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PARA LEER A D. HUME (1711 – 1776)
“Tratado sobre la naturaleza humana”
Tras su frustrado intento de ganarse la vida como abogado (un intento que duró unos
meses) y dominado por su pasión por la literatura y su “aversión insuperable hacia todo lo que no
fuera la investigación filosófica y el saber en general”, Hume se traslada a Francia, país en el que
reside desde 1734 hasta 1737. Allí escribe, con 23 años, el Tratado sobre la naturaleza humana,
obra que se publicó en tres libros entre los años 1738 y 1740. La obra, que según su autor, “nació
muerta de la imprenta”, pues ni siquiera suscitó “un murmullo entre los entusiastas”, estaba formada
por tres libros:
Libro primero: Del entendimiento.
Libro segundo: De las pasiones.
Libro tercero: De la moral.
Después de comprobar con gran decepción, pues había depositado muchas esperanzas en
esta obra, que pasaba totalmente desapercibida, entre 1742 y 1745 redactó un resumen, un
compendio (abstract) de ella, resumen que durante algún tiempo se atribuyó a Adam Smith, amigo
de Hume. De este Compendio del Tratado de la naturaleza humana están tomados los textos
propuestos para comentar.
Tampoco el Compendio logró que las ideas expuestas en el Tratado tuvieran alguna
repercusión, por lo que Hume publicó en 1748 los Ensayos sobre el entendimiento humano, una
revisión del Libro primero del Tratado, y en 1751 la Investigación sobre los principios de la moral,
refundición del Libro tercero. Hume consideraba esta última obra como la mejor que había escrito.
COMENTARIOS
Un compendio de un libro recientemente publicado, titulado UN TRATADO DE LA
NATURALEZA HUMANA, etc.
“Mis expectativas en este breve trabajo (…), y ser más fácilmente trazada la conexión
desde los primeros principios a la conclusión final”.
Hume, consciente del “fracaso” del Tratado pero convencido al tiempo de la importancia de
lo que en él se trata, cree que presentando un resumen de su contenido éste resultará más
comprensible para aquellos “que no están acostumbrados al razonamiento abstracto”, pues así
“captarán más fácilmente una cadena de razonamientos que sea más simple y concisa… Hallándose
las partes más próximas entre sí, pueden ser mejor comparadas, y puede ser más fácilmente
trazada la conexión desde los primeros principios a la conclusión final”. Pretende, pues, divulgar sus
ideas eliminando lo abstracto y lo superfluo, simplificando para dar así mayor eficacia a la razón,
fundamentando con argumentos las verdades expuestas.
“La obra, de la que aquí presento al lector un compendio (…) El resto es solamente un
conjunto de indicaciones de pasajes particulares, que me han parecido curiosos y notables”.
Expone aquí por qué consideraba que su obra tenía tanto interés: por proponer la necesidad
de una nueva fundamentación de todas las ciencias y para, acostumbrando a los hombres a pensar
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por sí mismos, sacudir “el yugo de la autoridad”. Hume se hace, pues, heraldo de la Ilustración y de
sus ideales: crítica a cuanto limite la libertad de pensamiento, reivindicación de la autonomía de la
razón, utilidad del saber, liberación de los prejuicios, sustitución de una “metafísica difícil y abstrusa”
por el sentido común, por la “filosofía fácil y obvia”.
“Este libro parece estar escrito según el mismo plan (…), tanto para el entretenimiento
como para el progreso del género humano”.
Sitúa su obra en el contexto en el que se gestó: el “espíritu filosófico” al que alude es, sobre
todo, el de la filosofía inglesa empirista (Locke, Newton) y “sentimentalista” (Shaftesbury,
Hutcheson), así como las ideas deístas y asociacionistas. El influjo de la filosofía “continental”es,
sobre todo, el de los ilustrados franceses, con los que tuvo ocasión de contactar en varias
ocasiones. Es conocida su amistad con Rousseau, a quien invitó a vivir con él en Inglaterra, aunque
el carácter huraño del francés diera al traste con esa amistad.
