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THÉMATA
Revista de Filosofía
T
THÉMA
TA
Reviista de Fiilosofía
Número 44
Sevilla, 20
011
Esta reevista es accessible on-line en
e el siguientee portal:
www.instituciional.us.es/reevistas/revista
as/themata/httm/presentaciion.htm
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Número 44
THÉMATA
Revista de Filosofía
2011
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Directores: Jacinto Choza, Juan Arana. Secretario: Francisco Rodríguez Valls
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8 Thémata. Revista de Filosofía
Depósito Legal: SE-72-2002
ISSN:0212-8365
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CBulletin signaletique. Philosophie, CNRS,
France.
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CIndice español de humanidades. Filosofía,
CINDOC, Madrid
y
ÍNDICE
Homenaje a Isabel Ramírez Luque
Presentación, Manuel Barrios. Universidad de Sevilla…………………………………………..11
Despedida a Isabel, Juan Arana. Universidad de Sevilla………………………………………..12
Recuerdos de Isabel, Jacinto Choza. Universidad de Sevilla…………...……………………….16
Urbanización y ciudadanía en la sociedad global, Isabel Ramírez Luque.
Universidad de Sevilla…………………………………………………………………...……………24
Última lección de cátedra
La primera palabra y la última palabra, José María Prieto Soler. Universidad de
Sevilla……………………………………………………………………………………………………53
Estudios
Relatividad especial y teoría cuántica: ¿Son realmente compatibles?, Rafael
Andrés Alemañ Berenguer. Universidad Miguel Hernández de Elche……………………..…65
La fisiología del saber de la experiencia y los frutos de su posesión, José
Barrientos Rastrojo. Universidad de Málaga……………………..…...………………………….79
¿Por qué es placentera la risa y por qué es perceptible desde fuera?, Teresa
Bejarano. Universidad de Sevilla…………………………………………...………………….……97
Temporalidade e atemporalidade na experiência musical. A música como metáfora
da existência humana, José Bettencourt da Câmara. Universidade de Évora………..…….114
Hacia una definición hegeliana del arte, Carlos Blanco, Harvard University………..…….126
La escena del Fedro de Platón: Un ejemplo de thíasos filosófico, Nemrod
Carrasco. Universidad de Barcelona……………………………………………….…...…………147
La ética periodística como ética aplicada, José Manuel Chillón Lorenzo.
Universidad de Valladolid……………………………………………………………………..……163
El símil del espejo como la contemplación de la imagen en la verdad en Nicolás
de Cusa, Catalina Cubillos. Universidad de Navarra……….……………………………….…184
Religión y misticismo en Russell, Antoni Defez. Universitat de Girona……………………..199
El joven Heidegger y los presupuestos metodológicos de la fenomenología
hermenéutica, Jesús Adrián Escudero. Universidad Autónoma de Barcelona……………...213
Los componentes últimos del universo, Miguel Espinoza. Université Strasbourg………….239
La lógica de la oposición en la física de Anaximandro, Pitágoras y Heráclito,
Gustavo Fernández Pérez. IES. Isabel de Castilla (Ávila)……………………………………..262
De la autonomía del arte y la epistemología: Sobre héroes y tumbas como marco
de un «Informe sobre ciegos» metaliterario, Enrique Ferrari. Universidad
de Valladolid………………………………………………………………………………….…….....290
Para una lectura de Kierkegaard. Comunicación edificante y existencia, Diego
Giordano. Søren Kierkegaard Forskningscenteret. København………………………………301
La oposición de pasiones y su superación en el trato social según Hume: familia,
castidad y cortesía, Ana Marta González. Universidad de Navarra………………………….308
Jerarquía temporal en Bergson y Whitehead, Pete A. Y. Gunter. University
of North Texas……………….…………………………………………………………………..……326
La prudencia epistemológica cartesiana, Salvador Jara Guerrero. Universidad
Michoacán de San Nicolás de Hidalgo…………………………………………………………….343
El espíritu de la materia. Meditaciones poético-filosóficas, Martín López
Corredoira. Instituto Astrofísico de Canarias………………………….…………………….…..353
Una aportación en torno al habla política: fraseología, habladuría y sincerismo,
Alicia María de Mingo Rodríguez. Universidad de Sevilla…………………………………….387
El papel político de la asociación. Tocqueville y la adaptación democrática de los
poderes intermedios de Montesquieu, Alfonso Osorio. Universidad de Navarra……….…..406
La importancia del cuerpo como “constitutivo formal” de todo viviente en la
filosofía de Schopenhauer, Javier Pérez Jara. Universidad de Sevilla………………………424
Yuxtaposición e inferencia, Jesús Portillo Fernández. Universidad de Sevilla……….…….439
Una protobioética en la España del siglo XVIII: el caso del Padre Feijoo y sus
escritos médicos y biológicos, José Manuel Rodríguez Pardo. Gijón………….…………..…..454
El Frankenstein de Mary Shelley (1797-1851), Francisco Rodríguez Valls.
Universidad de Sevilla……………………………………………………………………………....473
Marx y el marxismo, César Ruiz Sanjuán. Universidad Complutense de Madrid………....485
Max Scheler y Leonardo Polo: Dos caminos distintos con muchas afinidades,
Alberto Sánchez León. Riga (Letonia)……………………………………………………………..505
Richard Rorty: La franqueza del filósofo, Manuel Sánchez Matito, Universidad
de Sevilla……………….……………………………………………………………………………...517
El reduccionismo fisicalista en la obra Biológica de Linus Pauling, Francisco
Javier Serrano Bosquet. Instituto Tecnológico de Monterrey…..………………………….….532
Una concepción moderna de la Virtud Cívica, Jordi Tena-Sánchez. Universitat
Autònoma de Barcelona……………………………………………………………………………..554
Sección Bibliográfica
Realidad, arte y conocimiento. Luis Álvarez Falcón. Barcelona, Horsori, Barcelona, 2009
(César Moreno Márquez); El abuso del mal. Richard J. Bernstein. Buenos Aires, Katz, 2006
(Maximiliano E. Korstanje); Ludwig Wittgenstein (1889-1951). El Cuerpo. La Religión. La
Política. Mario Boero Vargas. Madrid, Revista “Estudios”, 2009 (Joaquín Jareño Alarcón);
Contra Natura. El desafío axiológico de las nuevas tecnologías. José A. Marín Casanova.
Sevilla, Paso-Parga, 2009 (Reyes Gómez González); Heidegger de camino al holocausto.
Julio Quesada Martín. Madrid, Biblioteca Nueva, 2008 (Víctor González Osorno);
Antropología y utopía. Francisco Rodríguez Valls, Sevilla/Madrid, Thémata/Plaza y Valdés,
2009 (José Antonio Cabrera Rodríguez); Paz, guerra y violencia. Luís G. Soto. A Coruña,
Espiral maior, 2006 (Oscar Horta); Libertad, objeto práctico y acción. La facultad del juicio
en la filosofía moral de Kant, José M. Torralba. Hildesheim, Olms, 2009 (Javier Pérez
Jara); ¿Qué es la naturaleza? Introducción filosófica a la historia de la ciencia. Héctor
Velázquez Fernández. México, Porrúa, 2007 (Martín López Corredoira)…………….……..567
Noticias y Comentarios
Testamento fallido. Más sombras que luces en el último libro de Eduardo Punset,
Juan Arana. Universidad de Sevilla……………………………………………………………….599
Raimundo Pánikkar, In Memoriam, Jacinto Choza. Universidad de Sevilla……………….605
Dos simposios. Reseña crítica, José Domingo Vilaplana Guerrero. Paterna del
Campo…………………………………………………………………………………………………..613
HOMENAJE A
ISABEL RAMÍREZ
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
PRESENTACIÓN
La profesora Isabel Ramírez Luque entró a formar parte del claustro de la
Facultad de Filosofía en el año 1980, recién concluidos sus estudios de
licenciatura. Pertenecía a la primera promoción de alumnos que cursaron la
especialidad de Filosofía entre 1975 y 1980, en la que, en aquel entonces, era la
“Sección de Filosofía” de la Facultad de Filosofía y Ciencias de la Educación de la
Universidad de Sevilla. Siempre supo mantener la jovialidad de sus años de
estudiante y combinarla con la seriedad de su dedicación a la tarea intelectual a
lo largo de los treinta años en que ejerció su actividad académica en nuestro
Centro.
Como docente supo ganarse la admiración de sus alumnos por el nivel de sus
lecciones y por el tono vital tan positivo con que las impartía. Su idea de la
Universidad le llevó constantemente a enseñar más allá de las aulas y a convertir
su hogar en foro de debate y de transmisión de ideas.
Como investigadora centró su atención desde muy temprano en el área de
conocimiento a la que se adscribiría como Profesora Titular: la Estética y la
Teoría de las Artes. Sus estudios sobre la estética de Antonio Machado y de Hegel
inauguraron una forma de trabajar la disciplina que la profesora Ramírez supo
aplicar hasta sus intereses intelectuales más recientes, como fueron la teoría
estética del arte fotográfico, del diseño o de la arquitectura y el urbanismo. Fue
paradigmático su interés por estar al día de las últimas manifestaciones
artísticas de las post-vanguardias.
Hasta su jubilación por motivos de enfermedad, la doctora Isabel Ramírez fue
Vicedecana de Estudiantes y Actividades Culturales. Por su carácter juvenil y
siempre abierto a la sorpresa fue un cargo que supo desempeñar con gran
solvencia. Además de múltiples proyectos de administración ordinaria, organizó
innumerables actividades que llenaron de inquietudes la, a veces, monótona vida
de la docencia reglada, apoyando a la Delegación de Alumnos.
Por todo ello, por su actividad profesional encomiable, por su profunda
humanidad, cálida y generosa, la Facultad no le debe más que reconocimiento y
gratitud.
Sevilla, Noviembre 2010
Manuel Barrios Casares
Decano de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Sevilla
[11]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
DESPEDIDA A ISABEL RAMÍREZ
Juan Arana. Universidad de Sevilla
Es cruel y paradójico que un profesor tenga que escribir la nota necrológica de
quien se contó en sus alumnos. El orden natural de las cosas hubiera preferido la
situación inversa. Sin embargo, como en algún lugar dice Borges, la realidad
carece de escrúpulos literarios: se permite todas las libertades... Y así se ha dado
el caso de que, tras enterrar hace pocos años al que fue su marido, Manolo,
tengamos que lamentar ahora la desaparición de Isabel, una de las personas más
admirables y queridas que han pasado por las aulas de la Facultad de Filosofía
de la Hispalense. Persona de talla poco común, ha dado una lección de coraje a
todos los que la conocimos y soportado con entereza un abrumador catálogo de
padecimientos. A lo cual ha sabido añadir una sorprendente habilidad para
disfrutar las buenas cosas de la vida, que abundan incluso en existencias tan
probadas como la suya.
Veo que esta inconexa semblanza ha adquirido muy pronto un tono
hagiográfico, pero no lo lamento, pues en verdad creo que Isabel, mujer de recia fe
religiosa, supo hacer justicia a la vocación de alcanzar la santidad personal no a
costa sino por medio de su propia felicidad y a través de un esfuerzo constante en
pro de la dicha ajena. Pero no voy a competir a la hora de recordar sus virtudes y
hechos con los muchos que la conocieron mejor que yo. Tan sólo rescataré tres o
cuatro momentos de su biografía, momentos que presencié y que han dejado en
mi memoria (que no es nada del otro mundo) huellas indelebles.
El primer episodio se remonta al año en que terminó la carrera, hacia 1980.
Recuerdo que vino a mi despacho entre mayo y junio para comentar algo que he
olvidado. La anécdota se ha desdibujado, pero en cambio es muy viva la
impresión que me produjo su ilusión y lozanía. Estaba llena de entusiasmo por la
filosofía y por la vida; Manolo y ella acaban de saber que se les abrían las puertas
para trabajar en la Facultad (tenían los mejores expedientes de nuestra primera
promoción de licenciados); los dos iban a unirse ante Dios y ante los hombres
para afrontar juntos los desafíos vitales, cualquiera que fuera su signo... Era fácil
contagiarse de sus ganas de no dejar piedra sin remover, de su avidez por
derrochar con generosidad las energías de la juventud y realizar un montón de
cosas grandes y buenas... Sentí que la pareja recién fichada nos devolvería con
creces cualquier beneficio que hubiera recibido de nosotros, que sacudiría muchas
telarañas, que introduciría un espíritu de sana emulación dentro de un colectivo
que ya empezaba a mostrar cierta tendencia a empantanarse en problemas de
escasa envergadura...
Pocas semanas después tuvo lugar la cena de fin de carrera, a la que
asistimos el cuerpo docente en pleno —aquéllos eran otros tiempos—. Isabel
demostró entonces que, si era la primera a la hora del trabajar, tampoco se
quedaba atrás cuando tocaba el jolgorio. En el fin de fiesta repartió a cada
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
profesor una caricatura de su mano con una letrilla alusiva. Todavía conservo la
mía:
«De Aristóteles a Newton
y de Descartes a Planck,
dirán las generaciones:
¡qué bien lo ha hecho este hombre!
Ahora —¡cachis en la mar!—
tendremos más que estudiar.»
El colectivo académico es proclive a celillos profesionales y envidiejas
cicateras: que si tu despacho es más grande que el mío, que si me has robado una
idea, un becario, una silla... ¡Peste de enanismo mental! Los alemanes dicen que
Dios derrochó sabiduría y poder a la hora de crear der Professor, pero lo
compensó haciendo que surgiera a la vez der Kollege. Sin embargo, no tiene que
resultar así siempre. Isabel fue un ejemplo vivo de que la propia satisfacción
puede encontrar bases mucho más firmes que el simple pisoteo de las
pretensiones del vecino. Se alegraba sin reticencia alguna de estar rodeada de
personas que pudieran merecer su admiración y apoyo. Diría incluso que
encontraba cosas que admirar y apoyar donde no era nada obvio conseguirlo. Con
desenfado y sin darse importancia animaba a que cada cual sacara adelante lo
mejor de sí. Al tiempo, ella y Manolo impulsaban sin agobios sus carreras, sin
descuidar ninguna de sus vertientes: investigación, docencia, gestión,
intercambio académico... Si hubiera que destacar alguna, yo elegiría la tutorial:
los despachos de los dos se convirtieron en punto de encuentro para la consulta,
la confidencia, la búsqueda de ánimo y consejo. Aquella labor de acogimiento no
terminaba en el recinto universitario, sino que se prolongaba de manera natural
en su domicilio particular, que pronto se convirtió en el «hogar del filósofo».
Profesores, alumnos y postgraduados encontraron allí el ambiente propicio para
abrir el corazón, vaciar el alma de penas, reencontrar ilusiones perdidas, reforzar
motivaciones languidecientes... Manolo e Isabel supieron ejercer de buenos
samaritanos en innumerables ocasiones, y en la ayuda al prójimo encontraron la
fuerza para sobrellevar sus propios quebrantos. Porque éstos no dejaron de
presentarse: el hijo que no llegó, la adopción que del modo más injusto e
incomprensible les fue negada, la poca comprensión y apoyo de algunos colegas
(el dicho alemán no carece después de todo de cierta base)... Isabel y Manolo
tuvieron que vivir en calidad de eslabón más débil (desde el punto de vista de la
jerarquía universitaria) los tiempos más turbulentos que atravesó la Facultad de
Filosofía en toda su historia. Sólo por su grandeza humana y excelencia
profesional consiguieron salir adelante a pesar de todo. Y además sin perder el
buen humor: el de Manolo no dejaba de estar sazonado con notas de negro
pesimismo y vitriólica ironía; el de Isabel nacía de la simple grandeza de alma,
pues no encontraba dentro de la suya indicios para sospechar estrechez en
ninguna otra.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
Por otra parte, nunca faltó a ninguno de los dos el afán aventurero. Al igual
que se arriesgaban a abrirse a los demás, emprendían valerosamente los más
insospechados periplos, que hubieran desanimado a quien no padeciera las
limitaciones físicas de Manolo. Retengo como otro de los momentos estelares de
nuestra relación un encuentro en la terraza del Hotel Stanley de Nairobi: ella,
Manolo, Jacinto, Marita y yo habíamos desembarcado allí con el motivo —por no
decir que con el pretexto— de un Congreso Mundial de Filosofía. Sin acordarnos
apenas de nuestras ponencias, nos sentíamos exploradores de lo ignoto:
únicamente hablamos de guepardos y jirafas, restaurantes donde ofrecían filetes
de cocodrilo, carreteras embarradas y enormes lagartos en los aledaños de los
lodges: ¡qué buena salsa para acompañar un guiso de juicios sintéticos a priori,
círculos hermenéuticos o criterios de demarcación! No nos hacía falta ser fieros
cazadores ni potentes creadores de sistemas para sentirnos absolutamente
felices, porque sabíamos —Isabel la primera— que la exclusividad y la
prepotencia eran del todo prescindibles para que nuestros descubrimientos
geográficos, filosóficos y —en definitiva— humanos fueran genuinos.
Con el tiempo pudimos celebrar la superación de todas las contrariedades y la
feliz obtención del rango de Profesor Titular tanto de Manolo como de Isabel.
También sufrimos con dolor (pero a la vez con la entereza que sabían infundirnos)
los interminables problemas de salud que les salieron al paso. En cierta ocasión
visitó Sevilla el profesor Rafael Alvira y se mostró interesado en saludar al
matrimonio. Isabel estaba ingresada porque le acababan de extirpar un riñón (a
causa no sólo de padecimientos «naturales», sino en parte como consecuencia de
una desafortunada acción terapéutica). La visitamos en el hospital, sin que los
dolores y la rabia de sufrir por causa de un error ajeno hubieran dejado en su
omnipresente sonrisa un gesto de amargura. Estaba tan alegre y llena de
proyectos como siempre. Unos años después, al volver de un viaje a México,
Marita me comunicó la trágica noticia de la muerte de Manolo. La impresión más
viva que me ha quedado de aquel suceso fue el acto de homenaje que se celebró
poco más tarde en la Facultad. Isabel se encargó de cerrarlo y a todos nos
maravilló su canto de amor al compañero desaparecido y de fe en la plenitud de
aquella vida truncada, canto que ni siquiera improvisó porque, aun no teniendo
delante papel alguno, le salió de lo más hondo. Su corazón, partido por la mitad,
seguía latiendo con más fuerza que nunca. Y bien que la necesitaría luego. Sola y
a la vez acompañada del ausente recorrió el largo camino que aún tenía por
delante. Aquí habría mucho que contar, pero sólo añadiré una anécdota. Hace un
año o así le llamé por teléfono. «Isabel, ¿cómo estás?» «¡Bien, bien! Pero los del
hospital me han hecho una faena. Han pasado la quimioterapia del viernes al
martes, y el miércoles tengo billetes para viajar a Laponia con mi sobrina. ¡Le
hace tanta ilusión! Pero, claro, después de cada sesión necesito tres o cuatro días
para reponerme...» Quedé pasmado de lo que me contaba y no supe qué decir. Al
cabo de un mes volví a hablar con ella: «¿Cómo te ha ido, Isabel?» «¡Estupendo,
estupendo! Viajamos en trineo, vimos manadas de renos, auroras boreales...» «¿Y
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
la quimioterapia?» «¡Oh, sí! Me la pusieron el día anterior, pero prácticamente no
tuve reacción. La semana que viene me dan otro chute...»
¿Quién necesita indagar el sentido de la existencia después de haber tenido
amigos como Isabel? Como se supone dijo Aristóteles, el movimiento se demuestra
andando.
[15]
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RECUERDO DE ISABEL
Jacinto Choza, Universidad de Sevilla
Manuel Pavón Rodríguez, Profesor Titular de Filosofía de la Naturaleza de la
Facultad de Filosofía de la Universidad de Sevilla, murió el 14 de febrero de
2003, en su casa de la calle Goya en Sevilla, y le hicimos un homenaje el 10 de
abril de 2003 en la misma Facultad. Entre los diversos participantes en el acto,
yo pronuncié y escribí una semblanza de Manolo, que se publicó en la revista
Thémata, n1 32, 2004, pp. 17-18 (http://institucional.us.es/revistas revistas/
themata/ pdf/32/02%20choza.pdf ).
AConocí a Manolo e Isabel el año de mi incorporación como profesor Agregado
a la Facultad de filosofía de Sevilla, 1981-82. Estudiaban entonces quinto curso, y
formaban parte de la primera promoción de licenciados de esta Facultad, que
realizaron sus estudios en el antiguo edificio de la escuela de Bella Artes Santa
Isabel de Hungría, en la calle Gonzalo Bilbao 7. Esta Facultad estaba entonces en
fase constituyente, y yo me sumé en calidad de vicedecano al equipo gestor,
compuesto por don Jesús Arellano, como Decano, José Luis López López como
Secretario primero y como Decano después, y que contaba con Pepe Villalobos
como único catedrático joven, que con don Jesús y don Patricio Peñalver
formaban el trío de máximo rango académico.
Manolo e Isabel eran ya novios e iban a casarse al terminar la carrera, pues
ambos tenían perspectivas de quedarse a trabajar como ayudantes en la
Facultad, y así fue. Ese año yo no di clases en quinto curso y no establecí una
relación muy estrecha con ellos. El curso siguiente, tras acceder a catedrático de
universidad en noviembre de 1982, lo pasé fuera por completo, hasta que me
incorporé de nuevo en octubre de 1983. Y ahí es donde empieza la historia de una
amistad entre nosotros tres, de la cual quiero destacar los aspectos adecuados
para perfilar los rasgos más característicos de la vida y la personalidad de
Manolo. Esa vida y esa personalidad, él mismo, más que sus escritos y acciones,
son los que merecen esa eternidad que nosotros ahora remedamos con nuestra
conmemoración.@
Isabel Ramírez Luque, su inseparable compañera de curso, luego esposa y
más tarde viuda, nuestra compañera en la Facultad de Filosofía desde mediados
de los 80, falleció el pasado agosto en Sevilla, después de una pelea con un cáncer
que había empezado años antes de la muerte de Manolo.
Me resulta un tanto extraño, cercana ya la edad de mi jubilación, hablar
también del paso de Isabel por esta vida, como hablé del de Manolo. Porque lo
normal es que los más jóvenes recuerden a los más mayores y no al revés, y
porque es engañoso pensar que uno puede abarcar la vida de otra persona porque
puede medir los años de la de ella con los propios. Yo abarco los cincuenta y pico
años de Isabel. Su vida medía eso en tiempo, y se puede contar en palabras. Pero
esa vida, como la de todos los seres humanos, es infinita. En este caso, haberla
[16]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
compartido en muchos momentos me permite asomarme a puntos donde esa
infinitud se abría en direcciones asombrosas.
Me gustaría relatar algunos recuerdos sobre su noviazgo y matrimonio, su
tesis, oposiciones y vida intelectual, y su dedicación a las actividades religiosas.
1.- Noviazgo y matrimonio
Por lo que se refiere a su noviazgo y matrimonio, hay que dejar constancia de
que era una de las chicas más guapas de su curso, con un cuerpo espléndido, y
una cara y una melena maravillosas. Pero eso irradiaba inteligencia, simpatía,
comprensión, y un montón más de cualidades, cada una de las cuales eclipsaba a
las demás, de manera que era una fiesta estar hablando con ella de lo que fuese.
Desde el principio de la carrera ella se sintió muy atraída por Manolo, y formaron
muy pronto una pareja familiar para profesores, alumnos y personal de
administración y servicios (PAS) de la facultad, cuando estábamos en la calle
Gonzalo Bilbao y cuando nos vinimos a la Avenida de San Francisco Javier.
Todos la adorábamos, y especialmente Álvaro y Antonia, que llevaron el bar de la
Facultad durante toda la vida de Manolo e Isabel, y que lo siguen llevando
después de la muerte de ambos.
La pareja era inseparable y persistente. Se les notaba que querían estar
siempre juntos y que lo estarían.
— Sí, pero tuve que declararme yo, porque él no soltaba palabra. Y cuando
comprendí que no la iba a soltar nunca, entonces decidí hablar yo.
— Claro, Jacinto. Cómo iba yo a decirle nada a ella. En mi silla de ruedas. Un
hombre así no puede decirle a una mujer que la quiere ni...
— Claro, claro, lo entiendo, y... )qué le dijiste Isabel...?
— Pues eso... que podíamos casarnos... y seguir haciendo la vida juntos...
— Sí así fue...
Luego Manolo me contó las condiciones que se había puesto a sí mismo y las
promesas que se había hecho a sí mismo al plantearse casarse con Isabel, para no
ser un lastre para ella y para darle toda la felicidad que se merecía. — Lo
primero que me juré es Aantes muerto que enfermo@, porque la enfermedad es la
manera más canalla de retener y dominar a una persona, especialmente si es
buena y te quiere.
Manolo cumplió esa promesa, y la alentó y apoyó en todos sus proyectos.
Pero los proyectos de Isabel no eran proyectos normales. Entre ellos estaba
dar la vuelta al mundo, visitar los cinco continentes, desde Canadá a Chile y la
Tierra de Fuego, desde Mombasa a Casablanca y El Cairo, desde Moscú a
Glasgow, desde Lisboa a San Petersburgo, desde Atenas a Pekín, y no solamente
una vez, sino, en algunos casos, varias veces.
Yo nunca he conocido a una mujer más libre para hacer planes a pesar de
estar casada que Isabel. Y nunca he conocido poliomielítico que haya viajado
tanto como Manolo. Los planes de Isabel eran permanentes. En las vacaciones de
Navidad, en las de Semana Santa, en las de verano, porque Isabel hacía amigos
[17]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
en todas partes (al igual que Manolo), y luego volvían porque les invitaban. Y
además, nunca he visto viajes que requirieran tanta preparación.
Isabel buscaba rutas aéreas, formas de transporte de los aeropuertos a los
hoteles, y se aseguraba de que todo eso pudiera hacerse con una silla de ruedas.
Podría haber creado una agencia de viajes para minusválidos, señalando las
rutas que tenían facilidades de acceso en todo el mundo. Porque ir a Inglaterra y
a los países anglosajones del primer mundo se puede hacer con los ojos cerrados,
pero a los del tercer mundo... eso es otra cosa.
Esa actitud de los dos presidía siempre sus relaciones matrimoniales, pero eso
no significa que todo fuera siempre un camino de rosas. El momento más duro de
su vida quizá fue aquél momento en que supieron que no podían tener hijos y,
después del trago que supuso para los dos encajar esa certeza, iniciar el calvario
del proceso de adopción de un niño. Baterías de tests psicológicos para ambos,
entrevistas, encuestas, viajes, visitas, planes a dos años, a tres años, a más...
Posibilidades de niños con 3 años, con 6 años, con 9. Más tarde, nuevos
obstáculos, y, finalmente, cancelarse toda posibilidad. No hay nada más impío
que relatar esto en cinco líneas cuando ha significado noches sin dormir, días sin
dirigirse palabra, tardes llorando, nudos en la garganta sin poder hablar. Pero
tras un hundimiento y otro, y otro y otro, la pareja volvía a salir como los corchos
que caen por una catarata en un abismo y luego se reúnen en el primer remanso
a la salida de los remolinos. Vivieron muchos momentos así. Yo viví algunos con
Isabel, y también con Manolo.
Cuando murió Manolo yo estaba de viaje. Llegué al día siguiente y fui a su
casa de la calle Goya. Isabel estaba sentada en una butaca, ya con los ojos secos
de lágrimas y la mirada completamente perdida y dolorida. No nos dijimos nada.
Solo nos abrazamos un buen rato. Allí estaba el padre de Manolo y los padres de
Isabel, y su hermano.
Luego Isabel fue recuperándose. Regaló los libros de Manolo a los amigos que
los quisieron recoger como recuerdo (yo cogí, entre otros, Anatomía del poder, de
Galbraith, que no tiene su ex libris), y los que quedaron los entregó a la biblioteca
de la facultad. Luego hizo lo mismo con los suyos cuando su jubilación por
enfermedad se hizo obligatoria. Es una bendición muy grande para cualquier
persona que se marcha al otro lado de la muerte, tener algo que dejar para otras
o para una institución, de entre las cosas que estaban integradas en su vida.
Porque lo que vivieron unos años se capitalizó y sigue dispensando vida para
otros un tiempo más.
Al otro lado de la muerte era el título de uno de los libros míos que les regalé.
El subtítulo era Las elegías de Rilke. Cuando Isabel terminó de leerlo me comentó
con una leve sonrisa de comprensión. —Es tu autobiografía. Me quedé muy
sorprendido porque no me lo esperaba. Ni me había pasado por la cabeza que ese
libro pudiera tener ese significado. Pero pronto comprendí que era verdad. Me di
cuenta de que ella me había comprendido a mí y mi vida de un modo muy intenso
(mi vida hasta los 50 años). Podía comprender a las personas mejor de lo que
ellas se comprendían a sí mismas
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
2.- Tesis y oposiciones. Vida intelectual.
Cuando regresé a Sevilla en 1983 Isabel estaba haciendo su tesis sobre la
estética de Hegel. Se la dirigía José Luis López. No pocas de las tardes que me
pasé en su casa dándole vueltas a la tesis de Manolo sobre la Crítica del juicio de
Kant, le dimos vueltas a la suya también. Era tan idealista y tan ingenua en lo
que se refiere al trabajo académico que le escandalizaban algunos de los trucos
que yo le enseñaba y le parecían una forma de ser deshonesto.
— Eso no es deshonesto. Si tú conoces un texto que ves citado por otro, y te
interesa mucho, pero no puedes consultar el texto en el libro original, puedes
citarlo como Acitado por... el autor del que has tomado el texto@, y ya está, sin
problemas.
Manolo asentía y entonces ella consideraba moralmente aceptable la
propuesta.
Después de la tesis vinieron la publicación y la preparación de artículos para
las oposiciones. Luego las oposiciones. Luego el tomar en propiedad la plaza que
tenía en la Facultad como interina. Luego la adscripción al área de estética
dejando la de filosofía, cuando se hicieron nuevas demarcaciones administrativas
en las asignaturas de la carrera. Luego, la adscripción al departamento de
Estética e Historia de la Filosofía. Luego las clases en la facultad de filosofía y en
la de periodismo.
Estudió mucho la historia de la pintura, y con frecuencia hacía viajes con los
alumnos a Madrid o a otras ciudades donde se celebraban exposiciones de
pintores de primera fila. También le gustaba mucho la fotografía, y
posteriormente se dedicó a la arquitectura y al urbanismo. En 2007 formamos con
Jesús de Garay un equipo para hacer un trabajo con el Departamento de Filosofía
de la Universidad Católica de Chile sobre AVirtudes públicas y diálogo social@,
donde ella presentó un estudio sobre urbanismo. No le dio tiempo acabarlo del
todo. Jesús, Nacho Salazar y yo estuvimos muy pendientes de ella, porque hizo el
viaje con muchas molestias abdominales. Pero seguía sin quejarse nunca.
A la vuelta organizó una exposición de fotografías sobre AEl cuerpo vivido@.
Una visión completamente inédita del cuerpo de la mujer. El cuerpo femenino ha
sido y es objeto de culto en la historia de la pintura, la escultura y la poesía.
Cuerpo desnudo y siempre divinizado. Cuerpo para ser adorado, contemplado,
imitado, celebrado, deseado, acariciado e incluso relatado y cantado. Pero las
mujeres reales tienen otro cuerpo. También femenino, en el que se perciben
huellas de cesáreas, de golpes, de hambre, de soledad, de vejez. También esos
cuerpos son cuerpos de almas femeninas, también esas almas están presentes y
se expresan en esos cuerpos. También esos cuerpos son amables y también
necesitan ternura. Esa exposición fue un éxito. Y tuvo que repetirla en diversos
lugares.
En la semblanza de Manolo Pavón, conté cómo era la dedicación de él y de
Isabel a los alumnos. Cómo formaban grupos de estudiantes de quinto curso, o
[19]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
que ya habían acabada la carrera, para ayudarles a preparar oposiciones, cómo
celebrábamos con ellos comidas y reuniones de diverso tipo en su casa, y cómo se
formó la tradición de hacer torrijas para los alumnos entre Manolo, Isabel y yo en
la semana de pasión. Eso también formaba parte de su actividad profesional y de
su vida intelectual. Y en ese aspecto de atención humana a los compañeros y
alumnos ninguno de los dos sobresalía sobre el otro. Su casa era un hogar para
muchos de nosotros porque era la casa de los dos.
3.- Dedicación a las actividades religiosas.
Desde que yo la conocí, y seguramente desde su infancia, Isabel era una mujer
muy religiosa, muy volcada en las tareas de la parroquia, en la asistencia a
marginados, en los estudios teológicos, y en las prácticas religiosas católicas, Aen
la periferia progre de la Iglesia Católica@, como decía Manolo. Vivía mucho sus
creencias y las cuidaba y pulía, tanto a nivel práctico como a nivel teórico. Por eso
compartíamos muchos puntos de vista desde que nos conocimos, aunque yo nunca
había estado en grupos de catequesis de primera comunión, de confirmación o de
matrimonio, ni había participado como actor o como organizador en las liturgias
de las eucaristías dominicales, ni me había comprometido en la asistencia a
enfermos terminales, inmigrantes, prostitutas o mendigos.
Algunas veces nos contaba a Manolo y a mí algunos de los problemas que se
encontraba con algunos de eso grupos, si eran problemas especialmente
dramáticos o increíbles, y también nos contaba algunas conversaciones con sus
compañeras o con sus amigas teresianas, con las que siempre tuvo una estrecha
relación. Al final de su vida esa relación de afecto y cooperación llegó a adquirir la
forma de un cierto vínculo oficial entre ella y la institución teresiana.
Disfrutaba de los diálogos teológicos entre Manolo y yo, porque a los dos nos
gustaba conversar mucho sobre problemas teológicos. Uno de nuestros temas
recurrentes era la otra vida. La vida eterna, la felicidad eterna y la desgracia
eterna. Otros eran la redención, la eucaristía, algunos sacramentos, algunos
preceptos morales y la moralidad en general. Algunos aspectos de la historia del
cristianismo o de la política vaticana. Y ella normalmente se quedaba
escuchándonos y disfrutaba cada vez que yo salía airoso ante alguna de las
objeciones Aimpías@ que ponía Manolo. Había algo así como una especie de
solidaridad o complicidad de los dos creyentes ante el ateo, aunque el ateo sabía
de asuntos religiosos tanto o más que nosotros y era de una calidad espiritual
insuperable.
Algunas veces hablábamos también de corrientes de espiritualidad. Como
tenían amigos en casi todas las familias religiosas, conversábamos sobre el estilo
de los dominicos, los franciscanos, los jesuitas, el opus, los neocatecumenales, y
algunos más.
Conforme iba tratando más a Isabel iba admirando cada vez más su
tolerancia, comprensión y apertura hacia todas las formas de vivir el cristianismo
y cualquier religión. También cualquier forma de irreligiosidad, de agnosticismo o
[20]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
de ateísmo. Y yo aprendí de ella en eso. No hay nada más respetable y sagrado
que el modo en que cada persona se relaciona con la trascendencia. Nada más
respetable quería decir para ella que esos modos son siempre para proteger, para
alimentar, para cobijar, y que el dolor, la esperanza y la alegría que surge de ellos
merecen siempre solidaridad, amparo, acompañamiento, discreción y no
injerencia.
Isabel no tenía muchas imágenes ni objetos religiosos en su casa, que, sin
embargo, estaba bien surtida de objetos de arte, aunque no abarrotada: cuadros,
láminas, fotografías, telas, algunos jarrones, y, por supuesto, muchos libros de
pintura, escultura y arquitectura, y muchos discos de música sinfónica desde el
siglo XV al XX.
Cuando la enfermedad empezó a cebarse sobre ella, su temperamento
entusiasta, aventurero, alegre, positivo, afable, solidario y cariñoso no se resintió
para nada. Seguía trabajando, viajando, cuidando a sus grupos de catequesis, sus
clases, sus alumnos, seguía con sus prácticas religiosas y con todo el conjunto de
prácticas profanas que le divertían, como el teatro, el cine, el baile, las
exposiciones, la semana santa, algunos mítines políticos y asambleas
universitarias.
Y no es que no tuviera dolores. No es que no fueran insufribles las secuelas de
la quimioterapia, que lo eran. No es que no pasara momentos de llanto amargo y
solitario, que los pasaba. Y no es que no sintiera rechazo hacia la muerte, que lo
sentía. Pero no lo manifestaba.
Cuando iba a verla al hospital siempre respondía a las preguntas: — Pues...
bien. Aquí vamos tirando. O también: — Pues nada hijo, que no hay manera, que
la quimio no ha hecho el efecto que se esperaba.
Así un día y otro. Una semana y otra. Un mes y otro. Un año y otro. Quizá
diez años así.
Una de las veces que fui a verla al hospital Virgen del Rocío y había pasado
muy mala noche, después de algunos meses con mucha incertidumbre sobre las
posibilidades de salir adelante, la vi a punto de echarse a llorar. Estaba en la
habitación con su madre y alguien más. La cogí del brazo y salimos a pasear por
el pasillo. Y entonces rompió a llorar. No le dije nada. La abracé hasta que se le
pasó el llanto. — Jacinto, yo no soy fuerte. Yo no soy valiente. La abracé y le di un
par de besos. Luego se calmó y volvimos a la habitación.
Cuando le daban el alta volvía a casa, y volvía a hacer vida normal. Vida
normal para ella significaba hacer un pequeño viaje a Nueva Delhi o a Buenos
Aires, pasarse allí una semana o diez días y volver a Sevilla. — Es que yo vivo al
día. Y tengo que aprovechar los minutos. Porque nunca se sabe. — Claro, nunca
se sabe. Además, si no hicieras eso no serías tú.
Cuando la conciencia de la muerte es muy viva, porque la muerte está muy
cercana y puede llegar en cualquier momento, y porque se ha escapado de ella en
varios momentos en que se pensaba que no había escapatoria, el modo en que la
persona así mira las cosas y el modo que los demás miran a esa persona tienen
un punto de excepcionalidad, de extrañeza, y de admiración si se trata de alguien
[21]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
que puede reír, disfrutar, hablar, bromear, viajar... Las cosas normales se
vuelven cosas llenas de misterio, y las personas también.
Algunas veces iba a su casa a verla y casi siempre había allí compañeros de
los grupos de catequesis, de la parroquia, de la institución teresiana o de la
facultad. Yo me sentía muy a gusto en esos grupos los ratos que pasaba con ellos,
y experimentaba un tipo de solidaridad y compañía muy entrañables.
En parte se puede creer que lo que se vivía allí era espíritu de comunidad
cristiana (Aprogre@, como diría Manolo). Estoy seguro de que lo que más amaba
Isabel era la filosofía y su enseñanza, el arte y su enseñanza, la religión y su
enseñanza. Eso que algún filósofo llamaría el espíritu absoluto, y su enseñanza. Y
estoy seguro de que le gustará que yo aproveche estos momentos en que la
recordamos para ensalzar esos amores suyo.
Con sumo gusto lo hago porque esos amores de ella son también los míos. Pero
quiero tomar una precaución, y es la de aclarar que aborrezco las manifestaciones
de duelo por quienes nos dejan, que toman ocasión de esa partida para ensalzar
ideológicamente la filosofía, el arte o la religión. Y las aborrezco porque
instrumentalizan el momento solemne de la partida, colocan en un segundo lugar
a la personan y proclaman la grandeza y superioridad de la ideología.
Lo he visto, y por eso quiero aclarar que Isabel no tenía ese sentido alegre y
positivo de la vida porque fuera cristiana, o porque fuera santa, cosa que
seguramente era. Porque puede haber personas con un profundo sentido cristiano
de la vida, y con una profunda santidad, que no son alegres ni positivas. Es decir,
que la altura de las cualidades morales y religiosas de las personas, aunque
tengan sus manifestaciones perceptibles siempre, no están dadas en esas
manifestaciones, y que esas manifestaciones positivas pueden ser de muchos
tipos, aunque no se cuenten entre ellas la alegría y el entusiasmo.
Isabel era tan alegre y positiva, resultaba tan confortable estar con ella, y
podía uno tener la sensación de que se perdía algo si no la trataba más, no porque
fuera cristiana, o artista, o filósofa, sino porque era Isabel. Porque hay muchos
cristianos, artistas y filósofos de los que no decimos eso, aunque tengan otras
cualidades positivas.
Desde luego para Isabel ser así era un don. Un don para ella y para los demás.
Y un don que se puede pensar proveniente de un donante divino. Como es un don
ser así para el Himalaya, para la bahía de Cádiz o para las camelias. Creo que
este es el sentido cristiano de las cosas que ella y yo compartíamos, y el que a ella
le puede alegrar que yo proclame como nuestro.
En la misa de funeral que se ofició antes de su incineración en el tanatorio de
la S-30, completamente abarrotado de gente, estaba su amigo el sacerdote
dominico Pedro León, amigo también de Manolo desde hacía muchos años. El no
pronunció la homilía. Lo hizo el oficiante, cuyo nombre ignoro. En esa homilía,
glosó las palabras de San Pablo en la Epístola a los Romanos 8, 31-35: A¿Qué
diremos después de todo esto? Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra
nosotros? 32 El que no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos
nosotros, )no nos concederá con él toda clase de favores? 33 ¿Quién podrá acusar
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica. 34 ¿Quién se atreverá a
condenarlos? ¿Será acaso Jesucristo, el que murió, más aún, el que resucitó, y
está a la derecha de Dios e intercede por nosotros? 35 ¿Quién podrá entonces
separarnos del amor de Cristo?@
Como podéis comprender, comentó, ahora sabemos que no hay juicio y
condenación, que no puede haberlo, que eso son creencias antiguas, superadas.
Sin duda habrá enfoques desde los cuales estas palabras resulten excesivas. Pero
son las más adecuadas para el funeral de Isabel. Porque dan la medida del
corazón de Isabel.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
URBANIZACIÓN Y CIUDADANÍA
EN LA SOCIEDAD GLOBAL1
Isabel Ramírez. Universidad de Sevilla
Plantear los problemas de habitar y organizar el espacio en una sociedad
global, supone partir de la aceptación de que vivimos tiempos de profundas
transformaciones, de incertidumbre e incluso de caos. Los cambios que están
teniendo lugar en nuestras sociedades desde hace algunos años, que afectan a
todas las manifestaciones culturales y al mundo de la vida, están modificando
radicalmente el alcance del conocimiento, el universo de las relaciones
interpersonales y el concepto de ciudadanía. Somos testigos de la aparición de
sociedades cada vez más plurales que exigen nuevas alternativas de convivencia
para paliar una mayor conflictividad social, de economías y políticas cada vez
más interdependientes que posiblemente buscan una mayor eficacia pero que
tienen ante sí el reto de construir un mayor igualitarismo.
Precisamente la evidencia de estos cambios provocó en las últimas décadas del
siglo XX una serie de debates en torno a la crisis de los principios axiales del
ideal Moderno, que se veía sobrepasado, cuestionado. Ya conocemos las distintas
posiciones que mantuvieron en este duelo autores como Habermas y Touraine,
Lyotard, Derrida y Foucault, Vattimo, Jameson, Tolfler o Bell, que centraron sus
diatribas, y estoy simplificando mucho, en torno a la cuestión de si la Modernidad
estaba definitivamente agotada, y en ese caso cuáles serían los nuevos
parámetros de nuestra cultura, o si aquella aún podía ser fuente de inspiración
para vertebrar nuestra sociedad.
De ahí que aparecieran calificativos como postmoderno, neomoderno,
postindustrial o postsocial, para hacer referencia a la conciencia finisecular de
que nuestro tiempo era otro, a la convicción de que una época había concluido
para dar lugar a otra que abordamos desde la indeterminación y la
incertidumbre. El horizonte se presentaba como problemático porque había que
descubrir sobre qué ejes se estaban articulando esos cambios.
1 Este texto, sobre el que trabajó Isabel desde 2007 hasta principios de agosto de 2010, fue
elaborado en el marco de un proyecto de cooperación universitaria entre la Universidad de
Sevilla y la Universidad Católica de Santiago de Chile, financiado por la AECI, y está
incluido en un libro colectivo que se editará próximamente. El tema del proyecto es
Racionalidad política, diálogo social y virtudes públicas. Aunque lo consideraba ya
prácticamente terminado, a Isabel le hubiera gustado realizar una última revisión del
texto, para introducir algunas precisiones. No obstante, dada la calidad de su escrito, hemos
optado por publicarlo sin modificaciones (La revisión del texto es de Jesús de Garay).
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
Y posiblemente uno de los ámbitos privilegiados para experimentar esa
perplejidad que provocan los nuevos tiempos y visualizar de alguna manera la
transformación de las sociedades y los modos de relación, sea precisamente el de
la construcción del espacio habitado. La arquitectura, ya lo decía Ruskin, es la
más política de las artes puesto que responde de algún modo (fundamentalmente
desde la Modernidad) a los hábitos y necesidades de sus habitantes, así como a
los ideales que sustentan un determinado estado de la cultura, del mismo modo
que el urbanismo responde a una determinada visión de las estructuras sociales,
creando un entramado donde se presentan e intentan resolver las tensiones que
se plantearán necesariamente entre los diferentes agentes sociales, y sobre el que
se irá dibujando un retrato (aunque sea robot) del concepto y de la imagen del
mundo que caracterizan a una determinada comunidad en unas coordenadas
espaciotemporales concretas.
Decía que esto sucede fundamentalmente en la Modernidad porque ésta se
objetivó social, política y culturalmente en la ciudad. El desarrollo de la ciudad
moderna, provocado por la Revolución Industrial, marcó el comienzo del
urbanismo como proyecto de creación de sociedades adaptadas a las exigencias de
los nuevos ideales, defendidos éstos con un entusiasmo y una pasión que
posiblemente nunca antes se habían experimentado.
En este sentido el urbanismo, la ciudad como tejido donde toman cuerpo las
ideas que sustentan la conciencia histórica, se convierte en un territorio idóneo
para analizar los motivos de la crisis de la Modernidad, a la que se ha hallado tan
vinculado, para entender los entresijos que sustentan actualmente nuestro modo
de habitar. Partiendo del análisis de la ciudad moderna, que ha sido puesta en
tela de juicio, tal vez podamos abordar y entender el fenómeno urbanístico
contemporáneo, aunque siempre, paradójicamente, desde la conciencia de su
singularidad.
Cada día contemplamos cómo los modos de vinculación social, la configuración
de las comunidades, los entornos de trabajo, las estructuras económicas, nuestros
relatos, están cambiando. Esto supone que para construir un lugar donde habitar
y convertirlo en hogar para el ciudadano contemporáneo, tendremos,
necesariamente, que reinventarnos en el sentido de establecer nuevas fórmulas
económicas, de desarrollar tecnologías más eficaces, de promover formas de
organización política diferentes, nuevas estrategias de comunicación y de
socialización, un nuevo entorno simbólico y, desde luego, unos parámetros
estéticos capaces de entablar un diálogo con otros modos de experimentación.
Habitar es mucho más que resolver un problema de defensa física frente al
medio ya que define el modo en que los seres humanos se apropian de sí mismos y
de su entorno. Habitar es un acto de conciencia y el urbanismo una metáfora de
la cultura. Por eso resulta tan interesante como fenómeno cultural a analizar,
porque a través del hecho urbanístico podemos rastrear los factores que
conforman el edificio social para ver cómo se articulan y modifican.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
Urbanismo, de utopía a problema.
Los primeros esbozos de lo que podríamos considerar como urbanismo
moderno, tienen lugar en los albores de la revolución industrial. Esta provocó un
cambio radical en los modos de apropiación del espacio, que tiene su origen en
una migración descontrolada de los habitantes del campo a las ciudades, a la
búsqueda de ese mundo mejor prometido por la industria. Los resultados fueron
campos desiertos y ciudades superpobladas que hubieron de crecer rápidamente,
lo que provocó que también lo hicieran caóticamente.
El hacinamiento, la falta de higiene de los emergentes barrios de la pobreza y
la marginación, cambiaron el rostro de las ciudades, ahora saturadas, y
disolvieron los criterios que la sustentaban, aquellos que le habían permitido
crecer orgánicamente en el pasado.
Por otro lado, también el espacio ciudadano cambiaba de la mano de la
burguesía en ascenso, interesada no sólo en “protegerse” de la emergente clase
obrera, sino también en aprovechar esta nueva situación en su propio beneficio.
Los intereses del capital, la transformación del espacio ciudadano en espacio
mercantil, hicieron que proliferaran los trazados dibujados a regla para
aprovechar al máximo el terreno que comenzaba a encarecerse y del que se
pretendía sacar la máxima rentabilidad.
Todo esto no hizo más que aumentar el malestar de la ciudad, cada vez más
segregada, más sin carácter y profundamente enferma. Como señala Ragon, “el
urbanismo ha sido una reacción contra las enfermedades de las ciudades”2, y ese
urbanismo fue iniciado sobre todo por políticos e ideólogos, conscientes de que las
profundas transformaciones que había provocado el inicio de la era industrial,
exigía un nuevo concepto de ciudad adaptado a un nuevo concepto de hombre y de
sociedad.
La necesidad de dar una respuesta racional, ordenadora, que paliara en lo
posible el desastre, suscitó la aparición de diferentes propuestas de ciudades
modernas. Aparecen las utopías de los socialistas franceses y anglosajones como
Fourier, Saint-Simon, Cabet, George y Owen, las ciudades ideales de Morris,
Richardson y Ruskin, que inspiraron algunas obras de literatos utopistas como es
el caso de Verne o Wells, que tendrán una continuidad tanto en los proyectos de
muchos arquitectos y urbanistas3 del siglo XX como en los relatos de ficción
contemporáneos.
Todas estos constructos, ya presentaran una ciudad de carácter maquinista,
regida por los avances de la tecnología y la ciencia, ya fuera una ciudad más
humanista, regida más por la necesidad de crear comunidades a la medida
2 Ragon, Michel: Historia mundial de la arquitectura y el urbanismo moderno, Destino,
Barcelona, 1979, p. 22.
3 Es el caso por ejemplo de la Ville radieuse de Le Corbusier, inspirada en el falansterio de
Fourier.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
humana que por la lógica de la producción, preconizaban la necesidad de romper
con la ciudad tradicional, incapaz de resolver los problemas de una sociedad
nueva, a la que correspondería necesariamente una nueva ciudad.
Por todo esto decía anteriormente, que la ciudad moderna es el tomar cuerpo y
visibilidad, la objetivación de los ideales que sustentaban el proyecto de la
Modernidad, que propugna la equivalencia entre racionalización y humanización
del espacio.
El urbanismo moderno por lo tanto aparece y se convierte en problema cuando
se plantea la cuestión de las posibilidades técnicas, políticas, sociales, etc., de dar
respuesta a la necesidad de habitar del hombre del momento. Por eso todos esos
diseños urbanos que van apareciendo en la era de la Modernidad, pretenden
ofertar una propuesta de solución de los problemas concretos de cada época,
partiendo de un ideal de hombre, de sociedad y de naturaleza. La idea era la de
plantear un modelo de hábitat que pudiera llevar a la realidad una nueva
cosmovisión, surgida de la confianza creciente en las fuerzas de la
industrialización y la racionalización.
Por lo tanto lo que pretendía el urbanismo moderno era construir un modelo a
partir de los principios de la Modernidad, que eran los de la racionalidad
moderna: los principios del conocimiento y de la eficacia, que es lo mismo que
decir los principios de la ciencia y la técnica. Y precisamente por ello se espera
que dicho modelo de ciudad pueda aspirar a tener validez universal.
De hecho muchos de los desarrollos de la arquitectura y el urbanismo del siglo
XX, además de inspirarse en algunos de los modelos de ciudad decimonónicos,
tomaron como punto de partida esta premisa.
Por ejemplo el planteamiento de Gropius, que impregnará toda la ideología y
el trabajo de la Bauhaus, propone una arquitectura racional perfectamente
adaptada a las costumbres, al trabajo y a la vida del hombre (ideal)
contemporáneo. Su idea de la construcción como obra de arte total, fruto del
hermanamiento entre arte y tecnología, y la de un diseño de calidad que pueda
producirse industrialmente, catalizan una de las grandes utopías de la
civilización industrial: la de que es posible instaurar un modelo estandarizado
basado en principios racionales, la de que es factible hacer una arquitectura y un
diseño funcionales exportables por lo tanto a cualquier lugar del mundo.
El impacto de esta arquitectura racional y del estilo internacional en todo el
mundo, sobre todo en la primera mitad del siglo XX, lo conocemos todos. Bajo su
influjo se construyeron gran parte de los edificios que configuran el skyline de
Chicago, la ciudad de Chandigarh en la India (Le Corbusier), o edificios tan
significativos como el edificio Seagram de Nueva York (Mies van de Rohe) o el de
la General Motors de Detroit (Kahn). De Japón a Brasil, de México a Moscú, de
Alemania a Argentina, se dejó sentir la impronta de estas propuestas.
En efecto este modelo de construcción y de ordenamiento urbano se exportó
incluso a espacios y comunidades donde no se había vivido la revolución
industrial, de forma que pasó a ser una propuesta homogeneizadora,
independizada de la problemática social y del entorno de ideas que la originó. En
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
ese sentido se podría decir que durante décadas hubo una verdadera colonización
cultural a través de la exportación indiscriminada de determinados modelos de
construcción, que no siempre resultaron eficaces por su alto grado de abstracción
en relación tanto al entorno medioambiental como al cultural.
E incluso cuando se traspasan los límites estrictos de esta arquitectura
racionalista, se mantiene sin embargo la idea de que es necesario crear espacios
adecuados a una determinada concepción del espacio y en función de un concepto
ideal de ciudad. Por ejemplo, la construcción de Brasilia en los años 50 como la
nueva capital administrativa de Brasil, gracias al trabajo de urbanistas como
Lucio Costa y al diseño arquitectónico de Niemeyer, se hizo según los principios
de la llamada Carta de Atenas de 1933, donde quedaron consensuados y
consagrados los principios urbanísticos y de construcción que pretendían tener
validez universal. Esta ciudad fantástica que surgió de la nada, se ideó como una
versión radical y perfectamente adecuada a la imagen de esa ciudad del futuro
perfectamente adaptada a su función, que había surgido años antes en aquella
Carta que resumía las conclusiones del IV Congreso Internacional de
Arquitectura Moderna (CIAM).
Este texto, que fue redactado por Le Corbusier, se convirtió en un texto de
obligada referencia, en un manual para una generación de arquitectos y
urbanistas que, en muchos casos, aplicaron de forma automática los conceptos y
propuestas que allí se planteaban, sin someterlos a ningún tipo de crítica o
adaptación. Esto hizo que las soluciones no fueran siempre las más idóneas.
Pero, en el fondo, este texto conjugaba todos los elementos que componían un
concepto moderno del habitar y la idea de la necesidad de construir un espacio
racional, adaptado a las condiciones de las sociedades postindustriales. Sólo
había que construir, a partir de estos principios, las ciudades ideales.
Así quedaron fijadas las cuatro funciones clave del urbanismo: habitar,
trabajar, recrearse y circular. Para cada una de ellas se delimitaron espacios bien
diferenciados, perfectamente adaptados a su finalidad, para responder a las
exigencias de la vida moderna creando unos servicios que aseguraran una alta
calidad de vida.
Todo esto, evidentemente, ponía en tela de juicio el carácter y la configuración
de la ciudad tradicional, mucho menos eficiente, más desordenada, más densa,
peculiaridades estas que impedían una adecuada calidad funcional. A pesar de
ello, las propuestas de la Carta no suponían un desprecio absoluto de la ciudad
histórica, aunque propugnara la necesidad de una nueva forma de habitar
adecuada a los nuevos tiempos. De hecho fue el primer documento internacional
que recogió los principios y las normas generales sobre la conservación y
restauración del patrimonio histórico.
El problema de este proyecto a gran escala, pensado para cambiar los
esquemas habitacionales de la comunidad internacional, es que en aras de la
higiene, la adaptación a las supuestas necesidades de los habitantes de la nueva
cultura, rompió con el tejido ciudadano tradicional sin ofrecer una alternativa no
ya de construcción y organización sino de socialización.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
Se pensó más en el habitante que en el vecino, en las vías de circulación más
que en las de comunicación, en zonas de ocio más que en otras que invitaran al
encuentro. De hecho en nuestras ciudades existen lugares vacíos, fríos, de puro
tránsito, “agujeros negros” donde no juega ningún niño, donde nadie se para a
charlar o tomar el sol.
El punto que tal vez se olvidó es que la cohesión social no surge de la nada
sino que la crean los propios agentes sociales, de manera que la sistematización
de las condiciones que permiten la agrupación de los ciudadanos, no asegura la
vinculación, la colaboración, el asociacionismo o la mutua ayuda. En este sentido
la funcionalidad no asegura las virtudes sociales, aunque se objetiven las
condiciones materiales que, en principio, pueden facilitarlas.
Proyectos del propio Le Corbusier como el plan Voisin o L’Unité d’habitation
de Marsella, perfectamente diseñadas para cumplir las cuatro funciones antes
señaladas, imponían un esquema racional, la de la casa como machine à habiter,
un orden funcionalista y mecanicista que respondía perfectamente a los
esquemas de la industria y la técnica. El problema es que, como señalaba
Francastel, “en el mundo soñado por Le Corbusier la alegría y la limpieza serán
obligatorias”4.
Es esta obligatoriedad la que en último término frustra el proyecto de la
arquitectura y urbanismo modernos. Como en el primer artículo de la
Constitución Española de 1814, donde se dice que los españoles serán benéficos,
felices, la Modernidad piensa la felicidad como la consecuencia necesaria de lo
que son sólo sus condiciones de posibilidad.
Del mismo modo en arquitectura se pretendía establecer una correlación entre
las soluciones teóricas y técnicas de la construcción y la habitabilidad de lo
construido. El problema es que no se tuvo en cuenta a los agentes sociales, y de
hecho esta correlación acabó siendo una disociación.
En último término lo que se pone en cuestión es la equivalencia entre
racionalización y humanización, que fue unos de los pilares del pensamiento
moderno y que el fenómeno urbanístico se apropió como uno de sus ejes
fundamentales. En este sentido, como ya apuntamos, la crisis de los presupuestos
de la Modernidad, inciden necesariamente en el ámbito de la construcción del
hábitat.
La destrucción a partir de los años 60 de algunos espacios diseñados desde
aquellas premisas por ser considerados como inhabitables, supone la percepción
del fenómeno urbanístico en las sociedades industriales como un lugar de
enajenación y deshumanización, y esto nos lleva a pensar que los ámbitos de
racionalización de la modernidad no fueron siempre capaces de responder a las
demandas y necesidades del habitante real.
El espacio moderno se construyó como un espacio tecnocratizado, lo que hace
que surja la tensión entre las decisiones de los expertos y la opinión de los
4 Francastel, Pierre: Art et technique aux XIX et XX siècles, Gallimard, Paris, 1956. p.34.
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ciudadanos que necesitan intervenir también en la construcción del espacio. Es
evidente que en las sociedades postindustriales el proyecto urbanístico se
proyecta y se impone “desde arriba”, pero también es cierto que los ciudadanos
ejercen la crítica porque la urbanización y estetización del espacio también es una
demanda desde abajo puesto que ellos son los usuarios. De hecho cualquier
intervención urbanística en nuestras ciudades suscita polémica, voces a favor o
en contra que se escuchan en la calle y a través de los medios de comunicación.
Este ha sido, efectivamente uno de los ámbitos fundamentales de la crisis de
la democracia, la pérdida de protagonismo real del ciudadano en las decisiones
más allá de su participación en las urnas, que tiene un caso paradigmático en la
enajenación del espacio respecto de la participación.
La experiencia de las últimas décadas ha sido la de la ineficacia de ciertos
proyectos utópicos de construcción del espacio y de organización social, la de la
agonía de un determinado concepto moderno de ciudad por alejarse en exceso de
las necesidades relacionales y estéticas del habitante y la de la inconveniencia de
ciertas normativas estatales y de ciertos diseños urbanísticos que han dejado tras
de ellos espacios difíciles de ocupar.
El urbanismo de los nuevos tiempos. Habitar en la Era de la Información
Frente al deseo moderno de crear un espacio ciudadano integrado, que
respondiera a una concepción racional del mundo, aparece una nueva forma de
ciudad que parte de la fragmentación, de la renuncia a plantear ningún esquema
que nos sirva para vertebrar el espacio. La constatación de la imposibilidad de
organizar el espacio citadino, dada la complejidad de su morfología y la
inexistencia de un programa al que apelar, ha llevado a la sustitución de la
ciudad moderna por la ciudad postmoderna. No es posible una articulación
porque no hay un concepto de mundo, sino que coexisten una multiplicidad de
ellos entre los que no es posible establecer ninguna priorización porque no hay
tampoco un orden de valores común.
Según señala Fredric Jameson, desde la mentalidad postmoderna no es
posible plantear la organización y la transformación del espacio circundante, sino
que ocupamos y construimos el espacio desde la individualidad, desde la
autosuficiencia, llegando en último término a una situación de aislamiento puesto
que resulta imposible la articulación con el entorno5. Como él mismo señala, la
5 Vid. Jameson, Fredric: Teoría de la postmodernidad, Trotta, Madrid 1996.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
postmodernidad es la forma cultural del capitalismo actual6, caracterizada por lo
que denomina la “sordera histórica”7.
Esto supone, pues, una nueva experiencia y un nuevo concepto de sujeto. Del
sujeto moderno confortablemente instalado en la seguridad de la racionalidad y
en los esquemas de progreso y de futuro que regulan su vida, a la experiencia de
la inestabilidad, de la ausencia de sentido, de un sujeto sin pasado ni futuro que
ha de reubicarse en su espacio.
Tendrá por lo tanto que buscar unas nuevas coordenadas que sustituyan a
aquellas que le permitían asumir un papel y una identidad en el entramado
social, tendrá que reubicarse para poder encontrar nuevos modos de integrarse
en una realidad urbana diferente y tendrá que consensuar con otros lo que
podemos entender como virtudes sociales dado que, del mismo modo que
coexisten diversos conceptos de mundo, también lo hacen distintos esquemas de
valores que no admiten además, desde el punto de vista postmoderno, ninguna
jerarquización.
Por lo tanto, de aquí surgen una serie de problemas del hombre postmoderno
como son la cuestión de la identidad, la de la articulación de las relaciones
sociales y la de los valores culturales.
El problema de la identidad surge porque el sujeto, expulsado del paraíso
moderno, tiene que reubicarse en su mundo, en el subjetivo y en el social, y, cómo
no, en el espacio de una nueva totalidad urbana. Como señala Baudrillard, el
deseo de tiempos anteriores de “parecerse a los demás y perderse en la multitud”
ha sido reemplazado por el de “parecerse únicamente a uno mismo”8.
Frente al espacio moderno perfectamente articulado y socialmente integrado
(o al menos esa era la pretensión), el espacio público postmoderno aparece
fragmentado y sin ningún proyecto de de ordenamiento. En el mundo de la
movilidad y la continua transformación, es muy complicado prever o planificar
las relaciones entre los sujetos y entre los diversos grupos sociales.
En sociedades como las nuestras cada vez más multirraciales y
multiculturales, de grandes movimientos migratorios y donde las fronteras
tienden a cambiar y a diluirse, aparecen nuevos grupos sociales, nuevas
asociaciones entre los ciudadanos, marcadas por distintos criterios como pueden
ser la religión, el país de origen, la pertenencia a un determinado barrio9, etc.
6 “Si, de hecho, el sujeto ha perdido su capacidad de extender activamente sus pro-tenciones
y re-tenciones por la pluralidad temporal y de organizar su pasado y su futuro en una
experiencia coherente, difícilmente sus producciones culturales pueden producir algo más
que ‘cúmulos de fragmentos’". Jameson, Fredric: El posmodernismo o la lógica cultural del
capitalismo avanzado, Paidós, Barcelona 1991, trad. J. L. Pardo Torío, p.46
7 Jameson, Fredric: Teoría de la postmodernidad, o.c., pgs. 9 y 11.
8 Vid. Baudrillard, Jean: El otro por sí mismo, Barcelona, Anagrama 1998.
9 Como ejemplo anecdótico, en Sevilla el barrio de Triana, que fue siempre su arrabal y
tuvo siempre un carácter peculiar, se autodefine como “república independiente”. En
grandes ciudades como Berlín o París nos encontramos con barrios con un carácter muy
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
Todo esto hace que se establezcan nuevas relaciones humanas y nuevas
identidades, fruto del encuentro entre distintas mentalidades, diferentes
tradiciones culturales e históricas, diversas ideologías, costumbres y hábitos, que
transmutan continuamente el carácter y la composición de nuestras
colectividades. A un mundo caracterizado por la movilidad, le corresponden
sociedades complejas, plurales, donde aparecen nuevas identidades que alteran
su naturaleza.
La aparición de sujetos, entidades y colectivos nuevos, marcan una impronta
en el tejido social, contribuyendo con elementos culturales, con modos de pensar y
de actuar, a la vez que son asimilados en mayor o menor por el contexto ya
existente. La interculturalidad es, más que nunca, un fenómeno de nuestra época
que conlleva experiencias enriquecedoras para nuestras sociedades a la vez que
inserta en su entraña el conflicto. Lo diferente, lo diverso, lo otro, provoca a la vez
valoración y rechazo.
Nuestra cultura es, por lo tanto, cada vez más fronteriza y tiende al mestizaje
de todo tipo, sea racial o cultural. Esto es lo que nos sitúa en la experiencia una
nueva identidad basada en la provisionalidad, la relatividad y el cambio.
En este sentido el carácter de una ciudad vendrá dado por estos elementos de
contaminación mutua y el ciudadano se dará cada vez más al nomadismo, ya sea
interior o exterior. Del mismo modo que la ciudad moderna se convirtió en un
gran laboratorio donde ensayar los principios de la racionalidad, la ciudad de
nuestro tiempo se convierte en un espacio de experimentación y observación de
los comportamientos sociales.
En la ciudad conviven espacios muy heterogéneos y habitantes de muy
diverso origen que dan lugar a un universo híbrido, donde acontece una
contaminación dialéctica entre lo local y lo global. A la vez que se subraya la
identidad de las diferentes manifestaciones culturales, se homogeneíza la
experiencia a través de los medios de comunicación electrónicos, que se
convierten en vehículos de globalización.
La sociedad de los media se convierte en un espacio donde conviven y entran
en mutua relación diversas imágenes de diferentes contextos, pero a la vez es un
espacio creado por una cultura de masas donde aquellas se organizan según
principios homogeneizadores. Esta cultura del simulacro10 y el espectáculo ofrece
un sistema de valores efímeros y fácilmente sustituibles, creados por la industria
cultural e implantada a través del engranaje publicitario que proporcionan los
medios de comunicación masiva.
Como señala Castells, gracias a los medios de comunicación electrónicos,
capaces de absorber e integrar todas las formas culturales, todos los modos de
marcado por el origen étnico, por el estilo de vida y la ocupación de sus habitantes, etc, o
por la combinación de diversos criterios.
10 Vid. Baudrillard, Jean: Cultura y simulacro, Barcelona, Kairós, 1998
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
interrelación se integran en un modelo cognitivo común. Las diferencias se
diluyen en un contexto semántico múltiple pero compartido11.
Precisamente lo que marca según él un verdadero cambio de época, el
comienzo de la Era de la Información, es precisamente que todas estas imágenes,
formas y expresiones culturales, ya sean de carácter popular o especializadas,
conviven y se entrelazan en un único universo digital, que constituye el nuevo
contexto simbólico del hombre del siglo XXI.
Esto supone, siempre siguiendo el pensamiento de Castells, un cambio
estructural de nuestras sociedades mucho más radical que el que produjo la
revolución industrial, que hace de ellas una realidad básicamente diferente de la
que surgió de la Modernidad12.
En las sociedades postindustriales el espacio social no es ya un espacio físico
donde tienen lugar los intercambios, donde son posibles las interacciones y las
relaciones de forma directa, sino que se trata de un espacio virtual donde la
interacción consiste en intercambio y comunicación de la información.
Los medios de comunicación electrónicos han creado un entorno virtual donde
estamos conectados y tiene lugar gran parte de nuestra vida, dando lugar a una
sociedad de redes donde los distintos lugares, imágenes y significados quedan
interrelacionados dando lugar a una multiplicidad de sentidos.
Este cambio estructural tendrá, evidentemente, un impacto sustancial sobre
la experiencia y el diseño de la ciudad y el espacio. Estamos asistiendo, y lo
haremos aún más en el futuro, a una transformación de las formas urbanas que,
a diferencia de las propuestas modernas, no tienen vocación de modelo único y
aplicable universalmente, sino que tienen cada vez más en cuenta las condiciones
del entorno natural y cultural y las necesidades específicas del contexto en el que
surgen.
Por otro lado la ciudad contemporánea está integrada en una red de
intercambios y relaciones que proporciona un nuevo sentido del espacio, tanto de
su concepto como de su uso, y de los flujos que tienen lugar tanto dentro del
contexto urbano como en el interurbano.
A partir de estos datos, se pueden prever una serie de consecuencias para el
desarrollo futuro del hábitat humano, no sólo desde el punto de vista de la
planificación urbanística sino también de las relaciones sociales y, por lo tanto, de
los valores comunitarios. Se dibuja, por lo tanto, un nuevo rostro citadino.
11 Vid. Castells, Manuel, La Era de la Información, 3 vols., Alianza Editorial, Madrid,
1997-98
12 Ibid., vol.1, pgs. 55 y ss.
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Construyendo la ciberciudad
Decíamos antes que la irrupción de los medios de comunicación electrónicos,
había provocado una transformación radical de nuestra cultura a todos los
niveles, constituyendo un nuevo contexto para la vida del ser humano.
Por lo tanto la metamorfosis que está teniendo lugar en la ciudad
contemporánea tienen origen, nada más y nada menos, que en un cambio
civilizatorio. Los medios de comunicación actuales no son simplemente un
elemento añadido sino constitutivos del núcleo central de significación del mundo
urbano actual, de manera que podríamos concluir diciendo que la cultura urbana
de nuestro tiempo es cultura mediática.
Esta ciudad informacional, tal y como la denomina Castells, se caracteriza por
ser un nuevo entorno urbano, posibilitado gracias al desarrollo de la informática
y las telecomunicaciones, que hace factible el procesamiento de la información y
la creación de sistemas de comunicación. Por lo tanto el paradigma de este nuevo
entorno no sería tanto la de producción de bienes (que sería el característico de la
Era industrial) sino la de crear información13.
En este sentido los medios de comunicación se constituyen en el nuevo espacio
de nuestras ciudades. Los cambios en los medios, soportes y procesos de
comunicación están provocando cambios radicales en conceptos fundamentales en
el ámbito ciudadano como son los de lo público y lo privado, el de espacio-tiempo o
los modos de relación y participación, que están llevando a la necesidad de
esbozar nuevos escenarios urbanos.
La ciudad tradicional había tenido como base la idea de constituirse como un
lugar físico donde se producía el intercambio (transaccional, comunicacional, etc.)
de los ciudadanos. Hasta ahora la proximidad física era necesaria para que la
administración y la jurisprudencia, la economía y el comercio, los procesos
educativos y culturales tuvieran lugar, pero las nuevas tecnologías de la
comunicación hacen innecesaria esta circunstancia. Se puede asegurar la
comunicación y se pueden llevar a cabo transacciones de cualquier tipo sin que
sea indispensable un espacio físico compartido.
La firma electrónica, la banca digital, las videoconferencias o las tiendas on
line son sólo unos pocos ejemplos absolutamente cotidianos, que nos hablan de
cómo la presencia física ha dejado de ser indispensable para solucionar problemas
cotidianos en nuestras sociedades.
Las nuevas tecnologías han establecido, pues, una nueva relación espaciotiempo capaz de modificar y conectar los espacios, obligando a una redefinición
del concepto del ámbito citadino. Este ya no se define básicamente en términos de
extensión, superficie, área o zonas, sino que lo hará cada vez más en referencia a
los de relación, correspondencia, conexión, comunicación, vínculo o enlace.
13 Vid. Castells, Manuel, La ciudad informacional. Tecnologías de la información,
reestructuración económica y el proceso urbano-regional, Alianza, Barcelona, 1995.
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El desarrollo de la informática y la electrónica está constituyendo, pues, un
nuevo territorio definido justamente por la interconectividad. No es importante
ya el límite físico y la situación geográfica de la ciudad, sino su capacidad para
generar tramas de comunicación e intercambio, de entrar a formar parte de redes
urbanas más complejas, de vincular espacios reales o virtuales.
En este sentido el territorio que se trata de hacer habitable, que se intenta
construir y urbanizar del mejor modo posible, es el del imaginario social. Este
nuevo espacio construido por las redes y autopistas de la información, que abre
posibilidades ilimitadas de comunicación e interrelación, subvertirá el orden que
emanaba de las demarcaciones territoriales y de las circunscripciones de los
centros de poder de la ciudad.
Lo que nos descubren las nuevas tecnologías electrónicas es que estos centros
pueden ser desplazados, que los lugares pueden ser reemplazados por espacios
comunicacionales donde ya no existe la mediación de la materialidad ni los
condicionamientos del lugar físico.
Y esto, inevitablemente, incidirá en los modos de relacionarse, participar y
producir de los habitantes. Si existe un nuevo sentido de la espacialidad urbana
que ha dejado sin sentido la idea de la necesidad de un espacio físico como lugar
natural de encuentro, y de un centro como espacio privilegiado de interacción,
información e intercambios, es evidente que todo ello está afectando a la vida
cotidiana del ciudadano y lo hará aún más en el futuro.
La posibilidad de trabajar telemáticamente, sin moverse de casa, sólo con
tener un terminal conectado al centro de trabajo; la oferta de espacios de ocio y de
relaciones humanas por Internet que nos permiten hacer amigos o buscar pareja
en cualquier lugar del planeta; la existencia de foros de debate de todo tipo que
nos permite la discusión y el intercambio; la posibilidad de hacer negocios,
comprar o vender sin movernos de nuestro domicilio, está cambiando nuestro
modo de trabajar, de comunicarnos y conocernos, de participar y de habitar el
espacio.
Ya no hay ágora fuera de los chats y vivimos una crisis de los espacios
comunes. Prácticamente todo es visitable vía Internet, tenemos relaciones
virtuales de todo tipo, expresamos nuestras opiniones y pensamientos a través de
un blog y paseamos extrañados por nuestras ciudades, asombrados por la
cantidad de cambios que ha sufrido, cambios que señalan lo prolongado de
nuestra ausencia.
Por otro lado, el crecimiento imparable de las grandes urbes hace cada vez
más inviable la idea de lugares físicos de encuentro. Ya sea por los tiempos de
desplazamiento, por la disolución de los territorios a los que tradicionalmente se
asignaba esta funcionalidad o por su multiplicación hasta el infinito, estamos
asistiendo a la fragmentación de la urbe.
A pesar de ello, y conviviendo (al menos todavía) con la ciudad que evoluciona
de la mano de la telemática, subsisten espacios que tienen una cierta centralidad
y significatividad, sirviendo de referente para el habitante. Por ejemplo en las
grandes aglomeraciones, la tendencia será la de buscar esos espacios de
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intercambio en los barrios o comunidades locales, donde las relaciones de todo
tipo son más viables y cercanas.
Por lo tanto, aún estamos lejos de algunas propuestas que podríamos calificar
de ciencia ficción moderada como la de Willian J. Mitchell que, llevando hasta sus
últimas consecuencias algunos de los planteamientos de Castells, nos plantea
una versión en positivo de la ciberciudad.
El punto de partida es que tendremos que volver a pensar el concepto de
urbanismo, de ciudad y de espacio, si atendemos al hecho de que cada vez más los
intercambios de todo tipo (sociales, políticos, culturales, administrativos, etc.),
tienen lugar en el ciberespacio.
Esto supone que somos, también cada vez más, habitantes de la ciudad de
bits14, una ciudad intangible, un universo virtual, donde los edificios se han
convertido en software. Si las ciudades preindustriales, dice Mitchell, nos
ofertaron techos y paredes que nos proporcionaron cobijo frente al medio, si las
ciudades industriales construyeron sofisticados sistemas de conducción y
aprovechamiento de la energía, las del siglo XXI serán espacios inteligentes,
organismos vivos cuyo sistema nervioso será Internet15.
Por lo tanto el urbanismo no se centraría tanto en diseñar edificios
significativos ya sea porque respondan a la demanda social o porque tengan un
evidente valor simbólico, sino en hacer edificios inteligentes que interactúen con
sus habitantes a través de dispositivos electrónicos conectados en red,
gestionados informáticamente.
Como señala Mitchell, el hormigón y el acero seguirán siendo importantes,
pero se les unirán el silicio y los programas. “Los edificios del futuro inmediato
funcionarán cada vez más como enormes ordenadores con multitud de
procesadores, memoria distribuida, numerosos mecanismos de control y
conexiones de red para unirlo todo (…). El sistema operativo de la vivienda será
tan esencial como el tejado, y desde luego más importante que el sistema
operativo del ordenador”16.
14 Como señala Mitchell, en esta urbe global que se nos viene encima “sus lugares serán
construidos virtualmente por software, en lugar de físicamente con piedras, y estarán
conectados por conexiones lógicas más que por puertas, pasajes y calles.” Mitchell, William
J., City of bits. Space, place and the Infobahn, The MIT Press, Cambridge, MA, 1995, p. 24.
15 “En el pasado lejano, un edificio era poco más que esqueleto y piel. A partir de la
revolución industrial, adquirieron una elaborada fisiología mecánica —sistemas de
calefacción, ventilación y aire acondicionado, suministro de agua y eliminación de residuos,
sistemas de energía eléctrica y de otros tipos, sistemas de circulación mecánica y una
amplia variedad de instalaciones de seguridad y protección— (…). Actualmente, en los
albores de la revolución digital, los edificios están siendo dotados de sistemas nerviosos
artificiales, sensores, pantallas y equipos controlados por ordenador; la estructura es un
chasis para sofisticados sistemas electrónicos que juegan un papel cada vez más importante
en la respuesta a las necesidades de sus moradores”. Mitchell, William J., E-topía, Gustavo
Gili, Barcelona, 2001, p.65.
16 Ibid. p.71-72
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En consecuencia, la importancia de la fisicidad de las construcciones pasa a
un segundo plano, desbancada por la importancia del componente virtual. Las
paredes se convierten en ventanas electrónicas, los sistemas de circulación que
interrelacionaban las distintas partes del edificio han dejado paso a una red de
conexiones cibernéticas y las antiguas jerarquías espaciales se diluyen en un
multifuncional universo digital.
En este sentido, la ciudad se puede entender, más que como un territorio
físico, como un sistema de espacios virtuales interconectados gracias a las
autopistas de la información, cuyos barrios son comunidades virtuales creadas en
función de los intereses de los usuarios, donde los internautas pueden interactuar
y relacionarse con otros17.
La Ciudad de Bits no se circunscribe, pues, a ningún lugar, sino más bien es
un espacio diferente que actúa con diferentes reglas, y desde ahí se proyecta
sobre la ciudad tradicional. Para Mitchell, el sistema mundial de computación —
el ágora electrónica— subvierte, desplaza radicalmente, redefine nuestras
nociones de lugar, reunión, sociedad y vida urbana”18.
Los espacios virtuales están cambiando los espacios actuales19.
Posiblemente sea en su obra E-topía donde Mitchell deja volar un poco más su
imaginación, y, siguiendo el estilo de la literatura clásica de anticipación, traza a
grandes pinceladas lo que podría ser el futuro de nuestras ciudades, si atendemos
a los cambios que ya se están produciendo en nuestros entornos.
Si en City of bits había planteado la necesidad de un diseño urbano que
entendiera la ciudad como un entramado de espacios interconectados, en E-topía
concreta esta idea dibujando los rasgos característicos de la ciberciudad como
ciudad inteligente, económica y ecológicamente más rentable.
Es evidente que si la tendencia es a la desmaterialización, es decir, si antes
determinados servicios y actividades necesitaban espacios físicos para poder
tener lugar y ahora no, porque es factible su realización en la ciudad de bits, eso
supondrá un cambio en el paisaje ciudadano.
Esto lleva consigo, evidentemente, una reducción del gasto puesto que no es
necesario disponer de un espacio físico (tener un espacio en Internet es mucho
más económico que adquirir o comprar un local) y, en el caso de las transacciones
17 Partiendo de la base de que participan en juegos de construcción electrónica, donde el
sujeto escapa de las imposiciones del “mundo real”, pudiendo re-diseñarse puesto que la
representación virtual es altamente manipulable.
18 Mitchell, William J., City of bits. Space, place and the Infobahn, oc., p.8.
19 Ibid. p. 60. Esta es la conclusión de lo que Mitchell señala en las páginas anteriores, al
analizar cómo los nuevos modos de información y distribución están cambiando el consumo
y nuestra experiencia en un sentido amplio. La posibilidad de poder acceder a libros
electrónicos, alquilar películas y descargarlas on line o hacer una visita virtual de un
museo, nos da idea de cómo los lugares y objetos físicos pueden ser “sustituidos” por
realidades virtuales.
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comerciales, una mejora de los precios para el usuario ya que se elimina toda
intermediación20.
Por otro lado, desde el punto de vista medioambiental es también más
rentable. Como señala Mitchell, un bit usado no contamina, del mismo modo que
un correo electrónico no consume papel o un portal en la Web es más ecológico
puesto que no deja residuos. Y, desde luego, se economizan muchos recursos
materiales necesarios para la construcción de edificios, puesto que al aprovechar
mejor los ya existentes, disminuye la demanda edificatoria.
Esto se repite cuando analiza otro de los supuestos de E-topía, el de la
desmovilización. El hecho de que, gracias al ordenador, podamos solucionar
muchas cuestiones desde casa sin necesidad de desplazarnos, que, cada vez más,
podamos realizar nuestro trabajo sin necesidad de ir cada día al centro de
trabajo, que podamos tener una vida social activa (aunque sea virtual) sin tener
que movernos de casa21, está cambiando nuestra idea de unir espacio
arquitectónico con una determinada función22.
De hecho, como señala Mitchell, estos ámbitos serán cada vez más
multifuncionales, de manera que, contrariamente a lo que planteaba le
Corbusier, no es necesario establecer una distinción entre los espacios de trabajo,
ocio y circulación23, sino que, por el contrario, pueden convivir sin problemas. Por
ejemplo si, como antes comentábamos, tenemos la posibilidad de tener un
teletrabajo que se puede hacer desde casa, ésta se convierte en un lugar
polivalente donde tiene lugar no sólo la vida privada y social del hombre, sino
también su vida laboral.
Es evidente que todo ello supondrá un ahorro de tiempo en los
desplazamientos, de gasto en los transportes (tanto por parte del usuario como
desde el punto de vista de las infraestructuras), y también una clara repercusión
medioambiental: menos tráfico supone menos consumo de combustible y, por
ende, menos contaminación. Siempre es más eficiente, como Mitchell señala,
mover bits que personas y mercancías24.
Hasta aquí nada que objetar. Las ventajas resultan enormes y parecen
resolver algunas de las cuestiones que más nos preocupan en las sociedades
20 De esto tenemos ejemplos cotidianos. Reservar un hotel, comprar desde una bicicleta
hasta una cámara fotográfica, suele ser más económico si lo hacemos vía Internet.
21 Para ello contamos con direcciones en Internet donde encontrar amigos o pareja,
intercambiar opiniones o simplemente charlar.
22 Como señala Mitchell, “la distribución electrónica de servicios elimina largos trayectos
hasta puntos de acceso intermedios”, la telemática nos permite trabajar para una empresa
italiana viviendo en Argelia, o diseñar desde México para una firma española.
23 No es necesario puesto que se eliminan los efectos indeseables de ruido y contaminación,
de manera que más bien habría que tender a la interrelación. Vid. Mitchell, William J., Etopía,o.c., pgs.80-81.
24 Mitchell, William J., E-topía,o.c., p.157.
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contemporáneas como es el problema del tráfico, el de ahorrar energía y recursos
naturales, producir menos residuos, disminuir la contaminación, etc.
Pero, esta ciudad invisiblemente inteligente, basada en redes de información
de alta velocidad, a la que estamos razonablemente abocados según este tecnófilo
moderado, ¿es asumible y deseable?
Como siempre parecen saltar las alarmas. Desde que Mary Shelley creó a la
criatura de Frankenstein, para dar forma a nuestros miedos sobre el uso
irresponsable e inadecuado de la tecnología, y desde que vimos en 2001. Una
odisea en el espacio a la supercomputadora Hal, que demostró ser funesta para la
vida de los tripulantes de la nave, los tecnófobos afilan sus armas.
Lógicamente asaltan las dudas sobre qué puede suceder en un mundo
totalmente interconectado, donde nos podemos sentir vulnerables ante un ataque
cibernético, sobre quién va a acceder a estas redes y quien las va a controlar, o
sobre si todo esto va a menoscabar nuestra intimidad o va a cambiar
radicalmente la forma de relacionarnos.
Mitchell es consciente de que estos proyectos suscitan dudas razonables, pero
señala que el problema para asumir este futuro que se nos avecina, es
fundamentalmente cultural.
Las redes digitales de telecomunicaciones no van a crear nuevas estructuras
ciudadanas sino que transformarán las que ya existen, adaptando los espacios,
edificios e infraestructuras que ya tenemos, a las necesidades de los nuevos
tiempos. De hecho plantea la idea de una “transformación suave”25, dado que los
cambios que producen estas redes son desde luego menos traumáticos y
devastadores que los que provocó la revolución industrial. En este sentido las
infraestructuras de las telecomunicaciones son mucho menos intrusivas pues al
ser más “invisibles”, no necesitan de grandes espacios y son menos destructivas
tanto para el entorno natural como para el patrimonio histórico. Se trata de una
“revolución de terciopelo”, sutilmente progresiva y nunca destructiva.
Por lo tanto la E-topía no se plantea como una distopía sino todo lo contrario.
El futuro no es Blade Runner ni extrañas ciudades futuristas, sino ciudades
parecidas a las actuales pero invisiblemente inteligentes. La ciberciudad ya
acampa entre nosotros.
Los nuevos retos de la ciudad contemporánea
Todos estos datos nos hacen pensar en la multiplicidad de elementos a tener
en cuenta en la elaboración de un modelo de ciudad para el siglo XXI. Algunos ya
son parte de nuestra realidad cotidiana y otros aparecen en el horizonte
anunciando posibilidades para el futuro. Por lo tanto podemos plantear, sin la
intención de ser exhaustivos, algunas de las características de las distintas
imágenes del concepto de ciudad contemporánea que surgen en nuestros días.
25 Ibid. p.162-163.
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En primer lugar la imagen de la ciudad difusa. Nos estamos refiriendo a la
tendencia, que ya vivimos desde hace tiempo, a constituir regiones
metropolitanas, formadas por constelaciones de concentraciones urbanas,
integradas entre sí tanto por una serie de infraestructuras de carácter físico como
virtual26.
En segundo lugar, tendríamos que referirnos a la imagen de la ciudad
policéntrica, que surge como consecuencia de la pérdida de la centralidad y la
disgregación de las actividades y de los poderes fácticos de la ciudad, provocada
por las nuevas tecnologías y por el crecimiento a escalas que comienzan a ser
inmanejables de la ciudad contemporánea.
Tanto el impacto de las telecomunicaciones como la conversión de la ciudad en
un sistema metropolitano de ciudades, está favoreciendo esta estructura de
constelación de poblaciones, donde está dejando de funcionar la dialéctica centroperiferia para dejar paso a la idea de diversos centros conectados entre sí27.
La tercera cuestión sería que estos cambios estructurales están
transformando las relaciones sociales, donde la dialéctica se establece entre la
idea de individualización y comunalización. Es decir, vivimos en una cultura cada
vez más basada en la conciencia de la individualidad, pero donde creamos
continuamente redes de relación para compartir intereses.
Todo ello conlleva un nuevo planteamiento urbanístico, dispuesto a crear
nuevas estructuras que respondan a las necesidades y nuevas formas de relación
de los habitantes. Es previsible que cambien los entornos de trabajo28, de modo
que también lo hará el transporte, la vivienda, etc.
Por otro lado, el hábitat habrá de acomodarse a los cambios que acaecen en el
terreno de la comunicación entre personas, no sólo en el ámbito urbano, sino
también (lo que es cada vez más frecuente) entre personas de distintos lugares y
culturas.
Y no sólo eso, sino que también habrá que abordar los problemas que estos
cambios están provocando en los patrones de comunicación. Es un hecho que está
habiendo un recrudecimiento de las diferencias sociales, de los conflictos
interculturales causados por la inmigración, de la soledad en las grandes
ciudades, que provoca aislamiento social. A esto se une la aparición de un nuevo
26 Ciudades como Los Ángeles, México D.F., Londres o París, ocupan un extenso territorio,
cuyas fronteras difícilmente podemos establecer puesto que se trata de metrópolis formadas
por una constelación de aglomeraciones que se han ido sumando a un núcleo primigenio, o
cuya estructura desde un principio tuvo un carácter abierto.
27 De hecho experimentamos cada vez más, incluso en las ciudades más antiguas, que el
“centro histórico” ya no es como antaño el centro comercial y de intercambios, sino que
aparecen nuevos “centros” que cumplen mejor dichas funciones por la cercanía, mayor
facilidad de acceso, etc.
28 Hay una tendencia a flexibilizar horarios y a realizar trabajos desde casa, gracias a las
posibilidades que ofrecen las redes telemáticas.
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tipo de pobres, los no informados, aquellos que no pueden o no saben acceder a
las nuevas redes de comunicación29.
Evidentemente el nuevo urbanismo no aspira a resolver esos problemas pero
sí a tenerlos en cuenta y subsanarlos en lo posible, desde la tarea que asumen
arquitectos y planificadores de la ciudad.
Por lo tanto, encontramos una nueva actitud en los responsables de la
organización y gestión de las ciudades, conscientes de que se trata de una tarea
en equipo y que tiene que tener en cuenta la realidad del mundo y la sociedad
contemporáneos.
Si en un principio los problemas de habitabilidad y urbanización se habían
centrado en cómo ofertar vivienda, higiene, servicios y calidad de vida en los
espacios urbanos, ya que en muchas ocasiones se habían visto desbordados por un
aumento desmesurado de la población, que había dado lugar a la aparición de
asentamientos irregulares y faltos de los servicios más básicos, a partir de ahora
se trata de conseguir a través del hábitat un espacio socializado donde puedan
ponerse las bases que eliminen la segregación y la conflictividad social.
Además de los problemas de cómo hacer compatible el crecimiento y el
desarrollo armónico de las ciudades, el desarrollo económico (la industria y el
comercio), con el respeto por la historia y el medioambiente, ahora se trata de
traspasar los límites de la ciudad y las comunidades locales, para pensar en
global.
Pensar el espacio en el siglo XXI supone iniciar una reflexión sobre el modo
más adecuado de proyectar los espacios en una sociedad cada vez más
interconectada, de manera que cada vez se es más consciente de que no valen las
soluciones aisladas sino en relación a la totalidad. Las sociedades del siglo XXI
son sociedades planetarias, de manera que no se pueden concebir las ciudades
más que en red, y los ciudadanos son cada vez más ciudadanos del mundo. Como
dicen los ecologistas hay que actuar en lo local pensando en lo global.
Por lo tanto estamos asistiendo al nacimiento de un nuevo sentido del lugar y
de la pertenencia, así como de las relaciones ciudadanas y de los valores
fundamentales que se priman en el contexto social. Si antes el ciudadano anclaba
en un lugar por razón de su nacimiento, de su etnia, nacionalidad, etc., y se
sentía identificado con una cultura y costumbres determinadas que definían su
identidad, ahora esa identidad convive con la experiencia de la pertenencia a una
comunidad internacional.
La experiencia de la interconexión y la incidencia a nivel mundial de los
problemas y las medidas económicas, de las decisiones políticas que afectan a
diversas comunidades, de los parámetros culturales, éticos o estéticos, nos llevan
a la conciencia ineludible de que los juicios, determinaciones, intereses y
propuestas de entidades locales, nacionales o de comunidades de naciones,
afectan cada vez más a la totalidad del planeta.
29 Vid Castells, Manuel, La Era de la Información, o.c., vol.3, pgs. 95 y ss.
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Por lo tanto los principios del urbanismo y de la construcción del hábitat,
habrán de basarse en esta nueva circunstancia de nuestras sociedades, que ya no
son Modernas. Si la Carta de Atenas de 1933 había intentado responder (aunque
era de ámbito europeo) a las necesidades entendidas como universales del habitar
del hombre del momento, que habitaba en ciudades marcadas por el desarrollo de
la industria y por el maquinismo, ahora habría que replantear estos principios en
una sociedad postindustrial, caracterizada por la incidencia de los medios de
comunicación electrónicos.
Una nueva Carta de Atenas para el siglo XXI
El Consejo Europeo de Urbanistas, teniendo en cuenta las nuevas cuestiones
y problemas que surgen en nuestro entorno cultural, comenzaron a plantearse
desde los últimos años del siglo pasado, la necesidad de unificar esfuerzos y dar
unas directrices generales que, como su precedente, la Carta de Atenas de 1933,
sirviera de referente común a los urbanistas profesionales que trabajan en
Europa.
Pero dado, como señalábamos anteriormente, el alto grado de
homogeneización que existe en las sociedades contemporáneas, pensar y
construir el espacio en Europa no difiere básicamente de hacerlo en otras
culturas. Salvando, por supuesto, ciertas características o problemáticas que
pueden ser más específicas del espacio europeo, o que se dan en otros lugares con
menor intensidad, los planteamientos generales que se ofrecen en este nuevo
documento, podrían servir sin duda para ofrecer unas pautas globalmente
válidas.
La Nueva Carta de Atenas, cuya redacción definitiva aparece en 2003,
pretende no solamente analizar los problemas del habitar contemporáneo, sino
también subsanar los errores de fondo que estaban a la base del texto del año
1933, que hicieron conflictiva su aplicación, no sólo en lo referente a los principios
del habitar sino también desde el punto de vista de la función que arquitectos y
urbanistas tenían según dicho texto.
Ya en la redacción de 1998 leemos lo siguiente: “Al preparar este Carta, el
Consejo Europeo de Urbanistas ha sido consciente de la gran influencia de la
Carta de Atenas de 1933, y de las deficiencias de los tipos de estructuras y
esquemas urbanísticos resultantes de su aplicación. Se ha preparado una nueva
Carta más adecuada a las décadas venideras, que tiene en cuenta en primer
lugar al ciudadano a la hora de tomar decisiones organizativas. El concepto
principal que se desarrolla en ella es que la evolución de las ciudades debe ser el
resultado de la combinación de las distintas fuerzas sociales y de las acciones de
los principales representantes de la vida cívica. A juicio del Consejo Europeo de
Urbanistas, se necesita un nuevo marco para el urbanismo que satisfaga las
necesidades socioculturales de la generación actual y de las futuras.
En este contexto en continua evolución, el papel del urbanista profesional,
como coordinador y mediador cualificado, es crucial. Se propone que el elemento
[42]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
fundamental de la nueva Carta sea un compromiso general con la construcción de
las ciudades, donde el urbanista no figure como un Gran Maestro, sino como
alguien que posibilita y coordina el desarrollo. (…) El papel del planificador
urbano en este proceso debe consistir en proporcionar una visión de futuro de las
ciudades e ilustrar, así como a inspirar, a los ciudadanos del mañana”30.
Este texto introductorio que fue suprimido de la redacción definitiva (aunque
no de su espíritu), comienza marcando una diferencia metodológica fundamental
con respecto a la versión de 1933. La “cura de humildad” sufrida por arquitectos y
urbanistas, después de la debacle del movimiento Moderno, hace que reconozcan
la insuficiencia de sus planteamientos, a la vez que contemplan su tarea como
una aportación cualificada a un trabajo que es de equipo, donde la presencia de
las fuerzas sociales y del propio habitante son importantes.
Posteriormente, en el texto definitivo de 2003, se hace aún más explícita la
renuncia a establecer cualquier regla o canónica, urbanística o de construcción,
tal y como se hizo en el pasado, se reconoce la limitación del papel de la
planificación en una sociedad en perpetua evolución, muy compleja, y donde los
sujetos de dicha evolución son múltiples y dependientes entre sí.
Así se explicita: “Es importante reconocer que la Carta del Consejo Europeo
de Urbanistas sustituye a la Carta de Atenas original de 1933, que contenía una
visión preceptiva de cómo deberían desarrollarse las ciudades, con zonas de vida
y de trabajo con alta densidad, conectadas por sistemas de transporte masivo
muy eficientes. Como contraste, la Nueva Carta y esta revisión, inciden sobre los
residentes y los usuarios de la ciudad y en sus necesidades, en un mundo que
cambia rápidamente. Promueve una visión de La Ciudad Conectada que puede
lograrse por la planificación y por los urbanistas. Contempla nuevos sistemas de
gobierno y nuevas formas de involucrar al ciudadano en los procesos de toma de
decisiones, haciendo uso de las ventajas de nuevas formas de comunicación y de
la tecnología de la información. Al mismo tiempo es una visión realista, que
distingue entre los aspectos del desarrollo de la ciudad en los que la planificación
puede ejercer una influencia real y aquellos en los que tiene un papel más
limitado”31.
El punto de mira ha cambiado radicalmente. Los urbanistas modernos
entroncaban directamente con la tradición de los utopistas, tendiendo a hacer
diseños de ciudades adaptadas idealmente a las necesidades que planteaban las
nuevas sociedades industriales (vivienda, trabajo, transporte…). Después de la
crisis del pensamiento moderno, se opta por una “visión realista” del proyecto
urbanístico, se suprime la fórmula con pretensión de validez universal para
centrarse en las necesidades no sólo funcionales sino también vitales del
ciudadano.
