de los mismos, las estadísticas de que disponen
sobre dicha eficacia y el mapa general de los efectos colaterales?
Por el momento no hay como lo expresé anteriormente, la más mínima
posibilidad de que los estados dispongan de un organismo intergubernamental
que avale la efectividad de los medicamentos que hacen parte de las listas
oficiales de fármacos que un paciente puede esperar de su sistema de salud,
por lo cual la indefensión del médico es total.
Mi respetuosa invitación, por tanto, es que pacientes y médicos profundicemos
acerca del poder del cual disponemos los ciudadanos como aportantes de los
cuantiosos recursos mediante los cuales los gobiernos pagan a estas
empresas multinacionales toda suerte de fármacos sin que medien estrategias
que, por ejemplo, permitan soslayar los efectos secundarios cuando estos son
perjudiciales, reducir los precios de los tratamientos apelando a terapias no
invasivas y profundizar las políticas de la medicina preventiva.
Como contribuyentes y aportantes de la riqueza de los laboratorios, médicos y
pacientes debemos propugnar por una alianza estratégica que obligue a los
estados a privilegiar la salud y no a favorecer las utilidades de las compañías
multinacionales farmacéuticas que son las que finalmente parece que imponen
sus reglas de juego en el trazado de políticas públicas sanitarias.
De persistir la actual automatización de los tratamientos médicos, que como
una especie de software establece mecánicamente para cada síntoma una
enfermedad y un fármaco, procesos que inducen a los médicos a recetar
siempre los mismos medicamentos, la esencia de la medicina, esto es, la
finalidad de ver la enfermedad y la sanidad de un modo más integral, holístico
en términos filosóficos, se perderá justamente cuando los avances científicos
apuntan a que en la concepción del mundo los planos químico y físico no son
absolutos, sino que otras dimensiones pueden jugar un papel clave en la
superación de las enfermedades, como las opciones que nos brinda las
medicinas alternativas.
Dicho coloquialmente, el hecho de que “los contribuyentes de alguna manera
tengan la sartén por el mango” es una realidad de la cual no somos concientes,
por lo que urge que los usuarios de la salud reflexionemos con mucho cuidado
sobre un ámbito como el de las terapias farmacológicas que impactan nuestro
organismo, a veces definitiva e irreversiblemente, con nefastas consecuencias
de toda naturaleza.
De otra parte, no hay una proporción entre el costo final de los medicamentos y
la autoproclamada eficacia que contienen los empaques de estos fármacos, lo
que da lugar a un desequilibrio insólito, que además de comprometer
fiscalmente el estado de bienestar, como ya lo estamos viendo en Europa a
causa del envejecimiento de la población asociado al declive demográfico,
mina la confianza de los ciudadanos en un sistema de salud que debería ser
menos ortodoxo y, por lo mismo, más abierto a las posibilidades de sanación
que ofrecen otros tipos de terapias.
2.4. EL PAPEL DE LOS USUARIOS FRENTE A LA CRISIS DE LA SALUD
Ahora bien, la participación activa de los usuarios de los sistemas de salud se
hace indispensable para efectos de despertar en la ciudadanía una clara
conciencia sobre los nocivos efectos colaterales de muchos medicamentos de
síntesis, lo que contribuiría a sacar del ámbito de lo exótico la demanda de
medicinas alternativas, la mayoría de ellas circunscritas peyorativamente al
comercio naturista y herbario que, pese a ser objeto de controles por los
ministerios de salud, no ocupan, ni mucho menos, el espacio que estos
productos merecen.
No es por casualidad tampoco que la gran mayoría de estas medicinas carecen
de restricciones para su venta mediante fórmula médica, por lo que suelen ser
ubicadas en los supermercados al lado de jabones y perfumes, como si se
tratara de un consumo voluntario por parte de los usuarios. Por supuesto, la
ausencia de efectos colaterales en la mayoría de estas medicinas alternativas –
o naturales–, permite no sólo que su venta sea libre, sino que paradójicamente
muchos las consideren como medicinas de ensayo, nada serias y, por lo
demás, dotadas de un exotismo que no contribuye al posicionamiento de estas
otras medicinas en el esfuerzo por abaratar el costo de la salud, aminorar los
efectos secundarios de los tratamientos convencionales y optimizar su calidad,
de tal suerte que la sociedad civil la asuma como un instrumento científico
totalmente válido en la batalla perenne contra la enfermedad.
Los ejemplos de cómo un mal manejo en la prescripción de fármacos no
contribuye muchas veces al mejoramiento de los pacientes abundan. El caso
de la psiquiatría es muy ilustrativo de esta problemática, en especial por el
abuso que muchos profesionales de esta área de la medicina hacen de la
prescripción de antidepresivos, quienes privilegian esta opción por encima de lo
mucho que complementaria, alternativa y/o sucedáneamente podría lograrse
con la psicoterapia, una posibilidad que los psiquiatras cada vez más parecen
desestimar en beneficio de lo que consideran como un exclusivo déficit de
serotonina en el cerebro de su paciente. A propósito, las críticas a este abuso
de fármacos en el tratamiento de las enfermedades mentales provienen de
meta-estudios hechos por varios centros de investigación estadounidenses a
mediados de la década que termina.
Al respecto, no creo exagerar al afirmar que la indiscriminada prescripción de
fármacos en el tratamiento de este tipo de enfermedades es casi una versión
moderna de los electrochoques aplicados a los enfermos mentales desde
finales del siglo XIX.
También en el campo de la medicina preventiva, reducida en los últimos años a
masivas campañas de vacunación, es decir, asumida nada más como sinónimo
de inmunización química, observamos con elocuencia la capacidad de “lobby”
que tienen los laboratorios en el mundo para proveer de miles de dosis a los
sistemas estatales de salud.
No obstante, cuando fracasan los esfuerzos comerciales de la industria
farmacéutica por vender a los estados sus existencias de vacunas,
presionando su incorporación en los planes de salud, la estrategia consiste
entonces en promocionarlas mediante eficaces y astutas campañas
publicitarias, en las que los laboratorios, más que buscando la prevención de
enfermedades, venden infundadas necesidades a la población, que en el caso
de los sectores más vulnerables se traduce en angustia por la falta de recursos
que le permitan adquirir tales vacunas.