“La mayoría de los filósofos de la antigüedad, que trataron de la naturaleza humana
(…) en fundar enteramente en la experiencia sus precisas disquisiciones sobre la naturaleza
humana”.
Hume admite en toda la filosofía anterior a la de su época “una delicadeza de sentimiento,
un justo sentido de la moral, o una grandeza de alma” al tratar sobre la naturaleza humana, pero no
una “profundidad de razonamiento o reflexión”. Se trata ahora, sin embargo, de ir algo más allá del
sentido común e intentar una ciencia del hombre de similar precisión a la conseguida en diversas
partes de la filosofía natural. Vemos, de nuevo, el ideal de fundamentación del saber, en este caso
sobre el hombre, que ya manifestó Descartes al comienzo de la filosofía moderna, aunque existe
una diferencia esencial: esa fundamentación, si es que resulta posible, ha de partir de los fenómenos
(experiencia) y remontarse solamente hasta donde estos nos permitan (se rechazan los intentos
racionalistas de deducción a partir de ideas innatas).
De ahí el programa que presenta: hacer la anatomía de la naturaleza humana de una
manera metódica obteniendo conclusiones sólo donde le autorice la experiencia. Tomando de
Newton la expresión, se niega a hacer hipótesis en este intento, alabando a aquellos filósofos
ingleses que las desterraron en sus investigaciones.
“Junto a la satisfacción de conocer lo que más de cerca nos concierne (…) y ha
puesto los fundamentos de las otras partes en su tratamiento de las pasiones”.
Todas las ciencias, tanto las formales (lógica), cuanto las naturales (física), encuentran su
fundamento en la ciencia de la naturaleza humana; la moral, la crítica (de las artes y de la literatura),
la política forman la “metafísica fácil y obvia”. En la base de todas, la lógica (“metafísica difícil y
abstrusa”), parte que, según el narrador, el autor ya ha concluido (es, por tanto, lo que viene a
continuación).
“El célebre señor Leibniz ha observado que hay un defecto (…). Si logramos hacerla
inteligible al lector, ella podrá servir de ejemplo para la obra entera”.
Leibniz había distinguido entre “verdades de razón” (las operaciones del entendimiento en la
formación de las demostraciones) y “verdades de hecho” (las probabilidades y esos otros grados de
evidencia, de los cuales dependen enteramente nuestra vida y nuestra acción), una distinción
paralela a la efectuada por el propio Hume entre “conocimiento de relaciones entre ideas” y
“conocimiento de hechos”. A diferencia de Leibniz y de los otros autores a los que se refiere (Locke,
Malebranche, Condillac), Hume da más importancia a la lógica inductiva, la de los argumentos
probables, que a la deductiva (en realidad, como hemos visto en clase, el conocimiento de
relaciones entre ideas es universal y necesario, pero “poco útil para la vida práctica”).
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“Nuestro autor comienza con algunas definiciones. (…) Esta distinción es evidente,
tan evidente como la que hay entre sentir y pensar”.
Son las ya conocidas: percepción (todo lo que puede estar presente en la mente), impresión
(percepciones vivas y fuertes) e idea (percepciones más tenues y débiles). Sentir es tener
impresiones; pensar, tener ideas.
“La primera proposición que adelanta es que todas (…); y sería de desear que este
método riguroso fuese más practicado en todos los debates filosóficos”.
Las ideas son copia de las impresiones; por eso estas últimas son siempre anteriores a las
ideas y su origen. Si albergamos alguna sospecha sobre un término filosófico (sobre alguna idea),
basta para aclararla preguntar de qué impresión deriva. Si no podemos encontrar tal impresión,
podemos concluir con seguridad que el término carece absolutamente de significación. (Recuerda
que Hume va a hacer uso de esta afirmación en su análisis del principio de causalidad, en su
planteamiento de la existencia externa de la realidad corporal, en su diagnóstico sobre la posibilidad
de demostrar la existencia de Dios, incluso al revisar la idea de “identidad personal” o “yo”).