30 Nueva Carta de Atenas (versión preliminar de 1998), Introducción.
31 Nueva Carta de Atenas 2003 (versión definitiva), Anexo, Antecedentes históricos.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
Y desde luego se parte de la base de que no existen soluciones definitivas en
un entorno social y cultural donde los cambios son vertiginosos, posiblemente
mucho más rápidos que los que tenían lugar en las primeras décadas del siglo
XX. Ahora las propuestas tenderán a ser más flexibles y diferentes, adaptadas al
contexto en que se inscriben, pues no es lo mismo proyectar un mercado en Kenia
que en Islandia.
Por otro lado la conciencia de los cambios que ya se han producido y los que
seguirán generando las tecnologías de la información, que anuncian un desarrollo
insólito de las posibilidades de comunicación a nivel mundial, conlleva el
reconocimiento de nuevos modos de participación social. De aquí la conciencia de
que, dada la complejidad de las sociedades contemporáneas, y el aumento de las
posibilidades de participación que se ofrece a los ciudadanos, la tarea del
urbanista ni se realiza en solitario ni es capaz de resolver por sí misma todos los
aspectos que tienen que ver con el desarrollo de las ciudades.
Esto no implica que no se subraye el papel del urbanista en una sociedad
cambiante, que ha de evolucionar aún más en el futuro, como inspirador,
coordinador y planificador de esas ciudades futuras. Pero planificador, como se
especifica en la Carta, en el sentido de mediador. “Planificar no es solamente
preparar un plan sino, más bien, un proceso político que pretende un equilibrio
entre todos los diferentes intereses —públicos y privados— para resolver
demandas contrapuestas sobre el espacio y los programas de desarrollo”32.
Por lo tanto el papel que se le asigna es mucho más exigente y delicado que en
el pasado. No sólo habrá de tener un conocimiento sobre los factores que
constituyen el aspecto teórico-práctico de la planificación urbana contemporánea
sino que también habrá de informar, formar y promover el análisis, la crítica y la
participación, no sólo diseñará propuestas respetuosas con el medio ambiente y
con el patrimonio cultural, no sólo elaborará prospectivas para el desarrollo
urbanístico futuro, sino que también asumirá un papel como consejero político y
mediador y como gestor urbano33.
Esto supone una exigencia de virtudes públicas en el planificador pues, en
primer lugar, ha de tener como valores fundamentales los de justicia social y
solidaridad, de igualdad y colaboración, a fin de hallar las mejores soluciones que
garanticen el bienestar público. Y, por supuesto, sin dejar de tener en cuenta los
factores medioambientales, sociales y económicos que hay que respetar para
conseguir un desarrollo sostenible de las tramas urbanas.
Todo ello apunta a la existencia de un orden de valores sobre el que se
sustentan las propuestas de la Nueva Carta de Atenas que, aunque aparezcan a
modo de declaración de intenciones, y a veces obviando los inevitables obstáculos
que suponen los intereses de carácter económico y político, ofrecen al menos un
horizonte de eticidad social mucho más claro y evidente del que podíamos
32 Ibíd. Parte B, ap. B3 El compromiso de los urbanistas.
33 Ibídem.
[44]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
encontrar en la versión de 1933, más preocupada posiblemente por problemas de
carácter técnico que pudieran ofertar una mejora de la vida del ciudadano.
No era fácil en aquel momento histórico proponer una solución a los
problemas del habitar surgidos en sociedades sometidas a cambios radicales,
donde la densidad poblacional de las ciudades había aumentado de forma
desmedida, provocando una degradación de las condiciones de habitabilidad. Pero
no se trataba solamente de ofertar más espacio, más luz, más espacios verdes,
más higiene en suma, sino de restablecer unas condiciones que atendieran a las
necesidades tanto fisiológicas como psicológicas de los individuos, en un adecuado
orden social. Es decir, se trataba de conseguir lo que Le Corbusier definía como el
“resplandor de la persona en el marco del civismo”34.
En aquel momento era urgente realizar una tarea de ordenación en las
ciudades cuyo equilibrio se había visto roto por el advenimiento del maquinismo,
dando lugar a urbes densamente pobladas, caóticas, poco salubres, que no tenían
en cuenta para nada las necesidades vitales de sus habitantes35. El ritmo
frenético que imponía el maquinismo, esas “velocidades mecánicas”, puso
también de relieve la inadecuación de las vías de comunicación, que carecían de
la flexibilidad y resultaban insuficientes para la circulación36.
Pero curiosamente las soluciones que se buscaban para organizar este
desastre ciudadano (del cual el problema circulatorio era sólo una parte), partían
justamente de los principios de racionalidad que sustentaban esta sociedad
maquinista. Había que “sanear” la ciudad, acabar con los espacios insalubres,
sustituirlos por espacios soleados y por zonas verdes, lo cual exigía una “cirugía”
perfectamente planificada que no dudaba en demoler sin problemas todo aquello
que estorbara e hiciera inviable el proyecto del urbanista37.
De hecho la idea de la ciudad que subyace en la primera Carta de Atenas es la
de una unidad funcional, la de una empresa que crece y se desarrolla según un
plan general, donde se prevé en lo posible, sin dejar espacio al azar, el futuro
desarrollo de la urbe38.
34 Le Corbusier: Principios de urbanismo (La Carta de Atenas), Ariel, Barcelona 1971,
traducción de Juan Ramón Capella, 1ª parte: “Generalidades”, punto 2.
35 Ibid. 1ª parte: “Generalidades”, punto 8
36 Ibid. 2ª parte: “Estado actual de las ciudades. Críticas y remedios”, puntos 51 a 58.
37 Tenemos notables ejemplos de ello en las renovaciones radicales de muchas ciudades
europeas (Viena, París…) que tienen lugar en el XIX para acomodar la ciudad medieval a
las exigencias de los tiempos modernos. Tal vez el caso más paradigmático sea el de París,
donde Hausmann, no sólo por conveniencia urbanística sino también por motivos políticos,
realiza una intervención bastante traumática en la ciudad tradicional. Ya en el siglo XX, el
propio Le Corbusier propuso ciertas intervenciones igualmente radicales en el mismo París,
como fue el Plan Voisin que quedó sólo en proyecto, aunque su idea de l’Unité d’habitation
se hizo realidad en Marsella.
38 “La ciudad definida en lo sucesivo como una unidad funcional, deberá crecer
armoniosamente en cada una de sus partes, disponiendo de los espacios y de las
vinculaciones en los que podrán inscribirse, equilibradamente, las etapas de su desarrollo”.
[45]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
Por lo tanto se contempla la posibilidad de planificar, de establecer leyes
urbanísticas (y desde luego leyes que permitan una liberación del estatuto del
suelo), que hagan posible una ciudad capaz de construirse y crecer adecuándose a
las cuatro funciones primordiales del habitar, según los criterios que establece el
urbanismo moderno. Como decía Le Corbusier, la previsión sucederá al azar y el
programa a la improvisación39, de manera que todas las posibles iniciativas
deberán ser articuladas en un plan general, que establecerá siempre la
subordinación de aquellas a los intereses públicos.
Pero, como antes señalábamos, se trataba no sólo de establecer un
ordenamiento urbano racional, sino adecuado a las necesidades físicas y
espirituales del habitante. La confianza en que este programa podría llevarse a
cabo siempre y cuando se dieran las condiciones necesarias para ello,
efectivamente entronca con la aspiración moderna de poder proporcionar al
hombre las infraestructuras y las condiciones objetivas para que su vida fuera
más benéfica y feliz, o al menos donde sus necesidades vitales básicas fueran
cubiertas.
El problema es que la felicidad es una extraña circunstancia que escapa a
toda planificación, y que los intereses, tanto económicos como políticos, impiden, o
al menos entorpecen, la plena realización de estos programas que habían de
diseñar los urbanistas. Estos debían de partir de un análisis de la realidad del
lugar: los recursos naturales, la topografía, la economía, las necesidades sociales,
la política, el desarrollo de las comunicaciones, los valores espirituales…Sólo así
podrán establecer unas “reglas inviolables (que) garantizarán a los habitantes el
bienestar del alojamiento, la facilidad del trabajo, el empleo feliz de las horas
libres. El alma de la ciudad quedará vivificada por la claridad del plan”40.
Así pues será el valor de la eficacia y la claridad de una planificación capaz de
crear bienestar en todos los ámbitos de la vida del hombre y de construir una
ciudad a la medida humana, lo que primará como objetivo prioritario.
Y el artífice de todo ello no puede ser más que el especialista, es decir, aquel
capaz de planificar no con la frialdad del geómetra sino como el creador de un
cuerpo con órganos bien diferenciados, donde cada uno cumple su función,
garantizando no sólo el orden y la felicidad presente sino también la futura,
puesto que el análisis riguroso de todos los factores implicados en el fenómeno del
habitar permitiría una prospectiva del desarrollo ciudadano41.
Si anteriormente habíamos hecho referencia a la aseveración de que la
arquitectura es fundamental para todo, es evidente quién habrá de ser este
especialista. “¿Quién podrá adoptar las medidas necesarias para llevar a buen fin
esta tarea, si no es el arquitecto que posee un perfecto conocimiento del hombre,
Le Corbusier, ibíd., “Conclusiones”, Punto Doctrinal 84.
39 Ibíd., Punto Doctrinal 85.
40 Ibíd. Punto Doctrinal 86.
41 Ibídem.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
que ha abandonado los grafismos ilusorios y que, con la justa adaptación de los
medios a los fines propuestos, creará un orden que llevará en sí su propia
poesía?”42
Esa poesía del orden y la funcionalidad es la que subyace a la definición de Le
Corbusier de la casa como machine à habiter y a la concepción de la ciudad como
un universo de interacciones bien planificado, capaz de responder a las
necesidades productivas de las sociedades industriales, a la velocidad de la vida
moderna, donde cada función exigía sus espacios que quedaban así perfectamente
distribuidos y ordenados, donde peatones y automóviles transitaban por vías
diferentes, perfectamente ajustadas a las necesidades circulatorias.
Es posible que esta imagen de ciudad perfectamente planificada, a la medida
de las necesidades humanas y funcionando con la exactitud de un reloj suizo,
pueda parecernos cuanto menos ingenua, un tanto utópica y, sin duda, heredera
de un concepto maquinista del mundo y de las relaciones que en él se establecen.
En esta que podríamos llamar machine à vivre, se expresa y toma cuerpo, al
fin y al cabo, la conciencia moderna de ruptura con el régimen anterior y se
inaugura el concepto de urbanismo contemporáneo. El urbanismo entendido como
ordenación de los lugares para acoger y hacer la vida de los hombres en todos sus
aspectos (material, espiritual, sentimental, etc.), ya sea a nivel individual como
colectivo, es un concepto que nace de las entrañas del espíritu nuevo de la
Modernidad.
Este obliga a romper con el modelo anterior o, tal vez diríamos mejor, con la
ausencia de paradigma, puesto que la ciudad premoderna no tenía a la base un
arquetipo determinado. Ya no es posible mantener el esquema de la ciudad
tradicional, que había crecido de forma orgánica, al impulso de las necesidades de
habitación que iban apareciendo, y sin ningún ordenamiento explícito,
promoviendo la aparición de ciudades-laberinto, donde los ciudadanos estaban
abocados no sólo a la interacción sino a comunitarismo.
En esto consistió la grandeza de la Carta de Atenas de 1933, que logró
sintetizar y sistematizar los esfuerzos que desde los ámbitos políticos, sociales y
urbanísticos habían tenido lugar desde el siglo anterior, para lograr una
transformación del hábitat en coherencia con las transformaciones radicales que
provocaron la industrialización y el consecuente cambio cultural.
La propuesta de una serie de parámetros que hicieran posible un hábitat
realmente adaptado a las nuevas necesidades del habitante de la ciudad
moderna, llevó al intento de establecer un orden que destacó la belleza y la poesía
de la función, y todo ello promovió un nuevo impulso renovador que vivificó el
arte de construir.
La Carta de 2003, sin embargo, surge en un entorno social e ideológico muy
diferente, marcado, como ya se comentó en el apartado anterior, por el nuevo
42 Ibíd. Punto Doctrinal 87.
[47]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
contexto de comunicación y simbolización que hacen posible los medios de
comunicación electrónicos.
La Nueva Carta de Atenas comparte con aquella de 1933 el deseo de impulsar
un nuevo modelo de ciudad que responda a las necesidades de la nueva cultura
(en nuestro caso la de la información), pero, a diferencia de la primera,
estableciendo un diálogo fundamental y no sólo de compromiso con la historia y
respetando los aspectos históricos, políticos, sociales y económicos de cada
realidad local.
En ningún caso se trata de una preceptiva, como ya se señaló anteriormente,
sino de una oferta desde los parámetros europeos (desde los que también partió la
Carta de 1933) a la resolución de los problemas de las nuevas ciudades y de los
nuevos modelos de ciudadanía: “(…) una de las contribuciones principales de
Europa en el siglo XXI será el nuevo modelo de sus ciudades antiguas y
modernas: ciudades que estarán verdaderamente conectadas, que serán
innovadoras y productivas, creativas en la ciencia, cultura e ideas, aunque
manteniendo condiciones de vida y trabajo decentes para su población; ciudades
que conectarán el pasado con el futuro a través de un presente vital y vibrante.”43
A pesar del tono desiderativo, proyectivo y hasta un tanto propagandístico del
texto, que hace rememorar el voluntarismo de los manifiestos de las primeras
vanguardias, aquí se apunta a lo que es el núcleo de las propuestas de la Nueva
Carta que es la de encauzar esa conectividad entre ciudades, que, por otro lado,
es ya un hecho inevitable.
Es una realidad que en una cultura en red, donde se disuelve la diferencia
entre centro y periferia, la articulación de los lugares también siguen esta lógica
de la indeterminación. Las ciudades cada vez más pierden sus límites y su
especificidad al diluirse en un continuo urbano posibilitado por redes de
comunicación y transporte, capaces de conectar actividades que estaban
dispersas, comunidades que permanecían lejanas, pero con un claro coste de
degradación y fragmentación del espacio, de pérdida de identidad de ciudades y
sociedades que llevan a la aparición de no-lugares.
Consciente de ello y de sus consecuencias, las propuestas que se presentan
van encaminadas al establecimiento de unas formas de conexión que, respetando
las diferencias culturales y la idiosincrasia de los lugares, establezcan un vínculo
tanto a nivel espacial como temporal, tanto a nivel social como económico, que
permita mantener el reconocimiento de la identidad junto a la conciencia de la
pertenencia.
Esta conectividad se propondrá a varios niveles. Por un lado la conexión a
nivel social, por otro a nivel económico y por último a nivel medioambiental.
43 Nueva Carta de Atenas, 2003, parte A, punto 5 “La síntesis espacial”, ap. Un nuevo
modelo para Europa.
[48]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
La conectividad social44 apunta a la necesidad de hacer posible una ciudad
para todos, abierta a la participación no sólo de los individuos sino también de las
comunidades, y al intercambio entre generaciones y entre culturas, que harán
posible una identidad ciudadana renovada resultante de la conservación del
patrimonio cultural e histórico, en diálogo con otras realidades y tradiciones
culturales.
Es evidente que en una sociedad multicultural y no igualitaria, no siempre es
fácil establecer esta conexión, puesto que surgen conflictos tanto a la hora de
establecer los derechos y deberes de los distintos grupos culturales, como de
atajar las importantes disparidades económicas creadas por el sistema económico
actual.
Es obvio que no es tarea de los urbanistas corregir los desequilibrios sociales,
pero sí conectar con los intereses de la ciudad, proyectar pensando en una mayor
accesibilidad de todos a los servicios básicos (educación, salud, vivienda, etc.), así
como a los espacios de ocio e intercomunicación, utilizando creativamente las
nuevas tecnologías que favorecen desde el intercambio de información a la
movilidad y los transportes.
La conectividad económica45, que tiene como objetivo la creación de empleo y
el logro de la máxima competencia a niveles generales, ha de partir de la
combinación de dos fuerzas principales: la globalización y la especialización (local
o regional). En el primer caso se trataría de desarrollar actividades económicas
que respondan a las demandas globales, en el segundo de desarrollar productos o
servicios que tienen que ver con la idiosincrasia de cada lugar.
Y para optimizar los recursos de cada ciudad, éstas se integrarán en diversas
redes ya sea para entrar en contacto con otras ciudades que tienen parecidas
especialidades o que comparten intereses comunes, tanto desde el punto de vista
económico como cultural, para desarrollar proyectos en común y aumentar su
competitividad, ya sea para intercambiar bienes y servicios con aquellas que
ofertan una especialización diferente a la propia.
En cualquier caso estamos abocados a formar parte de una red de ciudades
policéntrica, capaz de activar, hacer crecer y proyectar la competencia económica
de las ciudades, sin anular sino más bien incentivar la especialización de cada
una de ellas y el carácter peculiar de cada ciudad, resultante de una combinatoria
de factores. “Los factores que afectan a las actividades económicas (el patrimonio
cultural y natural, la existencia de mano de obra formada y con experiencia, el
medio ambiente agradable, la situación estratégica y otros) se combinarán de
diferentes formas en cada ciudad, lo que contribuirá a la diversidad urbana, y
permitirá a cada ciudad determinar su propio equilibrio entre la prosperidad
económica y la calidad de Vida”.46
44 Vid. Nueva Carta de Atenas, 2003, parte A, punto 2 “La conectividad social”.
45 Vid. Nueva Carta de Atenas, 2003, parte A, punto 3 “La conectividad económica”.
46 Ibidem, ap. La diversidad económica.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
La conectividad medioambiental47 apunta a la necesaria relación de los seres
humanos con el entorno natural como contexto de supervivencia. Se trata, por lo
tanto, de subrayar la importancia de plantear ciudades sostenibles, que usen
racionalmente sus recursos adecuándolos a sus necesidades reales y acudiendo,
cada vez más, a fuentes de energías renovables y no contaminantes. Y no se trata
sólo de economizar sino también de reciclar y reutilizar para que se constituyan
ciudades saludables sin polución ni degradación.
El objetivo sería pues conseguir una ciudad que no se construya contra la
naturaleza sino a favor de ella, minimizando el inevitable impacto
medioambiental y favoreciendo la presencia de áreas naturales no sólo en torno a
la ciudad sino en el corazón de las urbes.
No menos importante que la conservación del patrimonio cultural será la del
patrimonio natural, conscientes de la degradación sufrida en los últimos tiempos
debido a la contaminación de mares y océanos, de la tierra y el aire, provocada
por la sobreexplotación de los recursos naturales. La reducción del consumo de
energía, de los gases de efecto invernadero, el control del uso de la tierra,
contribuirán a la protección de nuestro patrimonio natural.
Es decir, la Nueva Carta de Atenas, partiendo de las nuevas realidades a las
que se enfrentan las sociedades contemporáneas, plantea, aunque de un modo
general y bajo la forma de un discurso de buenas intenciones, los retos que
supone la construcción de las ciudades del siglo XXI.
47 Vid. Nueva Carta de Atenas, 2003, parte A, punto 4 “Conectividad medioambiental”.
[50]
ÚLTIMA LECCIÓN DE CÁTEDRA
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
LA PRIMERA PALABRA Y LA ÚLTIMA PALABRA1
José María Prieto Soler. Universidad de Sevilla
Usamos palabras, desde los primeros intentos en el balbuceo inicial hasta el
balbuceo final. Partimos de unos sonidos ininteligibles y acabamos poco a poco en
otros. La vida se desarrolla alrededor del trato con la palabra, van saliendo,
desarrollándose, extinguiéndose. “¿Qué leéis, mi señor? Palabras, palabras,
palabras”. Las escribimos, al principio salen garabatos, después vamos mejorando
la letra, menos los médicos, no sé por qué, poco a poco se va descomponiendo
hasta terminar en palotes. Con esas palabras y letras intentamos expresar ideas,
inicialmente desdibujadas, inconexas, incompletas; después se van haciendo más
precisas, e incluso alguien propuso que deberían ser claras y distintas; no parece
que se le haya hecho mucho caso. Cuando las fuerzas decaen, también se aflojan
las cuerdas que atan los elementos de las ideas, y en fragmentos, como un valioso
jarrón roto, ruedan y recuerdan de refilón que hubo un momento de esplendor.
Cuando al final de su vida el puntual profesor de Kaliningrado quiso esbozar una
Filosofía en su exposición completa que podemos medio leer en el llamado Opus
postumum mezcló “el espacio en que centellean las estrellas no es una cosa
existente fuera de mí, sino una representación que es eficiente por sí misma” con
una referencia a “pesada hinchazón en la boca del estómago, como una piedra”,
efecto posiblemente de una ingesta excesiva de abadejos bálticos, acompañados
de vino portugués, café y tabaco. Carece de interés general mencionar aquí mis
dolencias y debilidades gastronómicas, pero desde luego puestos a escoger
prefiero una acedía de Sanlúcar a un abadejo del Báltico. No todas las palabras e
ideas dichas a lo largo de una vida tienen el mismo significado, sin embargo nos
sentimos con frecuencia arrastrados hacia una philosophia perennis, ante la
imposibilidad de abarcar en el ahora pensante la totalidad de la historia y
también movidos por el peligroso pedagogismo. Nos lo advertía el filósofo
jardinero: “Hombre feliz, huye a velas desplegadas de cualquier paideia”, y siglos
después desde la Cabaña: “Tres peligros son una amenaza para el pensar… el
peligro malo, el peligro confuso, es el filosofar”
Cuando la palabra se hace reflexiva y aspira a fundamentarse tomamos
decisiones sobre ellas y sobre las ideas que queremos expresar. Cuando vamos a
fijarlas en escritura nos enfrentamos al papel en blanco o a la pantalla vacía del
1 El texto que sigue corresponde a la lección impartida por el Profesor Emérito de la
Universidad de Sevilla José María Prieto en Las lecciones suspendidas. Jornadas de
homenaje a antiguos Profesores de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Sevilla el
14 de abril de 2010. Sirva también como homenaje tributado por todo el equipo que realiza
Thémata, Revista de Filosofía, al entrañable maestro que tantas enseñanza nos dio, da y
seguirá dando a sus compañeros de departamento.
[53]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
monitor. Este momento hace recordar la soledad del portero ante el penalti.
¿Cómo poner la primera palabra, la primera idea, que incluya ya la última como
cierre y conclusión? “¿Por dónde empezaremos?”, leemos en el Parménides.
Vacilaciones, correcciones, enmiendas se producen hasta conseguir la expresión
deseada. En el arte antiguo, se llamaban arrepentimientos, en italiano
pentimenti, incluyendo un matiz moral de mala acción. Da la impresión de que los
artistas modernos no se arrepienten de nada. El escribiente da muchas vueltas
en torno a lo que quiere decir y en el peor de los casos para eso está la papelera. A
veces cuando estamos leyendo algo no convincente, nos gustaría que el autor
hubiera sentido algún arrepentimiento y hubiera desistido de seguir en su
momento.
¿Cuándo sobreviene la primera palabra, la primera idea? ¿Qué significa ese
primun, eso primario, originario y qué vinculación tiene con lo que vendrá
después? ¿Qué grado de integración tiene cada parte del desarrollo en el
arranque, en qué medida cada parte hace referencia al inicio y se mantiene en
una aceptable coherencia? ¿Lo hemos dicho ya todo en la primera palabra?
Si en algunas artes se conocen casos de niños prodigio, en filosofía no se ha
dado el caso. Sí tenemos todos recuerdos de estudiantes espléndidos que han
avanzado con más rapidez. En algún momento de la adolescencia o de la primera
juventud se ha presentado una inclinación hacia la filosofía, y con ella algún
barrunto de pensamiento, alguna proximidad a determinadas cuestiones o alguna
querencia hacia algún enfoque. Es un largo y a veces tortuoso e incluso penoso
camino de selección y elección. Si en la naturaleza la evolución de las especies
está sometida a coyunturas accidentales, a riesgos imprevistos y a dificultades
sin límite, el sacar a flote la idea no corre menos vicisitudes, e inclusive es un
proceso más intenso porque ocurre en los límites temporales de una vida. Nadie
de pronto se ha puesto a componer su sistema de filosofía de un tirón, como
escribiendo al dictado de un espíritu inspirador, los pasos, detalles y entresijos de
su teoría. A todos los sistemas, por muy detallados que se hayan descrito, les
falta o les sobra algo. Gracias a esta inconclusión, a esta falta de cierre total, la
filosofía continúa y algunos vivimos de ella. Estaríamos hace tiempo en el paro si
alguno de nuestros excelsos predecesores hubieran alcanzada la excelencia total.
En esta lucha interminable con palabras e ideas, hay que tomar decisiones,
seguir un camino u otro, dejar un planteamiento para seguir otro, elegir entre
posibles. Es una tarea arriesgada, en especial en los momentos iniciales, porque
como dice la frase del Filósofo, recordada por el de Aquinas, “pequeño error al
principio es grande al final”, es decir, de cómo sea la primera palabra depende
cómo vaya a resultar la última.
¿Cuándo se produce la decisión, cómo es, qué efecto produce? Se habla de
momentos privilegiados, de circunstancias especiales que ponen en marcha las
palabras y las ideas. Esa comprensión inicial de algo brota del fondo personal de
sí mismo, del temperamento, del carácter, de la sensibilidad, de la voluntad y la
inteligencia, de la propia personalidad, inmersas en una cultura y en un
ambiente. ¿Está todo ya decidido y contenido en la idea nuclear?
[54]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
Señalo algunos momentos. De múltiples formas lo que se mueve y lo que
permanece, lo mismo y lo otro, atrajo al pensamiento antiguo y nunca ha dejado
de fascinar a los hombres de todas las culturas y de todos los tiempos,
constituyendo la puesta en marcha de muchas filosofías y de expresiones de
gloria o tristeza. Se produjo un cambio motivado por un hecho: el haber conocido
a uno de los atenienses más feos, como un sileno o un sátiro, despertó en Platón
toda una larga serie de pensamientos en los que en parte nos apoyamos todavía.
Otros después leyeron en su Parménides y comentaron exhaustivamente frases
como: “—Empecemos, pues —dijo Parménides—. Si el Uno es, ¿podría ser
muchos?”, y siguieron leyendo que “haya un Uno o no lo haya, él y los otros, con
respecto a sí mismo y en sus relaciones mutuas, son absolutamente todo y no lo
son, parecen serlo y no lo parecen. —Verdaderamente es así.”, y desde entonces
un cúmulo de intuiciones sobre intuiciones abrieron el camino de lo que llamamos
neoplatonismo, aún vivo. Se parte de una visión nuclear: un punto más allá de
cualquier determinación, ni ser, ser sin ser, más allá del ser, algo más que divino,
tinieblas más que luminosas, decía el Pseudodionisio, y que por su intensidad y
densidad (“sólo el Uno reza”, en expresión de Proclo) estalla en un proceso o
proódos y se recupera en un retorno o epistrophé. Esta idea ha fascinado desde
Plotino y Proclo hasta hoy, véase Cómo no hablar, de Derrida. Cuesta
comprender la pervivencia y transformaciones del esquema neoplatónico,
presente desde el Eriúgena o la Summa de Tomás hasta la Fenomenología del
espíritu y más acá. A veces se tiene la impresión de que no hemos salido del
neoplatonismo, como tampoco hemos conseguido salir de esa derivación del
neoplatonismo que es el romanticismo. Me alegra mucho que Jesús de Garay
haya tomado este tema entre sus investigaciones. Sólo algunos intentos parecen
abrir otras posibilidades para el futuro, fuera del esquema circular, del
pensamiento en danza inteligible sobre sí.
Me referiré a otra escena en otro momento. Alguien acompañado por su
madre, apoyados sobre una ventana en el puerto de Ostia Tiberina, recorrían
“gradualmente todos los seres corpóreos hasta el mismo cielo… y subíamos
todavía más arriba… a fin de llegar a la región de la abundancia indeficiente…
sin que haya en ella fue ni será, sino sólo es… y llegamos a tocarla un poco con el
ímpetu de nuestro corazón”, y así de esta experiencia fue saliendo el pensamiento
agustiniano.
A veces también en el estado de prisionero o desterrado brota el impulso para
iniciar el pensamiento desde una melancolía consoladora; aunque lejos de su
“hermosa biblioteca decorada con vidrios y marfil, “parecióme que sobre mi
cabeza se erguía la figura de una mujer de sereno y majestuoso rostro, de ojos de
fuego, penetrantes…”, es la filosofía que trae el consuelo levantando el problema:
“es que tú no sabes quién eres”.
También la noche despierta el anhelo que trae la nueva idea: el monje en la
Abadía de Bec no podía dormir aquella noche, de súbito: “lo que buscaba se
manifestó a su inteligencia”, al fin, después de acercamientos y rehuidas,
desesperanzas y aproximaciones, “en el propio conflicto de pensamiento se mostró
de tal manera lo que ya desesperaba de encontrar, que abracé con pasión el
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
pensamiento que aturdido rechazaba”: el ser mayor que el cual nada puede ser
pensado fue pensado de pronto. Desde luego no tan de pronto si se ha estudiado a
Platón y Séneca, por eso en los textos hay que prescindir en general de las
retóricas idealizadoras.
Recordemos ahora a la Profetisa del Rin, ese verdor de las orillas y de las
praderas del caudaloso y mitológico río fue la impresión que cautivó a Hildegard
von Bingen, la viriditas, el verdor era el principio de la vida que surgía por
doquier como una explosión exultante de lo divinoso, y así su sorprendente y
audaz música asciende del verdor terrestre a las verdes praderas del Edén.
Heredera y continuadora del mejor neoplatonismo la mística especulativa
medieval continuó la búsqueda de un absoluto sin ser, la intensidad de la nada, la
tiniebla, el abismo indecible más allá de cualquier fundamento, el fundamento
sin fundamento.
Más tarde, en noviembre de 1438, nos encontramos con un germánico
Cardenal en aquel frágil barco que de Atenas a Venecia, en compañía de
Gemistos Plethon y Basilios Bessarion, llevaba una carga de más de 800
manuscritos griegos y bizantinos que aún reposan en la Biblioteca Marciana.
Nicolás contemplaba la infinitud del mar y la finitud del límite en el horizonte
ensamblando el cielo y la tierra, la conciliación de los contrarios en el infinito se
presentaba ahí, la unión finita de la infinitud del cielo y la tierra, la presencia de
lo infinito en lo finito se hacía pensamiento, esa misma conciliación de los arcos
entrecruzados del claustro del Hospital de San Nicolás que él mismo diseñó en su
Kues, en su Cusa natal, a orillas del Mosela, donde quiso que descansara su
corazón, en Roma el cuerpo.
Demos otro salto. Aquellos jóvenes del Tübinger Stift, del Seminario de
Tubinga, querían cambiar el mundo y lo dijeron pronto y claro. A mediados de
1796 escribieron, los tres o alguno de ellos, unas hojas que hoy llamamos “El más
antiguo Programa de Sistema del Idealismo alemán”. Hegel y Hölderlin tenían 26
años, Schelling, 21. En 33 líneas, está incoativamente presente todo.
Entresacamos algunas frases: “Naturalmente, la primera idea es la concepción de
sí mismo como un ser absolutamente libre”, “solo lo que es objeto de la libertad se
llama idea”, “absoluta libertad de todos los espíritus que llevan en sí un mundo
intelectual, y que no han de buscar fuera de sí ni Dios ni inmortalidad”, “el acto
más elevado de la razón… es un acto poético, y verdad y bondad sólo están
hermanadas en la belleza”, “el filósofo debe poseer tanta fuerza estética como el
poeta… la filosofía del Espíritu es una filosofía estética”, “ya no hay filosofía,
historia alguna, sólo la poesía sobrevivirá a todo el resto de las ciencias y de las
artes”, “hemos de tener una mitología; esta mitología debe estar, empero, al
servicio de la ideas, tiene que devenir mitología de la razón”, “ deben, entonces,
tenderse por fin la mano ilustrados y no ilustrados, la mitología ha de de devenir
filosófica para hacer razonable al pueblo, y la filosofía ha de devenir mitológica
para hacer sensible a los filósofos… ¡reina por entonces la libertad general y la
igualdad de los espíritus! —Un espíritu más elevado, enviado del cielo, debe
fundar esta nueva religión, ella será la última, la mayor obra de la humanidad”.
Casi no haría falta leerse todas las obras que vienen después desarrollando este
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
programa: las intuiciones básicas, llegadas desde distintos ámbitos, están ahí. Lo
demás es ripieno, como dicen los italianos, el relleno.
No alargamos las referencias. En algún momento y por imprevisibles vías se
producen una iluminación y un punto de atracción sobre el que girarán las
decisiones y los desarrollos posteriores.
Por eso, habría que adelantarse a ese momento para una comprensión no sólo
histórica sino metodológica: ¿qué es lo previo a lo previo? ¿dónde buscar y
encontrar el no-pensamiento antes del pensamiento? No hay pensamiento y de
pronto hay pensamiento. No hay nada y de pronto hay palabras y expresiones.
¿De dónde viene el cambio? ¿Qué ha pasado y por qué?
Bucear en lo previo es preguntarse: ¿Quién soy? Sigue teniendo vigencia la
antigua recomendación délfica: Conócete a ti mismo, a la vez que se comprueba
su continuado olvido. Es más fácil hablar de lo demás que de uno mismo. Saltar
por encima por esto previo origina problemas y pone en riesgo la seguridad de la
construcción posterior. Platón lo recordaba: “Una vida sin examen no tiene objeto
vivirla para el hombre” (Apología 38a). No hay tarea más arriesgada e
interminable. Goethe ya viejo y tal vez desengañado escribía estos versos: “Nadie
puede conocerse a sí mismo, / ni de su yo mismo desprenderse; / más, no obstante,
es conveniente / que intentemos diariamente, / aunque desde fuera parezca poco,
clarificar/ lo que somos y lo que fuimos / lo que podemos y lo que pretendemos.”
(Gedichte. Nachlese. Zahme Xenien, VII / de los libros VII-IX de las Xenias
Pacatas o Epigramas suaves). Algunos pensadores han llamado la atención al
respecto. Fichte escribió en la Introducción a la teoría de la ciencia, V: “qué clase
de filósofo se elige, depende, según esto, de qué clase de hombre se es; pues, un
sistema filosófico no es como un ajuar muerto, que se puede dejar o tomar, según
nos plazca, sino que está animado por el alma del hombre que lo tiene”, y añadió
“el supremo interés y el fundamento de todo interés restante es el para nosotros
mismos. Así en el filósofo. No perder su yo en razonamiento sino retenerlo y
afirmarlo, este es el interés que guía invisible todo su pensar”. En otro plano
William James aludió a que los conceptos filosóficos son expresiones
temperamentales del filósofo y de su época, de modo que la historia de la filosofía
es una pugna entre temperamentos humanos. La centralidad del yo hace que su
análisis sea el punto de arranque. Sin embargo llevadas las especulaciones
filosóficas por su aspiración trascendental, la consideración efectiva del yo
empírico en cuanto tal es con dificultad recuperable.
Para Arellano el proceso trascendental se inicia en la autoconciencia de la
primera posición del ser. Este primer momento es el “encontrarse existiendo”, el
acontecimiento absoluto en que se inicia el pensamiento trascendental. Pero el
primer momento no es ese: la primera posición no surge cuando el pensante
escribe “encontrarse existiendo” o “a las cosas mismas” o cualquiera otra
proposición con pretensión absoluta. Esto es, el primer momento no es la primera
palabra en la que ya está presente la última palabra, sino el yo que pre-piensa. El
primer momento del pensamiento debe partir del análisis del yo-sí mismo que
piensa la primera palabra.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
La importancia de la autoclarificación existencial se muestra en que es
mencionada a lo largo de la historia, desde la therapeia tes psychés, el cuidado del
alma de los griegos, pero se tropieza con los enigmas de la interioridad humana,
ese homo-abyssus, el abismo del hombre agustiniano, la impenetrabilidad, la
profundidad del cor, del corazón, su incomprensibilidad.
Jaspers marca tres funciones de lo general en el pensamiento esclarecedor de
la existencia: conducir al límite, la objetivación en lenguaje psicológico, lógico y
metafísico y el pensamiento de una generalidad específica para la aclaración de la
existencia a través de signos existenciales en que “se capta la libertad como la
actividad de aquel ser cuyo ser depende de él mismo” (Filosofía I, p.406). Pero un
planteamiento no intrahumano elimina la complejidad del sujeto empírico.
En el yo se encuentran muchos planos, el yo real, el ideal, el idealizado, el yo
ante la autoridad, el público-oficial, el privado. ¿Cómo soy, cómo me gustaría ser,
cómo actúo al exterior o al interior, cómo me presento? Esta diversidad de planos
se manifiesta en una diversidad de rostros, incluso la pretensión de philosophe
masqué —enmascarado, como el jinete— es ya un rostro tipificado. Zonas de la
conciencia marcan territorios distintos: lo abierto, lo ciego, lo oculto, lo
desconocido, que entran en relación con el otro que a su vez se manifiesta desde
alguna zona. ¿Desde dónde se habla y hacia quién se habla? Los estudios de
Jacques d’Hondt: Hegel secret. Recherches sur les sources cachées de la pensé de
Hegel, muestran la dificultad de captar algunos aspectos de Hegel sin atender a
las ocultaciones ante el republicanismo y la masonería.
El temor a la desnudez del alma atenaza. Sin embargo es la aclaración de sí la
que pone en camino hacia la transparencia, provoca la caída de máscaras y roles,
abriendo la posibilidad de ser sí mismo. Esa posibilidad permitirá la comprensión
de sí y de los demás fuera de cualquier retórica o poderío. A ello se refería el
Maestro
Eckhardt
cuando
hablaba
de
Gelâzenheit,
abandono,
y
Abegescheidenheit, desnudez.
Mónica Mexías, que pasó por nuestras aulas, lo expresó poéticamente:
“Asomarse a cada cosa / descendiendo hasta su origen, escudriñar / los sueños de
los que nunca duermen, descubrir / el deseo que precede a las intenciones, dejar /
de fingir que no huimos de nosotros mismos, aceptar / que se ignora para qué
sirve un hombre, vivir / a espaldas de la ilusión, vivir.”
Desbrozar esta maraña del yo interior es tarea casi imposible. Algunos lo han
pretendido: Confessiones de Agustín es el intento de clarificación de la
interioridad como paso previo a la especulación, el recorrido de la interioridad en
su status empírico y en su relación constituyente con el mundo, ¿qué soy en
conexión con lo que he sido y seré? Y Agustín elabora una interpretación
aporética del yo concreto cuya existencia temporal no es solo duración (antes,
ahora y después), sino también proyección (pasado, presente y futuro), y en
especial emplazamiento (comienzo, camino y destino). Este planteamiento
impregna todos sus escritos. Sucede a veces cuando leemos a un autor que no
sabemos dónde está, desde dónde nos habla. Con Agustín siempre sabemos quién
es y dónde está: esto soy yo. Tal vez por este motivo su presencia ha pasado por
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
los siglos, hasta hoy, y así la rastreamos en Rilke, Heidegger, Arendt, Lyotard,
etc.
Los antiguos, en general, se dieron cuenta del problema y según expuso
Foucault en Tecnología del yo la vinculación entre “conocerse a sí mismo” y
“ocuparse de sí mismo” forman la techné tou biou, el arte de la vida, que se
desarrolla con vistas a la clarificación de sí a través de la melete, la meditatio, y
la gymnasia o exercitatio. De esta manera, la revelación del 2yo — en las
expresiones autobiográficas y epistolarias, el examen de sí y de conciencia y la
askesis, en la que a través de la asimilación de la verdad se llega a “estar
preparado” (paraskeuoazo) para una cierta claridad — es alcanzable en parte con
dificultad por lo que vamos indicando y por las transferencias que se proyectan y
cruzan, pues como dice Agustín “el hombre es muy inclinado a sospechar de otro
lo que experimenta en sí” (En.in Ps 118, XII, 4). Si en el trabajo psicoanalítico se
precisa previamente hacer el extenso análisis de larga duración llamado
pedagógico, tal vez en una tarea de alto riesgo como la filosofía, si se quiere que
se siga distinguiendo de otra cosa, tal vez sería interesante una propedéutica
parecida, al girar en gran medida en torno del ser si mismo clarificado.
Al menos desde Descartes, y ya anticipado por el pensamiento anterior, el ser
sí mismo es el concepto crucial de la civilización occidental, entendido como
capacidad de juzgar para autodeterminarse, ser libre y actuar. La constitución
del sí mismo se realiza en un entorno de condicionamientos psicológicos,
psicovitales, sociales, económicos, históricos, culturales, espirituales, que hacen la
travesía arriesgada. Para Dieter Henrich, con quien me parece recordar se ha
relacionado Barrios, en su último libro Denken und Selbstsein, considera que el
puzle fundamental de la subjetividad es que ser un sujeto de conocimiento y
acción está constituido por tener una especie de autoconocimiento. Y una vez más
se vuelve a decir que no parece que se pueda explicar en términos ordinarios, ya
que cualquier autoatribución ya presupone una conciencia del sujeto al cual la
atribución está siendo hecha Esto lleva a pensar que el origen de nuestra
autoconciencia parece siempre encerrado en sí para nosotros. Nosotros somos
“vida consciente”, en la que normas y conflictos con esas normas
interconexionados provocan una complejidad que permite alguna comprensión de
la subjetividad. El acople de la espontaneidad de la autoconsciencia con el
entorno se realiza teniendo en cuenta la profunda complejidad de la vida
consciente, que se conduce hacia algo, de modo que no meramente es “tener una
vida”, sino “conducir una vida”: esto es lo que constituye el núcleo de nuestra
autocomprensión. Por eso para Henrich el sentido básico de la libertad está en
relación por completo con el tipo de deliberación. Lo que cuenta para los
individuos es su orientación básica en la vida, en definitiva, desarrollar un
“carácter ético”, dirigirse por normas básicas, tener la habilidad de dar a la vida
consistencia, claridad y dirección.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
A lo que íbamos, el análisis de sí es lo previo a lo previo, y esta clarificación es
la cuestión a resolver. En los sonidos lo previo es el camino hacia la música, la nomúsica, el momento de la afinación, el des-concierto, el clave mal temperado. Lo
demás, el programa, ya se sabe, va de suyo. Ruidos por doquier acompañan al
desarrollo de la vida y escuchar algo sobre sí es el reto. Agustín escribió: “Así
como el torrente se forma con las aguas de lluvias abundantes, y se desborda,
hace ruido, corre, y corriendo se desliza, es decir, completa su curso, así acontece
con toda esta corriente de la mortalidad… en medio de su curso, mete ruido y
pasa” (En. in Ps. 109, 20). Y en Confessiones el torrente es la canción: “Y lo que
sucede con el canto entero… es lo que sucede con una acción más larga… esto es
lo que acontece con la vida total del hombre... y esto lo que ocurre con la vida de
la humanidad…” (XI, 38). Un torrente, un canto, no el silencio, no el silencio
místico, no al silencio gnóstico ni neoplatónico, que es como un vacio, que se ha
colado subrepticiamente en las místicas posteriores, incluso en las de mayor
belleza literaria. El espíritu se presenta ruidosamente. En el ruido de los tiempos
nos reconocemos, nos autoconstituímos. El silencio, sin embargo, es breve, no
llega a una hora, “se hizo un silencio en el cielo como de una media hora”, dice el
Apocalipsis (8,1), como preparación del ruido, trompetas, truenos, terremotos,
rugidos, fragores, blasfemias. El silencio no es la tranquilidad y la placidez, sino
la preparación del estallido que se avecina. El miedo al ruido, a la disonancia es
parejo al miedo a la libertad, como también a lo que por algunos se llama fealdad.
El ruido es el estallido del silencio, de la tensión contenida. Por eso nos admira la
música de la solitaria de San Petersburgo, Galina Ustwolskaja. Ese es el tema:
las variaciones del agua, las variaciones de las sílabas y de las palabras, de los
sonidos. Un tema con variaciones, la vida individual e histórica, lo mismo
desplegándose en lo otro siendo lo mismo. Variaciones, diferencias decían en
castellano antiguo, en Francia doubles: variaciones, diferencias, dobleces sobre lo
mismo. Como la primera palabra, el tímido, ingenuo tema inicial es sometido a
todo tipo de alteraciones, violencias, transformaciones, que lo van alejando y
haciendo casi irreconocible, pero al final, como la última palabra, reaparece como
era al principio, manifestando en despedida la nunca desaparecida dulzura y
bondad inicial. La vida como un torrente o un canticum, en cuyo transcurso
intentamos reconocernos y sobrevivir. Nos queda la custodia del misterio.
Todo es despedida (“así vivimos nosotros, siempre en despedida” Rilke). Todo
se desvanece, la última palabra también, en forma de sílaba, de letra o de
infantiles garabatos o palote, balbuceo en fin. El escenario va cambiando, los
decorados no se reconocen, las entradas y salidas se han desplazado, el elenco y la
utilería son diferentes, algunos protagonistas han desaparecido, el argumento no
se entiende, la acción dramática es otra. Y como Tamino alguien exclama: Wo bin
Ich?, ¿dónde estoy?, la interrogación que llega hasta el Hans Castorp de Thomas
Mann: “En dónde nos encontramos? ¿Qué es eso? ¿Dónde nos ha transportado el
soñar?” La última palabra ha quedado fuera de contexto, y debe volver al
principio. Nos podemos despedir con frases del Próspero de Shakespeare:
“Tranquilízate. Nuestro divertimento ha dado fin. Los actores eran espíritus, y se
han disuelto en el aire, en el impalpable aire… el inmenso globo, y cuanto en él
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
habita, se desvanecerá, e igual que se ha esfumado el etéreo espectáculo, no
dejará rastro. Estamos hechos de la misma materia que los sueños y nuestra
breve vida culmina en un dormir. Me siento afligido. Disculpa mi flaqueza: mi
achacoso cerebro está turbado” (La tempestad, IV, escena única). La última
palabra se difumina y se transforma en lejano susurro ininteligible, en primera
palabra.
Antonio Millán-Puelles contaba que un día paseando por los campos de su
pueblo Alcalá de Gazules un labriego le preguntó que a qué se dedicaba, él le
explicó que estudiaba unas cosas que cuando se las aprendía se las enseñaba a
otros, y estos otros cuando se las habían estudiado se las enseñaban a otros y así
sucesivamente, a lo que el labriego le respondió: Bueno, si se queda entre
ustedes, ni me interesa ni me preocupa. Platón lo corrobora, en medio de los
galimatías del Parménides, y como excusándose dice: “Todo quedará entre
nosotros”. Espero que también lo que he dicho aquí.
Mantengámonos jóvenes, como los griegos, según se lee en el Timeo: “los
griegos seréis siempre jóvenes… carecéis de conocimientos encanecidos”. ¡Fuera
canas de cualquier tipo!
Agradecimientos
Mi gratitud al Decanato y a toda la Facultad por este acto, que en la parte que
me corresponde agradezco profundamente, y por el objeto entregado que me
servirá de permanente recordatorio.
En 1951 hice el Examen de Estado, ¡qué nombre!, para entrar en esta
Universidad. Desde entonces hasta ahora han transcurrido casi 60 años. Casi
toda una vida. Casi mi casa. En 1956 di las primeras clases como Ayudante de
clases prácticas — comentarios de textos y des-explicación del Millán-. Cobraba
333 pesetas con 33 céntimos. Nunca me pagaron los 33 céntimos; tal vez haga
ahora una reclamación con intereses.
Últimamente me ha alegrado ver la foto del Sevilla F.C. ante la portada
principal de la Universidad: son mis dos amores que han fundado mis dos
aficiones. ¡Al fin, en esa foto veo resuelto el problema de la unión del mundo
sensible y del mundo inteligible!
Todo ha cambiado mucho. Cuando entraba el Rector Mota en el Patio de
Laraña, los estudiantes nos poníamos de pie. También esta Universidad de hoy
está obligada a ser otra cosa.
Quiero pronunciar los nombres de algunas personas de esta Casa filosófica
que ya no están entre nosotros y a los que he tenido un gran cariño, Patricio
Peñalver, Esperanza Pérez-Hick, Antonio Del Toro, Manolo Pavón, Antonio
Fernández Gago, Emilio Díaz Estévez, mi amigo desde estudiantes, y Jesús
Arellano, a quien también conocí en 1951. A todos los echo mucho de menos.
Mi agradecimiento a todos los presentes. He pasado y pasaré muy buenos
ratos aquí, he aprendido muchísimo de todos vosotros, de vuestros libros y
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
escritos, de las conversaciones, en especial señalo a la gente de mi Departamento,
José Luis Mancha, Gemma de Vicente y a la guapa de María del Mar Caliani.
Estoy muy reconocido a José Luis López y José Villalobos por su acogida en la
Facultad, cuando hace años tuve que dejar el ICE. Y a Juan Arana por su
insistencia para que formara parte del Departamento de Filosofía y Lógica.
Quiero mencionar a dos personas que he tenido presente durante estos años,
Oswaldo Market, el primero que estudió con Arellano en 1947 y que con no muy
buena salud está en Lisboa, y Salvador M. Delgado Antolín, que dejó
silenciosamente la Facultad por lo que consideró un deber superior y se fue con
su familia me parece que a Brasil. Era un buen profesor y buena persona. Ahora
tendrá 51 años, no he sabido nada de él.
No puedo dejar de nombrar a Maruja Gallego y a todo el personal de la
Biblioteca por lo bien que hacen su trabajo y por tantas facilidades que me han
dado siempre.
Y de recordar también en las personas de las familias Blázquez y Ojeda a
tantas hermosas personas que me han auxiliado.
Disculpad el tiempo que os he ocupado, en especial a nuestro filosófico Sr.
Rector, cuya presencia he agradecido. Aunque la culpa de todo esto la tiene la
amabilidad del Decano.
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ESTUDIOS
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
RELATIVIDAD ESPECIAL Y TEORÍA CUÁNTICA: ¿SON
REALMENTE COMPATIBLES?
Rafael Andrés Alemañ Berenguer. Universidad Miguel Hernández
de Elche
Resumen: Pese a lo que se supone usualmente, la compatibilidad entre la física cuántica y
la relatividad especial se halla lejos de estar garantizada. El hecho de que el instante del
colapso de la función de onda dependa de cada observador inercial, rompe con la
interpretación de la probabilidad cuántica como una propiedad objetiva de los micro-objetos.
Las alternativas parecen ser el abandono de la equivalencia entre sistemas inerciales, o un
replanteamiento de nuestras ideas sobre una posible estructura subyacente al espaciotiempo.
Abstract: As opposed of what is usually believed, a real compatibilty between quantum
physics and special relativity is far form bein granted. The fact that the instant of the
wave-function collapse depends on inertial observers ruins the propensity interpretation of
quantum probability as an objective property of the micro-objects. The alternatives seem to
be the abandonment of the physical equivalence among inertial frames, or a reformulation
of our ideas on a possible underlying structure for space-time.
1. Introducción
La convicción de que las leyes de la naturaleza deben formar un cuerpo
coherente y armónico impulsó a comienzos del siglo XX la búsqueda de una
combinación adecuada entre la recién formulada la física cuántica y la no mucho
más añeja relatividad especial de Einstein. Desde sus orígenes se vio con claridad
que la relatividad especial se fundamentaba sobre dos postulados (Einstein 1905,
Misner et al 1973, Friedman 1991) a saber: (1) el principio de relatividad, y (2) la
velocidad de la luz, c, como constante universal. El primero de ellos garantizaba
la equivalencia física de todos los sistemas de referencia inerciales, mientras el
segundo afirmaba la invariancia de c para todos los observadores inerciales y su
carácter de límite máximo para cualquier interacción física. La mayor parte de
las discusiones sobre la compatibilidad entre la relatividad y la teoría cuántica se
han centrado en la posibilidad de una comunicación más rápida que la luz (o FTL
por sus siglas en inglés); es decir, sobre el postulado (2). Muy pocos han sido los
análisis dedicados a la difícil conciliación de la teoría cuántica en cualquiera de
sus formas con el principio de relatividad, el postulado (1), en el cual
posiblemente se encuentre la clave de la controversia.
La ecuación de Dirac para el electrón pareció un primer paso en la dirección
correcta, como sugería su acertada predicción del espín. Sin embargo, los
sistemas cuánticos se representan mediante operadores de densidad o vectores de
estado (tradicionalmente llamados “funciones de onda”) en un espacio de Hilbert,
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
y su evolución tiene lugar en ese mismo escenario abstracto que no guarda
relación directa, en modo alguno, con nuestro familiar espacio-tiempo en el que se
aplican los principios de la relatividad especial. Como no tenemos forma de
obtener el espacio-tiempo como caso límite de un espacio de Hilbert, el hecho de
que las funciones cuánticas de estado obedeciesen las transformaciones de
Lorentz, no garantizaba un significado físico tan directo como en la relatividad.
Es más, el proceso más importante desde un punto de vista empírico, la reducción
o “colapso” de la función de onda, aún carecía de un adecuado tratamiento
relativista, por cuanto era expresada todavía como un acontecimiento
instantáneo. El posterior desarrollo de la teoría cuántica de campos, trocando
funciones de onda por distribuciones de operadores sobre espacios de Fock, no
mejoró las cosas.
La relatividad especial1 combina las coordenadas de espacio y tiempo en un
entramado espacio-temporal que constituye de por sí el escenario de todos los
acaecimientos del universo. Por otra parte, la teoría cuántica permite la
existencia de estados “entrelazados”; es decir, estados en los cuales las
propiedades de las partículas sólo pueden definirse de manera conjunta y por ello
los resultados de las medidas se encuentran correlacionados con independencia
de la distancia que las separe. El problema surge cuando las transformaciones
relativistas de espacio y tiempo convierten los entrelazamientos entre sistemas
espacialmente separados en correlaciones entre estados cuánticos en distintos
instantes. Y no parece haber una salida natural a este conflicto, que
comparativamente ha recibido mucha menos atención que famosas paradojas
como las asociadas con el gato de Schroedinger (problema de la transición del
régimen cuántico al clásico) o con los efectos EPR (problema de la no localidad
cuántica).
En los dos siguientes apartados se indicará someramente las razones —bien
conocidas en su mayoría— de la conjunción entre las premisas cuánticas y el
postulado (2), lo que redunda en la imposibilidad de señales FTL. Los apartados
cuarto y quinto se dedicarán a discutir los escollos, comparativamente mucho
más serios, que presenta la conciliación de los requisitos cuánticos con el
postulado (1). Finalmente se expondrán las líneas de avance que —en opinión del
autor— sugieren expectativas más prometedoras para un futuro que no parece
muy cercano.
2. EPR y comunicación FTL
En 1935 Einstein publicó, junto a Boris Podolsky y Nathan Rosen, un
famosísimo artículo (Einstein et al, 1935) en el que se describía una situación
experimental que pasó a la historia de la física como “experimento EPR”. Esta
1 El controvertido vínculo entre la física cuántica y la relatividad general no se menciona
directamente al tratarse del objetivo central del programa de las teorías de campo
unificado, o “teorías del todo”.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
experiencia imaginada se basaba en el análisis de lo que sucedería de estudiar un
sistema de dos partículas elementales tras su interacción, y de él parecía
deducirse que existían propiedades físicas bien determinadas que la teoría
cuántica era incapaz de evaluar. Con ello concluían el sabio alemán y sus
colaboradores que la aparente indeterminación de la física cuántica era producto
de nuestra ignorancia de ciertas variables que influían en el comportamiento de
los cuantones —las conocidas como “variables ocultas”— y no una característica
inherente a los procesos naturales.
La clave del razonamiento EPR residía en la posibilidad de realizar una
medición sobre una de las dos partículas del sistema cuando ambas estuviesen
suficientemente alejadas entre sí para que resultase razonable suponer que cada
una de ellas no podía influir en la otra; una condición que recibe el nombre de
causalidad local. De no ser así, habríamos de aceptar una especie de “fantasmal
acción a distancia”, en palabras de Einstein. Las primeras experiencias
concluyentes al respecto2 (Aspect et al, 1982) confirmaron plenamente la teoría
cuántica descartando la viabilidad de teorías con variables ocultas locales, sin
avalar por ello la existencia de una suerte de “acción a distancia” instantánea en
la teoría cuántica.
La acción a distancia, tal como siempre ha sido entendida en física, se refiere
a la actuación de fuerzas entre cuerpos físicos, cosa que no sucede en el efecto
EPR. Estas correlaciones a distancia no violan los principios de la Relatividad, ya
que en ellas ni se transmite información ni energía a mayor velocidad que la luz.
Que no hay transmisión de energía resulta evidente si pensamos en que la
energía de cada partícula sigue invariable cualquiera que sea su espín. Lo único
que podría alterar la energía total sería la interacción gravitacional,
electromagnética o nuclear de alguna de estas partículas con una tercera. Pero en
ese caso ya no nos encontraríamos ante una correlación a distancia sino ante una
de las interacciones bien conocidas ya por la física.
Tampoco existe intercambio de información a velocidad superior a c, como es
fácil de comprender imaginando un sistema de señales “morse” que operase
conforme a los principios cuánticos. Para que se dé una verdadera comunicación
el emisor ha de poder controlar las señales que envía al receptor de acuerdo con
un código convenido, que en el caso del morse es la alternancia de puntos y rayas.
Ahora bien, si el transmisor morse se comportase como los espines
correlacionados de la física cuántica, cada vez que el emisor pulsase el
interruptor de señales, sería incapaz de saber si lo que envía es un punto o una
raya. Por su parte, el receptor se vería imposibilitado de interpretar las señales
que le llegan, ya que éstas se dan en una secuencia completamente aleatoria. Es
2 En estos experimentos se contrasta una versión más estricta de la no localidad en la que
se estudian las correlaciones existentes entre distintas componentes del espín. Por otra
parte lo que se sometió a comprobación experimental directa no es la desigualdad de Bell,
sino la de Clauser —Horne, algo menos restrictiva, que toma en cuenta la eficiencia del
aparato detector.
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decir, a fin de enviar mensajes más rápidos que la luz, habríamos de controlar los
valores que adquiere el espín que medimos en cada momento, condición ésta
expresamente prohibida por la física cuántica.
Desde un punto de vista empírico estricto, es cierto que los fenómenos EPR no
permiten enviar señales más veloces que la luz (Hall 1987, Ghirardi et al. 1988,
Florig y Summers 1997, Ziman y Stelmachovic 2002, Peres y Terno 2004, De
Angelis et al 2007). Que las correlaciones cuánticas del tipo EPR entre pares de
cuantones no pueden ser utilizadas para enviar un mensaje al observador de uno
de ellos mediante la realización de operaciones sobre el segundo cuantón3,
constituye hoy un teorema (Eberhard 1978, Ghirardi et al 1980) que permanece
sin refutar. De hecho, sólo cabe abrir la discusión acerca de posibles interacciones
físicas más rápidas que la luz en el nivel cuántico, presuponiendo —contra los
propios fundamentos de la teoría cuántica— que los fotones del experimento de
Aspect poseen, cada uno separadamente, un estado de espín bien definido antes
de la medición.
3. La dualidad onda-corpúsculo
Las correlaciones EPR se interpretan como el cumplimiento en parejas de
cuantones entrelazados de las desigualdades de Heisenberg, las cuales se
deducen de (a) el álgebra de conmutadores, pnqm - qmpn = -ihδψnm, que es un
postulado de la teoría cuántica; (b) la definición de promedio cuántico, que es otro
postulado; (c) la definición estadística de desviación típica; y (d) la desigualdad de
Schwarz, tomada del análisis matemático (Margenau 1950, Lindsay y Margenau,
1963, Bunge 1967, Bunge 1983). Nada se dice sobre el tipo de entidad al que se
aplican —onda o corpúsculo— de forma que los argumentos antes expuestos para
excluir las comunicaciones EPR tal vez no sirven en experiencias centradas en los
aspectos duales de los cuantones, como el experimento de la doble rendija4.
Supongamos dos observadores situados en ambos extremos de una región
espacial tan vasta como se quiera, y un haz de fotones que va hacia el observador
situado a la derecha mientras sus correspondientes parejas entrelazadas viajan
hacia el observador de la izquierda. Ahora imaginemos que los de la derecha se
hacen colapsar de modo que al pasar después por una doble rendija ya no
producen el patrón de interferencias ondulatorias sino el típico de partículas. Por
el hecho de estar entrelazados, los fotones que viajaban hacia la izquierda
también colapsarán y al pasar por un par de rendijas similares producirán
también un patrón similar. Entonces de acuerdo con un código preestablecido
podríamos decidir si colapsamos o no los fotones de la derecha, lo cual provocará
3 Una correlación no necesariamente comporta la facultad de enviar señales o transmitir
información, a cusa de la posible “incontrolabilidad” de las señales. Véase Earman (1987), p.
453.
4 Agradezco a mi amigo y colega el profesor Ángel Torregrosa, su especial insistencia sobre
la clarificación de este asunto.
[68]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
un cambió en el patrón observable cuando atraviesen las rendijas los de la
izquierda. Si provocamos el colapso se verá un patrón corpuscular, por ejemplo,
que puede interpretarse como el “uno” de un código binario. Y si no colapsamos
aparecerá el patrón ondulatorio, que será el “cero” binario. Como el colapso es
instantáneo en el sistema de referencia de ambos observadores —que,
recordémoslo, pueden hallarse tan alejados entre sí como se quiera— cada uno de
ellos puede transmitir instantáneamente al otro una serie de unos y ceros, que
tras haber sido descodificados verificarán una comunicación FTL.
No se discute si un procedimiento semejante es técnicamente factible, sino tan
solo la posibilidad teórica de lograrlo; y no hay tal. La distinción entre un patrón
ondulatorio o corpuscular únicamente se consigue tras acumular un número
suficiente de impactos en la pantalla situada tras la doble rendija. Cuanto más
distanciados mutuamente se encuentren ambos observadores, mayor será la
superficie abracada por el frente de la onda de probabilidad representada por la
función ψ, y mayor habrá de ser también el área de la pantalla receptora. Por
tanto, los impactos incidentes quedarán dispersados sobre un área muy extensa y
tardaremos más en discernir si el patrón es ondulatorio o corpuscular.
Tardaremos de hecho más tiempo que el empleado por una señal luminosa que
viajase entre ambos observadores.
Y eso en el mejor de los casos, porque en general necesitaríamos alguna
indicación de que la serie de fotones enviados hacia nosotros había llegado a su
fin y el mensaje podía descodificarse. Dicha indicación, obviamente, no podría
transmitirse por el mismo procedimiento del colapso inducido a distancia. La
insuperabilidad de c vuelve a quedar a salvo, lo que es otra forma de decir que la
teoría cuántica respeta de hecho el postulado (2) de la relatividad especial. Pero,
¿qué sucede con el postulado (1)?; ¿resultan compatibles los requisitos cuánticos
—en especial, el colapso de la función de onda— con la equivalencia física de
todos los sistemas inerciales?
4. Entrelazamiento cuántico y relatividad
La dificultad esencial estriba en concebir el colapso de la función de onda
como un proceso físico en un cierto marco espacio-temporal, pues una medición
realizada sobre un miembro de una pareja de cuantones entrelazados colapsa la
superposición y cambia el estado del otro componente de la pareja. El dilema es
obvio: ¿cómo pueden expresarse estos colapsos en términos espacio-temporales?;
¿es aceptable su índole instantánea y no local en un contexto relativista? Acaso
parezca que estos interrogantes quedarían resueltos considerando las
probabilidades cuánticas como una medida de nuestra ignorancia. Pero hacerlo
así nos escoraría hacia la interpretación de Einstein, en la cual la física cuántica
se juzga incompleta precisamente porque algunos observadores —quienes no han
percibido el colapso— carecerían de información suficiente, mientras que otros —
aquellos para los cuales el colapso ha sucedido— disponiendo de la información
necesaria podrían prescindir de las probabilidades.
[69]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
Para comprender los problemas que la correlación cuántica no local plantea a
la relatividad, basta imaginar las descripciones espacio-temporales que de una
misma experiencia EPR ofrecerían dos observadores inerciales. El observador A
en movimiento, por ejemplo, hacia el dispositivo experimental consideraría —
según su plano de simultaneidad— que la medición sobre el primer fotón hace
saltar al segundo fotón a un estado de espín correlacionado con el primero. Por el
contrario, el segundo observador B, que se aleja de los experimentadores,
afirmará con razón que es el colapso espontáneo del segundo fotón a un estado
definido de espín lo que origina el resultado de la medición, que para B es
posterior. La cuestión no es baladí, puesto que si los dos observadores se hallan
físicamente en pie de igualdad, la perspectiva espacio-temporal de B introduce
una flagrante violación de los postulados cuánticos: la superposición de estados
de espín del segundo fotón colapsa espontáneamente sin interacción externa. Y
ambas descripciones espacio-temporales discrepan sobre cuál de los sucesos es un
resultado aleatorio (un colapso espontáneo de Ψ o uno inducido por la medición),
y cuál es producto de la correlación.
Como todo cuanto sabemos hasta ahora indica que el colapso de Ψ depende
del sistema de referencia en el cual se contempla, lo que infringe abiertamente la
invariancia relativista, una posible vía de escape pasaría por admitir la
prevalencia de una de estas dos descripciones contrapuestas. Ya sea el
observador A o el B, siguiendo con el ejemplo previo, sólo uno de ellos posee la
perspectiva física correcta; tan solo uno “ve” —por decirlo así— lo que realmente
ocurre. El inconveniente de esta opción es que favorece el punto de vista de uno
de los sistemas de referencia sin que aparentemente haya razones de peso para
ello. ¿Por qué ha de concederse prioridad al observador A, que ve antes la medida
del primer fotón, sobre el B?; ¿realmente ocurren colapsos espontáneos previos
(no considerados por la teoría cuántica usual) que inducen los resultados de las
medidas en los experimentos EPR?
Con todo, supongamos que para cada foliación del espacio-tiempo contamos
con una serie de estados que abarcan todos los sucesos físicos a lo largo de las
sucesivas hipersuperficies que constituyen la propia foliación. El reto ahora sería
acomodar la noción de “colapso de la función de estado” en semejante imagen de
la realidad sin sacrificarla condición de que no haya foliaciones privilegiadas que
suministren la única serie correcta de estados, ni el requisito de que las
diferencias entre las series de estados contenidas en diversas foliaciones se deban
enteramente al hecho de que distintas foliaciones reordenan localmente las series
de manera diferente. La pregunta es, ¿pueden satisfacer, o no, las descripciones
relativistas del colapso la típica evolución local de la función de onda,
preservando a la vez una noción aceptable5 de probabilidad cuántica?
5 Aquí, la palabra “aceptable” implica el cumplimiento del teorema de no señalización, de
modo que las correlaciones EPR no permitan enviar señales más veloces que la luz ni
establecer relaciones de simultaneidad a distancia. Véanse al respecto Eberhard (1978), o
Ghirardi, Rimini y Weber (1980)
[70]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
En beneficio de la claridad, supongamos que en todo instante t existe una
función aleatoria, Pt, que asigna una cierta probabilidad de acaecimiento a cada
posible suceso pasado, presente o futuro. La distribución probabilística Pt′
correspondiente a un tiempo t′, posterior a t, se obtiene imponiendo sobre Pt
condiciones dependientes de la serie completa de estados del sistema6 entre t y t′.
Ahora bien, en un espacio-tiempo galileano, con una foliación distinguida gracias
al concepto de tiempo absoluto, el cómputo de los estados intermedios entre dos
instantes dados carece de ambigüedad. En un marco relativista, sin embargo,
dados dos puntos A y A′ sobre la línea de universo de un objeto, ¿cómo seleccionar
los sucesos de los que depende la evolución de la función estocástica a fin de
obtener las probabilidades adecuadas de los distintos sucesos posteriores a A, (el
propio A′ entre ellos)?
No queda claro, por ejemplo, si debemos incluir —y cuáles— los sucesos
espacialmente separados de aquél cuya probabilidad tratamos de calcular. En
cualquier caso, para cada hipersuperficie espacial Σ, tendremos una distribución
de probabilidad PΣ condicionada por todos los sucesos pertenecientes al pasado de
Σ. Esta es la razón de que necesitemos especificar la hipersuperficie espacial a la
cual nos referimos cuando buscamos calcular la probabilidad de un cierto estado
en un sistema S dentro una región espacio-temporal Ω. O en otras palabras, es
indispensable saber de qué sucesos depende nuestra probabilidad condicionada
(que justamente por ello es “condicionada”).
Existe un elaborado modelo de reducción del vector de estado, debido a
Fleming (1989), de acuerdo con el cual los valores de espín de los fotones
utilizados en los experimentos EPR se consideran propiedades relativas a un
cierto sistema de referencia, o más concretamente, relativas a un hiperplano
espacial especificado7. Esta propuesta sugiere que la búsqueda de una
conciliación entre la no separabilidad cuántica y la localidad relativista, obliga a
considerar las propiedades afectadas por el entrelazamiento cuántico, no como
rasgos intrínsecos de los micro-objetos, sino como propiedades relacionales (es
decir, propiedades que adquieren significado en relación con algo externo al
objeto que las posee).
En Myrvold (2002, p. 449) se nos ofrece una excelente muestra de las
respuestas al uso sobre este problema: “... The state defined on σp is entangled,
6 Podría objetarse que la totalidad de las “historias” (series completas de estados) de un
sistema entre dos instante dados, conformase un conjunto infinito no numerable. Por ello
resultaría imposible —al menos en la definición usual de probabilidad— asignar a
cualquier historia individual una valor probabilístico no nulo. Este dilema cuenta con dos
vías de escape: o bien alteramos la noción ordinaria de probabilidad condicionada, o bien
establecemos restricciones adecuadas sobre el dominio de nuestra función de probabilidad.
Véase una interesante discusión de las alternativas en Lewis (1980), pp. 263-293.
7 Una descripción no muy técnica junto a una evaluación crítica de este punto de vista se
encuentra en Maudlin (1994) pp. 204-212, 233-234; (1996), pp. 298-303. Una discusión más
detallada del asunto se halla asimismo en Dorato (1996), pp. 593-595.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
whereas the sate defined on σp′ is factorizable, even though the two hyperplanes
intersect Particle 1’s worldline at the same point P. This circumstance, a
consequence jointly of the relativity of simultaneity and of modelling collapse as a
local change in the sate vector, can with justice be called the relativity of
entanglement”.
Sin embargo, difícilmente podemos juzgar legítima una respuesta semejante.
La clave de la cuestión radica precisamente en nuestra incapacidad para
construir una imagen coherente del mundo si dos hiperplanos de simultaneidad
que intersectan una cierta línea de universo en el mismo punto dan lugar a dos
estados cuánticos diferentes, uno entrelazado y otro no, para un mismo objeto
físico. Por tanto, nada ganamos recurriendo a una denominación rimbombante
como “relatividad del entrelazamiento” que tan solo encubre nuestra falta de una
solución definitiva al dilema. Dado que “entrelazamiento” y “no entrelazamiento”
son dos categorías ontológicas incompatibles, carecemos de toda justificación para
adscribirlas al mismo punto espacio-temporal (y a la entidad física que lo ocupe).
La argumentación de Myrvold, además, culmina con una sorprendente
afirmación (Ibid., p. 463): “... Insofar as there is a wave function at all, whose
square gives a probability density for the location of a single particle (and this
must, in a relativistic context, be regarded merely as an approximation), it is a
foliation-relative object: not a function mapping spacetime points onto numbers
but a functional taking both a spacelike hypersurface and a point on that
hypersurface as arguments (...). There is no contradiction, therefore, in the claim
that the collapse of the wave function is simultaneous with respect to every
reference frame and, in general, with respect to any foliation of spacetime into
hypersurfaces of simultaneity”.
Un examen cuidadoso de todo cuanto se ha dicho hasta ahora, no obstante,
invita a conclusiones diametralmente opuestas a las de Myrvold. Sí parece haber
una genuina contradicción porque en cada foliación las hipersuperficies de tipo
espacial definen vectores ortogonales de tipo tiempo para asignar distintos
parámetros temporales a cada (hiper)plano de simultaneidad. En consecuencia,
un suceso identificado en una foliación dada como el colapso de una función de
onda, no necesariamente ha de serlo también en otra foliación diferente.
5. El colapso cuántico en distintos sistemas inerciales
Las dificultades no desaparecen cuando abandonamos los entrelazamientos
cuánticos y nos limitamos a la indeterminación propia del comportamiento de un
solo cuantón. Supongamos para fijar ideas que en un instante t un átomo
radiactivo presenta, según nuestros cálculos, una probabilidad igual a 0,5 de
desintegrarse al día siguiente. Ahora bien, una afirmación semejante tan solo
tiene sentido si en el instante t no hay un futuro “prefijado” por la geometría de
Minkowski que sustenta la relatividad especial. De tener un cuadro espaciotemporal completo en el que dicho átomo estuviese desintegrado a las
veinticuatro horas a partir de t, la probabilidad entendida como una propiedad
objetiva del fenómeno físico, no debería ser 0,5 sino 1. Si la relatividad especial
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
aboga por una imagen estática del espacio-tiempo, imposibilita a la vez la
asignación de probabilidades objetivas y no triviales a los fenómenos cuánticos
(Shanks 1991, Sobel 1998).
La respuesta a este dilema no parece tan sencilla si pensamos en una pareja
de observadores A y B tal como los describe la relatividad especial. Suponiendo
que B se mueva con respecto al átomo radiactivo de modo que para él la
desintegración no se ha producido, su plano de simultaneidad le permite
asignarle una probabilidad de desintegración igual a 0,5 en el instante t. Pero si
A se mueve de manera adecuada, su plano de simultaneidad intersectará la línea
de universo del átomo radiactivo en el futuro de B. Entonces, para A en el
instante t′ el átomo permanecerá intacto o se habrá desintegrado, y asignará, por
tanto, una probabilidad 0 o 1 a cada suceso. Todo indica, en apariencia, que A y B
no coincidirán en las distribuciones de probabilidad atribuidas a los mismos
fenómenos (Fleming, 1989), aun cuando sus sistemas de referencia inerciales
sean perfectamente equivalentes desde una perspectiva relativista8.
Dicho con un lenguaje algo más técnico: sabemos que cada sistema de
referencia inercial selecciona un hiperplano espacial de simultaneidad en el
espacio-tiempo relativista de Minkowski. Y también sabemos que en cada uno de
esos hiperplanos la función de estado Ψ define una distribución de probabilidad
ρψ = Ψ2. Pero si no existe un hiperplano privilegiado —que concrete la noción
de “simultaneidad absoluta”— y dado que en general no concordarán los
diferentes cálculos realizados en distintos planos de simultaneidad, ¿sobre cuál
de ellos evaluamos Ψ2?
Se sabe que en la vecindad de regiones espacio-temporales en las que se
produzca un colapso de la función de onda, resulta imposible aplicar
coherentemente las transformaciones de Lorentz. Pura y simplemente, no
podemos realizar una transformación desde un hiperplano de simultaneidad para
el cual el colapso se sitúa en su futuro, hasta otro hiperplano con respecto al cual
ese mismo colapso está en el pasado. Sólo renunciando a tratar por separado
estos puntos singulares —los colapsos— se evitan las dificultades. Por el
contrario, las transformaciones han de aplicarse a segmentos finitos de la línea
de universo de un sistema cuántico, segmentos que ahora sí pueden incluir
también un colapso de la función de onda. Aun así el coste es elevado, pues el
colapso del estado cuántico tiene lugar instantáneamente en cada hiperplano de
simultaneidad asociado a cada sistema inercial de referencia.
Parece claro que diferentes sistemas de referencia en movimiento inercial
relativo asignarían a los distintos puntos de una línea de universo de un cuantón
diferentes probabilidades sobre el resultado de una medida, dependiendo de si los
planos de simultaneidad asociados a cada referencial se encuentra en el futuro o
en el pasado de la medición. Esto es así, en efecto, y con ello la interpretación
8 Un tratamiento sin tecnicismos de esta delicadísima cuestión se ofrece en Maudlin (1994),
pp. 204-212, 233-234 y Maudlin (1996), pp. 298-303. Una crítica más profunda puede
hallarse en Dorato (1996), pp. 593-595.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
propensiva de la probabilidad queda despojada —al menos en un contexto
relativista— de su mayor atractivo. Ya no podemos considerar que las
probabilidades cuánticas son propiedades inherentes a un objeto microfísico,
como su carga eléctrica o su espín, sino rasgos parcialmente dependientes del
marco espacio-temporal escogido para su descripción.
Roger Penrose (1991, p. 366) sintetiza la cuestión con diáfana transparencia9:
“Debería dejar claro que la compatibilidad entre la teoría cuántica y la
relatividad especial que proporciona la teoría cuántica de campos es solo parcial
[…] y es sobre todo de naturaleza matemáticamente formal. La dificultad de una
interpretación relativísticamente consistente de los «saltos cuánticos» […], la que
nos dejaron los experimentos de tipo EPR, no es ni siquiera esbozada por la teoría
cuántica de campos. Tampoco hay todavía ninguna teoría cuántica de campo
gravitatorio consistente o creíble. […]”
6. Discusión del problema
Tan complicado resulta lograr una compatibilidad auténtica entre el
componente probabilístico de la física cuántica y el formato espacio-temporal de
la física relativista, que algún experto ha llegado a sostener por escrito la
imposibilidad de construir una teoría física realista capaz de acomodar en su seno
tanto los fenómenos cuánticos como las exigencias de covariancia relativista
(Albert, 2000). La teoría de Einstein sustenta una visión geométrica del espaciotiempo, en la que pasado presente y futuro componen una estructura única, en
total oposición al indeterminismo cuántico, promotor de una realidad
esencialmente probabilista, y por ello aleatoriamente abierta a numerosas
posibilidades de futuro. Ahora bien, si “futuro” es un término relativo —de
acuerdo con Einstein, lo que para unos es futuro para otros puede ser presente o
pasado— ¿qué sentido tiene semejante indeterminismo? Esto choca frontalmente
con las interpretaciones que atribuyen un carácter intrínseco objetivo a las
probabilidades cuánticas.
Recurriendo al análisis del principio de relatividad especial efectuado en
Friedman (1991, pp. 186-197), podríamos decir que rompe la identidad entre el
grupo de equivalencia (los sistemas de referencia inerciales) y el grupo de
simetría (conjunto de transformaciones que dejan invariantes los objetos
geométricos) que se da la relatividad especial. El colapso de la función de onda
introduce una disparidad física (referenciales en los que la función a colapsado, o
no) entre sistemas que mantiene su grupo de simetrías espacio-temporales (las
estructuras métrica y conforme de los conos de luz y de los hiperplanos de
simultaneidad, por ejemplo, siguen siendo las mismas). Necesitaríamos
garantizar la adecuada covariancia tanto de Ψ, al transformarse entre sistemas
de referencia inerciales, como de una regla para calcular las probabilidades de
transición, y de una ecuación de evolución para Ψ (excepto, quizás, durante el
9 Cursiva en el original
[74]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
colapso). Asimismo, cuando Ψ fuese autoestado de un cierto operador, la
probabilidad de obtener el autovalor correspondiente debería ser igual a 1.
¿Podemos definir entonces un conjunto completo de operadores conmutables
utilizando las simetrías espacio-temporales de las transformaciones de Lorentz?
Si la respuesta resulta negativa no será posible definir el estado físico de un
sistema mediante una autofunción común a todos esos operadores.
La relativización de los estados cuánticos según la hipersuperficie espacial
donde nos hallemos, parece ser el modo natural de extender la no localidad
cuántica al dominio relativista. Dejando a un lado la introducción subrepticia de
referenciales privilegiados10 (oculta a menudo bajo nombres aparentemente
asépticos, como “dependencia del hiperplano”) cabría imaginar una contrapartida
tensorial para el cálculo de probabilidades, que la hiciese tan independiente del
sistema de referencia como son las magnitudes espacio-temporales en la
geometría de Minkowski. Desafortunadamente, el empeño parece condenado al
fracaso.
En la geometría de variedades distinguimos entre diversos tipos de objetos
invariantes bajo cambios de coordenadas según su grado de generalidad: los
escalares (números reales cuyo valor no depende del referencial en que se
calculan), los vectores o los tensores. Las densidades de probabilidad, por el
contrario, son funciones reales de variable real que si fuesen independientes del
referencial —como los escalares— ofrecerían iguales probabilidades a todos los
observadores en movimiento relativo inercial, en flagrante contradicción con la
realidad. Pero si la densidad de probabilidad como tal función cambiase su valor
según el sistema de referencia, perdería su naturaleza escalar por la propia
definición de cantidad escalar. La búsqueda de algo semejante a un “tensor de
probabilidad” empeoraría las cosas, puesto que tras el colapso algunos de los
estados cuánticos —de hecho todos menos uno— adquieren una probabilidad
nula. Ahora bien, ningún cambio de coordenadas puede convertir un tensor nulo
en otro que no lo es, de modo que las probabilidades deberían anularse en todo
momento y lugar, lo cual es absurdo.
Apelando al ejemplo de la relatividad general, algo semejante ocurre con la
energía gravitatoria, cuyo correcto tratamiento exige la introducción de un
pseudo-tensor (que sólo se comporta de modo tensorial bajo ciertos cambios de
coordenadas), pues la estricta aplicación del formalismo tensorial conduciría al
problema de la anulación antes mencionado. Así ocurre porque la energía
gravitatoria —si cabe hablar propiamente de ella en relatividad general— es una
magnitud no local, y tal vez este dato nos proporcione una pista de la dirección en
que se podría abordar la controversia en un futuro.
La insuficiencia de nuestros esquemas de razonamiento para combinar
plenamente la relatividad especial con la teoría cuántica, ¿no nos estará
10 La gravedad cuántica de bucles prescinde de foliaciones privilegiadas, y la teoría
topológica de campos cuánticos ni siquiera cuenta con una noción física de “interacción
local”.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
revelando la existencia de propiedades no locales cuya manifestación se ha
formalizado hasta ahora mediante distribuciones de probabilidades que se
interrumpen abruptamente en un proceso de colapso local y no relativista? No se
trataría ya de las viejas variables ocultas en su versión no local, pues tales
variables presuponen un espacio-tiempo tradicional, sino algo radicalmente
distinto.
Quizás las distancias y las duraciones, junto con el espacio y el tiempo como
conceptos subyacentes, no sean sino meras aproximaciones o afloramientos
macroscópicos de una estructura interna todavía por descubrir. La posible
existencia de ciertos elementos “pre-geométricos”, a partir de los cuales construir
nuestras nociones de materia, espacio, tiempo, y también la de interacción, bien
podría contener la solución al conflicto entre la relatividad especial y la teoría
cuántica11.
7. Conclusiones
La supuesta compatibilidad entre la relatividad especial y la teoría cuántica
deja fuera el colapso de la función de ondas, cuya interpretación física parece
depender del sistema de referencia escogido. Se diría que hemos de abandonar el
principio de relatividad o renunciar a una concepción objetiva de las
probabilidades cuánticas. Si bien la teoría cuántica en su forma actual respeta el
postulado de constancia de la velocidad de la luz, que prohíbe la propagación de
interacciones físicas a velocidad superior a c, no sucede con lo mismo con el
principio de relatividad, que establece la equivalencia entre todos los sistemas
inerciales. La fuente principal de las dificultades se halla en la libertad de los
diferentes observadores inerciales para definir sus propias superficies espaciales
de simultaneidad. Con ello, en cada sistema de referencia inercial obtendremos
distintas distribuciones de probabilidad para un mismo proceso cuántico, y el
colapso de la función de onda resultará imposible de relativizar.
En síntesis:
O bien abandonamos la equivalencia relativista de todos los sistemas
inerciales −sin otro motivo para ello− y adoptamos un hiperplano de
simultaneidad privilegiado con respecto al cual se considere que el colapso es
genuinamente “real”,
O bien rechazamos la interpretación propensiva de la probabilidad cuántica,
que considera tales probabilidades como propiedades intrínsecas de los microobjetos cuánticos en pie de igualdad con su carga eléctrica, su espín, o cualquier
otra de sus características distintivas.
O hallamos una estructura matemática que concilie la covariancia relativista
con el comportamiento probabilista de los cuantones.
11 El hecho de que la aplicación repetida de transformaciones supersimétricas a un cuantón
provoque un desplazamiento espacial, refuerza esta percepción.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
A juzgar por las consideraciones anteriormente expuestas, parece muy
plausible que el espacio y el tiempo no sean los conceptos últimos sobre los que se
forje un entendimiento verdaderamente básico de la naturaleza. Más bien parece
que deberían ser reducibles a unas entidades fundamentales todavía por
dilucidar. Y si el espacio-tiempo posee una estructura interna, las nuevas
propiedades que cabe esperar de ella acaso se manifiesten en lo que se nos antoja
como incomprensibles pautas de comportamiento de los sistemas cuánticos. Las
nociones de distancia y duración habrían de contemplarse también con este nuevo
trasfondo, y posiblemente entonces obtendríamos una justificación para esa no
localidad cuántica que tanto perturba la ortodoxia relativista, así como también
para la paradoja EPR y la del gato de Schroedinger. El interrogante de qué pueda
ser esa estructura interna del espacio-tiempo, solo el porvenir de la investigación
científica podrá disiparlo.
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Rafael Andrés Alemañ Berenguer
Dpto. CC. de Materiales, Óptica y Tecnología Electrónica
Edif. Torrevaillo (Despacho de A. Fimia)
Avda. Universidad, s/n., 03202-Elche (Alicante)
[email protected]
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
LA FISIOLOGÍA DEL SABER DE LA EXPERIENCIA
Y LOS FRUTOS DE SU POSESIÓN1
José Barrientos Rastrojo. Universidad de Málaga
Resumen: Este trabajo analiza los requisitos necesarios para obtener un tipo específico
conocimiento: el saber de la experiencia o la experiencia de vida. La edad, vivir
experiencias, la paciencia, el retiro socializado y el abismamiento son elementos
necesarios para producirlo. Por otra parte, investiga las transformaciones que este
saber crea en las personas. Transitando por estas inmediaciones, podremos diferenciar
los falsos mesías de los auténticos caminantes de vida. Pensadores orteguianos, como
Zambrano, Marías, López Aranguren, y el alemán Spranger serán nuestro punto de
partida y guía de este proyecto.
Abstract: This work analyses what are the requisites to get a specific kind of
knowledge: Knowledge of experience or experience of life. Age, to live experiences,
patient, to live a “social retreat” and to go inside ourselves (“abismiento”) are items
needed to produce it. On the other hand, it researches mutations this knowledge create
into people. In doing so, we could differ falses messiahs from authentic walkers of life
and knowledge. Orteguian thinkers as Zambrano, Marías, López Aranguren, and the
german Spranger will open and will lead this project.
Introducción a una descripción del saber de la experiencia.
El saber de la experiencia o experiencia de la vida alude al conocimiento
adquirido a través de experiencias cruciales de la existencia y a la ciencia que
proporciona una agudeza intelectiva profunda. Esta agudeza permite dictaminar,
expertamente, ante circunstancias que demandan una acción determinante en el
futuro personal. Conseguirlo depende del maridaje entre una visión amplia de los
factores que influyen en un contexto específico, el conocimiento de principios
básicos articulados vitalmente y una suerte de intuición (una visión interior que
integre la complejidad de la circunstancia) de la que emerja la respuesta. Uno de
nuestros artículos anteriores2 resumía el saber de la experiencia como el
sumatorio de conocimientos teóricos, puesta en práctica de los mismos, evidencias
extraídas del acto de actualizar las informaciones referidas, reflexión posterior de
1 El presente trabajo ha sido realizado en el marco del Proyecto de Investigación (I+D+i) del
Ministerio de Ciencia e Innovación, sobre "Ciencia, tecnología y sociedad: estudio
multilineal de las comunidades de conocimiento y acción en el ciberespacio" (Referencia
FFI2009-07709).
2 Cfr. J. Barrientos, “El rostro de la experiencia de la vida desde la marea orteguiana y
zambraniana”, Endoxa, UNED, 2010. En prensa.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
lo acontecido (de los hechos vividos y las emociones conclusivas) y cristalización
del conocimiento en máximas y en ideas, que se saben como verdad3
Aquella investigación, por una parte, avanzaba algunos requerimientos para
destilar el contenido de esta singular aproximación a la realidad vivida y, por
otra, dotaba al saber de la experiencia de las siguientes características4:
El saber de la experiencia es personal e intransferible, puesto que constituye
el producto del propio recorrido existencial.
Coincide con el saber del alma, esto es, con el conocimiento de experiencias
que forjan nuestra intimidad más profunda, aquella que determina nuestros
anhelos, pesares, conductas o cosmovisiones específicas.
El saber de la experiencia no puede transmitirse desde máximas conceptuales
impuestas. Se enseña por medio de vías de comprensión indirectos como la
narración, la metáfora, la poética o con el ejemplo personal.
Su asistematicidad no litiga con la posibilidad de ser una aprehensión
totalizadora del uni-verso. Esta totalización no es totalitarismo, puesto que no se
impone coercitivamente. De hecho, aunque adolezca de sistematicidad, el
fragmento es expresión del todo, de la verdad profunda.
La evidencia conforma su esqueleto, antes que el juego razones-conclusiones,
propio de conocimientos argumentativos.
Dispone de una triple fontanalidad: las intelecciones de los entes
(epistemología ontíca), el marco histórico del sujeto (apriorismo y las creencias
nodales de quien lo construye.
Aquella exposición finalizaba con un desafío, para el que no disponíamos
espacio en las limitaciones espaciales de aquel momento: comprendido su rostro,
se hacía imprescindible entender la fisiología de la aproximación de un sujeto al
saber de la experiencia. Éste reto ocupará las siguientes páginas.
2. El proscenio al saber de la experiencia.
2.1. La edad de la experiencia.
La noción asociada al saber de la experiencia más reiterada está ligada a la
de, por decirlo metafóricamente, las canas. Spranger ha explicado esta ligazón.
Para ello, distingue “tres fases de desarrollo de la estructura del alma humana”5.
El niño se funde con la realidad “formando una sola cosa, con los datos del
ambiente”. En este contexto, no es posible una reflexión autónoma, es decir,
3 La definición surge de nuestra investigación reciente sobre María Zambrano (J.
Barrientos, Vectores zambranianos para una teoría de la Filosofía Aplicada a la Persona,
Universidad de Sevilla, Sevilla, 2010, p. 555). No nos detenemos en ella debido a las
limitaciones necesarias del presente artículo.
4 La fundamentación de cada punto se encuentra en nuestro mencionado artículo “El rostro
de la experiencia de la vida desde la marea orteguiana y zambraniana”.
5 Spranger, Eduard, La experiencia de la vida, trad. José Rovira Armengol, Realidad,
Buenos Aires, 1949, p. 41.
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apartada de la realidad. El muchacho y la edad de la maduración miran a lo
objetivo, real y externo, por lo que pierden asidero con su yo, condición básica
para nuestro tema. “Con la edad viril, comienza la tarea más seria de reconciliar
lo ideal con la realidad, encajar lo ideal en el mundo no pocas veces renuente”6, es
decir, se facilita la atmósfera benevolente para gestarse el saber de la
experiencia.
Por otra parte, José Luís López Aranguren dictamina que este conocimiento
“parece ser adquirido a través de los años”7. La duda creada por el verbo parecer
es un acierto, puesto que no toda persona en edad avanzada usufructúa (usa y
disfruta de) esta sapiencia. Aceptada tal posición, habría de evitarse la falacia del
consecuente aplicado al caso: si bien la edad parece ser requisito de la sabiduría,
podrá ser razón necesaria pero no suficiente. No todo anciano (persona con años y
canas) es acreedor de sabiduría, aunque es más probable topar con personas en
edad vetusta que dispongan de él que con niños o jóvenes que la posean.
Por otra parte, la antigüedad clásica conceptuó la sabiduría como la
coronación de la edad, siendo, por el contrario, objeto de mofa aquel anciano que
no la detente. Muestra de ello es la siguiente sentencia del Tratado del alma de
Séneca.
No hay cosa más torpe que ver un viejo de mucha edad que, para probarlo, no
tiene otro testimonio más que los años y las canas.8
En suma, aunque la experiencia sea consumación propiedad de los “años
avanzados”9, se han de añadir otros ingredientes, que veremos más adelante,
para detentarla, puesto que tener la tarea escrita no es razón suficiente para que
vaya a resolverse.
2.2. La autoridad del saber de la experiencia.
Esta ciencia no es directamente proporcional al reconocimiento obtenido o a
los premios ostentados o, como gusta decir a Spranger, no es deudora del mérito o
la dignidad10. Análogamente a la distinción entre liderazgo y dirección11, la
experiencia de la vida se asienta en una “auctoritas” que supera cualquier tipo de
reconocimiento externo o designación de un superior.
El hecho de que se reconozca a las personas con esta autoridad es resultado de
una experiencia interna profunda, que es manifiesta externamente. El “respeto a
6 Ibídem, pp. 41-42.
7 J.L. López Aranguren, “La experiencia de la vida” en Autores varios, Experiencia de la
vida, Alianza, Madrid, 1966, p. 26. Las cursivas son nuestras.
8 L.A. Séneca, Tratados filosóficos. Cartas, trad. Pedro Fernández Navarrete y Nicolás
Estevanez, Porrúa, México, 2000, p. 136.
9 Cfr. E. Spranger, op.cit., p. 11.
10 Ibídem.
11 El líder recibe su autoridad de la impronta de su carisma sobre los inferiores; por su
parte, el director impone su poder desde la potestad que le confiere una autoridad superior.
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las canas y los años” es fruto de una vida que produjo algo más que claridad en
las sienes y acumulación de días en la vida.
Quien, sin poseer esta autoridad, la perora como si dispusiese de ellas genera
discursos impositivos que recuerdan senilidades antes que decoro laudatorio de la
experiencia vital12. En esta línea, se mueve la conexión de Miguel de Molinos, de
la que beberá María Zambrano13, entre el teólogo y el contemplativo. El primero
disfruta de conocimientos teóricos en extensión casuística o de premios en
número superlativo; el segundo procede desde una experiencia de vida que le
permite dictaminar con prudencia y sabiduría y que no anhela égloga alguna.
Dicho de otra forma, el primero parece y el segundo es. Las palabras del segundo
no se arremolinan en torno a un “saber estudiado y aprendido, ni tampoco ideado
o construido. No es un saber intelectual”14, sino de un padecer experiencias. De
esta forma, su fuente no es la teoría, apegada exclusivamente a lo intelectual,
sino la evidencia, que añade una segunda fuente: la vida reflexionada.
La evidencia suele ser pobre, terriblemente pobre en contenido intelectual. Y
sin embargo, opera en la vida una transformación sin igual que otros
pensamiento más ricos y complicados no fueron capaces de hacer.15
A diferencia del científico que funda sus asertos en razones, la persona
madura (sabia si se quiere) responde desde el cúmulo de experiencias pasadas
que, progresivamente, han destilado insondables enseñanzas.
2.3. La adquisición “peligrosa” del saber de la experiencia.
La edad facilita y/o afianza el encuentro con la sabiduría, pero no la asegura.
La experiencia decide la adquisición de nuestro fugaz saber. La experiencia
generadora de su saber ha de reunir ciertas notas básicas para ser válida.
Ortega y Gasset hace derivar el término “experiencia” de la raíz “per”, que
cuenta con varios sentidos16. En primer lugar, “peira” significa “prueba o ensayo”
y recuerda las grandes pruebas que los héroes griegos habían de culminar para
conseguir el trofeo del amor de mujeres o de las hojas doradas del laurel olímpico.
No es extraño, en segundo lugar, que el concepto quede hermanado, también, con
“periculum”, puesto que las hazañas de un Ulises o un Hércules no están exentas
de peligros y riesgos, conducentes a la muerte o al extravío existencial
sempiterno. En tercer lugar, el peligro acontecía durante viajes a lugares
desconocidos.
12 Cfr. J.L. López Aranguren, “op.cit”, p. 34.
13 Cfr. J. Barrientos, “Bases formales metafísicas de Miguel de Molinos dentro las
concepciones filosóficas de María Zambrano”, Estudios filosóficos, número 169, 2010. En
prensa.
14 J.L. López Aranguren, “op.cit.”, p. 36.
15 M. Zambrano, La confesión: género literario, Siruela, Madrid, 1995, p. 69.
16 J. Ortega y Gasset, Obras completas VIII, Alianza, Madrid, 1994, p. 175.
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Per se trata originariamente de viaje, de caminar por el mundo cuando no había
caminos, sino que todo viaje era más o menos desconocido y peligroso. Era el viajar por
tierras ignotas sin guía previa.17
Sintentizando el apunte etimológico, no hay experiencia allá donde no hay
novedad e incertidumbre, pues esto es lo que nos trae cualquier Odisea.
Ahora bien, para capturar el saber de la experiencia no es preciso convertirse
en héroe griego, puesto que nace incluso en las actividades más baladíes de la
vida como la primera vez que se conduce un automóvil o que se realiza una receta
culinaria o cuando nunca antes hemos accedido a Internet. Ni que decir tiene que
habrá varios niveles de aquilatamiento (de posesión de quilates) de la
experiencia. Percatémonos que no estamos aquí refiriéndonos a un “know how” de
tipo técnico sino a una configuración más profunda. Si bien, el “know how” será la
base de nuestra ciencia. Imaginemos el pintor a quien se enseña a manejar los
pinceles: el primer paso demanda este conocimiento técnico, aunque su saber
experimentado exige una suerte de autonomía frente a ese uso estereotipado
inicial.
A medida que el uso y el aprendizaje se afianzan por la repetición, el peligro
disminuye, la novedad fallece y la intranquilidad inicial entra en aguas calmas.
Por ende, la circunstancia deja de ser experiencia puesto que se pierde su raíz de
peligrosidad y su capacidad para transformar al sujeto en algo diferente. Este es
el pilar de la justificación del argumento de Julián Marías de la cortedad de
experiencia en medio de la acerca de prolijidad de años o vivencias:
El campesino, o la mujer escasamente cultivada, muestran en ocasiones una
sorprendente acumulación de experiencias de la vida, unida a una gran pobreza de
“experiencias”: son gentes que han hecho siempre lo mismo, a quienes nunca les ha
pasado nada.18
No se trata de que “nunca les haya pasado nada” sino que han deambulado
por un elenco reducido, mermando el peligro y reduciendo la corona del saber de
la experiencia. Sólo quien está en constante peligro es acreedor de una
experiencia de vida densa y profunda.
2.4. La reubicación existencial que acomete el saber de la experiencia.
La experiencia provoca cambios esenciales en la persona, lo resitúa
ontológicamente en niveles de conocimiento superior. Nuestro pintor pasa de
aprendiz a maestro. El traslado de un nivel a otro se representa por el paso a
través de puertas. Esas puertas son circunstancias de quiebra, cuya superación
17 Ibídem, p. 176.
18 J. Marías, “Un escorzo de la experiencia de la vida” en Autores varios, Experiencia de la
vida, Alianza, Madrid, 1966, p. 116.
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no permitirá al héroe regresar atrás. Ortega y Gasset advierte de la vinculación
entre “peiro”, relacionado con el aludido “per” y “portus” (puerta). La ex-periencia
implica salir por puertas a ámbitos desconocidos e inhóspitos.
Además, el filósofo de la razón vital asocia “peiro” y “póros”, que está ligado a
la semántica de “camino” y al acto de “atravesar”.
El peligro de la experiencia no siempre conduce a la elevación del héroe. La
caída es un riesgo real que acomete por una temporada o para siempre. Si es
temporal, no ha de rechazarse, puesto que la evidencia de “la finitud vital”, de la
caída, forma parte de un saber posterior, siempre que se admita la propia
debilidad.
Si comparamos un fallecimiento cercano y el concepto de “muerte” ofrecido por
un diccionario, es más probable que el primero conduzca al saber de la
experiencia. En el “libro”, la muerte aparece como término objetivo, intelectual y
desapasionado; mientras que la experiencia del fallecido se siente como la vida
muerta que nos atraviesa en primera persona, es decir, se identifica a la muerte
como fenómeno entrando en nuestro ser. Este ingreso es resultado del cariño que
nos despierta la otra persona y del sentimiento de ausencia rechinante en
nuestra esencia. Nuestro ser es, como ha estudiado muy acertadamente Levinas,
una construcción de la alteridad19. Razón de ello es que haya una reubicación de
nuestro ser ante el cuerpo sin vida que ante el libro.
2.5. Experiencia y padecimiento.
Visto lo anterior, comprendemos la relación entre el saber de la experiencia y
la tragedia atisbada con acierto por María Zambrano:
Entiendo por experiencia el saber trágico —que Zeus había de aprender padeciendo—.
Según Santo Tomás, la mística ¿no es el conocimiento experimental de Dios? Pues en eso
estamos queramos o no queramos. Y una servidora añade siempre: <recibiéndolo>
pasivamente, y padeciendo activamente.20
La red sémica del “padecimiento” señalado por Zambrano es sinonímica de
“sentirse afectado”, incluyendo ésta tanto resultados positivos (entes de disfrute)
como negativos (entes dolorosos).
19 Un estudio interesante que extiende la conceptualización levinasiana al concepto de la
alteridad intercultural se encuentra en la obra Interculturalidad y convivencia
(GONZÁLEZ ARNÁIZ, Gr.: Interculturalidad y convivencia. El “giro intercultural” de la
filosofía, Biblioteca Nueva, Madrid, 2008).
20 M. Zambrano, Cartas de la Pièce (correspondencia con Agustín Andreu), PretextosUniversidad Politécnica de Valencia, Valencia, 2002, p. 80. Cursivas de la autora. El
conocimiento trágico aludido aparece en SC como “ese que se adquiere padeciendo el
conflicto hasta apurarlo” (M. Zambrano, El sueño creador, Turner, Madrid, 1986, p. 79).
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El padecimiento posee el doble movimiento de recibir la afección y de
actualizarlo, mediante una reflexión y profundización. Las verdades de ese
padecimiento irán ascendiendo a la superficie y dotan de un saber transformador.
La transformación es constante como la necesidad de mantenerse en situación
peligrosa. En palabras de Zambrano, se trataría de mantenerse en el “incipit vita
nuova”21. Esta circunstancia a que nos anima la pensadora exige vivir cada una
de las experiencias como una oportunidad de renovación que dé a luz a los
rebordes ocultos del propio ser. Los lados de sombra del ser han de verse como
desafíos que deberán exponerse, como puertas a ser abiertas. Su clausura está
motivada por los miedos a transitar por piélagos desconocidos. Quien se atreva a
atravesar esas puertas ensanchará las fronteras de su ser y ampliará su
experiencia de vida. Se llama, pues, a un ““incipit vita nova” total, que despierte y
se haga cargo de todas las zonas de la vida. Y todavía más de las agazapadas por
avasalladas de siempre o por nacientes”22. Los beneficios apartarán la amenaza
de la consternación.
¿Qué significa este “Incipit vita nova”? No puede responder más que a la alegría de un
ser oculto que comienza a respirar y a vivir, porque al fin ha encontrado el medio
adecuado a su hasta entonces imposible o precaria vida.23
2.6. El método de la sierpe como formalidad del saber de la experiencia.
En terminología zambraniana, el saber de la experiencia se acoge al método
de la sierpe24. Frente al método arquitectónico, el saber de la experiencia no se
dirige de directamente a su objetivo sino que admite que su adquisición se opera
de modo transversal, oblicuo, fragmentario y en penumbra. Sin embargo, crea
una certidumbre desconocida en los resultados del método científico.
Tal método [el de la sierpe], es obvio, no puede pretender la continuidad ni el sistema,
sino que por el contrario, se presenta como esencialmente discontinuo y fragmentario, y
21 Esta idea posee ascendencia en la obra de Dante y es una constante en la última etapa
de los escritos de nuestra pensadora. La propia vida de la autora destila una ciencia
experiencial recabada a lo largo de años gracias a la aplicación de la teoría del “Incipit vita
nuova” a su propio transcurso cotidiano.
22 M. Zambrano, Claros del bosque, Seix Barral, Barcelona, 1993, p. 15.
23 Ibídem.
24 Sólo éste es capaz de acceder a la verdad propia del saber de la experiencia: “Verdad
esquiva que en ningún modo ha permitido ser pensada, ser reducida a concepto, ni
apresada en ideas, ser despegada de sí misma, en suma; verdad que el intelecto humano,
hasta ahora, no ha podido captar para dominar, que ha exigido perderse en ella —la
entrega de nuestro ser— porque no es cosa que se sepa, verdad de la mente, sino íntegra
verdad de la vida” (M. Zambrano, La España de Galdós, Biblioteca de autores andaluces,
Barcelona, 2004, p. 108).
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será a su vez, oblicuo y alusivo, respetando las curvaturas y descensos de la luz, la
multiplicidad en que se nos aparece el tiempo más allá del pensar discursivo y lineal.25
El método lógico-argumentativo descansa en un edificio basado en
conclusiones sustentadas por razones. El sustento de sus verdades se hospeda en
el de sus razones. Esas razones son de índole cognitiva, o si se quiere, lógicoargumentales. Pero la vida excede estas inmediaciones. El resultado es claro:
como la mariposa dentro de la red o escapa o se muere, la vida dentro de la red
conceptual muere o no es alcanzada. El método de la sierpe alcanza con mayor
competencia la vida.
Desde el método arquitectónico, es posible edificar un ensayo sobre el tema “la
libertad”. Ahora bien, el conocimiento de la libertad no se restringe a esta
aproximación: el día que sale de las rejas el preso que lleva veinte años dentro
hace acopio de un saber sobre la libertad que no se caza con un conjunto de
palabras o razones. Su saber sobre la “libertad” ha requerido años de anhelos, de
frustraciones por no poder salir los días en que, por ejemplo, nacieron sus nietos o
se casaron sus hijos y de nostalgias por no disfrutar del abrazo de su familia el
momento de su excarcelación definitiva. Análogo patrón se opera en la
comparación entre el lector voraz de manuales sobre el amor y el poseedor de una
relación afectiva estable durante cinco, quince o cincuenta años.
María Zambrano parangona el aprendizaje del saber de la experiencia al
camino que recorre Virgilio en La Divina Comedia: siempre en ascensión a
Beatriz, con una trayectoria con retrocesos y avances, y nunca con un sendero
lineal sino en espiral. Semejante trasiego encontramos en el aprendizaje vital de
don Lope en la obra Tristana de Pérez Galdós o en el del abuelo de las dos niñas
de la obra homónima del autor madrileño26.
María Zambrano, con su afilada pluma metafísica y metafórica, describe así
este método de sierpe cuando reseña la vida de Dante en su obra autobiográfica
Vita Nova.
Y la “Vita Nova” de Dante, enigmático breviario sinuoso, espiral que avanza y retrocede
para en un instante recobrarse por entero. ¿No son todos ellos la repercusión de un
instante, de un único instante que se perpetúa discontinuamente, a punto de perderse
salvándose porque sí y, por lo que al sujeto hace, por una fidelidad sin desfallecimiento?
Es un centro, pues, que ha sido despertado.27
El fiador del saber de la experiencia se ha cultivado desde estas latitudes: con
avances, retrocesos, iluminaciones puntuales, desfallecimientos, pero superando
obstáculos y abriendo puertas. Al fin y al cabo, respetando la estructura de la
vida que, mal que nos pese, se suele acomodar a los senderos con forma de
25 Autores varios, María Zambrano. Premio Miguel de Cervantes, 1988, p. 115.
26 Nos referimos a sus novelas Tristana y El abuelo.
27 M. Zambrano, La confesión…, p. 16.
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serpiente antes que al camino recto. Aunque la línea más corta entre dos puntos
suele ser la recta, escasamente coincide con la de la existencia cotidiana.
2.7. El retiro.
El saber de la experiencia conduce al sujeto a su centro, a través de evidencias
particulares. Esta realidad se repite en los grandes filósofos que para alcanzar
sus teorías se apartaron del mundo: Las Epístolas morales a Lucilio elaboradas
en la villa senequista alejada de la corte de Nerón, las Consolaciones de Boecio
escritas en la cárcel, los Ensayos de Montaigne construidos en su castillo francés,
el Discurso del Método cartesiano proyectado al calor de la estufa y detrás de la
ventana, El príncipe de Maquiavelo producido en San Casciano de Val di Pesa, la
Política de Dios y Gobierno de Cristo de Francisco de Quevedo gestado en la Torre
de Juan Abad, los Claros del Bosque de Zambrano ideados en La Pièce o los
Caminos del Bosque de Heidegger proyectados en la Selva Negra son un pequeño
elenco de ejemplos.
El retiro de la vida tumultuosa facilita el acceso a la autenticidad del yo y la
decantación de la verdad. Esta idea se encuentra en el estoicismo senequista y,
más tarde, en traducciones teológicas de autores como Agustín de Hipona28.
Marías precisa el lugar al que hemos de retirarnos: “a la vida donde reside su
sentido y significación”29, donde radica el sentido y significación de las cosas o a
la vida de sentido y significación. Habitualmente, intuimos (nos afincamos en) los
entes como medios y no como fines. Así, impedimos que se manifiesten como ellas
mismas son. “Habitamos” la naranja como un instrumento para prevenir un
resfriado, el aceite será herramienta para prevenir afecciones cardíacas, el hierro
será material para fabricar aleaciones metálicas que, por ejemplo, sirvan para la
creación del chasis de un coche; el árbol se utilizará para la elaboración de papel
o, lo que es más grave, las personas se usan para intereses específicos (Antonio se
convierte en un trampolín para medrar en la empresa o Fátima sirve como paño
de lágrimas en los momentos de depresión; así se coarta parte de su esencia). Por
medio de estas reducciones, se escapa el autentico “sentido y significación” de las
entidades citadas.
En el diario vivir, nos atenaza la dimensión pragmática de la vida, es decir,
nos movemos para alcanzar objetivos, olvidando de otras dimensiones de la vida.
Durante el retiro, recuperamos la conciencia profunda inherente a lo que nos
rodea, es decir, recuperamos (o, al menos, nos acercamos) su verdad (o su
significado y sentido) y, por ende, una mirada auténtica.
28 Apuntamos a su conocida es su frase: “No salgas de ti mismo, vuelve a ti, en el interior
del hombre habita la verdad; y si hallas que tu naturaleza es mudable, levántate por
encima de ti mismo”. Ni que decir tiene que él equiparaba esa verdad con Dios.
29 J. Marías, “op.cit”, p. 117.
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Este cambio de ópticas es descrito tanto por E. Spranger30 como por María
Zambrano con un doble movimiento. Nos quedamos con la metáfora
zambraniana:
Un buzo que desciende al fondo de los mares para reaparecer, luego, con los brazos
llenos de algo arrancado, quizás con fatigas sin cuento, y que lo da sin darse siquiera
mucha cuenta de lo que le ha costado y de que lo está regalando.31
Adquirir el saber de la experiencia exige asumir este doble movimiento,
demanda un retiro primero apartado y luego prolijo en frutos.
2.8. El retiro asociativo y el “comercio efectivo con la realidad”.
El retiro donde florece el saber de la experiencia no se equipara con el
aislamiento solipsista. Que la soledad sea precisa en ciertos momentos no es óbice
para que el sabio demande el contacto con el mundo. Comte-Sponville clarifica los
territorios de esta ciencia.
En cuanto a la soledad (…) el sabio está más cerca de la suya en la medida en que está
más cercano a la verdad. Pero la soledad no es el aislamiento: es cierto que algunos la
viven como ermitaños, en una gruta o en un desierto, pero otros la viven en un
monasterio, y otros incluso — la mayoría—, en la familia o en la colectividad… Estar
aislado es estar sin contactos, sin relaciones, sin amigos, sin amores, y eso, por
supuesto, es una desgracia.32
Sin asistir a la vida del otro, se lesionan las referencias desde las que aprender, puesto
que la alteridad proporciona la materia que funciona como punto de partida de la
reflexión.33
Encuentro en mi circunstancia otras vidas que no me son totalmente ajenas, porque sus
circunstancias se “comunican” con la mía, y tengo acceso a ellas no sólo como “cosas”,
sino como vidas.34
Según Julián Marías, esta apertura rompe la clausura cognoscitiva del
noúmeno kantiano35. En el contacto directo con lo otro, allende un contacto ideal,
30 “Si se quiere que el hombre haga experiencias, es necesario el doble movimiento de
sumirse en sí y salir se sí mismo” (E. Spranger, op.cit., pp. 43-44).
31 M. Zambrano, Filosofía y educación, Ágora, Málaga, 2007, p. 107.
32 A. Comte-Sponville, El amor. La soledad, trad. Godofredo González Rodríguez, Paidós,
Barcelona, 2000, p. 29.
33 “La experiencias de la vida se adquiere en la soledad a la que se retira uno, se entiende,
desde la convivencia. El principal factor es la asistencia a la vida de los demás, que es
siempre interpretada y de este modo se hace transparente o, al menos, translúcida” (J.
Marías, “op.cit”, p. 119)
34 Ibídem. Pág. 135.
35 Cfr. J. Marías, “op.cit.”, pp. 132-133.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
metafísico e insensible, la alteridad nos es accesible desde su propia entraña y no
como objeto cerrado, es decir, se nos aparece desde su “sentido y significado” sin
coartarle ni cortarle ninguna dimensión. La experiencia de la vida se eleva sobre
la clausura que impondría una visión recluida y apartada.
La experiencia de la vida no es en último rigor experiencia de mi vida, aunque se
propendería a pensarlo así; acaso de ésta no cabe, en pleno rigor del término,
experiencia; en todo caso, y vistas las cosas desde el otro lado, es precisamente la
presencia de otras vidas que no son la mía la que decanta esa experiencia de la vida.36
La experiencia, anotará López Aranguren citando a Zubiri, “es el comercio
efectivo con la realidad”37. El mismo Zubiri define en El hombre y Dios la
experiencia como “probación física de la realidad”38, evidenciando esta
transacción entre el sujeto y lo óntico. En este sentido, uno de los marcos que
configuran la experiencia es “la manera peculiar como cada época siente su
propia inserción en el tiempo, su conciencia histórica”39.
Esta experiencia no personal se halla integrada, ante todo, por una capa enorme de
experiencia que le llega al hombre por su convivencia con los demás, sea bajo la forma
precisa de experiencia de otros, sea bajo la forma del precipitado gris de experiencia
impersonal, integrada por los usos, etc., de los hombres de su entorno. En una zona más
periférica, pero enormemente más amplia aún, se extiende esa forma de experiencia que
constituye el mundo, la época y el tiempo en que se vive.40
Spranger coincide con la necesidad intersubjetiva de esta ciencia al afirmar:
La experiencia de la vida no brota de los meros objetos del aprender, sino que su punto
de aparición se halla precisamente en la conjunción del sujeto vivo con el mundo del noyo. El mundo de los objetos contiene, en este caso, tanto cosas y acaecimientos como
otras personas.41
2.9. Abismamiento I: búsqueda de la autenticidad.
“La experiencia de la vida está más en función de la profundidad con que se
vive que del tiempo —breve o largo— que se ha vivido”42. Salir indemne del
peligro que caracteriza a la consecución de la experiencia facilita (y conmina a)
una agudeza existencial motivada por la profundización que se ha precisado. Si
36 J. Marías, “op.cit.”, pp. 133-134.
37 J.L. López Aranguren, “op.cit.”, p. 30.
38 X. Zubiri, El hombre y dios, Madrid, 1984, p. 95.
39 X. Zubiri, “Sócrates y la sabiduría griega”, Escorial 2, 1940, p. 191.
40 Ibídem. Pág. 190.
41 E. Spranger, op.cit, p. 33.
42 J.L. López Aranguren, “op.cit.”, p. 40.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
Séneca recordaba que la guerra hace al guerrero, la prueba mejora a aquel que
sale victorioso.
La experiencia de la vida constituye una excavación que, si se cumplimenta,
resultará en una visión lúcida muy útil en los momentos de dificultad. María
Zambrano bosqueja el sendero de esta trayectoria vital en los siguientes
términos.
Un método que pretende otorgar un camino al pensar, por el que éste pueda penetrar,
descender, curvarse en los recovecos oscuros del sentir, “repartir bien el logos por las
entrañas”, hacer descender la luz, dar luz a la sangre, y ascender desde esas oscuras
cavernas del sentido hasta la luz trayendo las razones halladas en el sentir, dándoles
cauces ya de conciencia, despertándoles a la realidad, haciéndoles ser.43
Esas oscuras cavernas se traducen en la vida por emplazamientos
existenciales que provocan reacciones disfuncionantes en el sujeto. Sin embargo,
también es el océano en que nacen sabidurías valiosas. Imaginemos una persona
intransigente, que se plantea indagar en las razones de esa inflexibilidad y que la
supera después de un tiempo de autoconocimiento. La oscuridad de su terquedad
habrá sido tanto piedra dolorosa en el camino como piedra de toque para el
cambio.
Vencer en medio de las pruebas precisa coraje y una “particular profundidad y
sensibilidad fina”44. Cómo alcanzarla es tarea del héroe, además de requisito,
será recompensa del padecimiento. De ahí, la inferencia de Spranger: “los romos,
los no capaces de sufrimiento, son más pobres que quienes perciben y sienten el
embate de las olas del mundo”45. Esta batalla mortal contra los envites de la vida
se corresponde con el proceso de maduración. Su retribución consiste en la
superación del relativismo inscrita en las aseveraciones gnoseológicas comunes y,
por extensión, de la incertidumbre de las opiniones del individuo. Por el
contrario, el héroe de estas expediciones existenciales alcanza verdades propias
de una filosofía perenne, dando lugar a una transvaloración de sus valores de
tintes nietzscheanos.
Una existencia humana genuina es un constante buscar el más alto valor o último
sentido bajo el cual haya de verse la vida. “El ser-maduro lo es todo”. Pero sólo se
alcanza la madurez emprendiendo audazmente una traslación de los valores de
provisionales sistemas de valores y descendiendo cada vez más hondo en lo profundo del
ipse, pues sólo allí se “revelan” los verdaderos valores.46
La audacia compete a la vivencia peligrosa de la experiencia y a la agudeza
necesaria en estos trasuntos épicos.
43 Autores varios: María Zambrano. Premio Miguel…, pp. 115-116.
44 E. Spranger, op.cit., p. 15.
45 Ibídem.
46 E. Spranger, op.cit. Pág. 35. Las cursivas son nuestras.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
Añádase a todo esto que el descenso intrépido del mar picado sirve para
taladrar y descubrir una esencia que dista de la visión superficial que la sociedad
posee del sabio.
Estas experiencias, además, nos descubren un destino que trasciende las
determinaciones históricas en que vivimos; en definitiva, el gran regalo es que, en
estos trances, hacemos acopio de nuestra identidad.
Ser “auténtico”, es decir, hablar y actuar tan sólo de acuerdo con mi esencia profunda,
“mi verdad” consistirá entonces en irme conocimiento a mí mismo cada vez más a fondo.
Tal cosa no se produciría, naturalmente si no me ocurrieran ciertos acontecimientos
exteriores. Pero la cuestión principal es, si yo saco de ellos algo fecundo para mí, y en
qué sentido obtengo resultados de mis destinos e incluso de vivencias menores.47
Un paréntesis para advertir al lector que esta coyuntura es la condición
mínima de la libertad. Según explicaba Kant en un tono estoico la libertad
máxima (la perfecta disciplina del cuerpo) “consiste en vivir de acuerdo al propio
destino” y “la felicidad es consecuencia de adoptarlo”48.
Toda esta visión de Spranger se hermana con la “palabra verdadera” de María
Zambrano, que recogemos a continuación.
Nos puede dar la palabra verdadera, pura y diáfana “la voz que corresponde a la
palabra que sale del llanto o que sale de él, ya limpia. La voz del que ha renunciado al
llanto y se le ha bajado desde los ojos abiertos, tan abiertos por eso al alma como una
lluvia, no del cielo, pero sí de los ojos que están mirando al cielo. Y esta voz es la de la
diafanidad”.
Son las palabras del saber de la experiencia, del saber vivido y padecido, no sólo
razonado; del saber que no se queda tras la barrera de la vida, sino que se enfrenta a
ella y la enviste, la capea como puede.49
Subraya con acierto, la pensadora española, una inferencia que ya trajimos a
la palestra: el saber de la experiencia se construye como “saber vivido y
padecido”. Zambrano se funda en su razón-poética que, junto a la parte
intelectiva, solicita a la experiencia para conformar una totalidad (no univocidad)
más plena. Esta totalidad (que integra pensar y vida) fue quebrada por la
modernidad. La autora de Claros del bosque tratará de recorrer el camino que
cure la herida.
Las ideas han dejado de ser para la vida, y la vida, por el contrario, ha llegado a ser
para las ideas. Pero, en este mismo instante, las ideas han perdido su maravillosa
realidad de intermediarias, de ventanas comunicadoras, poros por donde la inmensa
47 Ibídem Pág. 17.
48 Cfr. I. Kant, Lecciones de ética, trad. Rodríguez Aramayo y Roldán Panadero, Crítica,
Barcelona, 2002, p. 199.
49 M. Gómez Blesa, “Introducción” en M. Zambrano, Las palabras del regreso, Amaru
ediciones, Salamanca, 1995, p. 8. Cursivas de la autora.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
realidad penetra en la soledad del hombre para poblarla y alimentarla, y se convierten
en una pálida imagen de sí misma, en una mistificación de las ideas verdaderas, y así el
extremo intelectualismo viene a hacer traición a la verdadera inteligencia en el instante
mismo en que se vuelven de espaldas a la realidad.50
Sin duda, asistimos a aseveraciones zambranianas nada divorciadas de lo que
André Comte-Sponville dictaminará más de medio siglo después:
La sabiduría (…) es el fruto de un trabajo (…) que implica, sí, un esfuerzo del
pensamiento, pero que no puede reducirse a éste. La vida no es una idea. Incluso
añadiría: todas las ideas, en cierto sentido, nos apartan de la vida.51
2.10. Abismamiento II: etapas.
El abismamiento integra tres momentos constitutivos: perderse, encontrarse y
reflexionar sobre uno mismo y sobre la experiencia52.
Habitualmente, el hecho de perderse se conceptúa como un instante de
extravío a evitar por el sujeto. Sin embargo, el “aprender cayéndose” o el
“escarmentar en la propia piel” son máximas dramáticas con utilidad epistémica,
es decir, sirve para destilar un conocimiento al que no se puede acceder de otro
modo. Quien olvida esta utilidad apenas se apercibe del sufrimiento adosado a
ellas.
La persona con sabiduría reconoce el coraje del heterodoxo y le anima en su
trayecto; al fin y al cabo, se trata de alguien que se busca a sí mismo, se
construye el propio camino y no se limita a aceptar vías no nacidas de él mismo.
Ante los nuestros, perderse es, puede ser, abrir un camino diferente o recoger una
tradición olvidada. Es que se podrá estar segura nunca de que el “hereje” nacional no es
fiel al primer hombre, al primero de todos quizá, que lucha por recobrar su voz y su
figura en la historia.53
50 M. Zambrano, Senderos. Los intelectuales en el drama de España. La tumba de
Antígona, Anthropos, Barcelona, 1989, p. 75. De aquí, surge la metáfora de la red para
atrapar un conocimiento, que fenecería entre sus garras constatando la
inconmensurabilidad entre intelección cognitiva y vida: “Ortega usaba a menudo en clase la
metáfora de la red para hablar de la razón cuando pretende captar la realidad múltiple; la
red que imponer su estructura, ese mínimo de estructura indispensable, ya que es
indispensable la razón a la vida humana” (M. Zambrano, Delirio y destino (los veinte años
de una española), Mondadori, Madrid, 1989, pp. 200-201).
51 A. Comte-Sponville, op.cit., p. 19.
52 La concomitancia de estas fases pone de manifiesto la concordancia entre las lecciones de
María Zambrano y la Terapia de Aceptación y Compromiso que nace en España una década
después de la muerte de nuestra pensadora. Hemos dedicado un estudio a esta cuestión en
“Investigación sobre las concomitancias entre el zambraniano filosófico y la Terapia de
Aceptación y Compromiso”, Revista límites, Chile, 2010. En prensa.
53 M. Zambrano, Delirio y destino…., p. 126.
[92]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
A los sones filosófico-poéticos de Zambrano, se unen los pedagógicos de la
Terapia de Aceptación y Compromiso para defender este primer paso del
conocimiento del sí mismo como medio para un saber transformador y
terapeútico.
La terapia supone clarificar el rumbo de la vida, perderlo, aprender a darse cuenta
cuanto antes (del costo y el beneficio de haber perdido el rumbo) y retomarlo de nuevo
como una elección personal.54
Encontrarse constituye la fase en que el sujeto descubre un fondo fiable en el
que volver a asentarse tras el desvarío previo. Sobre esa roca, el individuo
urbanizará los diversos grosores de su vida. Se ha de subrayar que el individuo
no crea la roca sino que la encuentra. Por tanto, el proceso aquí descrito lo
determina la búsqueda y no la suma artificial de ladrillos55.
La aceptación de la propia debilidad, la escucha de la esencia interior, la
mirada compasiva ante el sí mismo y la atención abierta a lo que se es son formas
adecuadas de flexionarse sobre uno mismo y, con suerte, de descubrir comarcas
ocultas hasta entonces. Esta circunstancia dista mucho de la coyuntura previa al
descubrimiento persona, que es trazado en los siguientes términos:
Al recaer su mirada sobre sí, al mirarse como tal, el sujeto se encuentra opaco, porque
se mira pretendiendo verse a sí mismo, y tal mirada, por su misma naturaleza, produce
la opacidad, la soledad incomparable, el castigo de la falta de quietud, de arraigo, y la
necesidad subsiguiente de tener que buscarse más allá del sí mismo conceptual.
Estamos en las antípodas del “sentir originario”.56
El pragmatismo de la cotidianidad, la disposición y la ex-posición hacia el
exterior, los miedos e incertidumbres generados al poner los ojos en la desnudez
propia son trabas para alcanzar esta última fase. He ahí por qué hay tantos
sujetos que sólo poseen las canas y los años para demostrar su edad.
2.11. Anexo: aplicación de la urdimbre previa del saber de la experiencia
en las cristalizaciones dolorosas.
Ciertas eventualidades se abordarían mejor desde una metodología liberadora
fundada en el saber de la experiencia que desde el peregrinaje por diversas
ciencias terapéuticas.
54 M.C. Luciano (dir.), Terapia de Aceptación y Compromiso (ACT). Libro de casos,
Promolibro, Valencia, 2001, p. 102. Cursivas de la autora.
55 Ha de destacarse este punto porque la modernidad ha vivido bajo el anhelo de la
construcción y decisión absolutista, mientras que la propuesta zambraniana respira bajo el
esquema de la escucha y aceptación de realidades que no dominamos totalmente.
56 M. Zambrano, Notas de un método, Editorial Mondadori, Madrid, 1989, p. 52.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
Franquear los abismos nacidos de duras exposiciones existenciales al raso
rinde resultados útiles para los sujetos clausurados en una severidad existencial
dolorosa, es decir, crear circunstancias que ayuden a exponerse a la auténtica
verdad a individuos que se atrincheran en posiciones intransigentes que,
realmente, sirven para ocultar sus miedos. Nos referimos a padres con estrictos
códigos de conductas, jefes con normativas puritanas en ambientes que no las
precisan o profesores que ocultan sus incertidumbres en máscaras esquivas e
insociables reacias al intercambio con los alumnos. En este epígrafe, resumimos
brevemente, las fases de la travesía a recorrer por aquellos que quieran liberarse
de estas cárceles y falsías de cuyas cerraduras ellos mismos poseen la llave.
La situación inicial es la de una persona rigurosa en demasía con una visión
ocluida a ciertas regiones de lo real. El miedo o la búsqueda de certidumbres
forjan una cosmovisión sedienta de seguridad y fundada en la falsedad con
matices más o menos intensos de hipocresía.
La posibilidad de mirar allende la unicidad absolutista, segunda etapa de
nuestra estrategia, quiebra el enclaustramiento anterior57 y se opera una
primera disolución de la contumacia despótica anterior. Preguntar por un más
allá, abrirse a opciones que quiebren lo establecido es piedra de toque en nuestra
estela liberadora.
Un horizonte de aceptación de lo plural erige la tercera fase de nuestro
método. Una democracia de pareceres forja la respuesta ideal a la dictadura
ontológica previa, pues “la democracia es el régimen de la unidad de la
multiplicidad, del reconocimiento, por tanto, de todas las diversidades, de todas
las diferencias de situación”58. Ahora bien, una constante eclosión sin decantación
sume a la persona en la confusión y relativismo. La última fase evita este riesgo:
la condensación de una polifonía de voces.
No hay una razón para que la imagen sea la de un edificio más que la de una sinfonía
(…). Y la sinfonía hemos de escucharla, actualizarla cada vez; hemos de rehacerla en
cierto modo, o sostener su hacerse: es una unidad, un orden que se hace ante nosotros y
en nosotros (…). El orden de una sociedad democrática está más cerca del orden musical
que del orden arquitectónico.59
La riqueza zambraniana podría ofrecernos otros métodos60, pero quedamos en
éste como ejemplo de la ductilidad de sus aseveraciones en la aplicación concreta.
57 Esto puede aplicarse a campos que trascienden lo personal. Por ejemplo, la superación
del absolutismo político depende de una fase cuyo corazón se identifica con lo que aquí
destacamos: “La sociedad o el modo de vida democrático es la liberación de todo
absolutismo. Y el absolutismo, cualquiera que sea su origen y su argumento, es mirado
desde la persona humana, un quedarse encadenada en un momento absoluto, y en él
detenerse o abismarse” (M. Zambrano, Persona y democracia, p. 202).
58 M. Zambrano, Persona y democracia, Siruela, Madrid, 1996, p. 204.
59 Ibídem, p. 206.
60 Hemos descrito en otros trabajos las seis etapas de un proceso, análogo al presente, que
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
3. Conclusión.
En síntesis, los elementos claves para una aprehensión correcta del saber de
la experiencia serían:
(1) Edad con experiencias vividas y vívidas.
(2) Disponibilidad de evidencias consecuentes de episodios significativos en la
propia existencia.
(3) Arrojo frente a sucesos peligrosos.
(4) Coraje para atravesar puertas, que ayudan a madurar o para exponer la
propia debilidad.
(5) Capacidad para abrirse a la realidad de los entes más allá de sus notas
pragmáticas.
(6) Asumir el padecimiento doloroso y valentía para elevarse de ellos con una
nueva mirada.
(7) Paciencia y humildad para aceptar el método de la sierpe antes que
caminos más directos.
(8) Disponibilidad de un retiro no solipsista.
(9) Compromiso con la autenticidad en lugar de huida.
El saber de la experiencia es el fruto maduro de un conjunto de ingredientes
que, prudente y valientemente, han de cocinarse durante años. Esto se articula
en un perenne “perderse, encontrarse y reflexionar sobre uno mismo y sobre la
experiencia acaecida”.
Su resultado no es la imposición ensoberbecida por una falsía ideológica sino
la asunción humilde del débito a ese saber. Sólo de este modo se operará la
transformación de la cosmovisión del individuo desde el leibniciano “nihil est sine
rationem” al aperturismo heideggeriano “saber es poder aprender”61.
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de Cultura-Dirección General del Libro y Bibliotecas, Barcelona, 1989.
cataliza la disolución de las obstrucciones intelectivas: (1) existencia de sentimientos
enquistados y cierre del sujeto que los sufre; (2) primera apertura: intento de hacer visibles
la razón de los sentimientos; (3) segunda apertura: con ayuda de un interlocutor, se ofrece
tiempo y espacio oportuno para que los sentimientos florezcan; esta fase estará asistida (a)
por la escucha misericordiosa y atenta y (b) por la luz del entendimiento; (4) perseverancia
y esperanza en el proceso; (5) aparición de lo inesperado: ruptura del quiste sentimental; (6)
condensación de una novedad sentimental aperturista (Barrientos, José: Vectores
zambranianos… p. 1041).
61 M. Heidegger, Introducción a la metafísica, trad. Pilar Ángela Ackermann, Gedisa,
Barcelona, 2001, p. 17.
[95]
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― “Sócrates y la sabiduría griega”, Escorial 2, 1940. Págs. 187-226.
Prof. Dr. José Barrientos Rastrojo
Calle Manuel Alonso Vicedo, 10
Urbanización Simón Verde
41927 Mairena del Aljarafe
[96]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
¿POR QUÉ ES PLACENTERA LA RISA Y POR QUÉ ES
PERCEPTIBLE DESDE FUERA?
De la captación de la mente ajena a la risa
Teresa Bejarano. Universidad de Sevilla
Resumen. ¿Por qué es placentera la risa? Dado que toda risa atiende a una expectativa
ya frustrada, el niño al reír estaría llevando a cabo un preentrenamiento de una
capacidad crucial —la de pensar contenidos que el sujeto sabe que son meramente
mentales—. De hecho, la risa es ideal para ese ejercicio, pues (como intento mostrar)
envuelve justo aquellos contenidos que, entre todos los contenidos meramente mentales,
son los más fáciles de captar. Así la risa, como todo placer, guía al niño hacia conductas
de algún modo útiles. ¿Por qué la risa es perceptible? Por supuesto, y como es bien
conocido, la risa compartida refuerza los vínculos dentro del grupo, pero además y más
específicamente, ejercitaría el mismo tipo de capacidad que da lugar a la captación de
esos contenidos mentales que son las normas sociales compartidas. Por último, sitúo
estas propuestas en un marco antropológico más general.
Abstract. Why is laughter pleasant? Since all laughter attends to an already frustrated
expectation, when a child laughs, he or she would be putting into practice a pre-training
of a crucial ability- that of thinking contents which the child knows to be merely
mental-. In fact, laughter is ideal for that exercise, as (I intend to prove) it involves just
those merely mental contents which are the easiest to grasp -others’ expectations-. So
laughter, like any other pleasure, guides the child towards behaviours which are
somewhat useful. Why is laughter perceptible? Of course, as it is well-known, shared
laughter reinforces the links within the group, but also and more specifically, would
exercise the same type of ability which leads to the grasping of such mental contents
which constitute shared social rules. In the Third Section, I put these proposals in a
general, anthropological frame.
Introducción
¿Por qué es placentera la risa? Si el concepto de placer lo colocamos dentro del
marco de la evolución y de las adaptaciones ventajosas, entonces se nos aparece
como un ‘mecanismo enseñante’ que guía al organismo hacia los estímulos y las
conductas apropiadas para su éxito biológico. El placer puede señalar tanto
conductas que por sí mismas ya son intrínseca e inmediatamente ventajosas
como igualmente otras conductas, en sí mismas inútiles, pero que servirían para
ejercitar y potenciar destrezas extremadamente ventajosas. Este último tipo, que
es el ligado al juego, podría ser también el que está envuelto en la risa. Así que
reformulando la pregunta obtenemos: ¿Qué habilidades se estarían ejercitando en
la situación placentera que supone la risa?
Tras distinguir (en 1. 1) tres tipos de comicidad —situación cómica, broma y
chiste—, nos preguntamos cómo ha de ser una expectativa frustrada para que
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
pueda dar lugar a la risa. Proponemos (en 1. 2) que, si es propia y referida al
entorno vigente, entonces desaparece de inmediato como contenido de la mente.
La puesta al día perceptiva, el atenerse a la última noticia sobre el entorno, eso
es de obligado cumplimiento para todo organismo que pretenda sobrevivir. Para
quien se ha caído, por ejemplo, la expectativa inmediata habrá de ser la de
levantarse. En cambio, esa ley de la inmediata puesta al día no reza para algunas
expectaciones. En concreto, no reza para las que estamos pensando como ajenas,
o sea, que estamos atribuyéndole a otra persona (esas expectaciones son las que
intervienen en la situación cómica y en la broma), ni tampoco para aquéllas que,
incluso siendo propias de uno, no se refieren al entorno real y vigente (ésas son
las que intervienen en el chiste).
Volviendo a la cuestión de qué habilidades se estarían ejercitando y
desarrollando con la risa, nos fijamos en el tipo de contenidos mentales que son
esas ‘expectativas frustradas que no desaparecen sino que, resistiendo al cambio
y a la puesta al día, permanecen en la mente’. Está claro que se trata de
contenidos que el sujeto sabe que son meramente mentales. Esta calificación es
sumamente importante. Contenidos del mismo tipo, o sea, contenidos no
perceptibles en el entorno, los hallamos al estudiar dos capacidades que muy
verosímilmente son exclusivamente humanas —una, la captación que el sujeto
tiene de creencias diferentes a las que él tiene sobre el mismo asunto, y otra, la
memoria episódica o ‘mental time travel’—. En los tres casos encontramos, repito,
contenidos que el sujeto sabe que son meramente mentales (en 1. 3). Pero, al lado
de la semejanza, conviene también subrayar (en 1. 4) que las expectativas ajenas
serían particularmente fáciles de captar. Por un lado, una expectativa es más
dinámica y saliente que una creencia o percepción; por otro lado, para los
procesos de alto nivel (como es el pensamiento de un pensamiento), la captación
interpersonal es siempre más temprana y fácil que la intrapersonal. Esta mayor
facilidad de los contenidos meramente mentales que intervienen en la risa es,
huelga decirlo, lo que cabía esperar a partir de la hipótesis de la risa como
ejercicio potenciador.
Pero hasta aquí nuestra explicación de la risa serviría igualmente para una
risa que no tuviera vertiente externa alguna. Así pues, esa explicación es en el
mejor de los casos insuficiente. Necesitamos, pues, explicar por qué la risa es una
pauta tan llamativamente perceptible, tanto por la vista como por el oído.
Contestando primero en un plano muy general, recogemos la bien conocida
propuesta de que la risa compartida fomenta la vinculación social dentro del
grupo (en 2. 1).
Pero, dado que elementos cohesionadores del grupo hay muchos, conviene
especificar de qué modo la risa desempeña esa función. Debemos además ver la
relación sumamente estrecha que esta segunda función de la risa (función social
y predominantemente adulta) tendría con la anterior —la del ejercitar en el niño
capacidades cognitivas exclusivamente humanas—. Llevados por estas
cuestiones, sugerimos (en 2. 2) que las expectativas frustradas que intervienen en
la risa de grupo se parecen a las normas sociales. Unas y otras, además de ser
conscientemente compartidas, son también meramente mentales.
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Por último, intento (en 3) situar estas propuestas sobre la risa en un marco
más amplio. La clave está en el carácter exclusivamente humano de la risa ante
lo cómico. Sin ese carácter, por cierto, no se habría originado mi interés ni por la
risa ni por las otras cuestiones puntuales de las que llevo muchos años
ocupándome. Ese marco antropológico amplio enfoca los siguientes interrogantes:
¿Hay un núcleo básico de la exclusividad humana? ¿Cómo se relacionan
directamente con ese núcleo algunas características psíquicas humanas, y cómo
se derivan de él las demás? Por supuesto, mejor que marco, sería mejor llamarlo
mera curiosidad ambiciosa o agenda para un futuro a largo plazo. A pesar de
todo, y ésta es la sugerencia que con más ahínco quiero ofrecer al lector, el trabajo
en esa agenda es una opción que está ahí y que puede ser interesante.
Primera Parte: ¿Por qué es placentera la risa?
1. 1) Situación cómica, broma y chiste: Tres diferentes tipos de risa
Entre las ocasiones que nos parecen cómicas y nos producen risa, podemos
distinguir a primera vista tres tipos: el chiste, la broma, y la situación risible en
la que vemos a alguien. ¿Qué es lo que tienen de común estos tres tipos?: esta
pregunta es la que realmente interesa. Pero empecemos por preguntarnos en qué
se diferencian.
El chiste es una narración verbal, que un hablante le cuenta a un oyente y
que versa sobre un episodio pasado o ficticio. En la broma, en cambio, el agente,
normalmente un grupo de personas, toma medidas para que otra persona —la
víctima, digamos— incurra en una conducta cómica. Por último, en el tercer tipo
la situación cómica surge por casualidad, y es simplemente gozada por quienes la
observan. Si atendemos al niño, veremos que el chiste es el tipo de adquisición
más tardía. No sólo se trata de que necesite de modo imprescindible la
comunicación verbal, sino también de que es un habla forzosamente desplazada
del aquí y del ahora la que en él ha de intervenir. Así, si queremos buscar los
orígenes de la risa, haremos bien en buscar más allá del chiste. De los dos tipos
restantes —la situación cómica observada casualmente, por un lado, y la broma,
siempre tramada deliberadamente, por el otro— también podemos sospechar que
la broma sería posterior. Sólo tras experimentar el placer de la risa se empezaría
buscar activamente el modo de suscitar situaciones cómicas. Es ciertamente
verdad que en el nivel del niño esto no tiene por qué cumplirse. El niño puede
tener su primera experiencia cómica al observar como cómplice una broma
tramada por un adulto. Sin embargo, en los orígenes históricos, la broma, cabe
quizá pensar, no habría estado en el comienzo mismo. Así, el orden de aparición
de los tres tipos de risa es probable que fuera: primero, la risa ante una situación
casual que el que ríe ha descubierto como cómica, segundo, la broma, tercero, el
chiste.1
1 En realidad es totalmente inexacto decir que habríamos abarcado todos los tipos de risa.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
1. 2) La capacidad exclusivamente humana que subyace a los tres tipos.
¿Cómo puede haber expectativas desmentidas que se resistan sin embargo
a la puesta al día?
Pero ¿puede encontrarse alguna definición común a los tres tipos de
comicidad? Tomemos como punto de partida la relación que Kant propuso entre
la expectativa burlada y la risa. Yo creo que si puntualizamos que la expectativa
burlada es la que el que ríe ha atribuido al individuo envuelto en la situación
cómica, entonces esta definición ampara sin problemas los dos primeros tipos de
risa. Está claro que si es la expectativa realmente propia la que queda
desmentida por los hechos, eso no suscita la risa (al menos no la suscita de modo
inmediato y directo). El matiz interpersonal ha de ser explicitado y añadido a la
propuesta de Kant (En Bejarano, 1997 ya aparecía un antecedente aproximado de
esta formulación). Después glosaremos la implicación que esto tiene con respecto
a la exclusividad humana del descubrimiento de lo cómico. Ahora atendamos a
que, reformulando así la idea de las expectativas desmentidas, podemos verla
ejemplificada en la risa que se suscita en los espectadores por la caída de quien
ha ido a sentarse en el sitio habitual sin darse cuenta de que el asiento ya no está
allí, o, incluso más simplemente, la caída de alguien antes de alcanzar el punto
hacia el que era muy claro que quería llegar. Igualmente, la broma se nos aparece
como el intento de provocar deliberadamente alguna situación de esa clase.
Pero quizá convenga que nos preguntemos por qué la frustración de una
expectativa propia no da lugar de modo inmediato y primario a la risa. Yo sugiero
que, en vez de limitarnos a decir que la expectativa propia frustrada no puede
suscitar risa, habría más bien que decir que esa expectativa desaparece de
inmediato como contenido de la mente propia. La puesta al día perceptiva, el
atenerse a la última noticia sobre el entorno, eso es de obligado cumplimiento
para todo organismo que pretenda sobrevivir. Para quien se ha caído, por
ejemplo, la expectativa inmediata habrá de ser la de levantarse. Cualquier otro
propósito habrá de quedar en un segundo plano. En cambio, la ley de la
inmediata puesta al día no reza para las expectaciones que estamos pensando
como ajenas, o sea, que estamos atribuyéndole a otra persona. Esas
expectaciones, pues, aún después de haber sido desmentidas por los hechos,
siguen como antes del desmentido. Pero en la mente de quien las piensa está
activado a la vez y simultáneamente el conocimiento de aquellos hechos. Hay dos
líneas mentales en el ser humano (Bejarano, 2003). Veamos cómo es en la risa la
relación entre esas dos líneas. La expectativa que se está pensando como ajena se
mantiene, repito, sin cambios, pero a la vez y simultáneamente se la piensa como
El tipo de risa estudiado por Nietzsche y Foucault, o ‘lo cómico absoluto’ de Baudelaire, es
un asunto casi omnipresente en la posmodernidad. Para un ejemplo reciente, véase Castillo,
2008. Pero aquí no vamos a enfocar esa risa sofisticada. Para mis particulares intereses
filosóficos es mucho más interesante el universal humano que constituye la risa.
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envuelta en un peligro no ya inminente, sino aún peor, en el peligro que ya la ha
desmentido.2 Así pues, para mantenerla sin cambios, hay que pensarla como
radicalmente ajena. De aquí obtendremos en las próximas páginas la explicación
de por qué es placentera la risa.
Pero antes de eso, hay que pasar revista al tercer tipo de risa. La risa ante los
chistes no parece que pueda ser incluida en la definición kantiana reformulada
con la que estamos trabajando. Veamos despacio lo que sucede en este tipo de
risa. La primera parte del chiste suscita en el oyente unas expectativas acerca de
cuál será su continuación, y son justo esas expectativas las que quedan
desmentidas por el final del chiste. La punch line es como viene llamándose a esa
divisoria crucial que separa las dos partes de todo chiste (véase, por ejemplo,
Partington, 2009). En definitiva, aquí, a diferencia de lo que sucedía en los otros
dos tipos de risa, las expectativas frustradas no son ajenas, sino propias de la
persona que ríe. ¿Tenemos que renunciar pues a nuestra pretensión de estar ya
trabajando con una definición válida de la risa en general? Yo no creo que
tengamos en absoluto que renunciar. Las expectativas son, sí, propias del que ríe
con el chiste, pero no son expectativas que conciernan al entorno real de quien
ríe, sino que se aplican sólo a la situación narrada en el chiste, o sea a un episodio
ficticio bien diferente a lo que es la realidad vigente de esa persona. La diferencia
con los otros tipos de risa es, desde luego, notoria, hay que reconocerlo. En el
chiste hay siempre un elemento no sólo de sorpresa sino también de admiración
ante el ingenio de la secuencia narrativa, elemento que no aparece en absoluto en
la broma o en la mera observación de situaciones cómicas. El carácter ulterior y
sofisticado que antes, al atender al desarrollo del niño, ya habíamos detectado en
2 La presencia de una expectativa en inminente peligro de ser desmentida podría explicar
el análogo no humano que más cerca está de la risa. Me refiero a la risa ante la cosquilla
que se observa en chimpancés y en bebés de una edad muy inferior a la del descubrimiento
de lo cómico (San Agustín, por cierto, en las Confesiones, libro segundo, llama ‘cosquilleo del
corazón’ a la risa —y más concretamente a la risa de un grupo de bromistas—.) La clave
estaría en la explicación de Blakemore et al. (1999) de por qué uno no puede hacerse
cosquillas a uno mismo. Al poder en esa situación el sujeto predecir exactamente dónde y
cuándo sentirá el roce sobre su piel, ese roce resultará atenuado para el sujeto (Se llama
atenuación o cancelación al hecho de que se descartan como novedades del entorno todas
aquellas sensaciones que son consecuencia de los propios movimientos de uno. Así es como
se separan dentro de los movimientos captados por la retina aquéllos que son movimientos
de los objetos y aquéllos otros que son la mera consecuencia del giro que uno le ha dado a la
propia cabeza). Del mismo modo, la cosquilla sólo es posible si las expectativas del sujeto de
que la planta de su pie, por ejemplo, va a ser tocada no logran un completo éxito predictivo,
o sea, fracasan en precisar con exactitud el espacio y el tiempo del toque. La bien fundada
previsión que el sujeto tiene de tal fracaso inminente sería así la causa responsable de la
risa ante la cosquilla. Los dos tipos de risa —la que deriva del descubrimiento de lo cómico
y la que es suscitada por la cosquilla— son ciertamente muy diferentes, y sólo el primer tipo
es exclusivamente humano porque sólo él requiere la captación de la interioridad ajena. Eso
es verdad. Sin embargo, el hecho de envolver previsión del fracaso inminente de alguna
expectativa, ese rasgo, repito, sería común a los dos tipos.
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el chiste, se confirma. Sin embargo, el requisito de que la risa envuelve
expectativas de un tipo excepcional —expectativas que, por no ser propias del
sujeto, o, al menos, no ser propias del sujeto en su entorno real, resisten a la
normalmente implacable puesta al día perceptiva— aparece común a todos los
tres tipos de risa. Nótese que la obediencia o no obediencia a la puesta al día
perceptiva es un criterio que sirve para diferenciar entre las sensaciones
inmediatas —éstas sí obedecen— y otros contenidos mentales como evocaciones o
simulaciones, que no obedecen (véanse, por ejemplo, Myin & O’Regan, 2009, pg.
196, y Kirsh, 2009, pg. 279), o, para decirlo con los términos que aquí estamos
usando, entre la primera y la segunda línea mental.
1. 3) Una ventaja adaptativa que debe ser ejercitada. O por qué la risa es
placentera.
¿Pueden esas expectativas de tipo excepcional tener relación con el hecho de
que la risa sea placentera? Ésta va a ser la primera propuesta del presente
trabajo. Para ello empecemos por el concepto de placer. Si colocamos ese concepto
dentro del marco de la evolución y de las adaptaciones ventajosas, entonces el
placer se nos aparece como un mecanismo que guía al organismo hacia los
estímulos y las conductas apropiadas para su éxito biológico (Lorenz, 1966). El
placer puede señalar tanto conductas que por sí mismas ya son intrínseca e
inmediatamente ventajosas como igualmente otras conductas, en sí mismas
inútiles, pero que servirían para ejercitar y potenciar destrezas extremadamente
ventajosas. El segundo tipo de placer es el ligado al juego de los animales jóvenes.
Entre los seres humanos, este segundo tipo de placer se daría lo mismo que en los
animales, pero con la novedad, claro está, de poder estar a veces al servicio de
capacidades exclusivamente humanas. Los niños disfrutan así de varios tipos de
juegos que están ausentes en los animales, eso es claro. Sin embargo, la
explicación funcional y evolutiva que hemos expuesto se mantendría en esos
tipos.
Pero no podemos seguir sin contestar dos preguntas. Una: ¿Qué habilidades
se estarían ejercitando en la situación placentera que supone la risa? Otra: Si el
placer de la risa está ligado al ejercicio necesario para el desarrollo ontogenético,
¿por qué ríen también los adultos y no sólo los niños? Concentrémonos ahora en
la cuestión de cuáles son las habilidades que se estarían ejercitando y
desarrollando con la risa. Ya hemos mencionado el elemento de captación de la
mente ajena que la risa necesariamente envuelve. Pero esa captación está
envuelta en otros muchos procesos aparte de la risa. Debemos entonces ceñir un
poco más nuestra respuesta. ¿Cuál sería la habilidad más concretamente ligada a
la risa? Creo que la clave estaría en el rasgo común a todos los tipos de risa, a
saber, la inmunidad al cambio (o sea, la resistencia a la puesta al día) de una
expectativa.3
3 Éste sería el rasgo común a los tres tipos de risa. Si nos preguntamos, en cambio, por
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Esta inmunidad o permanencia sería un enorme progreso si se admite que la
memoria episódica (o memoria que revive episodios pasados) es exclusiva de los
seres humanos. Pero ¿se puede admitir eso? Ciertamente, este asunto es muy
controvertido. Suddendorf & Busby, 2003, Suddendorf & Corballis, 1997 y
Corballis, 2009, creen que el ‘mental time travel’ es inaccesible a los animales,
pero hay otros autores que no están de acuerdo. Yo, sin embargo, veo indicios a
favor de la exclusividad humana de ese tipo de memoria. Los mencionaré muy
brevemente.
El pensar en un episodio pasado en cuanto pasado, o igualmente en una
posibilidad futura en cuanto futura, requiere necesariamente dos líneas mentales
(ya que ni animales ni humanos —salvo durante el sueño, en que están a la vez
inmóviles y refugiados— pueden permitirse desatender su entorno). En cambio,
esa dualidad de líneas no la exigen en absoluto las capacidades animales, o sea,
no la exigen ni las expectativas envueltas en la conducta dirigida hacia una meta,
ni tampoco la lección útil extraída de episodios pasados. (Cada lección útil sería
activada de nuevo sólo cuando se produce un reencuentro con algún rasgo propio
del episodio pasado correspondiente.) El viaje mental en el tiempo, además de ser
un atisbo, digamos, de eternidad, tendría consecuencias como la explicación
causal o la capacidad numérica, que podrían ambas vincularse a la memoria
episódica. La explicación causal puede definirse como la construcción de un
puente entre la realidad presente y una situación pasada. Por obra de alguna
causa, la situación pasada cambió hasta transformarse en la realidad presente.
Así la realidad presente puede ser descrita como ‘situación pasada + causa’, o sea,
adquiere una formulación nueva que habría sido imposible sin la capacidad de
memoria episódica. Igualmente, si empezamos por imaginar una secuencia de
situaciones donde un nuevo elemento es siempre añadido al conjunto de la
situación anterior, si partimos de eso, repito, entonces la capacidad numérica
exclusivamente humana (no el subitizing ni ninguna otra forma de conteo no
verbal, sino la función ‘+1’ ella misma) se nos aparecerá como una consecuencia
de la memoria episódica de una situación anterior. Así volvemos a encontrar aquí
que la situación presente podrá recibir una formulación nueva —‘situación
pasada + 1’—. Volviendo a nuestro hilo, la preservación del recuerdo episódico
podría ser tan importante que para su ejercicio y desarrollo en el niño se haya
puesto a punto un mecanismo guiador. Ese placer o mecanismo guiador
impulsaría al niño a buscar y detectar un tipo de situaciones donde tal
preservación sería ejercitada y desarrollada. La dinámica común a todos los
juegos se aplicaría aquí a la sofisticada capacidad que supone la memoria
episódica.
habilidades ligadas exclusivamente a la risa ante los chistes y potenciadas por ella,
entonces tendremos que atender a la “comprensión de las ambigüedades derivadas de
propiedades estructurales o léxicas del lenguaje, e incluso, en el contexto de ‘discusión con
iguales’, la explicitación metalingüística de una ambigüedad” (Yuill, 2009).
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1. 4) Del mantenimiento de la falsa expectativa ajena a la memoria
episódica: Una trayectoria de desarrollo que puede ser defendida
Como quizá haya ya advertido el lector, hay un problema. La preservación del
recuerdo que estaría envuelta en la comprensión humana del número o en las
explicaciones causales es una preservación muy diferente a la que subyace a la
captación de lo cómico. Una situación es cómica porque el observador ha atribuido
al protagonista de la situación una expectativa que queda desmentida por los
hechos. O sea, en la risa, el contenido mental pasado que se mantiene en el
recuerdo es un contenido ajeno, un contenido que quien ríe atribuye al
protagonista (en la situación cómica y en la broma) o a sí mismo pero no en
relación con su entorno real sino sólo en cuanto espectador de un episodio ficticio
(en el chiste). En cambio, esa atribución interpersonal está ausente en la
preservación de recuerdos envuelta en la memoria episódica así como en las
sugeridas consecuencias de esa memoria (en el número y en la causalidad, ya se
sabe). Para agravar más el problema, el contraste entre interpersonal e
intrapersonal no es la única diferencia. La preservación de recuerdos mantiene
situaciones que ya no son reales pero que lo fueron, o sea, situaciones que, si las
referimos en tiempo pasado, darían lugar a oraciones verdaderas. En cambio, las
expectativas desmentidas envueltas en todos los tipos de risa nunca llegaron a
realizarse. Lo único que sería verdad acerca de ellas en una oración en tiempo
pasado es que alguien las creía o esperaba.4
¿Nos obligan estas diferencias a renunciar a nuestra propuesta? Yo empezaría
por invocar aquí el principio vygotskiano del origen interpersonal de los procesos
psíquicos superiores. Al principio del desarrollo, los procesos son interpersonales
y sólo más tarde se intrapersonalizan. La inmunidad a la puesta al día aparecería
antes —aparecería a una edad más temprana— para las expectativas ajenas, o
sea, atribuidas al protagonista de la broma o de la situación cómica, y sólo
después iría apareciendo para los contenidos propios —o sea, los contenidos
inmediatamente anteriores del individuo que ríe—. Esos contenidos pueden ser, o
bien expectativas no referidas al propio entorno sino al episodio ficticio del chiste,
o bien, como en la memoria episódica, contenidos que fueron verdaderos pero que
ya no están vigentes. Pero, volviendo a lo que nos interesa, habría una
justificación para el hecho de que sean ajenos los contenidos mentales envueltos
en las situaciones cómicas primarias.
Pero ¿por qué la permanencia en la atención tendría que aparecer antes para
la expectativa desmentida que para la percepción caducada? Yo diría que la
percepción es un contenido subordinado siempre al avance hacia la meta y menos
dinámico o emocional, pues, que las expectativas hacia la meta. Así, aquella
prioridad —es decir, el que la expectativa sea el primer tipo de contenido que
4 No estoy aquí en absoluto atendiendo el efecto beneficioso que el humor de un dibujo, por
ejemplo, puede tener sobre el recuerdo de ese dibujo (cf. Takahashi & Inoue, 2009). Lo que
aquí me interesa es la potenciación de la capacidad misma de memoria episódica.
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puede resistirse a la puesta al día— ‘hace sentido’. Además, la expectativa ajena,
su avance hacia una meta, es muy fácilmente inferible a partir de la observación
de la conducta de ese individuo. En definitiva, los hechos encajan —o no chocan
al menos— con nuestra sugerencia de que, si la risa es placentera, ello es justo
para que, llevado por ese placer, el sujeto obtenga un preentrenamiento para una
capacidad ventajosa de aparición más tardía.
Para buscar una panorámica de ese desarrollo, convendría que nos fijáramos
en el juego del escondite. Este juego está ligado a la risa y por eso no lo podemos
asimilar a los juegos de persecución, preparatorios para la lucha y la caza
adultas, que se observan en tantos animales. Sea, pues, nuestra cuestión la de
por qué se suscita risa en la situación del niño que está escondido. El niño
escondido está siempre atento a los pasos y sucesivos intentos de la persona
buscadora, y así, cuando ésta se dirige a un sitio equivocado, él le atribuirá una
expectativa que él, el niño escondido, sabe que es falsa. Ciertamente, cuando la
persona buscadora fracase, esta persona abandonará inmediata y
automáticamente su pasada expectativa y enfocará otras posibilidades. Pero ¿qué
pasa en la mente del niño escondido? Ese niño que ha atribuido expectativas
falsas a la persona buscadora no tendrá que someter esas expectativas a la
inmediata, automática e implacable puesta al día perceptiva, sino que podrá
mantenerlas en la segunda línea de su mente durante unos momentos. De ahí
que el niño escondido ría y disfrute durante el choque entre el contenido
desmentidor (su propio conocimiento) y el contenido que tiene que ser desmentido
(las equivocadas sospechas de la persona buscadora). Pero todo esto ya lo
habíamos visto antes y no es lo que nos interesaba poner de relieve. Enfoquemos,
pues, el rasgo diferencial que el juego del escondite aporta. Yo diría que ese rasgo
consiste en la concreción espacial de la diferencia entre el punto de vista propio y
el ajeno. El niño sabe muy bien dónde él está: éste es un contenido básico y
primario de la primera línea mental humana (o, dicho de otra forma, de la única
línea de la mente de los animales). La base de toda distalidad perceptiva es
siempre la ubicación espacial del cuerpo del organismo que percibe. El
egocentrismo de toda percepción tiene aquí su raíz. Frente a ese ‘aquí’ —un aquí
en el que el organismo no tiene nunca que pensar y que es más primario que
cualquiera de sus percepciones—, aparece en el juego del escondite, y
concretamente para el niño escondido, una falsa ubicación propia, la falsa
ubicación en la que la persona buscadora espera hallar al niño. El contenido de
que yo no estoy aquí sino allí es seguramente la expectativa falsa más llamativa
que se puede atribuir a un compañero. Por un lado, el niño escondido la percibe
claramente en la conducta de la persona buscadora; por otro lado, su falsedad es
un hecho primario y básico como ningún otro.5 Claramente éste es un buen
5 Compárese con el juego de esconder y buscar objetos. Éste es de aparición mucho más
tardía en el niño. La creencia o percepción acerca del paradero de un objeto es sin duda un
contenido mental mucho menos básico que el del ‘aquí’ egocéntrico. Pero creo que debemos
insistir un poco más en el carácter sumamente primario y temprano del juego del escondite
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comienzo para la captación de expectativas falsas ajenas. Por eso hay un placer
conectado con este juego y con esta risa.
Más tarde en el desarrollo podrá intrapersonalizarse el proceso de captar
elementos meramente mentales, y entonces podrá aparecer la capacidad de
atender a los propios contenidos ya no vigentes. Esta última capacidad será
inmensamente más ventajosa para las destrezas intelectuales. Pero seguramente
sin el ejercicio de la capacidad de atender a las expectativas falsas de otra
persona, sin ese ejercicio, repito, no habría podido florecer aquella otra superior
capacidad. El placer de la risa y de juegos como el del escondite tiene una fuerte
justificación en el marco de las ventajas adaptativas.
Segunda Parte. ¿Por qué los adultos ríen, y por qué la risa es
llamativamente perceptible?
2.1) Risa y vinculación social
Hemos explicado la risa en virtud de su influencia en el desarrollo del niño: El
placer que supone la risa incitaría al niño a atender a situaciones cómicas, y de
este modo, a potenciar su capacidad para mantener al margen de la puesta al día
perceptiva algunos contenidos mentales. Ahora bien, es un hecho obvio que los
adultos también ríen. ¿Es ésta una objeción insalvable?
Yo empezaría por mirar más en general al juego. No es sólo la risa sino
también el gusto por muchos juegos lo que persiste en la edad adulta. ¿Es sólo
una reliquia de la niñez ese gusto por los juegos que es observable en el adulto?
Yo creo que, muy por el contrario, el hecho de que el placer de la risa o del juego
siga estando presente en los adultos es necesario para que los adultos guíen y
(del escondite sin objetos, puntualicemos). Al comienzo del juego, el niño escondido podría
tener unos instantes de risa mientras que percibe la indecisión del buscador, y ve cómo éste
en un momento dado mira en una dirección y al momento siguiente en otra dirección que
conlleva un diferente grado de peligro para el niño. La risa de esos primeros instantes es
análoga —nótese— a la provocada por la cosquilla, o sea a un tipo de risa que, como vimos
en la anterior nota 2, es ontogenéticamente y filogenéticamente anterior a la risa provocada
por la situación cómica. Ahí el niño ríe ante todo porque advierte que no puede prever con
exactitud cuándo será él descubierto. Pero en seguida, surgirá el otro tipo de risa. El
buscador muestra —muestra a las claras con su conducta— que alberga la expectación de
encontrar al niño en el sitio B, y el niño mientras tanto está en el sitio A. En esa
circunstancia, la risa surgirá si el niño es capaz de seguirle atribuyendo al buscador esa
expectativa, a pesar de que para él, o sea, para el niño, la expectativa está ya desmentida.
Pero esto ya lo habíamos visto arriba. Lo que ahora conviene subrayar es que en el juego del
escondite, el niño advierte la posibilidad de prolongar durante todo el juego un gozo igual o
superior al de los primeros instantes, y, más en concreto, nota que esa posibilidad se acerca
más conforme más atiende él a la interioridad de la persona que lo está buscando a él. En
definitiva, el juego del escondite es ideal como guía y preentrenamiento de la mencionada
capacidad —la capacidad exclusivamente humana de captar una interioridad diferente a la
propia—.
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acompañen al niño en sus primeros acercamientos a tales situaciones. Esta
respuesta, como digo, vale tanto para la risa como para el juego.
Pero todo esto nos sugiere una cuestión que todavía no hemos mencionado, a
saber, la de por qué la risa es perceptible desde fuera, o sea, por qué no se limita
a ser un placer interno. Hasta aquí nuestra explicación de la risa serviría
igualmente para una risa que no tuviera vertiente externa alguna. Así pues, esa
explicación es en el mejor de los casos insuficiente. Necesitamos, pues, explicar
por qué la risa es una pauta tan llamativamente perceptible, tanto por la vista
como por el oído.6 Y, lo que es casi lo mismo, por qué la risa se da más fácilmente
en grupo, y por qué la broma, sobre todo, es casi inconcebible sin un grupo de
cómplices.
Ciertamente hay disponible una respuesta muy válida. Varios autores han
subrayado cómo la risa fomenta la vinculación social dentro del grupo —ver, p. e.,
Lefcourt, 2005—, y, a la vez (piénsese en los chistes ridiculizadores), la
separación respecto a otros grupos distintos. Yo no creo que para afirmar la
generalidad de esa función de la risa sea impedimento alguno el hecho de que a
veces, ante una situación cómica o ante un chiste, nos riamos a solas. Lo mismo
que la función de germinar es propia de todas las semillas, aunque sólo muy
pocas lo consiguen, igualmente algunas risas podrían no ser advertidas por nadie
sin que ello nos impida afirmar su función social. Hay que tener en cuenta
además que el que no haya nadie a varios metros a la redonda es —lo es hoy y lo
era aún más en épocas pasadas— una situación poco frecuente.
Es el momento ahora de que nos preguntemos si acaso es innecesaria nuestra
anterior explicación del placer envuelto en la risa. Recuérdese que hay dos rasgos
de los que dar cuenta: por un lado, el que la risa sea placentera, y por otro lado, el
que sea llamativamente perceptible. ¿No será entonces preferible una explicación
6 Esa pregunta la han formulado varios autores en relación con el rubor. Por supuesto, cabe
sostener que el rubor sería un mero efecto secundario sin función propia alguna. Pero
también se podría optar por atribuirle una función adaptativa. Yo no tengo nada claro qué
decidir en esa disyuntiva. Pero, si tuviera que pensar en una función de ‘los síntomas
visibles de la vergüenza’ (esta terminología es menos restringida —más universal— que la
de ‘rubor’), si tuviera que hacerlo, repito, yo atendería a lo siguiente. El individuo que está
aprendiendo de un experto el modo de de ejecutar algo se ruborizará muy probablemente
cuando se equivoque delante de ese experto. Aceptemos que el aprendizaje técnico es crucial
en la sociedad humana, y que para el aprendiz es, pues, importantísimo evitar el rechazo de
los expertos y seguir conectado a ellos. Lo que de ahí nos resulta es que será muy ventajoso
para el aprendiz mostrar una señal fiable que pueda indicarle al experto que él, el aprendiz,
es consciente del enorme desfase entre su conducta y el modelo. El rubor sería esa señal que
alerta al experto acerca de la interioridad del aprendiz. (Concomitante con el rubor, aquí
intervendría también la admiración —la admiración mostrada por el aprendiz, por un lado,
y el placer del experto de sentirse admirado, por el otro lado). El hecho de ruborizarse
estaría así reclamando la atención hacia la propia interioridad, o, dicho de otra forma,
protestando contra una visión incompleta y superficial que otras personas podrían tener de
uno (Nótese que esta formulación ampara también la vergüenza de sentirse desnudo —la
vergüenza de Adán y Eva que refiere el Génesis—).
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que, como la de la vinculación social, explique los dos rasgos de un solo tiro?
Como sucede tantas veces, aquí estarían frente a frente la parsimonia de la
explicación y la parsimonia de la realidad. ¿Una sola explicación para dos rasgos,
o, por el contrario, dos funciones reales para un solo rasgo? Yo lo que puedo ahora
contestar a esto es, primero, que modos de acrecentar la vinculación social hay
muchos (y que por tanto es verosímil que la risa se haya originado para otra
función aunque después acabe además acrecentando esa vinculación), segundo,
que el niño, que por necesidad absoluta está vinculado con los adultos que le
rodean, no tendría por qué desarrollar tan pronto (tan exageradamente pronto
como desarrolla la risa, quiero decir) un modo de reforzar su vinculación social, y,
tercero, que la analogía con el juego simbólico, a veces solitario pero siempre un
momento de gozo para el niño, no debe ser pasada por alto.
2. 2) El tipo especial de vínculos sociales que es promovido por la risa
Centrándonos de nuevo en la función social de la risa, y dado que son muchos
los recursos que pueden ser empleados en tal función, conviene que nos
preguntemos por el modo específico en que la risa contribuye a ella. Cuando
compartimos la risa, cada uno de nosotros sabe, primero, que los demás están
atendiendo a lo mismo que él, y, segundo, que los demás saben que él sabe eso.
Como se puede ver, he aplicado a la risa el esquema que Grice, 1957 dio para la
comunicación lingüística.
Pero para subrayar qué es lo que sucede en el caso particular de la risa,
conviene que lo comparemos con la comprensión del gesto de apuntar. En este
último caso se cumple también, es obvio, el esquema de Grice. Pero hay una
diferencia muy notable con lo que sucede en la risa. El gesto de apuntar señala de
modo explícito cuál es el blanco de la atención conscientemente compartida.
Desde luego, tal explicitación puede ser muy tosca, puede no evitar la
ambigüedad (Ver —mucho mejor que el irreal Gavagai de Quine— los ejemplos
de Tomasello, 2008, sobre los múltiples significados que puede comunicar un
gesto de apuntar). Pero, de cualquier forma, el gesto de apuntar hace intervenir
siempre un objeto real. En cambio, en la risa, el pivote sobre el que se basa la
comicidad de la situación, es —lo hemos visto— un elemento meramente mental,
una expectativa que no llegó a hacerse real pero que ha sido inferida por los que
ríen. Esto redundaría en una complicidad mayor para la risa que para las otras
aplicaciones del esquema de Grice. Por decirlo con otras palabras, la risa,
comparada con el gesto de apuntar o con un lenguaje de tipo primario, requiere
de un modo mucho más intenso el que los participantes ‘estén todos en el ajo’. Así
el que un niño llegue a captar la comicidad de una situación y a reír con los
mayores es captado por todos como un ingreso real del niño en las actividades del
grupo.
Pero ¿por qué la perceptibilidad de la risa de cada uno por los demás sería
útil? Es famosa la sugerencia de que la risa serviría para que los humanos se
reconociesen unos a otros como humanos. Pero yo rechazo esa sugerencia. Por
mucho que novelas o filmes acerca de la prehistoria nos hayan hablado de la
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conveniencia de un rasgo por el que los humanos pudieran distinguirse a sí
mismos frente a los Neanderthales, yo pienso que nunca se daba realmente la
confusión que presuntamente tendría que ser evitada por tal rasgo. Así pues,
hemos de seguir preguntando. Aparte de la ya mencionada tempranísima
integración del niño en el grupo, ¿hay alguna otra ventaja en la perceptibilidad
de la risa? ¿Hay alguna otra ventaja en la conscientemente compartida atención a
un contenido meramente mental?
Aquí quizá haya que pensar que las normas sociales son también
conscientemente compartidas y asimismo de carácter meramente mental.7 En
este punto, el autor de referencia obligada es Searle (1995) Pero, además de las
instituciones sociales que enfoca Searle, habría que considerar ‘la adicción a las
narraciones’ (Sperber; ver también Harris, 2000), el interés por los antepasados,
y de seguro muchos otros rasgos. Nosotros paramos aquí. Lo que nos importaba
en el asunto de los contenidos mentales conscientemente compartidos era, ante
todo, mostrar que en ese punto la risa no estaba aislada.
Además ya hemos llegado a ver que las dos funciones que hemos asignado a la
risa —la más propiamente adulta y la del niño, o, en otras palabras, la función
social y la función de ejercicio o preentrenamiento de capacidades— están
estrechamente relacionadas en cuanto que ambas derivan de justo mismo el
núcleo. Más en concreto, tenemos que la particular función social que es
específica de la risa (la de estimular la convergencia de un grupo sobre unos
elementos puramente mentales) ha de tener como requisito previo la capacidad
de cada individuo de captar tales elementos, y tenemos también que es el
comienzo (las aplicaciones más fáciles) de tal capacidad lo que la otra función de
la risa fomentaría. Líneas atrás, intentando defender la dualidad de funciones de
la risa, escribí que, puesto que hay muchos modos de acrecentar la vinculación
social, es verosímil que la risa se originara para otra función aunque después
acabe además acrecentando esa vinculación. Ahora podemos puntualizar ese
argumento y mejorar aquella verosimilitud. La risa tendría en el niño otra
función que, aunque diferente a la social, no deja de estar relacionada
estrechamente y causalmente con ésta última.
Tercera Parte: ¿Por qué empezaron a interesarme estos asuntos?
3) El marco en el que se inscribe la presente propuesta sobre la risa
Los antiguos se referían a cada paso a la naturaleza humana, a los rasgos
característicos de esa naturaleza, a si el alma humana es naturalmente cristiana,
como formuló Tertuliano, o no lo es. En nuestros días, nosotros hablamos más
bien de cuál es el núcleo primario de la exclusividad humana. ¿Se trata de un
mero cambio terminológico sin consecuencias? ¿Es sólo el efecto trivial de una
7 Quizá convenga subrayar que niños en edad preescolar ya gustan de mostrarse
conocedores expertos de las normas convencionales del grupo (la norma, p. e., de dónde se
cuelgan los abrigos): Warneken & Tomasello, en prensa.
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moda? Yo no lo creo así. Las nuevas formulaciones permiten acercar este asunto
a datos que son accesibles. En este caso, el cambio de una interrogación por otra
nos pone en camino hacia las respuestas respaldadas y fundadas que anhelamos.
Por supuesto, el camino será largo, pero no por ello el avance conseguido es
menos importante.
Por un lado, la exclusividad humana, es posible acotarla de un modo bastante
preciso mediante la comparación con los animales. Por otro lado, para descubrir
el núcleo primario de esa exclusividad, hay que tener en cuenta, no sólo la
universalidad del rasgo por el que en cada caso nos estemos preguntando, sino
quizá más aún, el hecho de que ese rasgo aparezca pronto en el niño. Una vez que
se haya así obtenido un rasgo que pueda aspirar a ser considerado nuclear y
primario para la exclusividad humana, quedará, por supuesto, otra tarea, a saber
la de intentar mostrar cómo se relacionan con ése los demás rasgos
característicamente humanos. Todo esto constituye una agenda para varias
futuras generaciones, en mi opinión. Quienes ahora vivimos estamos sólo
arañando la entrada.
Yo he sido, sí, muy consciente siempre de que se necesitarán varias
generaciones. Pero ello no me ha impedido en absoluto apasionarme por esta
tarea. El gesto de apuntar, el sentido de lo cómico, la capacidad simbólica, el
lenguaje pleno o sintáctico, todos estos puntos —una vez uno, otras veces, otros—
han aparecido a lo largo de los años en mis trabajos. Antes de los trabajos
particulares, ya estaba la curiosidad por la cuestión general, eso está claro. Pero
también es verdad lo contrario: El marco general ha llegado a tener algún atisbo
de forma y de entidad sólo después de los trabajos sobre los diferentes puntos.
Volvamos pues al tema aludido en el título de este parágrafo. ¿Cuál es el
marco en que se inscriben estas páginas? O, preguntándolo de otro modo, ¿por
qué me interesa a mí la risa? Echemos una mirada a los otros elementos que se
inscriben en el mismo marco.
El receptor del gesto de apuntar ha de captar, claro está, cuál es el objeto al
que otro individuo está mirando. Pero hoy podemos estar razonablemente
convencidos de que la capacidad para una tal captación la poseen los chimpancés.
¿Por qué entonces los chimpancés a lo largo de los millones de años nunca
desarrollaron el gesto de apuntar? Nadie duda hoy de que el diferente estilo de
vida —más cooperativo en los humanos, más individualista en los chimpancés—
está detrás de la presencia o ausencia del gesto. Pero ¿es el diferente estilo de
vida la causa directa e inmediata? ¿O habría, por el contrario, que buscar dentro
del individuo humano una capacidad cognitiva que le permite a él la comprensión
del gesto de apuntar, y cuya ausencia en los chimpancés les impide a éstos tal
comprensión? Por supuesto, esa capacidad —insisto— habría aparecido en la
evolución porque era útil para el estilo de vida cooperativo que un nuevo entorno
exigía. Pero lo que ahora nos interesa es si hay o no hay tras la comprensión
humana del gesto de apuntar una capacidad cognitiva exclusivamente humana.
La idea es que detectar el contenido visual de otro sujeto empieza a resultar
extraordinariamente demandante cuando ese otro sujeto, en vez de atender sólo
al entorno, está también dirigiéndose a nosotros, o comunicándose o
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interactuando con nosotros. En una palabra, sólo en esas circunstancias, o sea,
cuando sé que yo estoy siendo pensado por el otro, es cuando —por primera vez
en la evolución— la interioridad atendida ha de ser pensada como realmente
ajena. (Sólo cuando sé que yo estoy siendo pensado por el otro, es cuando por
primera vez necesito una mente exclusivamente humana: Cuando von Baader
lanzó su ‘Cogitor, ergo sum’ no podía seguramente ni soñar que dos siglos después
su propuesta recibiría un apoyo empírico nada despreciable.) Y de ahí deriva sin
más, claro está, la gama de sentimientos llamados por Lewis (2000) ‘de segundo
orden’: vergüenza, sentido del ridículo, culpa...
Y del lenguaje sintáctico, ¿qué podemos decir? En mi opinión, el lenguaje
sintáctico habría comenzado sólo cuando surgió la función comunicativa
predicativa, o, más en concreto, cuando surgió el deseo de completar, poner al día,
corregir o transformar de alguna manera el contenido que algún sujeto tuviera
sobre un determinado asunto. Así pues, el requisito crucial era captar un
contenido que fuera diferente del que uno mismo tuviera sobre el mismo asunto.
En definitiva, pues, ¿cuál es la base que da lugar al lenguaje sintáctico y de la
que históricamente éste habría derivado? La captación de una interioridad que
haya de ser pensada necesariamente como ajena.
Respecto a la risa —o, más concretamente, la risa ante lo cómico—, aquí
hemos propuesto que en sus orígenes, tanto ontogenético como histórico,
dependería de la captación de una expectativa que, mientras vigente aún en
alguien, aparecería, en cambio, a los ojos del sujeto que ríe, como ya caducada y
desmentida. La diferencia entre la interioridad inferida y la interioridad propia
consiste de nuevo aquí en una separación drástica. El contenido del otro sujeto es
necesariamente expulsado de nuestra propia interioridad, por más que nosotros
estemos pensando en tal contenido.
Como antes dijimos, la idea es que a partir de esa capacidad nuclear se
podrían explicar las otras capacidades exclusivamente humanas. A esa idea le he
dado vueltas en distintos trabajos. La inteligencia derivaría de la capacidad
básica a través, y por la mediación, del lenguaje sintáctico. Ello es obvio en las
tareas de razonamiento. Para explicar la creatividad, en cambio, habría que
acudir, por lo pronto y entre otras cosas, a ese rasgo de la sintaxis por el cual un
mismo contenido holístico puede ser reformulado una y otra vez mediante
composiciones distintas. ¿Y qué hay de la libertad moral? Ésta se derivaría aún
más directa e inmediatamente de la capacidad básica, o sea, de la capacidad de
captar una interioridad como realmente ajena. En cuanto sean pensados por mí
unos intereses que se me presenten como contrarios a los míos, en cuanto eso
suceda, ya ahí surgiría, por muy apagada e incapaz que de momento sea, una
cierta reclamación sobre mí de esos intereses. La libertad estribaría en llevar o no
llevar a cabo acciones para fortalecer esa reclamación —esa reclamación que es
siempre demasiado débil, extremadamente débil, en principio, ya lo hemos dicho.
Todo esto es lamentablemente vago. Lo de que no está probado, eso no lo digo
siquiera, porque sería grotesco hacerlo. Huelga recordar que nadie ha refutado la
tesis de que la sintaxis en su núcleo universal sería innata, prelingüística e
intrínseca a toda percepción. Y esa refutación sería un primer paso con vistas a
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dar por probadas algunas de las sugerencias anteriores. Así pues, en mis
trabajos, lo único que habría es un documento de trabajo, un borrador
completamente en crudo, que ha de tener siempre cerca la papelera por lo que
pueda ocurrir. A pesar de ello, a mí me gusta mi tarea, y, lo que es mucho más
importante, creo que es útil que se lleve a cabo.
Lo que quiero, pues, lo que deliberadamente estoy pretendiendo, es hacerle
ver al lector que esta agenda, este amplio programa de investigación a largo
plazo, está ahí, y que es una opción que debe ser tenida en cuenta.
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Teresa Bejarano. Universidad de Sevilla
[email protected]
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TEMPORALIDADE E ATEMPORALIDADE NA EXPERIÊNCIA
MUSICAL. A música como metáfora da existência humana
José Bettencourt da Câmara. Universidade de Évora
Lessing não poderia imaginar o sucesso que teria a sua proposta de
organização das artes segundo essas duas grandes coordenadas que estruturam a
nossa percepção do mundo, a nossa própria existência nele: o tempo e o espaço.
Quase popular, banalizada talvez, a distinção entre artes do tempo e artes do
espaço configura um elementar “sistema das artes” a que, mais do que qualquer
outro dos que a história do pensamento estético nos oferece, frequentemente
recorremos, sem geralmente termos presente o nome daquele a quem o devemos.
No conjunto das várias modalidades de expressão artística, é a arte dos sons
uma das que certamente logo remeteremos para o grupo das artes do tempo: ela
surge-nos mesmo, porventura, como a mais temporal de todas as artes, se assim
nos pudermos exprimir — com a poesia, permanecendo esta marcada pela função
representativa, referencial, da palavra. Outras artes que também se desenrolam
no tempo dependem, com mais evidência do que a música, do espaço: é o caso do
teatro, como o da dança, em que particularmente se articulam tempo e espaço,
pelo movimento expressivo do corpo humano. Quanto às próprias artes ditas do
espaço, a pintura e a escultura por exemplo, essas apenas nos sugerem o tempo
por via da eventual correspondência entre espaço e tempo, isto é, de algum modo
por analogia, visto devermos continuar a interrogar-nos sobre o que poderá
significar, na realidade, a hipótese duma temporalização do espaço, ou duma
espacialização do tempo.
Abertos a propostas recentes de cientistas mais ou menos sensíveis à
amplitude da interrogação filosófica, propostas que parecem vir abalar o que
nesta matéria durante milénios foi tido por evidente, manteremos decerto que a
experiência nos dá o espaço como reversível (g regressar a lugares aprazíveis
onde já estivemos), mas o mesmo não se verifica com o tempo (não podemos
regressar aos momentos felizes do nosso passado). Movemo-nos no espaço, que
surge pelo menos com a estabilidade necessária a que esse movimento seja
possível, mas o tempo, em que o nosso movimento se inscreve igualmente, esse
não permanece, não permanece o que nele vamos vivendo, que perdemos à
medida que vivemos. Assim, quando nos referimos à dicotomia que se articula em
artes do tempo e artes do espaço, pressupomos que estas últimas são estáticas e
as primeiras, dinâmicas, pertencendo as do espaço à ordem da simultaneidade, as
do tempo, à da sucessão.
Dizer, pois, que a música é arte do tempo equivale a afirmar que ela releva da
sucessão, é dinâmica — por conseguinte, mesmo que até certo ponto repetível, ela
é irreversível (veremos como serve esta característica à apreensão da sua
essência). Ela existe para nós, percepcionamogla, como realidade que se processa
no tempo: tem início num determinado momento, desenvolve-se a seguir durante
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algum tempo e, por fim, acaba. Não precisamos de ser músicos para sabermos que
a obra expressa na partitura, perante o maestro, se inicia quando este, erguidos
os braços, oferece à orquestra um primeiro gesto, que suscita um primeiro som. E
a aventura prossegue: imóveis, somos levados, também nós, num gratificante
percurso, somos implicados numa história em que muitas vezes nenhumas
palavras intervêm, em que sonhamos, exultamos, repousamos — história que se
encerra, como todas as histórias, numa última página.
Sem prescindir do espaço, naturalmente, a música concerne antes de mais ao
tempo, ou talvez devamos afirmar que, sendo som, ela é tempo, o que
procuraremos entender em que medida deve tomar-se ao pé da letra. Constitui a
obra musical algo previamente configurado pelo compositor para ocorrer durante
um lapso de tempo; ela não permanece, imóvel, perante nós, como a obra
pictórica, ou uma escultura, remetidas por isso para o âmbito das artes do espaço.
No caso da arte musical, a obra surge-nos aparentemente tão liberta do espaço
que não a vemos, não conseguimos tocá-la: a sua exterioridade reduz-se ao som
que algures se desdobra, e se nos oferece, invisível, ao longo de uma fracção maior
ou menor de tempo.
O tópico da “imaterialidade”, do carácter etéreo da música, foi glosado por
alguns, como garantia da sua capacidade de exprimir o interior do homem: a
riqueza e a ambiguidade do sentir, o recôndito pulsar da vida subjectiva. Hegel,
nas Lições sobre a estética (que ele não escreveu, mas pronunciou, e discípulos
mais tarde publicaram), insistiu nesta qualidade da música, possibilitada,
segundo ele, pela própria natureza do som: “Devido ao facto de a expressão
musical ter por conteúdo a própria interioridade, o fundo e o sentido mais íntimos
da coisa e do sentimento, e também ao facto de, em vez de proceder à formação de
figuras no espaço, ter por elemento o som perecível e evanescente, ela comunica
os seus movimentos à sede mais profunda da vida da alma.” (Hegel, La peinture
— La musique, Aubier, Paris, 1965, p. 182.)
Porque não admitir, assim, que pode a música constituir uma metáfora
adequada da existência humana, do ser igualmente temporal do homem — que,
enquanto indivíduo, tem início na concepção, vive também por algum tempo e se
esfuma na morte, porventura a barra final da sua existência? Como não admitir
essa semelhança entre o modo como se nos dá o ser da obra musical e como, seres
mergulhados no tempo, experimentamos o nosso próprio ser? Porque não admitir
ainda que grande parte do mistério da música ancore no próprio mistério do
tempo, que uma abordagem fenomenológica da música possa contribuir, talvez
particularmente, para a compreensão da natureza do tempo?
Por outro lado, nessa homologia com o próprio ser do homem encontraremos
eventualmente a chave para o desvendamento do segredo último da música:
porque, em pletora, ela brota necessariamente do homem, porque, coextensiva ao
seu destino, expressão eloquente da multiplicidade de culturas e civilizações, com
ela deparamos em qualquer lugar e em qualquer momento do devir histórico.
Assim, também, apreenderemos melhor as razões do seu peculiar fascínio
enquanto forma de arte, a sedução que sobre (quase) todos vem exercendo — em
especial sobre tantos intelectuais, filósofos e escritores sobretudo, que, sem a
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haverem praticado, sobre ela discorreram, tentando descortinar as fundas raízes
desse fascínio.
***
Quando nos propomos reflectir sobre o tempo, o que desde logo constatamos é,
seguramente, a dificuldade de defini-lo, embora saibamos todos, visto que todos o
experimentamos, de que dimensão do real se trata. Muitos dos grandes nomes da
história do pensamento filosófico esbarraram face a este desafio, acabando por
declarar a sua impotência para dizer o que é o tempo. Reconhecemo-nos todos,
por isso, no que disse Agostinho de Hipona na seguinte passagem das suas
Confissões (Livro XI), depois tantas vezes revocada: “Que assunto mais familiar e
mais frequente nas nossas conversas do que o tempo? Quando dele falamos,
compreendemos o que dizemos. Compreendemos também o que dizem quando
dele nos falam. O que é portanto o tempo? Se alguém mo perguntar, eu sei, se o
quiser explicar a quem me fizer a pergunta, já não sei.”
Talvez pouco mais consigamos dizer sobre o tempo além de que o
experimentamos como um fluxo: de facto, como algo que parece fluir, em cujo seio
deparamos já com a nossa própria existência fluindo. Donde a analogia, de que
habitualmente nos socorremos, com tudo aquilo que vemos perante nós correr: a
água do rio que desce, o barco descendo nela. Porém dizer, e explicar, em que
consiste esse movimento não parece estar ao nosso alcance, dificuldade que
radicará na própria experiência do tempo, que não apreendemos directamente
mas por via do que temos por efeitos do seu perpassar: as folhas das árvores que
amarelecem e caiem, após havermos usufruido do seu frescor, certos sulcos que se
vão cavando na face dos que nos são próximos, na nossa própria face. O tempo
escoa-se, a nossa vida escoa-se com ele!
Estaremos irremediavelmente condenados à metáfora, quando ousamos
proferir seja o que for sobre o ser do tempo? De qualquer maneira, referimo-nos
todos a um tempo que passou, por oposição àquele que neste momento vivemos e
àquele que mais tarde iremos viver, o que designamos como os três modos do
tempo: passado, presente e futuro. Exprimimo-nos ainda como se no seu
movimento o tempo, vindo do passado, avançasse no sentido do futuro, passando
pelo presente. Consideramos que o passado já não existe, o futuro, que ainda não
existe. E do presente que dizer? Que afinal só ele tem realidade, uma vez que
passado e futuro se definiriam pelo facto de não existirem? Também aqui nos
poderíamos inclinar para a resposta negativa, visto que o presente, se existe,
deixa logo de existir — tão velozmente que não será estranho duvidar de que
tenha chegado a existir, isto é, que alguma duração seja possível consignarlhe.
Ou deveríamos antes propor, ultrapassando já, resolutamente, os limites da
experiência, que o presente é eterno, porque é nele que vamos existindo, porque
nele outros existirão depois de nós? Mas como garanti-lo, se morremos todos...?!
Tempo e espaço, realidade única que afinal só as palavras (enquanto outras
não forem inventadas?) nos levam a distinguir? A própria ideia do fluxo do tempo,
de que partimos, não parece isenta de contaminações espaciais: concebemo-lo
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como alguma coisa que algures se movesse, compreendendo-se que a linha tenha
sido tomada como figura visual do tempo (timeline). Efectivamente, à ideia da
linearidade do tempo não será alheia a percepção do movimento dos corpos que,
percorrendo a distância entre dois pontos mais ou menos afastados, se deslocam
no espaço. Trata-se, aliás, de ancestrais contaminações na história da reflexão
filosófica: na Grécia antiga, defenderam os Epicuristas que, tal como o espaço,
seria o tempo constituido por fracções indivisíveis dele mesmo (atomismo do
tempo), e os famigerados paradoxos de Zenão, que ainda hoje utilmente
evocamos, ao suscitarem a questão do espaço, suscitam conjuntamente esse
enigma que para o intelecto constitui o tempo.
É também difícil dissociar a ideia comum de tempo da de acontecimento.
Vemo-lo como algo em que algo acontece, destacando os factos que nele ocorrem e
conectando-os uns a outros segundo as noções de causa e de efeito. Sobretudo o
conhecimento do passado humano, do tempo histórico, parece depender deste
pressuposto: embora outros modos de abordagem da história tenham sido
propostos recentemente (uma história de estruturas, não a tradicional história de
acontecimentos), não parece viável prescindir completamente da noção de
acontecimento na investigação do nosso passado, do tempo vivido pela espécie
humana.
Significativamente, é definindo-o como acontecimento que melhor exprimimos
o que é o fenómeno musical. Constitui-o um processo que implica a matéria,
segmentos de espaço, mas que respeita antes de mais ao tempo, um processo de
ordem eminentemente temporal. Podemos, devemos afirmar, sem risco de
parecermos retóricos, que a música não existe, mas acontece, ou melhor, apenas
existe acontecendo. Também a música se escoa, perante, dentro de nós, como o
tempo, ou diremos ainda que ela se escoa com o tempo, pelo tempo. É o que
pretendemos significar quando afirmamos que a natureza da música repousa
particularmente na sua temporalidade, que depende o seu ser antes de mais do
tempo.
Diverso dos acontecimentos que apercebemos no espaço, em especial daqueles
a que acedemos pela visão, o acontecimento musical, que não vemos, não deixa de
ser apercebido como tal, como algo que acontece fora de nós, mas
simultaneamente nos acontece: algo que nos envolve, nos transporta e ainda, o
que não deixaremos de acentuar, nos transforma. Provavelmente não lhe
conseguiremos designar o sentido, pelo menos com a nitidez com que divisamos
as formas do mundo exterior, ou com a precisão com que as palavras nos
designam as coisas (é certamente o que pretendeu dizer Maurice Merleau-Ponty
quando nas páginas iniciais de L’oeil et l’esprit afirmou que a música fica
“demasiado aquém do mundo e do designável”), mas nem por isso é a música
menos eficaz no que faz acontecer em nós. O que na obra musical acontece
quando nos é oferecida numa execução, as transformações de que ela é feita,
ocorrem também no nosso íntimo recesso — e tão poderosa é a música nesse
influxo que por vezes nos chega a co-mover até às lágrimas!
Para apreendermos até que ponto depende a música do tempo, podemos
atentar nos efeitos que tem sobre nós, como nos elementos que nela própria
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conseguimos discernir. Dos chamados parâmetros da música, é o ritmo que
melhor exprime a sua temporalidade. O que designamos melodia resulta do facto
de podermos recorrer, ordenando-os consecutivamente, a sons de diferentes
alturas, ou frequências; a harmonia, por seu turno, é possível graças à nossa
capacidade de escutarmos simultaneamente vários sons, de diversos timbres e
frequências. Mas tanto a não simultaneidade, a sucessão de sons, na melodia,
como a simultaneidade dos mesmos, na harmonia, não deixam de implicar o
tempo, visto o global ser temporal da música. Também a harmonia, a
simultaneidade de diferentes sons, se verifica, progride no tempo, não menos do
que o conjunto de sons consecutivos que fazem uma única linha melódica. Do
mesmo modo o timbre, que depende de factores que existem na natureza, em
troços de matéria (o objecto que é o instrumento, ou o instrumento que é a voz
humana), existe no tempo, como qualidade de sons que se desdobram no tempo.
É da natureza temporal da música que o ritmo retira o seu estatuto de
primeiro parâmetro musical, explicando-se assim porque pode haver música sem
melodia, pode havê-la sem harmonia, porventura mesmo sem timbre, mas não
sem ritmo. Reduzida ao seu elemento nuclear, seria a música exclusivamente
rítmica ainda música, não sendo possível, pelo contrário, concebermos melodia ou
harmonia sem qualquer interferência do ritmo.
A ordem do ritmo é, ela mesma, temporal, no sentido que tem o tempo como
sua matéria-prima: ao organizar o som, o criador musical assume
simultaneamente o tempo, estruturando-o de acordo com o que pretende
comunicar, ou antes segundo pulsões, pressupõem alguns, que o impelem e o
determinam no acto de criar. Os critérios dessa organização, os da regularidade
ou da irregularidade, da homogeneidade ou da diferença, da precisão ou da
fluidez, servem esses objectivos mais ou menos conscientes que o norteiam no
processo de produção da obra.
Ancorado no tempo objectivo, é do tempo vivido que o ritmo na realidade se
alimenta: primeiro (em sentido cronológico), o do compositor, depois o do
intérprete e do ouvinte, que na vivência da obra assim se juntam ao autor. Na
experiência musical, o tempo é sempre o tempo vivido de alguém, o que quer dizer
que ela não se efectivaria sem interferência da emoção. Configurando a nossa
história de seres que, envoltos do mundo, a ele reagem, a emoção é por isso, com o
tempo, um dos elementos constitutivos da experiência musical. A obra, que acolhe
em parte a vida emotiva do seu criador, acolhe-a ainda de intérpretes e de
ouvintes que ao longo do tempo a forem revivendo. Donde a justiça das recentes
abordagens hermenêuticas da arte, que pressupõem como seu sentido a soma das
suas interpretações, passadas, presentes e futuras. A natureza performativa da
arte musical, a sua dependência de um acto de recriação que a actualiza, torna
bem evidentes as razões dessa orientação estética, que diversamente se aplica a
todas as formas de arte.