Con la afirmación subrayada, Hume pretende cerrar la polémica entre Descartes y
Malebranche (innatismo de las ideas) y Locke (negación de las ideas innatas), a la que ha aludido en
el párrafo anterior: en relación con la posición racionalista, Hume afirma su “frivolidad”, pues no
merece la pena preguntarnos cuándo comenzamos a pensar (la defensa que Descartes hacía de su
concepción del innatismo) y su inutilidad y absurdo (contra Malebranche, cuyas afirmaciones podían
entenderse en el sentido de que, al nacer, nuestra mente ya tiene ideas); contra Locke, Hume cree
que es un error la concepción de nuestra mente como un “papel en blanco” en el que cuanto se
escriba ha de serlo desde la experiencia. La experiencia no es “causa” (no puede serlo, dado el
análisis que Hume hace de la causalidad): la experiencia (las impresiones) es viveza, inmediatez:
están ahí (en la mente) y desconocemos por qué. En este sentido, son innatas, surgen
inmediatamente de la naturaleza.
“Es evidente que todos los razonamientos concernientes (…) debemos mirar en torno
nuestro para encontrar algo que sea la causa de otra cosa”.
Volvemos a nuestro “conocimiento de hechos”: es evidente que todos los razonamientos que
hacemos sobre este asunto se basan en las relaciones causa – efecto; de la existencia de un objeto
(fuego) no podemos inferir la existencia de otro (calor) a menos que haya entre los dos una
conexión, mediata o inmediata. Hemos de emplear, por tanto, una lógica inductiva, la cual, como
veremos, solamente podrá proporcionarnos un conocimiento probable.
“He aquí una bola de billar colocada sobre la mesa, y otra bola que se mueve hacia
ella con rapidez: (…). Puede valer la pena considerar un momento lo que nos determina a
formular una conclusión de tan infinita consecuencia”.
Hume realiza aquí, utilizando el más “vistoso” ejemplo de las bolas de billar, el análisis, visto
en clase, de la causalidad. Tenemos impresiones de la prioridad temporal de la “causa” sobre el
“efecto” (el fuego antes que el calor), de su contigüidad espacial (sólo hay calor cuando el fuego está
cercano) y de la conexión constante (siempre que tenemos impresión del fuego, después tenemos
impresión del calor). Basándonos en dichas impresiones, realizamos una inferencia inductiva: el
fuego (causa) producirá calor (efecto). Nuestra vida está llena de inferencias de este tipo, hasta tal
punto que “de esta naturaleza son todos nuestros razonamientos en la conducta de la vida”; en ellas
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“está fundada nuestra creencia en la historia”; de ellas “deriva toda la filosofía (incluida la física), con
la sola excepción de la geometría y la aritmética” (relaciones entre ideas).
¿Qué justifica esta inferencia? Solamente la experiencia: Adán solamente podría “predecir”
que el fuego producirá calor después de haber tenido esa experiencia varias veces. Si esa
inferencia proviniera de la razón y no de la experiencia, se trataría de una demostración. Que no es
tal cosa es fácil argumentarlo: cuando existe una demostración, lo contrario de lo demostrado es
imposible e implica contradicción (la blancura no puede ser negra). Pero no es imposible pensar que,
tras el fuego, lo que se producirá es frialdad. ¿Por qué no lo hacemos, sin embargo?
Hume afirma que todos nuestros razonamientos sobre causa- efecto se basan en la
experiencia y se fundan “en la suposición de que el curso de la naturaleza continuará siendo
uniformemente el mismo” (si siempre el fuego ha producido calor, lo seguirá haciendo en el futuro,
porque la naturaleza no varía, permanece constante).
“Es evidente que Adán, con toda su ciencia, jamás habría sido capaz (…). Por fácil que
pueda parecer este paso, la razón no será capaz de hacerlo en toda la eternidad”.