É ainda pelo facto de se alimentar do tempo vivido que o ritmo entra em
conflito com a prática do compasso, para que se orientou a evolução da música no
âmbito da civilização ocidental. A barra de compasso é, como justamente se diz,
da ordem do intelecto, alheia à íntima natureza da experiência musical. O seu
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carácter mensurado confina-a à música escrita — que não é música, como
acentuaremos. Aquilo em que a medida do compasso possa parecer natural
pertence já ao ritmo, às suas qualidades, a aspectos da própria experiência do
tempo, de que ele exaure.
A obra musical só pode ser vista como uma fracção de tempo que de certo
modo se socorre do som para materializar-se. É esta imbricação da natureza da
música no que nos surge como o ser do tempo que determina o abismo existente
entre a música escrita, música de algum modo espacializada, e a música viva, que
assim poderíamos, com redundância, dizer “temporalizada”. Temos, sobretudo
aqueles que profissionalmente se dedicam à música, de afastar a ideia de que
esta seja, ou esteja na partitura. A comparação da partitura com a fotografia énos aqui útil: se algum direito assistia a Roland Barthes para considerar que a
fotografia mutila o real porque o imobiliza, porque mata aquilo que na vida é
vida, com razão maior poderíamos escusar a partitura, a música escrita, que
realmente não chega a dar-nos a evidência da natureza da música. Redundante, a
expressão “música viva” diz contudo, adequadamente, aquilo de que aqui se trata:
a partitura está para a música como a múmia está para o ser vivo que já foi. O
facto de nos espectáculos musicais a sentirmos como obstáculo prende-se com este
afastamento, senão incompatibilidade, entre música escrita e música viva, com o
facto de, por força do seu próprio modo de ser, apenas podermos compreender a
música enquanto acontecimento.
Na experiência do tempo como fluxo tem origem o que poderíamos chamar,
com alguma dose de analogia, a linearidade, quer dizer, a sucessibilidade da
experiência musical — dimensão que a partitura, cuja artificialidade vimos de
denunciar, por outro lado evidencia, transferindo-a do tempo para o espaço,
encontrando para ela alguma correspondência visual. A noção de antes e depois
segundo a qual se organiza a nossa vivência do tempo traduz-se no domínio da
música nessa linearidade, que na melodia, sequência estruturada de sons,
elementarmente se exprime. Terá sido em parte este facto que, no decurso da
história das ideias sobre a música, levou alguns a defenderam que na melodia
encontramos o elemento primeiro, principal desta arte?
Dizer linearidade ou caducidade significa aqui o mesmo, referindo-se ambos os
termos à efemeridade essencial da música, que se faz desfazendo-se, por assim
dizer. Efemeridade que implica outra característica determinante do fenómeno
musical: a sua irrepetibilidade, ou irreversibilidade. Cada interpretação duma
mesma obra, como empiricamente sabemos, é única, quer dizer, é sempre,
necessariamente diversa — diversa de todas as outras interpretações,
eventualmente pelo mesmo intérprete, radicando na irreversibilidade do tempo
essa unicidade, que não poderíamos ver negativamente, mas como outro dos
traços essenciais da música e um dos sinais impressivos da sua grandeza.
A técnica da gravação de som que veio possibilitar a reprodução ilimitada
duma determinada interpretação pode, entre outros aspectos negativos, induzir a
ideia de que seria contornável a efemeridade da música. Que fazer? Não admitir
essa cristalização da obra na que é apenas uma circunstancial concepção da
mesma, como o director de orquestra que recusasse gravar qualquer das suas
[119]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
geniais interpretações, ou pelo contrário refugiar-se no estúdio de gravação,
recusando apresentar-se em recitais e concertos, como fez um pianista que não
tinha motivo para queixar-se de insucesso na sua carreira artística? Não importa,
agora, discutir eventuais dimensões práticas da questão: atente-se no cerne da
problemática que por detrás das duas atitudes se perfila, na necessidade de não
esquecermos que só na contingência do seu acontecer nos comunica a obra
musical os valores que consubstancia.
Merece cuidado a ideia, que por vezes se insinua, da obra como entidade que
resistisse à efemeridade da música: como se por ela, por via da sua indestrutível
individualidade de algum modo se vencesse a transitoriedade do tempo. O que
não dizemos no sentido romântico da eternidade que, por suas obras, teriam
conquistado os grandes criadores, mas no de que ao compormos a obra, ao dá-la
por acabada, a libertaríamos da fugaz, mortal condição de todas as coisas que,
ocorrendo no tempo, acabam num determinado momento. Como se a caducidade
do tempo pudesse ser vencida, ou compensada, pela durabilidade da matéria, do
espaço, a cuja ordem pertence a partitura!
É verdade que a obra musical se define por uma identidade que podemos
exprimir nos termos da análise musical, ou ambiguamente pela qualidade das
emoções que ela desperta em nós: uma “Quinta sinfonia” e um “Segundo concerto”
podem ter sido compostos em dó menor, ou uma “Missa” em si menor; um canto
da montanha pode ser alegre, ou triste, e outro, da planície, talvez plangente, ou
então vivo; também uma obra instrumental poderá, por escolha do autor, apelar a
determinadas atitudes afectivas, evocar impressões exteriores à música, ou até
imagens, e outra, também por opção do compositor, manter-se longe do contágio
daquilo que não é exclusivamente música, ou seja, o puro som. Para além disso,
todas dispõem efectivamente de individualidade, o que implica que as
reconhecemos, após conhecê-las, ainda que sejam em dó ou em si menor como
tantas outras, ainda que sejam alegres ou dolentes, se o são, como tantas outras.
Não obsta essa individualidade, todavia, ao facto de que qualquer obra
musical nos atinge por via duma interpretação, no duplo sentido (que não é duplo
afinal) que tem a palavra em domínio musical e em todos os outros domínios: sem
prejuízo dessa identidade que nos permite reconhecê-la para além das diferenças
de interpretação, ela muda, e é bom, é imprescindível que mude de execução para
execução. Só por ingenuidade, ou estreiteza de visão, poderíamos esperar
preservar, ou mesmo favorecer, a identidade da obra omitindo a interpretação.
Pelo contrário, é no facto de prescindir dessa extraordinária característica da arte
musical que reside um dos limites maiores das obras que recorrem apenas a
meios não humanos, a máquinas, para se efectivarem: continuando a consistir
numa fracção de tempo, a obra musical electroacústica mantém a sua identidade
enquanto obra, mas priva-se do que é um dos factores mais interessantes da
experiência musical: a presença viva (ou o seu registo, no caso da gravação) de
alguém, isto é, de um corpo expressivo que se encarrega da sua revivificação,
interpretando-a.
Tal é o assumir pela música da temporalidade a que está submetido o ser do
homem que podemos interrogar-nos sobre o que terá obtido alguma da música
[120]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
dita de vanguarda no que, segundo o entendimento de alguns, seria a sua
ambição de ultrapassar a linearidade do tempo. Por hipótese, venceria essa
linearidade a obra musical que, acontecendo toda ao mesmo tempo, num único
momento, estaticamente se prolongasse numa espécie de ataraxia, que
significasse como que a negação possível do movimento? Que fracção de tempo
duraria? Seria constituida por um único som, por um único acorde? Ao fim de
pouco tempo, mais não faria essa obra que se nos desse toda no seu início do que o
enfado que algumas vozes irónicas já desmontaram literariamente na ideia
comum de eternidade (Eça de Queirós, A perfeição). E que mais poderia o autor
de um belíssimo Quatuor pour la fin du temps do que simplesmente apelar à
pessoal convicção, inerente à sua própria crença religiosa, duma eternidade que
se sucederá ao fim do tempo, convicção que paradoxalmente exprime pelos
temporais meios que lhe oferece a sua arte? Talvez não devêssemos confundir o
que, por força da busca de caminhos novos para a expressão musical, significou o
abandono de cânones seculares de discursividade musical com prometeicas
tentativas de ultrapassagem de condições que, implicando já o próprio ser,
inexoravelmente impendem sobre as formas de expressão humana.
A definição da música como acontecimento não nos permite admitir como obra
musical uma porção de tempo em que nada aconteça, sob pena de termos de
reconhecer que falhámos a nossa tentativa de definição. O estabelecimento de
quatro minutos e trinta e três segundos (4’, 33’’) de silêncio valerá como obra
musical tanto quanto uma superfície vazia delimitada por uma moldura
constituirá uma obra pictórica. Ao tédio de ali, assumidamente, nada acontecer
(pode, é verdade, dizer-se que alguma coisa sempre acontece num determinado
lapso de tempo, nem que seja a expressão incontida do nosso tédio) poupa-nos
uma “segunda versão” (?) da obra proposta pelo autor com título muito mais
“reduzido” (0’, 00’’)... Como se verificou no contexto de diversos “ismos” que na
história das artes visuais no século XX se sucederam, devemos concluir que estes
ensaios se saldaram antes de mais por suscitarem a radical questão da essência
da obra de arte, quer dizer, daquilo que a arte tem de ser sempre, sob risco de, ao
ultrapassar os seus limites, deixar efectivamente de ser?
***
Como nenhuma outra forma de arte porventura, a música faz-se, pois, do
tempo. Porém, se nos contentássemos com uma descrição da experiência musical
nos exclusivos termos que acima utilizámos, falharíamos em parte a nossa
tentativa de entendimento do fenómeno que nos propusemos abordar. Não porque
fosse falso o que sobre a música foi referido, mas por dela dar-nos apenas uma
dimensão que, sendo determinante, é, de qualquer modo, parcial.
Lembremos, primeiro, que já a experiência sonora não é, por natureza,
atomística: também na corrente percepção auditiva não são elementos esparsos,
absolutamente individualizados, que consecutivamente apercebemos. Escutamos
o mundo, uma parte dele, em sons simultâneos ou sucessivos a que a percepção
em todo o caso dá forma. Do mesmo modo, é a obra musical na totalidade que,
[121]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
independentemente das suas dimensões e características, experienciamos, e é
essa totalidade que em nós permanece para além da audição. Para sermos fieis ao
fenómeno nas diversas dimensões com que ele se nos apresenta, temos mesmo de
reconhecer que a experiência musical não se reduz ao exclusivo momento da
escuta da obra, ou ainda menos à apreensão parcelar dos sons que a fazem, à
sequência de sensações que ela determina em nós. Se assim fosse, pouco dela
chegaria a interessar-nos, dificilmente se justificaria o esforço de a fazer.
Efémera, não pode a música sê-lo a esse ponto: precisando o que antes foi escrito,
deveremos talvez propor que ela não será, em rigor, efémera, não se perde
totalmente à medida que, momento a momento, se vai fazendo. Fazemo-la,
procuramo-la, porque ela permanece em nós, por algo de importante que nos
cede.
Exageramos se dissermos que, ao sairmos de um concerto ou recital, trazemos
connosco as obras escutadas? Dirão alguns que isso só é possível afirmar
metaforicamente, pressupondo que não é a metáfora a própria coisa, a realidade
para que remete, diferença que não devemos escamotear. E lembrarão talvez que
se quisermos usufruir novamente da obra musical só nos resta regressar, num
outro dia, à sala de concertos. É, evidentemente, diversa a nosa relação à obra
musical enquanto esta é executada e, em toda a sua pujança, se nos oferece
durante algum tempo, de quando apenas a rememoramos, ainda sob o seu
pertinaz feitiço. Mas é isso precisamente que nos obriga, por mais sensíveis que
fôssemos aos argumentos a que acabamos de atender, a admitir que algo subsiste
da experiência musical até depois do seu termo.
Entre um extremo da proposta da completa caducidade do momento e o outro
da negação do tempo como pura aparência, devemos talvez, dialecticamente,
ensaiar uma terceira via que nos parece induzida pela natureza da experiência
musical. Acordaremos todos, obviamente, em que a obra acaba quando termina a
sua execução — quando o cantor se cala, quando o chefe de orquestra deixa cair
os braços; mas experimentamos igualmente que não se extingue então o sentido
da música, que não se restringe o seu alcance ao estrito tempo da duração da
obra. O que começa com a própria experiência da música, com a emoção que ela
desperta em nós, não morre por força da barra final que na partitura a encerra.
Se é verdade que a música não existe sem o que não é música, ou seja, que não
se entende o tempo tornado música sem a separação do tempo que permanece não
musical (o do quotidiano, o do som não assumido, ou recusado pelo compositor),
também o é que ela se projecta de algum modo no próprio silêncio em que parece
dissolver-se: na vida, que não é música, mas inclui a música. Feita de tempo,
diversa embora do tempo de que se fez, a obra musical inunda esse outro tempo
com uma dimensão que ele não tem, capacidade que não reclamaremos decerto
como apanágio da música, mas caracteriza pelo menos as artes ditas do tempo.
Ou mesmo, nalguns aspectos, toda a forma de expressão artística, visto que
afinal, como em outros textos temos acentuado, a arte não vale por aquilo que
mimeticamente fosse buscar à realidade, mas pelo que generosamente lhe
acrescenta, no mínimo pelo que dela transfigura.
[122]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
Em que consiste esse depósito, por assim dizer, que em nós vai deixando a
música? A resposta a esta difícil questão já foi dada, em parte, por tudo aquilo
que se vem propondo sobre a “mensagem” da obra de arte, no caso, da obra
musical. Cremos que quando disso falamos pretendemos referir-nos precisamente
a essa capacidade que tem a música, feita da transitoriedade do tempo, de
comunicar-nos algo de não caduco, de perene — que, sendo dela, se torna nosso
verdadeiramente. Não é o que reconhecemos quando dizemos que trazemos a
música para a própria vida, ou mesmo que pode a música transformar a nossa
existência, sem isso significar que ela tenha, por si, o condão de salvar o mundo?
Não se explicaria este extraordinário fenómeno por unilateral qualidade da
própria música, nem por qualidade exclusiva do sujeito que a vive, mas pela
perfeita adequação do ser da música ao ser do homem, adequação que
encontrámos na temporalidade de ambos. Temporalidade, contudo, que agora
podemos melhor aperceber: a sucessividade e a caducidade que a música vai
beber ao tempo, fazendo-as suas, configuram nela, como no homem, uma
dimensão que não parece incompatível com outra que, diversa, contrária
porventura, de certo modo a compensa. A noção de perda inerente à nossa
experiência do tempo, expressa no caso da experiência musical pelo facto de
termos de aceitar o fim do estado de inebriamento em que ela eventualmente nos
mergulhe, não obsta à vivência dos valores como duradouros, o que talvez
denotem particularmente os valores artísticos. Podemos afirmar ainda, no que se
refere às artes do tempo, que a sua pregnância as faz ultrapassar de alguma
forma o tempo de duração da obra? Não vemos que a esta pergunta possa a
resposta ser outra que não a afirmativa.
Assim se justifica a proposta da ideia de atemporalidade, que seria
porventura desnecessária se não fosse redutora a corrente concepção do tempo,
que para o descrever se limita a considerar a sua transitoriedade: como se este
consistisse, para nós, num mero processo sucessório em que aquilo que vem
depois nada retém do que antes ocorreu. Sendo-nos vedado falar de
intemporalidade, a não ser como reverso vazio da temporalidade, estará ao nosso
alcance pelo menos intentar uma reflexão sobre essa dimensão da nossa
existência que designamos por atemporalidade, para a qual poderá contribuir a
análise da experiência musical. Demonstra esta, por uma das suas dimensões
essenciais, que o tempo não é apenas esse monstro que vai consumindo
insaciavelmente a nossa existência? Se algo do primeiro andamento duma
sinfonia subsiste ainda depois de executado, ao longo da execução do segundo, e
assim de seguida, até ao último andamento, permitindo-nos falar duma percepção
da obra como tal, sem que isso represente um mero jogo verbal sem vislumbre de
correspondência na realidade, que podemos daqui inferir sobre a própria
natureza do tempo?
Porquê, como somos capazes de experimentar simultaneamente o fim da obra
musical e sentir que o seu sentido se ancora em nós e permanece, penhor de algo
de fundo, de profundamente necessário ao nosso ser? Decorre esta fundamental
aptidão da sua condição de arte, de que a música comunga com as demais formas
de arte, ou releva, como talvez subentenda o que vimos dizendo sobre a sua
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
específica natureza enquanto modalidade artística, de alguma particular
característica dela? Alargando o âmbito da interrogação até além da estética e da
teoria da arte, quer isto dizer que o tempo, de que se nutre a música, não é
completamente transitório, isto é, que deixa o seu fluir em nós um lastro que ele
já não devora? Filhos de Cronos, devorador de seus filhos, como eloquentemente
consignou a mitologia, consegue alguma dimensão do nosso ser resistir a esse
vórtice em que experimentamos se esvai, momento a momento, a nossa
existência?
Parece, com efeito, a descrição que empreendemos da experiência musical
denotar que o tempo enquanto vivido pelo homem (se é o tempo mais do que isso,
quer dizer, se podemos afirmar que ele existe sem o homem) não pode descreverse apenas como cascata de momentos sucessivos em que nada subsistisse dos
momentos anteriores, mas sim como processo minimamente cumulativo,
permitindo que do passado algum traço, de algum modo, persista no presente,
assim se garantindo um futuro. É, como todos sabemos, carregando o nosso
passado, com o seu peso simultaneamente positivo e negativo, que vamos vivendo
a nossa vida, o tempo que nos vai sendo dado viver. A memória, que uns
entenderão como o penhor de eternidade que nos resta, constituirá para outros a
evidência, a garantia desse arrastamento do passado no presente e, assim, o meio
de no futuro preservarmos a nossa existência íntegra.
Baste-nos por ora, face a esse outro desafio que para o entendimento
representa a memória, frisar apenas o inestimável valor que por ela advém à
existência humana. Valor não cerceado, ou ainda menos negado, pelo facto de ela
não nos dar o ser na plenitude da sua presença: presença duma ausência, a
memória configura precisamente essa capacidade que temos de experimentarmos
o nosso passado enquanto tal, isto é, como a vida que perdemos mas,
paradoxalmente, permanece nossa para sempre. Também no que respeita à
experiência da música, é graças a esse extraordinário mecanismo, por assim
dizer, que trazemos connosco os sons escutados, que conseguimos guardar, do que
ela nos deu — de si mesma, do seu criador, dos seus (re)criadores — alguma coisa
que no processo da sua execução se não perdeu, nos foi eficazmente comunicado.
Arrancando-nos aos limites do presente, trazendo passado e futuro para um
quotidiano feito da caducidade do momento, também o sonho — aqui menos no
sentido das imagens que involuntariamente nos assediam durante o sono do que
no das construções da imaginação que todos experimentamos em estado de vigília
— pode entender-se como especial interveniente nessa dimensão que no homem
parece resistir à transitoriedade do seu ser. Individual ou colectivo (como os
poderíamos separar?), ressalta nele essa promiscuidade das diferentes dimensões
do tempo, essa fuga do fragmentário, do caduco, para um tempo de integridade
que não é verdadeiramente o dos nossos dias. Que representa, por exemplo, o
sonho duma sociedade perfeita que acalentaram quase todas as utopias históricas
senão o apelo a um nebuloso futuro de harmonia, mais raramente, a uma
ancestral idade de ouro, que nos daria, ou teria dado, aquilo que o conflituoso
presente nos nega? Propondo-se-nos como um universo que se desejaria perfeito
(tenha-se presente a riqueza de conotações, musicais ou não, que confluem na
[124]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
palavra “harmonia”), a música é, por essa ambição, utópica. O sentido do que
Cioran, com coragem blasfema, disse da obra de Deus por oposição à perfeita obra
de Johann Sebastian Bach talvez deva serenamente reduzir-se a esse aspecto da
obra musical, que se nos apresenta realmente como ensaio, ou sonho, de um
verdadeiro cosmos, rechaçando, ao mesmo tempo compensando, as imperfeitas
formas do mundo em que emerge.
A música, que dissemos a mais temporal de todas as artes, como que recusa
por outro lado o tempo, que se nos esfuma a cada momento vivido, em que vamos
perdendo os valores de presença que poderíamos tomar por definição mesma do
momento. Intrinsecamente feita de tempo, não a diríamos intemporal, mas ela
parece carregar essa recusa do fim definitivo que, como fôlego silencioso, talvez
subjaza toda a acção humana. Ser no tempo e ser para a morte, como foi
designado, não chega o homem ao fim do seu percurso tal como nasceu, de mãos
vazias, mas já portador de toda uma história: simultaneamente, a que lhe foi
dado viver e ele escolheu viver. Grande porque faz sua a nossa mortalidade, a
música é-o também porque acolhe, se não o nosso desejo de eternidade, o que
apenas uns chegarão a afirmar, então a experiência do absurdo de tudo perecer, a
que em algum momento da sua existência todo o indivíduo humano deveria abrirse. Na música encontramos, como dissemos, uma adequada metáfora da nossa
existência não só porque assume a finitude dessa existência, mas ainda porque
guarda as marcas da sua abertura à transcendência.
José Bettencourt da Câmara
[email protected]
[125]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
HACIA UNA DEFINICIÓN HEGELIANA DEL ARTE
Carlos Blanco, Harvard University 1
Resumen: La reflexión filosófica de Hegel sobre el arte constituye una de sus
contribuciones más bellas al idealismo alemán. Hegel poseía un gran conocimiento de la
historia del arte occidental. El objetivo de este artículo es analizar el tratamiento
hegeliano de la naturaleza del arte, con el ánimo de identificar las principales
categorías que emplea, y cómo sus consideraciones quedan integradas en su sistema
general de pensamiento.
Abstract: Hegel’s philosophical reflection on Art is one of his most beautiful
contributions to German idealism. Hegel had an outstanding knowledge of the history
of Western Art. The aim of this paper is to analyze the Hegelian treatment of the
nature of Art, trying to identify the main categories he uses and how his considerations
are integrated within his general system of thought.
La obra filosófica de G.W.F. Hegel (1770-1831) no se puede entender sin su
intento de comprensión unitaria de todos los fenómenos del mundo de la
naturaleza y del espíritu. La síntesis hegeliana es, de esta manera, uno de los
intentos más extraordinarios que ha conocido el pensamiento occidental por
unificar la diversidad en un marco conceptual común.
La Ilustración había transformado decisivamente el panorama intelectual
europeo. La educación que Hegel recibió primero en la facultad de teología de
Tübingen (donde trabó amistad con Hölderlin y el precoz Schelling) y más tarde
en Berna y Frankfurt am Main, se caracterizaba por la preponderancia de la obra
de I. Kant, que había inaugurado una etapa de cuestionamiento crítico en la
filosofía occidental sobre el alcance y los límites de la razón humana.
Durante su estancia en Jena, Hegel tuvo la oportunidad de conocer a los
principales representantes del movimiento romántico, que por entonces
despuntaba en Alemania, con nombres tan relevantes como los de los hermanos
Schlegel, Novalis, Tieck, Fichte o Schiller, todos ellos claves en el desarrollo de la
filosofía clásica alemana y, en lo que nos concierne, en la sistematización de la
estética romántica.
En uno de sus trabajos tempranos, Diferencias Entre los Sistemas Filosóficos
de Fichte y Schelling (1801), Hegel había definido la filosofía de Fichte como la
afirmación de la supremacía del “ego” sobre la naturaleza. La naturaleza, de
hecho, es definida en el sistema fichteano como el no-yo, como la negación del yo
1 Visiting Fellow, “Committee on the Study of Religion”, Harvard University, Barker
Center,
02138
Cambridge
MA
(USA).
E-mail:
[email protected];
carlos.s.blanco@gmail. com
[126]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
que es necesaria para que el yo culmine su auto-conocimiento. Por el contrario,
Hegel piensa que la filosofía de Schelling ha intentado reconciliar el “ego” con la
naturaleza en lugar de sostener una subordinación ontológica.
La obra de Hegel consistirá, precisamente, en una tentativa de reconciliación
entre la naturaleza y el espíritu aún más ambiciosa (y a la larga más exitosa e
influyente) que la del Sistema del Idealismo Trascendental (1800) de Schelling.
Tal síntesis se fundamentará en la descripción de las etapas que el espíritu
atraviesa en su evolución, incesante pero también traumática, hasta lograr
reencontrarse consigo mismo, tal y como aparece formulada en la Fenomenología
del Espíritu (1807). En 1817, Hegel publicará su monumental Enciclopedia de las
Ciencias Filosóficas, en el que une armónicamente sus trabajos previos sobre
ciencia de la lógica, filosofía de la naturaleza y filosofía del espíritu, dando como
resultado el que quizás sea la tentativa “más atrevida y ciertamente fructífera
llevada a cabo por cualquier pensador desde Plotino para sistematizar el
pensamiento de toda una civilización”2.
El interés de Hegel por la filosofía es un interés verdaderamente universal.
Ningún área tradicionalmente incluida dentro de la reflexión filosófica escapa a
su poder sintético. En lo que respecta a la estética, Hegel es sin duda uno de los
pensadores más relevantes. Sus Vorlesungen über die Ästhetik, compiladas y
editadas por H.G. Hotho tomando como referencia las clases dictadas por Hegel
en la Universidad de Berlín, constituyen una buena prueba no sólo de la hondura
filosófica de Hegel en su tratamiento de los principales conceptos de la estética (lo
bello, el arte…), sino que dejan traducir un asombroso conocimiento de la historia
de la arte en sus diversas formas y mediaciones culturales. A diferencia de Kant,
quien indudablemente elaboró una poderosa filosofía de la estética, pero de cuyos
escritos difícilmente se deducirá un amor apasionado por las artes, en el caso de
Hegel puede percibirse cómo nuestro autor irradiaba un auténtico entusiasmo
por el arte. Hegel, de hecho, y al contrario que Kant, había recorrido las grandes
capitales europeas, visitando sus museos más célebres. Consta que en 1822 viajó
a los Países Bajos, en 1824 a Viena y en 1827 a París, y parece ser que Hegel
asistía con frecuencia a la ópera. Causó en él un impacto duradero la audición de
la Pasión según San Mateo de Johann Sebastian Bach, producida por
Mendelssohn tras décadas de olvido de la obra del genial compositor alemán.
La estética de Hegel analiza el arte no como una manifestación aislada de la
creatividad humana, sino como un momento culminante en la evolución del
espíritu. La tríada de lo bello, lo bueno y lo verdadero, en la que resuenan los
trascendentales de la filosofía escolástica, es en Hegel la tríada del arte, la
religión y la filosofía como determinaciones supremas del espíritu. En el arte, el
espíritu inicia el reencuentro definitivo consigo mismo como espíritu absoluto,
reencuentro que culmina definitivamente en la filosofía, donde el espíritu
2 H. Paolucci, Hegel: On the Arts. Selections from G.W.F. Hegel’s “Aesthetics or Philosophy
of Fine Arts”, abridged and translated with an introduction by H. Paolucci, Griffon House,
Smyrna 1977, ix.
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absoluto es noeses noeseos, el “pensamiento que se piensa a sí mismo” en el
supremo acto de pensar, concepto formulado por Aristóteles en el libro XII de la
Metafísica y que Hegel incluirá como colofón de su Enciclopedia de las Ciencias
Filosóficas.
La esencia del arte es la belleza, la esencia de la religión es la bondad
(subyace aquí la reducción de la religión a ética que había llevado a cabo Kant en
su Crítica de la Razón Práctica y en La Religión dentro de los Límites de la Mera
Razón) y la esencia de la filosofía es la verdad. Estos tres momentos representan
las etapas culminantes de la evolución del espíritu, que tras el largo y no poco
traumático proceso de auto-alienación, de salida de su ensimismamiento inicial,
atravesando los distintos estadios del mundo de la objetividad natural y de la
historia, vuelve a sí como espíritu absoluto, como espíritu que asume y supera (en
la Aufhebung) la subjetividad y la objetividad, lo infinito y lo finito.
La principal diferencia que existe entre la aproximación hegeliana a la
estética y el acercamiento que se había venido dando con la Ilustración reside en
la importancia del elemento histórico. La racionalidad ilustrada se caracterizaba
por una pugna con lo histórico. La devaluación de la historia ha sido una
constante en el pensamiento racionalista. Ya Descartes negaba el carácter
científico de la historia al considerar que sobre hechos particulares no podían
establecerse principios o reflexiones generales, que es la base de la ciencia3, que
mediante deducciones diesen lugar a afirmaciones específicas, y siglos antes
Aristóteles había establecido que del pasado no cabía ciencia4.
La Ilustración, aunque privilegiase la dimensión científico-técnica de la razón
humana en comparación con la filosofía continental del siglo XVII, también dio
muestras de un gran anti-historicismo. El ansia de romper con la tradición
anterior, cambio éste impulsado por las luces que proceden exclusivamente de la
razón humana y no de prejuicios o de creencias históricamente aceptadas, motivó
que la historia no fuese apreciada en su justa medida, y que el ideal de
conocimiento cierto y universal se reservase para las matemáticas y las ciencias
experimentales. La Crítica de la Razón Pura (1781) de Kant es un buen ejemplo
de ello. Difícilmente encontraremos en esta obra monumental del pensamiento
ilustrado una alusión a la relevancia del entendimiento histórico de la
racionalidad humana y de las creaciones humanas (el arte, la ciencia, la
técnica…). Lo que se buscaba era un modo de conocimiento, ejemplificado
fundamentalmente por las disciplinas científicas y matemáticas, que permitiesen
al ser humano llegar a verdades ciertas y universales que pudiesen verificarse y
hacerse evidentes para todos. La historia, por el contrario, parecía sujeta a
disputas sin fin e incapaz de proporcionar certezas universales.
Todo cambiará en el siglo XIX. Con el advenimiento de la conciencia histórica,
que empieza en los epígonos de la Ilustración y que se despliega con inusitada
3 Cf. F. Copleston, History of Philosophy : From Descartes to Leibniz, Newman,
Westminster 1959, 90ss.
4 Afirmación recogida en la Poética 9, 1451b 3ss.
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fuerza durante el romanticismo, la crítica del esquema de racionalidad de la
Ilustración dará paso a una racionalidad esencialmente histórica. El ser humano
se comprenderá así mismo no como un sujeto que piensa (el ich denke kantiano),
sino como un sujeto que piensa y actúa en la historia. La filosofía de Hegel
constituye quizás el intento más atrevido, y al mismo tiempo poderoso e
influyente, de integrar la historia en un sistema coherente, universal y certero de
racionalidad humana que hemos conocido en el mundo occidental. Por primera
vez (aunque podríamos identificar precedentes notables en la obra de G.B. Vico)
la historia no se concibe como un apéndice de la síntesis racional que elabora la
filosofía, sino como una de sus partes integrantes.
El giro histórico protagonizado por Hegel se traducirá, en el caso de la
estética, en una justa apreciación de la historia del arte. La historia del arte no
recibió la suficiente atención en la Ilustración, más preocupada por establecer
cánones de belleza y armonía con base en la racionalidad (una racionalidad que,
en el fondo, se inspiraba en las matemáticas) que por examinar la evolución de
las ideas artísticas a lo largo de los siglos y en las distintas culturas. En el
romanticismo, sin embargo, la historia será contemplada como una fuerza de
desarrollo vital.
La transformación operada por el romanticismo en la estética se deja ver
también en la ruptura con la imitación como esencia del arte. Si para los
ilustrados la belleza artística sólo podía hallarse en la imitación de las formas
naturales, en una imitación que reflejase sus armoniosas proporciones y su
regularidad, el romanticismo no examinará el arte desde la óptica de la imitación,
sino desde la perspectiva de la subjetividad humana que ansía expresarse en la
obra artística.
La estética hegeliana, por su parte, al no centrarse en la imitación
racionalista de la naturaleza, supone también una decisiva apertura en la
extensión del concepto de lo artístico, que a partir de este momento estará en
condiciones de abarcar otras culturas y de abrirse a otras visiones del arte que,
por no amoldarse a los criterios de la Ilustración, se habían quedado al margen de
la reflexión filosófica. Es mérito de Hegel haber reconocido lo artístico más allá de
las fronteras que la estricta racionalidad occidental había impuesto a lo artístico.
La superación de ese límite, el vencimiento de la barrera levantada por la
afirmación de la imitación como modelo de belleza en exclusiva, obligará a la
estética hegeliana y post-hegeliana a identificar el arte y su auténtico valor con la
expresión de la subjetividad.
Así, y en palabras de Hegel, “una vez que está claro que el verdadero
contenido de todo genuino arte debe ser necesariamente ideal, no naturalista, es
posible establecer comparaciones, al menos en términos de contenido, entre las
obras maestras del arte griego y las de los pueblos que nunca pretendieron tanto
como obtener su inspiración artística de la naturaleza, sino que más bien
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
buscaron representar en el arte una presencia ideal del espíritu en el universo,
experimentada como sobrenatural y divina”5.
La frase de Hegel es suficientemente elocuente: la estética de la Ilustración, al
focalizarse únicamente en la imitación de la naturaleza como fuente de la belleza
artística, no fue capaz de percibir el valor de las manifestaciones artísticas de
otras culturas y pueblos del globo que no sintieron esa necesidad de imitar la
naturaleza para expresar la belleza. La imitación, en la línea de los cánones
artísticos legados por el mundo clásico, Grecia y Roma, y que volvió a conocer un
nuevo apogeo con el Renacimiento y finalmente con el neoclasicismo en el siglo
XVIII, no es la única fuente de belleza artística. Otras culturas, en lugar de mirar
a la naturaleza, encontraron en la interioridad humana su inspiración. No
querían representar la naturaleza, sino representar al mismo espíritu humano,
tal y como se había “encarnado” en sus respectivas culturas.
Hegel comienza su exposición sobre estética proponiendo una definición de la
belleza artística: “la belleza artística, más que la belleza natural, es el objeto de la
estética, que puede ser llamada más propiamente la filosofía de las bellas artes”6.
En este párrafo, Hegel reafirma su convicción de que la belleza artística no
puede reducirse a una mera imitación de la belleza natural. La rebasa necesaria
y constitutivamente. Al sostener esta superioridad de la belleza artística sobre la
belleza natural “queremos decir que la belleza del arte pertenece a la mente y que
sólo la mente es capaz de la verdad”7. La belleza responde al juicio de la mente.
Es la mente la que encuentra belleza en las creaciones ideadas y ejecutadas por el
hombre, porque sólo la mente descubre la verdad. Por verdad Hegel no entiende
una verdad matemática o científica, sino una verdad que brota de la subjetividad
humana: la verdad de cómo se concibe a sí mismo el ser humano en sus
manifestaciones artísticas, por lo que “para ser auténticamente bello, algo tiene
que tener un elemento de mente y ser el producto de la mente”8.
En el esquema hegeliano de la evolución de la idea, ésta se presenta en primer
lugar como idea en sí, objeto de estudio de la ciencia de la lógica. Seguidamente,
la idea sale de sí, se aliena, se extraña, y se despliega en el mundo de la
objetividad: es la idea fuera-de-sí, la idea objetiva, campo de estudio de la filosofía
de la naturaleza. Y en el momento final de la evolución de la idea, ésta vuelve a sí
asumiendo la idea en sí y la idea fuera-de-sí. La idea es ahora espíritu, pertenece
al mundo de la interioridad y de las creaciones humanas, espíritu primero
subjetivo (en la psicología, en el estudio de la subjetividad humana), luego
objetivo (en la historia, en el derecho, en las instituciones sociales y políticas…) y
finalmente absoluto en el arte, la religión y la filosofía.
La naturaleza responde a la auto-alienación de la idea, que necesita salir de sí
para reconocerse. El arte, por el contrario, es una etapa culminante de la
5 Op. cit. xviii.
6 Op. cit. 1.
7 Op. cit. 2.
8 Ibid.
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evolución de la idea, en la que la idea es ya espíritu y se identifica con las
creaciones más elevadas del ser humano. Es por ello que en el arte la belleza es
resultado de la actividad de la mente. No es una belleza objetiva o espontánea,
sino una belleza buscada e ideada por la mente, y la belleza que percibimos en la
naturaleza es un reflejo de la belleza de la mente, que se encuentra a sí misma
expresada en las formas naturales.
En su condición de producciones de la actividad mental, las obras de arte son
para Hegel espirituales. Ya hemos podido ver cómo en Hegel la idea se convierte
en espíritu cuando inicia el proceso de retorno después de haberse alienado como
idea objetiva, y que ese espíritu coincide fundamentalmente con la esfera de lo
humano. La creación artística es tan propia de la mente como lo es el
pensamiento, por lo que “cuando la mente examina el arte a la luz de
consideraciones científicas, de hecho se limita a satisfacer su necesidad más
íntima”9. La mente necesita expresar su subjetividad como arte. Lo necesita
porque constituye un momento inexorable en la dinámica del espíritu.
Como consecuencia de este planteamiento, puede decirse que al filósofo le
interesa el arte como necesidad absoluta del ser humano. No le interesa el arte
como una necesidad puramente contingente del hombre, sino que “la necesidad
humana de arte, no menos que su necesidad de religión y de filosofía, tiene su
raíz en su capacidad de reflejarse a sí mismo en el pensamiento”10. El arte, la
religión y la filosofía, lo hemos reiterado, no surgen por casualidad en la historia
de la humanidad. Surgen como resultado necesario de la evolución del espíritu.
En ellos, el espíritu es espíritu absoluto, espíritu en el que la idea ha logrado
vencer su ensimismamiento inicial (la idea como lógica) con su alienación, su
salir fuera de sí y extrañarse en el mundo de las entidades objetivas (la
naturaleza) desprovistas de racionalidad, reencontrándose a sí misma como
mente que asume lo subjetivo y lo objetivo y, sin aniquilarlos, los supera. Esa
integración entre la idea y la materia se efectúa primero en el mundo de la
interioridad humana, en la psicología, seguidamente en la historia y en las
estructuras sociales, políticas y económicas que el ser humano ha diseñado a
través de los siglos, y finalmente en el arte, la religión y la filosofía como
momentos, como determinaciones supremas a las que el espíritu se ve sujeto
antes de ser espíritu verdaderamente absoluto.
La dinámica del espíritu conduce necesariamente al arte. El hombre no puede
vivir sin arte, como no puede vivir sin religión o sin filosofía, razona Hegel, lo que
se debe no a una exigencia que el ser humano se imponga a sí mismo, sino a una
exigencia del absoluto. El absoluto necesita del arte, de la religión y finalmente
de la filosofía para completar el proceso universal que le guía hacia su
constitución definitiva en espíritu absoluto.
Para Hegel, la aproximación empírica al arte es indispensable, pero debe
partir de consideraciones históricas. No basta con estudiar la obra artística en su
9 Ibid.
10 Op. cit. 3.
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materialidad de forma aislada, como una entidad descontextualizada del
momento histórico en que se ha realizado. Pero tampoco es posible estudiar el
arte con un entendimiento puramente abstracto y teórico de la idea de belleza en
sí, al modo de Platón. La verdadera finalidad de la estética debe consistir,
precisamente, en combinar la universalidad metafísica atribuible a la idea de
belleza en sí, y lo genuinamente particular de la obra artística concreta que
expresa a su manera y con sus particularidades la idea de belleza en sí.
El hombre es una conciencia pensante. No es un ser inmediato y singular,
como las demás criaturas que habitan en el mundo, sino que en virtud de la
actividad de su mente se “reduplica”, y existe para sí porque se piensa a sí
mismo. Y esta reduplicación la lleva a cabo teórica y prácticamente. El ser
humano se piensa a sí mismo en la filosofía o en la disquisición teórica sobre
quién es, qué puede conocer, qué puede hacer o qué le está permitido esperar
(refiriéndonos a los grandes interrogantes propuestos por Kant), pero también se
piensa a sí mismo en la práctica, por ejemplo al dar nueva forma a las cosas
externas. La transformación de la humanidad se inscribe dentro de la actividad
más específica y propia del ser humano: la constitución de mundos.
El hombre no se limita a vivir y actuar en el mundo que la naturaleza
(entendiendo por naturaleza no una entidad estática, sino la naturaleza en
evolución, la naturaleza que de acuerdo con las leyes de la evolución ha ido
determinando el modo en que se configura la vida) le impone, el mundo con el que
se encuentra con independencia de su acción. El hombre crea mundos, constituye
mundos en los que se refleja a sí mismo. Con esos mundos, el hombre es capaz de
humanizar lo no-humano: la naturaleza, el espacio, el tiempo. La constitución de
mundos en la historia es una etapa necesaria de la evolución del espíritu. En la
actividad humana el espíritu ya no se encuentra alienado, extrañado en la esfera
de las formas objetivas de la naturaleza. En la actividad humana, el espíritu
retoma la iniciativa y vuelve a sí, subjetivizando, humanizando el mundo que le
rodea.
La antropología y las ciencias sociales han expresado esta idea diciendo que
en el ser humano la naturaleza se convierte en cultura. Todo es cultural en el
hombre, porque todo está mediado por su actividad reflexiva. Toda actividad
humana, incluso las aparentemente más básicas y coincidentes con las
necesidades fisiológicas que también hallamos en el reino animal, atraviesan una
mediación cultural. La alimentación es cultura en el hombre, y no mera
satisfacción de un instinto natural. De hecho, un observador privilegiado de lo
humano como Sigmund Freud definirá cultura como “todo aquello en que la vida
humana ha superado sus condiciones zoológicas y se distingue de la vida de los
animales”11. Esta definición, sumamente sucinta, le sirve a Freud para
caracterizar como cultural todo aquello que no se puede explicar en términos
puramente zoológicos. En otras palabras, cultura sería en el ser humano lo que le
distingue del resto de los animales.
11 S. Freud, El Porvenir de una Ilusión, Alianza, Madrid 1984, 214.
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Y la cultura ha tomado dos direcciones fundamentales. La primera hace
referencia al intento de dominio de la naturaleza que ha protagonizado la especie
humana. Mediante la cultura, y sobre todo a través de la ciencia y de la técnica,
el ser humano logra dominar la naturaleza. Fuerzas otrora incontrolables que
escapaban a su poder, pasan a ser comprendidas y doblegadas. Y, por otra parte,
la cultura manifiesta una segunda dirección: la de gestar organizaciones para
regular las relaciones humanas.
En la filosofía de Hegel, la cultura se manifiesta ciertamente en el dominio de
la naturaleza y en la edificación de un mundo social, que son en realidad aspectos
convergentes de una misma actividad humanizadora que proyecta la mente
humano en lo que le es externo (la naturaleza, los otros…). Pero en último
término, la cultura alcanza lo absoluto, la determinación suprema e insuperable
que puede experimentar el espíritu, cuando se expresa en el arte, en la religión y
en la filosofía.
En el caso del arte, “al poner el sello de su ser interior sobre las cosas,
confiriéndoles sus propias características”12, el hombre se reduplica a sí mismo,
se piensa a sí mismo, y en este poder de reflexionar sobre su propio ser y de
concebirse continuamente radica su libertad espiritual.
Si en toda actividad humana se manifiesta esta capacidad de reduplicación,
esta conciencia que le permite al hombre pensarse y a sí mismo y transformar la
realidad exterior a él en base a su idea y al poder de su mente, ¿dónde reside la
especificidad del arte? El arte se distingue de otras realizaciones humanas, ante
todo, en que está hecho para la aprehensión sensible del hombre, de tal manera
que en última instancia se dirija a su mente, “para así encontrar una satisfacción
espiritual en ello”13.
El arte está concebido para ser contemplado con los sentidos, la religión para
ser vivida con el corazón, y la filosofía para ser pensada. Estas tres actividades
supremas del espíritu responden a la belleza, la bondad y la verdad, las tres ideas
supremas del espíritu: lo estético, lo ético y lo noético. “Las formas sensibles y los
sonidos del arte se nos presentan no para levantar o satisfacer el deseo sino para
suscitar una respuesta y un eco en todas las profundidades de la mente”14.
Es interesante notar que la grandeza del arte no consiste en la realización
material de una obra bella. La grandeza del arte consiste en que esa realización
material sea capaz de suscitar una respuesta, un eco en la conciencia. La obra
artística tiene que apelar a la interioridad humana. En ella, el hombre ha querido
reflejar su idea de belleza y espera reencontrarse consigo mismo, quiere
reconocerse como creador. El arte no es ornamento o decoro, sino pensamiento de
lo bello. El arte no es sólo exterioridad, sino exterioridad destinada a apelar a la
interioridad.
12 H. Paolucci, op. cit. 4.
13 Ibid.
14 Ibid.
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“Así, lo sensible puede espiritualizarse en nosotros porque en el arte es lo
espiritual lo que aparece en forma sensible”, y “esto es lo que constituye
genuinamente la imaginación productiva artística, la fantasía”15. La obra
sensible sólo es verdadero arte si existe como fruto de una auténtica actividad
productiva del espíritu, de manera que lo espiritual y lo sensible se unan como
una síntesis indivisible, superando toda dialéctica, toda contradicción entre
sensibilidad y espíritu. La fantasía artística es así el espíritu en cuanto creador,
que ejecuta las ideas de la mente, haciendo que el arte en realidad surja de lo
más profundo de la conciencia. “Cuando esa fantasía es verdaderamente artística,
es la imaginación de una gran mente y de un gran corazón quien toma y crea las
ideas y las formas de tal modo que exhiban los más profundos y universales
intereses humanos en representaciones sensibles completamente formadas”16.
Y, continúa Hegel, el arte no puede limitarse a ser una imitación de la
naturaleza. La mera copia de lo existente es superflua, porque no añade nada a lo
existente. En todo caso corre el riesgo de desvirtualizarlo. La más genuina
actividad humana no es la imitación, sino la creación. La imitación es una
parodia de la vida auténtica, pero no consigue vivificar, dar lugar a nueva vida.
Lógicamente, el arte presenta formas naturales, pero “lo que el mundo natural
ofrece no puede convertirse en regla para el arte, y mucho menos puede ser su
finalidad la mera imitación de la apariencia externa como externa”17.
¿Cuál debe ser, así pues, el contenido propio del arte? ¿Un contenido de
carácter didáctico? ¿Debe ponerse el arte al servicio de la enseñanza, al igual que
las vidrieras y los pórticos de las catedrales medievales respondían al deseo de
transmitir los contenidos de la fe cristiana a quienes no podían leer? Si el arte se
redujese a didáctica, lo sensible en el arte sería sólo el medio para alcanzar dicha
finalidad, la de enseñar, siendo imposible percibir la fuerza de la contradicción
entre lo espiritual y lo sensible.
Para Hegel, la grandeza y el poder del arte no residen en la pacífica expresión
de la idea en la forma material. La grandeza y el poder del arte, la fuerza que es
capaz de suscitar en el espíritu, radica en que es capaz de expresar esa
contradicción entre la materia y la idea, contradicción que clama por una síntesis
superadora y reconciliadora. La realidad no es pacífica, sino dialéctica. La belleza
no puede surgir de la paz armoniosa entre los contrarios, sino de su pugna en
busca de una síntesis superadora e integradora que dé lugar a un mundo nuevo
en el seno de la subjetividad humana y de la historia.
Tomar conciencia de la contradicción es abrir las puertas de la contemplación
de la belleza, del bien y de la verdad. Sólo cuando el espíritu ha adquirido esa
conciencia es capaz de tomar las riendas de la historia y de iniciar la
reconciliación definitiva entre todas las contradicciones de la mente, la historia y
el mundo. Sólo entonces el espíritu es espíritu absoluto, y “cuando la experiencia
15 Ibid.
16 Ibid.
17 Op. cit. 5.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
cultural de toda una era se hunde en esta contradicción, es tarea del filósofo
mostrar que ningún término posee la verdad en sí mismo, que cada uno es parcial
y se auto-disuelve, que la verdad se encuentra en la conciliación y en la
mediación de los dos, y que semejante mediación o reconciliación en realidad se
ha realizado ya y siempre se auto-realiza”18.
La tarea del filósofo es ser portavoz de la dinámica del espíritu, mostrando
que la verdad no puede hallarse nunca en la parcialidad, en el compromiso con
uno de los dos polos de la relación dialéctica. La verdad no puede encontrarse en
la aceptación pacífica de la contradicción o en privilegiar la tesis o la antítesis. La
verdad sólo puede concebirse como una totalidad que integra y al mismo tiempo
supera la tesis y la antítesis. La verdad es de hecho la síntesis que unifica sin
anular. Cuando en una civilización las contradicciones se hacen patentes, nada
más lejos de la labor del filósofo, de la labor de quien tiene encomendada la tarea
de buscar y expresar la verdad, que inclinarse por uno de los términos de la
contradicción. El filósofo debe ser heraldo de la necesidad de una síntesis nueva,
de un mundo nuevo que reconcilie los opuestos: “lo sensible y lo espiritual que
luchan como opuestos en el entendimiento común se revelan como reconciliados
en la verdad expresada en el arte”19.
He aquí la naturaleza del arte: el arte expresa la verdad, porque es capaz de
reconciliar lo sensible y lo espiritual (que procede de la actividad de la mente),
superando la contradicción. Y sólo en esa superación se puede manifestar la
verdad, porque en esa superación se trasciende la parcialidad de lo sensible o de
lo espiritual. Lo sensible por sí solo no brota de la interioridad de la conciencia
humana. Olvida el mundo de la subjetividad, el mundo del espíritu. Lo espiritual,
por sí solo, permanece como idealidad abstracta y ensimismada si no sale al
exterior y conquista el mundo de las formas físicas. La verdad reside en lo
espiritual que se apropia de lo sensible, lo asume y humaniza.
El propósito del arte es, por tanto, el de revelar la verdad, el desenvolvimiento
de la verdad. La verdad se descubre al ser humano en su dimensión estética en el
arte, porque con el arte se ha reconciliado la oposición entre lo espiritual y lo
sensible. La reconciliación suprema sólo se da en la filosofía, cuando el espíritu se
ha convertido en espíritu verdaderamente absoluto, pero se anticipa en el arte y
en la religión como determinaciones necesariamente previas. Podemos notar la
estrecha afinidad que existe entre la noción hegeliana de revelación de la verdad
y la aletheia griega, tal y como la entiende Heidegger en su lectura etimológica
del término: a-letheia, “apertura”, “desvelamiento”, el estado en el que un cierto
objeto se muestra como evidente y clara y distintamente perceptible para el
sujeto.
En Hegel, el desvelamiento de la verdad es progresivo y dialéctico. Para que la
verdad se desvele, tiene que atravesar una serie de momentos o etapas, de
determinaciones, que constituyen de por sí estados parciales que buscan una
18 Ibid.
19 Ibid.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
superación integradora, unificadora y renovadora. El desvelamiento de la verdad
no es pacífico, sino trágico. Hay una lucha entre opuestos, un conflicto que genera
una dinámica creativa que da luz a una síntesis más abarcante y asimiladora.
Sólo con la mediación de esa pugna, de esa contradicción entre momentos
opuestos, entre la tesis y la antítesis, es capaz de desvelarse la verdad, de
presentarse a los ojos humanos, como totalidad que supera la parcialidad de los
opuestos.
En el arte, la verdad se desvela justamente porque el ser humano, en las
creaciones estéticas, supera la parcialidad de la materia sensible y de la idea
pura en su abstracción subjetiva. En el arte se supera la dualidad entre la teoría
(la contemplación de la idea) y la praxis (la realización efectiva de la idea), porque
el artista pone por obra la idea, abriendo así el velo de la verdad. En la belleza
artística se resuelven las contradicciones entre la mente abstracta y la
naturaleza real y concreta, lo que para Hegel constituye uno de los grandes logros
intelectuales de la modernidad20.
En la Crítica del Juicio, sin duda uno de los tratamientos filosóficos del arte
más notables que ha conocido el pensamiento occidental, Kant había establecido
que en la belleza artística, la percepción y la sensación, el concepto y el objeto,
son exaltados a una universalidad espiritual. El problema es que como observa
Hegel, la reconciliación de que habla Kant es puramente subjetiva y no responde
a la verdad del arte en sí mismo. Sin embargo, e independientemente de esta
puntualización, es interesante advertir cómo pese a las diferencias entre los dos
grandes filósofos alemanes, subyace una coincidencia de fondo en lo que concierne
a la actividad cognoscitiva del ser humano: al conocer, el hombre unifica la
percepción y la sensación, su mundo interior y sujetivo con el mundo exterior y
objetivo. El mundo objetivo sin el concurso de la mente sólo proporciona
sensaciones que no han sido elaboradas, de manera que puedan transformarse en
conceptos inteligibles para el hombre. Pero la mera reflexión, sin la ayuda de la
sensibilidad, operaría en el vacío. El concepto es justamente el resultado de la
actividad reflexiva del sujeto sobre los datos de la sensibilidad empírica. El
concepto es la universalidad, la superación simultánea de la parcialidad de lo
empírico y de la parcialidad de la mente. En el concepto se logra una síntesis.
La reconciliación entre espíritu y materia es, en Kant, una reconciliación
únicamente subjetiva, argumenta Hegel. La verdadera reconciliación entre
espíritu y materia no puede limitarse a la esfera de la subjetividad, a la
elaboración de un concepto que satisfaga las exigencias propias de la percepción
humana y de la sensibilidad, sino que debe manifestar la verdad del arte en sí, la
verdad del arte como determinación suprema del espíritu. Podemos notar cómo el
espíritu de Hegel y su dinámica de desenvolvimiento no es una mera idealidad,
sino que es actualidad pura. La mente humana reconoce ciertamente esa
dinámica, pero esa dinámica, ese progresivo desenvolverse del espíritu en su
búsqueda de la reconciliación final consigo mismo, es necesaria e independiente
20 Op. cit. 6.
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de la actividad de la mente. Es la dinámica del absoluto, que es absoluta y
necesaria. La mente humana constituye un momento inexorable en esa dinámica,
pero el movimiento del espíritu le antecede. Por tanto, la belleza artística que se
reconoce en el juicio estético no puede limitarse a la formulación de un concepto
que supere la dualidad entre percepción y sensación, sino que debe obrar una
reconciliación real y efectiva.
El tratamiento científico del arte se levanta sobre la misma base que el de la
religión y la filosofía, dice Hegel, porque las tres son momentos de la mente
absoluta, de la mente que contempla la verdad en su plenitud. Arte, religión y
filosofía sólo difieren en las formas en que traen su contenido, el absoluto, a la
conciencia humana, y “las diferencias en la forma están implícitas en el contenido
que comparten”21.
Ahora bien, ¿cuáles son los modos que tiene la mente finita de aprehender el
absoluto? La primera manera es el conocimiento inmediato y sensible. La
segunda hace referencia al pensamiento pictórico e imaginativo. La tercera
supera las dos anteriores y se expresa en el pensamiento libre de la mente
absoluta.
La primera forma de aprehensión del absoluto se identifica con el arte: “el
arte es así la auto-gratificación más inmediata de la mente absoluta”22. En el
propio absoluto el que se reconoce a sí mismo en la obra artística a través de la
mente humana. El ser humano, su conciencia y su creatividad, actúan como
momentos al servicio del absoluto. En ellos toma el absoluto asiento en la
primera de las tres etapas supremas de su desenvolvimiento.
En el arte, la creatividad se expresa materialmente, y el pensamiento del
absoluto está ligado a la contemplación de la materialidad de la obra concreta de
arte. En la religión, el pensamiento del absoluto también permanece vinculado a
las representaciones simbólicas de las distintas tradiciones religiosas de la
humanidad. Hay, sí, fantasía y creatividad, pero fantasía y creatividad que no
han logrado expresarse como concepto, como contenido universal independiente
de las representaciones específicas que adopte en las distintas tradiciones
religiosas. Es en la filosofía donde el pensamiento se ve libre de las ataduras de lo
sensible y de las representaciones imaginativas. El pensamiento piensa
libremente el absoluto sin sentirse ligado a la sensibilidad (esencial para
expresar la belleza) o a la religión (esencial para sentir el absoluto). El absoluto,
más que contemplarse o vivirse, se piensa y se actualiza.
La verdad del arte es el absoluto que se presenta como un objeto en forma
sensible, mientras que en la religión, el culto hace que el sujeto se identifique aún
más con el absoluto. El sujeto participa en la “vida” del absoluto. Por último, la
filosofía “une las formas de aprehensión del arte y de la religión”23, y en ella la
objetividad es objetividad de pensamiento y la subjetividad es también
21 Op. cit. 7.
22 Ibid.
23 Op. cit. 8.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
pensamiento, porque en el pensamiento se dan a la vez lo más íntimo y subjetivo
junto con lo más objetivo (la idea).
¿Cuál es, en consecuencia y después de esbozar estas reflexiones sobre el
absoluto y su desenvolvimiento, la finalidad del arte? El fin del arte es “la
representación sensible del absoluto en sí mismo”24.
El absoluto en sí se representará sensiblemente en el arte, subjetiva e
interiormente en la vivencia religiosa, y de manera plena y definitiva en la
filosofía como pensamiento del absoluto, ya que en la filosofía es el absoluto
mismo mediante la mente quien se piensa a sí mismo, en el acto supremo de
pensar.
¿Cómo logra el arte reconciliar el contenido y la forma en una totalidad
unificada? El contenido del arte no puede ser, prosigue Hegel, algo
inherentemente abstracto, porque la verdad no es abstracta. La verdad es
concreta, lo que no quiere decir que por concreto entienda aquí Hegel lo sensible,
sino que lo concreto incluye la subjetividad y la particularidad con la
universalidad. La verdad se manifiesta, de esta manera, como universal-concreto.
La obra del arte no está centrada en sí misma, como en las cosas meramente
concretas de la naturaleza extrínseca a la mente humana. Al contrario, la obra
del arte “es esencialmente una pregunta, dirigida a la respuesta de alma
humana, una llamada a las afecciones y a la mente”25. La obra de arte no está
determinada de cara a la subjetividad humana. Su grandeza reside en que la
particularidad que le impone la sensibilidad no es óbice para que la obra de arte
pueda sugerir a la mente humana mucho más de lo que salta a simple vista. En
el arte, la apariencia es vencida por la captación de significados más profundos.
Es el triunfo del absoluto, capaz de hacer que de la particularidad de la expresión
sensible y material, surja todo un mundo de significados que apelan directamente
a la interioridad humana. Y en esa apelación a lo más profundo de la conciencia,
Hegel ve el desvelamiento del absoluto. El absoluto se reconcilia consigo mismo
en esa apelación a la conciencia humana, en esa reconciliación que se da en el
juicio estético entre la particularidad de la expresión sensible, determinada y
finalizada, y la universalidad del mundo de los significados, indeterminados y
constitutivamente abiertos.
Volvemos a presenciar también en este punto una importante coincidencia con
el pensamiento de Heidegger. Heidegger concibe la tarea de la filosofía no tanto
como una provisión de respuestas a los interrogantes humanos (como por ejemplo
hacen las ciencias experimentales), sino como un continuo suscitar preguntas. De
hecho, la pregunta más elevada y de mayor hondura filosófica, “¿por qué el ser y
no la nada?”, con la que comienza su Introducción a la Metafísica (1953), escapa a
toda respuesta, si por repuesta entendemos una definición, un acotamiento de los
términos del problema que resulta de la formulación de la pregunta. En la
pregunta, el pensamiento muestra piedad, recogimiento y reverencia ante la
24 Ibid.
25 Op. cit. 9.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
realidad, en lugar de tratar de agotarla y de someterla a sus categorías.
Preguntar, aunque la pregunta supere la capacidad humana de respuesta,
constituye un modo de expresar la admiración, el sobrecogimiento y la
perplejidad, que han desempeñado un papel tan importante en la génesis de la
filosofía.
En el arte se produce un fenómeno similar. La misión de la obra de arte no es
ofrecer respuestas a toda posible pregunta que se le pudiese plantear. Concebir la
obra de arte desde esta perspectiva implicaría cerrar el arte sobre sí mismo. El
arte es, sin embargo, apertura a la subjetividad humana y a su capacidad de
extraer significados de la materialidad con que se expresa la obra artística. La
obra artística pregunta a la conciencia, le interpela, invitándole a encontrar un
significado. En el arte, como en la religión y en la filosofía, se contempla esa
suprema actividad del espíritu en su constitución de mundos.
La belleza artística exige una particular armonización de forma y contenido:
“en la belleza artística ideal, la perfección de la forma deriva en último término
de la perfección de contenido”26. La idea es lo bello en el arte, pero aquí Hegel no
está hablando de la idea de la lógica: debe ser una idea que se adecue
recíprocamente a su forma en el arte. Así, la idea se convierte en lo que Hegel
llama “el ideal”27.
El ideal no es la simple corrección, el dar expresión apropiada a cualquier
significado para poder reconocerlo objetivamente. El hecho es que la unidad
existente entre la forma y el contenido en la obra artística es tan intensa que el
defecto en la forma surge por un defecto en el contenido. Y llegados a este punto,
Hegel introduce una separación sumamente importante en lo que respecta a la
búsqueda de una definición de arte que satisfaga a una las exigencias de
extensión y de intensión: no basta con la perfección técnica para que una obra
pueda ser calificada como obra de arte, porque “mayor o menor talento en
aprehender o imitar las formas de la naturaleza no es lo principal aquí”28.
¿Qué es entonces lo principal? Lo principal es cómo la idea y su expresión se
adecuan recíprocamente en el ideal. El ideal constituye la correspondencia de la
verdadera idea y la verdadera forma, y la belleza artística no es sino una
totalidad de formas y etapas particulares que ha sido necesario atravesar hasta
lograr una reconciliación entre los aspectos divergentes de la idea, de acuerdo con
el esquema de desarrollo dialéctico de la idea que caracteriza la filosofía
hegeliana.
Hay tres modos fundamentales de relacionar la idea y la representación
artística para Hegel: simbólico, clásico y romántico.
En el arte simbólico se busca la perfecta unidad de la forma y del contenido
que
26 Op. cit. 9.
27 Ibid.
28 Op. cit. 10.
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el arte clásico encuentra y que el arte romántico trasciende. La idea todavía
no ha encontrado su verdadera forma en este arte. La idea busca expresión en
formas naturales que deja casi inalteradas, pero “el elemento de verdad aquí
descansa en el hecho de que en todos los objetos naturales como externamente
existentes, hay un aspecto que puede y representan para nosotros un significado
universal”29. La idea busca en vano su expresión en las formas naturales, porque
difícilmente encontrará en éstas una representación que satisfaga todas sus
exigencias.
Hegel ve la expresión máxima del arte simbólico en la conciencia estética que
describe el panteísmo artístico oriental, en el que los objetos naturales son
elevados al ámbito de las ideas, interpretándolos como signos. Y “particularmente
en la India, la forma artística simbólica se desarrolla inicialmente a través de
etapas de simbolismo inconsciente y por tanto fantástico”30.
Pero, a juicio de Hegel, ninguna cultura ha dado una expresión más completa
al arte simbólico que el antiguo Egipto: “Egipto es la tierra de los símbolos”, y la
esfinge de Giza no es sino el verdadero símbolo de lo simbólico31. Es justo decir
que Hegel exhibe un extraordinario conocimiento del arte indio, egipcio y
finalmente de la poesía islámica y hebrea como ejemplos de la sublimidad. Por
“sublime”, noción tan importante en el romanticismo, Hegel entiende “el intento
de expresar lo infinito sin encontrar una forma adecuada para ello en el plano
fenoménico”32. Lo sublime es inexpresable, y al intentar expresarlo, la expresión
externa debe ser negada, aniquilada por lo que ella misma revela. Es así que en
lo sublime, lo positivo y lo negativo son dos momentos inexorables de la
representación artística.
Sin embargo, en el arte simbólico, “significado y forma permanecen
inadecuados en su reciprocidad”33. Este aspecto pertenece a la esencia misma de
lo simbólico, y se trata de su incapacidad de ir más allá de una unidad imperfecta
del alma del significado con su forma corporal.
Una vez examinadas las características más relevantes de la forma simbólica
del arte, Hegel se detiene en la forma clásica del arte. En ella se da una
particular unidad de forma y de significado que coincide con el verdadero
concepto de lo bello, y éste es el gran logro del arte clásico. En el arte clásico, la
forma logra una adecuación tal con el contenido que se consigue una verdadera
belleza y un verdadero arte.
En el arte clásico, el poder de la idea es tan notorio que es la propia idea quien
determina la forma de la obra artística. Es el contenido mismo, como idea o
espíritu, quien determina la forma que debe encarnarlo de manera auténtica y
plena. En el arte clásico, el espíritu se convierte en el contenido de la obra, y el
29 Op. cit. 11.
30 Op. cit. 12.
31 Op. cit. 14.
32 Op. cit. 16.
33 Op. cit. 21.
[140]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
cuerpo humano en su forma, en su habitáculo, porque el cuerpo es la morada del
espíritu. La cultura griega llevó el arte clásico a su máxima realización. En la
cultura griega, en las grandes obras del arte griego como las Cariátides, la idea
que el espíritu quiere ejecutar en la materia es tan elevada, que sólo el cuerpo
humano es capaz de darle forma. Sólo el cuerpo humano satisface las exigencias
tan excelsas y sublimes del espíritu.
Y para Hegel, el universo religioso politeísta va parejo con la forma clásica del
arte. En el politeísmo, la realidad divina se representa como individuo en una
pluralidad de formas, como un noúmeno que adopta diferentes fenómenos,
ninguno de los cuales agota en exclusiva la riqueza del absoluto divino: “la
pluralidad de formas que lo divino se da a sí mismo en el politeísmo griego es, sin
embargo, una pluralidad en la que cada forma, en su divinidad esencial, es
siempre y al mismo tiempo el todo”34.
En el politeísmo, lo divino no se contiene en exclusiva en la forma de una
única divinidad, pero esa divinidad específica contiene verdaderamente lo divino.
La síntesis entre universalidad y particular es ahora manifiesta. Zeus domina el
Olimpo pero no anula el poder de los demás dioses.
Ahora bien, ¿podía continuar el ideal griego de belleza más allá de la cultura
griega? El ideal griego de belleza terminó agotándose, y Hegel ve en la
importancia que adquirió la sátira en el imperio romano tardío un síntoma de
transición hacia un nuevo arte, y una señal del evidente agotamiento que
experimentó el arte clásico al cabo de los siglos.
La forma romántica del arte sucede, en lo cronológico y en lo ontológico, a la
forma clásica del arte: “para expresar su contenido nuevo y más espiritual, el arte
romántico abandona la perfección auto-limitadora del ideal clásico de belleza
artística”35. La perfección clásica se asociaba a la idea de límite. En efecto: el
contenido de la idea era de tal plenitud que por sí mismo determinaba la forma
que debía adoptar la obra artística. Sólo el cuerpo humano, con sus armónicas
proporciones, era capaz de dar satisfacción a las exigentes demandas de la idea.
Pero la perfección, necesariamente y por concepto, debía limitarse. La perfección
era perfección en el límite.
La cultura griega no asociaba la perfección a la ausencia de límite, sino a la
asunción del límite. El límite acota y permite que exista auténtica armonía y
proporción. La perfección reside en la esfera, finita y perfectamente limitada y
definida en las relaciones entre sus partes, entre su superficie y su volumen. Por
el contrario, con el advenimiento de la mentalidad moderna, la perfección irá
identificándose paulatinamente con la infinitud. Lo perfecto es lo infinito, lo que
trasciende todo límite y no está sujeto a ningún límite.
En el arte simbólico el objetivo era dar una forma espiritualizada a un
contenido que derivaba de la esfera de la naturaleza. En el arte clásico, por el
contrario, se invierten los términos: “se reconoce al espíritu mismo como el
34 Op. cit. 30.
35 Op. cit. 36.
[141]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
contenido propio del arte, y la naturaleza suple, con la forma natural del ser
humano, la forma sensible más adecuada para la manifestación externa del
espíritu”36. La perfección clásica radica, de esta manera, en que la individualidad
espiritual y la representación corporal son capaces de interpretarse mutuamente
y de modo completo. El cuerpo es en el arte clásico la forma externa natural del
propio espíritu. La armonía entre materia e idea es plena, porque en ningún ser
de la naturaleza se da de modo más acabado que en el ser humano, síntesis de
cuerpo y alma, cuerpo espiritualizado y espíritu encarnado. Pero esta exigencia
de correspondencia entre la idea y la materia lleva necesariamente a la autolimitación. El principio de perfección que definió el arte clásico y que le permitió
obtener tan altas cotas de belleza es también su defecto fatal.
La auto-limitación impuesta por los ideales clásicos de belleza y de
correspondencia entre la idea y su realización material exige avanzar hacia un
tercer estadio. Así como la forma simbólica del arte, con la primacía de la
naturaleza, que determinaba el contenido de la idea necesariamente como
símbolo, tuvo que ser negada por el arte clásico, en el que es el contenido de la
idea, el espíritu, el que determina la materia, el propio arte demanda una
superación. Nada más bello se puede hacer que lo que ya han logrado los clásicos,
dice Hegel. Entonces, ¿cómo será posible idear una nueva forma de arte si no es
posible superar en belleza las obras legadas por el arte clásico? ¿No será, acaso,
que el arte como creación del espíritu humano lleva una imperfección intrínseca
que le permite conseguir esa superación que trascienda simultáneamente las
limitaciones de las formas simbólica y clásica del arte?
La respuesta de Hegel es que la limitación del arte “consiste en el hecho de
que el espíritu, que es una universalidad concreta e infinita en sí mismo, no
puede presentarse según su verdadero concepto en una forma objetiva y de
manera sensible”37. Pero la mente es capaz de identificar el verdadero concepto
del espíritu. El espíritu es una universalidad concreta e infinita, una superación
de las dualidades antagónicas, y ese concepto verdadero del espíritu se
transforma, con la llegada del movimiento romántico, en el contenido del arte
romántico.
La época de Hegel ha contemplado, por tanto, el surgimiento de una nueva
forma artística: la forma romántica del arte. Y su contenido coincide
esencialmente con el de la religión cristiana, la religión absoluta para Hegel. En
Grecia, la unidad de lo divino y de lo humano era puramente inmediata en su
objetividad sensible: “no es para el espíritu una posesión de la subjetividad
interior”38. La verdadera unidad sólo puede obtenerse en la inteligencia interior y
auto-consciente, y no en la forma humana que existe sensiblemente tal y como se
percibe inmediatamente en su externalidad.
36 Op. cit. 36.
37 Op. cit. 37.
38 Ibid.
[142]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
La limitación impuesta por el arte clásico, en el que la idea modelaba la
materia y sólo el cuerpo humano era, en último término, capaz de dar respuesta a
las elevadas exigencias de la idea, impedía que la auténtica interioridad del
espíritu pudiese expresarse materialmente. Pero con el cristianismo se produce
un nuevo amanecer en la historia del arte. Es el cristianismo y no el arte,
prosigue Hegel, quien trae la unidad de lo divino y de lo humano ante nuestra
inteligencia como una unidad consciente y subjetiva que sólo el conocimiento
espiritual y el espíritu pueden realizar.
Esa conciencia es subjetiva e individual, que abandona la adecuación
recíproca entre la forma y el contenido que había dominado la idiosincrasia
artística del período clásico, liberándose de toda atadura. El arte romántico es así
la auto-trascendencia del arte mismo39, la liberación definitiva de los límites que
la materia pueda imponer a la idea. En el arte romántico, el espíritu se ha
reencontrado definitivamente consigo mismo. Ha superado la parcialidad de la
permanencia en su esfera de interioridad subjetiva o la parcialidad de alienarse
en el mundo exterior de los contenidos materiales, siempre incapaces de darle
adecuada expresión. El espíritu es ahora espíritu absoluto en el arte. Es el arte
absoluto, como para Hegel la religión absoluta es el cristianismo por lograr una
síntesis inigualable entre lo humano y lo divino, lo finito y lo infinito.
En el arte romántico se da la absoluta interioridad, la subjetividad infinita de
Dios, como verdadero contenido de la obra. El Dios romántico es visible en su
invisibilidad, y en la obra artística romántica su “encarnación humana es tal que
somos capaces de sentir enseguida su la presencia de lo divino en él”40. El centro
de este nuevo arte no es sino la historia de la redención, la historia de Dios. Al
igual que el esquema dialéctico del exitus-reditus del espíritu hasta reencontrarse
consigo mismo como espíritu absoluto, atravesando todos los avatares de la
naturaleza y de la historia, es en la filosofía de Hegel una transposición de la
teología cristiana, y en particular del misterio pascual de Cristo, a la reflexión
filosófica para descubrir su verdadero y universal contenido con independencia de
las representaciones concretas que haya podido adoptar en las distintas
tradiciones religiosas; en la estética hegeliana late también y de manera
claramente perceptible ese núcleo cristiano que siempre inspiró el pensamiento
del gran filósofo alemán.
La redención late en el arte romántico. El romanticismo es la expresión
artística de la redención del hombre llevada a cabo por la divinidad, y en “su
significado sustancial, la redención consiste en la reconciliación de Dios con el
mundo y por tanto consigo mismo a través del hombre”41. Difícilmente podía
condensarse en tan pocas palabras la esencia misma del pensamiento hegeliano,
su clave más profunda e íntima. Toda la ambiciosa y monumental descripción
fenomenológica de las etapas que atraviesa el espíritu no es sino la filosofía de la
39 Op. cit. 38.
40 Ibid.
41 Op. cit. 39.
[143]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
redención, la elucidación del contenido filosófico que el cristianismo expresa
mediante la doctrina de la redención. Dios sale de sí mismo, de su infinita
subjetividad, y sale al mundo de lo exterior. Se niega a sí mismo, se abaja,
desciende en un supremo acto de synkatábasis o condescendencia, y regresa
finalmente a sí mismo como espíritu absoluto, espíritu que ha sido capaz de
superar lo infinito y lo finito, la subjetividad divina y el mundo, la dialéctica entre
la libertad y la naturaleza.
En el arte clásico no era posible introducir la negatividad del mundo, negación
de la infinita interioridad de Dios. El mal, el sufrimiento, la finitud, quedaban al
margen de la expresión artística. Era un arte ajeno a la historia. Un arte de las
formas universales. Un arte de lo bello en sí. Pero era un arte cerrado sobre sí
mismo. Un arte que no se había abierto al proceso dialéctico que inunda y define
la realidad.
En el are romántico, por el contrario, todas las oposiciones son superadas por
el amor. El amor se convierte, para Hegel, en el contenido del arte romántico, ya
que manifiesta todas las fases por las que el espíritu absoluto debe pasar en su
regreso, una vez se ha reconciliado con lo otro, con su negación, y vuelve a sí
mismo habiendo trascendido toda tesis y toda antítesis, toda afirmación y toda
negación.
Y si el amor es el contenido del arte romántico, también es su forma. Ya no
sólo externaliza la idea en la materia, sino que la obra artística romántica
también interioriza la idea, la idea que después de abandonar el mundo de la
interioridad y posarse en el de la exterioridad, vuelve a la interioridad habiendo
superado exterioridad e interioridad, y por tanto reflejando la verdad del espíritu.
¿Por qué el amor? Porque el amor es el olvido de uno mismo, de tal modo que
en su olvido se logra la auténtica posesión de uno mismo. Dios es amor para el
romántico, como para el Nuevo Testamento. De hecho, cuando el arte romántico
trasciende la temática puramente religiosa, sus temas principales son el honor, la
fidelidad y el amor. Sólo el romántico percibe la infinitud de la subjetividad.
Esas tres formas universales del arte (simbólica, clásica y romántica) no dejan
de ser meras abstracciones hasta que no se incorporan en obras reales de
arquitectura, escultura, pintura, música y poesía.
La arquitectura consiste para Hegel en “manipular la naturaleza externa
inorgánica: la materia en sí es su material en su externalidad inmediata, y sus
formas son las mismas que las de la naturaleza inorgánica, pero ordenadas de
acuerdo con las relaciones de simetría que establece el entendimiento
abstracto”42. La arquitectura coincide en lo fundamental con la forma simbólica
del arte, y prepara el camino para que Dios more entre los hombres. La
arquitectura construye el templo de Dios en su comunidad. Podemos apreciar
nuevamente la importancia de la temática religiosa en la obra hegeliana.
La escultura, por su parte, coincide esencialmente con la forma clásica del
arte: “la forma infinita de la mente, que ya no es meramente simétrica, se
42 Op. cit. 64.
[144]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
concentra ahora en modelar su correspondiente existencia corporal”43. La
naturaleza externa ya no se manipula sólo en base a sus cualidades mecánicas,
como en la arquitectura, sino según las formas ideales de la figura humana,
haciendo uso pleno de sus tres dimensiones espaciales. El escultor da forma a la
materia para reflejar en ella una idea. Y si la arquitectura construye el templo de
Dios, el templo en el que pueda habitar el espíritu, la escultura edifica la estatua
de Dios que se ubica en el templo.
Una vez descritas brevemente las artes de la arquitectura y de la escultura, el
análisis estético entra necesariamente en la esfera de la subjetividad. Ocurre así
en la pintura. La visibilidad de la pintura está subjetivamente idealizada, y ya no
necesita la masa mecánica sobre la que trabaja el arquitecto, ni la especialidad
que requiere la escultura.
En la música se alcanza un grado de subjetivación y de particularización aún
más profundo, porque “la música idealiza lo sensible al concentrar la
externalidad del espacio, cuya semejanza es retenida totalmente por la pintura,
en un único punto”44. La materia en su idealidad, sin espacio, dilatada en el
tiempo, es el sustrato de la creación musical. En el sonido, materia prima de la
música, la materia pierde su especialidad y se dilata en el tiempo. Es la energía.
La música, al permitir esta ruptura con la especialidad, que para Hegel había
sido una de las causas principales de la auto-limitación de la forma clásica del
arte, se sitúa en el centro mismo del arte romántico.
Pero el modo más espiritual de representación en el arte romántico no es la
música, sino la poesía. Ni siquiera las sonatas de Beethoven son capaces de llegar
a la intimidad de la conciencia como los versos de Goethe o Schiller. En la poesía,
lo audible y lo visible son meros indicadores de la idea, signos de la idea, que se
ha hecho en sí misma concreta al pensamiento: “el verdadero medio de la
representación poética no es, por tanto, la palabra visible o audible en sí, sino la
imaginación poética o la intuición intelectual en cuanto tales. Y como este
elemento les es común a todas las formas de arte, la poesía las recorre todas —la
simbólica, la clásica y la romántica— y se desarrolla independientemente en cada
una”45.
La poesía es el arte verdaderamente universal, pues asume los modos de
representación de las demás artes, y todas las formas artísticas. Podemos
comprobar cómo en la caracterización hegeliana de las artes se da una progresiva
reducción de dimensiones: si en la arquitectura y en la escultura teníamos las
tres dimensiones espaciales, en la pintura sólo hay dos (y el descubrimiento
renacentista de la perspectiva supone un verdadero hito en la historia de la
estética, de profundas connotaciones filosóficas), mientras que en la música ya no
hay dimensiones. La onda sonora musical es energía que se desplaza en el aire.
43 Ibid.
44 Op. cit. 66.
45 Ibid.
[145]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
En la escultura, el artista modela y es capaz de sobreponerse a la gravedad
mecánica de la materia.
En la música, la materia está en su puro movimiento, desplazándose como
vibración en el aire. La poesía, por su parte, integra las notas de las artes
visuales y de las musicales, y su medio propio es la imaginación, lo que le permite
expresar todo cuanto la mente es capaz de concebir46.
La tarea del filósofo que reflexiona sobre el arte no puede consistir en el
simple criticismo de las obras artísticas concretas, sino en la búsqueda del
concepto fundamental de lo bello y del arte a través de todas las etapas por las
que ha transitado en el curso de su realización. Y es que Hegel intentó integrar
las artes en la dinámica misma del espíritu, en las determinaciones sucesivas que
va adquiriendo hasta convertirse en espíritu absoluto. Eso es justamente el arte:
una determinación suprema del espíritu.
Carlos Alberto Blanco
[email protected]
46 Op. cit. 143.
[146]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
LA ESCENA DEL FEDRO DE PLATÓN:
Un ejemplo de thíasos filosófico
Nemrod Carrasco. Universidad de Barcelona
Resumen: El Fedro es un diálogo platónico entre dos almas que deben reconocerse
como amigas. Pero lo que el Fedro intenta no es precisamente exhibir la amistad, sino
ocultarla o, más bien, dramatizarla mediante la puesta en escena de un thíasos. Muchos
estudiosos del diálogo no han creído necesario prestar atención a este detalle
aparentemente insignificante. En este artículo queremos defender que la intención
platónica va mucho más allá de lo que podría parecer un mero recurso literario. Platón
ofrece la escenificación de un thíasos con el fin de re-ubicar la actuación erótica de
Sócrates en la memoria de sus conciudadanos. Lo que desea mostrar es la comprensión
y práctica del autoconocimiento socrático en el trastornado mundo educativo de la
Atenas del siglo V aC, así como su férrea oposición a la retórica de la ciudad.
Abstract: The Phaedrus is a platonic dialog between two souls to be recognized as
friends. But the aim of Phaedrus is not exactly to show the friendship, but to conceal it
or, rather, dramatized it by the staging of a socratic thiasos. Many scholars have not
found necessary to pay attention to this seemingly insignificant detail. In this article,
however, we want to defend that the platonic intention goes far beyond. Plato offers a
staging thiasos to re-locate erotic action of Socrates in the memory of their fellow
citizens. He wants to show the understanding and the practice of the Socratic selfknowledge in the upset educational world of the Athens of the 5th century b.C, as well
as his strong opposition to the rhetoric of polis.
Introducción
El Fedro comienza con una salida de la ciudad en la que Sócrates se siente
atraído por Fedro. La zanahoria que Fedro lleva delante suyo es un escrito de
Lisias sobre éros (230d6-e1). Fedro ama los discursos porque está enamorado de
su belleza y, de no haberse encontrado con Sócrates, se habría ido a pasear
siguiendo los preceptos de su médico y se habría aprendido de memoria el
discurso de Lisias. A Fedro le sientan bien los discursos y cuanto más los practica
más sano y bello se vuelve. Sócrates, por el contrario, vive esta pasión de manera
enfermiza (228b8: nosoûnti) y está tan deseoso de escuchar el lógos prometido por
Fedro (227b8-9) que está dispuesto a traspasar los muros de la ciudad. A un
lector habitual de los diálogos platónicos esta situación debería resultarle
extraña: Sócrates jamás abandona la ciudad y él mismo ofrece buenos motivos
para no hacerlo cuando confiesa que los campos y los árboles no tienen nada que
enseñarle (230d4-6). El Sócrates del Fedro presenta esta peculiaridad que merece
ser examinada: el éros es una razón suficiente para verle hacer algo que
habitualmente no hace.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
Sócrates y Fedro coinciden en que no son los discursos a secas, sino los bellos
discursos los que conviene amar. Sócrates ha visto que esta cualidad se encuentra
en Fedro y es tan bella que lo atrae de una manera irresistible. Lo que no tiene
tan claro es que Fedro se sienta igualmente atraído por lo bello que cree ver en él.
La duda expresada por Sócrates es si esa atracción por la belleza de los discursos
es realmente compartida por ambos1. El autoconocimiento de Sócrates dependerá
de que Fedro se convierta en un verdadero amante de la belleza y esté dispuesto
a interrogarse por aquello que lo une con Sócrates. Podría considerarse que esta
es la tesis del Fedro. El Fedro es, ciertamente, un diálogo sobre el
autoconocimiento; pero, ¿de quién o de qué exactamente? No se puede
comprender el texto sin haber profundizado en la respuesta a esta pregunta,
aunque resulta sorprendente que algunos de sus mejores analistas, obsesionados
con limitar su examen al éros o la retórica, les haya pasado desapercibido que la
clave del Fedro, como ocurre frecuentemente, se encuentra en el momento inicial
del diálogo, es decir, en la puesta en escena2. Al proceder así se quedan dentro de
la superficial idea de que la escenificación platónica obedece a un mero recurso
literario. Al advertir que su única función es la apertura dramática del Fedro,
dejan de lado el punto más profundo y riguroso del diálogo: el hecho de que el
Fedro es la imitación de un thíasos y se ocupa de aquello que el erotismo socrático
busca movilizar en el alma de Fedro.
La palabra thíasos designaba en la Grecia de Solón una asociación amistosa,
un culto más o menos organizado, cuyos phíloi se encargaban de celebrar las
fiestas en honor a una divinidad3. En el siglo VI a.C, la juventud femenina de los
estratos sociales superiores de Lesbos, como en otras partes, se asoció en thíasoi,
donde las muchachas disfrutaban de compañía y amistad, honraban a los dioses
con cantos y danzas y se entrenaban en una vida feliz y decorosa para sí mismas
bajo la protección especial de Afrodita. En esas congregaciones la joven dejaba de
pertenecer al mundo de la infancia para ser promovida como miembro total de la
1 A Fedro le encanta sentirse atraído por Sócrates: el problema es que su fuente de
atracción es Lisias, cuyo lógos apela a todo aquello que le hace sentir bello. Sócrates está
complacido con poder oír a Fedro y cree conocerlo como se conoce a sí mismo (228a6-7).
Fedro, por el contrario, parece incapaz de autoconocerse porque confunde lo bello con lo que
Lisias considera justo y apropiado para él, es decir, le falta cuestionar lo que éste le
atribuye y hace de su belleza algo atractivo para Sócrates. La cuestión sobre éros no es
distinta a la cuestión sobre el autoconocimiento.
2 Ya uno de los primeros comentaristas, el neoplatónico Hermias, se refería a las distintas
opiniones sobre el «argumento» del Fedro en el que no estaba claro si era del «amor» o de la
«retórica» de lo que fundamentalmente hablaba (8, 21 ss.). Dicearco, el discípulo de
Aristóteles, creía que el mismo aliento poético que inspira a muchas de sus páginas
entorpecía la ligereza y claridad del diálogo (Diógenes Laercio, III 38). No es una creencia
aislada. Entre los intérpretes contemporáneos, Ferrari (1987) piensa que el diálogo está
roto, el examen de Nussbaum (1986 [1995]) prescinde de la parte retórica y Derrida (1975
[1997]) prefiere anular su parte erótica en favor de la dialéctica.
3 Daremberg-Saglio (1926-1931, 266-67)
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comunidad de los adultos y considerada capaz de procrear por el ritual del
matrimonio. Si el thíasos es tan importante es justamente porque constituye,
conforme a las imágenes que suscita y de acuerdo con los ritos que exige llevar a
cabo, el vehículo de toda iniciación, incluso de aquellas iniciaciones que no tratan
estrictamente de este pasaje.
Aunque se trata de una sacralización diferente, hay que tener presente que el
principio general de iniciación también se mantiene constante en el Fedro. Ahí
asistimos al tema de la separación, de la muerte transitoria, los motivos de la
recepción de una enseñanza secreta, de la purificación, etc.; todos estos temas se
encuentran en el diálogo en formas diversas. Hay un saber que debe ser
transmitido y un medio con el que preparar el encuentro con lo bello. Tal
iniciación explica, en diferentes niveles, el rol desempeñado por el erotismo
socrático a lo largo del Ilisos, un río cuyo recorrido era conocido precisamente por
ser un itinerario mistérico, así como el tipo de divinidades que necesariamente
presiden la escena y el papel decisivo de las Musas. La disposición platónica de la
escena responde a una intención inequívoca: imitar la práctica del arte amatorio
a través de un thíasos socrático, cuyo encuentro transforme el erotismo de Fedro
en un conocimiento de la belleza.
En este artículo tan sólo pretendemos esbozar los elementos fundamentales
del θίασος socrático tal como éstos se nos muestran a partir del Fedro platónico.
El hecho de esclarecerlos es especialmente importante, no sólo porque permite
articular la cuestión del autoconocimiento con la propia forma del diálogo, sino
porque muestra el modo en que Platón nos lo presenta bajo el despliegue de un
thíasos filosófico. Tres son los momentos básicos que lo conforman: 1) El texto
escrito que Fedro lleva oculto bajo su manto y que ya no podrá declamar de
memoria cuando Sócrates lo descubra (227a1-229a1). A mi entender, el que
Sócrates y Fedro puedan leer conjuntamente el escrito de Lisias constituye el
motivo posibilitador del thíasos; 2) La atopía desde la que habla Sócrates y a la
que debería desplazarse Fedro (229a2-230b1). Para que tenga lugar el θίασος, es
necesario que Fedro se sitúe en la misma posición que Sócrates, esto es, en la
extrañeza de uno respecto de sí mismo; y 3) La iniciación mistérica (230b2-e6).
Aunque el encuentro entre Sócrates y Fedro se desarrolla fuera de la ciudad, el
que resulte bello depende de que ambos se inicien en los misterios del lugar sin
quedar completamente absorbidos por su belleza.
1. El descubrimiento del rollo escrito (227a1-229a1)
Una de las cosas más instructivas que se puede hacer con el Fedro de Platón
es jugar el juego de los experimentos mentales. ¿Y si Fedro no se hubiese
encontrado con Sócrates? ¿Y si hubieran tomado el mismo camino que Fedro
tenía pensado hacer (como casi hicieron)? ¿Y si Sócrates no hubiese descubierto el
escrito de Lisias oculto tras el manto de Fedro? ¿Habría sido el mismo diálogo? Lo
que es seguro es que Fedro habría refrescado su cuerpo mientras recita el
discurso que ha oído de Lisias esa misma mañana en casa de Mórico (227b5-6).
Nadie duda de que Fedro estaría encantado de poder incorporar completamente
[149]
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este lógos, hasta el punto de hacerlo pasar como suyo. Pero al encontrarse con
Sócrates, el propósito de Fedro resulta truncado y escoge serle indispensable al
menos en un sentido: mientras Sócrates no pueda acceder al escrito de Lisias,
Fedro sabe que puede arrastrarle adónde él quiera. El lector intuye que, de no
mediar la exhibición de Fedro, Sócrates podría leer el discurso con toda
probabilidad en la ciudad y a su propia conveniencia. Lo cierto es que, al llevarlo
oculto, Sócrates está dispuesto a comportarse como aquel amante que sigue al
amado a cualquier lugar en su deseo de escuchar el lógos de Lisias.
El interés de Sócrates no se agota en Fedro; también le interesa el tema de la
conversación que sostuvo Lisias, así como conocer el argumento por el que cree
que el joven enamorado debe entregar sus favores preferiblemente al no-amante
(227c5-9). Lo decisivo es que Sócrates no puede aproximarse a Lisias sin la
intervención de Fedro, y Lisias sólo puede hacerse presente gracias a la
ejercitación de su lógos. Fedro se convierte así en el mediador entre Sócrates y
Lisias. Por un lado, Sócrates es el amante de los discursos sometido a Fedro; por
otro lado, Fedro es el amado que se ofrece a reemplazar el banquete dado por
Lisias en la casa de Mórico (227b3-4). De modo que ésta es la situación inicial del
diálogo: Lisias se encuentra restituido en el lógos de Fedro, Fedro está ubicado en
un lugar hecho a la medida de su lógos, y Sócrates arde en deseos de que Fedro se
comporte con arreglo a la imagen que tiene de él:
“¡Oh Fedro! Si yo ignorara a Fedro, entonces, no me conocería a sí mismo. Pero nada de
esto es así; bien sé que, de oír el discurso de Lisias, no iba a oírlo tan sólo una vez, sino
que querría hacérselo decir nuevamente, a lo cual se dejaría persuadir con muy buen
ánimo. Pero a ése tampoco le habría de bastar esto, sino que finalmente, llevando
consigo el escrito, volvería a ver los pasajes que más le interesaran; y ocupado con ello
se sentaría aquí desde primera hora de la mañana; cuando llegara a cansarse, saldría a
dar un paseo —según mi sospecha, ¡por el perro!, podría saberse ya de memoria el
discurso, si éste no fuera excesivamente largo. Y se encaminaría fuera de las murallas
para repasarlo. Entonces encontraría a un hombre enfermo de escuchar discursos, y
como quiera que lo viera, se alegraría por tener a alguien que pudiera acompañarle en
su delirio coribántico y le invitaría a seguir su camino. Pero cuando aquel apasionado
por los discursos le pidiera hablar, ahí se ablandaría, como si no ardiera en deseos por
decirlos; y, sin embargo, aunque nadie quisiera escucharlo, trataría finalmente de
hacerse entender por la fuerza. Así que tú, querido Fedro, pídele que lo que no tardaría
en hacer de todas formas, lo haga igual ahora mismo” (228a5-c4)4
Sócrates no se dirige directamente a Fedro, sino que ofrece una imagen de su
encuentro. Es tal su distanciamiento que llega a hablar del propio Fedro en
tercera persona. Esta distancia entre Sócrates y Fedro no se explica, pero está
claro que, en un lenguaje como el griego, que carece de un pronombre de tercera
persona, el diálogo es un criterio suficiente para excluir a quien no habla y el no
4 Seguimos, con ligeras modificaciones, la edición y traducción de Léon Robin, Les Belles
Lettres, 1961.
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hablar de algo5. En cierto sentido, la imagen de Sócrates pone de manifiesto lo
único que espera de su encuentro con Fedro, cuya aspiración fundamental es
ejercitar su propia gimnasia retórica ante Sócrates (228e1). En primer lugar,
Fedro no sabe en boca de quién habla Lisias. Se sabe que Lisias ha escrito
“sobre un bello muchacho que es seducido, pero no por un amante; [...] puesto que dice
que debe otorgar sus favores a quien no está enamorado, con preferencia al que lo está”
(227c5-9).
Sin embargo, Fedro jamás dice que Lisias piense el discurso con vistas al noamante: sólo queda claro que el destinatario del lógos, el bello normalmente
joven, no debe relacionarse con alguien que esté enamorado. Que Lisias hable en
nombre del no-amante no es algo evidente si el no-amante no puede dirigir su
lógos al joven bello sin volverse de algún modo amante. En segundo lugar, Fedro
ignora en qué sentido Lisias habla de éros, ya que el discurso apela a todo aquello
que al joven se le supone precisamente por el hecho de que, al igual que el noamante, tampoco está enamorado. De ahí que éros se considere fuera de lo que
dice Lisias y que haya un sentido en que no hay diálogo porque no se habla de
éros.
Lisias ha escrito un discurso que habla sin hablar de éros y se pronuncia sin
que el orador se convierta automáticamente en amante. No es difícil observar que
la premisa misma del discurso establece un tipo de relación idéntica a la que
tendría un escritor que se dirige a un lector que está dispuesto a complacerle
leyendo cualquier cosa que ponga en el libro. De acuerdo con esta premisa, Lisias
sería el amado que, oculto tras el rollo escrito, se hace presente a través de Fedro;
Fedro sería el amante que se hace pasar por Lisias mientras lee el libro y
comparte con Sócrates su delirio por los discursos (228c1); Sócrates actuaría como
el amante enfermo (228b6) que desea escuchar un discurso que le pregunta
directamente si debe complacer a alguien como Fedro. Curiosamente, cuando
Sócrates parece aludir a esta cuestión, que es la cuestión del discurso de Lisias,
asume que Fedro acabará imponiendo su deseo por la fuerza (228c4-5).
Fedro desea ser complacido por Sócrates como amante, pero desconoce las
intenciones de Lisias con él mismo. Esto explica que Fedro engañe a Sócrates
ocultándole el escrito, pero también que sea incapaz de ver cómo el escrito le
oculta a su vez el engaño de Lisias. Lo que le permite engañar lo mantiene
engañado. Ésta parece ser la diferencia crucial entre Sócrates y Fedro en este
momento del diálogo: Sócrates sabe que la exhibición retórica de Fedro amenaza
con situarlo en el mismo lado que él y, aunque ama los discursos, es consciente
del riesgo de quedar atrapado en una escritura —la de Lisias— que amenaza con
desposeerlo de aquello que sabe hacer —el arte de dialogar. Sócrates sabe lo que
hay que saber de Fedro para que Lisias no lo arruine y en esto parece consistir su
autoconocimiento. El problema es que Sócrates no puede dejar de lado a Fedro
5 Benveniste (1966, 251-257)
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mientras sea el mediador que permite el contacto con Lisias. Sólo cuando
Sócrates descubra el libro de Lisias, podrá prescindirse de esta mediación:
“Pero antes, querido mío, me tendrás que dejar ver lo que tu mano izquierda parece
ocultar, bajo el manto... Pues sospecho que tienes el discurso mismo. Si es así, por lo que
a mí respecta ten en cuenta lo mucho que te amo, pero con Lisias aquí presente, no
pienso dejarme utilizar para que te ejercites conmigo” (227d7-e2).
Si el poder de Fedro ya no es necesario para reordenar el lógos de Lisias,
basta con hacerlo presente mediante su lectura conjunta. Esta es la clave que
hace posible el thíasos. En el preciso momento en que el escrito se descubre bajo
el manto de Fedro y Lisias se presenta ligado a la lectura de su libro, Fedro y
Sócrates pueden comenzar a experimentar algo que difícilmente podrían haber
alcanzado el uno separado del otro: el delirio por el lógos. Esta experiencia
coribántica (228c1) tendría que desplazar a Fedro de Lisias y presentar una
imagen de Lisias que fuera significativamente diferente de la resultante de una
lectura solitaria. No está del todo claro que cada cual, por separado, hubiese
coincidido en proyectar la misma imagen de Lisias. Lo cierto es que este
descubrimiento ofrece la posibilidad de compartir el entusiasmo por el lógos y
generar un vínculo que la superioridad erótica de Fedro impedía.
Fedro quería convertir a Sócrates en un amante de su lógos, mientras
Sócrates proyectaba la imagen de Fedro para no convertirse en un amante de la
escritura de Lisias. El amor a los discursos de Sócrates lo unía a Fedro, pero no
era estrictamente equivalente, ya que el conocimiento de Sócrates incluía lo que
necesitaba saber de Fedro para no acabar como él. Ahora este conocimiento se
revela insatisfactorio si el lógos de Fedro puede transformarse en un diálogo
sobre el amor que comparten. El rasgo crucial del Fedro consiste precisamente en
que el autoconocimiento no es algo que Sócrates ni Fedro puedan saber de
antemano qué es: el autoconocimiento de Fedro pasa por reflexionar en el diálogo
su amor por los discursos; el autoconocimiento de Sócrates exige cuestionarse el
amor que le une a Fedro. Si el Fedro ejemplifica la relación de ambos con el
conocimiento de sí mismos, el diálogo debe erigirse en la forma discursiva más
apropiada para que sean amigos.