Ahora bien: que la naturaleza permanece constante, que es regular, no es algo que se
pueda demostrar (no se trata de relaciones entre ideas) ni siquiera mediante un argumento probable
(si algo es posible no puede demostrarse que sea falso, y es posible que la naturaleza pueda
cambiar, pues podemos concebir tal cambio). Si existe tal constancia, tal regularidad (que sería, por
tanto, una cuestión de hecho), solamente podrá probarse mediante la experiencia. Pero nuestra
experiencia abarca el pasado, por lo que no puede probar nada acerca del futuro (a no ser que
“supongamos” que entre pasado y futuro hay semejanza). No hay, pues, prueba alguna posible.
Solamente por la costumbre hacemos esa suposición de que el futuro será semejante al pasado; es
la costumbre, no la razón, quien guía nuestra vida. (Fíjate en la diferencia entre demostrar y probar :
probar sólo es posible recurriendo a la experiencia, y Hume nos advierte de que en este caso
tampoco se puede). La costumbre, sin embargo, no es un principio real de la naturaleza, sino el
fundamento de nuestra tendencia a creer que existe tal principio, aunque no podamos conocer si
existe o no en ella.
“Es éste un descubrimiento muy curioso, (…); pero sería difícil hacerlo inteligible para
el lector, o por lo menos probable, sin una larga digresión que excedería los límites que me
he impuesto a mí mismo”.
Cuando veo el fuego, concibo, por el hábito que tiene mi mente, la idea de calor.
¿Solamente la concibo? No, dice Hume: también creo que se producirá calor. ¿Qué es esta
“creencia”? ¿En qué se diferencia de la simple concepción de una cosa? En cuestiones de hecho,
puedo siempre concebir lo contrario de lo que prueba la experiencia, aunque no siempre puedo
creerlo. La creencia, pues, no es una idea imaginada (aquella se presenta con más intensidad y
fuerza), sino que establece una diferencia entre las concepciones a las que asentimos y aquellas a
las que no, por lo que se parece más a una impresión que a una idea: “es una idea vivaz
relacionada con una impresión presente”, es un sentimiento intenso a dar validez a una idea, es
decir, a dar a la idea la fuerza, la viveza de las impresiones. La creencia es “una manera diferente
de concebir un objeto; es algo que se puede distinguir por el sentimiento, y que no depende de
nuestra voluntad, como ocurre con todas nuestras ideas”. Es el sentimiento el que hace a esta idea
diferente “de esas ideas vagas que llegan a la mente sin ninguna introducción”.
A esta conclusión llega tras haber descartado que la creencia sea una idea más entre
aquéllas que podemos concebir sin concederles existencia (cuando concebimos un objeto lo
concebimos en su totalidad, sin que nuestra creencia o no creencia en su existencia le añada algo) y
que la creencia sea una idea más que agregamos a la concepción de algo (si así fuera, podríamos
creer en la existencia de cualquier cosa que fuéramos capaces de concebir).
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“Igualmente he omitido muchos argumentos que el autor (…). Sólo hace que la
sintamos diferentemente, y la torna más fuerte y más viva”.
Según sea la intensidad del sentimiento, la creencia nos proporcionará certeza o mera
probabilidad. En cualquier caso, insiste en que la creencia no proporciona una nueva idea, sino que
hace más fuerte y más viva la que ya tenemos.
Después de haber terminado con este punto esencial (…) deberá decirnos algo muy
nuevo y extraordinario, algo tan nuevo como la dificultad misma”.
Hume, tras analizar el papel de la creencia en nuestras inferencias de causa a efecto,
vuelve ahora a examinar esa relación. Concretamente se pregunta: además de la contigüidad, la
prioridad temporal de la causa y la conjunción constante, ¿hay alguna idea más en nosotros cuando
establecemos dicha relación? Su respuesta es que sí, que suponemos que existe una conexión
necesaria entre la causa y el efecto. Suponemos, además, que la causa tiene un “poder”, una
energía. ¿De dónde proviene esta suposición? Si existe tal poder, ha de manifestarse o bien a los
sentidos, o bien al sentimiento interno (ha de provenir de alguna impresión). Puestos a buscar tal
impresión, no la encontramos: la materia no proporciona impresión de poder alguno (atribuye a los
seguidores de Descartes haber tenido que explicar el movimiento del Universo no a partir de la
materia, sino desde el poder del “Ser Supremo”, lo que le da pie para afirmar que tampoco respecto
del poder de este Ser ni los sentidos ni nuestra mente nos proporcionan información alguna. Es
decir, el “principio de causalidad” no es apto para demostrar la existencia de Dios). Así pues, o
no tenemos la idea de poder (fuerza, energía) o sólo significa el hábito de nuestra mente a pasar de
la causa a su efecto habitual.
Tras afirmar estas cosas, Hume cree que en ellas queda reflejado el límite estrecho del
conocimiento humano: todo en él se remite a la experiencia, y la creencia que le acompaña no es
sino un sentimiento producido por la costumbre. Este sentimiento es el que nos hace creer en la
existencia externa a nuestra mente de cosas u objetos. Si la naturaleza (nuestra necesidad de
vivir) no lo impidiera, la “filosofía” (el análisis de los límites de nuestro conocimiento) nos conduciría
al escepticismo de Pirrón de Elis (360 – 270 a.C.), para quien, dado que ninguna razón es preferible,
hay que abstenerse de juzgar.
“Terminaré con la lógica de este autor comentando (…), sin la noción de cosa alguna
a la que llamamos sustancia, sea simple o sea compuesta”.
Para Descartes, pensar (pensar en general, no tener tal o cual pensamiento) es la esencia
de la mente. Hume afirma que esto carece de sentido: no hay un pensar, sino pensamientos
concretos, individuales, particulares (es una concepción atomista). Estos pensamientos componen la
mente, pero no podemos afirmar que pertenecen a la mente. No sabemos qué es la mente, qué es el
alma, qué es la identidad personal o “yo”. Como vimos en clase, existe una “corriente” de
impresiones, que se presentan según “leyes” (de contigüidad, de semejanza, de causa-efecto), pero
desconocemos por completo cuál sea la sede (el teatro) en la que tal corriente sucede. Ninguna de
nuestras impresiones es permanente, por lo que la idea de la “identidad personal” como algo que
permanece constante mientras nuestras impresiones cambian carece de fundamento. Es de nuevo
la memoria la que, al asociar impresiones, nos permite “fingir” un yo idéntico y permanente en el que
esas impresiones se darían.
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El segundo principio que me propuse comentar (…), en lo concerniente a la cuestión
de la divisibilidad infinita, han librado entre sí muy crueles guerras”.
Parece que el objetivo de Hume al tratar este tema es comparar la aparente superioridad de
las ciencias analíticas (basadas en la relación entre ideas), cuyas afirmaciones son exactas y nos
proporcionan un verdadero conocimiento demostrativo, sobre la “pobreza” de las ciencias empíricas
(el conocimiento de hechos), que solamente pueden ofrecer creencias, pero no saber. Al afirmar que
la divisibilidad infinita es problemática, Hume pretende hacer ver que las ciencias analíticas, cuando
se refieren a cuestiones de hecho, también son inexactas e inseguras. El escepticismo atribuible a
las ciencias empíricas puede ser extendido también a las ciencias analíticas. Es curioso ver cómo
los argumentos que utiliza para ello (la materia es infinitamente divisible matemática, pero no
físicamente) nos llevan a alguna de las paradojas de Zenón de Elea (Aquiles y la tortuga, por
ejemplo).
“Tenemos ahora que proceder a dar alguna idea del segundo volumen (…); lo que
resulta imposible de acuerdo al razonamiento precedente”.
Como se dijo al principio, el Segundo libro del Tratado estaba dedicado a las pasiones. A él
va a aludir Hume ahora en este resumen. Puesto que lo que expone es más bien anecdótico,
importa solamente subrayar algunas ideas:
En este Libro segundo Hume construye la base sobre la que va a levantar el
Tercero, es decir, los principios de la Moral. Recuerda que su “teoría ética” es
emotivista: el fundamento de nuestros juicios morales (tal cosa es buena, tal cosa
es mala) no es, ni puede ser, la razón, sino el sentimiento de aprobación o
reprobación que experimentamos ante ciertas acciones. Con ello, Hume no hace
sino seguir el pensamiento de su amigo Hutcheson.