La situación inicial del diálogo establece así una relación entre los dos
componentes básicos del erotismo socrático: la capacidad de reconocer al amante
y al amado (Ly. 204b8-c1) y el empleo del diálogo como vehículo discursivo.
Sócrates quería convertir su capacidad en un conocimiento, mientras la
irrelevancia de Fedro para reproducir el lógos de Lisias convierte el diálogo en el
interrogante a resolver. El conocimiento de Sócrates sobre Fedro lo alejaba de la
comprensión que ha de tener de sí mismo como amante; el interrogante sobre si
Sócrates y Fedro son realmente amigos deben resolverlo dialogando entre sí. En
otras palabras, la claridad con la que Sócrates creía conocer a Fedro se ha vuelto
tan irrelevante como su lógos; por otro lado, el camino que deben atravesar juntos
todavía resulta muy oscuro y es demasiado pronto para afirmar que vayan a
recorrerlo. Ahora el diálogo hará un alto en el camino para que puedan sentarse y
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leer el escrito de Lisias. La condición para que pueda comenzar el thíasos ya está
dada.
2. La atopía o extrañeza de Sócrates (229a2-230b1)
En algún lugar próximo al camino que han seguido fuera de la ciudad, Fedro
pregunta a Sócrates si no es ahí donde se dice que Bóreas había raptado a Oritiya
(229b5-7). Sócrates responde: “Así se dice” (229b8), pero cuando Fedro conjetura
que el lugar del rapto probablemente estaba situado donde ahora se encuentran y
cree deducirlo a partir del encanto, la pureza y la claridad del riachuelo —sería,
en efecto, un lugar “muy propio para que jugaran las doncellas en sus orillas”
(229b9-10)- Sócrates asegura que debe localizarse dos o tres estadios más abajo,
cerca del santuario de Agras (229c1-3). Mientras Fedro se entrega a una forma
tenue de racionalización para confirmar su hipótesis, Sócrates deduce que la
elección ateniense del lugar del altar está basada en la versión oficial del lugar
del rapto de Oritiya (229d2-4). No sería extraño que Sócrates hubiera atendido el
mismo relato registrado por Heródoto, según el cual los atenienses consagraron
un altar a Bóreas en el Iliso después de prometerles su ayuda durante la invasión
persa de Jerjes (VII, 188-192). Como es sabido, el resultado fue una terrible
tempestad que sacudió la costa de Magnesia y se cobró cuatrocientos barcos
persas.
Fedro sabe que la retórica opera sobre lo que se dice y pregunta a Sócrates si
está convencido de la verdad de ese relato (229c3-6). Sócrates responde
“mandando a paseo” (230a3: chaírein) esta cuestión, como propia de una
sabiduría “rústica” (229e3), y se limita a obedecer (peíthetai) lo que se cree
habitualmente (nómos):
“Si fuera un incrédulo, como los sabios, no sería un tipo extraño [átopos]; y, como un
sofista, contaría además que [Oritiya] fue empujada por el soplo del Bóreas de las rocas
vecinas, mientras jugaba con Farmacía, y que al morir así nació la leyenda de su rapto
por Bóreas. O que fue en el Areópago, pues también se cuenta que fue allí y no aquí
donde fue raptada” (229c6-d4)
Fedro tendría que estar acostumbrado a leer entre líneas ya que los sabios
mencionados por Sócrates habrían interpretado este relato como una alegoría:
cuando Bóreas despeña a Oritiya, en realidad podría significar que la naturaleza
del deseo está enlazada con la muerte6. El rapto de Oritiya glosaría el carácter
6 Vermeule (1979, 168) ha estudiado esta conjunción entre el amor y la muerte a propósito
de los relatos acerca del rapto de mujeres: “A las mujeres griegas no se les permite en
general alcanzar el cielo; su cielo sólo se concebía en el sexo, en la fugaz unión nocturna con
un Olímpico, en el apareamiento perpetuo con el señor de la tormenta en una cueva oscura,
en el viaje dentro de una ola de Océano para un olvido pacífico. Es por la belleza de las
mujeres que descienden el viento del Norte Bóreas o bien sus hijos; descienden como el éros
de Íbico, el viento-tormenta, o el éros de Safo, que resuena como el viento que se abre paso
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azaroso y sumamente violento de su muerte, de modo que la acción de “agarrarla”
(229d1: anápraston) captaría el sentido en que fue violada por Bóreas y no
meramente “empujada” (229c10: ôsai). Oritiya significa “la que grita furiosa en
las montañas” y esto mismo es lo que hacían las mujeres en los festivales
dionisíacos. La violación de una virgen no sólo sugiere que los misterios del Iliso
están de algún modo relacionados con Dioniso: su relato implicaría que cualquier
encuentro en ese mismo lugar entre el amante y el amado corre el riesgo de ser
violento a menos que Sócrates y Fedro se vuelvan amigos.
Sin embargo, lo decisivo no es la advertencia del relato: Sócrates ha dicho lo
que se dice y, al parecer, Fedro esperaba de Sócrates que opusiera a lo que se dice
algún tipo de explicación igualmente racional. En cambio, Sócrates se limita a
decir que apenas tiene tiempo para examinarse a sí mismo:
“He aquí, querido mío, la razón: aún no soy capaz, según la inscripción délfica, de
conocerme a mí mismo; y así, se me muestra ridículo examinar las cosas ajenas
mientras aún desconozco la mía propia. De ahí que deje estas cosas tal como están y
siga lo que se cree habitualmente sobre ellas, y examine, como ahora decía, no éstas
sino a mí mismo, no sea que sea un monstruo con más repliegues y tufos que Tifón, el
que erupta, o bien una criatura más mansa y sencilla, que por naturaleza traiga algo
divino y le sea dado sin tufos” (229e5-230a8).
Según los oráculos de la Pitia, Sócrates debe pasar la vida filosofando y
examinándose a sí mismo y a otros7. En la Apología, todo el acento se pone en su
examen de otros, como si el filosofar equivaliera al conocimiento de la propia
ignorancia respecto de las cosas más importantes. Tal como surge en el Fedro, el
conocimiento de la propia ignorancia va unido al conocimiento de sí mismo y a la
exigencia de situar su alma entre la sophrosýne simple de una criatura divina o la
hýbris compleja de un Tifón. Sócrates se encuentra tan dominado por su atracción
a los discursos que no hay en él ni un rastro de sophrosýne. Los bellos discursos lo
reducen a un estado comparable al de las personas poseídas por el frenesí
coribántico. Semejante estado parece ser exactamente lo contrario del carácter
moderado de la criatura divina, cuya phýsis es extremadamente simple para
hacer resonar cualquier discurso en su interior.
Podría suponerse que su alma es más compleja (230a6: polyplokóteron) que
Tifón. Tifón, el último de los hijos de la tierra en amenazar a los dioses olímpicos
entre los robles de la montaña (286 P.; 47 D). Como Eros y Thanatos, los dioses del viento
desempeñan un papel doble en el juego de los mortales que hacen desaparecer, iluminando
sus piras funerales o empujándoles al amor, tal como Bóreas se llevó a Oritiya de esa orilla
cubierta de césped en Atenas”.
7 No deja de ser curiosa la presencia de Sócrates en un lugar tan mistérico como el Iliso a
tenor de la leyenda tan significativa que nos ha transmitido Hegel (Leçons sur l’histoire de
la philosophie, París, NRF, 1970, vol. I, p. 74): Sócrates, un personaje singular de los
atenienses, jamás se hizo iniciar en los misterios de Eleusis. Sócrates, el más sabio de los
griegos, habría sido el único no iniciado en la revelación de los misterios.
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y fuente principal de todos los vientos después de su derrota, ejemplificaba la
propia mímesis porque, según Hesíodo, tenía capacidad para reproducir el sonido
de cualquier ser, ya fuera un dios o una bestia (Th. 820-80). El alma de Sócrates
podría resultar tan compleja como las múltiples voces del dios8. Ahora bien, por
muy distintas que sean las voces de Sócrates, lo cierto es que éste enmudece
cuando aparece la voz de su daímon. El daímon se opone a menudo, e incluso en
cuestiones de muy poca monta, cada vez que Sócrates está por hacer algo
equivocado e inconveniente. Aunque no esté claro el provecho que pueda obtener
de Fedro, el daímon le ordena estar con él (242b9-c3)9. Este mandato insinúa la
diferencia específica entre Sócrates y Tifón: Sócrates sólo puede reconocerse a
través de otro que es Fedro. Esta consecuencia es tan evidente que se manifiesta
justo antes de que Sócrates reconozca que difícilmente abandona la ciudad
porque sólo ahí los seres humanos, y no los lugares y los árboles, están dispuestos
a enseñarle (230d4-6). Sólo hay seres humanos que pueden prestarse al empeño
socrático de descubrir si su alma se aproxima a una bestia o a un dios.
La intervención del daímon muestra que ningún hombre puede conocerse a sí
mismo desde la autosuficiencia de su alma. Por esta razón, Sócrates se siente
extraño (átopos) a sus propios ojos. El deseo de autoconocerse lo enfrenta a su
propia atopía. Sócrates está lo suficientemente distanciado de su imagen como
para que su daímon le obligue a construir una imagen de la belleza que le
gustaría compartir con su amado10. Fedro, por el contrario, se encuentra tan
apegado a su imagen que es incapaz de extrañarse y volverse bello. Fedro parece
estar más cerca de Tifón que de Sócrates, aunque éste sólo pueda conocerse a sí
mismo a través de Fedro. Este enigma hace de Sócrates un extranjero y obliga a
convertir a Fedro en su guía (230c7), aunque el apelativo resulte a priori
desconcertante:
“Y tú, asombroso amigo, te muestras como un tipo de lo más extraño. Pues siendo de
Atenas cualquiera diría que eres un extranjero al que se debe guiar, y no un nativo.
8 Griswold (1986, 40)
9 Pero el silencio del daímon tampoco garantiza que cualquier encuentro sea provechoso.
Sólo cuando el poder del daímon contribuye a que alguien esté junto a Sócrates se puede
alcanzar un beneficio inmediato. En el Teages, Sócrates aduce como ejemplo lo que en una
ocasión le contó Arístides sobre sus experiencias con él: nunca aprendió nada de Sócrates,
pero el hecho de estar junto a él en la misma casa fue de un provecho maravilloso. Si el
daímon no se opone a que Sócrates esté junto a Fedro y además se lo exige, este puede tener
una experiencia añadida: la posibilidad de aprender alguna cosa de Sócrates.
10 Curiosamente, Sócrates no puede prescindir de éros, el arma empleada por Zeus en su
combate contra Tifón Tal como comenta Nónnos, Zeus tuvo un conocido aliado contra Tifón:
éros, cuya flecha permitió que la música de Cadmo encantara a Tifón. Pero al asegurar que
éros entra y metamorfosea el corazón salvaje del demonio, Nónnos recuerda lo que Hesíodo
había dicho en otras palabras: al principio de todo hubo el Caos, después apareció la tierra y
éros, y sólo éros fue capaz de hacer reanimar esa masa indeterminada e inerte.
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Esto es que jamás abandonas la ciudad, ni para viajar más allá de la frontera; creo
incluso que ni siquiera has puesto un pie fuera de las murallas” (230c5-d2).
Si analizamos la intervención de Fedro, se podría entender simplemente que a
Sócrates le resulta extraño el lugar porque sólo ha abandonado la ciudad en
contadas ocasiones y desconoce lo que hay más allá de las murallas11. Pero
Sócrates es extranjero en otro sentido: redescubre fuera de la ciudad lo que debe
hacer y sujeta el mandato de examinarse a sí mismo al examen de Fedro, cuya
bella guía resulta indispensable.
3. La iniciación mistérica (230b2-e6)
Sócrates necesita la guía de Fedro en un lugar cuya atracción resulta
irresistible para ambos12. La fuente común de esta atracción se atribuye a las
Musas, que ponen a prueba a todos aquellos que han de pasar con sus naves por
ella. De entrada, Fedro parece una víctima fácil de las Musas y está dispuesto a
no conocerse a cambio de más discursos. Su amor a los lógoi es tan grande que, al
igual que las Musas, no parece querer saber nada de los hombres directamente;
contrariamente a Sócrates, es posible que aprenda más de los árboles y del campo
que de los hombres en la ciudad (230d4-6). Si las Musas amenazan con hacerles
ignorantes con sólo transitar cerca de ellas y Sócrates no puede permitirse el lujo
de declinar la guía de Fedro, es fácil advertir el riesgo que corren ambos de
ignorarse mutuamente en este lugar de paso.
Fedro admira profundamente la pureza del arroyo (229a9-11), disfruta
caminando descalzo (229a4) y le encantaría seducir a Sócrates mientras
permanecen cómodamente recostados en la hierba. Sócrates parece tan poseído
como Fedro:
“¡Por Hera! ¡Qué lugar más bello para dar una vuelta! Pues este plátano es realmente
muy corpulento y elevado. Y este sauzgatillo, es grande y prodigiosamente umbroso, y
como está en el apogeo de su florecimiento, puede dejar el lugar impregnado de su
fragancia. Y también, el encanto sin igual de la fuente que mana debajo del plátano, y
su agua, que hiela de espanto, tal como mi pie se encarga de atestiguar. A alguna ninfa
o al Aqueloo, a juzgar por esas estatuillas e imágenes de dioses, debe estar
indudablemente consagrada. Y fíjate también, si quieres, en el aire que hay aquí, ¿no es
11 Cornford (1952, 66-67) señala lo insólito de ver a Sócrates “conducido lejos de los lugares
que nunca abandonaba. En el marco de su arte dramático, Platón no puede indicar más
claramente que este Sócrates poético e inspirado era desconocido para sus acompañantes
habituales”.
12 “El lugar en cuestión”, dijo Thompson (1868 [1973], 9), “lo descubre fácilmente el
visitante actual; indudablemente, sólo hay un lugar que responda a las condiciones, y
responde a ellas perfectamente”. Robin (1961, X-XII) acompaña incluso el diálogo de una
descripción arqueológica y un croquis, aunque admite que los alrededores han cambiado
lamentablemente. Los intentos más recientes de describir y localizar con precisión el
escenario del Fedro se encuentran en Wycherley (1963, 88-98) y Clay (1979, 345-353).
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envidiable y sumamente delicioso? ¡Una clara melodía estival que se hace eco del coro
de las cigarras! Pero lo más refinado de todo es el césped, porque en la suave pendiente
que crece es apropiado tener la cabeza hermosamente reclinada” (230b2-c6).
De la descripción de Sócrates, casi todo recibe algún epíteto de elogio: el lugar,
el plátano, el sauzgatillo, la fuente, el aire primaveral, las cigarras y la hierba.
Sólo las figuras y estatuas del lugar, situadas estratégicamente en el centro de la
enumeración, carecen de una adjetivación precisa. Sócrates es incapaz de decir si
las imágenes de los dioses son bellas y transmite la sensación de que la belleza
del lugar le impide conocer en qué sentido los dioses pueden ser peligrosos.
Parece olvidar que ahí fue donde una joven doncella fue arrebatada por el
apasionado dios del viento y que estas imágenes (agálmata y kórai) consagran el
lugar a las ninfas y a una divinidad fluvial llamada Aqueloo, el padre de la
seductora Siringe, la célebre ninfa amante de Pan13. Así se manifiesta
irónicamente el dios de la demencia erótica al que Sócrates y Fedro dirigen su
plegaria final (279b10-c8). ¿Qué poder, sino el suyo, convocaría a los amantes a
cultivar su amistad?
Cargada con poderes dionisíacos, la escena resulta tan ambigua como la
belleza de los dioses del lugar. El lector sabe que el recinto está consagrado a
Aqueloo y que probablemente formaba parte de una serie de cultos distribuidos a
lo largo del Iliso en los márgenes de la antigua ciudad, en un lugar ajardinado en
el que la presencia de las ninfas era inevitable. El démos donde se practicaban la
mayoría de estas celebraciones religiosas estaba ubicado en el suroeste de la pólis
y se denominaba Agrai, “el campo”. A pesar de la presencia de distintos cultos,
Pausanias cree que el santuario al que se refiere la escena está dedicado a
Ártemis Agrótera14. Al igual que Bóreas, se trata de una divinidad que parece
13 Las kórai probablemente no eran estatuas como las célebres doncellas de la Akrópolis,
sino más pequeñas, como unas muñecas que debían situarse cerca de la fuente. Las
agálmata seguramente eran piedras votivas, aunque podrían ser otros objetos que
complacieran a los dioses. Como indica Larson (2000, 127), no deja de ser curioso que entre
la fecha dramática del Fedro (414) y su fecha de composición (370) se esculpieran las
primeras reliquias conocidas en el Ática a las ninfas.
14 En efecto: “A través del Iliso hay un distrito de Atenas llamado Agrai y un templo de
Ártemis Agrótera (la Cazadora). Se dice que Ártemis sólo cazar aquí cuando venía de Delos,
y que esta por esta razón la estatua lleva un arco” (Pau. 1.19.6). Sin embargo, hay que
mencionar cinco cultos más en Agrai: Zeus Meilichios, Demeter y los misterios menores,
Meter, Aqueloo y las Ninfas. Estos cultos estaban interrelacionados en alguna medida y no
es sorprendente ver en las ninfas el nexo de unión. Cerca del estadio y a lo largo del río se
encontró una reliquia dedicada a las ninfas y a “todos los dioses” por una compañía de
hombres y mujeres que trabajaban alrededor del Iliso. La reliquia se presenta dividida en
dos partes: la superior está presidida por la iconografía convencional de las ninfas (Hermes
conduce la danza mientras Pan y Aqueloo están presentes); en la parte inferior
encontramos a Deméter y Kore, así como un héroe que se acerca a ellas con un caballo
(probablemente Demofón). Esta reliquia muestra la proximidad entre el culto del Iliso a las
Ninfas y los misterios menores de Deméter y Kore, cuyos iniciados se bañaban en el río.
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avenirse con la ciudad: Ártemis Agrótera es invocada por haber salvado a los
griegos en su triunfo militar sobre los persas, aunque sólo baja a la ciudad en
raras ocasiones, cuando la necesitan15. En un himno de Calímaco, se le oye decir
lo siguiente: “Que todas las montañas sean mías”16. Como indica Gregorio Luri:
“No es al cobijo de la venerable y domesticada sombra del olivo a donde deberemos
acudir para dar con su rastro. Pero tampoco le gusta la completa intemperie, el
exclusivo dominio del bosque. Quizás por ello sus santuarios acostumbran a encontrarse
en las “eschatiai”, entre la tierra cultivada y el bosque, o entre “to astu” y el mar”17.
Como Ártemis Agrótera, el resto de los dioses del lugar no están alejados de la
ciudad, pero tampoco están tan cerca como para decir que son bellos: tan sólo
acuden a la ciudad cuando se encuentra amenazada de destrucción. El templo no
se encuentra en un territorio totalmente salvaje, completamente ajeno a la
ciudad y a las tierras habitadas por hombres. Se trata más bien de los confines,
las zonas limítrofes, las fronteras donde se codean lo salvaje y lo cultivado. Las
tierras baldías frecuentadas por los dioses no son del todo civilizadas ni del todo
salvajes, del mismo modo que el recorrido a lo largo del Iliso no es todo lo bello
que podría parecer. El Fedro se sitúa en un lugar difuso, una eschatia, frente al
cual la tarea más importante es mantenerse alerta: la belleza apacible de las
aguas contrasta con la violencia sacrificial de Bóreas; Sócrates se desdobla en
Tifón, una alteridad espantosa con la que puede identificarse; las cigarras
representan las profetas de las Musas (262d4), pero como todo insecto, con su
cuerpo segmentado y sus ojos compuestos, podrían confundirse con un monstruo
si pudieran verse a la supuesta escala de un Pegaso y una Quimera.
Lo bello y lo monstruoso se hallan en una relación contigua que puede llevar a
la confusión, pero también al autoconocimiento. Sócrates confirma esta
posibilidad al desviar a Fedro del camino de Megara y situarlo en este lugar de
paso donde, además de encontrarse el culto a Ártemis, se celebran los “misterios
menores” de Agra18. Motte (1973, 422-423) ha señalado que este tipo de iniciación
Para Robin (1961, XII), la escena platónica estaría dedicada a Deméter, un “Mètroon, que
poseía el demos de Agra y que, en el siglo pasado, todavía se veía sobre las pendientes
rocosas que sobresalían del río”.
15 Jenofonte asegura que los atenienses conmemoraban en el santuario de Ártemis
Agrótera el triunfo militar de los griegos en Maratón y que lo hacían sacrificando
quinientas cabras cada segunda quincena septiembre (An. III, 2, 12). También circulaba
una versión de Pseudo-Plutarco en la que se decía que no era a Hécate sino a Ártemis
Agrótera a quien se le ofrecían en ceremonia los efebos sacrificados en Atenas para
rememorar aquella victoria decisiva sobre los persas.
16 Call. Ar. 18
17 Luri (1994, 79)
18 Como señala Kerenyi (1967, 90-91), Sócrates jamás menciona explícitamente los
misterios de Agra, que servían como preparación para los misterios mayores. Pero para sus
contemporáneos es evidente que se refiere a ellos cuando se habla de una iniciación
graduada que debe comenzar en la belleza corpórea y conducir finalmente a la belleza del
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no podría hacerse sin recorrer el campo, este jardín inquietante que es el centro
por excelencia del thíasos y, en general, de los cultos religiosos que suponen algún
tipo de entusiasmo o posesión divina, pero tampoco sin el patronazgo sagrado de
las Musas. Las teofanías de las Musas tienen lugar en sitios próximos a arroyos,
fuentes o corrientes de agua, lo que hace que su culto se vincule con el de las
Ninfas. En la elección platónica de este sitio pesa sin duda el recuerdo de la
virtud purificadora de las aguas. Tampoco se puede olvidar que Sócrates y Fedro
se encuentran arropados por la sombra de un sauzgatillo, cuyo nombre parece
derivar de su parecido físico con los sauces, y cuya denominación científica (Vitex
agnus-castus o “árbol casto”) hace alusión a su supuesta capacidad para
disminuir la líbido19. La naturaleza de Sócrates se siente tan próxima a la de
Fedro que le invita a compartir su delirio coribántico. Pero lo que está en juego en
este pasaje no es meramente poner en contacto el alma del amante con la del
amado. Que ese contacto sea bello y no sucumba al poder fascinador de las Musas
dependerá de que el discurso de Sócrates se exprese en una imagen que despierte
el erotismo de Fedro y, a la vez, lo modifique de un modo filosófico.
Sócrates desea convertir a Fedro en un amante de la belleza y sueña con
autoconocerse, aunque la naturaleza de Fedro no acabe de prestarse a ese
propósito. La razón es que el encuentro entre Sócrates y Fedro está ligado en todo
momento a Lisias, cuyo lógos es comparado con un festín (227b8: eistía). Lisias ha
servido un banquete a sus huéspedes en la casa de Mórico20 (227b5-6) y ha
cocinado un lógos del que Fedro se ha nutrido21. Sin embargo, Sócrates sabe que
alma mediante la contemplación de las ideas (250b3-c3). Las alusiones son claramente
figurativas, aunque “el tono original de los ritos está reproducido fielmente: el tono de Agrai
es más físico que el de Eleusis, más espiritual” (1967, 46).
19 Es relativamente conocida la tradición de las matronas que mantenían su castidad
acostándose sobre hojas de sauzgatillo para alejar las tentaciones, y no es extraño que
algunos monjes en la Edad Media masticaran sus hojas con el mismo propósito. En Grecia,
es imposible no recordar la Tesmoforia, de la que los hombres quedaban excluidos y servía a
las mujeres para celebrar la reunión definitiva de Deméter con su hija. El vitex era una de
las plantas esenciales para realizar los rituales secretos que se llevaban a cabo durante este
festejo y, junto a la granada, el poleo y el pino, era reconocido por sus cualidades
anticonceptivas, así como por otros efectos antieróticos. Si admitimos estas propiedades del
vitex, es posible que Sócrates y Fedro busquen refugiarse tras él para proteger su
sophrosýne de los excesos de éros. La ironía platónica consistirá en mostrar lo contrario.
20 Sería muy tentador afirmar que ésta es la casa del trágico Mórico, que se da a conocer
como un ilustre glotón en La Paz de Aristófanes. Lo cierto es que los datos no son muy
precisos. En cualquier caso, Mórico es el sobrenombre del dios Dionisos, “el que va
manchado”, porque se cuenta que su casa estaba embadurnada con levaduras durante la
vendimia. De ahí que Platón describiera la atmósfera de la casa como dionisíaca, sin excluir
ninguna alusión a la conocida glotonería de Mórico.
21 Aunque la cocina y la medicina puedan enfrentarse diferenciando la buena de la mala
comida (Pl. Gor. 464d4-5), Fedro es ajeno a este combate porque, escogiendo el placer,
restablece al mismo tiempo su salud. Podría decirse que la oratoria culinaria de Lisias
induce su creencia antes incluso de que Fedro abra su boca. No le hace falta asegurar que el
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el festín al que debe entregarse Fedro es de otro tipo (236e7-8); de lo contrario,
jamás le exhortaría a formar parte de un banquete en compañía de dioses
(247a8)22. Si partimos del hecho de que Sócrates y Fedro están dispuestos a
ofrecer un discurso bello a Ártemis Agrótera, así como a los demás dioses del
lugar, es fácil observar la absoluta vulnerabilidad socrática a la locura y al amor.
El Sócrates del Fedro es completamente erótico. Y por ello es también
enormemente sensible a la música. A pesar del estrecho vínculo entre Fedro y
Lisias, todavía media una distancia entre ambos, justo por compartir con
Sócrates esa obsesión por la musa poética23.
Cuando empieza el festín de Lisias, todavía está algo oscuro (227a5). Ya no lo
está cuando empieza la conversación entre Sócrates y Fedro. Pero en este último
caso nos enteramos de que en el transcurso de ella se alcanza el mediodía, de
modo que las cigarras pueden verlos con claridad (259a2). Nada parecido sucede
respecto del banquete con Lisias. La diferencia entre ambas situaciones es tan
marcada que el diálogo entre Sócrates y Fedro es este tránsito de la una a la otra:
por un lado, el lugar de encuentro entre Fedro y Lisias, que corresponde al tópos
de los discursos “urbanos” y “democráticos” (227d2-3), el espacio de la
logographía que se impone en la ciudad situando el éros del lado de la sophrosýne;
por otro lado, el jardín de los discursos bellos, el lugar del thíasos, que no reúne ni
placer que ofrece es realmente el propio de Fedro; es evidente que debe ser experimentado
si Fedro, que se nutre de los lógoi de Lisias, desea ejercitarlos.
22 Para los griegos, es un acto sagrado el quemar carne en un altar para alimentar a los
dioses con el humo, y luego comerse la carne. Este tipo de sacrificio podría describirse como
una comida comunal con la deidad. La palabra equivalente a 'dios' en griego, theós, se
deriva curiosamente de la palabra que significa "humo". De hecho, todo el Fedro se podría
pensar como un escenario sacrificial, ya que en él: a) el dios del viento consuma su unión
erótica con Oritiya; b) Sócrates desea conocer su propio hálito (psyché); y c) mirarse a sí
mismo significa encontrarse frente a frente con un doble en el que viene a reflejarse su
terrible vaporosidad (Tifón).
23 La idea de que la verdadera música, concebida como don de los dioses, se encuentra en la
filosofía constituye un lugar común en la Academia de Platón. En ello radica una idea
genuinamente helénica según la cual la música revela y vincula a los hombres con el orden
real y necesario de las cosas. En este sentido, P. Boyancé (1937 [1972], 250) señala que
Platón se comporta como un parédro, “compañero de las Musas”. El testimonio más
elocuente de ello está en el Fedón, en el pasaje del sueño de Sócrates y el consejo repleto de
misterio y devoción que Sócrates recibe: “Compón música y trabájala” (Phd. 60e6).
Aristóteles, por su parte, siguiendo los ecos del Fedón, da a entender en su Protréptico que
la filosofía es la verdadera música y en lo que atañe a la organización de los θίασοι
filosóficos, reconoce tácitamente el vínculo de los hombres con el todo, a través de las
Musas. De ese modo, no es extraño que Sócrates inicie su primer discurso con una
invocación a las Musas o que el segundo funcione como una kathársis musical, repleta de
colorido, metáforas y personificaciones pitagóricas, lo cual parece enlazar con una frase
casual del Eutidemo que parece indicar que Sócrates había tomado parte personalmente en
los ritos coribánticos (Euthd. 277d5-8).
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
a Sócrates ni a Fedro, sino que supone la presencia del otro, el poseído por el dios,
el amante que se ha de autorreconocer como amante de lo bello.
Si los lógoi pertenecen a los lugares en que son digeridos, el paso de la casa de
Mórico al thíasos significa el pasaje por un lugar cuyos discursos, aunque
extraños a la ciudad, no pueden serle completamente ajenos en cuanto a éros. El
sueño del legislador es que el ciudadano perfecto y completo debe hacer de cada
cual un amante, como si toda la vehemencia de éros pudiese quedar confinada en
el estrecho canal que la ciudad define en su obstinada pureza. El problema es no
se puede escribir una ley sobre el deseo de que el amado sea tan bueno como sea
posible. Para acceder a esta verdad sobre éros, la belleza del amante debe estar
ligada a la del amado, y el amado no puede alcanzar la belleza hasta realizar en
su alma el deseo del amante. En el Banquete, esa verdad es la manera que tiene
Sócrates de atravesar el error que el resto de discursos sobre éros es incapaz de
percibir. Cuando pasamos al Fedro, la conveniencia de compartir esta experiencia
es lo que Sócrates se propone persuadir frente a la retórica de la ciudad.
4. Consideraciones finales
La comprensión del Fedro como un thíasos filosófico escenifica el recorrido
inverso de la logographía que triunfa en la ciudad. Al imitar el erotismo
socrático, Platón introduce una nueva forma de iniciación. Aunque se funda en
una relación consigo mismo, es un conocimiento de sí mismo a través del otro. El
sentido de este encuentro hace posible una autoiniciación: no es una iniciación en
los misterios de un dios exterior a sí mismo sino el reconocimiento de una belleza
divina en el interior de sí. Hay tres momentos clave de la escena inicial que
permiten el despliegue de esta autoiniciación filosófica: a) el descubrimiento del
rollo escrito; b) el extrañamiento de Sócrates; y c) la iniciación mistérica.
El thíasos es posible gracias al escrito de Lisias. La imagen que Sócrates se
hace de Fedro impide inicialmente que Sócrates esté dispuesto a dialogar y, en
consecuencia, escuche lo que Fedro podría llegar a decir. Pero como éste se ve a sí
mismo siendo imprescindible a Sócrates piensa someterlo a su retórica a menos
que se desvíen del camino de Megara. El descubrimiento del escrito de Lisias está
ligado a la apuesta de Sócrates por el Iliso, este itinerario mistérico cuyo fin es un
mouseîon (278b9), y abre la posibilidad de que cada cual problematice la imagen
que tiene del otro examinando conjuntamente la de Lisias.
La atopía es la discordancia que Fedro debería reconocer con su propia
imagen. Después de descubrir el rollo escrito, Fedro se vuelve prescindible de
acuerdo con la imagen que Sócrates tenía de él. El problema es que la imagen que
Sócrates tiene de sí tampoco es evidente. Sócrates se siente extraño porque al
reflejo de su imagen le acompaña, por un lado, una pasión enfermiza por los
discursos que lo hace irreductible a la sophrosýne de una simple criatura divina y,
por otro, un erotismo maniático que le impide alcanzar la autosuficiencia
mimética de un Tifón. Mientras el autoconocimiento de Sócrates obliga a
restablecer un diálogo del que Fedro había sido eliminado, Fedro, que confiaba en
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ser la Musa de Sócrates, resulta paradójicamente indispensable en un sentido
desconocido para él.
El thíasos es el vehículo a través del cual Sócrates y Fedro han de
autorreconocerse como amantes de lo bello. Sócrates necesita hablar con los
hombres, pero no habla ni se halla presente donde se exhibe la retórica de Lisias.
A Fedro le encanta el habla silenciosa de los árboles, pero se ve obligado a
dialogar cuando desearía ejercitarse retóricamente. Sócrates habla donde no
suele hablar, y Fedro no habla donde suele hablar. Pese a todo, la atracción de
Sócrates y de Fedro respecto del lugar es tan evidente como la belleza que los
envuelve. Por su apariencia, este lugar alcanza lo que la retórica sólo puede
conseguir por medio del lógos. Pero su apariencia es tan ambigua como los
discursos que se darán en el thíasos. Sócrates y Fedro corren el riesgo de
quedarse encantados por las Musas, en una inclinación que exceda la iniciación e
impida acoger la belleza que ofrece el dios a quien quiera acceder a una visión
purificada. Lo que está en juego es la posibilidad de un autoconocimiento mutuo y
que este deseo se muestre como algo bello.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
LA ÉTICA PERIODÍSTICA COMO ÉTICA APLICADA
José Manuel Chillón Lorenzo. Universidad de Valladolid
Resumen: La consolidación de la ética periodística como saber es una tarea todavía en
ciernes. Para poseer una entidad intelectual suficiente, lo específico del periodismo
informativo, esto es, tanto sus conceptos como su praxis, tendrá que encontrarse con las
reflexiones morales que siempre han ocupado a la ética como saber filosófico. En este
artículo, se explica esa vinculación interdisciplinar entre el saber periodístico y el
discurso filosófico tratando de descubrir las contribuciones que tanto la ética de la
responsabilidad de Weber, la prudencia de cuño aristotélico o algunas aportaciones de
la ética kantiana y de las éticas dialógicas pueden hacer a la constitución de la ética
periodística como ética aplicada.
Abstract: The constitution of journalistic ethics since knowing with a solid intellectual
entity is a task still in the making. The specific of informative journalism (theory and
practice) has to connect with the properly philosophical moral reflections. In this paper,
we explain that connexion studying the contributions that ethics of the responsibility,
the prudence like professional virtue or some notions of kantian ethics and discourse
ethics can offer to journalistic ethics.
1. Introducción: status quaestionis
Si algo tienen los principios es que demuestran su valor cuando efectivamente
sirven para orientar la praxis y cuando se pueden volver a invocar toda vez que
las acciones concretas, sometidas a circunstancias convulsas, parezcan haberlos
perdido de vista. Si alguna vitalidad poseen los fundamentos es la que le da el
hecho de que, a pesar de los deterioros exteriores, siempre permanece su forjado
estructural. Pues bien, así puede entenderse la relación entre la ética y las éticas
aplicadas. Aquella, por ser el estudio de la dimensión moral del ser humano y,
por tanto, de los principios, de los fundamentos; esta, por encargarse de encalcar
estos principios morales en unas coordenadas sociales concretas o en los
quehaceres profesionales determinados. De esta manera, la ética posee la
vitalidad que le da el estar permanentemente expuesta a la intemperie de la
realidad y el estar continuamente sometida a condiciones y no precisamente de
laboratorio. Mientras, las éticas aplicadas saben dónde están sus amarres, cuáles
son sus fundamentos y qué criterios han de seguir para evaluar sus propios
procedimientos y, si ha lugar, reorientarlos.
¿No es este el eterno debate teoría-praxis? Evidentemente. Pero un debate
que puede plantearse, en términos kantianos, sin tener que reconocer la
tremenda distancia que parece existir entre el limbo de los principios teóricos y
los circunstanciales criterios prácticos. De hecho, explica Kant en Sobre el tópico:
Esto puede ser correcto en teoría pero no vale para la práctica (1999, p. 241) que
también es teoría incluso un conjunto de reglas prácticas cuando tales principios
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
han sido pensados con la universalidad que les da el haberlos abstraído de
condiciones, “que influyen directamente en su aplicación. Mientras que no se
llama práctica a toda manipulación sino a aquella consecución de un fin que sea
pensada como cumplimiento de ciertos principios del proceder representados con
universalidad”. En definitiva, como explicará poco más adelante, cuando una
teoría no posee una aplicación práctica, lo que necesita, curiosamente, es más
teoría. ¿No es la ética aplicada una disciplina teórica con su propio objeto
material y formal, que dirían los clásicos, cuyos principios teóricos nacen del
conocimiento de los problemas más candentes y de las circunstancias
profesionales que están llamadas a pensar para transformar? ¿Y no son esas
circunstancias las que se imponen y las que retroalimentan los propios principios
teóricos de la disciplina? Pues bien, de esta mutua y constante influencia entre la
teoría y la praxis depende el especial estatuto de las disciplinas aplicadas,
necesariamente abiertas a nuevas, mejores y más actuales interpretaciones y
orientaciones sobre la dimensión moral de la acción humana. Es ya un lugar
común aceptar que la Bioética, la Ética ambiental o incluso la Ética empresarial
forman parte de las disciplinas que engrosan la lista de éticas aplicadas.
Disponen de principios propios, conocen las prácticas profesionales o disciplinares
desde las que piensan, y se presentan como expresiones del progreso moral de
una sociedad especialmente compleja que tiene que resolver problemas
específicamente contemporáneos tan lejanos a los de la cuna griega de la filosofía
o a los de la modernidad kantiana, por poner algún referente. Podría parecer
entonces que las éticas aplicadas tienen que emprender un camino desde cero por
la asimetría entre las cuestiones más candentes de la actualidad y los
presupuestos y planteamientos aparentemente caducos de la historia del
pensamiento moral. Sin embargo, una mirada más perspicaz descubrirá que,
aunque la faz de los problemas sea tan distinta e impensable para los filósofos de
antaño, las cuestiones fundamentales sobre las que pivotan son exactamente las
mismas que las que tratan los pensadores de hogaño: el debate sobre la idoneidad
de los medios en relación a los fines perseguidos; el valor de la virtud; la cuestión
de la prioridad innegociable de la dignidad humana; la autonomía moral… Tan
nuevas y tan clásicas, tan de ayer y tan hodiernas. Es evidente hasta qué punto
la consolidación del saber ético aplicado depende de que se acierte en el
establecimiento de estos vínculos entre las cuestiones morales más perentorias de
nuestros días y los planteamientos morales de los gigantes de la reflexión ética, a
cuyos hombros debemos seguir subidos. Vínculos que tienen que estar
continuamente rehaciéndose en una labor hermenéutica constante ante los retos
apremiantes que a diario plantea una sociedad tan cambiante como la nuestra.
Pues bien, si la ética periodística puede considerarse ética aplicada es porque
la praxis periodística, afectada como pocas por las ínfulas de una revolución
tecnológica de consecuencias casi imprevisibles, es permeable a las propuestas
éticas sistemáticas. Aristóteles, Kant o Weber entre otros, tienen algo que decir
sobre los principios morales que guían la acción humana también cuando esta
acción está dedicada profesionalmente a la producción de información
mediáticamente transmitida. Así pues, para justificar en qué sentido la ética
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periodística es una ética aplicada y contribuir a esa tarea de dotar de entidad
intelectual suficiente esta disciplina, proponemos dos recorridos teóricos
complementarios. El primero tratará de comprender la ética periodística como
ética de la responsabilidad trasladando las reflexiones weberianas sobre la
vocación política al ejercicio profesional, también público, de la información
periodística. El segundo, por su parte, sugerirá una ética del profesional asentada
en la virtud correspondiente a la misión pública responsable: la prudencia de
cuño aristotélico. Recorridos que se completarán con un rastreo por la ética
kantiana y por las aportaciones de la pragmática de Habermas.
Se va a hablar de fundamentos, de principios y se va a hablar de teoría
periodística y de praxis informativa. ¿Será esta una buena manera de ‘filosofar
sobre un problema real’, que diría Popper?
2. La dimensión moral de la acción pública del periodista: Ética de la
responsabilidad
El periodismo informativo es un hacer. Y como hacer, es el resultado de una
acción personal y profesional libre. Las sociedades modernas así lo han querido:
que sea el periodismo, y en concreto el periodismo que sirve la información a los
ciudadanos, el que haga gala del derecho a la libertad de expresión que vertebra
la democracia y consagra como valor fundamental del ordenamiento jurídico el
pluralismo social y político. Pero, como le sucede a todo ejercicio de la libertad, no
está exento de responsabilidad. Parece claro, pues, que la ética periodística
deberá pensar los fundamentos morales de esta relación entre la libertad
profesional ejercida y la especial responsabilidad pública debida. ¿Especial
responsabilidad pública?
Antes de abordar esta cuestión, propongo que se recuerde la ya clásica
distinción de Aranguren entre moral como estructura y moral como contenido.
Aranguren diferenciaba así entre la constitutiva dimensión moral de toda acción
humana, en la medida en que pone en juego la libertad con la que el hombre se
hace, y la posterior calificación de esa acción desde los patrones y criterios
morales que se manejen. Las acciones humanas podrán ser morales o inmorales
pero nunca amorales. Evidentemente tampoco la acción profesional del
periodista. Decidir de qué informar, qué incluir, cuánto espacio reservar, qué
omitir o en qué dirección investigar, por ejemplo, son acciones profesionales en
las que se pone en juego la libertad del periodista en el medio concreto. Y de ese
ejercicio libre, profesional y estructuralmente moral, depende la satisfacción del
derecho fundamental de los públicos a recibir la información veraz que necesitan
para ser auténticamente ciudadanos. De ahí esa especial responsabilidad por la
que nos preguntábamos antes. Una responsabilidad que nace de la capital misión
otorgada por las democracias al periodismo informativo y de la que depende,
también, la corrección y la autenticidad del propio sistema. Hay pocas profesiones
en las que cualquier movimiento, cualquier opción o decisión tenga tal
repercusión pública. Probablemente sólo la política y el periodismo. Por ello, creo
que una buena forma de tratar la especificidad de la ética periodística puede
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consistir en recurrir a Max Weber y a la concepción de la dimensión moral de la
acción pública política que propone: la ética de la responsabilidad. Vamos a ello.
¿Es posible la regulación ética de la política a sabiendas de que esta tiene
como medio específico de acción la consecución del poder tras el que se encuentra
la violencia? Esta es la pregunta clave de Weber en La política como vocación,
texto que recoge la conferencia que el sociólogo alemán pronuncia en la
Asociación Libre de Estudiantes de Munich durante el invierno revolucionario de
1919. En ella Weber trata de proponer una determinada concepción de la política,
una concepción realista que tenga en cuenta las situaciones reales en las que se
desenvuelve la acción del político para pensar, desde ahí, la posibilidad de una
ética correspondiente a esa misión pública. Una concepción realista bien lejos, eso
sí, del realismo político maquiavélico más férreo que subordina la ética a la
consecución estratégica de los objetivos de la política siempre enfandangados de
poder. Y lejos también del purismo moral de quien decide no mezclarse en
cuestiones mundanas que puedan mancillar sus manos de persona con
convicciones irreprochables. ¿Qué relación guarda el político profesional, que sabe
del escabroso terreno donde se juega la política, con la necesaria orientación
moral de sus acciones? Y este es su planteamiento central: “Toda acción
éticamente orientada puede ajustarse a dos máximas fundamentalmente distintas
entre sí e irremediablemente opuestas: la ética de la convicción y la de la
responsabilidad” (Weber 1999, p. 164). La diferencia entre estas dos formas de
orientar éticamente la acción reside, en un primer momento, en la
incompatibilidad que parece existir entre ambas, ya que el hombre que actúa por
convicciones se desentiende de las consecuencias efectivas que pueda tener su
acción, sean las que sean. Ahora bien, Weber enseguida apela a la experiencia
para advertir que, en no pocas ocasiones, para conseguir fines buenos hay que
utilizar medios que no lo son tanto. Lo que sucede es que este cálculo moral de
medios en virtud de los fines es insoportable, por irracional, para quien actúa
conforme a la ética de la convicción.
Se trata de un ajuste entre el objetivo final y los medios, entre el interés
personal y el social que debe ser continuamente ensayado por quien quiera ser
político de vocación. La tarea política, en este sentido, ha de llevarse a cabo con la
cabeza, aunque no sólo, porque en ningún caso la política puede desentenderse de
su propio objeto: la consecución del poder. Un objetivo que, por cierto, reclama y
precisa planteamientos eficaces, sobre todo teniendo en cuenta hasta qué punto el
nuevo pluralismo social ha puesto en jaque la posibilidad de encontrar un bien
común único susceptible de ser alcanzado mediante un argumento racional. Y es
que la ética que corresponde a la acción pública política no puede obviar las
consecuencias de esta acción en virtud de convicciones morales inquebrantables.
La transposición inmediata de una moral de principios absolutos (como la ética
de la convicción) a las condiciones efectivas de la política sería el motivo perfecto
para despreciar la interferencia moral en las gestiones públicas. Y precisamente
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porque Weber no está dispuesto a esta disección entre ética y política1 y a la
consiguiente reducción de la moral a la esfera privada, propone la ética de la
responsabilidad como el lugar ético propio de la política: una ética que, en
absoluto, desprecie los principios; una ética vertebrada por la importancia de la
decisión personal; una ética que, lejos de obviar las consecuencias de cualquier
acción en virtud de la bondad de las intenciones, las asuma como constitutivo
esencial de su reflexión.
El político responsable es aquel que tiene los pies en la cruda realidad y que
ejerce el poder motivado por unos principios que, necesariamente, so pena de ser
inútiles, abandonan su carácter absoluto obligados por la misma realidad;
principios que no sólo están al comienzo de cada acción política, sino al final,
cuando el político maduro, el político de vocación diga: “aquí me detengo”. Y se
detenga porque, dar un paso más no sea sino traicionar las convicciones por la
fuerza de las circunstancias.
Se precisa vocación política para conciliar convicciones personales y
exigencias públicas. Urgen políticos de vocación para evitar el hiato entre la
moral individual vivida y la renuncia a los principios que puede imponer la cruda
realidad. Vocación, en definitiva, para hacer de toda misión pública una tarea
éticamente responsable. ¿Se puede hablar, en este mismo sentido, de vocación
periodística? ¿En qué medida el discurso sobre la dimensión moral del periodismo
puede ilustrarse desde una posible ética de la responsabilidad?
Preguntarse por la responsabilidad del profesional de la comunicación
equivale a preguntarse por la justificación de su actividad en la vida social.
(Azurmendi 2001, p.139). ¿Qué función cumple? ¿Cuáles son las expectativas de
los ciudadanos sobre los medios de comunicación y sobre sus profesionales? En
primer lugar puede decirse que la responsabilidad de los periodistas es el tributo
que la profesión debe a la sociedad que le otorga el papel esencial de dar
cobertura al derecho fundamental de los públicos a recibir información veraz, lo
hemos apuntado ya. Y es que, los medios son eso, medios que sólo tienen sentido
si contribuyen a ese fin que les da sentido. “Casi nunca se le presta la debida
atención al hecho de que la responsabilidad del periodista es muy grande; por lo
general, el sentido de responsabilidad de un periodista honrado no suele estar por
debajo del de un científico; más bien, está por encima, como lo ha demostrado la
guerra” (Weber-Koyacsics 1983, p. 98)
La tarea periodística también es una llamada, una vocación a la
responsabilidad por la acción pública. Y en ese sentido, el sujeto de la información
tiene que saber adaptar los valores reconocidos, las normas legisladas y las
1“Es necesario leer a Max Weber teniendo en cuenta el trasfondo de la discusión en la
filosofía alemana en torno a la relación entre política y moral. Weber es heredero, en forma
desigual, de dos tradiciones contrapuestas: la que con Kant intenta unificar política y
moral, y la que con Hegel, postula una oposición inevitable entre ambas. Su postura ha de
entenderse como un intento de mediación crítica entre esas dos tradiciones, ambas
insuficientes” González (1998), p.134
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virtudes morales vividas a las obligaciones y exigencias profesionales. Acomodar
ámbitos tan dispares es difícil y, a veces, en el ámbito laboral poco beneficioso.
Pero de la constatación de esta tensión (también constitutiva de la acción política
que quiere comportarse éticamente y en general de toda acción humana) y de la
opción más acertada, depende la talla moral del periodista informativo y de la
misma empresa periodística. El periodismo presta un servicio a la sociedad. Un
servicio que nunca puede renunciar a poner en práctica las convicciones morales
profesionales para servir a algún oportunismo de tipo empresarial o político. Pero
un servicio público que tampoco puede desconocer ni las condiciones reales en las
que se desenvuelve la información a diario, ni las rutinas profesionales que hacen
de la verdad esperable del periodismo una verdad informativa construida2 por el
sujeto informador, ni, por supuesto, la adscripción ideológica del medio al que
sirve. Por eso el periodista responsable debe tener en cuenta las posibles
repercusiones así como las consecuencias previsibles de sus acciones. Esta es, ni
más ni menos, la responsabilidad por la acción de la que hablaba Weber para la
política. De hecho, como reconoce García Avilés (2001, p. 73) los problemas de
credibilidad de los medios surgen por la falta de adecuación entre la praxis
periodística y las expectativas de los públicos cuando estos saben que no están
recibiendo el servicio público que se merecen. Y es que, como explica el profesor
Agejas (2002, p. 18), el profesional de la comunicación y de la información no
puede eludir una realidad incontestable ya que, “el compromiso personal con la
verdad tiene una inmediata y querida dimensión y repercusión social”, o como lo
expresa la Declaración de Principios Internacionales de Ética Profesional del
Periodismo de la UNESCO: “la responsabilidad social del periodista se da porque
la información se entiende como un bien social y no un simple producto”.
La propuesta de Weber abre de nuevo el debate moral entre medios y fines,
entre el valor de unos y la oportunidad de los otros, entre, en definitiva,
teleologismo y deontologismo. Ambas son perspectivas teóricas éticamente
extremas. La primera, porque desconoce los principios morales más básicos y los
sacrifica en aras de un único fin. La segunda porque, también en el extremo, sólo
habla de deberes en abstracto difícilmente practicables en circunstancias tan
proteicas como las que envuelven al periodista. Para comprender mejor ambas
perspectivas éticas en términos de ética periodística, el profesor Rodríguez Duplá
toma como ejemplo el periodismo de Günter Wallraff, sus actitudes y sus métodos
tal y como se describen minuciosamente en su obra Cabeza de Turco. Lo que
realmente le convierte en teleologista —reconoce Duplá— es la convicción de que
su fin denunciatorio justifica el empleo de medios vedados para el periodista:
falsa identidad, mendacidad, engaños para acceder a informaciones reservadas...
(Cfr. Dupla 1995, 174-190). En mi opinión, la estrategia de Wallraff está
amparada en la convicción fundamental que ha guiado al periodismo
autoconsiderado como ‘perro guardián’ del bien y del interés público. Es tan
2 Sobre este asunto de la verdad informativa como verdad construida puede verse nuestro
artículo (2007), pp. 95-125.
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importante que el público conozca la verdad que, los instrumentos utilizados, los
mecanismos empleados y las estrategias programadas, sean las que sean,
resultan redimidas por ese supuesto bien común3. Al menos esta es la tesis de los
mentores de la llamada ‘Social responsibility theory’, una teoría que enfatiza la
libertad de expresión e introduce en la reflexión mediática dos nociones que no
pueden obviarse: la que tiene que ver con el ‘bien público’ y la que insiste en la
cada vez mayor responsabilidad de la prensa que debe concienciar al público
ejerciendo as a watchdog on government. Ian Richards, estudioso y crítico de esta
teoría, advierte de que hay algunas exageraciones en estos planteamientos. Por
ejemplo: es verdad que la sociedad tiene derecho a conocer los government
business, pero ¿son acaso los medios y no los gobiernos los responsables de
informar sobre ello? ¿Cómo puede determinar el medio qué actividades están
justificadas en el interés público cuando en sociedades plurales, como por ejemplo
Australia, hay muchos públicos y, por tanto, con seguridad, muchos bienes
públicos posibles? (Richards 2005, pp. 8ss)4
Acceder con identidad falsa a una fuente de información, hacerse con
documentos reservados o intervenir escuchas telefónicas, por muy reconocidos
que sean los fines buscados, implica engaño, robo o atenta contra la intimidad.
Garantizar un derecho no puede hacerse a costa de conculcar otro(s). Los
principios éticos fundamentales y la conciencia moral exigen la precaución de
suspender, de momento, esas líneas de investigación. ¿Y olvidarlas? La
experiencia, según reconocen los propios periodistas, dice que el uso de tales
procedimientos, moralmente mediocres, se incrementa cuanto más interesa la
rapidez por la exclusiva, la foto para la portada, en definitiva, cuanto más se pone
3 El estudio de campo de Wilkins-Coleman (2005) pp. 93ss, es muy instructivo en este
sentido. Después de catalogar multitud de casos históricos de triunfo del argumento
teleologista en los periódicos, el trabajo recoge una encuesta realizada a profesionales con la
siguiente cuestión: ¿Está justificado el empleo de las siguientes prácticas cuando se trata de
escribir una interesante historia o es vital para el interés público? Estas prácticas, dieciséis
en total, pudieron calificarse como no justificadas en ningún caso o justificadas. Los mismos
periodistas, a pesar del grado de justificación que les otorgaron a las mismas, las
denominaron deceptive journalistic practices, es decir, prácticas periodísticas engañosas.
Por cierto que la encuesta se realizó on line en el año 2002 a los periodistas asociados a IRE
(Investigative Reporters and Editors) que ya hemos citado en las páginas dedicadas al
periodismo de investigación. Estas 16 prácticas engañosas iban desde claiming to be
someone else, altering quotes, altering photographs, making aun untrue statement to
readers/viewers, hasta otras tan curiosas como getting employed in a firm or organization
to get inside information. A juzgar por las propias respuestas de los periodistas, las
estrategias de Wallraff serían éticamente reprobables.
4 Algunas otras preguntas, también muy sugerentes son, “Why should the media watch the
governors rather than the governed? From what should the media be ‘free’, and what
should they be ‘free’ to do? Whose duty is it to ensure that the media carry out any
responsibilities they might have? And, to whom are individual journalists responsible –
their publics, their news sources, their editors, their proprietors, or, perhaps, themselves?
Richards (2005) pp. 8ss.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
en solfa la noción de servicio público y de responsabilidad informativa. La
prudencia, como virtud moral y profesional, lo veremos enseguida, juega a favor
de la investigación sin premura, de la astucia profesional sin argucias
reprobables y del mantenimiento pertinaz de tales líneas abiertas al encuentro de
pruebas verificadoras que no sacrifiquen la verdad por apresurarse,
precisamente, a dar con la verdad. La ética profesional, entendida como ética de
la responsabilidad, en ningún caso puede hacer que el periodismo rescinda su
latente contrato público con la sociedad a la que sirve, pero sí puede hacerle
entender que a la verdad, al conocimiento de la misma, puede llegarse de otra
manera, aunque esto exija más tiempo, mayor capacidad reflexiva y una
precaución que, en algunas ocasiones, impondrá moratorias ante determinadas
líneas de investigación. La mentira no puede encontrar justificación, ni siquiera
for the public good. (Bok 1989, p.174). “Trust in some degree of veracity —explica
casi al comienzo de su obra — is the fundation of relations among humans; when
this trust shatters or wears away, institutions collapse” (Ibid, p. 31).
Con todo, el teleologismo parece invocarse en estrategias periodísticas tan
comunes como programar contenidos en virtud de las decisiones de la audiencia
que, soberanamente, somete los productos mediáticos a una especie de test de
rentabilidad: si la cuota de share es suficiente, los beneficios publicitarios serán
mayores. El programa vale, aunque no valga. Y en este caso, los programadores,
a sabiendas de la gravedad moral que supone mantener ciertos tipos de
programas y ciertos tipos de contenidos en las parrillas, justifican sus decisiones
porque estas no son más que la satisfacción de los intereses de una audiencia
variopinta que posee valores distintos y convicciones morales distintas que hay
que respetar, disfrazando de democráticas y de consecuentes con el pluralismo,
decisiones que sólo tienen a la vista el fin del mayor beneficio, la lógica del
mercado.
Y así vemos cómo triunfan discursos demagógicos que tratan de asimilar, en
palabras de Aznar (2002, p.129) dos ámbitos tan distintos como la democracia y
la televisión. Una determinada concepción de la democracia, simplista e
interesada, les lleva a tomar decisiones en relación a los sondeos de opinión, con
una tesis de partida aparentemente democrática: todas las preferencias son
equivalentes entre sí. De tal manera que, forzar una concepción o, “introducir
criterios de discriminación cualitativa entre las preferencias del público, parece
antidemocrático y elitista”. (Aznar 2002, p. 73)
Mediocracia (Consejo de Europa) videopolítica y sondeocracia de Sartori o
democracia de audiencias (concepto propuesto por Bernard Manin en su estudio
sobre la evolución de las formas de ejercer la representación en democracia) son
algunos de los conceptos comúnmente utilizados. ¿Qué reflejan estos términos? Ni
más ni menos que el intercambio entre las formas de hacer política y las
estrategias mediáticas de tener audiencia. No en vano, el término sociedad de la
información se define, precisamente, mediante lo que Habermas llama
fluidificación de la política, esto es, la comprensión del quehacer político en
cuanto determinado por la condensación y por la aceleración de los flujos de
comunicación, por la economía de la información y por la revolución tecnológica.
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(Habermas 2009, p. 152). Sin embargo, me parece que, tras estos planteamientos,
laten dos presupuestos discutibles: uno, que las audiencias son activas y
reflexivas en orden a la elección de sus preferencias y otro, que sólo así triunfa la
noción de autonomía que libera al espectador de ese soniquete elitista y
antidemocrático. Pero entonces, he aquí el peligro, puesto que la mayoría
reflejada en los índices de audiencia y sondeos de opinión son la pauta a seguir,
son la expresión del interés público, los criterios morales cualitativos se verían
sin ningún pudor desplazados por los cuantitativos, es decir por los beneficios
mercantiles. Y de nuevo, a la palestra, el teleologismo ético de corte utilitarista.
El famoso ‘la audiencia ha decidido que’ se presenta como una de las
manifestaciones más conspicuas de la libertad mediática de los públicos. ¿Las
audiencias son las que eligen o son los medios los que se lo dan?
Tomemos como ejemplo de respuesta la crítica que Kant hace al inmoralismo
político y aceptemos como modelo su respuesta: los partidarios del realismo de
tipo maquiavélico insisten en tomar al hombre tal y como es sin darse cuenta de
que, los hombres son, precisamente, tal y como esta política inmoral los ha hecho.
¿Serán también las audiencias como los medios las han hecho?
A pesar del rechazo que suscita esta justificación moral teleológica de un
quehacer falto de escrúpulos morales, la ética de la responsabilidad no puede
recusar definitivamente el teleologismo. Es preciso bordear algunos límites para
conseguir bienes mayores, o por lo menos para no hacerse responsables de un
pecado de omisión por no poner todos los medios para destapar tramas corruptas
o irregularidades en la gestión pública, por ejemplo. Reconocer que estos fines
motivan y justifican la acción profesional del periodista, aunque su libertad
transite más por vericuetos legales y morales que por sendas llanas y rectas, es
parte de una sensata concepción del quehacer periodístico. Pero entonces ¿qué
valor tienen las convicciones morales para el periodista? ¿Pueden ser puestas en
cuarentena ante cualquier oportunidad? Quizá sea el momento para criticar esa
clasificación weberiana que considera la ética de la convicción como una moral
absoluta. Es bien sabido que éticas como la del Sermón de la Montaña, por tomar
su mismo ejemplo, no están constituidas por principios acósmicos y tan absolutos
que no puedan ser vividos, pues, de esta manera, no sólo no valdrían para
entender y regular la fatigosa y mundana acción política sino tampoco la más
sublime acción del místico. Con todo, hay algo en lo que Weber ha estado listo: las
decisiones del político tienen per se consecuencias públicas, muchas de ellas
impredecibles, en virtud de las cuales tiene que obrar. La clave está en que, la
personalidad moral del actor público tiene límites de cuyo reconocimiento
depende su talla moral. Este es el valor de las convicciones. Es el “aquí me
detengo” que pronuncia el político de vocación. Pues bien, el servicio público que
el periodismo presta a la sociedad se manifiesta también cuando el periodista
suspende una información, una investigación o hace caso omiso a una filtración
porque sus convicciones ya no pueden estirarse más, porque los principios
[171]
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morales ya no soportan dar un paso más allá en su adaptación a las
circunstancias. Es, ahora, el “aquí me detengo” del periodista5.
Hasta donde sé, la ética de la responsabilidad de Max Weber me parece una
de las propuestas intelectualmente más consistentes de desautorización del
teleologismo oportunista, sin que ello suponga renunciar al fin que
necesariamente persigue toda acción y que le da sentido, así como de
actualización del deontologismo, sin que ello reste un ápice al reconocimiento de
principios absolutos insobornables. Una especie de término medio, una
responsabilidad en definitiva, medida por el político de vocación. Aquel que ha
hecho de su dedicación profesional una forma de vida. Y esta, según creo, es la
aportación más singular de Weber al debate ético contemporáneo: descubrir que
la carga de la prueba de la ética profesional la soporta la acción concreta del
profesional, su forma particular de orientarse por principios morales, de vivir las
virtudes y de estar en las circunstancias. De este equilibrio a tres bandas
depende la genialidad y creatividad que siempre acompañan a la vida moral.
3. La prudencia como virtud. Lecciones aristotélicas para el periodismo
La ética periodística, entendida como ética de la responsabilidad, conoce las
dificultades por las que pasa la vivencia práctica de los valores teóricamente
reconocidos pero sabe, o al menos el periodista responsable debe saberlo, que no
merece ningún crédito aquella profesión que obligue a la persona a dejar sus
convicciones morales a la puerta del trabajo como si de un pesado fardo se
tratara. Por ello, “una de las tareas prioritarias de quienes estudian cuestiones
relacionadas con la deontología de la comunicación consiste en desmontar un
dilema inexistente: la elección entre ser buena persona o buen directivo”. (Sánchez
Tabernero 2001, p. 23)
¿Cómo converge entonces esta ética profesional con la vivencia moral de la
persona? O de otra manera, ¿hay alguna virtud personal que pueda ser
considerada virtud profesional? ¿Podemos hablar de algo así como de virtud
periodística? ¿Es posible referirnos a la vida buena del profesional del periodismo
informativo? En principio, parece que se puede establecer una relación
teóricamente nada forzada y prácticamente muy fecunda entre la moral personal
(como vivencia de las virtudes que conducen al hombre a la vida buena, a la
excelencia) y la responsabilidad de cada acción particular en la medida de su
repercusión pública.
Pero vayamos más despacio, vayamos a los orígenes del problema por
excelencia de la primera filosofía moral: ¿cómo se adquiere la virtud? ¿Se puede
5 La Constitución Española de 1978 reconoce, a este respecto, el derecho fundamental
denominado cláusula de conciencia que protege a los periodistas frente a cualquier cambio
en la línea editorial de la empresa informativa y frente a la posible conculcación de sus
convicciones fundamentales. Este derecho fundamental está desarrollado y regulado por la
Ley Orgánica 2/1997 de 19 de junio.
[172]
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enseñar a ser virtuoso? Claro que se puede, responderá Platón, en la medida en
que se ponga en conexión la esencial relación que los sofistas se empeñan en
deslegitimar: la que se da entre virtud y conocimiento. Enseñar la virtud es
animar a aprenderla y aprender depende no de “introducir la vista a los ojos que
no la tienen, sino de orientar la mirada” (República, 517d). Y todo ello porque,
sólo conociendo el bien, sólo haciendo el progressus del saber, puede ponerse en
práctica lo conocido, puede hacerse el regressus del ejercicio político.
La virtud se aprende, así lo reconoce también Aristóteles. ¿Cómo? Siéndolo, es
decir, realizando acciones determinadas que, por el hábito, terminan siendo parte
de nuestra forma de ser: “No son, pues, por naturaleza ni contrarias a la
naturaleza las virtudes implantadas en nosotros. Estamos más bien adaptados
por naturaleza para adquirirlas, pero lo que las madura en nosotros es el hábito”.
(EN 1103a 23-26) Y es que, ser virtuoso es ser auténticamente, es realizarse
plenamente. Y como la virtud tiene que ver con el deber ser, qué mejor que
descubrir qué somos, cuál es nuestra esencia, para saber consecuentemente qué
debemos hacer. El comportamiento moral exige conocimiento, exige voluntad,
exige deliberación de medios y exige libertad en la elección de los mismos, no en
vano estamos hablando de comportamiento práctico (EN 1114b 25ss).
En este sentido, la ética de Aristóteles puede calificarse como ética de la
felicidad, entendida esta como la plenitud definitiva del ‘deber ser’ del hombre, es
decir de la racionalidad. Pero la felicidad no sólo está reservada al misticismo del
sabio estudioso de las ciencias teoréticas. Más acá, en la dimensión práctica de la
vida humana y, en concreto en la política, es posible encontrar la felicidad esta
vez entendida como ‘vida buena’. La ética no tiene sentido en sí misma si no es
orientada hacia la política, por ello, el individuo es en potencia respecto de la
comunidad que es acto y de cuya ligazón depende la auténtica ciudadanía. La
polis es escuela de virtud y, de esta manera, ser una persona buena pasa por ser
un buen ciudadano. No puede existir una sima que separe la excelencia a título
individual del compromiso cívico, por tanto, del compromiso público. Pues bien,
del mismo modo, la búsqueda de la ‘vida buena’, de la vida feliz para el periodista
como tarea moral por excelencia nos obliga a buscar aquella virtud que hace a los
periodistas mejores personas siendo mejores profesionales. Si se entiende que la
profesionalidad periodística lo es esencialmente por su estrecha vinculación con
lo público, tal virtud no puede ser sino la prudencia, esa especie de bisagra entre
la sabiduría y la acción, entre la teoría y la praxis, entre las convicciones morales
más preclaras y su adaptación a las circunstancias concretas más adversas.
Vayámonos por un momento a las fuentes.
Aristóteles define la prudencia como, “aquella disposición que le permite al
hombre discurrir bien respecto de lo que es bueno y conveniente para él mismo”
(1140a 25) Y así es prudente el hombre, prosigue Aristóteles, “no en un sentido
particular, como para la salud y el vigor del cuerpo, sino sobre las cosas que
deben contribuir de modo general a su virtud y felicidad”. Al ser una disposición,
como dirá después, racional, verdadera y práctica (1140b 4ss) no parece poder
entrar en el ámbito de la episteme teórica sino más bien del lado del conocimiento
práctico. Además, el hecho de ser praxis y no poiesis la sitúa, también, como
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componente de la acción humana orientada por la virtud y ajena a la producción
de objetos propia de la técnica. Pero orientada por la virtud, eso sí, intelectual
(dianoética), marcada por la racionalidad de los fines y por la verdad, en este caso
práctica: la verdad que atañe al vivir real del hombre, no la verdad esperable, por
ejemplo, de la matemática.
La prudencia es la virtud del hombre particular que tiene que habérselas con
decisiones no del todo seguras, con medios no del todo válidos y con fines no del
todo claros. La prudencia no es más que la herramienta moral que acompaña al
hombre ante el riesgo inherente a toda acción libre, ante la incertidumbre
constitutiva que significa vivir y, por tanto, tener que actuar. La felicidad que el
hombre busca como fin último en cada una de sus acciones consiste en un estilo
de vida moral que no puede ser desconectado del modo de vida esencial que le es
propio: la racionalidad. Por eso, el ejercicio de la razón y la vida humana vivida
en verdad exigen la puesta a punto de disposiciones prácticas orientadas por
ingredientes como: la instrucción o el conocimiento, la memoria de la experiencia
pasada y vivida y los posos que ella deja para el aprendizaje práctico, la
circunspección y, por tanto, el análisis de las circunstancias concretas y el
sopesamiento de los riesgos que conllevan y, por último, la aplicación de la ley
general o universal al caso particular. El hombre prudente, siendo un hombre
calculador que valora todas las decisiones en función de su conexión con el fin
último, decidido por él mismo en términos de costes-beneficios, no opera con una
habilidad instrumental. Eso no es la prudencia. “Por tanto, si el deliberar bien es
propio de los prudentes, la buena deliberación consistirá en una rectitud conforme
a lo conveniente para el fin aprehendido por la verdadera prudencia” (1142b
30ss). La prudencia es un ejercicio racional pero no de la racionalidad estratégica,
sino de la racionalidad práctica que orienta la vida humana del hombre
particular hacia la felicidad. “La prudencia —insiste Aristóteles— tiene por objeto
lo humano y aquello sobre lo que se puede deliberar; en efecto, afirmamos que la
operación del prudente consiste sobre todo en deliberar bien, y nadie delibera
sobre lo que no puede ser de otra manera, ni sobre lo que no tiene un fin, y este
consiste en un bien práctico” (1141b 3 y ss). Por eso, precisamente, el hombre
prudente no sólo conoce lo universal, sino también lo particular: el terreno donde
se juega la acción humana. Y además, el hombre prudente es el que elige
teniendo en cuenta el término medio (1106b 36) en el que se haya la virtud. Un
término medio ni geométrico ni aritmético sino un término medio medido ahora
por el hombre que ya ha elegido y vivido de forma prudente, que ya ha
demostrado fehacientemente su responsabilidad. El hombre prudente es, en
definitiva, el que sabe cómo ejercer el juicio en casos particulares. Por tanto,
parece evidente que la prudencia exige una aptitud, una destreza que no se
confunde con la propia prudencia, “aunque la prudencia no exista sin ella” (1144a
28). Y esta destreza será buena cuando el fin sea laudable, pero si el blanco, si el
objetivo no es bueno, se convierte en una mera habilidad. Muchas aptitudes
personales favorecen la realización de acciones prudentes y, por ello, nadie duda
del valor de la creatividad, la originalidad, el olfato... pero tampoco nadie duda de
que esas capacidades puedan ponerse al servicio de fines dudosamente morales.
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Pero todavía hay algo más que es muy interesante en la reflexión de
Aristóteles: tal es la importancia de la prudencia que, aunque no sea verdad que
todas las virtudes, “sean especies de la prudencia, como gustaba decir a Sócrates”
sin embargo, “ninguna virtud se da sin la prudencia. Señal de ello es que aun
ahora todos, al definir la virtud, después de indicar la disposición que le es propia
y su objeto, añaden ‘según la recta razón’ y es recta la que se conforma a la
prudencia” (1144b 20 y ss). Por tanto, no hay virtud que no tenga que estar
entreverada por la prudencia ni tampoco hay prudencia sin ejercicio moral, sin
virtud. “De otro modo degenera o resulta ser solamente un género de astucia
susceptible de enlazar medios para cualquier fin, antes que para aquellos fines
que son auténticamente buenos para el hombre” (MacIntyre 1987, p. 195)
Pues bien, se puede reconocer que la prudencia es la virtud periodística por
excelencia. Con la siguiente precisión, para acertar prudentemente no hay
lecciones, no hay teorías. O al menos no hay teorías que no nazcan de la propia
praxis prudente, de la propia praxis del periodista prudente. Sin prudencia, la
veracidad, la precisión y la honestidad, como actitudes profesionales
específicamente periodísticas, se mantendrían como ideales publicitarios del
quehacer periodístico, como recomendaciones teóricas sin ningún valor práctico,
como instrucciones de manual que hay que abandonar cuando mandan las
circunstancias. La prudencia hace de estas actitudes personales ejercidas
habitualmente auténticas virtudes morales.
Buscar la verdad, como objetivo de toda labor informativa, puede llevarse a
cabo ejerciendo profesionalmente esas actitudes que al periodista le aseguran
estar orientado al horizonte de toda información periodística: la verdad que late
como principio y fundamento para el periodismo y al que cada construcción
informativa debe lograr ajustarse. El profesional tiene que saber qué son estas
actitudes y conocer cómo ejercerlas para entrenarse en ellas. Pues bien, este
entrenamiento, este hábito, es el requisito indispensable para configurar el
carácter moral del periodista veraz, preciso y honesto. Mas ese ejercicio, esa
puesta en marcha de unas actitudes profesionalmente exigibles, necesita de otra
virtud, la prudencia, que no reste un ápice de profesionalidad a la tarea, sino que,
es más, garantice la vinculación esencial entre el comportamiento moral personal
y el desarrollo de la labor profesional del periodista. De la actitud del periodista,
en concreto de la veracidad, depende que el profesional lleve a cabo la transición
entre los tres niveles ontológicos de realidad en sí (lo que sucede), la realidad
fenoménica o realidad que graba y capta con sus instrumentos profesionales, y la
realidad informativa que construye y llega a los públicos6. Pero a las actitudes
personales de veracidad, precisión y honestidad se le plantean a diario retos
mayores y más complicados que los que ningún tratado teórico puede contener.
La pléyade de circunstancias obliga al periodista profesional a no poner entre
paréntesis las actitudes que hacen grande su misión pero tampoco a desatender a
6 Hemos tratado esa tridimensionalidad de la realidad en el periodismo informativo en
nuestro trabajo (2007), pp. 156-163
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los contextos reales en los que nace la noticia. Sólo la prudencia, entendida como
esa especie de lucidez intelectual para la acción moral, hace vivibles los principios
y prácticas las actitudes que generan virtudes en el profesional que, así, se hace
responsable. Sólo la prudencia podrá guiar el razonamiento práctico del
periodista acerca de qué es lo que debe hacer en cada circunstancia. Y es que, el
hombre prudente de Aristóteles, tal y como recuerda Aubenque, reúne cualidades
como el buen sentido y la singularidad, el bien natural y la experiencia adquirida,
el sentido teórico y la habilidad práctica, la rectitud, la eficacia, el rigor, la
lucidez precavida, el heroísmo, la inspiración y el trabajo. El prudente es, “ni
‘alma bella’ ni Maquiavelo, es indisolublemente el hombre del interior y del
exterior, de la Teoría y de la práctica, del fin y de los medios, de la conciencia y de
la acción” (Aubenque 1999, p. 138).
Aristóteles no habló en vano. Reducir toda actitud profesional a una actitud
prudente construiría una ética profesional de un exceso subjetivista peligroso que
podría llegar, en el extremo, a un término medio insoportable para cualquier
conciencia moral: por ejemplo, dar la misma voz, conceder el mismo espacio a
víctimas que a verdugos. Prudencia sin virtud moral se convertiría sin más en
una estrategia, en una argucia susceptible de justificar cualquier fin. Por eso, lo
que me parece más apremiante es tomar una buena lección aristotélica: ninguna
virtud, ninguna actitud puede ejercerse sin la prudencia, es decir, sin la virtud
del sentido de la realidad, sin la virtud que obliga al valor a salir de lo abstracto
de las ideas y a jugarse el tipo en lo concreto de las circunstancias. Y por eso, ni
siquiera los códigos deontológicos, las normas de conducta o de procedimiento
agotan la riqueza de una realidad circunstancialmente variopinta e inabarcable7.
Al final, la ley, el espíritu de la norma, debe saber ponerse en práctica. ¿Algún
modelo? Sí, el periodista prudente. El que ha hecho de su profesión un servicio
para los otros y precisamente, en ese quehacer, se ha hecho más persona, más
virtuoso, más excelente. Sin embargo, ninguna norma, ningún libro, ningún, ni
siquiera, ejemplo a seguir, libera al hombre, en este caso al periodista
informativo, de tener que jugársela en el campo, de tener que elegir.
Y esa libertad constitutiva del periodista que opta es la que sustenta la
responsabilidad que guía su acción profesional. Esta es la clave de conexión entre
la ética de la responsabilidad periodística y la virtud profesional entendida en
términos de prudencia. Entre Aristóteles y Weber. Y en eso consiste la vida
buena del periodista, del informador: en saberse responsable de ofrecer a la
comunidad la información que esta necesita para ser políticamente activa. Que
puedan darse los valores a los que aspira el periodismo informativo exige la
comparecencia de la prudencia profesional para medir, para adaptar los medios
de los que disponemos al fin buscado. Esta es, ni más ni menos la dimensión
pública de la(s) virtud(es) periodística(s). Responsabilidad pública del profesional
7 El propio Aristóteles ilustra este significado de la prudencia con la imagen de la regla de
los arquitectos lesbios que se adapta a toda superficie. Cfr. EN 1137b 29-33
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del periodismo que genera credibilidad8 en los públicos. La vinculación entre
prudencia y responsabilidad consiste, entonces, en no renunciar a las
convicciones, a las virtudes morales de la profesión, asumiendo que la verdad de
las mismas está en su capacidad para ser auténticos valores vivibles por el
profesional de vocación. Y ese es el periodista de vocación: el profesional prudente
y responsable.
La prudencia, que exige experiencia en el sentido de entrenamiento para
saber cuajar teoría y praxis, puede aprenderse. Y esto es clave. Solo la paideia,
sólo la educación deshace el círculo vicioso de la definición aristotélica por medio
de la cual la prudencia se define por el término medio y este último como aquello
que el hombre prudente convierte en verdad práctica. De esta manera, la virtud
de la prudencia, como virtud profesional del periodismo, exige buenas dosis de
educación teórica así como buenos y sólidos argumentos básicos que forjen y
fortalezcan la acción periodística para asumir el riesgo que supone siempre el
tener que elegir profesionalmente. La prudencia como virtud, en definitiva, juega
en contra de las voces posmodernas que pretenden eliminar el estudio de la ética
periodística o reducir esta a deontología. La ética puede aprenderse para que las
decisiones profesionales sean decisiones nunca vacías, sino plenas, en el sentido
de ser decisiones llenas, decisiones guiadas por auténticas convicciones.
4. Pautas kantianas y dialógicas para una ética periodística
La razón práctica ilustrada cumple ‘mayoría de edad’ cuando rompe sus
ligazones metafísicas o religiosas, cuando abandona para siempre las
servidumbres que no le permiten tanto campar a sus anchas cuanto andar a
tientas. La conciencia moral individual y libre que se autoimpone normas
emanadas de su propia razón es el tabernáculo improfanable. Así lo expone Kant:
“Con la idea de la libertad hállase inseparablemente unido el concepto de
autonomía, y con este el principio universal de la moralidad que sirve de
fundamento a la idea de todas las acciones de seres racionales, del mismo modo
que la ley natural sirve de fundamento a todos los fenómenos” (1973, p.121). Pero
esa autonomía de la razón y la ley moral que la propia razón se exige seguir no
dan con principios particularistas que buscan intereses individuales (en una
heteronomía promulgadora de imperativos hipotéticos como hasta ahora habían
sido las éticas de fines o éticas materiales) sino con principios que sólo tienen
8 Una relación esta, la que se da entre prudencia-responsabilidad-credibilidad, para la que
Aristóteles también tiene unas palabras: “De que sean por sí dignos de confianza los
oradores, tres son las causas porque creemos, fuera de las demostraciones. Y son las
siguientes: la prudencia, la virtud y la benevolencia, porque los oradores que cometen
falsedad acerca de las causas en que hablan o dan consejo, ya por todas estas causas, ya por
alguna de ellas: pues o bien por falta de prudencia no estiman rectamente, o bien con recto
juicio, por maldad no dicen lo que piensan o bien son prudentes o probos, pero no miran con
buenos ojos, por lo cual cabe que den el mejor consejo quienes lo conocen” Retórica, 1378a 7ss
[177]
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valor moral por ser universales e incondicionados: todos los hombres deben
cumplirlos y además, siempre. Deberes, por tanto, no subordinados a los
resultados. De tal manera que, el concepto de autonomía en Kant hace
compatible el actuar por deber (tal y como supone el estar sometidos a la ley) y la
dignidad del sujeto moral, auténtica legisladora universal. El imperativo
categórico, la ley fundamental de la razón pura práctica (Ibid, p.57) es, en este
sentido, la expresión máxima del deber que no se somete ni a beneficios, ni a
fines, ni puede ser estratégicamente utilizado ni instrumentalizado.
No cabe duda de que esta concepción de la autonomía moral contiene en sí
rasgos muy apreciados por la conciencia moral contemporánea, tal y como puede
comprobarse en la Declaración de los Derechos Humanos, por tanto en conquistas
que ya han constituido el humus moral de la sociedad. Que la dignidad de la
persona humana pueda ser la exigencia moral, el imperativo categórico del
periodismo informativo sobre el que no quepan negociaciones ni prebendas,
parece un pilar básico incondicionado y universalizable de la ética periodística, y
su respeto, esto es, la representación de la ley en sí misma, un síntoma, el mejor
síntoma, de la altura moral del profesional de la información. En palabras del
propio Kant: “Los seres racionales llámanse personas porque su naturaleza los
distingue ya como fines en sí mismos, esto es, como algo que no puede ser usado
meramente como medio y, por tanto, limita en ese sentido todo capricho”. (Ibid, p.
83) Si los medios de comunicación y su labor informativa respetan y hacen
respetar la dignidad humana, si el límite intransitable de sus acciones
profesionales está marcado por el respeto a la norma moral comúnmente
compartida y expresada en los derechos humanos, estarán favoreciendo el
progreso de la historia en sentido ilustrado. Y esta es la clave: la constitución de
una filosofía moral periodística en términos kantianos es la expresión de un
quehacer informativo que se compromete sobre todo con la libertad del hombre.
¿Vivimos, pues, en una época ilustrada? Se pregunta Kant en su opúsculo
Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración? (1999, p. 69). Evidentemente no,
pero vivimos en una época de Ilustración. Es decir, en una época que va
progresivamente avanzando hasta ese momento en el que el género humano se
servirá con seguridad y provecho de su propio entendimiento. En realidad, la
historia misma es la historia de este progreso ilustrado cuya narración
sistemática es posible si es que cabe descubrir un hilo argumental y explicativo
entre todo el maremagnum aparentemente dispar de hechos y acontecimientos.
¿Cuál sería este eje vertebrador? Ni más ni menos que el desarrollo definitivo de
todas las capacidades racionales del hombre. Esto es, que el hombre pueda hacer
un uso crítico de su razón sin que ello obste a su obligación de obedecer las
normas. Es el uso público y privado de la razón: ¡Razonad tanto como queráis y
sobre lo que queráis, pero obedeced! (Kant 1999, p. 71) O lo que es lo mismo, que
el respeto a la leyes no paralice las ansias humanas de progreso y de mejora. Y es
que, la capacidad de la razón para determinar la voluntad y constituirse de esta
manera en razón práctica va unida a la perentoria tarea de análisis del presente
en el que la libertad tiene que habérselas con el tiempo. Sólo así la razón se hace
responsable del presente que vive y que tiene que pensar. Y esta es la imborrable
[178]
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herencia de la Ilustración: proyectar sobre la actualidad la capacidad crítica.
Mas, ¿no es la actualidad una dimensión temporal esencialmente mediática? ¿No
es la actualidad el propio presente construido por el periodismo informativo?
Pues bien, he aquí la aportación de la propuesta moral kantiana a la ética
periodística: que toda construcción informativa, sea la que sea, o mejor dicho en
términos kantianos, tenga la materia que tenga, se proponga como máxima el
imperativo moral y profesional con la siguiente forma: haz que tu acción
profesional informativa contribuya a promover el respeto por el hombre y su
dignidad. En la capacidad de las empresas mediáticas y de los propios periodistas
para darse esta norma inquebrantable de su actuación moral, reside la dimensión
ilustrada de los medios. Dimensión que ineludiblemente implicará que estos
sirvan como los cauces contemporáneos para que tanto profesionales como
públicos, en cuanto ciudadanos, hagan uso público de su razón, es decir, pasen
por el tamiz racional y crítico todo el presente, la actualidad. ¿O acaso una
sociedad de la información como la nuestra puede obviar la específica y especial
contribución de los medios de comunicación al progreso histórico que se postula?
Ahora bien, el principio de universalización kantiano, ese para todos y para
siempre, esgrimirá Habermas, parece incontestable mas no en la forma de un
imperativo esencialmente monológico, como si cada persona por sí misma fuera
capaz de saber si un deber moral puede ser universalmente (con)seguido. Y es
que, la razón humana es constitutivamente dialógica. He aquí pues la tesis
esencial de las éticas discursivas. Recordemos que, estas teorías éticas parten de
un factum que ya no es la conciencia moral, la capacidad de la razón humana
para hacer juicios morales, sino el hecho del lenguaje con el que las personas,
interlocutores válidos, pretenden entenderse, como si el lenguaje fuera la
instancia que permite transitar del sujeto aislado a la intersubjetividad. Por eso
quien habla reconoce implícitamente a su(s) interlocutor(es) la capacidad de
proferir palabras, de entenderse y de llegar a acuerdos. ¿Cuáles son los
presupuestos racionales de estas acciones comunicativas, como las llama
Habermas? Uno de estos presupuestos es el de la corrección de las normas. De tal
manera que, toda norma que se proponga pueda llegar a ser discutida, esto es,
puedan ponerse en tela de juicio, mediante una argumentación, sus pretensiones
de validez como norma. Si la argumentación acerca de la pretensión de verdad de
las proposiciones recibe el nombre de discurso teórico, en este caso, preocupados
como estamos de la corrección de las normas morales, nos referimos a un discurso
de tipo práctico. Un discurso que se da cuando concurren condiciones
comunicativas de sobra conocidas: que se mantenga una lógica mínima en la
argumentación, que el hablante afirme únicamente lo que cree, que todo sujeto
capaz de lenguaje y de acción pueda participar y que cualquiera pueda
problematizar cualquier afirmación. Parece evidente, pues, que la legitimidad de
las normas, en sociedades plurales como las nuestras, no puede venir dada de
antemano, independientemente del diálogo inclusivo de todos los afectados en
condiciones discursivas. Se salvan así dos extremos a cual más pernicioso: el de la
imposición normativa que se oculta tras el reconocimiento de verdades previas y
anteriores a la disposición social de los hombres y que quieren hacerse valer sin
[179]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
someterse a las exigencias discursivas. Y el extremo del convencimiento retórico
propio de una racionalidad instrumental que comprende el acuerdo en términos
negociación. La racionalidad comunicativa, sin embargo, descubre que el telos del
lenguaje es el entendimiento, el acuerdo. Desde el Peri hermeneias de Aristóteles
se sabe hasta qué punto legein ti es posible solo si semainein ti. Esto es, proferir
palabras es una actividad eminentemente racional sólo si estas se entienden, sólo
si la sociedad en la que está inmerso el hablante sabe lo que este quiere decir.
¿Qué otra marca común puede esperarse de sociedades plurales sino la
racionalidad que vertebra todo acto comunicativo? ¿Y no será el lenguaje y su
intrínseca búsqueda de acuerdos la mejor señal para saber que el proyecto
ilustrado de libertad es todavía un proyecto inacabado? Y los medios de
comunicación, nacidos ni más ni menos que para la libertad, ¿no encontrarán
pautas para la constitución de la ética profesional en su capacidad para
descolonizar el mundo de la vida y, por tanto, en su contribución decisiva al
progreso ilustrado y emancipador del hombre?
Es evidente la proximidad entre las propuestas discursivas y la apuesta por
una democracia deliberativa garantizada por una opinión pública libre, madura y
responsable. Pues bien, también la dimensión moral del periodismo tiene sus
evidentes repercusiones políticas, y por eso, de la buena praxis periodística
depende que se acelere la construcción del espacio público deliberativo en el que
los ciudadanos no sólo tienen a su disposición la información necesaria para
participar en el sistema, sino que encuentran en los medios auténticos canales de
participación en lo público. Pero cuidado porque los medios también pueden
incidir en la dirección opuesta. En sociedades del conocimiento como las nuestras,
el estrecho vínculo entre información y poder y la influencia apabullante de los
medios de comunicación hacen que estos dispongan de una faz autoritaria casi
anexa a su potencial emancipador (cfr. Habermas 1987, p. 553-554). Una doble
naturaleza que afecta sobremanera al discurso moral sobre el proceder mediático.
He insistido en que, de la buena praxis periodística depende la autenticidad del
sistema democrático, según las éticas discursivas. Pero, ¿de qué depende esa
buena praxis? ¿Qué condiciones tienen que darse para que las normas
reguladoras del quehacer informativo profesional pasen el test discursivo?
En primer lugar, y según lo dicho, sería preciso tener en cuenta a todos los
afectados por ellas y no aceptar como correcta sino la norma que todos pudieran
querer. Con lo cual, el debate típicamente deontológico sobre si regulación estatal
o autorregulación de los medios, discursivamente, parece solventado: ni puede
ejercerse sólo una regulación externa por contravenir la libertad de expresión
garantizada por las democracias, ni la deriva mediática actual parece aconsejar
sólo normas autorreguladas sin ningún tipo de control público. Periodistas,
empresa informativa, estado y públicos pueden considerarse como los afectados
por las normas que rigen la profesión. ¿Cómo, entonces, tenerlos en cuenta?
Promoviendo encuentros para que las decisiones informativas más cotidianas se
tomen contando con la corresponsabilidad de todos los miembros de una
redacción. Favoreciendo iniciativas empresariales para que los departamentos
contables comprometan los beneficios legítimos al servicio público y responsable
[180]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
del periodismo. Ofreciendo plataformas para que distintos grupos de afectados
puedan expresarse, destinando espacio para que los ciudadanos puedan
problematizar cualquier afirmación que haya hecho el medio9 o aquellas que le
puedan afectar, destinando secciones específicas para que los públicos puedan
expresar sus posiciones, deseos y necesidades o incluso promoviendo instituciones
de consumidores de información que recojan la sensibilidad pública ante
determinadas programaciones o incluso ante una investigación periodística
particular, ante procedimientos periodísticos moralmente controvertidos o ante
las informaciones relativas a temas de un calado especial como son las tragedias,
la violencia doméstica, la inmigración… Y, por qué no, creando un consejo Estatal
que vigile el proceder mediático y tenga fuerza punitiva. Un consejo
independiente, eso sí, de los vaivenes ideológicos de los partidos de turno.
Aunque, qué duda cabe, la mejor demostración de condena no es otra que la
condena moral que castiga con nulas cuotas de share o con tiradas sin demanda.
Requisitos, todos ellos, con los que el periodismo podrá justificar las pretensiones
de validez de las normas éticas que persigue, siendo a la vez el cauce y el medio
para una ciudadanía activa y una democracia auténtica.
Con todo, la ética discursiva vale como ética de procedimiento, esto es, como
una especie de mecanismo moral para saber si las normas emanadas de la praxis
profesional tienen legitimidad o no. Pero la ética no puede reducirse a norma, a
ley codificada, a código deontológico. Ni el más amplio de los Estatutos de
redacción puede acoger la multiplicidad de situaciones, de dilemas o de
problemas que forman parte de la tierra del periodista, de la circunstancia
profesional. Las sociedades no sólo piden a los medios que limiten su potencial
para no atentar contra unos derechos a costa de salvaguardar otros. Las
sociedades también exigen que los medios promuevan valores como la libertad, la
tolerancia, el pluralismo, el respeto a la infancia, la condena del terror y de la
violencia. Máximos que no resultan garantizados por los mínimos normativos
sino por la excelencia a la que está llamado el profesional. Por ello, educar en la
virtud a los futuros profesionales es, según creo, una buena manera de hacer de
los medios de comunicación servidores de esos grandes y perennes ideales
morales a los que nunca debe renunciar la reflexión ética.
5. Conclusión
La expresión correcta y la palabra adecuada, la selección y ordenación de las
informaciones o de las imágenes y fotografías, la exigencia de una documentación
lo más amplia posible, la comparecencia de todas las voces protagonistas sin
menosprecio de ninguna… todas estas y muchas más son rutinas profesionales
que tienen, sin duda, una dimensión moral. Y por ello, la ética periodística,
indirectamente, y los códigos deontológicos fundados en ella, directamente,
9Ahí está la Resolución 74/26 sobre el derecho de réplica del ciudadano ante la prensa que
fue adoptado por el Consejo de Ministros el 2 de julio de 1974
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
proponen normas que repercuten en el lenguaje y en la expresión, en la edición y
en la documentación, en la redacción y en la locución y por tanto, en todo
quehacer en la medida en que la ética trata de iluminar la acción y estas son
expresiones de la acción profesional del informador. Y es que, la ética no es una
condición ocasional sino que debe acompañar siempre al periodismo como, “el
zumbido al moscardón” en la feliz expresión de García Márquez10.
Que la ética periodística sea una ética aplicada implica que en el
planteamiento de las grandes y más acuciantes cuestiones morales relativas a la
práctica periodística, no está sola. El planteamiento de la dimensión moral del
periodismo informativo puede hacerse desde la necesidad de constituir una
disciplina con la entidad propia de las sabidurías aplicadas, a la vez que desde la
urgencia de disponer de toda una tradición de pensamiento moral que conocer,
que invocar y a la que referirse más que nunca en estos momentos en los que el
periodismo está aguijoneado por profesionales y empresarios carentes de
escrúpulos morales. Momentos, por cierto, en los que también el mismo saber
periodístico está en ciernes.
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10 Hasta tal punto es decisivo tener esto en cuenta que, según cuenta Ian Richards (2005)
en la Introducción de su libro, la primera condición para construir una ética periodística es
que los profesionales entiendan que, “each and every one of their profesional decisions have
an ethical dimension” desde, “who to interview and who not to interview; who to quote and
who not to quote; which angels to emphasise and which to play down” hasta, “decisions
about how the information will be presented, and to whom”
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José Manuel Chillón Lorenzo
Departamento de Filosofía
Universidad de Valladolid
Prado de la Magdalena s/n
[email protected]
[183]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
EL SÍMIL DEL ESPEJO COMO LA CONTEMPLACIÓN DE LA
IMAGEN EN LA VERDAD EN NICOLÁS DE CUSA1
Catalina Cubillos. Universidad de Navarra
Resumen: En una serie de pasajes, la doctrina del autoconocimiento es desarrollada
por Nicolás de Cusa a la luz del símil del espejo, una metáfora platónica, propuesta en
el Alcibíades mayor. Sobre esta base, el Cusano comprende el conocimiento de sí mismo
del hombre como la contemplación de la imagen en la verdad divina.
Abstract: In several passages, the doctrine of self knowledge is developed by Nicholas
of Cusa in the light of the platonic metaphor of the mirror, proposed in the First
Alcibiades. On this basis, Cusanus understands the self knowledge of human being as
the contemplation of the image in the divine truth.
Una de las grandes virtudes de Nicolás de Cusa es su capacidad de plasmar
su pensamiento en imágenes y símbolos, que conducen al lector como “guiándolo
de la mano”2 a través del recorrido de sus argumentos. La elocuencia simbólica de
representaciones como el icono omnividente de Dios, la lente del berilo, el juego
de las esferas o los innumerables ejemplos matemáticos que ilustran su filosofía
ofrece una inestimable ayuda para adentrarse en una reflexión que podría
resultar excesivamente ardua sin estos auxilios. En efecto, este destacado
compositor de metáforas y analogías logra modelar su especulación teórica con tal
plasticidad, que el lector llega a olvidar la dificultad inherente al texto, cautivado
por la claridad de los ejemplos sensibles.
Entre todas las metáforas del Cusano, hay una que reviste especial
luminosidad y belleza: la metáfora especular, como paradigma de la
contemplación temática de la imagen en la verdad de su ejemplar3. Nicolás la
1 Agradezco la atenta revisión y oportunas correcciones y sugerencias de Cesare Catà y
Miguel Saralegui para este artículo.
2 El Cusano demuestra ser consciente de la importancia de estas “manuductiones” para
remontarse de lo sensible a lo inteligible en repetidos pasajes de su obra. Cfr. por ejemplo,
Nicolás de Cusa, De docta ignorantia, I, c. II, 8, 4-6: “Exemplaribus etiam manuductionibus
necesse est transcendenter uti, linquendo sensibilia, ut ad intellectualitatem simplicem
expedite lector ascendat”.
Cito la obra de Nicolás de Cusa según la edición crítica de Heidelberg: Nicolai de Cusa
Opera Omnia. Iussu et auctoritate Academiae Litterarum Heidelbergensis ad codicum
fidem edita, Lipsiae in Aedibus Felicis Meiner, Hamburgi, 1932 ss. Utilizo las traducciones
al castellano de Ángel Luis González, publicadas por Eunsa, salvo en el caso de los tratados
Dialogus de genesi, De filiatione Dei y De venatione sapientiae, donde la traducción es mía.
3 Hay que aclarar que en la mayoría de estos textos el símil del espejo no se presenta con la
finalidad de tematizar la estructura del autoconocimiento, sino como una analogía para
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
presenta en numerosos pasajes a lo largo de su obra, donde caracteriza a la
mente humana —imagen de la Visión absoluta— como un ojo viviente que
contempla en sí mismo, como en un espejo, a Dios y la realidad total4. Esta
analogía encuentra un claro antecedente en el símil del ojo-espejo propuesto en el
diálogo platónico del Alcibíades mayor, donde se presenta el yo humano como un
ojo que para conocerse a sí mismo con perfección tendría que contemplarse, si tal
cosa fuese posible, en el espejo de la divinidad5. El examen de esta metáfora
platónica otorga, por tanto, una importante clave hermenéutica para reconstruir
una doctrina del autoconocimiento humano en Nicolás de Cusa a la luz de los
presupuestos establecidos en el diálogo entre Sócrates y el joven Alcibíades6.
1. El símil del espejo en el Alcibíades mayor
En el complejo pasaje del Alcibíades mayor, se intenta profundizar en el
sentido de la inscripción délfica “conócete a ti mismo”, para lo cual se desarrolla
la metáfora del espejo conectándola con la visión. Para indagar cómo uno se
podría conocer mejor a sí mismo, Sócrates, apelando a la vista como paradigma
del conocimiento en el plano sensible, le pregunta a Alcibíades qué ocurriría si el
precepto délfico se dirigiera a nuestros ojos, a qué tendrían que mirar éstos para
conocerse. Para interpretar el mandato délfico no se alude, como podría
esperarse, a la introspección. Así, ya desde el comienzo, la argumentación del
diálogo asume una perspectiva estrictamente definida, descartando la posibilidad
de entenderse desde uno mismo y admitiendo así de modo implícito que no existe
un acceso directo del yo a sí mismo y, por consiguiente, el autoconocimiento sólo
se podrá alcanzar de manera mediada. En otras palabras, será preciso mirar a
algo para conocerse.