El escepticismo, conclusión “lógica” de su descubrimiento de los límites del
conocimiento humano, haría imposible la vida. ¿Qué nos impulsa a “seguir
navegando, aunque dispongamos de una barca averiada”, como dice en la
Conclusión del Libro primero? Las pasiones y los sentimientos: solamente ellos
nos permiten seguir teniendo “verdades” vitales.
Sobre la libertad: en el mundo material todo es necesario, está determinado (ten en
cuenta, para interpretar bien esto, todo lo que se ha dicho acerca de la relación
causa-efecto: es la creencia la que nos hace ver como necesaria la conjunción de
ambos factores). ¿Es lo mismo en las “acciones de la mente”? A primera vista,
podríamos pensar que no, que la voluntad es indiferente a los motivos (es decir,
que a pesar de las motivaciones que tengamos y de lo fuertes que sean, podemos
elegir qué hacemos). Hume, sin embargo, piensa que las cosas no son así: la
relación entre los motivos y nuestras acciones voluntarias es tan regular y
uniforme como la que se da entre causa y efecto. Precisamente en ello se
fundamenta “nuestra creencia en los testimonios, nuestra confianza en la historia e
incluso toda clase de evidencia mora”. Creer en nuestra libertad no es sino el fruto
de un insuficiente conocimiento de los mecanismos que rigen nuestra conducta.
Pero Hume cree estar utilizando “una definición nueva de la necesidad”. La “vieja”
definición concibe la necesidad como una “conexión necesaria” basada en un
poder de la voluntad, que elige así las acciones. Su nueva concepción estriba en
entender la necesidad como la “conexión constante, corroborada por la
experiencia”, entre los motivos (que serían la causa) y las decisiones de la
voluntad (efecto).
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“De un extremo a otro de ese libro se siente la gran pretensión (…), y todas las
operaciones de la mente deben en gran medida depender de ellos”.
Con su Tratado de la naturaleza humana Hume pretendía ser el “Newton de la
moral”, es decir, dotar al resto de la “filosofía” de un fundamento tan inconmovible como el
que Newton había proporcionado a la “filosofía natural” (a la Física). Que estaba orgulloso
de su obra, a pesar de los fracasos “publicitarios”, que consideraba que su contenido era
importante para el ser humano, lo pone de manifiesto la escritura de este Compendio y la
reelaboración, en sendos libros nuevos, de los Libros primero y tercero. ¿De qué, sin
embargo, se siente más satisfecho, cuál cree que es la aportación por la que merecería “un
nombre tan glorioso como inventor”? Afirma que del “uso que hace del principio de la
asociación de ideas, que penetra casi toda su filosofía”.
El “atomismo” que hemos visto en su concepción (en el fragmento se habla del
inmenso poder de la imaginación, que puede combinar cualquier idea) queda “disminuido”
en sus terribles consecuencias por este principio: a él se debe la “unión secreta” de ciertas
ideas particulares, la coherencia de los escritos o las conversaciones. Este principio se
reduce a tres leyes (en el texto Hume las llama también principios):
Semejanza: el cuadro nos lleva al original.
Contigüidad (cercanía, inmediatez de una cosa a otra): la idea del Acueducto nos
lleva a la idea de Segovia.
Causalidad: el calor nos conduce a la idea de fuego.
Para entender la importancia de estos principios basta con caer en la cuenta de que,
gracias a ellos “tenemos mundo” (universo y no partes desconectadas, personas,
objetos externos): “ellos (estos principios) constituyen en realidad para nosotros el
cemento del universo, y todas las operaciones de la mente deben en gran medida
depender de ellos”.
IES “Fco. GINER DE LOS RÍOS”
SEGOVIA
DEPARTAMENTO DE FILOSOFÍA
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