Con la aserción implícita de esta tesis fundamental, la siguiente pregunta a
Alcibíades, qué tipo de objeto es de tal índole que al mirarlo nos veamos a
explicar ciertas doctrinas filosófico-teológicas, como la creación o la filiación divina. Sin
embargo, a la luz de su contenido, es posible delinear un modelo bastante preciso de
autoconocimiento, análogo al modelo establecido en el Alcibíades mayor.
4 Cfr. entre otros, Nicolás de Cusa, De docta ignorantia, II, c. II, 103; De dato Patris
luminum, II, 99, 9-17; De visione Dei, VIII, 30; De aequalitate, I, 9, 11-15; Directio
speculantis seu de non aliud, XX, 92; De venatione sapientiae, XVII, 50, 1-7.
5 Cfr. Platón, Alcibíades I, 132 c - 133 c. Cito según la traducción de Gredos: Platón,
Diálogos, vol. VII: Dudosos, apócrifos, cartas, traducciones, introducciones y notas por Juan
Zaragoza y pilar Gómez Cardó, Gredos, Madrid, 1992. A lo largo de este artículo, me refiero
al Alcibíades considerándolo como un diálogo auténtico de Platón. Acerca de la discusión
sobre su autenticidad, Cfr. la introducción a la edición inglesa de Denyer, Nicholas (ed.),
Plato: Alcibiades, Cambidge University Press, Cambridge, 2001, p. 15 ss.
6 Si bien es posible establecer esta vinculación entre la filosofía de Platón y la de Nicolás de
Cusa respecto al autoconocimiento de la imagen en la verdad divina, no se puede soslayar el
profundo significado cristiano que presenta la noción de imagen en el Cusano, ausente en
su homólogo platónico.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
nosotros mismos, encuentra espontáneamente respuesta: el espejo. Sócrates
reconduce esta propuesta en la dirección que le interesa, argumentando que no
resulta indiferente de qué clase de espejo se trate; debe ser uno de la misma
naturaleza del que se contempla. En caso contrario, el espejo entrañaría el
peligro de perder al sí mismo, cosificándolo, entendiéndolo según la naturaleza
del objeto que lo refleja y no tal como es en sí. La clase de espejo buscada debe
ser, por consiguiente, un ojo; más específicamente, la pupila de un ojo, que es
como un espejo que refleja la imagen del que lo contempla7. “Por consiguiente, si
un ojo tiene la idea de verse a sí mismo, tiene que mirar a un ojo, y
concretamente a la parte del ojo en la que se encuentra la facultad propia del ojo:
esta facultad es la visión”8. En este esquema, el yo se presenta como objeto
temático de su propio conocimiento, como algo que se ve en lo visto: el ojo se ve a
sí mismo —él es para sí mismo objeto de su propia visión— en el reflejo de la
pupila de otro (ojo) de su misma naturaleza.
Este modelo se aplica de manera análoga al autoconocimiento del alma
humana, que se presenta como una estructura de autoconocimiento mediado,
admitiendo la premisa de que para conocer el propio yo, hay que dirigirse a otro,
que cumpla la función del ojo-espejo. No puede tratarse, por tanto, de una cosa
física, pues se entiende que el sí mismo se encuentra en el interior del hombre, en
el alma, y en la mejor parte de ésta, la racional, por lo que “si el alma está
dispuesta a conocerse a sí misma, tiene que mirar a un alma, y sobre todo a la
parte del alma en la que reside su propia facultad, la sabiduría, o a cualquier otro
objeto que se le parezca”9.
Ahora bien, puesto que la parte racional del alma es lo supremo en el hombre
y “quienquiera que la mira y reconoce todo lo que hay de divino, un dios y una
inteligencia, también se conoce mejor a sí mismo”10, es posible avanzar todavía
un paso más en el autoconocimiento: la parte más divina del alma, es, a su vez,
reflejo de la divinidad y, por tanto, la imagen más adecuada del sí mismo sólo se
encuentra —suponiendo que eso sea posible para el hombre— al contemplarse en
ella. “Sin duda porque, así como los espejos son más claros, más puros y más
luminosos que el espejo de nuestros ojos, así también la divinidad es más pura y
más luminosa que la parte mejor de nuestra alma (…) Por consiguiente, mirando
a la divinidad empleamos un espejo mucho mejor de las cosas humanas para ver
la facultad del alma, y de este modo nos vemos y nos conocemos a nosotros
mismos”11. La metáfora especular desemboca así en el paradójico principio de que
para alcanzar el perfecto autoconocimiento, el alma debe contemplarse
7 La perspectiva adoptada, que identifica el sí mismo con el ojo y no con el ver, manifiesta
una clara sustantivación del sí mismo.
8 Platón, Alcibíades I, 133 b.
9 Platón, Alcibíades I, 133 b.
10 Platón, Alcibíades I, 133 c.
11 Platón, Alcibíades I, 133 c.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
objetivamente en otro, un sujeto ontológicamente superior, que le presenta lo
mejor acerca de ella misma.
En el pasaje de Alcibíades I, 132 c - 133 c, encontramos, así, una teoría sobre
el autoconocimiento mediada y temática, en la cual se sugiere que el yo sólo
alcanza la perfecta autocontemplación de sí mismo en la divinidad. Como
intentaré mostrar a continuación, en Nicolás de Cusa se encuentran unas
premisas semejantes. En efecto, desarrollando la tesis que Platón sólo llegaba a
sugerir en el Alcibíades, el cardenal presenta abiertamente a Dios como el espejo
reluciente que le descubre al hombre la verdad sobre sí mismo.
2. El autoconocimiento divino en De visione Dei VIII
El símil del espejo aparece explícitamente conectado con el autoconocimiento
en el tratado De visione Dei. Allí Nicolás acude a la metáfora del ojo como espejo
para explicar la visión creadora de Dios, desarrollando una teoría acerca del ser
de la divinidad como un ojo viviente que contempla toda la realidad en sí mismo.
“Señor, ves y tienes ojos. Eres ojo, porque tu tener es tu ser. Por esto contemplas
todas las cosas en ti mismo”12. Al igual que en el Alcibíades, en este pasaje, el ojo
representa simultáneamente al sí mismo y al espejo reflectante (en este caso, el
ojo-espejo viviente de Dios). Pero para conectar esta doble caracterización, el
Cusano afirma la posibilidad de la identificación del sujeto con su operación —el
ojo divino con la visión—, estableciendo una nueva premisa, ausente en la
argumentación platónica. Como consecuencia, descarta la posibilidad de un
autoconocimiento mediado en el caso de Dios: siendo Él un ojo viviente que se
identifica sin residuos con la visión absoluta, no necesita mirar a nada fuera de sí
mismo para conocerse: al contemplarse, se conoce a sí mismo y a todas las cosas
en sí mismo. Él es la unidad absoluta en la cual no se distinguen un sujeto, un
objeto y un acto de conocer13 y por eso no necesita ser determinado por ningún
12 Nicolás de Cusa, De visione Dei, VIII, 30, 1-2.
13 Cfr. Nicolás de Cusa, Directio speculantis seu de non aliud, XXIII, 104, 10-12: “Cum
igitur ante aliud cernat, in ipsa visione non est aliud videns, aliud visibile et aliud videre ab
ipsis procedens”. En este sentido, como hacen notar varios autores, en el mismo término 'De
visione Dei', el genitivo 'Dei', es, a la vez, subjetivo y objetivo, manifestando que la visión
que Dios tiene de sí mismo no es distinta de la visión que tiene de las criaturas, esto es, su
visión creadora (Cfr. Schulz, Walter, El Dios de la Metafísica Moderna, traducción de
Filadelfo Linares y revisión de Cecilia Frost, Fondo de Cultura Económica, México D.F.,
1961, pp. 19-20; Hopkins, Jasper, Nicholas of Cusa’s dialectical mysticism. Text translation
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(2ª edición), p. 17; Beierwaltes, Werner, Cusanus: reflexión metafísica y espiritualidad,
traducción de Alberto Ciria, Eunsa, Pamplona, 2005, p. 182 ss.; González, Ángel Luis, “La
articulación de la trascendencia y de la inmanencia del Absoluto en De visione Dei de
Nicolás de Cusa”, en Nicolás de Cusa, La Visión de Dios, introducción y traducción de Ángel
Luis González, Eunsa, Pamplona, 2007 (5ª edición), p. 17).
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objeto externo —por lo demás, no existe un otro fuera de Él14— para conocerse.
La visión de Dios representa, por tanto, una estructura inmediata de
autoconocimiento.
¿Qué ocurre con el autoconocimiento que el hombre tiene de sí mismo? La
respuesta se sugiere inmediatamente a continuación: “si en mí, la vista fuera el
ojo, como es en ti, mi Dios, entonces yo vería en mí todas las cosas, por ser el ojo
como un espejo”15. A diferencia de Dios, en el hombre no se identifican la visión y
el ojo; por eso, no es capaz de ver en sí todas las cosas. Como el ojo no es la visión,
sino que tiene la capacidad de ver, no puede autodeterminarse a ver desde sí
mismo sin mediación alguna, sino que tiene que ser estimulado por un objeto
diverso de él mismo. “Sin embargo, como nuestra vista no ve por medio de un ojo
reflectante más que aquello a lo que se dirige de modo particular, ya que su poder
puede determinarse únicamente por el objeto, no ve todas las cosas que se captan
en el espejo del ojo. En cambio, tu vista, al ser un ojo o espejo viviente, contempla
en sí misma todas las cosas”16.
A partir de este pasaje, se podría conjeturar que así como el poder de la vista
finita sólo puede determinarse a conocer mediante un objeto externo, también el
autoconocimiento exigirá una mediación para llevarse a cabo. En palabras más
simples, que como la mente humana necesita del concurso de un objeto para
conocer en general, también lo necesitará para conocerse a sí misma. Esta
hipótesis se refuerza al considerar que la falta de unidad en el hombre, que
establece una distancia entre sujeto y operación en el acto cognoscitivo,
necesariamente implica la imposibilidad de una reflexión completa sobre sí
mismo.
Ahora bien, esta conjetura supone la afirmación implícita de que el
autoconocimiento es temático, que el yo se conoce de la misma forma que conoce a
las cosas, a modo de objeto. Por eso, si se trata de una inferencia cierta, Nicolás
descartaría, al igual que Platón, la posibilidad de un autoconocimiento inmediato
del hombre. Este texto indicaría entonces una primera pista acerca del camino
para alcanzar la verdad sobre sí mismo: puesto que el hombre, por su falta de
unidad, conoce necesariamente de modo mediado —a través de otro— y la
divinidad es el ojo-espejo que refleja en sí todas las cosas, parece natural que
constituya también el medio idóneo para autocontemplarse.
Sin embargo, hay que reconocer que, por sí solo, este pasaje no basta para
confirmar tal suposición. Para eso, es preciso llevar a cabo un examen de otros
pasajes que esclarecen su sentido y muestran otros aspectos fundamentales de la
doctrina del Cusano acerca del conocimiento de sí.
14 Cfr. Nicolás de Cusa, Directio speculantis seu de non aliud, VI, 20, 7-9: “‘Non aliud’
autem, quia a nullo aliud est, non caret aliquo, nec extra ipsum quidquam | esse potest”.
15 Nicolás de Cusa, De visione Dei, VIII, 30, 2-4.
16 Nicolás de Cusa, De visione Dei, VIII, 30, 7-10.
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3. El autoconocimiento por analogía entre el alma como principio del
mundo inteligible y Dios como complicatio omnium
En el pasaje del De visione Dei, hay un elemento que merece la pena destacar:
para el Cusano, el intelecto humano comparte la naturaleza especular de la
Visión absoluta y, por consiguiente, su perfecto autoconocimiento implicaría
también el conocimiento de la realidad total. El ojo humano, aunque no sea capaz
de verse a sí mismo, es efectivamente un espejo, en el que están reflejadas las
especies de todas las cosas. Por eso, si pudiera verse, no sólo se vería a sí mismo,
sino a toda la realidad, como un espejo viviente y cognoscente en acto17. Por eso,
el hecho de no que no conozca “todas las cosas que se captan en el espejo del ojo”18
es un claro indicio de que tampoco se conoce actualmente a sí mismo.
En esta línea, en el tratado de madurez De venatione sapientiae, Nicolás de
Cusa suscribe explícitamente la doctrina platónica del conocimiento propuesta en
el Alcibíades mayor —que ha recibido a través de la Teología Platónica de
Proclo—, según la cual todas las cosas están en el intelecto según el modo de ser
del intelecto19 y, por lo tanto, el alma intelectiva, cuando escruta dentro de sí,
contempla a Dios y a todas las cosas20. Esta aseveración, absolutamente
compatible con el paradigma del ojo-espejo, exige sin embargo una aclaración:
¿cómo compaginar esta tesis, que parece establecer un conocimiento actual de la
totalidad por parte del hombre, con la afirmación de la imposibilidad de un
conocimiento inmediato de la realidad del De visione Dei? ¿y cómo se relaciona
esta cuestión con el problema del autoconocimiento? Para responder a estas
preguntas, es preciso profundizar en los presupuestos de este pasaje.
Para Nicolás de Cusa, el conocimiento se produce por asimilación. La mente
humana complica en sí misma las nociones que forma para conocer las cosas,
asimilándolas a su propio modo de ser; no sólo en un sentido estático, conteniendo
en su simplicidad unitaria la pluralidad diversa de las cosas sensibles que conoce,
sino, ante todo, en un sentido dinámico, en cuanto es principio activo de
unificación de las mismas21. En este sentido, en cuanto crea el mundo de los
17 Nicolás de Cusa, De visione Dei, VIII, 30, 2-7: “Nam si in me visus esset oculus sicut in te
deo meo, tunc in me omnia viderem, cum oculus sit specularis et speculum quantumcumque
parvum in se figurative recipiat montem magnum et cuncta, quae in eius montis superficie
exsistunt; et sic omnium species sunt in oculo speculari”.
18 Cfr. Nicolás de Cusa, De visione Dei, VIII, 30, 10.
19 Cfr. Nicolás de Cusa, De venatione sapientiae, XVII, 49, 9-11.
20Cfr. Nicolás de Cusa, De venatione sapientiae, XVII, 49, 3-5; Cfr. Proclo, Teología
platónica, I, 3, 15, 21-23. En su ejemplar de la versión latina de la Teología platónica de
Proclo (Codex Cusanus 185), Nicolás comenta al margen de este pasaje: ‘pulchra hic’; Cfr.
anotación 10, en Cusanus-Texte, III: Marginalien, 2: Proclus Latinus, 2.1: Theologia
Platonis, Elementatio theologica, herausgegeben und erläutert von Hans Gerhard Senger,
Carl Winter Universitätsverlag, Heidelberg, 1986, p. 53.
21 Cfr. Martínez Gómez, Luis, “El hombre “mensura rerum” en Nicolás de Cusa”, en
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
conceptos complicándolo activamente en sí misma, constituye la más pura
imagen de la identidad e igualdad divinas22. Así como Dios —vis entificativa—
llama a las cosas del no-ser a la existencia, el intelecto —vis assimilativa— eleva
el mundo sensible a su propia unidad inteligible, creando el mundo de las
nociones23. Y de este modo, opera como nexo último entre el mundo finito y
suprainteligibilidad de Dios24, pues para alcanzar la identidad absoluta, lo
sensible busca la discriminación de la razón; la razón, la unidad del intelecto; y el
intelecto, a su causa absoluta, la verdad que complica en su simplicidad a todas
las cosas25; de modo que todas las cosas alcanzan la fuente de su ser por medio de
él26.
En esta teoría, el conocimiento de las cosas está íntimamente vinculado con el
autoconocimiento del alma como imagen de Dios, porque al conocer las cosas
asimilándolas a sí misma, el alma se reconoce como una imagen viva e intelectual
del creador: “Por tanto, como el conocimiento es asimilación, <el alma> encuentra
todas las cosas en sí misma como en un espejo vivo de vida intelectual, que,
mirando en sí mismo, las ve en su conjunto asimiladas en sí mismo. Y esta
asimilación es una imagen viva del creador y de todas las cosas. Pero como es
imagen viva e intelectual de Dios, que no es diverso de ninguna cosa, del mismo
modo, cuando entra en sí misma y se conoce como una imagen tal como es su
ejemplar, lo contempla en sí. Pues conoce sin duda a este Dios suyo, del cual ella
es semejanza”27. En este pasaje, la metáfora del espejo opera como nexo lógico
entre el autoconocimiento del alma y el conocimiento de Dios: en el mismo acto de
Philosophica: al filo de la historia, Publicaciones de la Universidad Pontificia de Comillas,
Madrid, 1987, pp. 66-67.
22Como apunta D’Amico, en el hombre como imagen de Dios se espejan los atributos
divinos del acto creativo y de la capacidad complicativa, los cuales posee por su
inteligibilidad (Cfr. D’Amico, Claudia, “Nicolás de Cusa, “De mente”: la profundización de la
doctrina del hombre-imagen”, en Patristica et Mediaevalia XII (1991), p. 60).
23 Cfr. Nicolás de Cusa, Idiota de mente, VII, 99, 4-7; De beryllo, 7; De principio, 21, 8-17.
24 Como explica Santinello, la naturaleza humana ha sido llamada a efectuar la mediación
entre Dios y lo creado por su comunidad con el mundo corpóreo: “Ed ecco allora la natura
intellettuale creata farsi tramite e mediatrice, perché ad essa sono finalizzati i gradi
inferiori del mondo sensibile e vegetativo. Ciò avviene, però, non nella natura angelica, che
è capace di conscenza ma non ha commercio col mondo inferiore, bensì nella natura
intellettuale umana, la quale è inserita nella vita animale corporea, chiamata così a
rispondere all’universale finalità della manifestazione divina” (Santinello, Giovanni,
“L’uomo “ad imaginem et similitudinem” nel Cusano”, en Doctor Seraphicus, 37 (1990), p.
92).
25 Cfr. Nicolás de Cusa, Dialogus de genesi, IV, 169, 1-10.
26 “Unde quantum omnes res post simplicem mentem de mente participant, tantum et de
dei imagine, ut mens sit per se dei imago et omnia post mentem non nisi per mentem”
(Nicolás de Cusa, Idiota de mente, III, 73, 9-11).
27 Nicolás de Cusa, De venatione sapientiae, XVII, 50, 1-7.
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reconocerse a sí misma como un espejo vivo, el alma se conoce como imagen de
otro espejo mayor del que ella procede28.
En este punto, es posible reconocer un primer momento de autoconocimiento
en todo acto cognoscitivo, en cuanto el alma ve las nociones de las cosas
precontenidas en ella misma y se reconoce como su prototipo nocional29, esto es,
como principio unitario del conjunto de los inteligibles30. Como explica el Cusano
en De aequalitate, el alma, al reflejar su luz inteligible sobre las cosas inferiores a
ella, las vuelve inteligibles y así, al conocerlas en su verdad participada, se conoce
a sí misma como causa de su verdad nocional, en cuanto “actualiza lo cognoscible
extrínseco por lo consustancial intrínseco”31. Entonces, al contemplar su propia
potencia iluminadora y unificadora y encontrar en sí misma la razón de la verdad
que ve en las cosas32, se reconoce como la viva imagen de la visión absoluta, por
su carácter de espejo vivo que contempla en sí nocionalmente todas las cosas33.
El Cusano desarrolla así un modelo atemático de conocimiento, por el que el
alma se conoce a sí misma en su operación, como inteligible por sí y causa de la
inteligibilidad de lo conocido. Esta concepción, ciertamente, se aleja del texto del
28 “L’intelligenza è coscienza di sé, non come di un sé generico, ma di un se stesso che è
imagine di altro da sé. Analiticamente si possono distinguere i due concetti. In realtà essi
sono reciprocamente condizionati: se conosce se stessa come immagine, la natura
intellettuale in qualche modo, almeno implicitamente, debe conoscere anche colui di cui è
immagine. Nel saper di essere immagine è compreso anche il sapere (solo implicito,
imperfetto, a-tematico, o comunque lo si voglia limitare) l’altro di cui si è immagine”
(Santinello, Giovanni, “L’uomo “ad imaginem et similitudinem” nel Cusano”, en Doctor
Seraphicus, 37 (1990), pp. 92-93).
29 Nicolás de Cusa, De aequalitate, 9, 3-8: “Et in se verius omnia videt quam sint in aliis ad
extra. Et quanto plus egreditur ad alia, ut ipsa cognoscat, tanto plus in se ingreditur, ut se
cognoscat. Et ita, dum per proprium intelligibile alia intelligibilia mensurare et attingere
satagit, per alia intelligibilia suum proprium intelligibile sive seipsam mensurat”. Cfr.
también Nicolás de Cusa, Idiota de mente, VII; De beryllo, 6, 7-8; De principio, 21, 4-8.
30 Como sostiene Bonetti: “Il conoscere è in questo senso l'esprimersi stesso del principio
intellettuale, dell'inteligenza, nella molteplicità degli intelligibili, affinché l'intelligenza
possa ritornare a sé nella piena coscienza di possedere in sé la notio della totalità del reale”
(Bonetti, Aldo, La Ricerca Metafisica nel Pensiero di Nicolò Cusano, Paideia editrice,
Brescia, 1973, p. 138).
31 Cfr. Nicolás de Cusa, De aequalitate, 6, 9-11.
32 Cfr. Nicolás de Cusa, De aequalitate, 8, 29 - 9, 3. Así, por ejemplo, en la unidad de
esencia de un silogismo de tres proposiciones lógicamente iguales resplandece la unidad
esencial del alma intelectiva en su operación racional. El alma se ve a sí misma en la
alteridad de su operación; en sí misma, sin alteridad.
33 Cfr. Nicolás de Cusa, De aequalitate, 9, 8-15: “Anima igitur veritatem quam videt in aliis
per se videt. Et est notionalis ipsa veritas cognoscibilium, quoniam anima intellectiva vera
notio est. Visione intuitiva per se lustrat omnia et mensurat et iudicat per notionalem
veritatem veritatem in aliis. Et per eam, quam in aliis comperit aliter, ad se revertitur, ut
eam, quam in aliis aliter vidit, in se intueatur sine alteritate veraciter et stabiliter, ut in se
quasi in speculo veritatis notionaliter omnia perspiciat et se rerum omnium notionem
intelligat”.
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Alcibíades, donde no se consideraba tal posibilidad. Sin embargo, esta estructura
no constituirá para Nicolás de Cusa el modelo más acabado de conocimiento de sí
mismo, sino tan sólo una señal que conducirá al hombre a la plenitud del
autoconocimiento. El alma no puede conocerse perfectamente a sí misma de este
modo, pues al tiempo que se reconoce como medida de lo inferior a sí misma, se
descubre simultáneamente como medida por otro —mensura mensurata— y esta
constatación la lleva a buscar su propia mensura en lo superior a sí misma, en
Dios, la medida absoluta34. Como escribe el propio Nicolás: “la mente es una
medida viva que, midiendo las demás cosas, aferra su propia capacidad. Lo hace
todo para conocerse. Ahora bien, buscando su propia medida en todas las cosas no
la encuentra sino allí donde todas las cosas son una. Allí está la verdad de su
precisión, porque aquí está su ejemplar adecuado”35.
El primer momento atemático de autoconocimiento desemboca de este modo
en una exigencia radical de conocer la verdad acerca de sí mismo en lo superior a
sí36. Así se cumple en la filosofía del Cusano el principio enunciado en el
Alcibíades de que es preciso dirigirse a la divinidad para alcanzar la verdad sobre
sí mismo.
4. La inversión de las determinaciones: la contemplación de la imagen en
la verdad divina
Este movimiento se explica porque en la metafísica del Cusano el ser más
íntimo del hombre consiste en ser imagen de Dios. Y la verdad de la imagen no es
la imagen, sino su modelo37. El autoconocimiento se encuentra, por tanto, en
34 Como explica Gamarra: “De este modo la mens es la referencia última en el mundo,
mientras que ella misma, en cambio, debe referirse a una instancia superior que es la
misma luz increada, ya que el puro autoreferirse no sería otra cosa que la aparición de su
propio ser medido, es decir, de su finitud y de su carácter de creatura” (Gamarra, Daniel,
“Mens est viva mensura. Nicolás de Cusa y el acto intelectual”, en Anuario Filosófico,
XXVIII/3 (1995), p. 601).
35 Nicolás de Cusa, Idiota de mente, IX, 123, 5-9.
36 Cfr. Nicolás de Cusa, Directio speculantis seu de non aliud, XX, 92, 13-19: “Cum haec
igitur vera supponat, animam in|quit, quae quidem omnia posteriora se ipsam
contemplans in se animaliter complicat, ut vivo in speculo cuncta inspicere, quae eius
participant vitam et per ipsam vivunt vitaliterque subsistunt. Et quia illa in ipsa sunt, ipsa
in sui similitudine sursum ascendit ad priora, quemadmodum haec Proculus in eius recitat
theologia” (Cfr. Proclo, Teología Platónica, III, 2).
37 Como sostiene González, “la verdad de lo creado, por así decirlo, no va más allá de su
ejemplar; lo que la doctrina cusánica sugiere entonces es que la verdad de la imagen no es
la imagen, sino el ejemplar del que la imagen es imagen” (González, Ángel Luis, “Ver e
imagen del ver. Acotaciones sobre el capítulo XV del De visione Dei de Nicolás de Cusa”,
Anuario Filosófico, XXVIII/3 (1995), p. 638). Cfr. Nicolás de Cusa, Sermo LXXIV, 8, 1-4: “Et
adverte quo modo veritas imaginis est exemplar. Quanto enim verior est imago, tanto verior
relucentia exemplaris. Imago in se nihil est, sed omne id, quod est in imagine, est
exemplar”.
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íntima relación con el conocimiento de Dios; porque, como señala Santinello,
consiste precisamente “en el descubrimiento, en toda la intensidad de su
significado, de que el hombre es imagen viva de Dios”38. Como explica Álvarez
Gómez, se da “una reciprocidad necesaria entre conocerse a sí mismo y conocer a
Dios”, porque la naturaleza intelectual es imagen de la verdad y, por tanto, “el
movimiento de vuelta hacia sí misma es un movimiento hacia la verdad”39.
Conocimiento de Dios y autoconocimiento constituyen las dos caras de un mismo
movimiento de la criatura a su principio.
En este sentido señala Nicolás en un célebre pasaje de De visione Dei: “¿cómo
te darás a mí, a menos que tú no me des a mí a mí mismo? Y cuando descanso así
en el silencio de la contemplación, Tú, Señor, me respondes diciendo en lo más
íntimo de mi corazón: Sé tú mismo y yo seré tuyo”40. Este ser uno mismo, consiste
en tener conciencia de sí mismo como imagen de Dios y, como tal, mirar hacia el
ejemplar. En este sentido, la única manera de llegar a la autotransparencia,
consiste en dirigirse hacia Dios, y este dirigirse hacia Él es también un
autoconocerse, porque el ser del hombre consiste en ser imagen de Dios.
En el capítulo XV del De visione Dei, para explicar esta relación entre imagen
y ejemplar, Nicolás retoma la metáfora del espejo que había expuesto en el
capítulo VIII, y en un claro desarrollo de la última sugerencia del pasaje del
Alcibíades platónico, caracteriza a Dios como el espejo de la verdad, de quien
todas las cosas que son, reciben lo que son. Cuando alguien mira en ese espejo —
explica— ve su propia forma en la forma de las formas y considera que la forma
que ve en ese espejo es la figura de su propia forma, como ocurre con los espejos
materiales. Sin embargo, lo verdadero es lo contrario: lo que ve en el espejo de
eternidad no es la imagen, sino la verdad, de la que él mismo es imagen41. Y
exclama a continuación, en otro célebre pasaje: “Eres, pues, Dios mío, de tal modo
sombra que eres la verdad. Eres mi imagen y la imagen de cualquiera de modo
38 Cfr. Santinello, Giovanni, “L’uomo “ad imaginem et similitudinem” nel Cusano”, en
Doctor Seraphicus, 37 (1990), p. 94.
La relación entre el autoconocimiento y el conocimiento de Dios constituye un claro
desarrollo de la doctrina agustiniana sobre la íntima presencia de Dios en el alma humana.
Cfr., por ejemplo, san Agustín, Confessionum libri tredecim, 1, 2, 2; 10, 5,7; 10, 27, 38; De
Trinitate, 12, 4, 4.
39 Álvarez Gómez, Mariano, “Añoranza y conocimiento de Dios en la obra de Nicolás de
Cusa”, en Pensamiento del ser y espera de Dios, editorial Sígueme, Salamanca, 2004, p. 92.
40 Nicolás de Cusa, De visione Dei, VII, 25. Ahora bien, en el conocimiento de Dios, que es
también el propio autoconocimiento, juega un papel fundamental la libertad. El hombre
sólo se autoconoce en la medida en que se dirige a Dios libremente y esto supone la
conciencia de su propio ser imagen, esto es, ser él mismo. “Has puesto en mi libertad que, si
yo lo quiero, yo sea yo mismo (…) Pero como has establecido esto en mi libertad, no me
coartas, sino que esperas que yo escoja ser yo mismo. Por tanto, de mí depende y no de ti”
(Nicolás de Cusa, De visione Dei, VII).
41 Cfr. Nicolás de Cusa, De visione Dei, XV, 63, 6-11.
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que eres el modelo”42. Comentando este texto, señala Schulz que Dios puede ser
incluido en el ver del hombre, precisamente porque el hombre se funda en el ver
mismo, en la visión absoluta de Dios: “Lo inquietante de mi sombra reside en que
ella es mi imagen inaprehensible y sin esencia: yo soy su imagen originaria, su
realidad. Ahora bien, hemos de preguntar de nuevo: ¿acaso con su afirmación de
que Dios me sigue como sombra, no ha despotencializado de hecho el Cusano a
Dios? La grandeza de Nicolás de Cusa en cuanto pensador se revela en que ha
meditado a fondo y con plena conciencia este problema, y en virtud de esta
meditación a fondo, invierte las determinaciones: Dios es la imagen originaria y
yo su sombra”43.
Así, mediante el símil del espejo, Nicolás de Cusa expone una estructura de
autoconocimiento temática y mediada análoga a la del Alcibíades platónico, en la
cual, para alcanzar el conocimiento de sí, el sujeto debe dirigirse a Dios, que es la
verdad y la medida más adecuada del sí mismo. Sólo en Dios, que para el Cusano
no es otro o diverso, sino la igualdad irrestricta, el hombre puede lograr la
identidad absoluta y, en esa medida, la plena igualdad consigo mismo, necesaria
para la reditio completa sobre sí. No la encuentra en sí mismo, porque es
inidéntico consigo mismo, sino en Dios, principio fontal de la autoidentidad
participada de todas las cosas44. De este modo, el otro encuentra la plenitud de su
autoidentidad en la identificación con otro que es No-otro de él y de todas las
cosas.
42 Nicolás de Cusa, De visione Dei, XV, 64, 6-8.
43 Schulz, Walter, El Dios de la Metafísica Moderna, traducción de Filadelfo Linares y
revisión de Cecilia Frost, Fondo de Cultura Económica, México D.F., 1961, p. 22. Ahora
bien, en mi opinión, Schulz va demasiado lejos en su interpretación, pues considera la
relación entre Dios y el hombre como una relación dialéctica, en la cual, Dios depende de la
subjetividad finita tanto como ella de Él, en cuanto la subjetividad es la imagen visible del
Dios invisible, pero no hay una distinción sustancial entre ambos. Si bien hay que reconocer
la dificultad de este punto de su filosofía, Nicolás de Cusa subraya a lo largo de su obra que
la dependencia es de la criatura respecto a Dios, como la imagen frente a su ejemplar y no
al revés. Como afirma Beierwaltes, se trata de una relación asimétrica: “… “nuestro” ver (a
Dios en la imagen) es al mismo tiempo un ser vistos por Él (que contempla desde la
imagen), pero de tal modo que nuestro ser vistos por la mirada divina, en tanto que el ver
de Dios que se dirige activamente a nosotros y nos contempla del todo, tiene él mismo la
prioridad ontológica: existe “antes” de que nosotros nos volvamos a él” (Beierwaltes,
Werner, Cusanus: reflexión metafísica y espiritualidad, traducción de Alberto Ciria,
Pamplona, Eunsa, 2005, p. 218).
44 Mariano Álvarez Gómez expresa con gran claridad esta idea: “Para el Cusano este
conocimiento de la propia naturaleza no le es posible al entendimiento simplemente por la
reflexión sobre el acto de conocer, ya que ésta queda enmarcada en la alteridad, sino en la
ratio infinita. Únicamente en ella puede el entendimiento conocerse no quasi in alio, sino
como en lo más propio, y poseerse a sí mismo” (Álvarez Gómez, Mariano, “Añoranza y
conocimiento de Dios en la obra de Nicolás de Cusa”, en Pensamiento del ser y espera de
Dios, editorial Sígueme, Salamanca, 2004, p. 90).
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5. La plenitud del autoconocimiento en la deificación
Con estos presupuestos, resulta natural que el Cusano sostenga que el pleno
autoconocimiento de sí mismo sólo se logre al partir de este mundo, en la visión
beatífica. Nicolás la tematiza en el opúsculo De filiatione Dei. Esta pequeña obra
analiza un pasaje del evangelio de Juan: “a todos aquellos que lo recibieron, les
dio el poder de ser hechos hijos de Dios, a aquellos que creen en su nombre”45. A
la luz de este pasaje, explica que la filiación divina “no es otra cosa que la
deificación, que es llamada theosis por los griegos”46. El fenómeno de la theosis o
deificatio47 corresponde a la visión de Dios en la vida eterna. Acogiendo el Verbo
de Dios, que es la vida de nuestro espíritu, éste participa de su divino poder, de
tal modo que alcanza la aprehensión de la verdad, no oscurecida como se presenta
en este mundo sensible, en imagen y en enigma, sino tal como es
intelectualmente visible en sí misma48. Esta visión sobrepasa las fuerzas del
hombre, superando cualquier modo de intuición49.
En este mundo, ciertamente, no podemos alcanzar esta plenitud de nuestro
intelecto. Como reconoce Nicolás, en una explicación con resonancias platónicas50,
aquí sólo podemos conocer lo contracto y todos los conceptos de nuestra mente —
también los de felicidad, verdad, esencia, poder, que parecen perfecciones
irrestrictas— son restringidos. Por eso, para alcanzar la deificación, el hombre no
debe apegarse a las cosas sensibles, que son signos de la verdad, sino hacer uso
de ellas, como si fueran libros que contienen las expresiones de la mente divina.
Sólo así, en la otra vida, podrá ascender a las cosas eternas51. Entonces, al partir
de este mundo, el intelecto humano, liberado de las sombras, podrá obtener la
vida divina y la intuición de la verdad52. En esto consiste precisamente la
maestría a la que el ser humano está llamado: en “pasar del conocimiento de las
cosas particulares al arte universal, entre los cuales no hay proporción”53; del
conocimiento de las cosas finitas al conocimiento intelectual de la verdad, el único
objeto del intelecto, al cual éste busca como a su propia vida en todos los objetos
particulares de este mundo54. Entonces, se hará uno con el arte divino,
45 Juan, 1, 12.
46 Nicolás de Cusa, De filiatione Dei, I, 52, 1-2.
47 Sobre este concepto en el Cusano, Cfr. Hudson, Nancy, Becoming God: The Doctrine of
Theosis in Nicholas of Cusa, The Catholic University of America Press, Washington, D.C.,
2007.
48 Cfr. Nicolás de Cusa, De filiatione Dei, I, 53, 1-8.
49 Cfr. Nicolás de Cusa, De filiatione Dei, I, 54, 4-5.
50 Cfr. por ejemplo Platón, Fedón, 74 a - 75 d, donde, en el contexto de una justificación del
conocimiento por reminiscencia, se argumenta que la experiencia jamás alcanza la
perfección de las Ideas (en su peculiar formulación platónica de “lo x mismo”).
51 Cfr. Nicolás de Cusa, De filiatione Dei, II, 61, 1-12.
52 Cfr. Nicolás de Cusa, De filiatione Dei, I, 54, 1-16.
53 Nicolás de Cusa, De filiatione Dei, II, 57, 3-4.
54 “In mundo intellectuali non est nisi obiectum unum intellectus, scilicet veritas ipsa, in
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conteniendo en sí “a Dios y a todas las cosas, de tal modo que nada escapa o está
fuera de él, pues en el intelecto, todas las cosas son el mismo intelecto”55.
En este contexto, encontramos nuevamente el símil del espejo, para explicar
cómo en la divinidad el hombre se autoconoce y conoce todas las cosas. El Verbo
de Dios —explica el Cusano— es como un espejo de la verdad, completamente liso
y perfecto, sin mancha ni límite alguno. Todas las criaturas son como espejos
contractos, con diferentes grados de curvatura; y, entre ellas, las intelectuales son
como espejos vivos que se curvan o se enderezan según su voluntad56. Sólo en el
espejo de la verdad se refleja perfectamente la multitud de los espejos contractos
tal como son. En los espejos contractos, el reflejo resplandeciente del primer
espejo, el mismo para todos, aparece reflejado de tantos modos como espejos hay.
Cada uno irradia su brillo según su propio modo. Por su parte, los espejos
intelectuales, si acogen el resplandeciente reflejo del espejo de la verdad, lo verán
en sí mismos y en él, a todos los demás espejos —también el suyo propio— según
su propio modo de ser57.
La deificación es descrita, así, como un mutuo reflejarse, en el que el hombre,
si acoge libremente la luz del espejo de la verdad, ve la imagen resplandeciente
del espejo divino y en él, su propia imagen y la de todas las cosas. Se cumple así
la indicación del pasaje, citado al comienzo de este artículo, del De visione Dei: “Si
en mí, la vista fuera el ojo, como es en ti, mi Dios, entonces yo vería en mí todas
las cosas, por ser el ojo como un espejo”58. Por la autocontemplación del espejo
humano en el espejo de la visión divina, el hombre también alcanza la ciencia de
todas las cosas, haciéndose como Dios: “con la recepción de la luz resplandeciente
del espejo primero, el espejo vivo —casi un ojo viviente— se intuiría en ese espejo
de la verdad a él mismo, tal y como él es, e intuiría todas las cosas en sí mismo,
según su propio modo”59. Al ver a Dios, se ve a sí mismo y a todas las cosas,
porque Dios es el espejo luminoso en el cual todas las cosas resplandecen en su
verdad y al recibir la luz divina, adquiere, según su propio modo de conocer —por
eso es casi como un ojo viviente— la misma ciencia de Dios60.
quo habet magisterium universale. Nam nihil in variis obiectis particularibus quaesivit
medio sensuum intellectus in hoc mundo nisi vitam suam et cibui vitae scilicet veritatem,
quae est vita intellectus” (Nicolás de Cusa, De filiatione Dei, II, 57, 9-13).
55 Nicolás de Cusa, De filiatione Dei, II, 59, 5-6. Esta doctrina de la omnisciencia como
fruto de la deificación presupone la noción renacentista de perspectiva, como ángulo de
visión esencialmente limitado, y la posibilidad de aunar la totalidad de los puntos de vista
en el infinito. Sobre esta doctrina en el arte renacentista y su relación con el pensamiento
de Nicolás de Cusa, Cfr. Catà, Cesare, “Perspicere Deum: Nicholas of Cusa and european
art of the fifteenth century”, en Viator. Medieval and Renaissance studies, 39 (2008), n. 1,
pp. 285-305.
56 Sobre este punto, Cfr. también Nicolás de Cusa, Idiota de mente, XIII, 149.
57 Cfr. Nicolás de Cusa, De filiatione Dei, III, 65-67.
58 Nicolás de Cusa, De visione Dei, VIII, 30.
59 Nicolás de Cusa, De filiatione Dei, III, 67, 7-10.
60 Nicolás de Cusa, De filiatione Dei, III, 67, 1-5: “Quando igitur aliquod intellectuale
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El intelecto separado en la vida eterna llega a ser, así, a semejanza de Dios,
sujeto, objeto y acto de entender61. Está unido a Dios y a todas las cosas, porque
en el entendimiento, todo es entendimiento, y la filiación consiste en esta plena
unidad de la criatura intelectual con Dios, que es para ella la verdad absoluta.
“Para él, Dios no será otro de su propio espíritu, ni diverso ni distinto; ni otra la
razón divina, ni otro el Verbo de Dios, ni otro el Espíritu divino. Pues toda
alteridad y diversidad queda muy por debajo de la filiación. El intelecto purísimo
hace que todo lo inteligible sea intelecto, dado que todo inteligible es, en el
intelecto, el intelecto mismo. Porque todo lo verdadero es verdadero e inteligible
por causa de la verdad misma. Ésta constituye por sí sola la inteligibilidad de
todo lo inteligible”62. Como en la eternidad no hay alteridad alguna, la deificación
supone alcanzar la plena identidad con Dios, el uno que contiene en sí todas las
cosas, y por consiguiente, la identidad absoluta. “La filiación es, en fin, la
remoción de toda alteridad y diversidad y la resolución de todas las cosas en el
Uno, que es, a su vez, transfusión del Uno en todas las cosas. Y esto mismo es la
theosis”63. No obstante, como explica Beierwaltes, el hombre no se extingue como
individual, sino que es en Dios y Dios es en él; y por eso, se contempla en Dios
mismo tal y como él es. Así, la diferencia del hombre que lo determina como finito
se suprime en la coincidencia divina64.
Nicolás de Cusa entiende el autoconocimiento en último término como
deificación. El hombre se hace uno con Dios en la visión beatífica. Al
contemplarlo, por ser Dios la visión absoluta y el espejo de la verdad, se ve a sí
mismo y a todas las cosas en Él; como un espejo que refleja en sí mismo el
destello resplandeciente del espejo infinitamente perfecto, que lo contiene a él y a
los innumerables espejos que representan a todos los seres que existen. Y puesto
que el entendimiento se hace uno con lo que entiende, en ese acto de
conocimiento, al conocer a Dios y a todas las cosas en sí mismo sin alteridad, se
hace semejante a Dios, uno solo con Dios. En este sentido, la “visio Dei”, como un
mirar a la cara doblemente recíproco, “en el fondo es después de todo un único
acto en el que las miradas diferentes se encuentran y se enlazan”65. La metáfora
vivum speculum translatum fuerit ad speculum primum veritatis rectum, in quo veraciter
omnia uti sunt absque defectu resplendent, tunc speculum ipsum veritatis cum omni
receptione omnium speculorum se transfundit in intellectuale vivum speculum”.
61 “Extra enim intelligibile nihil intelligitur. Omne autem intelligibile in ipso intellectu
intellectus est. Nihil igitur remanebit nisi ipse intellectus purus secundum ipsum, qui extra
intelligibile nihil potest intelligere esse posse. Cum igitur hoc ita sit, non intelligit
intellectus ille aliud intelligibile neque erit eius intelligere aliquid aliud, sed in unitate
essentiae est ipse intelligens et id quod intelligitur atque actus ipse qui est intelligere”
(Nicolás de Cusa, De filiatione Dei, III, 69, 12-18).
62 Nicolás de Cusa, De filiatione Dei, III, 69, 1-7.
63 Nicolás de Cusa, De filiatione Dei, III, 70, 1-2.
64 Cfr. Beierwaltes, Werner, Cusanus: reflexión metafísica y espiritualidad, traducción de
Alberto Ciria, Eunsa, Pamplona, 2005, p. 230.
65 Beierwaltes, Werner, Cusanus: reflexión metafísica y espiritualidad, traducción de
[197]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
del Alcibíades es llevada así a un extremo que Platón sólo llegaba a sugerir, al
entender la autocontemplación del hombre en Dios como theosis, como unión
efectiva, que eleva la naturaleza humana a la misma actividad de la naturaleza
divina.
Catalina Cubillos,
[email protected]
Alberto Ciria, Eunsa, Pamplona, 2005, p. 219.
[198]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
RELIGIÓN Y MISTICISMO EN RUSSELL1
Antoni Defez. Universitat de Girona
Resumen: Russell, pese a ser un furibundo anticlerical, fue un agnóstico capaz de
apreciar los aspectos positivos del misticismo. En este artículo se analizan sus opiniones
sobre la religión, el misticismo y la creencia religiosa, presentando además cuáles
serían las insuficiencias e incongruencias de su planteamiento.
Abstract: Although Russell was a frenzied anticlerical, he was an agnostic capable to
value the positive aspects of mysticism. In this paper his views on religion, mysticism
and religious belief are analysed. Special attention is paid as well to the insufficiencies
and incongruities of his positions.
Russell fue un agnóstico, pero también un anticlerical que a menudo adoptaba
un estilo tan exaltado que le hizo ganar una fama de ateo que no correspondía a
la verdad. De hecho, en su opinión, la existencia de Dios era una posibilidad,
aunque sería una posibilidad que empíricamente tendría en contra toda la
evidencia de que podemos disponer. Por ejemplo, en una de las entrevistas para
la televisión realizadas por Woodrow Wyatt en 1959, y publicadas posteriormente
con el nombre de Bertrand Russell Speaks His Mind, tras reconocer que de joven
era profundamente religioso —“nada me interesaba tanto como la religión
exceptuando las matemáticas”— dice Russell:
No, yo no creo que Dios no exista. Creo que la posibilidad de su existencia se encuentra
al mismo nivel que la existencia de los dioses olímpicos y la de los dioses de la mitología
nórdica. También pueden haber existido los dioses del Olimpo y del Valhalla. No puedo
probar que no hayan existido, que no existan, pero tampoco creo que el Dios de los
cristianos tenga más verosimilitud de la que tenían aquellos. Creo que son una mera
posibilidad2.
De acuerdo con Russell, el valor los argumentos tradicionales para demostrar
la existencia de Dios es nulo, y si en alguna ocasión alguien los ha aceptado
habría sido más por la necesidad de creer en sus conclusiones que por su
supuesta fuerza demostrativa. Ahora bien, Russell no se detenía en la
imposibilidad de resolver el problema de la existencia de Dios, sino que iba más
allá y, adentrándose en la cuestión de cómo había de ser el ideal de vida de los
seres humanos, reclamaba lo que podríamos calificar de un vivir sin Dios. En
efecto, para Russell, el influjo de las religiones sobre la vida humana, a pesar de
1 Este trabajo forma parte del Proyecto de investigación “Cultura y religión: Wittgenstein y
la contrailustración” (Ref: FFI2008-0086), financiado por DGICYT.
2 Russell, B., Russell Speaks His Mind, London, Arthur Baker Ldt., 1960, pág: 23.
[199]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
que haya podido tener algún aspecto positivo, ha sido en general bastante
nefasto:
(...) porque se consideraba importante que la gente creyese en algo sobre lo que no
existía evidencia alguna, y eso falsificaba la manera de pensar de esas personas;
falsificaba los sistemas educativos y originaba, diría yo, una completa herejía moral:
esto es, que es correcto creer en determinadas cosas y erróneo creer en otras,
independientemente del problema de saber si dichas cosas son verdaderas o falsas. En
general considero que la religión ha hecho mucho mal, principalmente santificando el
conservadurismo y la adhesión a las costumbres tradicionales y, sobre todo,
santificando la intolerancia y el odio3.
Como vemos, el planteamiento de Russell es el propio de un ilustrado: ni tan
siquiera sería el caso que la religión hubiese sido un estadio negativo pero
necesario para la formación de la humanidad; tampoco, que los humanos
necesiten de la religión —vivir en el temor de Dios. No, precisamente todo lo
contrario, ya que la religión habría impedido y estaría impidiendo todavía la
liberación y la realización de los seres humanos. Y eso, de entrada, porque el
origen de la creencia religiosa no sería otra cosa que el miedo:
El hombre se siente bastante impotente, y hay tres cosas que le hace sentir miedo: una
es lo que la Naturaleza le puede inflingir, ya que podría herirle el rayo o ser engullido
por un terremoto; la segunda, lo que le podrían hacer otros hombres, como matarlo en
una guerra; y la tercera, que tiene mucho que ver con la religión, es lo que sus propias
pasiones violentas pueden obligarlo a hacer y que sabe que en un momento de calma
lamentaría haber hecho. Por esta razón el miedo es la compañera inseparable de mucha
gente durante toda su vida, y la religión ayuda a disminuir la ansiedad que provoca ese
miedo4.
Sí, la religión puede ayudarnos a disminuir la ansiedad que provoca el miedo.
Sin embargo, y esto sería lo inaceptable, al precio de mantenernos en el miedo,
obligándonos a ser unos seres incompletos: la religión hace que los humanos sean
inmaduros, dependientes y no autónomos, impidiendo así su libertad. En este
sentido, de aquellos que creen que sin religión serían incapaces de enfrentarse a
la vida y delegan sus problemas en Dios o en los sacerdotes, dice Russell:
Diría que demuestran un tipo de cobardía que en cualquier otra esfera se consideraría
motivo de menosprecio, pero que en relación con el ámbito religioso se ve digna de
admiración (...) Todo el mundo debería poder plantar cara a la vida con las armas que
ésta le ha dado. Es un requisito que forma parte de... del coraje5.
3 Russell, B. (1960), pág: 23.
4 Russell, B. (1960), pág: 24.
5 Russell, B. (1960), pág: 29.
[200]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
Decíamos hace un momento que Russell era un ilustrado, y eso se haría
patente también en la respuesta que ofrece a la posible réplica que, desde un
punto de vista religioso, se podría hacer afirmando que la gente, en realidad,
abraza la religión por amor: en su opinión, la familia, la patria y la humanidad
son realidades que por sí mismas deberían ser ya suficientes para llenar de
sentido y de finalidad la vida de los individuos. Igualmente esta posición
ilustrada se aprecia en la relación que, según Russell, habría entre la falta de
bienestar colectivo y la adhesión a las creencias religiosas:
Estoy seguro de que si continuasen estallando guerras importantes, si hubiese mucha
pobre gente viviendo bajo la férula de un opresor, la religión continuaría siguiendo el
curso que ha seguido hasta ahora, pues he observado que la creencia en la bondad de
Dios es inversamente proporcional a su evidencia. Cuando no hay evidencia de ninguna
clase, el pueblo cree en Él a ojos cerrados, pero cuando la vida humana mejora el
resultado es el contrario. Por eso creo que si la gente consigue resolver sus problemas
sociales, las religiones desaparecerán gradualmente. Sin embargo, si no lo consiguen, no
creo que desaparezcan6.
Estas opiniones de 1959 —Russell tenía 67 años—, aunque expresadas muy
sintéticamente, son en esencia las mismas que ya había mantenido en 1927 en la
conferencia “Por qué no soy cristiano” y en 1930 en “¿Ha hecho la religión
contribuciones útiles a la civilización?”; y están presentes también en el famoso
debate radiofónico que en 1948 mantuvo en la BBC con el jesuita F.C. Copleston.
En efecto, en la conferencia de 1927, tras criticar los argumentos clásicos en favor
de la existencia de Dios —el de la primera causa, el de la ley natural, el del
diseño, el argumento moral y el de la reparación de las injusticias— y tras
mostrar igualmente que Jesucristo no era tan sabio ni tan bueno como
tradicionalmente se ha pensado —Buda y Sócrates estarían por encima de
Jesucristo—, Russell se explaya con la idea de los efectos nocivos de la religión,
los cuales no sólo irían en contra de la libertad humana, como ya hemos visto,
sino también en contra de la felicidad y el progreso moral:
A menudo se ha dicho que atacar a la religión es un gran error porque la religión hace a
los hombres virtuosos (...) A mí me parece que la mayoría de la gente que la acepta ha
sido extremadamente mala. Y eso es un hecho a tener en cuenta: en cualquier época a
medida que la religión ha sido más intensa y más profundas las creencias dogmáticas,
mayor ha sido la crueldad y peores las condiciones de vida. En la llamada “edad de la
fe”, cuando los hombres realmente creían en la religión cristiana en toda su plenitud,
existió la Inquisición, con todas sus torturas. Hubo millones de mujeres desafortunadas
quemadas como brujas, y toda clase de crueldades practicadas en personas de todo tipo
en nombre de la religión.
Al observar el mundo, es posible encontrar que cualquier pequeño avance en el
progreso del sentimiento humano, que toda mejora en la ley criminal, que todo paso
hacia la disminución de las guerras, que toda acción encaminada a un mejor trato de las
6 Russell, B. (1960), pág: 31.
[201]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
razas de color, o incluso a la mitigación de la esclavitud, que todo progreso moral que
habido en el mundo ha sido obstaculizado constantemente por las iglesias organizadas.
Afirmo con toda la intención que la religión cristiana, en tanto que organizada en
iglesias, ha sido y todavía es el principal enemigo del progreso moral.
(...) Hay muchas otras maneras como actualmente la Iglesia, a través de su
insistencia en lo que ha decidido llamar moralidad, causa inmerecidos e innecesarios
sufrimientos a todo tipo de gente. Y, por supuesto, se opone aún en buena parte al
progreso y mejoramiento de todos los medios que disminuirían el sufrimiento en el
mundo, porque ha elegido considerar como moralidad un cierto conjunto de estrechas
reglas de conducta que nada tienen que ver con la felicidad humana. Y cuando se dice
que sería conveniente hacer alguna cosa en concreto porque ésta contribuye a la
felicidad de los seres humanos, responde que eso en absoluto importa. “¿Qué tiene que
ver la felicidad con la moral? La finalidad de la moral no es hacer feliz a la gente”7.
Poca broma, pues, con el anticlericalismo de Russell y la contundencia de su
estilo. Volvamos, sin embargo, a su análisis de la creencia religiosa. Como ya
hemos visto, en su opinión el valor de los argumentos sería nulo, de manera que
no es extraño que nos diga que las razones de su aceptación son, en realidad,
emocionales. Bien, que los motivos sean emocionales no tendría por qué hablar en
contra de la creencia religiosa —de hecho, muchos creyentes estarían de acuerdo;
el problema es que serían, como ya se ha apuntado, motivos emocionales
provocados por el miedo:
Creo que la religión se basa primaria y fundamentalmente en el miedo. En parte, es el
terror ante aquello desconocido y, en parte, (...) el deseo de sentir que tenemos un
hermano mayor que nos protege en todos nuestros problemas y conflictos. El miedo es la
base de todo —el miedo a lo misterioso, el miedo al fracaso, el miedo a la muerte. El
miedo es el origen de la crueldad y, por lo tanto, no es sorprendente que crueldad y
religión hayan ido de la mano. Y es que el miedo es la base de ambas8.
Sin embargo, no todo estaría perdido: el Russell de 1927, haciendo gala de un
optimismo —cómo no— típicamente ilustrado, confía en la ciencia y en la bondad
y la inteligencia naturales de los seres humanos:
La ciencia puede ayudar a liberarnos de ese miedo cobarde en que la humanidad ha
vivido durante muchas generaciones. La ciencia puede enseñarnos, y creo que nuestro
corazón también, a no buscar ayudas imaginarias, a no inventar aliados celestiales, sino
más bien a hacer con nuestro esfuerzo que este mundo sea un lugar donde podamos
vivir, en vez de ser lo que las iglesias han hecho de él a lo largo de todos esos siglos.
Debemos mantenernos firmes y mirar el mundo a la cara —sus cosas buenas y malas,
las bellas y las feas; ver el mundo tal como es y no tener miedo. Dominar el mundo con
la inteligencia, y no estar simplemente sometidos al terror que nos provoca. Toda
concepción de Dios es una concepción que deriva del antiguo despotismo oriental, cosa
7 Russell, B., Why I Am Not a Cristian and Other Essays on Religion and Related Subjects
(1957), London & New York, Routledge, 1996, págs: 15-17.
8 Russell, B. (1960), pág: 18.
[202]
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que es indigna de hombres libres. Cuando en la iglesia vemos a personas que se
humillan y dicen ser pecadores miserables y otras cosas por el estilo, eso me parece
menospreciable e indigno de seres humanos que se respetan a sí mismos. Debemos
mantenernos erguidos y mirar al mundo de frente. Debemos hacer del mundo lo mejor
que podamos, y si no acaba siendo tan bueno como quiséramos, con todo, aún será mejor
de lo que las iglesias han conseguido en todos estos siglos. Un mundo bueno necesita
conocimiento, bondad y coraje; no un arrepentido anhelo del pasado, ni poner
dificultades al pensamiento con palabras pronunciadas hace mucho tiempo por hombres
ignorantes. Necesitamos una mirada no atemorizada y una inteligencia libre. Hay que
tener esperanza en el futuro, y no estar mirando siempre a un pasado que ya està
muerto, un pasado que confiamos será superado por el futuro que puede crear nuestra
inteligencia9.
Como vemos, Russell combina dos tipos de aproximaciones al fenómeno
religioso. Por una parte, el análisis de la creencia religiosa desde una perspectiva
epistemológica en tanto que creencia mantenida por un individuo —una relación
entre hombre y Dios sin intermediarios— y, en este sentido, Russell se interesa
en clarificar cuál sería la evidencia a su favor —los argumentos—, o si hay otras
motivaciones y causas, como sería, por ejemplo, la necesidad de seguridad que
origina el miedo. Y, por otro lado, Russell analiza la creencia religiosa
contextualizada social e históricamente —es decir, la religión—, y es aquí donde
nos presenta los daños que ocasiona y las dificultades que genera al avance de la
humanidad, al progreso de la libertad y la felicidad. Ambos enfoques, según
Russell, serían complementarios y necesarios y, de hecho, en más de una ocasión
parece como si los resultados del segundo fuesen una muy buena razón en contra
de la mera creencia en Dios.
Con todo, démonos cuenta que el análisis epistemológico que hace Russell gira
en torno de la creencia religiosa entendida, como acabamos de decir, como la
actitud proposicional que mantiene un individuo —el creyente— respecto de la
existencia de otro individuo —Dios. No hay en Russell, por tanto, y a diferencia
de lo que es posible encontrar, por ejemplo, en el pensamiento del segundo
Wittgenstein, un análisis epistemológico de la creencia religiosa como forma de
vida de una comunidad, una praxis social ritualitzada que da por aseguradas o
ciertas muchas otras creencias distintas a la de la mera existencia de Dios. En
Russell la consideración de la creencia religiosa como fenómeno social
únicamente está dirigida, como ya hemos visto, por el interés de mostrar las
nefastas consecuencias de la creencia religiosa organizada, aspecto por cierto que
es totalmente ausente en las reflexiones wittgenstenianas 10.
9 Russell, B. (1960), págs: 18-19.
10 En realidad, así como Russell considera la creencia en Dios como un caso de “creer
que...” —creer que un determinado objeto existe—, Wittgenstein, respecto de la creencia
religiosa individual, presentaría la creencia en Dios más bien como un caso de “creer en...”,
es decir, una creencia equivalente a una actitud —la actitud de confiar en...—, y, así, como
una praxis que, en el caso de las religiones, sería una praxis social. A su vez, y como ya
hemos visto, para Russell, la creencia en Dios entendida como un caso de “creer en...” sería
[203]
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Pues bien, dejando de lado la cuestión de si el anticlericalismo de Russell está
justificado o si es excesivo, tenemos el problema de si su análisis epistemológico
de la creencia religiosa es correcto o no; y, en concreto, la cuestión de si su
agnosticismo es o no aceptable. Y es que de una lectura atenta de sus
intervenciones en el debate con Copleston podría sacarse la impresión de que algo
no funciona bien del todo en su planteamiento; incluso la impresión de que
Copleston acaba ganándole la partida. Ocupémonos, por tanto, de esta cuestión,
aunque sea brevemente.
Russell arranca el debate aceptando que no es posible demostrar la no
existencia de Dios, y que su posición es agnóstica. En este sentido, Russell podría
haber afirmado también, pero no lo hace, que no es lo mismo decir que no es
posible demostrar la existencia de Dios que decir que no es posible demostrar la
no existencia de Dios, ya que ambas afirmaciones tendrían una fuerza
ilocucionaria diferente: la carga de la prueba siempre recae en el creyente, es
decir, en aquel que cree, pues es él quien debería demostrar que Dios existe, y no
al revés. Como decimos, Russell no hace este movimiento, pero podría haberlo
hecho congruentemente con sus planteamientos. Sin embargo, ésta no sería
ahora la cuestión importante, sino el problema de la significatividad del concepto
de Dios. Y es que declararse agnóstico o aceptar la idea de que no es posible
demostrar la no existencia de Dios —o la existencia de Dios, da igual— parece
presuponer que el concepto de Dios es significativo, es decir, que no es ningún
sinsentido. O dicho con ejemplos que Russell hizo famosos con su teoría de la
referencia: que el concepto de Dios está en un nivel semejante al de “el rey de
Francia” y no al de “el cuadrado redondo”.
En efecto, mientras que “el rey de Francia” sería una expresión que remite a
un predicado significativo —“ser rey de Francia”— aunque en la actualidad no
habría ningún individuo que satisfaga este predicado, la expresión “el cuadrado
redondo” no remitiría a ninguna posibilidad, pues ser cuadrado y redondo al
mismo tiempo es algo imposible, un sinsentido. En otras palabras: no es posible
que nada satisfaga el supuesto concepto “ser cuadrado redondo”. Por el contrario,
la no satisfacción del concepto “ser rey de Francia” es sólo empírica: únicamente a
partir del hecho de que Francia es una república, no es posible que alguien sea
rey de Francia —bueno, también podría suceder que Francia fuese una
monarquía, pero que no estuviese claro si en un momento determinado hay o no
un rey a causa de problemas en la sucesión o respecto de la legitimidad real.
Así las cosas, si el concepto de Dios funciona como el del rey de Francia,
entonces la cuestión de si Dios existe o no será un cuestión contingente —es decir,
justamente el ámbito donde podemos encontrar la influencia negativa de la religión
respecto de la libertad y la felicidad humanas. (Respecto del planteamiento
wittgensteiniano, vid., Wittgenstein, L., Lectures and Conversations on Aesthetics,
Psychology & Religious Belief, Oxford, Basil Blackwell, 1966; y “Remarks on Frazer’s
Golden Bough” en Philosophical Ocasions 1912-1951, Indianapolis & Cambridge, Hackett
Publishing Company, 1993).
[204]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
que podría tanto existir como no existir—, y determinar su existencia o su no
existencia debería efectuarse por medios empíricos, bien directamente o bien
indirectamente a través de las consecuencias de su existencia o su inexistencia.
En definitiva, lo que valdría para la existencia o la inexistencia de cualquier
objeto o fenómeno, también debería valer para el caso de Dios. Y claro, de la
misma manera que, a veces, puede resultarnos empíricamente difícil o imposible
determinar que algo existe, también podría suceder que en el caso de Dios fuese
empíricamente difícil o imposible determinar su existencia, o su inexistencia —
por ejemplo, podría suceder que Dios se nos ocultase sistemáticamente.
Pues bien, que ésta era la posición de Russell se hace evidente en el siguiente
diálogo sobre el carácter de ser necesario que tendría Dios:
RUSSELL: (...) Un ser que ha de existir y que no puede no existir, sería seguramente,
de acuerdo con usted, un ser cuya esencia presupone la existencia.
COPLESTON: Sí, un ser cuya esencia es existir. Sin embargo yo no querría argumentar
la existencia de Dios sólo a partir de la idea de su esencia, porque no creo que tengamos
aún una clara intuición de la esencia de Dios. Pienso que debemos argumentar desde el
mundo de la experiencia hacia Dios.
RUSSELL: Sí, veo bastante clara la diferencia. No obstante, un ser con suficiente
conocimiento podría afirmar con verdad: “Aquí tenemos a ese ser cuya esencia implica
la existencia”.
COPLESTON: Sí, ciertamente, si alguien viese a Dios, él vería que Dios ha de existir11.
El problema, sin embargo, es que parece que en realidad Russell no ve
bastante clara la diferencia, a pesar de que él diga lo contrario, y Copleston, por
su parte, es mucho más hábil. Efectivamente, Copleston no quiere defender el
llamado argumento ontológico —el argumento que pretende deducir
necesariamente la existencia de Dios a partir de su esencia—, porque no cree que
tengamos, al menos de momento, una clara intuición de la esencia de Dios. En
otras palabras, y como en el pasado ya mostró el enfrentamiento entre la teología
positiva y la teología negativa, Copleston sabe que todo argumento a priori a
favor de la existencia de Dios ha de partir de la comprensión del concepto de Dios
como siendo el ser infinito, es decir, el ser que contiene en grado infinito todas las
perfecciones, incluida la de existir. Y claro, resulta problemático o imposible
explicar como un ser finito —el ser humano— pueda comprender esta idea de un
ser cuya esencia sería infinita. No es extraño, por tanto, que Copleston prefiera
argumentar desde el mundo de la experiencia hacia Dios.
Russell, como decimos, no vería clara la diferencia, porque, de haberla visto,
no diría que tenemos el concepto de un ser cuya esencia incluye la existencia, y
que todo el problema reside en el hecho de que no sabemos si existe o no un ser
como éste. ¿Por qué no dice Russell en este contexto que el concepto de Dios —el
concepto de ser necesario o el concepto de ser infinito que, a la vez, es el ser
necesario— es un sinsentido como lo sería el concepto del cuadrado redondo? Y
11 Russell, B. (1996), págs: 131-132.
[205]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
que no lo diga no deja de sorprender porque poco antes del diálogo que acabamos
de transcribir había afirmado que el predicado “necesario” únicamente era
significativo en relación a las proposiciones de la lógica:
(...) yo no admito la idea de un ser necesario, y no admito que tenga ningún significado
concreto llamar “contingentes” a otros seres. En mi opinión, estas expresiones sólo
tienen significación dentro de una lógica que yo rechazo (...) La palabra “necesario” es,
me parece, una palabra inútil, salvo cuando es aplicada a proposiciones analíticas, no a
cosas12.
Y algo semejante pasaría con la idea de que Dios es la causa del mundo o que
el mundo como un todo tiene una causa, es decir, respecto de la respuesta a la
pregunta tradicional de por qué hay algo más bien que nada:
El concepto de causa en todos sus aspectos es un concepto que nosotros derivamos de
nuestra observación de cosas particulares; no encuentro ninguna razón para suponer
que la totalidad tenga una causa, fuera la que fuese (...) El concepto de causa no tiene
aplicación respecto del todo13.
Y claro, si este uso de la palabra “causa” no tiene significado, y si tampoco lo
tiene el de “necesario” en relación a los objetos, es decir, si no tiene sentido decir
de un objeto que existe necesariamente y que además es la causa del mundo, ¿qué
queda del concepto de Dios? En otras palabras: ¿respecto de qué Russell era
agnóstico? ¿No sería más coherente afirmar que el concepto de Dios —el ser
infinitamente perfecto que existe necesariamente y que es la causa del mundo—
es un sinsentido? De hecho, como muestra el caso del budismo, ni la religión ni el
misticismo necesitan de un dios14. Pues bien, sea como fuere, Russell no sigue
12 Russell, B. (1996), pág: 129.
13 Russell, B. (1996), pág: 134.
14 Sin duda, podríamos intentar exculpar a Russell por no tratar el concepto de Dios como
un sinsentido afirmando que el concepto de Dios, en realidad, no está al mismo nivel que el
concepto del cuadrado redondo, esto es, que no es un sinsentido: de hecho, ¿no sería Dios, a
diferencia de lo que sucede con el cuadrado redondo, una realidad concebible y, por ende,
posible? ¿Però qué debemos entender aquí por “concebible”? Desde luego, en un sentido
“Dios” y “el cuadrado redondo” no estarían al mismo nivel, pues la cancelación del
significado que origina predicar a la vez “cuadrado” y redondo” de un mismo objeto no
parece que se aplique al caso de Dios. Un cuadrado redondo no es algo concebible, es algo
imposible. Ahora bien, ¿es éste el único sentido en que cabe entender lo inconcebible?
¿Debemos detenernos en la idea de que es concebible todo lo que es lógicamente posible, es
decir, todo aquello que no representa una contradicción lógica? Por un lado tendríamos,
como el mismo Russell nos indica, la posibilidad de impugnar los predicados que
típicamente se atribuyen a Dios: por ejemplo, “necesario”, “causa”, “existencia necesaria”. Y
en ese caso se podría decir que el concepto de Dios carece de sentido no porqué sea
autocontradictorio, como sucede con el cuadrado redondo, sino porqué es impropio atribuirle
los predicados que supuestamente le caracterizan. Por otro lado, sin embargo, aún habría
otra manera de entender cómo el concepto de Dios es inconcebible, a saber, que es
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esta ruta, sino que centra su análisis en el concepto de existencia, criticando el
uso de la palabra “existencia” como una propiedad de los objetos y, en concreto, de
Dios. En su opinión, decir que algo existe no sería otra cosa que la manera
ordinaria de expresar que un objeto satisface un determinado predicado. Y es que
en sentido lógico, como muestra la cuantificación, “existencia” no sería una
propiedad:
RUSSELL: (...) Si usted, sin embargo, dice “Sí, Dios es la causa del mundo” está usando
Dios como un nombre propio: entonces “Dios existe” no será un enunciado que tenga un
significado; eso es lo que quiero defender. Y es que, consecuentemente, decir que eso o
aquello existe nunca puede ser una proposición analítica. Por ejemplo, supongamos que
usted toma como tema suyo “el existente cuadrado redondo”; parecería que es una
proposición analítica decir “el existente cuadrado redondo existe”, pero no, no existe.
COPLESTON: No, no existe, pero usted no puede decir que no existe a no ser que tenga
un concepto de lo que es la existencia. Por lo que respecta a la frase “cuadrado redondo
existente”, yo diría que no tiene en absoluto significado.
RUSSELL: Estoy completamente de acuerdo. Sin embargo, y cambiando de contexto, yo
diría entonces lo mismo en relación al “ser necesario”15.
En suma: la posición de Russell, a pesar de lo que él mismo dice sobre los
conceptos “causa” y “necesario”, parece ser que lo que no tiene significado no es el
concepto de Dios, sino la afirmación de su existencia, ya que esta afirmación se
basa en el supuesto de que la existencia es una propiedad. Y aquí habría un
punto de coincidencia entre Russell y Copleston: que, en contra del argumento
ontológico, no es posible establecer a priori la existencia de Dios. La diferencia,
sin embargo, es que según Copleston es posible establecer a posteriori la
existencia necesaria de Dios, es decir, que su existencia es una propiedad
necesariamente suya en función de su perfección infinita, mientras que, de
acuerdo con Russell, únicamente podríamos establecer a posteriori la existencia
de Dios, pero no como una propiedad suya y mucho menos como una propiedad
necesaria suya, sino tal y como se determina la existencia de cualquier objeto
conocido por descripción, a saber, en la medida en que hay un objeto que satisface
el predicado que lo describe16.
inconcebible en relación a nuestros conocimientos más acreditados. En otras palabras: que
siendo aparentemente concebible, no lo es en realidad, pues cualquier cosa que podamos
decir de él, desde la más literalmente antropomófica hasta la más conceptualmente
sofisticada —por ejemplo, que piensa, que actúa, que nos escucha, que habla, que vela por
nosotros, que nos quiere puros, que nos castiga, que es la respuesta a todos los
interrogantes, etc.—, siempre estará construida con conceptos que extraídos del lugar
donde tienen un uso apropiado pierden su significación, es decir, que no sabríamos en
realidad de qué estamos hablando cuando hablamos de Dios. En este último caso, el
concepto de Dios no estaría muy lejos de conceptos como “centauro”, es decir, de las
quimeras.
15 Russell, B. (1996), pág: 131.
16 Por ejemplo, en el artículo de 1905 “On Denoting”, aplicando su teoría de las
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Llegados aquí, parece que Copleston esté en mejor posición. Russell, desde su
agonosticismo, sólo puede afirmar que no tiene ninguna evidencia a favor de la
existencia de Dios o, si se quiere, y diciéndolo en su propia terminología, que él de
Dios nunca ha tenido ningún conocimiento directo ni por descripción. Es decir, y
si se me permite la broma, todo viene a parar a la idea de que a Dios no te lo
puedes encontrar en la parada del autobús, porque si te lo encontrases ya no
sería Dios. Y eso precisamente es lo que Copleston necesita porque, del hecho de
que Russell, o cualquiera otro, no se haya encontrado nunca a Dios en la parada
del autobús, no se sigue que Dios no exista, sino que Dios, en el mejor de los
casos, no coge el autobús. Queda, por lo tanto, incólume la idea de que si algún
día viésemos a Dios —por ejemplo, después de la muerte—, podríamos comprobar
que Dios existe necesariamente:
COPLESTON: (...) Es únicamente a posteriori, a través de nuestra experiencia del
mundo, como llegamos a conocer la existencia de este ser. Y a partir de aquí podremos
argumentar que la esencia y la existencia deben ser idénticas. Y es que si la esencia de
Dios y la existencia de Dios no fuesen idénticas, entonces debería ser encontrada más
allá de Dios alguna razón suficiente de su existencia17.
Como señalábamos antes, negar la inteligibilidad del concepto Dios no tiene
por qué llevarnos a abandonar la creencia o la actitud religiosa ni tampoco el
misticismo, como muestra el caso del budismo, o como mostraría también una
lectura no teísta del Tractatus Logico-Philosophicus de Wiitgenstein. A tal efecto
sólo habría que interpretar el último párrafo de esta obra, el famoso “De lo que no
se puede hablar, hay que guardar silencio”, como queriendo decir no que haya
algo de lo que no se puede hablar, sino que no hay nada de que hablar, ya que lo
descripciones, Russell escribía: “ “El ser más perfecto tiene todas las perfecciones; la
existencia es una perfección; luego el ser más perfecto existe” se transforma en “Hay una
entidad x y solamente una que es la más perfecta; ésta tiene todas las perfecciones; la
existencia es una perfección; luego esta entidad existe”. Como demostración falla por falta
de prueba de la premisa “hay una entidad x y solamente una que es la más perfecta” “.
(Russell, B., Logic and Knowledge. Essays 1901-1950 (1956), London & New York,
Routledge, 1992, pág: 53)
17 Russell, B. (1996), pág: 132. Como vemos, Copleston, con la idea de que podríamos
comprobar a posteriori que Dios existe necesariamente, pretende escaparse de la crítica que
D. Hume e I. Kant hicieron a los argumentos a posteriori para demostrar la existencia de
Dios. Como es bien sabido, el problema, según estos autores, consistían en el hecho de que
todo argumento a posteriori, si quiere ser demostrativo respecto de la existencia de Dios y
no de otra cosa —por ejemplo, la materia eterna, la existencia necesaria de la materia
eterna—, tenía que incluir necesariamente un argumento a priori —la presuposición de que
Dios existe necesariamente, el supuesto de que Dios es el ser infinitamente perfecto y, a la
vez, necesario. Copleston, por tanto, pretende huir de este círculo vicioso, afirmando que la
comprensión de que Dios es al mismo tiempo el ser infinito y el ser necesario no seria una
presuposición, sino algo que alcanzamos, o alcanzaremos, con la contemplación de la
esencia de Dios.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
místico sería únicamente el milagro de la existencia del mundo —lo que acaece—
como un todo inalterable, el destino18. Con todo, como es sabido, el mismo
Wittgenstein en sus diarios propicia una lectura teísta de su misticismo en tanto
que allí nos muestra su lucha, nunca resuelta del todo, por creer en un dios
personal, y por vivir una religiosidad de talante tolstoiano19. Pero no nos
apartemos de Russell, y centrémonos ahora de su actitud hacia el misticismo.
Pues bien, a diferencia de la creencia religiosa, Russell mantenía hacia el
misticismo una actitud que no dejaba de ser en el fondo respetuosa: de hecho,
este sería el elemento respetable de la creencia religiosa, a saber, en tanto que
puede ser a veces expresión de una actitud o de una emoción mística. El
problema, sin embargo, es que frecuentemente se ha intentado convertir esa
actitud o emoción en conocimiento, cosa que Russell no acepta. Por ejemplo, en
1935 en Religión y ciencia Russell afirma que el misticismo vendría caracterizado
por las siguientes tres tesis:
1) que toda división y separación es irreal, y que el universo es una sóla
unidad indivisible; 2) que el mal es ilusorio, y que la ilusión surge de considerar
falsamente una parte como subsistente por sí sola; 3) que el tiempo es irreal, y
que la realidad es eterna, no en el sentido de que dure siempre, sino en el sentido
de que está totalmente fuera del tiempo20.
Como es fácil de apreciar, estas tesis tienen una clara pretensión cognoscitiva
y presuponen que la iluminación o la revelación son la fuente del conocimiento de
la realidad en sí misma. Russell, por su parte, no está dispuesto a tanto: según él,
únicamente la ciencia puede ser conocimiento, y el misticismo sólo tiene una
significación emotiva que, además, no debería contradecir a la ciencia. Dicho con
palabras del mismo Russell:
Creo que cuando los místicos contrastan “realidad” con “apariencia”, la palabra
“realidad” no tiene un significado lógico, sino emotivo: significa que, en algún sentido, es
importante. Cuando se dice que el tiempo es “irreal”, lo que debería decirse es que, en
algún sentido y en algunas ocasiones, es importante concebir el universo como un todo,
como el Creador, de existir, lo habría concebido al decidir crearlo. Así, todo proceso
estaría dentro de un todo completo: el pasado, el presente y el futuro existirían en algún
sentido juntos, y el presente no tendría esa realidad preeminente que tiene para
nuestras maneras usuales de aprehender el mundo. Si se acepta esta interpretación, el
misticismo expresa una emoción, no un hecho; no afirma nada y, por consiguiente, no
puede ser ni confirmado ni contradicho por la ciencia. El hecho de que los místicos
hagan aserciones se debe a su inhabilidad para separar lo emotivamente importante de
la validez científica21.
18 Wittgenstein, L., Tractatus Logico-Philosophicus (1921), Madrid, Alianza, 1987.
19 Vid., Wittgenstein, L., Notebooks (1914-1916), Oxford, Basil Blackwell, 1979, 11-VI-16 y
ss; también, Diarios Secretos, Madrid, Alianza, 1991, y Movimientos del pensar (1997),
Valencia, Pre-Textos, 2000.
20 Russell, B., Religión y ciencia (1935), México, FCE, 1961, pág: 123.
21 Russell, B. (1961), pág: 128.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
En suma, el misticismo, a pesar de contener “una sustancia de sabiduría” —
como dice Russell—, debería liberarse de su pretensión cognoscitiva y de la huida
del mundo real que, a veces, conlleva:
Si la emoción mística se libera de creencias no garantizadas y no es tan abrumadora
que arranque al hombre enteramente de los negocios ordinarios de la vida, puede dar
algo de gran valor: la misma cosa, aunque en una forma exaltada, que es dada por la
contemplación. El aliento, la calma y la profundidad pueden tener su fuente en esta
emoción, en la que, por el momento, todo deseo centrado en sí mismo está muerto, y la
mente llega a ser un espejo de la vastedad del universo22.
En 1914 en el ensayo “Misticismo y lógica”, incluido en el libro del mismo
título publicado en 1917, Russell ya había expresado una idea semejante, aunque
con unos matices diferentes:
(...) aunque el desarrollo completo del misticismo me parece erróneo, con una suficiente
contención encontramos un elemento de sabiduría que debemos aprender de la manera
mística de sentir, y que no parece alcanzable por ningún otro camino. Si eso es verdad
se debería recomendar el misticismo como una actitud hacia la vida, y no como una
profesión de fe sobre el mundo. Continuaré manteniendo que el credo metafísico es un
error producido por la emoción, aunque esta emoción, como colorante y conformadora de
todos los otros pensamientos y sentimientos, sea la inspiradora de lo mejor que hay en
el hombre. Incluso la cuidadosa y paciente investigación de la verdad por la ciencia, que
parece la verdadera antítesis de la precipitada certeza metafísica, puede ser nutrida y
alimentada por el gran espíritu de reverencia en que vive y se mueve el misticismo23.
En efecto, si en el último texto que comentábamos de 1935 Russell afirmaba
que el misticismo tendría una vertiente positiva, ahora vemos que en 1914 se
trataba de un aspecto, además de positivo, recomendable e, incluso, algo a imitar:
La metafísica, o el intento de concebir el mundo como un todo por medio del
pensamiento, se ha desarrollado desde el comienzo por la unión y por el conflicto entre
dos impulsos humanos muy diferentes: uno que empuja al hombre hacia el misticismo,
el otro que lo empuja hacia la ciencia. Algunos hombres han alcanzado la grandeza sólo
en uno de estos impulsos, otros en el contrario (...) Pero los mejores hombres que han
sido filósofos han sentido la necesidad tanto de la ciencia como del misticismo: su vida
ha sido el intento de armonizarlas, y eso, por su ardua incertidumbre, hará que para
ciertas mentes la filosofía sea siempre más importante que la ciencia o la religión24.
Y otra vuelta de tuerca más. Así como no es la misma cosa constatar la
vertiente positiva del misticismo que recomendarlo, tampoco sería lo mismo
recomendarlo que afirmar que es inevitable. Sin duda, se puede encontrar en el
22 Russell, B. (1961), págs: 129-130.
23 Russell, B., Mysticism and Logic, London, George Allen and Unwin Ldt., 1917, págs: 1112.
24 Russell, B. (1917), pág: 1.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
misticismo algo positivo, pero no asumirlo —por ejemplo, porque se considera que
ya se dispone de otras herramientas para conseguir un resultado semejante. O es
posible también, como hemos visto, recomendarlo. Ahora bien, si decimos que el
sentimiento o la actitud mística son inevitables estaríamos yendo más allá de la
mera constatación de su valor positivo: ¿por qué y en razón de qué debería ser
inevitable? Bien, la respuesta no puede ser otra que porque es metafísicamente
inevitable y, por tanto, necesario —de hecho, ésta sería la manera como los
místicos siempre se han entendido su misticismo.
Y que el misticismo sea metafísicamente inevitable y necesario quiere decir
que sólo a través suyo es posible alcanzar la visión correcta —la visión
metafísicamente correcta— del mundo y de la vida. No que alcancemos una
visión interesante o complementaria a la visión científica y mundana de la
realidad; ni tan siquiera que alcancemos una visión necesaria para conseguir
determinados efectos prácticos —por ejemplo, vivir más sabiamente— que
consideramos valiosos. No, metafísicamente inevitable y necesario significaría
aquí que hay una única visión del mundo metafísicamente correcta —el
conocimiento de la realidad en sí misma— y que la actitud o la emoción mística
son necesarias para alcanzarla. No es extraño, por tanto, que en este contexto se
nos hable de iluminación o de revelación.
Russell no llegó tan lejos, pero por ejemplo Wittgenstein sí, por lo menos el
Wittgenstein del Tractatus, ya que no sólo lo místico existe —existe en un sentido
metafísico que en nada correspondería a la existencia empírica—, sino que
además da lugar a la visión correcta del mundo, aquella visión que se obtiene
subiéndose a la escalera filosófica tractariana. ¿Qué valor filosófico y vital podría
tener para Wittgenstein el misticismo si fuese únicamente una manera
interesante de mirarse las cosas? Es más, lo místico deberá ser algo inexplicable o
resistente a cualquier reconstrucción empírica: ha de estar más allá de la ciencia
y de los conocimientos mundanos, y ha de ser inmune a ellos.
Como decimos, Russell no va tan lejos, pero sorprende que no se percate de
que ésta es la lógica interna del misticismo, y que se conforme con destacar su
vertiente positiva y recomendable. De hecho, Russell en la Introducción que en
1922 escribió para la edición inglesa del Tractatus no reprochaba a Wittgenstein
su misticismo, sino que Wittgenstein acabase diciendo muchas cosas sobre lo que
él mismo decía que no se podía hablar significativamente:
Lo que ocasiona tal duda es el hecho de que, después de todo, Wittgenstein encuentra el
modo de decir una buena cantidad de cosas sobre aquello de lo que nada se puede decir,
sugiriendo así al lector escéptico la posible existencia de una salida, bien a través de la
jerarquía de lenguajes o bien de cualquier otro modo. Toda la ética, por ejemplo, la
coloca Wittgenstein en la región mística inexpresable. A pesar de eso es capaz de
comunicar sus opiniones éticas. Su defensa consistiría en decir que lo que él llama
“místico” puede mostrarse, pero no decirse. Puede que esta defensa sea satisfactoria,
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
pero por mi parte confieso que me produce una cierta sensación de disconformidad
intelectual25.
El carácter empíricamente inexplicable de la actitud mística es un tema que
no es nuevo —está presente en toda la mística—, y tiene, por cierto, un claro
paralelismo con la manera como los filósofos creyentes han tratado el concepto de
Dios: por ejemplo, Descartes hacía de la idea de Dios una idea innata; Berkeley,
contraviniendo su propio empirismo, hablaba de “noción”; Kant, a su vez, lo hacía
en términos de “concepto puro” —el Ideal de la razón pura. La estrategia está
clara: que el concepto de Dios no sea empírico, que no derive de la experiencia,
porque de no ser así, podría tratarse de una simple creación humana, una
invención individual o colectiva. Y lo mismo, como estamos diciendo, sería
aplicable a la experiencia mística: su valor filosófico depende de su carácter
empíricamente intocable.
Pues bien, Russell, a pesar de su anticlericalismo, no se habría apartado en el
fondo de esta manera de pensar al no tratar el concepto de Dios como un
pseudoconcepto, o al recomendar el misticismo como una emoción o una actitud.
Con todo, tenemos que reconocer que Russell no cayó en el error que suele
propiciar la idea de que, dada la supuesta naturaleza intocable de la experiencia
mística y de la creencia religiosa, éstas son también inmunes a toda crítica, que
son simplemente bienintencionados asuntos individuales, un simple negocio
entre los hombres y la divinidad, o entre los hombres y el carácter sagrado del
mundo. No, Russell, como hemos visto, lejos de esta ingenuidad, no
descontextualiza social e históricamente la creencia religiosa ni la actitud
mística, y señala los que, en su opinión, son los peligros o sus efectos perniciosos.
Y es que Russell, pesar a ser un pensador en cuyo horizonte intelectual aún
tenían sitio Dios y la emoción mística que puede provocar el misterio del mundo
—él no era ateo, ni positivista— fue, como ya decíamos al comienzo, un pensador
ilustrado.
Antoni Defez Martín
C/ Murta nº 28, pta 30
46020 - Valencia
[email protected]
25 Wittgenstein, L. (1987), Apéndice, pág: 196.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
EL JOVEN HEIDEGGER Y LOS PRESUPUESTOS
METODOLÓGICOS DE LA FENOMENOLOGÍA
HERMENÉUTICA1
Jesús Adrián Escudero. Universidad Autónoma de Barcelona
Resumen: El presente artículo expone y analiza los presupuestos metodológicos de la
llamada transformación hermenéutica de la fenomenología iniciada por el joven
Heidegger a partir de las lecciones del semestre de posguerra de 1919. En primer lugar,
se desglosan las etapas de desarrollo de su fenomenología hermenéutica y se establecen
las profundas diferencias con la fenomenología reflexiva de Husserl. En segundo lugar,
se explicitan los postulados de esta fenomenología hermenéutica, la cual opera con el
presupuesto de la diferencia ontológica e introduce una nueva noción de mundo
entendido como significatividad.
Abstract: The present article exposes and analyses the methodological assumptions of
the so called hermeneutical transformation of phenomenology initiated by the young
Heidegger in the postwar semester of 1919. First we show the development stages of his
hermeneutical phenomenology, and establish the deep differences with Husserl’s
reflexive phenomenology. Second we make clear the postulates of this hermeneutical
phenomenology, which puts in place the ontological difference and introduces a new
concept of world understood as meaningfullness.
Sin duda, la cuestión del ser constituye el hilo conductor que articula la densa
actividad filosófica y dibuja el horizonte dentro del cual se ha de enmarcar cada
aspecto de la obra de Heidegger.2 Ser y tiempo arranca con el firme propósito de
una elaboración concreta de la pregunta por el sentido del ser a partir de un
análisis preparatorio de las estructuras ontológicas de la vida humana. La
publicación de las primeras lecciones de Friburgo (1919-1923) y de las de
Marburgo (1924-1928) permite ahora reconstruir con precisión los contornos de
esa pregunta. Desde la evidencia textual que nos proporcionan las lecciones de
juventud, se puede afirmar que el pensamiento del joven Heidegger gira en torno
1 El presente trabajo se inscribe en el marco del proyecto de investigación FFI 2009-13187
FISO financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación.
2 Una cuestión presente desde su precoz lectura en 1907 del libro de Brentano sobre el
significado del ente en Aristóteles hasta su última carta oficial, redactada dos semanas
antes de su muerte y dirigida a los participantes del Xº Coloquio Heidegger celebrado en
Chicago (cf., respectivamente, Heidegger, Martin: «Mein Weg in die Phänomenologie». En
Zur Sache des Denkens, Max Niemeyer, Tubinga, 1976, pp. 81-92 y Heidegger, Martin:
«Grüßwort an die Teilnehmer des zehnten Colloquiums vom 14.-16. Mai 1976 in Chicago
(11. April 1976)». En Reden und andere Zeugnisse eines Lebensweges (GA 16), Vittorio
Klostermann, Frankfurt am Main, 2000, pp. 747-748.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
a la pregunta por el sentido mismo de la vida fáctica, tal como lo atestigua el
currículo que redactó en 1922 para optar a una plaza de profesor titular en la
Universidad de Gotinga: «las investigaciones que sustentan la totalidad del
trabajo realizado de cara a mis lecciones van encaminadas a una sistemática
interpretación ontológico-fenomenológica del problema fundamental de la vida
fáctica»3. La vida humana y su comprensión del ser son los ejes que vertebran
buena parte de la obra temprana de Heidegger. El calidoscopio de referencias
filosóficas que encontramos en esta fructífera etapa ofrece una imagen bastante
fidedigna de la genealogía de esa pregunta y de los requisitos metodológicos
necesarios para desarrollarla con éxito.
De esta manera, el intento heideggeriano de aprehender la realidad primaria
de la vida humana pasa por dos decisiones fundamentales.
En primer lugar, una decisión eminentemente metodológica, que ya en los
cursos universitarios de 1919 le lleva a un desmontaje crítico de la historia de la
metafísica y a una transformación hermenéutica de la fenomenología de Husserl.
Dos momentos imprescindibles de su método filosófico: un momento destructivo y
otro momento constructivo. El primero destapa el intrincado mapa conceptual de
la filosofía y retrotrae el fenómeno de la vida a su estado originario. El segundo
propone un análisis formal de los diversos modos de realizarse la vida en su
proceso de gestación histórica. Sin ellos resulta vano aventurarse en la senda de
una articulación categorial del ámbito de donación inmediato de la vida fáctica y
de su carácter ontológico.
En segundo lugar, una decisión temática que en los primeros años de Friburgo
desemboca en una exploración sistemático de los rasgos fundamentales de la vida
humana. Precisamente, la pregunta por el sentido del ser de la vida ateorética y
arreflexiva proporciona el punto de partida y facilita el hilo conductor de la
pregunta por el ser en general. A partir de este planteamiento y una vez
completada metodológicamente la hermenéutica fenomenológica del Dasein,
vemos como la pregunta por el ser va adquiriendo cada vez más protagonismo en
las lecciones de Marburgo hasta convertirse en el tema central de Ser y tiempo.
La gradual publicación de los primeros cursos de los años veinte ha venido a
confirmar la idea de que el programa filosófico del joven Heidegger empieza a
tomar forma en estos años.4
En cualquier caso, ha de quedar claro que la tematización del ser precisa de
los dos elementos indicados: el elemento temático y el elemento metodológico.
3 Heidegger, Martin: «Vita». En Reden und andere Zeugnisse eines Lebensweges (GA 16),
Vittorio Klostermann, Frankfurt del Main, 2000, p. 44. Esas investigaciones, iniciadas
alrededor de 1919/20 en el marco de la discusión con la hermenéutica, el vitalismo, el
neokantismo y la escolástica, cristalizan luego en el Informe Natorp (1922) y en las
lecciones Ontología. Hermenéutica de la facticidad (1923).
4 Para más información, remitimos a Adrián, J.: «Der junge Heidegger und der Horizont
der Seinsfrage», Heidegger Studien 17, 2001, pp. 11-21 y Kalariparambil, T.: «Towards
Sketching the ´Genesis´ of Being and Time», Heidegger Studien 16, 2000, pp. 189-220.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
Estos dos elementos, esto ejes, estos dos momentos se desarrollan
simultáneamente a partir de las primeras lecciones de Friburgo. No es que
primero se analicen las estructuras ontológicas de la vida fáctica y después se
desarrolle la fenomenología hermenéutica, ya que el análisis de esas estructuras
precisa de antemano del método hermenéutico-fenomenológico. Y tampoco es que
primero se produzca la transformación hermenéutica de la fenomenología, porque
esa transformación se lleva a cabo precisamente como resultado de la necesidad
de hallar un método alternativo al de la fenomenología husserliana capaz de
aprehender el significado de la vida. El tema y el método son dos elementos
inseparables, forman parten de una misma preocupación y fueron tratadas
simultáneamente por el joven Heidegger. De hecho, el método queda definido por
el tema mismo, la vida fáctica.
Esquemáticamente las lecciones que inauguran la actividad académica de
Heidegger en pleno período de posguerra se plantean el reto de elaborar un nuevo
concepto de filosofía, que no encorsete y someta el fenómeno de la vida a los
patrones científicos de conocimiento. Una y otra vez surge la misma pregunta:
¿cómo es posible aprehender genuinamente el fenómeno de la vida sin hacer uso
del instrumental tendencialmente objetivante de la tradición filosófica? La
respuesta es tajante: hay que suspender la primacía de la actitud teórica y poner
entre paréntesis el ideal dominante de las ciencias físicas y matemáticas que
impregna el quehacer filosófico desde Descartes hasta Husserl. El resultado final
de esta tarea de lento y sistemático escrutinio de las verdaderas estructuras
ontológicas de la vida humana queda reflejado en los diferentes y recurrentes
análisis del tejido ontológico de la existencia humana que Heidegger lleva a cabo
en el transcurso de la década de los años veinte: en 1919 se habla de una ciencia
originaria de la vida; en 1922 de una ontología fenomenológica de la vida fáctica;
en 1923 de una hermenéutica de la facticidad; en 1925 y en 1927 de una analítica
existenciaria del Dasein; en 1928 de una metafísica del Dasein. He ahí el núcleo
en torno al cual gira la labor filosófica del joven Heidegger hasta la publicación de
Ser y tiempo: mostrar fenomenológicamente las diferentes formas de ser del
Dasein para desde ahí aprehender el sentido del ser desde el horizonte de la
historicidad y de la temporalidad.
Aquí no es lugar de exponer cómo ese análisis de la vida se lleva a cabo en el
marco de una compleja y densa apropiación de elementos de la tradición cristiana
(Pablo, Agustín, Lutero), mística (Bernardo de Claraval, Teresa de Jesús,
Eckhart) y hermenéutica (Schleiermacher y Dilthey) y, sobre todo, de una
estimulante confrontación con la filosofía práctica de Aristóteles. La pluralidad
de estas líneas de investigación habrá de culminar al final de su período de
Friburgo en la primera formulación explícita de su proyecto filosófico en torno a
una hermenéutica de la facticidad que, temáticamente, desemboca en una
investigación exhaustiva de las estructuras ontológicas del Dasein y que,
metodológicamente, se traduce en la conocida fenomenología hermenéutica. Aquí,
más bien, nos interesa poner al descubierto los presupuestos metodológicos de
esta transformación hermenéutica de la fenomenología que empieza a tomar
cuerpo en las lecciones del semestre de posguerra de 1919 bajo la forma de una
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
ciencia originaria de la vida. 1) En primer lugar, se desglosan las etapas de
desarrollo de la fenomenología hermenéutica de Heidegger y sus profundas
diferencias con la fenomenología reflexiva de Husserl. 2) En segundo lugar, se
explicitan los postulados de una fenomenología hermenéutica que, por una parte,
opera con el presupuesto de la diferencia ontológica y que, por otra parte,
establece la prioridad de la comprensión sobre la percepción y pone en juego una
nueva noción de mundo.
Etapas de desarrollo de la fenomenología hermenéutica
Husserl y Heidegger comparten la máxima fenomenológica de «a las cosas
mismas». Sin embargo, se distinguen en el modo de acceso y de tratamiento de
esas cosas. Nos hallamos ante dos conceptos de fenomenología que se diferencian
básicamente en la determinación de la intuición fenomenológica: Husserl
comprende esta intuición en términos de un «ver reflexivo»; Heidegger, en
cambio, la entiende en términos de una «intuición hermenéutica». Como ha
señalado en repetidas ocasiones Herrmann, la fenomenología de Husserl se
determina a partir de una actitud eminentemente teorética y reflexiva, mientras
que la versión heideggeriana de la fenomenología se caracteriza por su dimensión
ateorética y prerreflexiva.5 Dicho en otras palabras, Husserl se mueve en las
coordenadas de una fenomenología reflexiva; Heidegger, en cambio, desarrolla
una fenomenología hermenéutica.6 A continuación se analiza con algo más de
5 Cf. Herrmann, Friedrich-Wilhelm von: Der Begriff der Phänomenologie bei Husserl und
Heidegger, Vittorio Klostermann, Frankfurt del Main, 1981; Herrmann, Friedrich-Wilhelm
von: Wege und Methode. Zur hermeneutischen Phänomenologie des seinsgeschichtlichen
Denkens, Vittorio Klostermann, Frankfurt del Main, 1990, pp. 15-22; y últimamente a
partir de un pormenorizado análisis de las lecciones del semestre de posguerra de 1919 en
Herrmann, Friedrich-Wilhelm.: Hermeneutik und Reflexion, Vittorio Klostermann,
Frankfurt del Main, 2000, pp. 11-98.
6 La literatura secundaria sobre la relación Husserl-Heidegger es realmente extensa. Con
respecto a la cuestión que nos ocupa aquí, a saber, la transformación hermenéutica de la
fenomenología, remitimos, junto a los trabajos arriba citados de Herrmann, a los de:
Adrián, Jesús: «Hermeneutische versus reflexive Phänomenologie. Eine kritische Revisión
Heideggers frühe Stellung zu Husserl ausgehend vom Kriegsnotsemester 1919», Analecta
Husserliana LXXXVIII, 2005, pp. 157-173; Biemel, Walter: «Heideggers Stellung zur
Phänomenologie in der Marburger Zeit», Phänomenologische Forschungen 6/7, 1978, pp. 123; Fabris, Adriano: «L’‹ermeneutica della fatticità› nei corsi friburghesi dal 1919 al 1923».
En Volpi, Franco (ed.): Heidegger, Laterza, Roma, 1997, pp. 57-106; Figal, Günther (ed.):
Heidegger und Husserl. Neue Perspektiven, Vittorio Klostermann, Frankfurt del Main,
2009; Gadamer, Hans-Georg.: Wahrheit und Methode. Grundzüge einer philosophischen
Hermeneutik (Gesammelte Werke, Band 1), J.C.B. Mohr, Tubinga, 1986, pp. 258-275;
Gander,
Hans-Helmut.:
Selbstverständnis
und
Lebenswelt.
Grundzüge
einer
phänomenologischen Hermeneutik im Ausgang von Husserl und Heidegger, Vittorio
Klostermann, Frankfurt del Main, 2001; Grondin, Jean: Einführung in die philosophische
Hermeneutik, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, Darmstadt, 1991, pp. 119-137; Jamme,
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
detalle cómo el joven Heidegger va desarrollando durante los años veinte su
fenomenología hermenéutica en contraposición con la fenomenología reflexiva de
Husserl. La fenomenología hermenéutica pasa principalmente por cuatro
momentos de desarrollo: el primer momento tiene lugar en las lecciones del
semestre de posguerra de 1919 La idea de la filosofía y el problema de la
concepción del mundo, en las que se acomete una primera crítica de los
postulados teoréticos de la fenomenología husserliana al mismo tiempo que se
sientan las bases de la hermenéutica fenomenológica a partir del primado de lo
preteorético; el segundo momento de desarrollo de la fenomenología
hermenéutica se produce en las lecciones del semestre de invierno 1923/24
Introducción a la investigación fenomenológica: por una parte, se alaba el
descubrimiento husserliano de la intencionalidad como constitución fundamental
de la conciencia en Investigaciones lógicas, pero, por otra parte, se acusa al
Husserl de Ideas de distanciarse de la fenomenología al interpretar la
subjetividad desde el punto de vista del ego cogito cartesiano. Este
distanciamiento se consuma en un tercer momento en la extensa crítica
inmanente a Husserl que encontramos en las lecciones del semestre de verano de
1925, Prolegómenos para la historia de una historia del concepto de tiempo, donde
Heidegger se posiciona frente a temas clave de la fenomenología husserliana
como la intencionalidad, la conciencia, el ser y la intuición categorial. El cuarto y
último momento se completa en Ser y tiempo con la elaboración plena del
concepto de la fenomenología hermenéutica del Dasein.
Christoph: «Heideggers frühe Begründung der Hermeneutik», Dilthey Jahrbuch 4, 1986/87,
pp. 72-90; Kalariparambil, Tommy: Das befindliche Verstehen und die Seinsfrage,
Duncker&Humblot, Berlín, 1999, pp. 67-148; Merker, Barbara: Selbsttäuschung und
Selbsterkenntnis. Zu Heideggers Transformation der Phänomenologie Husserls, Suhrkamp,
Frankfurt del Main, 1988; Pöggeler, Otto: Schritten zur einer hermeneutischen Philosophie,
Karl Alber, Friburgo y Munich, 1994, pp. 227-247; Richter, Erick: «Heideggers Kritik am
Konzept einer Phänomenologie des Bewußtseins». En Coriando, Paola-Ludoviko.: Vom
Rätsel des Begriffes, Duncker&Humblot, Berlín, 2000, pp. 7-29; Riedel, Manfred:
«Urstiftung der phänomenologischen Hermeneutik. Heideggers frühe Auseinandersetzung
mit Husserl». En: Jamme, Christoph y Pöggeler, Otto (eds.): Phänomenologie im
Widerstreit, Suhrkamp, Frankfurt del Main, 1989, pp. 215-233; Rodríguez, Ramón: La
transformación hermenéutica de la fenomenología. Una interpretación de la obra temprana
de Heidegger, Tecnos, Madrid, 1997; Thurner, Rainer: «Zu den Sachen selbst! - Zur
Bestimmung der phänomenologischen Grundmaxime bei Husserl und Heidegger». En:
Schramm, A. (ed.): Philosophie in Österreich, Verlag Hölder-Picheler-Tempsky, Viena,
1996, pp. 261-271; Xolocotzi, Ángel.: Der Umgang als Zugang. Der hermeneutischphänomenologische Zugang zum faktischen Leben in den frühen Freiburger Vorlesungen
Martin Heideggers, Duncker&Humblot, Berlín, 2002.
[217]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
1.1 Primer momento de desarrollo.
La primera formulación de la fenomenología hermenéutica que encontramos
en las lecciones del semestre de posguerra de 1919, La idea de la filosofía y el
problema de la concepción del mundo, se enmarca en el intento de aprehender
temáticamente la experiencia originaria de la vida preteorética y de responder
metodológicamente al esfuerzo por lograr un adecuado acceso a este ámbito de lo
preteorético. Tema y método se relacionan íntimamente. La tematización
fenomenológica de un nuevo campo de investigación como el de la vida
preteorética requiere de un nuevo método de análisis. El ámbito de lo preteorético
no resulta accesible desde la reflexión y la teoría. La necesidad de hallar un
método capaz de aprehender las tramas de significado en las que se da
primariamente la vida desemboca en el desarrollo de una fenomenología
hermenéutica de la vida fáctica y ateorética como la que encontramos en las
primeras lecciones de Friburgo. Las diferentes formulaciones de esta
hermenéutica, como la ciencia originaria de la vida (1919), la ontología
fenomenológica del Dasein (1922), la hermenéutica de la facticidad (1923) y la
analítica existenciaria de Ser y tiempo (1927), arrancan de esta experiencia
originaria y determinan la metodología de la investigación heideggeriana. Por
tanto, se puede decir que el descubrimiento de la dimensión preteorética de la
vida en las primeras lecciones de 1919 es el punto arquimédico sobre el que
descansa la transformación hermenéutica de la fenomenología y marca el inicio
de un camino filosófico que se prolonga durante las lecciones de Friburgo y
Marburgo hasta desembocar en Ser y tiempo.
Las mencionadas lecciones del semestre de posguerra de 1919 esbozan todo
un nuevo programa filosófico en el que el joven Heidegger se replantea el objeto
de estudio y la metodología a emplear. El objeto de estudio es la vida fáctica y el
método es la hermenéutica. Tema y método están íntimamente interrelacionados.
El método no se reduce a la mera aplicación de una técnica general, sino que debe
tener en cuenta el modo de ser del ente temático. Como ya reconoce
tempranamente Heidegger en las lecciones del semestre de invierno de 1919/20,
Problemas fundamentales de la fenomenología, «el método filosófico tienes sus
raíces en la vida misma»7. Así, pues, desde el prisma temático la filosofía se
concibe como ciencia originaria de la vida y de las vivencias. Y a este nuevo
enfoque temático le corresponde un peculiar tratamiento metodológico, a saber, la
fenomenología hermenéutica, que al igual que la vida y la esfera de las vivencias
tiene un carácter esencialmente ateorético y preteorético.
La pregunta que realmente inquieta al joven Heidegger es la de cómo se
accede primariamente a esta esfera de la vida preteorética ignorada hasta la
fecha por la historia de la filosofía. He ahí la tarea de estas primeras lecciones
friburguesas: mostrar la posibilidad y la viabilidad de una fenomenología no
7 Heidegger, Martin: Grundprobleme der Phänomenologie (GA 58), Vittorio Klostermann,
Frankfurt del Main, 1993, p. 228. En próximas referencias GA 58.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
reflexiva capaz de delimitar y articular sistemáticamente el ámbito de
manifestación de la esfera primaria de la vida humana. Esta esfera primaria
permanece inicialmente oculta, distorsionada, desfigurada, desplazada por la
incuestionable primacía de la actitud teorética y reflexiva que gobierna la
filosofía moderna desde la atalaya del sujeto de conocimiento. De ahí que sea
necesario romper con el primado de lo teorético en aras de acceder al suelo
originario del que brota la vida en su darse inmediato y captar la vida en su
carácter significativo. ¿En qué ámbito se mueve, pues, una ciencia filosóficamente
originaria? Heidegger se traslada en las lecciones del semestre de posguerra de
1919 al nivel de la relación primariamente práctica que establecemos con el
mundo de la vida. La posibilidad de elaborar un nuevo concepto de filosofía
emana de esta relación originaria entre vida y mundo. El origen de toda filosofía
se remonta al subsuelo todavía no horadado por la reflexión del mundo de la vida.
De entrada, pues, «hay que romper con el predominio de lo teorético»8. Esto no
significa lanzarse ciegamente a los brazos de la praxis del mundo de los valores y
de las rutinas de la actitud natural, ya que la misma distinción entre teoría y
praxis, entre irracional y racional se realiza en el marco de la misma actitud
teorética que se pretende superar. Nos hallamos —como comenta Heidegger en
un tono henchido de pathos— en una «encrucijada metódica que decide sobre la
vida y la muerte de la filosofía en general»9: o bien seguimos el camino trazado
por la tradición filosófica y su modo reflexivo de explicar el fenómeno de la vida, o
bien abrimos una nueva vía de acceso a la vida que habrá de conducirnos por
caminos todavía no surcados por la filosofía y nos permitirá saltar a un mundo
diferente. Naturalmente, ese mundo es el mundo de la vida y de las vivencias, el
mundo de lo ateorético y de lo arreflexivo, en definitiva, el mundo simbólicamente
articulado en el que ya siempre se encuentra anclada la vida. Se trata de un
mundo revestido del manto de la significatividad, un mundo al que accedemos de
una manera directa a través de cierto grado de familiaridad con él, que nos
resulta ya siempre comprensible de un modo u otro. Un mundo, por tanto, que se
nos abre hermenéutica y no reflexivamente: «en lugar de conocer cosas, hay que
comprender mirando y mirar comprendiendo»10. No se niega el conocimiento en
general, sólo la primacía otorgada infundadamente al conocimiento de tipo
teorético y objetivante. El conocimiento del mundo de la vida se basa en un mirar
ateorético, en un comprender no reflexivo. El conocimiento preteorético que
adquirimos a partir de nuestro contacto directo con el mundo de la vida se
condensa en la comprensión y no tanto en la explicación. Esto no significa que el
acceso reflexivo a la esfera de las vivencias sea falso o erróneo. Simplemente es
8 Heidegger, Martin: Die Idee der Philosophie und das Weltanschauungsproblem, en: Zur
Bestimmung der Philosophie (GA 56/57), Vittorio Klostermann, Frankfurt del Main, 1987,
p. 59 (trad. cast. de Jesús Adrián: La idea de la filosofía y el problema de la concepción del
mundo, Herder, Barcelona, 2005). En próximas referencias GA 56/57.
9 GA 56/57, p. 63.
10 GA 56/57, p. 65 [cursiva del autor].
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
un modo derivado, es un acto de segundo orden que sólo es posible a partir de la
comprensión previa, atemática y prerreflexiva del mundo inmediato de la vida y
de las vivencias.
La segunda parte de las lecciones de 1919 La idea de la filosofía y el problema
de la concepción del mundo muestra como la realización filosófica de una ciencia
originaria de la vida está íntimamente relacionada con una transformación
hermenéutica de la fenomenología. Heidegger se interroga: ¿cómo
experimentamos la vida, cómo aprehendemos la realidad antes de toda
consideración científica, observación valorativa o concepción del mundo? De
entrada se invoca el principio de todos los principios según el cual «todo lo que se
manifiesta originariamente en la ‹intuición› se ha de tomar simplemente [...]
como lo que se da»11, para añadir a continuación que la aplicación que hace el
propio Husserl de ese principio se limita a la descripción de los diferentes modos
de darse las cosas a una conciencia orientada únicamente de forma teorética.
Heidegger replica que en las vivencias que tenemos en nuestro mundo
circundante raras veces nos comportamos siguiendo un patrón teorético. La
actitud originaria de la vivencia no es de este tipo. Para ilustrar este cambio de
perspectiva se parte del análisis fenomenológico de una vivencia inmediata de
nuestro entorno más familiar y cotidiano: la vivencia de «ver una cátedra».
Veamos a continuación la densa descripción fenomenológica de esta vivencia de
nuestro mundo circundante inmediato (Umwelterlebnis).
«Ustedes entran como siempre en el aula a la hora acostumbrada y van a su puesto de
costumbre. Retengan con firmeza esta vivencia del ‹ver su puesto›; o bien, si ustedes
quieren, pueden compartir mi propia experiencia: entro en la clase y veo la cátedra. Nos
abstenemos de cualquier formulación lingüística de esta experiencia. ¿Qué ‹veo›?
¿Superficies marrones que se cortan en ángulo recto? No, veo algo diferente. ¿Acaso una
caja, en concreto, una caja mayor montada sobre una más pequeña? ¡De ninguna
manera! Yo veo la cátedra desde la que he de hablar. Ustedes ven la cátedra desde la
cual se les habla, y en la que yo he hablado ya. En la vivencia pura, como suele decirse,
no se da ningún nexo de fundamentación. O sea, no es que primero yo viera superficies
marrones que se cortan, y que luego se me presentaran como cajas, después como
pupitres y finalmente como pupitre académico, de manera que yo pegara en la caja la
etiqueta de la cátedra. Todo esto es una interpretación mala y tergiversada, un cambio
en la dirección de la mirada pura de la vivencia. Yo veo la cátedra de golpe; no la veo
aislada, sino que veo el pupitre como si fuera demasiado alto para mí. Veo un libro
puesto allí, como molestándome inmediatamente (un libro, y no un número de páginas
historiadas y salpicadas de manchas negras), veo la cátedra en una orientación, en una
iluminación, en un trasfondo. [...] Este objeto que aquí percibimos tiene de alguna
manera el significado concreto de ‹cátedra›. [...] En la vivencia de ver la cátedra se me
da algo desde un entorno inmediato. Este mundo que nos rodea no consta de cosas con
un determinado contenido de significación, de objetos a los que además se añada el que
hayan de significar esto o aquello, sino que, por el contrario, lo significativo es lo
primario, es lo que se me da inmediatamente, sin ningún rodeo intelectual a través de
11 GA 56/57, p. 109 [cursiva del autor].
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
una captación desnuda de la cosa. Viviendo en un mundo circundante, hay significación
para mí siempre y por doquier, todo es mundano, ‹mundea›»12.
El ejemplo de la vivencia del mundo circundante de la cátedra ilustra el modo
primario de darse las cosas. Éstas no se manifiestan primariamente en la región
interior de la conciencia según el tradicional esquema sujeto-objeto; antes bien,
nos resultan accesibles y comprensibles desde la pertenencia previa del sujeto a
un mundo simbólicamente articulado, es decir, desde el horizonte de
precomprensión del mundo inherente al ser humano. La vivencia inmediata del
mundo circundante no arranca de la esfera de objetos colocados ante mí y que
percibo, sino del plexo de útiles de los que me cuido y comprendo. No es que
primero veamos colores, superficies y formas de un objeto para posteriormente
asignarle un significado; en realidad, de alguna manera ya comprendemos las
cosas gracias a nuestra familiaridad con el mundo en el que habitualmente
vivimos. La cátedra se da inicialmente en un contexto significativo, en una
situación hermenéutica determinada como la de la clase magistral impartida en
el aula universitaria de siempre, y sólo después se percibe con sus cualidades
objetivas como el color, la forma, la ubicación, el peso, etc. Efectivamente, si
reflexionamos sobre el acto de «ver una cátedra» pasamos de repente a otro orden,
que ya no es el del percibir. En el orden de la percepción todavía pensamos según
el modelo de sujeto y objeto: existe un yo que percibe un objeto con diferentes
propiedades. Heidegger argumenta que al entender la percepción como la
experiencia privada de un sujeto aislado se corre el riesgo de un individualismo
metodológico que distorsiona por completo la experiencia humana del mundo.
Heidegger ofrece una explicación hermenéutica de nuestra experiencia que hace
posible comprender a los seres humanos como habitando un mundo
simbólicamente estructurado, en el que cada cosa ya se comprende como algo. El
sentido de la vivencia de la cátedra se comprende de golpe, antes de
descomponerla reflexivamente como un cuerpo denso, de superficie ligeramente
rugosa, de color gris y colocada encima de la tarima. No, toda esta serie de
determinaciones puramente objetivas sólo «es una interpretación mala y errónea,
una desviación de la mirada pura de la vivencia»13.
Asimismo, el significado de la cátedra no es un significado aislado, no remite a
un acto de comprensión cerrado y completo, sino que se enmarca en un plexo de
significados. Pero se podría objetar que el significado concreto de «cátedra» sólo
resulta comprensible a aquellos que están familiarizados con un aula
universitaria. Así, por ejemplo, quizás un campesino de la Selva Negra no logre
captar el significado completo de la «cátedra». A lo sumo verá el lugar que ocupa
el profesor. Pero en ningún caso percibirá un simple cuerpo material; antes bien,
en cada caso comprenderá ese algo como algo concreto dentro de su respectivo
horizonte de comprensión. Aun cuando viera la cátedra sólo como una caja o como
12GA 56/57, pp. 70-71 y 72-73, respectivamente [cursiva y entrecomillados del autor].
13 GA 56/57, p. 71.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
una talanquera, el campesino no vería simples cuerpos desnudos, sino un objeto
con el significado de caja o talanquera. Es más, señala Heidegger, imaginemos
que por la puerta del aula entrara un senegalés que nunca en su vida ha visitado
un aula universitaria. Incluso en este caso extremo, el senegalés asignaría a ese
algo que nosotros llamamos «cátedra» un significado que, evidentemente, se
integraría en su contexto cultural de comprensión. Por ejemplo, podría ver la
cátedra «como algo relacionado con la magia o como algo que sirve de escudo para
protegerse de las flechas del enemigo»14. Y al igual que el campesino de la Selva
Negra, el senegalés no se limitaría a aglutinar una colección de datos sensibles
alrededor de un cuerpo determinado. No, de entrada ya lo comprendería de esta o
aquella manera. Es más que probable que el ver del senegalés no esté
familiarizado con el mismo horizonte de comprensión de un estudiante alemán,
pero en ningún caso su ver se reduce a un simple acto de percepción. Sus
vivencias, como las de un estudiante alemán, también tienen una estructura
hermenéutica.
El ejemplo de la cátedra pone de manifiesto que la vida humana vive
esencialmente en horizontes de significatividad con independencia de su
nacionalidad, localización geográfica, contexto cultural y sistema de creencias. Y
en cuanto pertenece a la esencia de la vida humana comprenderse en y a partir
de estos horizontes, ésta no se relaciona tanto con cosas simplemente percibidas
como con cosas primordialmente comprendidas. Por tanto, el mundo circundante
no mienta la totalidad de las cosas percibidas, ni siquiera la totalidad de cosas en
general. El mundo condensa la totalidad de significaciones desde la que se
comprenden las cosas y las personas que comparecen en el trato con el mundo
circundante de la vida. La percepción y el conocimiento no sólo significan
percepción de algo y conocimiento de algo, sino percepción y conocimiento en un
mundo, en un horizonte. Este horizonte significativo es anterior a todo acto de
percepción y de conocimiento, puesto que ya todo acto lo presupone y lo pone en
juego tácita o expresamente.15 Queda claro, pues, que la investigación filosófica
14 GA 56/57, p. 71.
15 Este ya resaltado en cursiva remite a una estructura ontológica de hondo calado para el
desarrollo del programa filosófico del joven Heidegger: la estructura del «cómo
hermenéutico» de la comprensión primaria sobre la cual se funda el «cómo apofántico» de la
proposición. Formular una proposición, expresar un juicio es exponer algo, es decir algo de
algo. Pero esa misma operación predicativa es secundaria respecto al estar ya en el mundo
propio de la vida humana. El mundo se abre a la experiencia antepredicativa como un
mundo en cierto modo significado, situado en una determinada interpretación. La
proposición, por tanto, no mantiene ninguna relación originaria con el ente; es más, la
proposición sólo es posible sobre la base de un estado de descubierto previo que actúa a
modo de condición de posibilidad de todo enunciado. La universalidad de la «estructura del
cómo» y la tesis de Ser y tiempo de que «toda simple visión antepredicativa de lo a la mano
ya es en sí misma comprensora-interpretante» (SuZ, p. 149) sólo son posibles desde el
trasfondo de la transformación hermenéutica de la fenomenología iniciada en los primeros
cursos de Friburgo.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
de la vida y de las vivencias sólo es posible desde el contexto significativo de la
vida misma.
En definitiva, con el reconocimiento de la referencia al mundo
(Weltbezogenheit), de la significatividad (Bedeutsamkeit) y de la autosuficiencia
(Selbstgenügsamkeit) como elementos constitutivos de la vida fáctica se consuma
en el joven Heidegger un cambio radical de perspectiva: se pasa del paradigma de
la percepción de la filosofía de la conciencia al paradigma de la comprensión de la
hermenéutica. En definitiva, nos hallamos ante dos formas de «ver» la cátedra:
una desde la actitud teorética de la fenomenología husserliana y otra desde la
actitud ateorética de la hermenéutica heideggeriana. Y a estas dos formas de
«ver» le corresponden dos formas de acceso fenomenológico: la del método de la
reflexión descriptiva de Husserl y la del método de la comprensión hermenéutica
de Heidegger.16
1.2 Segundo momento de desarrollo: la crítica al giro cartesiano de
Husserl.
La intensa discusión con Descartes que Heidegger lleva a cabo primero en las
lecciones de 1923/24 Introducción a la investigación fenomenológica y, mucho más
tarde, en los seminarios de Le Thor (1969) y de Zähringen (1973) es
indirectamente una discusión con Husserl, como han reconocido acertadamente
Marion y Greisch.17 La naturaleza teórica de la fenomenología husserliana no
deja ver en realidad las cosas mismas; más bien las desfigura desde el prisma de
la subjetividad reflexiva. En el transcurso de las lecciones de 1923/24 Heidegger
acusa a Husserl de cartesianismo por defender —tanto en su conocido artículo de
1911 La filosofía como ciencia estricta como en Ideas— la idea moderna de
certeza y evidencia.18 Con mayor rotundidad que en los primeros cursos de
Friburgo, Heidegger afirma que el criterio de la evidencia que maneja Husserl
está determinado por «el predominio de una idea de certeza vacía y por ello
16 Para más información sobre estos dos métodos, véase Herrmann, F.-W.: Hermeneutik
und Reflexion, Vittorio Klostermann, Frankfurt del Main, 2000, pp. 67-98.
17 Cf. Heidegger, Martin: Vier Seminare, Vittorio Klostermann, Frankfurt del Main, 1977,
pp. 64-138. Además, Greisch, Jean: «L’hermenéutique dans la phénoménologie como telle»,
Revue de Métaphysique et de Morale 96, 1991, p. 50; Marion, Jean-Luc.: Réduction et
donation. Recherches sur Husserl, Heidegger et la phénoménologie, Press Universitaires
France, París, 1989, pp. 121ss.
18 Heidegger, Martin: Einführung in die phänomenologische Forschung (GA 17), Vittorio
Klostermann, Frankfurt del Main, 1994, p. 43 (trad. cast de Juan José García Norro,
Introducción a la investigación fenomenológica, Síntesis, Madrid, 2008, en este caso, la
traducción es nuestra). En próximas referencias GA 17. Para más información, veáse
Gander, Hans-Helmut: «Phänomenologie im Übergang. Zu Heideggers Auseinandersetzung
mit Husserl». En Denker, Aalfred, Zaborowski, Holgar y Gander, Hans-Helmut (eds.):
Heidegger Jahrbuch I. Heidegger und die Anfänge seines Denkens, Karl Alber, Freiburg y
Munich, 2004, pp. 303-306.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
fantástica»19. La adhesión husserliana a la noción de evidencia está motivada por
la «preocupación por un conocimiento absoluto»20 que encaja con su idea de una
fenomenología como ciencia estricta libre de todo presupuesto. La meta final es
«asegurarse y fundar una cientificidad absoluta»21 que se inspira en el ideal de
conocimiento matemático defendido por el programa cartesiano. Pero de esta
manera las cosas no se muestran desde sí mismas, sino desde la imposición de un
determinado tipo de conocimiento con pretensión de certeza absoluta como el
conocimiento físico-matemático. El predominio de la idea de una certeza absoluta
y de un conocimiento absoluto explica el hecho de que la conciencia se convierta
en el verdadero campo de estudio de la fenomenología.
La intención última de Husserl es purificar el campo de la conciencia de
cualquier residuo naturalista, historicista y psicologista para alcanzar así el
fundamento de una filosofía como ciencia estricta. Pero, a juicio de Heidegger, el
procedimiento husserliano «absolutiza la idea de un tratamiento científico de la
conciencia»22. Esto significa que se antepone el criterio de la cientificidad y de la
certeza absoluta a la simple donación de las cosas mismas. Las cosas mismas
quedan sometidas de entrada a este ideal de cientificidad, lo cual también explica
que el conocimiento matemático de la naturaleza encarne el prototipo de
conocimiento por excelencia: un «conocimiento justificado», un «conocimiento
válido» y un «conocimiento evidente y universalmente vinculante»23. Sin embargo,
el excesivo énfasis puesto en la preocupación cartesiana por la certeza desfigura
algunos de los hallazgos fenomenológicos de Husserl, particularmente el de la
intencionalidad. La intencionalidad queda desfigurada en el momento en que se
la comprende como un comportamiento primordialmente teorético que condiciona
el modo de ver y de analizar los actos intencionales.24 Este modo de tratamiento
de las vivencias provoca una paralización y una objetivación de la corriente vital
de la conciencia. De hecho, esta es una de las principales objeciones que Natorp
ya realizara a Husserl tras la publicación de Ideas I: el hecho de que toda
experiencia, en cuanto expresada en conceptos, queda objetivada y se somete a un
proceso de homogeinización que disuelve la particularidad de toda experiencia
vivida.25 Heidegger asume buena parte de las observaciones críticas de Natorp y
valora muy positivamente su insistencia en el carácter dinámico y cinético de las
vivencias.26
19 GA 17, p. 43 [cursiva del autor].
20 GA 17, p. 43 [cursiva del autor].
21 GA 17, p. 72 [cursiva del autor].
22 GA 17, p. 71 [cursiva del autor].
23 Cf. GA 17, pp. 83 y 101.
24 Cf. GA 17, p. 271.
25 Cf. Natorp, Paul: «Husserls Ideen einer reinen Phänomenologie», Logos 7, 1917/18, pp.
215-240.
26 Sobre el eco de las objeciones de Natorp a Husserl, véanse las lecciones del semestre de
posguerra de 1919 (GA 56/57, pp. 99-108) y las lecciones del semestre de verano de 1920
(GA 59, pp. 92-147). En estas últimas lecciones también queda muy patente la influencia de
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
1.3 Tercer momento de desarrollo.
La realización plena del programa fenomenológico de una ciencia originaria
de la vida y de una hermenéutica de la facticidad plantea finalmente la cuestión
del ser, tanto la del ser en general como la del ser de la intencionalidad operativa
en todos los actos de la vida fáctica. A juicio de Heidegger, esa doble cuestión
responde a una exigencia interna de la fenomenología misma. Dar cumplimiento
a esa exigencia supone revisar la noción husserliana de conciencia pura como
campo temático de la fenomenología y el método de las reducciones a ella
vinculado. Esta labor se lleva a cabo con extrema minuciosidad en la extensa
introducción preparatoria de los cursos del semestre de verano de 1925
Prolegómenos para la historia del concepto de tiempo.27 En ellas Heidegger
concreta su postura frente a temas básicos de la fenomenología transcendental de
Husserl. A partir de ese momento la relación Husserl-Heidegger se articula en
torno a dos polos: continuidad y ruptura. Por una parte, continuidad formal y
metodológica y, por otra parte, ruptura en planteamientos y en respuestas a
aquellos temas básicos. Será como un pensar desde Husserl contra Husserl en
nombre de un inicio radical y de un retorno a las cosas mismas. La aplicación
radical del lema husserliano exige una crítica interna de la fenomenología de la
conciencia pura para salvaguardar la prioridad del ser. La ontología emergente
perfora las estructuras lógicas de la fenomenología y la autodonación del ser
acaba imponiéndose sobre la productividad reflexiva de la conciencia. Los focos de
la crítica de Heidegger se concentran en el tema de la conciencia, en la cuestión
de la reducción, en la comprensión de la intencionalidad y en el estatuto de la
intuición categorial.
Por cuestiones de espacio, nos limitamos a la crítica heideggeriana de la
intencionalidad. En los cursos de 1921/22 Heidegger manifiesta: «lo que
realmente me inquieta es: ¿ha caído la intencionalidad del cielo? Y si es algo
último, ¿cómo se ha de entender esto último? [...] La intencionalidad es la
estructura formal fundamental de todas las estructuras categoriales de la
facticidad»28. Heidegger no duda en instalar la intencionalidad sobre el
fundamento de nuestro estar-en-el-mundo, dentro del cual nos la tenemos que ver
la obra de Dilthey, en especial el carácter histórico de la realidad inmediata de la vida y su
capacidad de autocomprensión. Hemos abordado esta cuestión más ampliamente en Adrián,
Jesús: «Hermeneutische versus reflexive Phänomenologie. Eine kritische Revisión
Heideggers frühe Stellung zu Husserl ausgehend vom Kriegsnotsemester 1919», Analecta
Husserliana LXXXVIII, 2005, pp. 163-166.
27 Cf. Heidegger, Martin: Prolegomena zur Geschichte des Zeitbegriffes (GA 20), Vittorio
Klostermann, Frankfurt del Main, 21988, pp. 34-182 (trad. cast. de Jaime de Aspiunza:
Prolegómenos para la historia del concepto de tiempo, Alianza Editorial, Madrid, 2006). En
próximas referencias GA 20.
28 Heidegger, Martin: Phänomenologische Interpretationen zu Aristoteles (GA 61), Vittorio
Klostermann, Frankfurt del Main, 1985, p. 131. En próximas referencias GA 61.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
práctica y teóricamente con las cosas y con los otros seres humanos. El contexto
estructural del que arranca la reflexión heideggeriana es el horizonte del mundo
pre-dado y el ser de la conciencia que se extiende en la temporalidad. Con este
empuje ontológico se rompe la imagen ingenua de una conciencia que se
constituye a sí misma. El mundo y la temporalidad son ahora condiciones de
posibilidad de la conciencia misma. Ésta ya no es constituyente, sino algo
constituido mundana y temporalmente. He aquí la raíz del Dasein como proyecto
arrojado (geworfener Entwurf). El Dasein conserva las posibilidades de abrir
comprensivamente el mundo, pero dentro de un horizonte ya siempre
precomprendido en cada caso. Se consuma así la ruptura definitiva de la noción
clásica del subiectum como algo inmóvil, encerrado en sí mismo y fundamento
absoluto de toda realidad.
En opinión de Heidegger, el error de Husserl consiste en situar el mundo en el
ámbito de la constitución inmanente de la subjetividad transcendental. ¿Pero
cómo puede el sujeto salir de sí mismo y alcanzar finalmente los objetos? La
mundanidad del sujeto es el verdadero problema. La vuelta a las cosas mismas
nos lleva al enigma de la mundanidad del sujeto; lo enigmático es la relación
entre la interioridad de la vida subjetiva y la exterioridad con la que el hombre se
ve a sí mismo. La posición transcendental olvida que la percepción de una cosa,
por ejemplo, es ella misma percepción en el mundo, porque el mismo sujeto se ve
en el mundo; la percepción no es un acto que se lleva a cabo fuera del mundo, sino
que es una actividad de la subjetividad corporal, de una subjetividad que sólo
percibe cosas en la medida en que proyecta horizontes que se pueden verificar por
el movimiento del cuerpo. La percepción es el acto de una conciencia concreta
enmarcada en su corporalidad y no el acto de una conciencia abstracta.
El error fundamental de Husserl, como ya observara agudamente MerleauPonty, se halla en su misma noción de conciencia pura y en su concepción de la
reducción como acceso a esta conciencia. No solamente porque una reducción
completa sería únicamente posible para un espíritu puro, ya que incluso nuestras
reflexiones tienen lugar en el seno del flujo temporal que intenta apresar, sino,
sobre todo, porque no hay tal conciencia pura. Sólo hay conciencia comprometida.
En efecto, no es nuestro contacto con el mundo el que reposa sobre una conciencia
constituyente; al revés, es nuestra conciencia misma la que se inserta en el
contacto vital con el mundo: «no hemos de preguntar si realmente percibimos el
mundo; más bien, al contrario: el mundo es lo que percibimos. [...] El mundo no es
lo que yo pienso, sino aquello que vivo; yo estoy abierto al mundo, me comunico
indubitablemente con él, si bien no es de mi posesión, ya que es inagotable»29.
Estamos comprometidos con el mundo. Nuestro cuerpo nos ha ligado a él con una
multitud de hilos intencionales, antes de que este mundo aparezca como
29 Merleau-Ponty, Maurice: Phénoménologie de la perception (Avant-Propos), Gallimard,
París, 1945, pp. xi-xii. La mundanidad del mundo, lo que hace mundo al mundo, es la
facticidad. La reducción eidética, señala Merleau-Ponty, es el método de un positivismo
fenomenológico que funda lo posible sobre lo real.
[226]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
representación en la conciencia. La conciencia representativa no es más que una
forma de conciencia.30
Nos hallamos, pues, ante dos versiones de la intencionalidad: una
husserliana, aislada del mundo y enclaustrada en su propia actividad noética;
otra heideggeriana, abierta al mundo en su dimensión noemática.31 Estas dos
formas de ver la conciencia intencional, una desde la óptica de la intentio y la otra
desde la del intentum, responden a dos maneras diferentes de comprender la
reducción y la intuición categorial. El proceso reductor husserliano cancela las
cosas del mundo natural para referirlas a una subjetividad lógica y pura. Pero
precisamente ese prejuicio epistemológico oculta lo que Heidegger busca: las
cosas mismas en su estar en el mundo. El concepto de reducción ha de ser
reformulado en una perspectiva ontológica, de tal manera que el referente
transcendental sea el ser, descubierto y comprendido en y desde sí mismo. De
este modo, mientras que la subjetividad husserliana dirime el problema del
saber, el Dasein heideggeriano aborda la cuestión de la existencia. La prioridad
teórico-especulativa de la conciencia pura cede el puesto al Dasein en su relación
cotidiana con lo que está a la mano y de lo que se (pre)ocupa. La conciencia,
según Heidegger, ha de ser reubicada en su estar en el mundo. La reducción
fenomenológica de Husserl, que remite todo fenómeno al yo puro, ha de ser
sustituida por la reducción ontológica que retrotrae todo ente a su estar en el
mundo. El sujeto ha de entenderse sobre la base de la intencionalidad. Heidegger
reprocha a Husserl el haber transformado la reducción fenomenológica en una
actividad de separación diametralmente opuesta a la naturaleza relacionante de
la intencionalidad. Este es el núcleo de la crítica de Heidegger a Husserl, que un
amplio sector de la historiografía filosófica ha asumido acríticamente.
En defensa de Husserl, cabe recordar que la fenomenología transcendental no
está interesada en qué son las cosas sino en los modos en que las cosas están
dadas. La fenomenología transcendental trata de descubrir las leyes esenciales
bajo las que opera necesariamente la conciencia para constituir un mundo
significativo. Dicho en otras palabras, la realidad es lo que nos está abierto como
30 Cf. Merleau-Ponty, Maurice: Phénoménologie de la perception, pp. iii-iv. La posterior
fenomenología genética del último Husserl reconoce este hecho al admitir que toda reflexión
debe empezar volviendo a la descripción del mundo de la vida (Lebenswelt).
31 De esta manera se hace explícito que Heidegger nunca abandonó la intencionalidad
como sugieren algunos autores, sino que la interpretó de una forma radicalmente
originaria. Por ejemplo, Agamben habla del abandono de la noción de intencionalidad (cf.
Agamben, Giorgio: «La passion de la facticité», en: Heidegger. Questions ouvertes, Osiris,
París, 1988, pp. 65-66). A nuestro juicio, nos parece más acertada la tesis de Herrmann que
muestra la intencionalidad como hilo conductor de la fenomenología de Heidegger (cf.
Herrmann, Friedrich-Wilhelm.: «Die Intentionalität in der hermeneutischen
Phänomenologie». En Die erscheinende Welt. Festschrift für Klaus Held,
Duncker&Humblot, Berlín, 2002). Encontramos una postura similar a la de Herrmann en
Buchholz, R.: Was heißt Intentionalität? Eine Studie zum Frühwerk Martin Heideggers, Die
Blaue Eule, Essen, 1995, pp. 54ss y 80ss).
[227]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
real, tanto en la percepción cotidiana como en la investigación científica, y tal
apertura es un logro directo de la actividad intencional de la conciencia. El
objetivo de la reducción fenomenología es lograr un acceso a esta actividad
constitutiva de la conciencia. Con frecuencia se ha dicho que la actitud de Husserl
es transcendental, mientras que Heidegger y Merleau-Ponty rechazan el punto de
vista transcendental al situar las estructuras constitutivas en el ser-en-el-mundo.
Pero esta interpretación, por más que se haya extendido en la literatura
secundaria, es simplista. En primer lugar, tanto el Dasein heideggeriano como el
cuerpo vivo de Merleau-Ponty (concepto, por cierto, que procede directamente de
Husserl) son transcendentales en el sentido de que posibilitan la apertura o la
manifestación del mundo como un todo significativo. Y, en segundo lugar, si bien
muchas partes de la obra publicada en vida de Husserl se concentran en las
estructuras constitutivas de la conciencia transcendental, la gradual publicación
de nuevos escritos en el marco de la Husserliana indica que estos análisis no son
plenamente representativos de sus investigaciones filosóficas de madurez.32
Husserl amplió considerablemente sus investigaciones a medida que desarrolló
su pensamiento. Recuérdese los análisis de las estructuras pre-egológicas del
cuerpo, los tres volúmenes dedicados la fenomenología de la intersubjetividad y
los diferentes trabajos dedicados a la vida histórica y cultural. Así, por ejemplo,
diferentes escritos husserlianos de principios de los años veinte permiten mostrar
que el paso de una fenomenología estática a una genética es un movimiento
interno de la misma fenomenología husserliana.
1.4 Cuarto momento de desarrollo: el concepto pleno de fenomenología
hermenéutica.
La fundación de la fenomenología hermenéutica en el semestre de posguerra
de 1919 arranca de una experiencia temática originaria que precisa, a su vez, de
un tratamiento metodológico igualmente originario. Desde el punto de vista
temático se trata de la experiencia originaria de la vida ateorética que, al mismo
tiempo, remite a la experiencia metodológica originaria de que el acceso al ámbito
de lo ateorético no se logra desde la reflexión. La fenomenología reflexiva de
Husserl, que Heidegger conocía a la perfección como asistente suyo y atento
lector de sus trabajos, sólo permite el acceso y la descripción de las vivencias de la
conciencia desde el ámbito teórico, pero no ofrece herramientas para comprender
el fenómeno de la vida preteorética. En este sentido, Heidegger transforma
hermenéuticamente la fenomenología husserliana estableciendo con ello un
concepto absolutamente nuevo de fenomenología. A la luz de los tres momentos
de desarrollo de la fenomenología hermenéutica analizados anteriormente, queda
claro que la fenomenología hermenéutica del Dasein sólo es posible desde el
32 Cf. Welton, Donn: The Other Husserl. The Horizons of Transcendental Phenomenology,
Indiana University Press, Bloomington, 2000; Zahavi, Dan: Husserl’s Phenomenology,
Stanford University Press, Stanford, 2003.
[228]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
trasfondo y la discusión con la fenomenología reflexiva de la conciencia. También
se han indicado las similitudes y las diferencias entre la fenomenología reflexiva
de Husserl y la fenomenología hermenéutica de Heidegger.
¿Qué elementos nuevos aporta el concepto de fenomenología hermenéutica
elaborado en Ser y tiempo? Tanto Husserl como Heidegger parten del mismo
principio fenomenológico. Sus respectivos modos de tratar los fenómenos se
adhieren a la máxima del regreso «a las cosas mismas», pero ambos se
diferencian sustancialmente en el método de acceso a las cosas. Husserl opta por
el método reflexivo de las reducciones; en Ser y tiempo y en las lecciones del
semestre de verano de 1927 Los problemas fundamentales de la fenomenología se
amplía el método de acceso hermenéutico con la incorporación de la reducción
fenomenológica, de la construcción fenomenológica y de la destrucción
fenomenológica.33 La reducción fenomenológica asegura el punto de partida de la
investigación, la construcción fenomenológica asegura el acceso fenomenológico al
fenómeno del ser y la destrucción fenomenológica se encarga de penetrar a través
de los encubrimientos dominantes. En la medida en que el análisis
fenomenológico aparta la mirada de los entes intramundanos y fija su atención en
la precomprensión atemática que se tiene de la constitución ontológica de estos,
la reducción fenomenológica es el primer paso hacia la tematización expresa del
ser del ente. La construcción fenomenológica desvela y abre el modo de ser propio
del ente: por una parte, el ser del ente que no tiene la forma de ser del Dasein se
desvela como ocupación (Besorgen) en el marco de un todo de conformidad y, por
otra parte, el ser del Dasein que se hace patente como existencia y cuidado
(Sorge) en el horizonte significativo del mundo. Y, finalmente, la destrucción
fenomenológica permite penetrar críticamente en los fenómenos encubridores que
acompañan a toda investigación, permitiendo distinguir entre fenómenos
verdaderos y encubridores, entre fenómeno y apariencia.
Tanto Husserl como Heidegger hablan de una reducción, pero en dos sentidos
completamente distintos. En palabras de Herrmann, «ambos sentidos de
‹reducción› se distinguen como la reflexión y la hermenéutica y, de esta manera,
como la conciencia y el Dasein»34. Esta afirmación hay que enmarcarla en las
diferencias anteriormente establecidas entre la fenomenología reflexiva de
Husserl y la fenomenología hermenéutica de Heidegger. La reducción
transcendental husserliana que permite poner al descubierto el ser absoluto de la
conciencia pura se realiza en actitud reflexiva, mientras que la reducción
hermenéutica heideggeriana que desvela los modos de ser del Dasein procede en
términos comprensivos. Precisamente el parágrafo metodológico de Ser y tiempo
33 Cf. Heidegger, Martin: Die Grundprobleme der Phänomenologie (GA 24), Vittorio
Klostermann, Frankfurt del Main, 21989, pp. 26ss (trad. cast. de Juan José García Norro:
Los problemas fundamentales de la fenomenología, Trotta, Madrid, 2000; en este caso las
traducciones son nuestras). En próximas referencias GA 24.
34 Herrmann, Friedrich-Wilhelm von: Hermeneutik und Reflexion, Vittorio Klostermann,
Frankfurt del Main, 2000, p. 150.
[229]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
determina la fenomenología como hermenéutica.35 La primera tarea de la
hermenéutica se concreta en una fenomenología del Dasein, es decir, un análisis
de las estructuras ontológicas fundamentales del Dasein y de los modos de ser de
los restantes entes. Ahora bien, en la medida en que el desvelamiento del sentido
del ser y de las estructuras fundamentales del Dasein abre «el horizonte […] de
los entes que no son el Dasein»36, se puede decir que la hermenéutica también
elabora las condiciones de posibilidad de toda investigación ontológica. En
resumidas cuentas, «ontología y fenomenología no son dos disciplinas diferentes
junto a otras disciplinas de la filosofía. Los dos términos caracterizan a la
filosofía misma en su objeto y en su método de tratarlo. La filosofía es una
ontología fenomenológica universal, que tiene su punto de partida en la
hermenéutica del Dasein»37. Así, pues, con la incorporación de los tres elementos
metodológicos de la reducción, de la construcción y de la destrucción se completa
la hermenéutica fenomenológica del Dasein que se remonta a las primeras
formulaciones de la ciencia originaria de la vida en el semestre de posguerra de
1919.
2. Los postulados de la fenomenología hermenéutica
El giro metodológico de la transformación hermenéutica de la fenomenología y
el despliegue del análisis temático de los modos de ser de la vida humana se
asientan en un presupuesto que opera implícitamente en el pensamiento del
joven Heidegger: la diferencia ontológica. La ontología hermenéutica de
Heidegger ya no opera con el binomio empírico-transcendental, sino con el
binomio óntico-ontológico. Esta cuestión plantea de inmediato la vieja polémica
de si Heidegger todavía se mueve en las coordenadas de la filosofía
transcendental o, por el contrario, lleva a cabo una destranscendentalización de
ésta.38 No vamos a entrar aquí en este debate. Más allá de las similitudes y
disimilitudes con la filosofía transcendental nos interesa mostrar la complicada
35 Cf. Heidegger, Martin: Sein und Zeit, Max Niemeyer, Tubinga, 161986, § 7 (trad. cast. de
Jorge Eduardo Rivera: El ser y el tiempo, Trotta, Madrid, 2003; en algunas ocasiones nos
separamos ligeramente de la traducción de Rivera). En próximas referencias SuZ.
36 SuZ, p. 37.
37 SuZ, p. 38.
38 La tesis de la continuidad con la filosofía transcendental ya fue defendida en un
temprano trabajo por Schulz, W.: «Über den philosophiegeschichtlichen Ort Martin
Heideggers», Philosophische Rundschau 1 (1953/54), p 79. La tesis de la
destranscendentalización ha sido sostenida repetidamente por Apel (cf. Apel, Karl-Otto: Die
Transformation der Philosophie. I. Sprachanalytik, Semiotik und Hermeneutik, Suhrkamp,
Frankfurt del Main, 1973, pp. 22-52 y 94-105 y Apel, Karl-Otto: «Sinnkonstitution und
Geltungsrechtfertigung. Heidegger und das Problem der Transzendentalphilosophie». En:
Forum für Philosophie Bad Homburg (ed.): Martin Heidegger: Innen- und Außensichten,
Suhrkamp, Frankfurt del Main, pp. 143-150).
[230]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
maniobra de Heidegger de seguir una estrategia transcendental sin un sujeto
transcendental.
Las lecciones del período de Friburgo y Marburgo, contempladas ahora desde
su historia efectual, se imparten en plena fase de desmoronamiento del
neokantismo y de un creciente auge de la filosofía de la vida. Dilthey, Nietzsche y
Bergson habían sustituido las operaciones generativas del yo transcendental por
la productividad, no pocas veces opaca y difusa, de la vida. Pero no habían
logrado liberarse del modelo expresionista de la filosofía de la conciencia, pues
para ellos sigue siendo válida la idea de una subjetividad que se exterioriza en
objetivaciones del espíritu humano para fundir después esas objetivaciones en la
vivencia. Heidegger retoma productivamente esos impulsos, pero huyendo de la
primacía que desde Kant detenta el concepto de subjetividad transcendental.
Tanto la ciencia originaria de la vida como la hermenéutica de la facticidad
descrita en los apartados anteriores se asientan en una crítica radical del sujeto
transcendental del conocimiento. La aplicación de la metodología científica
resulta a todas luces insuficiente para comprender y articular la red significativa
de la realidad humana. La aprehensión de la significatividad de la vida humana
en su facticidad concreta requiere de un modo de acceso diferente al que
proporcionan las ciencias: el acceso hermenéutico. Sin embargo, esa crítica, que
se sirve solapadamente de la diferencia ontológica entre ser y ente, entre Dasein
y entes que no son del mismo modo de ser que el Dasein, queda parcialmente
presa del planteamiento transcendental que intenta superar. El mismo intento de
disolución del concepto de subjetividad se atiene a la actitud transcendental de
un esclarecimiento reflexivo de las condiciones de posibilidad del ser-persona
como estar-en-el-mundo. La filosofía del sujeto ha de ser superada por una
filosofía igualmente sistemática. Y esto es lo que proporciona la ontología
fundamental al proceder también en términos transcendentales.
Es cierto que la hermenéutica de la facticidad pone fin a la primacía
metodológica de la autorreflexión que todavía obligaba a Husserl a proceder en
términos de reducción transcendental. Con todo, el lugar de la autoconciencia
husserliana lo ocupa ahora la articulación conceptual de la comprensión
preontológica del ser y de los plexos de sentido en que la existencia cotidiana se
encuentra ya siempre. El hombre se halla inserto desde su nacimiento en un
conjunto de relaciones con el mundo y ocupa una posición privilegiada frente al
resto de los entes intramundanos. Frente a la filosofía del sujeto esta estrategia
conceptual aporta una ganancia evidente: el conocimiento y la acción ya no
necesitan concebirse como relaciones sujeto-objeto. Los actos de conocimiento y la
acción se pueden entender ahora como derivados de los modos subyacentes del
estar dentro de un mundo intuitivamente comprendido en lugar de colocarlos en
la región de un sujeto que se enfrenta al mundo. En definitiva, el proyecto de
proporcionar una ontología fundamental a través de un analítica existenciaria del
Dasein representa, como ha señalado muy gráficamente Lafont, «el intento de
[231]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
seguir una estrategia transcendental sin un sujeto transcendental»39. Pero esto
no es posible en el marco de la clásica distinción empírico/transcendental. La
transformación hermenéutica de la filosofía requiere de un nuevo marco
conceptual que haga posible esa transformación. Aquí es donde interviene la
diferencia ontológica.
Desde las primeras lecciones de Friburgo y Marburgo hasta la redacción de
Ser y tiempo, Heidegger alude una y otra vez al factum de nuestra relación
simbólicamente mediada con el mundo y a la universalidad de la estructura de la
comprensión. Esta posición se concreta metodológicamente en una
transformación hermenéutica de la fenomenología que se asienta en dos cambios
fundamentales.
En primer lugar, la sustitución del modelo de la percepción presente en la
filosofía de la conciencia por el modelo de la comprensión propio de la
hermenéutica: «nuestras percepciones y concepciones más inmediatas están ya
expresadas, es más, están interpretadas de un determinado modo»40. Esta tesis se
repite de diferentes maneras desde las lecciones de 1919 hasta la afirmación de
Ser y tiempo de que «toda simple visión antepredicativa de lo a la mano ya es en
sí misma comprensora-interpretante»41. El elemento clave de la transformación
hermenéutica de la fenomenología es la afirmación radical de la prioridad de la
comprensión sobre la percepción. El ejemplo de la vivencia inmediata de la
cátedra ilustra a la perfección el significado y el alcance de esta transformación.
Por una parte, esta transformación permite pasar del tradicional paradigma
mentalista al paradigma hermenéutico: el mundo ya no se manifiesta en la región
interior de la conciencia, sino que el individuo ya está previamente arrojado a un
mundo simbólico que hace posible la inteligibilidad de la realidad. Y, por otra
parte, dicha transformación muestra que la estructura primaria de nuestra
relación con el mundo es de carácter significativo o, lo que es lo mismo, que la
supuesta percepción pura de los entes en realidad sólo es una abstracción
derivada de nuestra experiencia cotidiana del estar en el mundo. El fenómeno
que hace plausible esta transformación es la anticipación de sentido, el hecho de
movernos siempre ya en una comprensión del ser como condición de posibilidad
de nuestra experiencia en el mundo.
En segundo lugar, esta transformación lleva implícita la sustitución del
concepto tradicional de «mundo» entendido como conjunto de todos los entes por
el concepto hermenéutico de «mundo» como un todo simbólicamente estructurado
39 Lafont, Cristina: «Hermeneutics». En: Dreyfus, Hubert y Wrathall, M. (eds.): A
Companion to Heidegger, Blackwell, Oxford, 2004, p. 268. Y en el mismo texto de Lafont se
encuentra un interesante desarrollo de este nuevo marco conceptual de la diferencia
ontológica (cf. Lafont, «Hermeneutics», pp. 268-274) que resume los resultados de su
pionero trabajo Sprache und Welterschließung. Zur linguistischen Wende der Hermeneutik
Heideggers (Suhrkamp, Frankfurt del Main, 1994, pp. 30ss).
40 GA 20, p. 75 [cursiva del autor].
41 SuZ, p. 149.
[232]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
cuya significatividad hace posible la experiencia intramundana del trato con los
entes. En los diferentes análisis de la estructura del mundo circundante que
encontramos en las lecciones de juventud —desde las lecciones del semestre de
posguerra de 1919 La idea de la filosofía y el problema de la concepción del
mundo y las lecciones del semestre de invierno de 1919/20 Problemas de la
fenomenología hasta las lecciones del semestre de verano de 1923 Ontología.
Hermenéutica de la facticidad y las lecciones del semestre de verano de 1925
Prolegómenos para la historia del concepto de tiempo— encontramos el mismo
concepto de mundo que en Ser y tiempo. Desde la perspectiva del manejo
cotidiano y práctico de las cosas y de los objetos físicos del mundo, se desarrolla el
concepto de mundo entendido como un «contexto referencial de la
significatividad» (Verweisungszusammenhang der Bedeutsamkeit), como una
«totalidad significativa» (Bedeutsamkeitsganzheit).42 Los resultados de estos
análisis del mundo son especialmente relevantes para la crítica heideggeriana de
la filosofía de la conciencia.
Las consecuencias de este cambio de perspectiva son inmediatas. Mientras
que la filosofía de la conciencia toma el modelo de la relación sujeto-objeto, es
decir, la de un observador extramundano situado frente a la totalidad de los entes
contenidos en el mundo, la transformación hermenéutica de la fenomenología
remite a la vida humana, es decir, a un Dasein que se encuentra en un mundo
simbólico
compartido
con
otros.
Con
ello
se
consuma
una
destranscendentalización de los conceptos filosóficos heredados, quedando
excluido todo recurso a un sujeto transcendental constituyente del mundo. Por
ello, el punto de partida obligado de esta nueva perspectiva es la facticidad de un
Dasein que ya no es sujeto constituyente del mundo, sino que participa de la
constitución de sentido inherente al mundo en el que se encuentra ya siempre
arrojado.
Las diferencias específicas que la posterior Kehre traerá consigo no se remiten
tanto a estas dos premisas, la de un mundo holísticamente organizado y la de la
subsiguiente destranscendentalización del sujeto, como a un problema
estructural, que ya se vislumbra en los primeros cursos de los años veinte y que
se hace claramente patente en Ser y tiempo. Como apuntan las acertadas
interpretaciones de las dificultades metodológicas internas de Ser y tiempo de
Tugendhat y Lafont, la raíz de este problema ha de buscarse en la
incompatibilidad entre la transformación hermenéutica pretendida por Heidegger
42 Cf. GA 56/57, § 14; GA 58, § 24; GA 63, § 24; GA 20, § 23; SuZ, § 18, respectivamente.
Así, pues, la interpretación pragmática del mundo como una totalidad de equipamientos a
disposición del Dasein es completamente errónea. No hay que olvidar que Heidegger
introduce un concepto de mundo totalmente nuevo y opuesto a las dos nociones
tradicionales de mundo: por una parte, la empírica que considera el mundo como la
totalidad de entidades a las que también pertenece el ser humano y, por otra parte, la
transcendental que entiende el mundo como la totalidad de las entidades constituidas por
la instancia extramundana de la subjetividad transcendental.
[233]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
y la base metodológica desde la que intenta llevarla a cabo, a saber, la pretensión
de elaborar una ontología fundamental basada en la analítica existenciaria del
Dasein o, dicho de otro modo, el hecho de remitir la constitución del mundo a la
estructura existenciaria del Dasein.43 El mismo Heidegger explica la necesidad
interna de la Kehre como un intento de superar la preeminencia del Dasein
dogmáticamente presupuesta en Ser y tiempo. La instancia que permitirá esa
superación será el lenguaje.
De este modo, al desaparecer toda instancia extramundana, Heidegger se ve
obligado a introducir un cambio metodológico que le lleva a sustituir el binomio
empírico/transcendental por la mencionada diferencia ontológica. De entrada, es
cierto que el término técnico «diferencia ontológica» todavía no se utiliza en Ser y
tiempo y, por supuesto, no se menciona en ninguna de las lecciones del período de
Friburgo y Marburgo. Este concepto aparece por primera vez en el curso del
semestre de verano de 1927, Los problemas fundamentales de la fenomenología,
para señalar la «diferencia entre Ser y ente»44. Y un año más tarde, en las
lecciones de 1928, se ofrece una explicación más completa de esta expresión.45
Pero, a nuestro juicio, ese supuesto metodológico, sin el que no se comprende
buena parte de la argumentación heideggeriana, opera tanto en las lecciones de
juventud como en los escritos posteriores y, obviamente, también en Ser y tiempo.
En el caso de la vivencia del mundo circundante analizado anteriormente a partir
del ejemplo de la cátedra, ya se anuncia una diferencia ontológica esencial: la
diferencia entre la apertura previa de un mundo significativo que permite la
comprensión del ser de las cosas y el descubrimiento de los entes que se produce
en mi trato con ellos. En las primeras lecciones y en Ser y tiempo el acento se
coloca en el desvelamiento que la vida fáctica o el Dasein hace del ser de las cosas
existentes en cuanto estar-en-el-mundo. El acento, por tanto, recae en la
comprensión del mundo. Asimismo, en nuestro comportamiento también
distinguimos entre la apertura de mi existencia en el mundo y el descubrimiento
de los entes intramundanos.46 En este sentido, podemos afirmar que la diferencia
43 Cf. Lafont, C.: Sprache und Welterschließung. Zur linguistischen Wende der
Hermeneutik Heideggers, Suhrkamp, Frankfurt del Main, 1994, pp. 25-45 y Tugendhat,
Ernst.: Der Wahrheitsbegriff bei Husserl und Heidegger, Walter de Gruyter, Berlín, 1967,
p. 264. Tugendhat señala que precisamente el intento de destranscendentalización empuja
a Heidegger a esa ruptura metódica. Pero al abandonar el supuesto del sujeto
transcendental en favor de la diferencia ontológica también ha de renunciar a las
pretensiones de universalidad y necesidad inherentes a ese sujeto.
44 GA 24, p. 22.
45 Cf. Heidegger, Martin: Metaphysische Anfangsgründe der Logik im Ausgang von Leibniz
(GA 26), Vittorio Klostermann, Frankfurt del Main, 21990, § 10). En próximas referencias
GA 26.
46 Herrmann ha caracterizado en diferentes escritos esta doble apertura en términos de
una apertura extático-horizontal: por un lado, la apertura de mi existencia como apertura
extática y, por el otro lado, la apertura de los entes que no son Dasein como apertura
horizontal (cf., por ejemplo, Herrmann, Friedrich-Wilhelm von: Hermeneutik und Reflexion,
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
ontológica ya está presente implícitamente en los análisis de la vivencia del
mundo circundante. De ahí que hablemos de una presencia latente de la
diferencia ontológica.
Heidegger interpreta el elemento distintivo de la vida humana —a saber, la
prioridad del Dasein sobre las restantes entidades— de una manera
esencialmente diferente a la filosofía transcendental. A diferencia de Kant, el
análisis heideggeriano no descansa sobre el hecho de la razón, sino sobre el hecho
de que el ser humano tiene cierto grado de precomprensión del ser que Heidegger
califica de «comprensión del ser mediana y vaga»47. Y es precisamente esta
comprensión la que permite al Dasein aprehender la diferencia entre ser y entes
y, con ello, alcanzar una comprensión de sí mismo, de los otros y de cualquier
cosa que pueda comparecer en el mundo. Sin embargo, esta interpretación de la
diferencia ontológica implica mucho más que el hecho de adscribir al Dasein la
simple capacidad intuitiva de distinguir entre ser y entes. Como señala Lafont,
también implica: a) el hecho de que los entes sólo resultan accesibles a través de
una comprensión previa de su ser, lo cual equivale a reconocer la prioridad
transcendental del ser sobre cualquier otro ente: «el ser jamás es explicable por
medio de entes, sino que ser es siempre lo ‹trascendental› respecto de todo
ente»48; b) comprender la prioridad transcendental en términos hermenéuticos:
«sólo si hay comprensión del ser se hace accesible el ente en cuanto ente»49; c) y,
por último, el reconocimiento del estatuto detranscendentalizado de la
comprensión del ser en cuanto contingente, históricamente variable y plural.50
El hecho de que podemos distinguir intuitivamente entre las entidades de las
que hablamos y el modo de entenderlas parece bastante plausible. En cambio, la
aceptación de los otros hechos resulta cuanto menos problemática si no se acepta
el presupuesto de fondo de lo que podemos llamar «idealismo hermenéutico».
Sobre la base de la diferencia ontológica, la prioridad transcendental del ser sobre
los restantes entes se retrotrae a la pre-estructura de la comprensión del Dasein.
De esta manera, la precomprensión del ser de los entes que atesora el Dasein
hereda el estatus transcendental que tradicionalmente se otorga al conocimiento
sintético a priori: esta precomprensión esa anterior a toda experiencia de los
entes, pero determina toda comprensión de los mismos.51 Nos movemos, por
Vittorio Klostermann, Frankfurt del Main, 2000, p. 141).
47 SuZ, p. 5.
48 SuZ, p. 208.
49 SuZ, p. 212.
50 Cf. Lafont, Cristina: «Hermeneutics». Enn: Dreyfus, Hubert y Wrathall, M. (eds.): A
Companion to Heidegger, Blackwell, Oxford, 2004, pp. 268-269.
51 Aquí radica la transformación hermenéutica de la filosofía transcendental. De acuerdo
con Heidegger, las entidades no son accesibles sin una comprensión previa de su ser. Esto
es una manera de expresar el idealismo transcendental de Kant en términos de la
diferencia ontológica. Parafraseando el principio kantiano de los juicios sintéticos, el
idealismo hermenéutico de Heidegger podría expresarse de la siguiente manera: la
condiciones de posibilidad de la comprensión del ser de los entes son al mismo tiempo las
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
tanto, en el horizonte de una estructura holística de la comprensión en la que el
significado determina la referencia. Este tipo de holismo del significado ya está
presente en la rotunda afirmación de las lecciones del semestre de 1919: «lo
significativo es lo primario»52.
Ya en las lecciones del semestre de verano de 1923 se apunta hacia un nexo
entre ser y significatividad: «‹significativo› equivale a: ser, ser-ahí en el modo de
un determinado sig-nificar»53. Pero a medida que la ontología fundamental va
tomando cuerpo, la presuposición de un sentido unitario del ser se hace cuanto
menos problemática, ya que se va haciendo cada vez más patente la diferencia
entre las estructuras ontológico-formales del Dasein en general y sus
concretizaciones óntico-históricas. Y sin una previa justificación se afirma que
entre ambas existe una relación de fundamentación. En una carta dirigida a
Husserl en 1927, Heidegger menciona que el modo de ser del Dasein es
totalmente distinto al de los restantes entes y que como tal «alberga la
posibilidad de la constitución transcendental»54. En el último curso de Marburgo
de 1928, Principios metafísicos de la lógica, se ahonda en esta diferencia
ontológica y se señala que «la necesidad interna de que la ontología vuelva sobre
el lugar del que surgió se puede clarificar a partir del fenómeno originario de la
existencia humana: que el ‹ente› ‹persona› comprende el ser; en la comprensión
del ser descansa, a su vez, la realización de la diferencia entre ser y ente; sólo hay
ser si el Dasein comprende el ser. Con otras palabras: la posibilidad de que en la
comprensión se dé el ser tiene como premisa la existencia fáctica del Dasein»55.
Esta nueva perspectiva trae consigo dos importantes consecuencias para el
pensamiento de Heidegger. Por una parte, la relación sujeto-objeto de la
condiciones de posibilidad del ser de estos entes (cf. Lafont, «Hermeneutics», p. 283).
Obviamente, no se trata de volver a un modelo de conocimiento prekantiano en el que se
establezca una relación intramundana entre un sujeto y un objeto. Para Heidegger, la
cuestión ontológica no se puede pensar en términos de una relación empírica y óntica entre
dos entes, sino como un problema transcendental. Se anuncia así la necesidad de una
transformación ontológica fundamental de la filosofía transcendental que se consumará en
Kant y el problema de la metafísica: «el conocimiento transcendental no investiga pues a los
entes mismos, sino la posibilidad de la comprensión previa del ser, es decir, la constitución
ontológica del ente. Elevar la posibilidad de la ontología a problema significa: interrogar por
la esencia de la comprensión del ser, filosofar en clave transcendental» (Heidegger, Martin:
Kant und das Problem der Metaphysik, Vittorio Klostermann, Frankfurt del Main, 51991, p.
16.).
52 GA 56/57, p. 73.
53 GA 63, p. 93.
54 Heidegger, Martin: «Brief an Husserl» (22 de octubre de 1927). En: Husserl. E.:
Phänomenologische Psychologie (Anhänge) (Husserliana IX), Martinus Nijhoff, La Haya,
31968, p. 600.
55 GA 26, p. 199.
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conciencia objetivante ya siempre se encuentra sumida en el nexo estructural de
la conformidad, por lo que los entes intramundanos se manifiestan
primariamente como útiles y no como objetos de la observación teórica. Por otra
parte, ese enraizamiento ya siempre presupuesto de la conciencia objetivante y
del Dasein en el horizonte abierto del estar-en-el-mundo ha de entenderse en
términos dinámicos y temporales. De esta manera, el Dasein no sólo es
dependiente de la constitución de sentido del estado de abierto, sino que también
«pre-es» temporalmente. Precisamente el análisis de la estructura de la
temporalidad del ya-siempre-estar-en-este-mundo lleva a la ineludible
comprensión de la historicidad del Dasein finito. Todo el esfuerzo de
destranscendentalización desplegado por Heidegger se concentra en estos dos
aspectos. A ello cabría añadir la consideración, comúnmente aceptada y
desarrollada en detalle por Gadamer56, de que a la estructura del comprender
(que condiciona temporal e históricamente tanto la vida cotidiana como la
ciencia) le es propia una precomprensión del mundo que se articula
lingüísticamente a partir de un público estado de interpretado del mundo del
Dasein: «el Dasein no logra liberarse jamás de este estado interpretativo
cotidiano en el que primeramente ha crecido. En él, desde él y contra él se lleva a
cabo toda genuina comprensión, interpretación y comunicación, todo
redescubrimiento y toda reapropiación. No hay nunca un Dasein que, intocado e
incontaminado por este estado interpretativo, quede puesto frente a la tierra
virgen de un ‹mundo› en sí, para solamente contemplar lo que le sale al paso»57.
Aquí se hace patente aquella dimensión del «ya siempre» de la estructura
previa e irrebasable del mundo con la que la fenomenología hermenéutica de
Heidegger se distancia del modelo óptico y prelingüístico de la evidencia de la
fenomenología de Husserl. Volvemos así sobre los pasos del programa
heideggeriano de una radicalización de la fenomenología en la que, como se ha
intentado mostrar, Heidegger sustituye la intencionalidad husserliana por lo que
él denomina el estado de abierto. La conciencia no puede producir
simultáneamente aquello por lo que primeramente existe, la referencia a los
objetos. La referencia ha de existir con antelación a la conciencia y a sus posibles
operaciones en un ámbito objetual previamente abierto en general, el sentido del
ser. Heidegger lo expresa de la siguiente manera: «dirigiéndose hacia y
aprehendiendo algo, el Dasein no sale de su esfera interna, en la que estaría
56 Un tema profusamente desplegado en la tercera parte de Verdad y método y que, como
reconoce Gadamer, se inspira en buena parte en la transformación hermenéutica de la
fenomenología de Heidegger.
57 SuZ, p. 169.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
primeramente encapsulado, sino que, por su modo primario de ser, ya está
siempre ‹fuera›, junto a un ente que comparece en el mundo ya descubierto cada
vez»58. Con la incorporación del fenómeno del mundo, la ontología fundamental
encuentra una respuesta satisfactoria al problema de la constitución de sentido.
Una respuesta que presupone la diferencia ontológica.
Jesús Adrián Escudero
Departamento de Filosofía
Facultad de Letras
Universidad Autónoma de Barcelona
08193 Bellaterra
[email protected]
58 SuZ, p. 62.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
LOS COMPONENTES ÚLTIMOS
DEL UNIVERSO
Miguel Espinoza. Université Strasbourg
«I do not profess to know what matter is in itself, and feel no confidence in the
divination of those “esprits forts” who, leading a life of vice, thought the universe must
be composed of nothing but dice and billiard-balls. I wait for the men of science to tell
me what matter is, in so far as they can discover it, and am not at all surprised or
troubled at the abstractness and vagueness of their ultimate conceptions: how should
our notions of things so remote from the scale and scope of our senses be anything but
schematic? But whatever matter may be, I call it matter boldly, as I call my
acquaintances Smith and Jones without knowing their secrets: whatever it may be, it
must present the aspects and undergo the motions of the gross objects that fill the
world».
Jorge Santayana
Resumen: De acuerdo con la filosofía de la naturaleza iniciada por algunos
presocráticos, por Leucipo y Demócrito (quienes integran elementos eleatas y
pitagóricos), el análisis del universo no iría al infinito sino que se detendría en unidades
últimas, los átomos. El problema es el siguiente: si existen componentes últimos, ¿cómo
imaginarlos o concebirlos de tal manera que los sistemas naturales, sea cual fuere su
nivel de emergencia ― por ejemplo inerte, animado, sensible, racional ― tengan las
propiedades y comportamientos que nuestra experiencia revela? Para procurarnos
algunos elementos de respuesta, se expone y se evalúa una visión, necesariamente
esquemática, de algunas de las soluciones mayores que se han propuesto: los átomos de
los antiguos, los átomos de los modernos, las mónadas leibnizianas y las entidades
actuales whiteheadianas. Finalmente se hace notar una serie de aporías del atomismo,
seguidas de una lista de propiedades o de exigencias que los componentes últimos del
universo, si existen, tendrían que tener o satisfacer, para que la naturaleza sea como es
en todos sus estratos emergentes.
Abstract: «The ultimate components of the Universe». According to the
philosophy of nature inaugurated by some Presocratic thinkers, by Leucippus and
Democritus (who integrated some Eleatic and Pythagorean elements) the analysis of
the Universe would not mean an infinite regress but would end in ultimate unities, the
atoms. The problem is the following: If there are such ultimate components, then how
should we conceive them so that natural systems, irrespective of their level of
emergence ― for instance, inert, animated, sensible, rational ― have the properties and
behaviour revealed by our experience? In order to get an idea of the answer, I put
forward what has to be here a brief account and assessment of some major solutions:
the atoms of ancient thinkers, the atom according to modern science, the Leibnizian
Monads and the Whiteheadian actual entities. Finally, I call attention to a series of
aporias of atomism, followed by a list of properties the ultimate components of the
Universe, if they exist, should have or satisfy, so that nature be as it is in all its
emergent strata.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
I. Principios de la tradición atomista
La eliminación del estrato explicativo de la ciencia significa la amputación de
su parte más interesante y tiende a rebajar la humanidad a la animalidad.
¿Cómo entender que desde que el pensamiento racional existe hasta ahora tantas
generaciones hayan dedicado sus vidas a explicar el mecanismo del mundo?
Habría que dar cuenta de este hecho histórico y sicológico. Y para explicar el
mecanismo del mundo hay que desarrollar una ontología. Las propuestas
atomistas examinadas a continuación son construcciones ontológicas en vista de
una explicación última de la formación del mundo.
La filosofía de la naturaleza inaugurada por los presocráticos, por Leucipo y
por Demócrito, elaborada luego de manera magistral por Aristóteles, nos ha
legado dos grandes tradiciones, el atomismo y el hilemorfismo. El primer
principio de la inteligibilidad natural según Platón y Aristóteles es la forma, el
eidos, la razón de las cosas, aunque la explicación metafísica de la forma del
platonismo y del aristotelismo difiere. Por otra parte, el género detrás de las
diferentes especies de atomismos es que el mundo consta de últimos
constituyentes indivisibles e invariantes. Ahora bien, estos últimos componentes
han sido concebidos de diferentes maneras, lo que explica el carácter
multifacético del atomismo: materialista, pansiquista, mecanicista u organicista.
El problema examinado aquí es el siguiente: si existen últimos componentes,
entonces ¿cómo hay que imaginarlos o concebirlos de tal manera que los sistemas
naturales, sea cual fuere su nivel de emergencia, tengan las propiedades y
comportamientos que nuestra experiencia revela? Dado el reducido espacio de un
artículo, inconmensurable con la extensa y rica historia del problema, una
selección drástica se impone, razón por la cual daré una breve idea esquemática
de sólo algunas de las soluciones mayores que se han propuesto, evaluando de
paso, con respecto a cada cosmología, qué aspectos son admisibles y cuáles son
inaceptables y por qué razón, sin pretender, evidentemente, a la exhaustividad.
Finalmente propondré, a modo de conclusión, una lista de las propiedades que
tendrían que cumplir los últimos componentes del universo para que el mundo
sea como es.
Antes de entrar en la explicación y en la discusión de nuestro problema, es
útil explicitar los principios de la tradición atomista:
El primer principio es un axioma de existencia, ontológico: afirma la
existencia de últimos componentes del universo. Los sistemas naturales no son
divisibles al infinito sino que están compuestos, en última instancia, de una
multiplicidad de últimos constituyentes.
El segundo principio es ante todo un axioma de orden racional que implica
una exigencia ontológica: se trata de la conservación de la sustancia, la idea de
que en la evolución de los sistemas, en todo orden de devenir, algo cambia pero
también algo queda porque « nada sale de la nada… ni desaparece en la nada »,
como lo escribió Lucrecio en el siglo I a.C. Lo que queda a través del devenir, sea
cual sea su naturaleza, es siempre un nuevo arreglo de últimos constituyentes.
En efecto, si hubiera creación y aniquilación en sentido estricto, el principio de
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
causalidad sería inoperante, y tanto el conocimiento en general como la ciencia en
particular serían, en consecuencia, imposibles.
El tercer axioma afirma la emergencia de sistemas: los últimos componentes
del universo se unen y se separan repetidamente, uniones y separaciones de
últimos constituyentes que explican tanto la corrupción de sistemas como la
formación de nuevos sistemas que pueden ser cada vez más complejos y presentar
propiedades emergentes, las cuales hacen posible la aparición de nuevos
comportamientos que obedecen a su vez a nuevas leyes emergentes.
Es probable que haya además otros principios racionales o presuposiciones de
nuestro problema ― cómo tienen que ser los últimos componentes del universo, si
los hay ― pero estos tres son centrales. Desde un punto de vista atomista, sin
estos axiomas hay que abandonar toda esperanza de comprensión racional del
mundo.
II. Los átomos de los antiguos
Los historiadores enseñan que lo esencial de la doctrina atomista fue
imaginado mucho antes de la Antigüedad Clásica griega. Al parecer los primeros
filósofos griegos la trajeron de Oriente y en particular de la India, donde la
doctrina atomista forma parte del sistema filosófico y religioso llamado
Vaisechika.
La primera tentativa de solución de nuestro problema ― cuál es la naturaleza
de los últimos componentes del universo, si los hay ― la constituye el átomo de los
antiguos. Leucipo y Demócrito tuvieron la intuición de que todo está hecho de
átomos. Alrededor del año 400 a.C. Demócrito declaró: « si todo cuerpo es divisible
al infinito, entonces una de dos cosas: o bien no quedará nada o quedará algo. En
el primer caso, la materia sólo tendría una existencia virtual, y en el segundo,
uno se plantea la pregunta: ¿qué queda? La respuesta más lógica es la existencia
de elementos reales e indivisibles llamados, en consecuencia, átomos ». Si los
cuerpos fueran divisibles al infinito, o bien no quedaría nada, y en ese caso la
materia sería un nombre sin realidad, o bien los cuerpos estarían compuestos de
puntos inextensos, lo que es contradictorio. Por eso la división al infinito es
imposible, ella se detiene necesariamente en magnitudes últimas, los átomos. Y
Demócrito agregó: « Por convención lo dulce, por convención lo amargo, por
convención lo caliente, por convención lo frío, por convención el color: pero en
realidad átomos y vacío ».1 Sólo las cualidades primarias (de orden matemático o
cuantitativo) son reales, mientras que las cualidades secundarias (las sensaciones
de color, de sabor, etc.) son apariencias y tienen que explicarse como
epifenómenos de las combinaciones atómicas.
Tal vez la mejor manera de definir el atomismo consiste en decir que, de
acuerdo con esta doctrina, no existe en el universo ningún movimiento, ninguna
alteración, ninguna transformación, ninguna generación sin que haya un nuevo
1 Mullach, Fragmenta philosophorum graecorum, París, 1860, p. 357 y s.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
arreglo atómico del sistema que cambia. Se trata sin duda de una de las
intuiciones científicas y metafísicas más profundas, la que ha sido, además,
acertada habida cuenta de la calidad y de la cantidad del conocimiento que ha
permitido obtener. Es como si la naturaleza le hubiera permitido al hombre,
desde los comienzos del pensamiento racional (occidental), tener una de las
intuiciones más adecuadas, una de las llaves que abren el fondo de las cosas: todo
lo que existe, sea cual sea su naturaleza o su forma, está compuesto de los
mismos elementos, los átomos eternos, ni creados ni destructibles. La tradición
atomista no es la única en postular elementos últimos; por ejemplo, también los
hay en la tradición hilemórfica, dinamicista y escolástica, pero a diferencia del
atomismo donde los átomos son universalmente los mismos ― difieren solamente
por su peso y masa, y no por sus naturaleza ―, para el hilemorfismo cada clase de
seres o de cosas consta de minima diferentes de extensión concreta, de partes
últimas diferentes. Otra especificidad del atomismo puro es la dimensión de los
átomos: serían éstos infinitamente pequeños y van allá de lo que se puede
imaginar. Y a pesar de eso, tienen un peso, una masa y una extensión reales.
El Ser de Parménides es uno e inmutable, y las paradojas de Zenón, su
discípulo, tenían como objetivo mostrar que el movimiento, el paso del tiempo,
son sólo ilusiones de la percepción. Pero el movimiento, el cambio, es evidente,
« habría que ser un vegetal para negarlo » se burla Aristóteles, y escribe: « En
efecto, sus premisas [las de los eleatas] son falsas y sus silogismos erróneos… En
cuanto a nosotros, establecemos como principio que los seres de la naturaleza, en
totalidad o en parte, se mueven ».2 Por eso para explicar el ser y el devenir a
Leucipo y a Demócrito se les ocurrió romper el Ser parmenídeo, y los trocitos son
los átomos. La eternidad de los átomos, su carácter indestructible, es una
propiedad heredada de la eternidad del Ser de Parménides. Desde ese entonces el
movimiento, el cambio, todo devenir, sea cual fuere, llegó a ser imaginable como
una simple translación de los átomos en el vacío. Los primeros pensadores
modernos abandonan en la explicación del devenir el rol de los principios
internos, no hay ni causa formal ni causa final, ni predominio de la cualidad: se
explica por figura y por movimiento. Y de todos los movimientos, el
desplazamiento de un objeto es el más inteligible. Así se explica que el
mecanicismo sea la base de muchas teorías en las ciencias naturales y que la
mecánica racional sea el modelo de todas ellas.
Vimos la contribución eleata a la atomística; el otro componente es pitagórico:
la idea de que las cosas son números, colecciones de unidades o puntos, razón por
la cual el mundo es matemáticamente conocible. Así, si nos representamos los
ogkoi o puntos extensos ordenados en figuras, como las piezas de dominó, tal vez
la idea de que las cosas son números resulte menos chocante y permite entender
las transformaciones, un rectángulo en cuadrado o en otro rectángulo. Luego
viene la generalización: dados el vacío infinito y el movimiento de los átomos,
toda forma, toda metamorfosis, toda desagregación, todo nuevo arreglo resulta de
2 Aristóteles, Física, I, cap. 2., 185a 9 - 14.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
combinaciones de unidades, de átomos eternos e indeformables. De esta manera
la explicación matemática del mundo quedó asociada al atomismo, vínculo que
será reforzado por la física moderna.3
Según los antiguos atomistas, las únicas propiedades de los átomos son su
insecabilidad absoluta, su indeformabilidad, su eternidad, sus formas
geométricas con los ganchos que les permiten unirse, su movilidad y su peso.
Merece la pena hacer notar que los átomos, según Demócrito, tienen una forma
geométrica: esto es excepcional dentro de la visión atomista, y deja al atomismo
democríteo inmune a la crítica hilemorfista de que la falta más grave del
atomismo es la ausencia del concepto de forma. (Quisiera agregar, de paso, que
esta crítica, dirigida generalmente contra las diferentes especies de materialismo,
es acertada, dado el alto valor explicativo de las formas geométricas).
Para Leucipo y Demócrito el peso atómico era, al parecer, sólo una
consecuencia derivada de la magnitud, en cambio pasó a ser una propiedad
primitiva en Epicuro. Una superficie lisa es una especie de entarugado perfecto
de átomos triangulares. El agua corre porque sus átomos son redondos. Hay
frutas ácidas porque están hechas de átomos puntiagudos. La percepción es un
tránsito de átomos que van de un objeto a un organismo y éste los recibe en
función de la forma de los átomos y de la forma de los orificios de sus aparatos
sensoriales.
Los atomistas antiguos tenían dos problemas principales: por una parte,
explicar la formación de cosas diferentes a partir de átomos idénticos, y por otra,
los que creían en la libertad humana, tenían el problema adicional de explicarla
porque sucede que la teoría atomista de Leucipo y de Demócrito es determinista:
los átomos, pesados, caen en el vacío de manera vertical y mutuamente paralela.
Pero si los átomos y los conglomerados atómicos no se chocan, no se encuentran,
no se entrecruzan, entonces no se explica la deformación ni la formación de
nuevos seres y objetos, y si el movimiento está determinado, la libertad humana
no existe. Para resolver estos problemas Epicuro imaginó el clinamen: en su
caída, los átomos son capaces de desviarse espontáneamente, sin causa interna ni
externa, y por eso la desviación está, espacial y temporalmente, causalmente
indeterminada. Se ve que desde los tiempos antiguos se creyó necesario agregar
una hipótesis ad hoc y arbitraria para dar cuenta de la espontaneidad y de la
libertad. Pero como lo ad hoc y lo arbitrario son irracionales, incompatibles con la
ciencia, lo coherente es reconocer que si hay sistemas libres o espontáneos,
absolutamente desprovistos de causas, entonces no son comprensibles.
La gran intuición atómica de los antiguos sorprende puesto que nada de lo
que vemos la sugiere. En consecuencia, de acuerdo con el atomismo, la diversidad
natural, las diferentes fases de la materia (sólida, líquida, gas, etc.), así como la
existencia de los diversos niveles de organización (materia viva, materia sensible,
materia de pensamiento) todo eso no es otra cosa sino átomos unidos de maneras
3 Ver, por ejemplo, Abel Rey, La Science dans l’Antiquité. La maturité de la pensée
scientifique en Grèce, Albin Michel, París, 1939, pp. 393 - 419.
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diferentes. En los textos antiguos, como en el libro de Lucrecio De la naturaleza
de las cosas, se encuentran ejemplos como éste: de la tierra, materia inanimada
compuesta de cristales, crece la hierba, materia vegetal. Así de la materia
inanimada surge la materia animada. Luego el cordero come la hierba y la
materia inanimada, por intermedio de la materia animada, da nacimiento a la
materia sensible. Finalmente el hombre se come el cordero y la materia se
convierte en materia de pensamiento.
El reconocimiento realista del valor científico de la hipótesis atómica
contrasta con la crítica negativa de un idealista como Schopenhauer quien no ve
en los átomos sino infantilismo y error porque, según él, toda investigación tiene
que empezar desde el interior del sujeto, desde el ego cogito cartesiano o de lo a
priori kantiano, y no, de manera realista, desde la naturaleza objetiva.4
Típicamente, los idealistas confunden lo primero en el orden del conocer con lo
primero en el orden del ser. El problema es precisamente saber, una vez más,
cómo tienen que ser los últimos componentes de la naturaleza para que surja,
entre otros sistemas, el hombre y su actividad intelectual.
III. Los átomos de los modernos
Durante la Edad Media el atomismo estuvo casi olvidado. Los problemas de
filosofía natural fueron planteados, por lo general, dentro de la tradición
hilemórfica. La doctrina que prevaleció fue el minimismo, la idea de que cada ser
consta de partes mínimas más allá de las cuales el ser pierde su esencia. Los
minima se combinan guiados por la influencia directora de la forma, organización
que permite, en algunas circunstancias y según las partes en presencia, fundir
las partes en un nuevo ser. Le parecía a los medievales que esta explicación es
preferible a la dada por el atomismo: los átomos pueden mezclarse, pero si fueran
observables, seguiríamos distinguiéndolos porque se aglomeran en un todo cuyos
componentes siguen siendo heterogéneos. En cambio cuando las partes de
especies diferentes reaccionan de tal manera que hay emergencia de una nueva
sustancia, como cuando se combina el hidrógeno y el oxígeno en las proporciones
y en las condiciones apropiadas obteniendo agua, el resultado no es una simple
mezcla de elementos que manteniendo su identidad siguen siendo heterogéneos,
sino la emergencia de una nueva sustancia homogénea. Se consideraba entonces
que el atomismo, que intenta describir la cohesión de los átomos solamente
mediante sus contactos, era útil en el mejor de los casos para explicar las
propiedades físicas, pero no para dar cuenta de lo que ocurre en los fenómenos
químicos o biológicos.5
4 Arthur Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, edición inglesa The
World As Will And Representation, Dover, New York, 1969, volumen II, pp. 314 - 317.
5 Ver Albert Farges, Matière et forme en présence des sciences modernes, Libraires Berche et
Tralin, París, 1908, Capítulo II «L’Atomisme», y Norma E. Emerton, The Scientific
Reinterpretation of Form, Cornell University Press, Ithaca y Londres, 1984, Capítulo 3
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
En el origen del pensamiento moderno, los científicos o filósofos muchas veces
se limitaron a copiar, casi tal cual, las explicaciones de los primeros atomistas
griegos. Para los antiguos, como para los modernos anteriores a Newton, las
únicas propiedades de los átomos eran la insecabilidad absoluta, la
indeformabilidad, la eternidad, las formas geométricas con los ganchos que les
permiten unirse, la movilidad y el peso. Newton agregó la impenetrabilidad y
sometió los cuerpos a una fuerza que actúa misteriosamente a distancia, la
gravitación universal. Según Newton, todo lo que existe físicamente son cuerpos
compuestos de átomos. La materia y la luz son corpusculares. Los cuerpos se
atraen y se chocan porque están compuestos de átomos impenetrables. Los
átomos son concebidos como pequeños objetos ultra-sólidos. (Hoy habría que
agregar que estos átomos eran concebidos como “indestructibles” en la medida en
que la física newtoniana no es relativista y por eso la masa no se puede convertir
en energía). El único comportamiento de los cuerpos en el espacio y en el tiempo
es la acción por contacto o la acción a distancia. El movimiento en el universo no
es otra cosa que una gigantesca partida de billar que se desarrolla en el espacio y
en el tiempo absolutos, en una especie de marco que podría existir incluso vacío,
sin cuerpos, sin materia, sin fuerzas ni radiación. La metáfora del universo como
una partida de billar con objetos materiales inertes contrasta, nítidamente, con la
visión biológica del mundo que era aquélla de Aristóteles (el estagirita pasó parte
de su tiempo mirando el desarrollo de los huevos de gallina). En una palabra:
comparando el desarrollo de un huevo con el comportamiento de una bola de
billar tendremos una idea metafórica de las visiones del mundo de Aristóteles y
de los modernos fisicomatemáticos.
El universo newtoniano está perfectamente determinado por causas
eficientes, por los movimientos de los cuerpos presididos por la ley de la
gravitación universal. Fue el universo newtoniano el que sirvió de modelo al
determinismo de Laplace: si se conocen con exactitud las condiciones iniciales del
universo y las leyes de su evolución, entonces en principio y gracias al cálculo,
todo es conocible, calculable: el pasado, el presente y el futuro — no hay lugar
para ninguna especie de espontaneidad ni de libertad, como ocurría con el
atomismo determinista de Leucipo y de Demócrito.6
Hacia mediados del siglo XVIII Boscović propuso una concepción diferente.
Sus átomos no son corpúsculos como los átomos newtonianos sino puntos
geométricos sin extensión. La dinámica del universo se explica porque cada punto
inextenso es centro de una fuerza única cuyo modo de acción varía de acuerdo a
la distancia con respecto al punto. La concepción de las unidades últimas como
fuerzas permitió a Boscović evitar uno de los problemas del atomismo precedente,
a saber, cómo explicar el devenir natural si las únicas sustancias son los átomos
inmutables. La misma fuerza puede ser repulsiva o atractiva dependiendo de si
«Mixtion and Minima : The Beginnings of a Corpuscular Approach to Form».
6 Pierre Simon de Laplace, Essai philosophique sur les probabilités, París, 1814, cap. 1 «De
la probabilité».
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se acerca al punto o si se aleja de él. Después de muchas oscilaciones la fuerza
llega a ser definitivamente atractiva y disminuye según la ley de Newton,
proporcionalmente al cuadrado de la distancia. Desde ese momento, las teorías
que postulan la existencia de átomos como centros de fuerza se inspiran de
Boscović. Pero la concepción de este físico es difícilmente aceptable: primero, no
se ve cómo algo inextenso, un punto geométrico de dimensión nula, puede formar
cosas extensas; luego no se entiende cómo desde un punto geométrico puede
emanar una fuerza capaz de una actividad física; y por último tampoco se
entiende cómo una fuerza única puede tener propiedades incompatibles como ser
atractiva y repulsiva — por qué, a partir de un cierto límite, pasaría de un modo
a otro.7
La concepción del universo, desarrollada y afinada en la física matemática por
una larga serie de científicos desde Galileo y Descartes hasta nuestros días, ha
dado la tradición científica más productiva de la humanidad. Me refiero al
conocimiento objetivo del mundo físico. Durante algunos períodos se han
elaborado críticas anti-mecanicistas, románticas o fenomenológicas que no han
conseguido constituir una ciencia rival y paralela al mecanicismo atomista. (Por
otra parte, podemos depositar esperanzas de nuevos desarrollos del conocimiento
renovando la tradición de la inteligibilidad de la forma, diferente del mecanicismo
atomista, pero no es éste el lugar para la justificación de esta idea). Entre los
múltiples elementos que no habría que olvidar para completar este cuadro
fisicista, anterior a 1900 y basado en el comportamiento de objetos inanimados,
habría que mencionar al menos la física de fluidos, los trabajos de Maxwell sobre
el electromagnetismo y el descubrimiento de la constancia de la velocidad de la
luz en el vacío. Estos trabajos o datos son lógica y empíricamente incompatibles
con la mecánica racional newtoniana, y la solución de esta incompatibilidad
vendrá, como se sabe, un poco más tarde, con el desarrollo de la física relativista
que abandonará las ideas de espacio y tiempo absolutos.
En química y según la ley de Proust, toda molécula contiene, por cada
sustancia elemental, un número entero de átomos, y por lo tanto su composición
no puede variar de manera continua sino mediante saltos discontinuos que
corresponden a la entrada o a la salida de por lo menos un átomo. «John Dalton
supuso [entonces] que las sustancias elementales de las cuales se componen los
diversos cuerpos están formadan por una clase determinada de partículas que
son todas rigurosamente idénticas (una vez aisladas), partículas que atraviesan,
sin dejarse nunca subdividirse, las diversas transformaciones químicas o físicas
7 Ver, por ejemplo, Émile Meyerson, Identité et réalité, París, 1908, edición Vrin, París,
1951, p. 71 y s. La tesis de Meyerson según la cual explicar quiere decir reducir la
diversidad a la identidad encuentra una ilustración en el hecho de que finalmente, detrás
de la diversidad de cambios, detrás de todo devenir, queda la identidad de los átomos
invariables.
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que sabemos provocar, y que, insecables por estos medios de acción, pueden ser
llamados átomos, en el sentido etimológico».8
Hacia 1900 Planck, gracias a su trabajo sobre el espectro de la radiación del
cuerpo negro, descubrió la noción de quanta o átomos de energía. Luego Einstein,
en su estudio del efecto fotoeléctrico, hizo ver que la luz está compuesta de un
cierto tipo de átomos, los fotones, corrigiendo la idea que prevalecía en el siglo
XIX de que la luz era una radiación continua, un fenómeno ondulatorio divisible
al infinito.9 Pero no sólo los átomos de luz tienen un doble comportamiento,
corpuscular y ondulatorio, también los electrones o átomos de materia presentan
esta dualidad de comportamiento, como lo demostró Louis de Broglie: los
electrones, estudiados individualmente, tienen un comportamiento aleatorio e
imprevisible, pero cuando un gran número de ellos atraviesa, por ejemplo, un
cristal de níquel, entonces hay una difracción típica del comportamiento
ondulatorio. Hoy la física cuántica no elige entre el continuo y el discontinuo,
entre lo ondulatorio y lo corpuscular porque los elementos últimos de la física son
ondulatorios y corpusculares. Y la creencia en la solidez, o en la ultra-solidez de
los átomos se abandonó cuando a comienzos del siglo XX Perrin, Rutherford y
Bohr pudieron mostrar la compleja estructura planetaria interna de los átomos.
En consecuencia lo que hasta entonces se llamaba «átomos» ya no son entidades
indivisibles sino que están compuestas de un núcleo y de una serie de electrones
planetarios repartidos según leyes estrictas en niveles energéticos sucesivos. Pero
este modelo planetario también resultó inadecuado cuando la mecánica cuántica
obligó a abandonar la noción de órbita electrónica. Por ejemplo, en el átomo de
hidrógeno el núcleo está rodeado por una nube continua de electricidad negativa
cuya carga total es igual a la carga de un electrón.10
Desde fines de los años 1960 se ha desarrollado la teoría de cuerdas. Su
interés no es solamente físico sino también filosófico porque renueva la tendencia
de la razón a exigir la unidad en la multiplicidad. Se intenta imaginar una forma
unificada de conciliar el comportamiento dual ondulatorio y corpuscular de los
elementos físicos, se busca representar de una forma unificada las diferentes
fuerzas o interacciones de la física: la fuerza gravitacional, la electromagnética, la
interacción débil y la interacción fuerte. Se espera, en particular, que la teoría de
cuerdas se desarrollará en una teoría cuántica de la gravitación. ¿Y qué son estas
cuerdas, estos últimos constituyentes del universo? La mecánica cuántica
presupone que los componentes últimos son como puntos de dimensión nula,
mientras que la idea central de la teoría de cuerdas es que tales entes últimos son
objetos extensos unidimensionales, extremadamente pequeños, tal vez del orden
8 Jean Perrin, Les Atomes, París, 1913, edición Flammarion, París, 1991, p. 44.
9 Ver, por ejemplo, Vasco Ronchi, Histoire de la lumière, Armand Colin, París, 1956.
10 Ver, por ejemplo, Emile Borel, L’Evolution de la mécanique, Flammarion, París, 1943, y
Feynman Lectures on Physics, por Richard Feynman, Robert Leighton y Matthew Sands,
vol. 3 «Quantum Mechanics», Addison-Wesley Publishing Company, Inc., Reading, Mass.,
1965.
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de la longitud de Planck, 10-35 m, y que vibran con ciertas frecuencias específicas.
(Aunque las teorías de cuerdas también consideran objetos de dimensiones
superiores, hasta más de veinte). Ahora bien, cada modo de vibración hace
aparecer la cuerda como un objeto diferente, por ejemplo, como electrón o como
fotón. Se conciben las cuerdas como objetos susceptibles de partición cuyas partes
se pueden combinar y recombinar, lo que les daría la apariencia de objetos que
emiten y que absorben otras partículas, y de esta manera emergerían las
interacciones entre las partículas. Así las cuerdas estarían en la base de una
Teoría del Todo.11
En cuanto a la emergencia de sistemas cada vez más complejos hasta llegar a
los sistemas que tienen nuestra propia dimensión, se reconoce que las moléculas
se componen de átomos, compuestos de partículas elementales, que están
probablemente compuestas de quarks. También se reconoce que los átomos están
atados por fuerzas electromagnéticas y los núcleos por las interacciones fuerte y
débil. Todo esto lo enseña la teoría de las partículas elementales. Y para tener
una idea de la emergencia de la estructura de la materia en todas sus fases, y de
los fenómenos térmicos y magnéticos, entre otras propiedades, se cuenta en física
con las leyes de la termodinámica y de la mecánica estadística.
Los átomos ya no son representables como bolitas elementales, ni como
sistemas solares en miniatura, ni tienen en general ninguna figura representable
espacial y visualmente (la reciente teoría de cuerdas es tal vez una excepción). Lo
atómico se puede calcular, pero la física ya no nos da una imagen del universo.
Muchos especialistas nos piden ver en la mecánica cuántica un formalismo «que
funciona» y nada más. Esta situación es una desgracia para la inteligibilidad de
la naturaleza porque no hay que olvidar que, desde el punto de vista de la
comprensión del mundo, ni la teoría ni el cálculo son valiosos en sí sino que son
un medio para entender, y el sujeto del entendimiento no es una calculadora ni
un ordenador sino una mente humana con sus propias exigencias. Una de las
funciones principales del cerebro es representar nuestro entorno espacial para
orientarnos, y si algo no se deja representar espacialmente, geométricamente,
mecánicamente, será difícilmente comprensible.
IV. Mónadas
Ahora bien, a pesar de todas las sofisticaciones introducidas por la física
reciente, la visión global del mundo basada en un materialismo de lo inanimado
no cambia: se trata todavía de un universo compuesto exclusivamente de
propiedades físicas tales como las describe la física, propiedades con las cuales no
se puede construir la totalidad de lo revelado por la experiencia humana —
aunque, como lo vimos, los antiguos tenían conciencia de la cadena que va de lo
inanimado a lo animado y al pensamiento. En la Monadología de 1714 Leibniz
11 Ver, por ejemplo, Roger Penrose, The Road to Reality, Jonathan Cape, Londres, 2004,
cap. 31 «Supersymmetry, supra-dimensionality, and strings».
[248]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
escribe que tenemos que reconocer «que la percepción y lo que depende de ella es
inexplicable por razones mecánicas, es decir, por las figuras y los movimientos. Y
haciendo creer que hay una máquina cuya estructura haga pensar, sentir y tener
percepciones, se podrá concebirla aumentada conservando las mismas
proporciones de tal manera que se pueda entrar en ella como se entra en un
molino. Pero no se encontrará en el interior de esta máquina sino piezas que se
empujan unas contra otras, y nunca se encontrará con qué explicar la
percepción».12 «Sólo átomos y vacío», decía Demócrito. Quisiera recordar que hoy
mismo, a pesar de todo el conocimiento mecanicista de la sensación, alguien como
Gerald Edelman dice que no tenemos una explicación científica de su aspecto
cualitativo.13 Es entonces curioso que algunas personas, tomando la parte por el
todo, afirmen que todo es físico, en el sentido definido por la física de hoy.
La especificación la física de hoy no está de más porque nadie puede adivinar
cuáles serán los conceptos y poderes de la física de mañana. Quién sabe: tal vez
los conceptos de la física por venir serán más idóneos que las nociones actuales
para describir la totalidad de la experiencia humana. No se ve por qué las
abstracciones no admitirían mejoramiento. Claro que un progreso en ese sentido
presupone que se ha tomado conciencia del problema, y es a esa toma de
conciencia — que los últimos componentes, si existen, deben permitir la
explicación de las propiedades y del comportamiento de todas las clases de
sistemas — a la que este ensayo quisiera contribuir. Una actitud severa y menos
optimista es expresada por Paul Valéry: «Cuando se dice que la vida, la
sensibilidad, la conciencia se deben a fenómenos fisico-químicos, se profiere una
absurdidad. Pues esta físico-química, o bien es aquélla del futuro, y podemos
prestarle todos los poderes y todos los éxitos que queramos… ― y la proposición
es incontestable pero es nula ― o bien se trata de la físico-química actual, y la
proposición es falsa».14
Si todo no es físico en el sentido en que lo físico es descrito por la física actual,
entonces tal vez todo está hecho de átomos de naturaleza síquica: eso parece
haberse dicho una serie de panpsiquistas. «La naturaleza está llena de vida»,
escribió Leibniz al comienzo de los Principios de la naturaleza.15 Hoy sabemos
que el descubrimiento de Stanley de los virus-moléculas muestra que hay una
continuidad de lo biológico a lo químico. Según la naturaleza inerte o viva del
entorno, un virus puede multiplicarse o no. Un virus sólo puede multiplicarse
utilizando el equipo enzimático de una célula viva. La controversia entre el
carácter vivo o inerte de los virus está de actualidad y se plantea junto a la
12 G. W. Leibniz, Les principes de la philosophie dits Monadologie, párrafo 17, in Leibniz
Œuvres, editadas por Lucy Prenant, Aubier Montaigne, París, 1972.
13 Gerald M. Edelman, Bright Air, Brilliant Fire: On the Matter of Mind, Basic Books,
1992.
14 Paul Valéry, Cahiers, Gallimard, París, 1974.
15 Leibniz, Principes de la nature et de la grâce fondés en raison, párrafo 1, in Leibniz
Œuvres, op. cit.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
pregunta: ¿qué es la vida? cuya respuesta evoluciona con el progreso del
conocimiento.16
Hay grados de conciencia: los humanos y los animales estamos evidentemente
atentos y conscientes durante algunas horas diarias; también hay momentos de
somnolencia, como cuando “nos dejamos estar” viajando en tren, o antes de
dormir por la noche, y luego está el sueño profundo, la inconciencia.
Reconozcamos (sin sonrisa irónica) que algo tiene que haber potencialmente en
los electrones y en las otras partículas elementales que les permite llegar a
producir grados diferentes de conciencia en el sistema nervioso central porque el
cerebro se compone de asambleas de neuronas, las asambleas de neuronas se
componen de neuronas, las neuronas de moléculas, las moléculas de átomos y los
átomos de partículas elementales.
Leibniz empieza su Monadología escribiendo que «la mónada no es nada sino
una sustancia simple que entra en los compuestos».17 «Mónada» quiere decir
«unidad». En este contexto las mónadas son los verdaderos átomos de la
naturaleza, los elementos de todas las cosas. Las sustancias simples tampoco
tienen extensión ni figura. A pesar de eso están indisolublemente vinculadas con
la materia, y tanto la impenetrabilidad de la materia como la extensión de los
cuerpos están derivadas de las mónadas-fuerzas que componen los objetos. Yendo
de lo más concreto a lo más abstracto, habría que decir que primero están las
mónadas que componen los objetos individuales concretos, y estos objetos
concretos son espaciotemporales. En consecuencia el espacio y el tiempo no son
sustancias absolutas, como lo pensaba Newton, sino dimensiones ideales,
relaciones derivadas de los objetos concretos.
Concebida a imagen y semejanza de la divinidad y en analogía con el alma
humana, la mónada tiene un principio de unidad interior de orden espiritual, en
clara oposición con los átomos mecánicos. La mónada es una fuerza activa
primitiva, una especie de entelequia porque tiene una perfección y suficiencia que
le permiten ser fuente de sus acciones internas. De su propia ley, de su
autonomía, se deriva toda la actividad de la mónada. Vimos que los átomos de
Boscović también son fuerzas, pero en ese caso eran fuerzas fisicas, mientras que
en la monadología leibniziana se trata de átomos síquicos.
Cada mónada es diferente de todas las otras y está sometida a un cambio
incesante que viene de su propio interior, como nosotros lo constatamos durante
nuestra propia vida. Pero ¿cómo es posible que algo simple, como la mónada,
cambie? Respuesta de Leibniz: porque la mónada envuelve una multiplicidad en
la unidad. Recordemos que desde los tiempos antiguos, desde Pitágoras, y a pesar
de algunos cambios ontológicos y semánticos, una constante es que la
monadología es la ciencia de la unidad en la multiplicidad. En la sustancia
simple, sin partes, hay sin embargo una multiplicidad de afecciones y de
16 Ver, por ejemplo, Erwin Schrödinger, What is Life & Mind and Matter, edición
Cambridge University Press, 1967.
17 Leibniz, Monadología, op. cit., párrafos 1 y 2.
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relaciones. Eso ocurre por ejemplo en cada uno de nosotros que, siendo uno,
percibimos y reflejamos una multiplicidad de cosas y de propiedades. Y por
analogía es imaginable que así ocurre en todas las mónadas.
Leibniz postulaba una especie de «simpatía universal», para usar un término
de los estoicos, porque todo lo que sucede en cualquier parte del universo se deja
sentir en todas partes del universo: «Todo cuerpo se resiente de todo lo que pasa
en el universo; de tal manera que aquél que lo ve todo podría leer en cada cosa lo
que se hace en todas partes e incluso lo que se ha hecho y lo que se hará notando
en el presente lo que está alejado, tanto en los tiempos como en los lugares». Y
toda materia está vinculada porque todo está pleno.18 (Esta reflexión de Leibniz
hace pensar en el determinismo laplaciano). Por eso el cuerpo de cada mónada
recibe todos los efectos que vienen de todas partes en cada momento de su
existencia, reflejan todo lo que pasa en el universo. Sin embargo — y esto es
curioso — las influencias, contrario a lo que se observa en el determinismo
laplaciano, no son causales. Pero no se entiende cómo una influencia o un reflejo
existen sin ser causal. Solución de Leibniz: estas correspondencias resultan de la
armonía preestablecida por Dios. Pero sólo un creyente se satisface con tal
respuesta. Sería más honesto reconocer que no se ha entendido, que se llegó a un
callejón sin salida, lo que fuerza a modificar la teoría.
Las mónadas no pueden nacer ni morir naturalmente: Dios las crea de
manera abrupta. Todo se pasa como si Dios se multiplicara, como si produjera
pequeños dioses. Las mónadas son eternas, indestructibles. Cada mónada es una
perspectiva del universo, mientras que Dios es todas las perspectivas, en número
infinito, al mismo tiempo. El universo no existe fuera de las mónadas. Como
todas las perspectivas nacen de Dios, los problemas de la filosofía son en el fondo,
en la filosofía leibniziana, problemas de teología. Las mónadas no tienen
ventanas, son impenetrables. Por eso son inalterables por algo externo. Sin
embargo son capaces de apetición y de percepción, aunque no todos los actos de
apetición y de percepción son conscientes, y los que son conscientes no lo son con
el mismo grado de lucidez. «La percepción y lo que depende de ella es inexplicable
por razones mecánicas, es decir por la figuras y por los movimientos».19 La
materia, el nacimiento, la muerte son solamente fenómenos, apariencias, en los
cuales las mónadas se oscurecen o se clarifican. Así el mundo es una
representación, lo que significa que la monadología de Leibniz es una cosmología
idealista. Pero ¿cómo es posible que el mundo sea sólo fenómeno, sólo apariencia o
representación? ¿Cómo entender que haya una realidad en nuestras
percepciones? ¿Cómo explicar hechos tan evidentes como la comunicación entre
personas o el orden causal del mundo que todos conocemos? La respuesta de
18 Leibniz, Ibid., párrafo 61.
19 Ibid., párrafo 17.― Para tener una crítica leibniziana elaborada del mecanicismo
cartesiano se puede leer el libro de Yvon Belaval, Leibniz critique de Descartes, Gallimard,
París, 1970, especialmente los capítulos VI y VII, «Les fondements de la physique» y «Les
principes de la physique”» respectivamente.
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Leibniz, que ya encontramos al tratar de explicar la existencia de influencias no
causales, es, una vez más, tan rotunda como inverosímil: la concordancia de
nuestras percepciones, la ilusión de realidad objetiva e independiente resulta de
una armonía universal entre todos los seres preestablecida por Dios.20
Otra de las críticas de las cuales puede ser objeto la mónada es que Leibniz
intentó presentarla a la vez como una sustancia y como una relación, como si el
aspecto sustancial ―la unidad cerrada― y el aspecto relacional ―la mónada lo
refleja todo― tuvieran la misma importancia, lo que es imposible. Un punto de
controversia es la relación entre las mónadas inextensas y la materia extensa.
Las mónadas, según Leibniz, son inextensas, sin embargo habría que reconocer
que son también materia extensa puesto que están en todas partes y que no hay
extensión sin mónadas: hay ahí una incoherencia. Ahora bien, aparentemente la
única manera de salvar la coherencia consiste en interpretar, como acabo de
hacerlo, diciendo que para Leibniz la materia es solamente un fenómeno, una
ilusión, que resulta de la impenetrabilidad de las mónadas.
V. Entidades actuales
Pasemos ahora a un cierto género de cosmología emergentista, que se
desarrolla en parte, pero sólo en parte, en continuidad con la monadología
leibniziana. La intuición principal del atomismo emergentista es que todo lo que
existe está hecho de las mismas entidades últimas que existen en el mismo
espaciotiempo, pero se reconoce el surgimiento de sistemas que tienen
propiedades que no existen en las partes componentes. Algunas moléculas tienen
un comportamiento colectivo, una adaptación mutua, inexistente en los átomos
que las componen. Nos lavamos con agua y no con sus componentes por separado.
Los niveles de emergencia varían según los emergentistas, pero hay que
reconocer al menos los niveles físicos, biológicos, psicológicos y sociales en una
cadena de seres que se conoce cada día mejor.
Lo insatisfactorio de esta visión, globalmente razonable, es que en su estado
actual es poco explicativa: se constata la existencia de sistemas de diferentes
grados de complejidad que manifiestan comportamientos diferentes, se los puede
describir, se muestra que hay elementos físicos en las reacciones químicas,
elementos físicos y químicos en los seres vivos, elementos orgánicos en los seres
pensantes, pero en cada caso no se sabe cómo, causalmente, continuamente, lo
animado surge de lo inanimado, lo sensible de lo animado, ni cómo el intelecto
nace del sistema nervioso central. Tampoco sabemos explicar de manera
satisfactoria las relaciones en sentido inverso: cómo lo social y lo cultural influyen
causalmente sobre el entendimiento, el cual remodela el cerebro, que remodela a
su vez el arreglo de los últimos componentes. Aquí nos faltan los conceptos y las
leyes que tienen que servir de puente para describir la causalidad entre los
diferentes estratos de la misma «materia» o «capacidad» última. Llama la
20 Ibid., párrafos 59 y 60.
[252]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
atención que las disciplinas destinadas a servir de puente como la bioquímica, la
biosociología, la sicofisiología, la sicolingüística, etc. descubren a su vez sus
propios problemas en su propio estrato y tienden a independizarse, complicando
el cuadro emergentista. ¿De qué están hechas, pues, todas las cosas?
Una breve digresión sobre los simbolismos nos hará entender mejor el
programa de Alfred North Whitehead, pertinente para nuestro problema
principal. En primer lugar, los conceptos fundamentales como la sustancia, el
espacio, el tiempo y la causalidad tienen el más alto interés porque expresan o
reflejan necesidades vitales, concretas y profundas como la alimentación y la
reproducción, y por eso son compartidos, en gran parte, por los animales
superiores. Luego tratamos de entender el mundo y nuestra experiencia gracias a
la multiplicación de conceptos cada vez más abstractos. Son conceptos derivados,
de menor interés y con los cuales nos sentimos menos comprometidos.
Finalmente los formalismos abstractos del lenguaje natural dotados de semántica
han sido prolongados por las ideas o formalismos sintácticos matemáticos,
todavía más abstractos que los conceptos del lenguaje natural. Ahora bien, todos
los conceptos son necesariamente abstracciones y los aspectos parciales
separados de las cosas contrastan con la riqueza de aspectos de las cosas
concretas.
No hay que confundir en consecuencia lo abstracto con lo concreto. Whitehead
erigió esta advertencia en una de las definiciones de la filosofía: la filosofía es la
crítica de las abstracciones. Y si las cosmologías que conocemos son incapaces de
hacer justicia a la riqueza de nuestra experiencia, si son incapaces de describir y
de explicar convenientemente los diferentes sistemas del mundo, si desembocan
en una dualidad sustancial como la distinción entre lo mental y lo físico, o si al
contrario se afirma que todo es exclusivamente físico o exclusivamente mental, es
porque se ha confundido lo abstracto con lo concreto, la parte con el todo. Por eso
Whitehead postula que hay que repensar nuestras categorías, los conceptos
básicos del conocimiento. Así, entre las categorías de la existencia se encuentran
los «eventos» o «entidades actuales» u «ocasiones actuales», y los «objetos
eternos». «Evento» es el término utilizado por Whitehead en La ciencia y el
mundo moderno (1925), y su equivalente en Proceso y realidad (1929) es «entidad
actual». En su libro filosófico principal Proceso y realidad escribió que «no hay
manera de ir detrás de las entidades actuales [o eventos] para encontrar algo más
real».21 «Una teoría de la ciencia que descarte el materialismo debe responder a la
pregunta en cuanto al carácter de estas entidades primarias. No puede haber
sino una respuesta sobre esta base. Debemos comenzar con el evento como
unidad última del fenómeno natural».22 El haber llamado «eventos» a los últimos
constituyentes muestra claramente que estos no son ni unidades inmutables ni
21 Alfred North Whitehead, Process and Reality, The Macmillan Company, 1929, edición
Free Press, 1969, p. 23.
22 A. N. Whitehead, Science and the Modern World, The Macmillan Company, 1925,
edición Free Press, 1967, p. 103.
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entes eternos como los átomos de los antiguos o las mónadas leibnizianas: no son
sustancias sino relaciones. Cada entidad actual está relacionada con todas las
otras entidades actuales gracias a las «prehensiones», término que describe a la
vez el aspecto subjetivo de la percepción y el hecho que la percepción participa en
la constitución del objeto. No todas las prehensiones son conscientes o
cognitivas.23
Una especificidad de esta concepción es que no se distinguen las relaciones
externas de las relaciones internas. Tradicionalmente, cuando un sistema es
considerado como una sustancia, se lo concibe como una unidad que tiene un
borde nítido que lo separa del ambiente. De esa manera los componentes internos
del sistema tienen entre ellos relaciones internas, y el sistema global tiene con los
otros sistemas, a través de su borde o frontera, relaciones externas. Pero en el
contexto whiteheadiano, cuando se dice que todo es, en el fondo, un evento, se
implica que no hay relaciones externas: todas las relaciones son internas,
constitutivas de su ser. Por eso la unidad de todo lo que existe es la unidad de
una red de relaciones. La entidad actual es una entidad organizadora, y como la
mónada, es una unidad en la multiplicidad. No existe un ego sustancial ni ningún
otro objeto que no sea una red de relaciones, un conjunto de perspectivas o de
modos de percepción de otras entidades actuales y sistemas.
Toda entidad actual tiene percepciones o prehensiones, aunque, como en
Leibniz, no todas las percepciones son conscientes. Todo sistema, o todo
«organismo» ― para utilizar el término de Whitehead ― está constituido por
entidades actuales. Los biólogos del siglo XIX descubrieron que había organismos
sumamente pequeños y en un nivel donde no se sospechaba su existencia.
Prolonguemos esta tendencia al límite, parece sugerir Whitehead, y
descubriremos que todos los sistemas, de una u otra manera, son organismos. Un
organismo no es sólo un ente vivo tal como lo conocemos a nuestra escala, sino
todo conjunto de entidades actuales. Por eso un cristal es también un organismo.
Con el término « organismo » se quiere enfatizar que los componentes de los
sistemas no son mutuamente indiferentes sino que, al contrario, todos son
mutuamente sensibles, se toman en cuenta. «La ciencia está adquiriendo un
nuevo aspecto que no es ni puramente físico ni puramente biológico. Está
llegando a ser el estudio de organismos. La biología es el estudio de los grandes
organismos, mientras que la física es el estudio de los pequeños organismos».24
Puesto que los organismos incluyen como ingredientes otros organismos, surge la
pregunta de si el análisis puede ir al infinito, y Whitehead responde, como los
primeros atomistas, que parece muy improbable que haya en la naturaleza una
regresión infinita.
Del hecho que los eventos se toman en cuenta se sigue que presentan una
especie de lucidez. Sus comportamientos son función del contexto o del plan de
conjunto en que se encuentran involucrados. La influencia del plan de conjunto
23 Ibid., p. 69.
24 Ibid., p. 103.
[254]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
sobre el comportamiento de las partes tiene que concebirse como una causa
formal o final. Así, fuera del cuerpo humano, un electrón se comporta de acuerdo
con las leyes de la física solamente, pero el mismo electrón al interior del cuerpo
se comporta también de acuerdo con las leyes de la biología, de la sicología y de la
lógica 25 porque los electrones son integrantes tanto de los órganos como de las
neuronas con las cuales sentimos y pensamos. Aunque Whitehead no lo dice, esta
visión debería permitir explicar, en principio, verticalmente (si se me permite la
imagen) el comportamiento de lo superior por lo inferior (lo mental por lo físico) e,
inversamente, el comportamiento de lo inferior por lo superior (lo físico por lo
mental), tanto como la explicación horizontal de un comportamiento (lo físico por
lo físico y lo mental por lo mental).
Así como las mónadas leibnizianas son análogas al alma humana, así las
entidades actuales whiteheadianas tienen un polo mental además de un polo
físico. El polo físico es el aspecto que permite a la entidad actual recibir lo que
está dado por el pasado; es un efecto físico que se conforma al pasado o causa
física. En cambio el polo mental es el aspecto de la entidad que responde a lo
dado, es lo que le permite determinarse, hacer alguna contribución. “Una entidad
actual es al mismo tiempo el producto del pasado eficiente y es también, según la
frase de Spinoza, causa sui.26 No hay que ver aquí una renovación del dualismo
cartesiano de lo físico y lo mental porque todas las entidades actuales tienen
ambos polos, y además el polo mental no implica conciencia: ésta aparece
solamente en los sistema más complejos, en los sistemas nerviosos centrales de
los animales porque sólo éstos permiten a las potencialidades de las entidades
actuales desarrollarse al punto de producir estados conscientes. Otra semejanza
entre las entidades actuales y las mónadas leibnizianas es la manera gradual en
que se concibe la conciencia. Ahora bien, la existencia de un polo mental en toda
entidad actual no significa que la filosofía de la naturaleza whiteheadiana sea un
panpsiquismo porque aunque la conciencia sea una manifestación de la
experiencia, la conciencia no es coextensiva a todo lo real.27
Entre las diferencias importantes entre la monadología y la teoría de las
entidades actuales está el hecho de que las mónadas, siendo cerradas, la visión
del mundo es forzosamente idealista — el mundo es mi representación —,
mientras que las entidades actuales, siendo relaciones, están abiertas de par en
par, hay una realidad en sí, independiente de las entidades actuales y al menos
parcialmente conocible, y ésa es la base del realismo. Un realismo que Whitehead
opuso al idealismo moderno heredero de Descartes y de Kant.28 No porque algo
sea claro, distinto y primero en el orden del conocer, es también primero en el
orden del ser (como ya tuve ocasión de decirlo), y Whitehead agrega que lo más
probable es que lo contrario sea verdad. Reprocha tanto a Hume como a Kant el
25 Ibid., pp. 79-80.
26 Process and Reality, op. cit., p. 174.
27 Process and Reality, op. cit., pp. 213, 214, 290, 291.
28 Ibid., Part II, Ch. VI «From Descartes to Kant».
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desarrollo de filosofías que han sido víctimas del olvido de la experiencia
primitiva en el modo de la eficacia causal. Es decir que en el análisis de la
experiencia se ha omitido la influencia maciza del pasado que pone exigencias
sumamente estrictas a un presente que tiene que conformarse al pasado, como
ocurre con el determinismo laplaciano. Recordemos que todo realista hace
observar, contra el empirismo, fuente de idealismo, que el mundo no equivale a la
experiencia que tenemos de él. Por eso es inverosímil que los límites del mundo
sean los límites de nuestras mentes, o de nuestras categorías, o los límites del
lenguaje, o que ser, consiste en ser el valor de una variable. “Para Kant, el mundo
emerge del sujeto; para la filosofía del organismo, el sujeto emerge del mundo”.
En la visión organicista el orden del mundo se explica gracias a las múltiples
relaciones causales que tienen los organismos, y no, como ocurre en Leibniz,
gracias a una armonía preestablecida por Dios.
Whitehead abrigaba grandes esperanzas en las entidades actuales. No quería
que su idea no tuviera ninguna justificación científica y reconoce que su
cosmología estuvo inspirada por los nuevos avances de la ciencia durante el siglo
XIX y las dos primeras décadas del siglo XX. Por eso trató de mostrar que las
nuevas teorías, como la física relativista y la física cuántica, encajan con el
sentido de su cosmología del organismo.29 Sobre este punto lo esencial es que las
nuevas teorías muestran desde adentro, es decir partiendo de una crítica y de un
despliegue internos, que las abstracciones del mecanicismo materialista clásico
son sólo verdades a medias. Las nociones de espacio, de tiempo, de materia y de
energía necesitan ser repensadas.
Whitehead habría estado de acuerdo con algunos postulados de la reciente
teoría de cuerdas vibratorias. En su cosmología la vibración es fundamental: los
eventos vibran. La materia no puede estar compuesta de puntos localizados de
manera simple en el espacio y en el tiempo porque si fuera así, no hay ninguna
posibilidad de explicar fenómenos biológicos o psicológicos como el crecimiento o
la comunicación. No hay que cometer entonces, como lo hacen mecanicistas y
materialistas, ni la falacia de la localización simple ni el error de la localización
errónea de lo concreto (por ejemplo, el seudo problema de la relación entre el
cuerpo y el espíritu resulta de considerar como concretas estas dos nociones
abstractas).30
El tiempo no puede concebirse como si estuviera constituido de instantes
semejantes a puntos discretos sin duración. En ese caso, el instante presente
estaría desconectado del pasado y del porvenir y caeríamos así en un solipsismo
del tiempo presente, mientras que en realidad el presente de un organismo es el
resultado del pasado, se ha conformado al pasado. En ese sentido (como ya tuve
ocasión de decirlo) el pasado, macizo, subsiste en el presente. Y el presente está,
qué duda cabe, preñado del futuro. En unas líneas reminiscentes de Leibniz,
29 Science and the Modern World, op. cit., cap. VII «Relativity» y cap. VIII «The Quantum
Theory».
30 Ibid., cap. III.
[256]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
Whitehead escribe: «Mi teoría envuelve el completo abandono de la noción de que
la localización simple es la manera primaria en que las cosas están implicadas en
el espaciotiempo. En cierto sentido, todo está en todas partes en todo momento.
Pues cada localización hace intervenir un aspecto de sí en todos los otros lugares.
Así cada punto fijo espaciotemporal refleja el mundo».31 Supongo también que
Whitehead habría sabido sacar partido de los experimentos recientes sobre la noseparabilidad: ellos muestran que una vez que dos partículas han interactuado,
siguen formando un solo sistema a pesar de su separación aparente en el espacio
y en tiempo. Digo esto porque el filósofo inglés hace notar que el espacio no sólo
separa los objetos sino que tiene también la capacidad de unirlos. Ya hemos visto
que un objeto guarda en sí como elementos constitutivos ciertos aspectos de las
cosas que ha encontrado.32
Si los únicos elementos últimos fueran las entidades actuales o eventos,
unidades del devenir, entonces nada sería conocible ni reconocible. Por eso los
eventos no agotan el conjunto de los elementos últimos y hay que reconocer,
según Whitehead, la existencia de los objetos eternos. «Eterno» significa aquí «no
evolutivo», pensamiento contradictorio al interior de una filosofía que privilegia el
devenir en desmedro del ser. Estos objetos tienen en su cosmología
aproximadamente el rol atribuido a las formas en la filosofía platónica y a los
universales, a las especies o características de las filosofías realistas de estilo
aristotélico. Un objeto eterno es un universal que, en consecuencia, no se agota
por estar presente en una entidad actual. Todo lo que existe no es la pura unidad
de actividad, la entidad actual, extremadamente pasajera, sino que, gracias a los
objetos eternos que ingresan en las entidades actuales, éstas pueden formar
«sociedades», conglomerados durables, estables, y por lo tanto conocibles y
reconocibles. Como el eidos aristotélico, un objeto eterno es una posibilidad o
potencialidad de determinación para las entidades actuales. Si una entidad
actual, un organismo o un sistema tiene tales y cuales propiedades, es porque
está determinada por tales y cuales objetos eternos. Los objetos eternos no son
solamente lo que la tradición ha llamado cualidades primarias, sino que son
también cualidades secundarias. Nos acercamos así a la tradición de la
inteligibilidad de la forma mencionada al comienzo de este ensayo, diferente de la
tradición materialista y atomista, y se entiende, de paso, de qué modo la filosofía
organicista de Whitehead renueva el problema platónico y aristotélico de la
relación entre la materia y la forma.33
No me detengo a examinar aquí el grado de claridad de la noción de objeto
eterno ni a averiguar si lo que garantizan los objetos eternos puede ser realizado
31 Ibid., p. 91.
32 Ver, por ejemplo, los trabajos del equipo de Alain Aspect in Physical Review Letters, vol.
49, p. 1804, o la discusión de Aspect sobre la no-separabilidad con varios filósofos franceses
in Bulletin de la Société Française de Philosophie, enero-marzo 2002, sesión del 11 de marzo
de 2001.
33 Process and Reality, op. cit., pp. 53-57, 341-343.
[257]
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también por las entidades actuales ― en ese caso los objetos eternos serían
superfluos. Lo menos que se puede observar con respecto a este último punto es
que hay una indecisión porque el objeto eterno no siempre fue, en la mente de
Whitehead, lo único capaz de garantizar la permanencia de un objeto. Resulta
que un sistema o sociedad de entidades actuales presenta una permanencia, y en
ese caso uno se pregunta para qué sirve el objeto eterno. Por una necesidad
racional de búsqueda de unidad y de simplicidad interna al atomismo, habría que
favorecer la idea según la cual los últimos constituyentes del universo son de un
solo género, por ejemplo, las entidades actuales. Por otra parte, dada la evidencia
del devenir ― las cosas se forman, evolucionan y se transforman (aunque nada
sale de la nada ni va hacia la nada) ― es indispensable reconocer que lo actual en
un momento dado es solamente posible. Lo actual sale de lo posible. En la medida
en que los objetos eternos son posibilidades con las cuales se intenta explicar el
devenir, toda cosmología tiene que tener lugar para algo que tenga ese rol.
VI. Algunas aporías del atomismo
En primer lugar, si se presupone, como es tradicional, que los átomos son
unidades simples últimas, entonces ontológicamente todo objeto diferente de los
átomos es un compuesto o síntesis de átomos. Todo objeto tiene un estatuto
ontológico diferente del estatuto de los átomos componentes. Se sigue ― yendo de
los objetos a las unidades componentes ― que las propiedades de los objetos no
pueden traspasarse a sus unidades componentes últimas. Pues bien, por ejemplo
la extensión y la solidez, siendo propiedades de los cuerpos, no pueden ser
características de los átomos: los átomos no son entonces unidades extensas
corpusculares, objetos ínfimos ultrasólidos, como lo pensó Newton. Como se sabe,
la física contemporánea abandonó este tipo de materialismo atomista porque
ahora se piensa que los componentes últimos del universo son unidades de
energía. Sin embargo, se trata todavía de unidades, por lo que todo lo que se
consiga decir, con razón, contra la idea de que lo único real son las unidades
últimas, afectará también a las unidades de energía. Así, sean lo que sean las
unidades últimas, no pueden atribuirse a ellas las propiedades de los objetos.
En segundo lugar, si se afirma que las propiedades de los objetos no son las
mismas que las propiedades de los componentes últimos pero que, de todas
maneras, la sustancia material está compuesta de átomos, entonces sigue una
consecuencia grave: los objetos con sus propiedades no son reales sino sólo
fantasmas subjetivos, fenómenos, es decir, manifestaciones, invenciones o
construcciones de nuestros órganos y facultades. Sólo las cualidades primarias
serían reales, mientras que los objetos con sus cualidades secundarias serían
ilusiones. Esto contribuye de manera decisiva al dualismo de la materia y del
espíritu que toda filosofía natural razonable evita.
En tercer lugar, si el atomista reconoce que los objetos son tan reales como las
unidades componentes, entonces se llega al emergentismo de los objetos y de las
propiedades, resultado paradógico para la tradición atomista reduccionista y
anti-holista.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
Finalmente, es posible reconocer que además de los átomos hay (según la
expresión medieval) «vínculos sustanciales», particularmente visibles en los seres
vivos. Los vínculos sustanciales entre los átomos pueden concebirse como una
especie de percepción inconsciente que favorece la acomodación mutua de las
partículas, razón por la cual el ser vivo sería un objeto armónico. Después de la
Edad Media, la importancia del vínculo se encuentra junto a las mónadas
leibnizianas y a las entidades actuales whiteheadianas: todas ellas tienen esta
capacidad perceptiva. Pero lo anterior no significa que estos pensadores hayan
resuelto satisfactoriamente el problema de la emergencia de objetos reales en
tanto que compuestos de unidades últimas. Por una parte, en Leibniz, un objeto
no puede sustentar sus propias características porque no es en sí mismo una
unidad real sino un agregado de unidades reales, de mónadas, por lo que la
unidad del objeto emergente, en tanto que unidad, es sólo fenómeno. Por otra
parte, hay en Whitehead una contradicción patente: un objeto es un conjunto
armónico de entidades actuales, una «sociedad» descrita como algo que se
autosustenta, lo que es incompatible con su principio ontológico: las entidades
actuales son las únicas razones. Se sigue que un objeto puede autosustentarse ―
ser una sustancia, tener autonomía ― sólo en un sentido derivado.
Estos problemas, inherentes, como acabamos de verlo, a toda concepción
atomista de la materia, nos permiten preguntarnos hacia dónde se inclinan
nuestras preferencias. Si se me permite expresar las mías, yo diría que no
podemos sino reconocer lo indispensable de la materia en tanto que sustrato
universal; de una materia que aspira a la forma; de una materia emergentista
gracias al rol de los vínculos o relaciones.
VII. Una concepción de los últimos componentes del universo
Es hora de presentar una síntesis de las propiedades que tendrían que tener
los últimos componentes del universo ― si existen ― de tal manera que sus
combinaciones hagan que las diferentes clases de sistemas naturales tengan la
riqueza de aspectos y de comportamientos que nuestra experiencia revela. El
recurso a la razón en esta síntesis, expresada en modo hipotético o condicional,
ha sido restringido al uso que a menudo se le ha dado en el atomismo, una
tradición eminentemente racionalista donde la razón busca la unidad, la
identidad y la reducción. No todos los elementos de la lista que sigue están
explícitamente justificados por las discusiones precedentes, pero todos son
compatibles con las conclusiones, al menos parciales, a las que hemos llegado. Así
este resumen es a la vez una síntesis de lo ya hecho y una indicación de lo que
queda por explicar.
(I) Definición del atomismo: no existiría en el universo ningún movimiento ni
ninguna modificación sin que haya un movimiento o modificación en el arreglo de
los últimos componentes del sistema que se mueve o modifica.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
(II) Los últimos componentes del universo tendrían que ser simples, porque si
fueran compuestos, entonces sus componentes, a condición de no ser a su vez
complejos, serían los verdaderos últimos constituyentes del universo.
(III) Los componentes últimos del universo serían eternos, ni creados ni
aniquilables. Se trata de una consecuencia del principio racional según el cual
nada sale de la nada ni desaparece en la nada.
(IV) En la medida en que la supuesta eternidad de los átomos implica la
inmutabilidad, en esa medida la explicación atómica del devenir es imposible
porque, en efecto, ¿cómo explicar lo que se mueve con lo inmóvil?
(V) En cuanto al origen de los componentes: es imaginable que salieron todos
de una sola unidad, o que muchos de ellos existen, en gran número, eternamente.
La alternativa depende de la relación entre las unidades y el espacio. Si el
espacio tiene una existencia independiente de estas unidades, entonces podría
haber hecho presión sobre el único átomo del comienzo para dividirlo. Pero si el
espacio se confunde con la materia, entonces se puede imaginar que desde
siempre existe un número elevado de átomos.
(VI) Si los componentes últimos del universo están en todas partes, entonces
son necesariamente extensos porque el aspecto extenso de la naturaleza no es
una ilusión de los sentidos.
(VII) Mientras más alta es la organización de un sistema, mayor importancia
cobra la irreversibilidad temporal. El tiempo es una propiedad derivada del
movimiento de los sistemas, y como ya lo anotamos recién en (I), no hay
movimiento sin modificación en el arreglo de los últimos componentes del sistema
que se mueve o modifica.
(VIII) Los últimos componentes del universo tienen relaciones causales
complejas y de diferentes órdenes porque de otra manera no se concibe cómo
estas unidades podrían formar parte de sistemas emergentes. Hay sistemas
organizados (entes vivos, órganos, animales) que presuponen orden y jerarquía, y
por lo tanto una subordinación de elementos a una estructura, simetría o causa
formal, a un principio organizador.
(IX) Se sigue que los últimos componentes del universo no podrían ser
elementos cerrados, indiferentes a su entorno, lo que reduce drásticamente sus
grados de libertad.
(X) Los últimos componentes del universo no son puros eventos sin que algo
ocurra. No es concebible una relación sin soportes. El soporte de la relación es un
objeto distinguible de su entorno, y por eso la distinción entre las relaciones
internas del objeto y sus relaciones externas es, por lo menos en algunas
circunstancias, necesaria.
[260]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
(XI) Si se piensa que los componentes últimos del universo son de una sola
clase, es por necesidad racional: la razón, en todo lo que hace, busca la unidad.
(XII) Finalmente, ¿hay, en la naturaleza, componentes últimos idénticos? La
respuesta afirmativa agrada a la razón, pero no veo cómo podríamos verificarla:
los límites de la naturaleza no son los límites del experimentalismo.
Miguel Espinoza
Departamento de Filosofía
Universidad de Estrasburgo
E-mail: [email protected]
http://miguel.espinoza.pagesperso-orange.fr
[261]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
LA LÓGICA DE LA OPOSICIÓN EN LA FÍSICA DE
ANAXIMANDRO, PITÁGORAS Y HERÁCLITO.
Gustavo Fernández Pérez. IES. Isabel de Castilla (Ávila)
Resumen: Los primeros filósofos se sirvieron de parejas de opuestos para interpretar la
estructura cósmica y el proceso de la naturaleza: «lo caliente y lo frío» en Anaximandro;
«lo par y lo impar» en Pitágoras; y la oposición misma como principio fundamental del
mundo y de la vida en Heráclito. Este escrito se centra en la evolución del pensamiento
presocrático sobre los opuestos, así como en sus consecuencias para la comprensión de
la naturaleza.
Abstract: The first philosophers resorted to pairs of opposites to interpret the cosmic
structure and the process of Nature: ‘hot and cold’ in Anaximander, ‘even and odd’ in
Pythagoras, and the opposition itself as a fundamental principle of the world and life in
Heraclitus. This paper focuses on the evolution of pre-Socratic thought about opposites
and its implications for the understanding of Nature.
1. El concepto de naturaleza en los primeros presocráticos.
La pregunta por la naturaleza es tan remota como la propia filosofía1. Se trata
de un problema elemental como pocos, sin límites cerrados, que constituye el
trasunto y la base primaria del resto de los planos. Investigar la naturaleza
requiere profundizar en la paradójica relación entre lo uno y lo múltiple, que
configura el devenir, así como en la pugna perpetua entre los pares de opuestos
que tejen y destejen el mundo fenoménico; también reunir y pensar en una
misma intuición el horizonte de lo cósmico, lo humano y lo divino, por medio de
relaciones fecundas de ida y vuelta2. La naturaleza, causa de vida y movimiento,
es una realidad auto-poética, determinada de un modo inmanente por las
presencias y relaciones que ella misma determina, naturante a un tiempo que
naturada, por decirlo en términos spinozianos. Lo natural acapara los temores e
inquietudes que provoca en el hombre arcaico cuanto le rodea, aquello que le
envuelve al tiempo que le sobrepasa, aquello que no comprende por completo a
1 Hasta donde tenemos noticia, Anaximandro fue el primer filósofo que dejó un escrito en
prosa «sobre la naturaleza» (cfr. 12 A 7 DK). La denominación perì phýseōs, aunque
posterior, no es ni mucho menos azarosa, sino que apunta con tino e intención al objeto de
estudio de estos pensadores; lo confirma un conocido pasaje de Platón, en el que Sócrates
rememora su interés de juventud por «ese tipo de saber que llaman investigación sobre la
naturaleza» (perì phýseōs historía). Cfr. Platón, Fedón, 96a 7.
2 Cfr. Calvo Martínez, Tomás, La noción de Physis en los orígenes de la filosofía griega,
Daimon 22, 2001, p. 36.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
pesar de ser lo más cercano e inmediato3. Se trata de un principio fundamental
de racionalidad, de una circunstancia radical para la vida y, en suma, del suelo
sobre el que se asienta lo humano mismo4.
Sabido es que el término encierra varios sentidos básicos en la filosofía
griega5:
1. En sentido extensional, la naturaleza es todo cuanto hay, el conjunto de
seres que componen el universo (phýsis tō̃n pántōn).
2. En sentido intensional, la naturaleza es el conjunto de cualidades propias
que hacen que un ser sea «lo que es» (tò tí ē̃n eīnai).
3. En el caso de los presocráticos, la naturaleza es el fondo sustantivo del que
nacen todas las cosas, al que retornan todas al morir, al tiempo que la potencia
que permite su desarrollo (archḗ tō̃n pántōn).
Incidiendo en los primeros filósofos, podemos destacar dos perspectivas
parejas. Por un lado, la naturaleza es entendida como lo primario, lo
fundamental, aquello que, perseverando, hace que las cosas nazcan y se
renueven. Esto nos conduce a un concepto capital, el de archḗ o principio del que
procede todo cuanto es y al que retorna todo cuanto deja de ser. De este modo, la
naturaleza es la realidad más radical, aquello que permanece como sustento y
componente básico de todo lo que hay6. Por otro lado, la naturaleza es entendida
como principio del movimiento, a la vez que responsable de la presencia de todos
los seres. En este sentido, la naturaleza es la fuente del nacer de cada cosa,
siempre que dicho proceso surja del mismo ser que nace. O dicho en términos
aristotélicos, todos los entes que son «por naturaleza» (phýsei) tienen en su
interior el principio de su propio movimiento, desarrollo y expresión7.
Los primeros filósofos, por tanto, redujeron la variedad fenoménica del cosmos
a un principio dinámico pero sustantivo, que para unos era de naturaleza
determinada, sea material o numérica, y para otros de naturaleza indeterminada.
Del elemento primero surgen, a su vez, una serie de pares de opuestos que han de
retornar al mismo y configuran el decurso de la propia naturaleza. Pero, aunque
tengan un calado físico evidente, no se puede olvidar el alcance metafísico de las
teorías arcaicas sobre la oposición:
3 No es preciso demostrar que la naturaleza existe, como dijo Aristóteles, porque es una
evidencia de la experiencia (ek tē̃s epagōgē̃s). Cfr. Aristóteles, Física, II, 1, 193a 3-5.
4 Cfr. Espinosa Rubio, Luciano, Sobre metafísica y filosofía de la naturaleza. En VV. AA.,
Metafísica y pensamiento actual. Conocer a Nietzsche, Salamanca, SCLF, 1996, p. 142.
5 En un sentido amplio, el concepto de naturaleza alude para los griegos a la cualidad,
propiedad o determinación de una cosa que hace que sea, en justeza, lo que es, como
consecuencia de un principio propio e inmanente. Cfr. Whitehead, Alfred N., The Concept of
Nature, Cambridge, CUP, 1982, p. 3.
6 Cfr. Conche, Marcel, Présence de la nature, París, PUF, 2001, pp. 3-13.
7 Cfr. Aristóteles, Física, II, 1, 192b-193b. A este respecto, cfr. Collingwood, Robin G., The
Idea of Nature, Oxford, Clarendon Press, 1945, pp. 81-85.
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«Pues todos, como constreñidos por la verdad misma (hyp’ autē̃s tē̃s alētheías), han dicho
que los elementos (tà stoicheĩa), y lo que ellos llaman «principios» (tàs archás), son
contrarios (tanantía).»8
Este texto de Aristóteles, que diferencia los elementos físicos de los principios
metafísicos que operan en la naturaleza, confirma que la especulación
presocrática sobre la oposición (enantíōsis) no es un aspecto pasajero o colateral
de su pensamiento, sino fundamental para comprender su concepción del cosmos
y de la vida; quizá también para comprender el nacimiento de la propia filosofía,
ya que, pese a ser delimitada tradicionalmente como estudio del ser u «ontología»,
brotó y se desplegó primero como un profundo estudio sobre el devenir, concebido
como pugna o sucesión de opuestos, esto es, como «enantiología»9. Se constata, por
tanto, que la especulación misma sobre la contrariedad acompañó desde el
comienzo a la concepción filosófica de la naturaleza, como veremos.
2. La oposición como límite e injusticia en Anaximandro.
El primer tratamiento sobre los opuestos de un modo propiamente filosófico lo
encontramos en Anaximandro. El milesio propuso un «primer principio»
indeterminado e ilimitado, ajeno e inmune a cualquier forma de oposición, del
que proceden todos los opuestos que rivalizan en el mundo fenoménico. Cada uno
prevalece sobre su pareja durante un cierto tiempo y, como desagravio por su
injusticia, debe cederle su lugar:
«El principio de los seres es lo ilimitado (tò ápeiron) […] y las cosas perecen en lo mismo
que les dio el ser, según la necesidad. Y es que se dan mutuamente justa retribución por
su injusticia, según la disposición del tiempo (katà tḕn toū chrónou táxin) (12 B 1 DK;
12 A 9 DK).»
El ápeiron es la fuente común de los contrarios, pues, no siendo ninguno en
concreto, está en todos a la vez, los traba y los muda unos en otros, siendo aquello
a lo que todos tienen que volver cuando desaparezcan. Por eso Anaximandro
despojó de determinaciones a este principio y lo adjetivó como «indeterminado»,
8 Aristóteles, Física, I, 5, 188b 27-29. Esta misma afirmación se repite en Física, 188a 19;
Metafísica, 1004b 29; 1075a 28; 1087a 29.
9 Cfr. Martano, Giuseppe, Contrarietà e dialettica nel pensiero antico, vol. I, NápolesFlorencia, Il Tripode, 1972, p. 19. El término enantiología, de enantíos (“contrario”,
“opuesto”) y lógos (“estudio”, “ciencia”), caracteriza muy bien este aspecto del pensamiento
arcaico; aparece por primera vez en Platón. Cfr. Sofista, 236e 5. Cfr. Ánta. En Chantraine,
Pierre, Dictionnaire étymologique de la langue grecque: histoire des mots, París,
Klincksieck, 1980, pp. 91-92. En el presente escrito se toman como sinónimos los términos
contrario y opuesto, ya que ambos se solapan en los presocráticos, aun sabiendo que, según
Aristóteles, el primero tiene menos extensión que el segundo. Cfr. Aristóteles, Metafísica, ∆,
10, 1018a 20-34. Cfr. Aristóteles, Categorías, 9a 16-14a 25.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
como algo que puede llegar a ser —sin serlo de hecho— todas las cosas del
cosmos. Así, este principio es «ilimitado» o «indeterminado» (tò ápeiron)10,
«ingénito» e «imperecedero» (agénēton kaì áphtharton), «divino» (tò theῖon), «lo
abarca todo y todo lo gobierna» (periéchein hápanta kaì pánta kybernᾶn) (cfr. 12 B
6 DK; cfr. 12 A 15 DK), «inmortal e indestructible» (athánaton gàr kaì
anṓlethron) (cfr. 12 B 3 DK; cfr. 12 A 15 DK), es «eterno» (aídion) y «nunca
envejece» (agḗrō) (cfr. 12 B 2 DK), siendo a la vez, principio y fin de todas las
cosas11.
Esta consideración del «primer principio» representa un notable esfuerzo de
abstracción, puesto que se trata de una realidad unitaria que subsiste bajo los
cambios, pero resulta más relevante aún el esfuerzo de considerar esta realidad
subyacente como ilimitada e imperceptible12. Ciertamente, el archḗ debe ser
ilimitado e indeterminado por definición, pues, de ser limitado o determinado,
¿qué lo limitaría o determinaría? Si hubiera algo que pudiese limitar al principio
natural, éste dejaría de serlo de inmediato y en sentido estricto. «Lo ilimitado» ha
de limitar todo sin estar limitado por nada, ya que encierra todas las
posibilidades sin confundirse con ninguna, procura la multiplicidad fenoménica
siendo una unidad invisible y fundamental, y permite el nacimiento de toda
oposición siendo enteramente ajeno a la misma. Pero, paradójicamente, la
realidad sólo puede estar equilibrada si frente al uno ilimitado existe una
pluralidad ilimitada de seres limitados13.
Para explicar cómo del ápeiron, sin determinaciones ni cualidades, pueden
surgir los elementos determinados, Anaximandro apela a la «separación» de la
realidad en pares de contrarios: «caliente-frío», «seco-húmedo» (cfr. 12 A 9 DK). A
partir de esta oposición nace la pugna y la «injusticia», dando inicio de este modo
al devenir cósmico14. A su vez, fruto de la tensión entre los contrarios, que forman
10 “El término griego ápeiron puede ser traducido por «ilimitado» o «indeterminado», y
parece que Anaximandro quiso unir ambos sentidos en la misma palabra, pues el término
peírata no fue utilizado como «límite» solamente, sino también como cierta definición y
determinación”. Fränkel, Hermann, Poesía y filosofía de la Grecia Arcaica, Madrid, Visor,
2004, p. 251.
11 “Parece que no tiene principio (ou taútēs archḗ), sino que es el principio de las otras
cosas, y a todas las abarca y las gobierna […] y es lo divino, pues es inmortal e
imperecedero, como afirma Anaximandro y la mayor parte de los fisiólogos”. Aristóteles,
Física, III, 4, 203b 10-15.
12 Con el adjetivo neutro sustantivado tò ápeiron asistimos al nacimiento del lenguaje de la
filosofía griega. Cfr. Gigon, Olof, o. c., p. 67. En verdad estamos ante una ruptura con lo
representable —y tal vez con lo pensable—, pues lo que nos presenta Anaximandro es «un
abismo». Cfr. Castoriadis, Cornelius, o. c., p. 250.
13 Gigon, Olof, o. c., p. 72.
14 La salida de las cosas del ápeiron es una separación de los contrarios que luchan en este
mundo a partir de la unidad fundamental. Cfr. Jaeger, Werner, Paideia, Madrid, FCE,
1990, p. 158. Este planteamiento es similar al de Heráclito, quien afirma: “Las cosas frías
se calientan, lo caliente se enfría, lo húmedo se seca, lo reseco se humedece” (22 B 126 DK).
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
y transforman todas las cosas, acontece su desaparición para volver de nuevo al
ápeiron, que de esta manera consuma un ciclo y restaura el equilibrio en lo
ilimitado, esto es, la «justicia»15. Nótese que el tiempo es entendido cíclicamente
como el tránsito entre un punto inicial y un punto final (que no es sino un nuevo
inicio, puesto que ambos se entreveran en el ápeiron), y aparece también como
juez, ya que es quien disuelve y resuelve todas las disputas e injusticias. Así,
pues, este mundo (junto con los «innúmeros mundos» cuya posible existencia
postula el milesio) está destinado a desaparecer, y de la sustancia primitiva
reaparecerá otro nuevo (cfr. 12 A 14 DK), restaurando el equilibrio entre la
pluralidad visible y la unidad invisible de la que brota.
Advierte una cosa T. Melendo que resulta esencial para comprender el alcance
de la oposición en Anaximandro, a saber, que el surgimiento de los contrarios a
partir de lo ilimitado implicaría una tensión más radical: la que media entre lo
limitado y lo ilimitado16. Surge entonces la pregunta por el nexo que los une, una
vez producida la «separación». ¿Subsisten las oposiciones en lo uno o aparecen
sólo en lo múltiple? ¿Se trata de un «primer principio» que es a un tiempo uno y
múltiple? ¿Qué sucede con lo ilimitado una vez que ha dado lugar al cosmos?
¿Cabe algún modo de ser en el desaparecer?
Por lo pronto, sólo podemos admitir que lo ilimitado se dispone como una
suerte de «mezcla» —a la vez una y múltiple— que cobija en su interior los
diversos contrarios y de la que éstos se separan por un procedimiento que vuelve
a recordar a Heráclito: «el movimiento eterno» (kínēsin aídion) (cfr. 12 A 17 DK).
La respuesta aristotélica no deja lugar a dudas:
«Otros afirman que los contrarios (tàs enantiótētas) están contenidos en el Uno y
emergen de él por separación (ekkrínesthai), como Anaximandro y también cuantos
dicen que los entes son uno y múltiples, como Empédocles y Anaxágoras, pues para
éstos las cosas emergen de la Mezcla (ek toũ mígmatos) por separación (12 A 16 DK)17.»
Cfr. Kahn, Charles H., Anaximander and the Origins of Greek Cosmology, New York,
Columbia University Press, 1960, pp. 182ss. Sobre esto, cfr. Bröcker, Walter, Heraklit
zitiert Anaximander, Hermes 84, 1956, pp. 382-384.
15 “Según la manera arcaica, no podía Anaximandro representarse una cualidad
determinada sin acompañarla por su opuesto polar. Lo que es limitado deberá delimitarse
frente a su opuesto. Por eso, según su doctrina, las realidades evolucionan de manera que,
en su momento, a partir de lo ilimitado-indeterminado aparece un par de cualidades
determinadas contrapuestas. Después, cada una de las cosas que ha llegado así a ser se
hunde de nuevo en lo ilimitado-indeterminado, al mezclarse los opuestos que se habían
engendrado, perdiendo su especial naturaleza”. Fränkel, Hermann, o. c., p. 251.
16 Cfr. Melendo, Tomás, Archḗ y enantíōsis: su nexo en el pensamiento preparmenídeo,
Anuario Filosófico 20, 1987, p. 133.
17 Aristóteles, Física, I, 4, 187a 20. Como indica A. Bernabé, “mientras que lo ilimitado es
uno, eterno, inmortal, indestructible y carece de vejez, lo abarca y lo gobierna todo, surgen
mecánicamente pares de contrarios en su interior”. Bernabé, Alberto, Lo uno y lo múltiple
en la especulación presocrática, Taula 27-28, 1997, p. 82.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
Lo que parece evidente, tomando como referencia los textos conservados, es
que Anaximandro vislumbró una distinción tajante entre los contrarios, una vez
establecido el predominio temporal de unos sobre otros, lo que acarrea una
injusticia que debe ser reparada. Se puede pensar que la propia escisión en el
mundo del ser en los seres es una culpa que debe purgarse. Por tanto, si la
injusticia nace de la separación misma de los contrarios de la unidad primigenia,
parece que el estado de justicia consiste en la reunificación de las parejas de
contrarios en lo ilimitado, esto es, en una suerte de armonía invisible, por decirlo
en términos heraclíteos, que atempere la tensión que se aprecia en el mundo
visible.
Lo que en Anaximandro implica una cierta injusticia metafísica es la
presencia misma de los contrarios, o, lo que es lo mismo, la preeminencia de unos
sobre otros, la ruptura de la unidad o equilibrio con su pareja18. ¿En qué consiste,
pues, la injusticia que debe ser reparada? Por un lado, el pensamiento de que la
individuación misma conlleva una culpa no es propio de la religión griega sino
más bien de la hindú: según las Upanishad, el principio vital, el yo personal
(ātman) tiende a unirse de nuevo con el principio universal de donde procede
(Brahmān). Sólo por el verdadero conocimiento de esta unidad (o mejor, nodualidad), y no por las obras, se puede alcanzar en última instancia la liberación,
se puede escapar de la rueda de las reencarnaciones (samsāra), al saber que
ātman es Brahmān, que el ser humano es una chispa del todo, alcanzando de este
modo la unión con lo absoluto19. Por tanto, parece que no es la separación de la
unidad lo que constituye una injusticia, sino el hecho de imponerse sobre su
contrario, sobrepasando los límites naturales y rompiendo el equilibrio del
cosmos20. Por otro lado, el tiempo, cuyo cometido es impartir justicia, no debe ser
entendido como una instancia sobrenatural, sino como el resultado del juego
mismo de los contrarios, que produce y regula el devenir cósmico, en el seno de lo
ilimitado (tò ápeiron), que todo lo circunda (periéchein hápanta) y todo lo gobierna
(pánta kybernãn), que trasciende e integra las oposiciones, sin ser afectado por
ellas, siendo adjetivado consecuentemente como «lo divino» (tò theĩon)21. Esta idea
18 Cfr. Zeller, Eduard; Mondolfo, Rodolfo, La filosofia dei greci nel suo sviluppo storico,
parte I, vol. II, Florencia, La Nuova Italia, 1968, p. 204.
19 Cfr. Pániker, Salvador, Filosofía y mística. Una lectura de los griegos, Barcelona, Kairós,
2003, pp. 60-65.
20 Ante esta idea de culpa o injusticia vienen a la mente las palabras que Sófocles puso en
boca de los ancianos corifeos en su obra Edipo en Colono, que denuncian el carácter efímero
de la felicidad humana, el acecho sin tregua de los males y el dolor, y la imposibilidad de
luchar contra lo que no se puede cambiar: “El no haber nacido triunfa sobre cualquier razón
(Mè phỹnai tòn hápanta nikã lógon). Pero ya que se ha venido a la luz lo que en segundo
lugar es mejor, con mucho, es volver cuanto antes allí de donde se viene”. Sófocles, Edipo en
Colono, 1224-1229. Parejas son las palabras de Segismundo en un célebre soliloquio de La
vida es sueño: “…pues el delito mayor del hombre es haber nacido”. Cfr. Calderón de la
Barca, Pedro, La vida es sueño, jorn. I, esc. ii.
21 Cfr. Classen, Carl J., Anaximander, Hermes 90, 1962, pp. 168-169. “El tiempo es visto
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
tan fecunda para la posteridad, la de la unificación de la contrariedad en lo divino
o coincidentia oppositorum, aparecerá de nuevo en Heráclito, si bien con tintes
propios.
Hay que destacar que Anaximandro no concede prioridad ontológica ni moral
a unos contrarios respecto de otros, esto es, no hay polos positivos ni negativos en
la relación enantiológica, lo que le acerca a Heráclito y le separa de Pitágoras,
como veremos22. Por otro lado, aunque el nacimiento de la contrariedad conlleva
finitud y límite, resulta una novedad en el pensamiento griego que no se conciba
lo ilimitado como una instancia negativa, sino más bien como una fuente
inagotable de vida23.
La suposición de una unidad invisible detrás de la multiplicidad visible, en
suma, fue un recurso recurrente para los primeros filósofos. Sabido es que cuando
Anaximandro expuso su visión del mundo no existía aún la distinción entre
sustancia y atributos, por eso consideraba los contrarios como cosas y no como
cualidades de las cosas24. Por otro lado, el conflicto entre realidades contrarias
constituye una evidencia inmediata en la propia naturaleza: la esencia del agua
—por ejemplo— consiste en apagar el fuego allá donde lo encuentre, y viceversa.
Acaso por eso no identificó el principio con algo determinado, porque si unas
realidades aniquilan a otras, ¿cómo explicar el nacimiento de unas a partir de
otras o, mejor, de todas a partir de una sola? ¿Por lo demás, no equivale el
tránsito perpetuo de lo caliente y lo seco a lo frío y lo húmedo al paso mismo de
las estaciones?
«Hay algunos que suponen lo ilimitado en el primer sentido, que no es para ellos ni aire
ni agua, y hacen esto a fin de que los otros elementos no puedan ser destruidos por un
elemento que sea ilimitado. Porque estos elementos tienen contrariedades entre sí
(échousi gàr pròs àllēla enantíōsin) —por ejemplo, el aire es frío, el agua húmeda, el
fuego caliente—, y si uno de ellos fuera ilimitado los otros habrían sido ya destruidos;
afirman entonces que hay algo distinto de lo cual estos provienen.»25
Según el texto de Aristóteles, Anaximandro advirtió que existe una tendencia
natural entre los elementos contrarios que consiste en destruirse unos a otros. Si
como un juez, en cuanto asigna un límite a cada uno de los contrarios, acabando con el
predominio de unos sobre otros. Como es obvio, no sólo es injusticia la alternancia de los
contrarios, sino también el ejercicio mismo de los contrarios, puesto que para cada uno de
ellos nacer implica de inmediato contraponerse al otro contrario, en esto reside la primera
injusticia, que habrá que expiar mediante la muerte (el fin) del mundo mismo, que más
tarde volverá a nacer de acuerdo con determinados ciclos temporales”. Reale, Giovanni;
Antiseri, Dario, Historia del pensamiento filosófico y científico, vol. I, Barcelona, Herder,
2005, p. 40.
22 Cfr. Melendo, Tomás, Archḗ y enantíōsis: su nexo en el pensamiento preparmenídeo, ed.
cit., p. 139.
23 Cfr. Martano, Giuseppe, o. c., p. 28.
24 Cfr. Guthrie, W. K. C., Historia de la filosofía griega, vol. I, Madrid, Gredos, 1984, p. 86.
25 Aristóteles, Física, III, 204b 25.
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el mundo tiene que nacer de una sustancia única, por tanto, ésta tiene que
subsistir en una cantidad tal que pueda cobijar en potencia al resto de los entes y,
además, tiene que ser ajena a toda oposición. Por eso no puede ser un elemento
determinado, porque si fuera el fuego o el agua el que subsistiera en tal cantidad,
no podría evitar destruir a su contrario, según dicta su propia naturaleza. Con
Anaximandro, en definitiva, se da una primera pero interesante desviación de la
filosofía desde el terreno de la experiencia concreta y sensible hacia el terreno del
pensamiento abstracto y teorético, intentando utilizar, también, un vocabulario
propio y especializado. Este camino será profundizado por Pitágoras y los
pitagóricos, que dieron una nueva vuelta de tuerca al problema que nos ocupa.
3. La oposición como número y armonía en Pitágoras.
Pitágoras representa un avance respecto a los filósofos anteriores en el campo
de la interpretación e intelección de los contrarios, aunque presente las mismas
dificultades teóricas para determinarlos, como la confusión entre los aspectos
ónticos y epistémicos de la oposición. En cierto modo se echa en falta el espíritu
sistémico de Aristóteles y el enorme esfuerzo que hizo por categorizar lo real,
pero, por otro lado, se gana la espontaneidad y la libertad de una reflexión que
nace del asombro mismo ante los aspectos no dominados de lo real, que no se
somete a moldes cerrados o prediseñados y que quizá nos ilumine sobre los
primeros pasos de la filosofía antes de convertirse en una disciplina estricta y
bien definida. ¿Acaso no se vio impelido el propio Estagirita a elaborar una
rigurosa clasificación de los tipos de oposición a tenor de la presencia e
importancia que tuvo esta temática en las filosofías anteriores, preocupado sobre
todo por lo relativo al principio de no-contradicción?
Tres son los puntos que resumen la visión pitagórica sobre este tema según
Aristóteles: en primer lugar, se parte de la afirmación fundamental de que el
número es el principio de todos los seres, o lo que es lo mismo: «los elementos del
número constituyen los elementos de las cosas» (tà tō̃n arithmō̃n stoicheĩa tō̃n
óntōn stoicheĩa pántōn hypélabon eĩnai); en segundo lugar, los propios números,
por ser contrarios entre sí, introducen la oposición en el seno mismo de la
naturaleza; en tercer lugar, los principios del universo pueden resumirse en diez
parejas de contrarios26:
26 Esta es la lista que nos facilitó Aristóteles: «límite/ilimitado; impar/par;
unidad/pluralidad; derecho/izquierdo; masculino/femenino; reposo/movimiento; recto/curvo;
luz/oscuridad; bueno/malo; cuadrado/oblongo». Aristóteles, Metafisica, A 5, 986a 22ss. La
comprensión de la realidad atendiendo a parejas de contrarios no es una novedad, pero la
lista Pitagórica difiere de otras semejantes porque sus oposiciones no proceden sólo de los
fenómenos cotidianos, sino que acompañan estas parejas con otras puramente abstractas,
de las que probablemente proceden y son expresión, pues no hay que olvidar que para los
pitagóricos las cosas y sus cualidades son —en sentido literal— números. Cfr. Lloyd, G. E.
R., Polarity and Analogy, Cambridge, CUP, 1971, pp. 94-96.
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«Los llamados pitagóricos, dedicándose los primeros a las matemáticas, las hicieron
avanzar, y nutriéndose de ellas, dieron a considerar que sus principios son principios de
todas las cosas que son. Y puesto que en ellas lo primario son los números, y creían ver
en estos —más, desde luego que en el fuego, en la tierra y el agua— múltiples
semejanzas con las cosas que son […] supusieron que los elementos de los números son
elementos de todas las cosas que son, y que el firmamento entero es armonía y número.
Y cuantas correspondencias encontraban entre los números y armonías, de una parte, y
las peculiaridades y partes del firmamento y la ordenación del Universo, de otra, las
relacionaban entre sí sistemáticamente […] el número es principio que constituye no
sólo la materia de las cosas que son, sino también sus propiedades y disposiciones, y que
los elementos del número son lo Par e Impar, limitado aquél e ilimitado éste, y que el
Uno se compone de ambos […] y que el Número deriva del Uno (58 B 4-5 DK).»27
Para los pitagóricos, el sistema de la naturaleza reposa sobre la base de que la
materia y la esencia de cada cosa es una consecuencia conexa a los números.
Según su parecer, es evidente que la naturaleza está estructurada siguiendo
proporciones matemáticas, pero no lo es tanto que derive de un elemento natural
concreto, sea el agua, el aire o el fuego. En este sentido, quien conozca sus
propiedades y relaciones conocerá las propiedades y relaciones que se dan en el
cosmos. Los números establecen el nexo de unión de cuanto hay, puesto que unos
derivan de otros y todos del Uno, y la mecánica del universo entero: son la base
del espíritu y el único medio por el cual se manifiesta la realidad. La unión
aritmética de todos los seres establece la armonía jerárquica del universo, esto es,
el ensamblaje de todos los contrarios, sobre la base de una comunicación
profunda entre el macrocosmos y el microcosmos28.
El pitagorismo subraya y fundamenta de este modo la universal contrariedad
de todos los seres, en cuanto ésta viene referida de un modo más radical a los
principios mismos de los que derivan: son los propios números los que generan
las parejas de contrarios de un modo sucesivo. A diferencia de Anaximandro,
encontramos una novedad en Pitágoras que será retomada por Heráclito: se trata
27 Aristóteles, Metafísica, Α, 5, 985b 22-986b 7.
28 González Urbaneja, Pedro M., Pitágoras. El filósofo del número, Madrid, Nivola, 2007, p.
91. El concepto pitagórico de armonía tiene un claro matiz musical, como veremos. De
hecho, las escalas que usamos en la actualidad derivan de la que ideó Pitágoras. Sus
discípulos llamaron a las relaciones cósmicas armonía de las esferas y difundieron la idea
de que la música se basa en relaciones matemáticas entre números enteros simples. Si se
considera una cuerda de cualquier longitud, tensión y grosor como unidad, al hacerla vibrar
se produce un tono. Si se toma solamente la mitad de la cuerda, tenemos un par de
opuestos. La oposición entre la cuerda completa y la mitad define los lazos del cosmos.
Aunque los sonidos producidos por la cuerda completa y la cuerda a la mitad resultan
diferentes, son en realidad semejantes, separados por una determinada distancia del tono
principal, el Uno, es decir, no se produce nada nuevo sino que todo se origina del mismo
tono. Cfr. González Ochoa, César, La música en la Grecia antigua, Acta Poetica 24, 2003, p.
103.
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del carácter abstracto o desmaterializado de algunas parejas de contrarios, como
«par/impar», «límite/ilimitado» o «unidad/pluralidad», a la postre los principios de
los números y, en consecuencia, de todo el universo. Además, la asociación de un
número con cada una de las realidades, incluso en el campo de la moral, prescribe
la concepción del mundo como un todo ordenado y proporcionado, esto es, como un
«cosmos», haciendo partícipe al ser humano (micro-cosmos) de la contrariedad
misma que gobierna la naturaleza29.
Hay que destacar otro hecho no menos importante: para Pitágoras los motivos
religiosos y morales estaban por encima de cualquier otro a la hora de poner en
marcha su reflexión filosófica. La investigación del universo no se puede separar
de la comprensión del ser humano y de su puesto en el cosmos. A diferencia de
Anaximandro o Heráclito, la filosofía pitagórica configura un modo de vida y una
forma de salvación. En ocasiones, resulta difícil conciliar el fondo intelectual de
su pensamiento con su apariencia arcaica, casi mística, con sus preceptos
morales, y con sus consideraciones sobre el camino del alma, semejantes a las que
encontramos en los textos órficos30.
Los rasgos básicos de la concepción pitagórica del alma son los siguientes: a).
El alma humana procede de la naturaleza divina, a la que se asemeja, y a la que
volverá al final, purificada y libre de la rueda de reencarnaciones; b). La
comunidad de naturaleza entre el alma humana y lo divino expresa una conexión
profunda entre el microcosmos y el macrocosmos; c). La unidad de todo debe ser
finita y limitada, al contrario de lo que sucede en Anaximandro, para que el
hombre la pueda asimilar en su interior; d). Esta conexión se expresa por medio
de una proporción entre sus elementos, de ahí que la entendieran como ajuste o
ensamblaje, esto es, «armonía», término que será retomado por Heráclito31. Los
números, por tanto, son los garantes últimos de la armonía, los principios divinos
que gobiernan el cosmos, revelando su estructura y la esencia de cada cosa32. Y
nótese que esta estructura tiene un claro aspecto musical.
Tal como relata el mito de Orfeo, la música tiene un poder mágico que afecta a
todos los seres, incluso a las piedras o las aguas33. Cabe preguntarse a qué se
debe este gran poder, que fue capaz de conmover los rostros de los moradores del
Hades e incluso dejar dormido al perro Cerbero, infatigable guardián de su
puerta. La música, dentro del mito órfico, no es un factor cívico, como establece la
educación griega, sino una potencia mágica y oscura que subvierte las leyes
29 Cfr. Melendo, Tomás, Archḗ y enantíōsis: su nexo en el pensamiento preparmenídeo, ed.
cit., p. 145.
30 “Para los pitagóricos la parte más importante de la filosofía era la que meditaba sobre el
hombre, sobre la naturaleza del alma humana y sus relaciones con otras formas de vida y
con el todo”. Guthrie, W. K. C., o. c., p. 197.
31 Cfr. González Ochoa, César, La música del universo, México, UNAM, 1994, p. 9.
32 Cfr. Hegel, G. W. F., Lecciones sobre la historia de la filosofía, vol. I, México, FCE, 1977,
p. 192.
33 Cfr. Esquilo, Agamenón, 1629-1630; cfr. Eurípides, Bacantes, 560; cfr. Píndaro, Pítica,
IV, 176.
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naturales a su antojo y que puede reconciliar en unidad los principios opuestos
que rigen el cosmos: vida y muerte, bien y mal, belleza y fealdad; estas
antinomias llegan a anularse en la música ejecutada por Orfeo, hasta el punto de
cambiar el curso natural de los acontecimientos, curar enfermedades —del cuerpo
o del alma— y forzar a los hombres al encanto, presos de un poder superior, que
los eleva hacia la divino34.
Teniendo en cuenta este doble aspecto de la música, se entiende que Platón la
desterrara —en la República— de la ciudad ideal, en cuanto objeto de deleite,
para recuperarla poco después como objeto de razón, fundamental para la
educación del ser humano; por eso habla de una música que entra «por el oído» y
de otra que entra «por la inteligencia», aunque la mayoría —en una situación
pareja a la que denunció Heráclito— «prefiera los oídos a la inteligencia» (ō̃ta toũ
noũ prostēsámenoi)35; la importancia que concede a la música radica en las
proporciones matemáticas que encierra, similares a las que muestra la
astronomía, lo que permite reproducir esas pautas en el alma humana,
armonizando sus partes. No se olvide que llegó a equipararla —en el Fedón— con
la propia filosofía, al recordar un sueño recurrente de su maestro, en el que una
voz le exhortaba a «hacer música» (mousikèn poieĩn); Sócrates acabó
comprendiendo que eso era lo que había hecho durante toda su vida, pues «la
filosofía es la más alta de las músicas» (hōs philosophías mèn oúsēs megístēs
mousikē̃s), aunque próximo a la muerte, quizá por precaución, compuso un poema
y mandó sacrificar un gallo a Asclepio36.
Una vez dicho esto, podemos concluir que la respuesta a la pregunta sobre el
origen del poder de la música la encontró Pitágoras, al señalar que las mismas
proporciones que configuran la escala musical se encuentran en el cosmos y en el
ser humano, lo que permite una conexión entre estos dos ámbitos; ese fue uno de
34 Cfr. Fubini, Enrico, La estética musical desde la Antigüedad hasta el s. XX, Madrid,
Alianza, 1988, pp. 40-41. La relación de la música con el aspecto irracional del ser humano,
y la posibilidad que conlleva de unión con la divinidad, ha sido subrayada por los poetas
trágicos, al hilo de Dioniso, y estudiada en profundidad por Nietzsche. Orfeo y Dioniso
resultan opuestos complementarios: uno representa la lira, otro la flauta; uno representa la
serenidad, otro el desenfreno; pero ambos desatan con la música y la palabra poderes
sobrenaturales e inciden en el alma humana, en una mezcla de razón y locura. Cfr.
Nietzsche, Friedrich, La visión dionisiaca del mundo. En El nacimiento de la tragedia,
Madrid, Alianza, 1995, pp. 244-248. Según narra el mito, Orfeo murió despedazado por las
ménades, por no rendir culto a Dioniso, lo que recuerda la necesidad de no separar los
contrarios, so pena de acabar —como dijo Heráclito— con la vida y el cosmos. Cfr. Platón,
Banquete, 179d. Cfr. Ovidio, Metamorfosis, libro X.
35 Cfr. Platón, República, VII, 531b. Platón llegó a la conclusión de que la música —no la
irracional y lúdica, sino la racional- es un instrumento educativo fundamental, ya que
expresa el orden que rige el alma y el mundo, de modo que permite corregir los movimientos
disarmónicos del alma (anármoston psychē̃s períodon) y ajustarla consigo misma
(symphōnían heautē̃). Cfr. Platón, Timeo, 47d-e. La música representa la armonía divina en
movimientos mortales, de ahí que nos conozcamos al conocer el mundo. Cfr. Ibid., 80b.
36 Cfr. Platón, Fedón, 61a.
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los grandes logros de Pitágoras, a quien debemos también el descubrimiento de
las razones matemáticas que subyacen a los intervalos consonantes de la escala
musical. ¿No será el alma un instrumento musical que debe estar afinado con el
resto de instrumentos de la orquesta cósmica para que no haya disonancias? ¿No
se podrá influir en ella, o en el propio cosmos, si se sabe pulsar la cuerda
adecuada?Obviamente, el concepto de armonía, como conciliación de contrarios,
como acuerdo entre elementos discordantes, que vertebra la especulación
metafísica de los pitagóricos, no se entiende —como dijo Filolao— sin su aspecto
musical: la naturaleza más profunda de la armonía se revela a través de la
música, cuyas relaciones expresan de un modo evidente y tangible la propia
armonía universal (cfr. 44 B 10 DK). El propio cosmos es una gran partitura que
integra dinamismos y fuerzas opuestas sin perder nunca sus proporciones. Y en
la virtud el alma se encuentra concertada con la armonía de las esferas, alcanza
su perfección ontológica, ética y estética37. El mundo moral se mezcla de este
modo con el físico, por lo que cerramos el círculo, y llegamos —como es menester
en un griego— a una teoría política para la convivencia en la pólis, de la que se
hizo eco Platón38.
La búsqueda del orden cósmico y su reflejo en la ciudad también fue un tema
capital para el filósofo ateniense, quien puso de manifiesto que en la pólis, igual
que en el individuo, lo más importante es la presencia de la justicia (relacionada
con el orden de los elementos, de modo que cada uno esté en el lugar que le
corresponde y realice sus funciones propias, sin perjuicio de los demás)39. En
última instancia, el orden justo de la ciudad depende, como en Pitágoras, de
ciertas virtudes: sabiduría, valor y templanza, cada una asociada con una parte
de la misma, y del alma, aunque deben estar dirigidas por la primera, que es la
más prudente40. La templanza (sōphrosýnē), dice Platón, parece más que las otras
un acorde (symphōnía) o armonía (harmonía), puesto que requiere el dominio de
los placeres y las pasiones; se trata de la virtud del alma considerada como un
todo, en el que colaboran de un modo uniforme y armónico todas sus partes. El
hombre que la posee, por tanto, tiene a tono su propia vida y en perfecta armonía
37 Como dijo Aristóteles, muchos sabios dicen que el alma —como la música— es armonía o
que contiene armonía. Cfr. Aristóteles, Política, 1340b. Y que el alma —como el cuerpo— es
armonía de contrarios. Cfr. Aristóteles, Acerca del alma, 407b. También Platón afirma que
quien cultiva su cuerpo debe cultivar su alma en la misma medida, ejercitándose en la
música y en la filosofía (mousikē̃ kaì pásē philosophía proschrṓmenon), si quiere que se le
pueda llamar bello (kalós) además de bueno (agathós). Cfr. Platón, Timeo, 88c.
38 Tenemos pocos datos para dirimir la importancia política de estas consideraciones.
Desde el punto de vista biográfico, Pitágoras emigró de Samos a Crotona para huir de la
tiranía de Polícrates. Allí fundó su escuela y consiguió una notable influencia en la ciudad.
Pero más que una ambición personal, tenemos que ver en este interés un intento de
reformar la sociedad según sus propias ideas morales. Cfr. Guthrie, W. K. C., o. c., p. 173.
39 Cfr. Platón, República, 433a.
40 Cfr. Ibid., 428e-429a.
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(hērmosménos), porque sus palabras concuerdan con sus acciones (sýmphōnon
toĩs lógois pròs tà èrga)41.
Enlazamos de nuevo —en este contexto— con el tema de la purificación del
alma, cuya disonancia con el cosmos es un mal que debe ser expiado, hasta
quedar libre de la rueda de transmigraciones. Para los pitagóricos, la
inmortalidad del alma dependía de que fuera una armonía, de igual modo que el
cosmos, pero no se trata de una armonía de contrarios físicos, sino de números. Y
esto se debe a que los números estaban más próximos a lo divino que los
contrarios físicos, como lo caliente y lo frío, lo seco y lo húmedo, que eran
consecuencia, a su vez, de los propios números. Por tanto, la proporción que hay
entre el mundo fenoménico y la trama numérica que lo sustenta, debe ser la
misma que se busque entre el cuerpo y el alma. Los pitagóricos vislumbraron un
parentesco natural entre el hombre y el universo, de ahí que la tarea de la
filosofía fuera revelar la estructura del mismo para entender lo divino presente
en el alma humana. Para ello se necesita la contemplación, entendida como
purificación o catarsis, esto es, un esfuerzo teorético que permita reproducir en el
alma el orden perfecto del cosmos y, de ese modo, sintonizar con él. Sólo así puede
escapar del ciclo de reencarnaciones y regresar a la naturaleza divina de la que
procede.
En resumen, la filosofía pitagórica representa el triunfo de lo limitado sobre lo
ilimitado, destacando especialmente su capacidad para reducir las cosas a
proporciones numéricas, tanto en su estructura interna como en su relación con
el todo. Para expresar estas proporciones que subyacen en la naturaleza,
Pitágoras utilizó el término armonía, como hemos visto, que significa unión,
ajuste o ensamblaje, tanto en un contexto físico, como matemático o musical42.
Este concepto remite a otras nociones parejas como orden, medida, proporción o
analogía, todas ellas vinculadas con la interpretación filosófica de la naturaleza;
pero la que está a la base es la idea de orden, de hecho, cuando los pitagóricos
buscaban la clave de la estructura lógica y ontológica del mundo, lo primero que
atisbaron fue un orden matemáticamente tejido; de esto tomó buena nota Galileo,
pero sin olvidar que no estamos ante un descubrimiento exclusivo del espíritu
griego, sino que otras muchas culturas como la hindú, la sumeria, la egipcia, la
babilonia o la maya, basaron su idea del mundo en un orden sostenido por los
números; todas ellas buscaron, además, las secretas correspondencias entre el
orden cósmico y el orden de la vida humana, es decir, trataron de encontrar una
relación de proporción entre ambos43. Posiblemente, todos estos significados del
41 Cfr. Platón. Laques, 188d. La música, dice el ateniense, tiene un carácter nomotético, ya
que su verdad expresa una ley (nómos), que armoniza —debido a su naturaleza inteligiblela parte sensible del hombre, puesto que toda vida humana necesita ritmo y armonía, en la
palabra y en la acción. Cfr. Platón, Las leyes, II, 673a.
42 Cfr. Harmonía. En Chantraine, Pierre, o. c., p. 111. Homero usó esta palabra para
referirse a lo que une las diferentes partes de un todo. Cfr. Homero, Odisea, V, 248.
43 Cfr. González Ochoa, César, La música del universo, ed. cit., p. 7.
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término fueron conocidos por Heráclito, cuyo conocimiento de la filosofía
pitagórica parece seguro, aunque debemos tener presente de qué tipo de
«armonía» estamos hablando en cada caso. Independientemente de la traducción
literal del término, más cercana a Pitágoras que a Heráclito, resulta evidente que
es entendida por el primero como equilibrio y ajuste, mientras que para el
segundo se manifiesta como equipotencia y tensión. Para uno, la armonía
neutraliza y pacifica los contrarios, para otro, lo real radica en la contraposición
misma, ya que en el momento en que desapareciera la tensión, desaparecería
también el cosmos. Aquí estriba la diferencia insalvable entre ambos, en el
dualismo ontológico del primero, que conduce —en este punto Nietzsche está muy
atinado44— a un dualismo moral, desde el momento en que se llaman «buenos» a
unos elementos (por delimitar el caos), y «malos» a sus contrarios45.
Para Heráclito, no hay primacía ontológica ni moral de unos contrarios sobre
otros. Tampoco se establece ningún tipo de jerarquía ni mezcla. Todos son
necesarios, antagonistas al tiempo que complementarios, y entre ellos no cabe
más reconciliación posible que la eterna tensión. Heráclito no entiende la
presencia en el cosmos de lo uno sin relación a lo múltiple, y al revés. Incluso la
propia divinidad es concebida como la unidad última de todas las oposiciones, que
sólo para el hombre son susceptibles de ser desligadas (cfr. 22 B 67 DK; B 102).
La posición heraclítea trata de escapar de todo antropocentrismo, de todo
mecanicismo, reconociendo que el problema estriba en pensar la «unidadmultiplicidad» del cosmos sin reabsorber, reducir ni relegar uno de los términos
en favor del otro; es decir, se trata de comprender cómo a partir de la discordia
pueden surgir relaciones que articulen e integren los términos contrarios sin
eliminar su tensión. Lo que quiso Heráclito, en definitiva, no fue concebir una
unidad que se precipitara sobre los contrarios para destensarlos, sino una unidad
que viviera y se realizara en la propia tensión, sin evitarla ni silenciarla.
Se atisba, no obstante, una gran semejanza entre ellos, que los diferencia de
los pensadores anteriores: para ambos, hay un elemento lógico permanente que
se diferencia de lo físico y pasajero. Pitágoras fue el primero en profundizar en el
aspecto lógico del primer principio, al hablar del número, lo que será retomado
por Heráclito al hablar del lógos y no sólo del fuego46. Además, ambos reflexionan
44 Según Nietzsche, la fusión del dualismo moral con el ontológico, que le sirve de base, ha
sido la tónica en Occidente, puesto que al mundo verdadero le corresponden unos valores
propios, opuestos a los del aparente: “para surgir, la moral […] necesita siempre primero de
un mundo opuesto y externo”. Nietzsche, Friedrich, La genealogia de la moral, Madrid,
Alianza, 1999, p. 43.
45 “El pitagorismo, de manera distinta a los filósofos jonios, está enraizado en los valores;
la unidad, el límite, etc., aparecen situados en el mismo lado que el bien, porque son
buenos, mientras que la pluralidad y lo ilimitado son malos”. Guthrie, W. K. C., o. c., p. 237.
Esto lo confirma Aristóteles: “Como los pitagóricos supusieron, el mal es una forma de lo
ilimitado, y el bien de lo limitado”. Aristóteles, Ética a Nicómaco, II, 6, 1106b 29.
46 Cfr. Guthrie, W. K. C., o. c., p. 301. Esta relación entre lo visible fenoménico y
cambiante, por un lado, y lo invisible y permanente, por otro, recuerda la relación que
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sobre el papel de la oposición en el campo de la moral y la vida humana. En el
caso de Heráclito, se nota en el carácter nomotético del lógos, que no sólo
ensambla los contrarios en el cosmos, sino que ajusta también la propia vida
humana, transida de tensiones y lucha de opuestos, cuya virtud principal consiste
en conocer la norma que opera en la naturaleza y actuar según dicha norma, esto
es, «según la naturaleza» (katà phýsin).
4. La oposición como lógos y armonía en Heráclito.
En un primer acercamiento al tema, hay que recordar que Heráclito admitió
un primer principio —el fuego— semejante de algún modo al de los milesios, que
es adjetivado como lo uno (cfr. 22 B 32 DK), lo común (cfr. 22 B 1 DK) y lo sabio,
que es distinto y está separado de todas las cosas (cfr. 22 B 32 DK; cfr. 22 B 108
DK). El fuego está por encima de toda oposición, está en lo múltiple sin perder su
unidad, y a su vez todo se presenta como el resultado de las transformaciones del
fuego (pyròs tropaí, cfr. 22 B 31 DK)47. En el caso de Heráclito, el cosmos tiene un
carácter profundamente enantiológico. No se subraya el enfrentamiento de
algunos pares de contrarios, sino que se entiende la propia contrariedad como un
principio cósmico máximamente universal (tanantía archaì tō̃n óntōn)48, que
dispone —junto con el lógos— el ordenamiento del propio cosmos, a través del
perpetuo devenir:
«Es preciso saber que la guerra es común (xynón); la justicia discordia (díkēn érin), y
que todo acontece por la discordia y la necesidad» (22 B 80 DK).
Este fragmento, que resume su concepción de la armonía de los contrarios,
quizá haga referencia a un pasaje de la Ilíada donde se dice que «Ares es común»
(xynòs Enyálios)49. Hay que notar que lo que en un primer momento se utilizó
establece Platón entre el alma y el cuerpo del universo en el Timeo: «mientras el cuerpo del
universo nació visible, ella [sc. el alma] fue generada invisible, partícipe del razonamiento y
la armonía». Cfr. Platón, Timeo, 36e. Las similitudes con la armonía invisible de Heráclito
parecen evidentes, pues el jonio enseña cómo —si se sigue la inteligencia— se puede
vislumbrar, allende las apariencias, un entramado estable e interconectado que unifica lo
múltiple. La misma idea está presente en Anaxágoras: “Vislumbre de las cosas ocultas son
las que se muestran” (59 B 21a DK), de la que tomó buena nota Platón.
47 “Además los primeros que hablaron de la naturaleza (hoi prō̃toi physiologḗsantes) […]
dicen que todas las demás cosas se generan y fluyen, sin que haya nada firme, pero que sólo
una cosa permanece (hèn dé ti mónon hypoménein), de la cual todas aquellas nacen por
transformación: esto parecen querer decir Heráclito de Éfeso y muchos otros”. Aristóteles,
Acerca del cielo, 298b 28-32.
48 Cfr. Aristóteles, Metafísica, A, 5, 986b 3. “Lejos de ser simple coexistencia pasiva de los
contrarios, la contrariedad es a la vez determinación ontológica y principio activo —lucha,
discordia, guerra—. Todo lo que existe está en conflicto, no solamente con las otras cosas,
sino consigo mismo”. Cornelius, Castoriadis, o. c., p. 278.
49 Cfr. Homero, Ilíada, XVIII, 309.
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para describir una realidad sociológica, es decir, el hecho de que la guerra decide
de un modo necesario el destino de pueblos y hombres, reaparece ahora como un
principio natural que decide, esta vez, el destino de la propia realidad. Más
importante es el hecho de que la guerra, como el lógos, sea común (xynón), ya que
este término tiene un significado más profundo en Heráclito que en Homero: la
guerra es común porque el lógos —la ley común de todo lo que acontece— es una
ley de discordia y lucha de tensiones opuestas. Y esto remite a la suposición
pareja de que todo lo que existe está en proceso de cambio, sin olvidar que todo
cambio es intercambio o lucha de contrarios (antamoibḗ). Por tanto, al decir que
la justicia es dicordia, se está diciendo que la guerra es un aspecto fenoménico
del propio lógos, al que asiste para armonizar lo real, que no puede perder nunca
la tensión, a riesgo de dejar de ser lo que es.
Sin tensión ni discordia nada de lo que hay existiría como tal, pero sin
proporción ni armonía tampoco. Sin duda, es una constante en la filosofía griega
el despliegue de pares de opuestos para la interpretación del cosmos, pero ningún
otro pensador ha atribuido tanta importancia como Heráclito al hecho mismo de
la oposición, al hecho de que sólo la tensión hace justicia, reunificándolos en un
nivel más profundo (lo divino), donde coinciden las oposiciones, porque unifica e
integra lo anti- en lo meta-, subrayando el fondo pacífico que subyace a la cara
visible y polémica del cosmos, ya que los contrarios son, para la divinidad,
aspectos distintos de un mismo fenómeno50.
La oposición tiene un papel central en su filosofía porque los contrarios
cooperan —enfrentándose— en la organización del cosmos. Además, tejen una
gran red por medio de la que se trata de pensar el mundo. Nos encontramos, sin
duda, ante una potente intuición que se niega a reducir la complejidad de la
naturaleza a los ceñidos márgenes de la palabra escrita, de ahí el recurso
constante a retruécanos y paradojas. De este modo, la tensión y la oposición,
desde un punto de vista ontológico, al tiempo que el oxímoron y la paradoja,
desde un punto de vista epistemológico, se revelan como elementos ineludibles,
no sólo en su propio planteamiento, sino en la estructura misma de la
naturaleza51. El mundo de lo múltiple es un mundo-en-contienda, un gran campo
de batalla, donde toda existencia nace del conflicto y vive del antagonismo, pero
no se trata de un conflicto únicamente destructor, sino también productivo,
puesto que la guerra, además de ser común, es padre de todas las cosas:
50 Cfr. Rodríguez Adrados, Francisco, El sistema de Heráclito: estudio a partir del léxico,
Emérita 41, 1973, p. 12.
51 “El estilo es el típico encadenamiento arcaico de contraposiciones […] Tal estilo se
corresponde con la visión del mundo de Heráclito, para quien toda la vida es un juego de
oposiciones que se siguen en flujo continuo […] Pero ante todo se sentía atraído por la
paradoja, muy próxima a su estilo, y que se convirtió en vehículo de sus ideas […] En la
filosofía de Heráclito, encuentra su culminación y su expresión teórica más perfecta la
concepción polarizada que dominó la época arcaica”. Fränkel, Hermann, o. c., pp. 349-350.
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«Guerra (pólemos) es padre y rey de todas las cosas. A unas ha hecho dioses, a otras
hombres; a unas ha hecho esclavos, a otras libres» (22 B 53 DK)52.
En este fragmento se presenta la guerra con los atributos de Zeus, «padre»
(patḗr) y «rey» (Basileús) de todas las cosas («padre de los dioses y de los
hombres» (patḕr andrō̃n te theō̃n te), según Homero)53. La Guerra, como Zeus,
representa un poder supremo y único que se ejerce sobre la diversidad de las
divinidades y de los hombres, garantizando así la justicia y el equilibrio en el
cosmos, y salvaguardando la distancia ontológica entre dioses y hombres; no se
olvide que cada ser del cosmos tiene un lugar propio y unos límites que no debe
sobrepasar, so pena de quebrantar el orden natural y exponerse a un castigo por
su desmesura (hýbris), impuesto por Zeus.
Entendemos que la guerra tiene un sentido simbólico en la filosofía de
Heráclito, lo que no impide que tenga al tiempo un fundamento real, como ocurre
con el fuego. El pensador jonio se enfrentó a la realidad sin apenas un
vocabulario filosófico previo, de ahí que tratara de dibujar sus intuiciones
metafísicas con imágenes físicas, que pudieran referir aquello que resulta
prácticamente inefable. No obstante, no parece que de los fragmentos
conservados pueda desprenderse una apología del belicismo. Se trata de un
proceso natural que comprende la totalidad del cosmos, generativo y
regenerativo, en el que propiamente no hay vencedores ni vencidos, puesto que
todos los contrarios son necesarios para que el mundo exista y mantenga su
equilibrio54.
52 El aspecto positivo de la guerra sólo se hace visible para el hombre que, superando su
propia individualidad, sea capaz de contemplar el devenir cósmico desde una perspectiva
unitaria y global. Cfr. Gomperz, Theodor, Greek Thinkers. A History of Ancient Philosophy,
vol. I, Londres, John Murray, 1955, p. 64. Cfr. Barnes, Jonathan, The Presocratics
Philosophers, London, Routledge&Kegan, 1982, p. 60. Al hacer de la guerra el principio
rector de la generación y el gobierno de los seres, se positiviza una realidad que, por
definición, causa efectos contrarios, a la par que se invierte el significado que le dan los
poetas, que hacen de ella lo más funesto y temible. Cfr. Kahn, Charles, The Art and
Thought of Heraclitus, Cambridge, CUP, 1981, p. 208.
53 Se trata de uno de los epítetos más repetidos del Crónida, v. gr., cfr. Homero, Ilíada, I,
544.
54 Cfr. Kirk, G. S., Heraclitus. The Cosmic Fragments, Cambridge, CUP, 1954, pp. 42-43;
228-232. Por tanto, decir que la armonía visible del cosmos esconde una discordia invisible,
sería tan cierto como decir que la discordia visible esconde una armonía invisible, puesto
que la armonía es una consecuencia de la lucha: ajustamiento o justeza, un equilibrio que
nace de la tensión entre los contrarios mismos, pero nunca de su reconciliación, sea por
confusión, como sucede con el ápeiron de Anaximandro, o por sumisión, como sucede con la
tabla pitagórica. Cfr. Brun, Jean, Heráclito, Madrid, Edaf, 1976, p. 45. No se olvide que: “La
enfermedad hace a la salud cosa agradable y buena; el hambre, a la hartura; el cansancio al
descanso” (22 B 111 DK). Por otro lado, la guerra o la disputa tienen que simbolizar aquí la
interacción entre opuestos. Cfr. Kirk, G. S., o. c., p. 241. «Guerra» no es un conflicto bélico
humano, sino uno de los nombres del principio supremo que subyace bajo las oposiciones
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La naturaleza necesita tensión, no distensión, de ahí sus críticas a Homero
(cfr. 22 A 22 DK; B 42), quien expresó en un verso de la Ilíada su deseo de que
cesara la discordia entre dioses y hombres, sin advertir que eso sería equiparable
a la desaparición del propio cosmos55. La hostilidad con la que Heráclito trató a
Homero no es sino una forma de recriminar al poeta que nos ha legado los dos
poemas épicos más importantes de Occidente, el hecho de que no haya
profundizado en el carácter polémico de la propia realidad; sin olvidar que no se
disputan poetas y filósofos tan sólo la enseñanza de la verdad, sino también la
influencia política, la capacidad de incidir directamente con su palabra en el
decurso de la sociedad. De ahí que reclamen ese lugar a los poetas con sus propias
armas: escribiendo en su estilo, el de la tradición narrativa, el del prestigio
didáctico, el que conllevaba la capacidad de anunciar la verdad; esto se hace
evidente en Jenófanes, Heráclito, Parménides o Empédocles, que traspasan
numerosos conceptos de la tradición épico-religiosa al ámbito filosófico, como
Justicia, Erinis, Amor, Discordia o Moira, amén de utilizar un estilo más cercano
a la poesía que a la prosa56. Aunque con una diferencia esencial, sus versos no
tienen un fondo mitológico, ni obedecen al argumento de autoridad, sino que
tratan de ofrecer razones objetivas para comprender mejor el cosmos, la vida y lo
divino, sin recurrir a causas ajenas a la propia naturaleza.
En consecuencia, Heráclito ha tematizado, acaso por vez primera de un modo
filosófico, el carácter dinámico de lo real, donde el devenir no es un objeto más de
su pensamiento, sino el horizonte mismo donde se despliega. El devenir arrastra,
dispersa y desconcierta por su carácter evanescente. Se trata de una provocación
fundamental, la más paradójica y desconcertante, si cabe, que se le ha planteado
a la filosofía desde sus inicios. Estrictamente hablando, no es nada, puesto que
siempre está en camino de ser algo, pero en el momento mismo en que llega a ser,
deja de ser. En este sentido, el problema del devenir no es un problema de ser (ni
tampoco de no-ser), sino que afecta primaria y radicalmente a la propia realidad:
«El devenir es anterior justamente a toda articulación de ser y de no-ser porque
es algo que incide en la realidad en tanto que realidad57.
(otro nombre sería Zeus, cuyos atributos más frecuentes son citados). Cfr. Eggers Lan,
Conrado; Juliá, Victoria: Los filósofos presocráticos, vol. I, Madrid, Gredos, 1978, p. 347.
55 Cfr. Homero, Ilíada, XVIII, 105. Acaso por eso dice que los hombres se engañan respecto
al conocimiento de las cosas manifiestas, de modo semejante a Homero, el más sabio de los
griegos, al que unos jóvenes pescadores que estaban matando piojos le confundieron al
decirle: “Cuantos vimos y cogimos, los dejamos; pero los que ni vimos ni cogimos, los
llevamos” (22 56 B DK).
56 Cfr. Mendoza Tuñón, Julia M., El magisterio político del poeta en el ámbito indoeuropeo,
Cuadernos de Filología Clásica nº 5, 1995, p. 30. En este momento, la poesía se había
tornado un instrumento para hacer públicas todo tipo de opiniones sobre el «bien común»,
fuesen críticas o didácticas. Cfr. Jaeger, Werner, La teología de los primeros filósofos
griegos, Madrid, FCE, 1978, pp. 43-44.
57 Zubiri, Xavier, Estructura dinámica de la realidad, Madrid, Alianza, 1989, p. 30.
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El devenir no es algo colateral a la naturaleza, sino un componente básico y
elemental de la misma. No olvidemos que el alcance de esta afirmación tiene un
carácter global para Heráclito, puesto que entiende la realidad como una reunión
de relaciones respectivas y medidas por el lógos en un dar-de-sí determinado. Es
decir, ninguna realidad está aislada del mundo, sino que su autonomía está
constitutiva e intrínsecamente referida a su dependencia respecto de las demás
realidades. Pero esta remitencia, a su vez, no es posible sin el devenir, que
posibilita la pugna y el intercambio de los contrarios, cuya mutua relación es
también intrínseca, ya que no se entienden unos sin otros58.
Al pensar el devenir se corre un doble riesgo: por un lado, el de analizar de un
modo aislado la cosa que deviene, como un estado y no como un proceso; por otro,
el de cosificar el propio proceso como si el devenir fuera algo que le adviene a la
cosa en un momento determinado y no un elemento constitutivo de la cosa
misma59. Heráclito responde a estas dos dificultades de un modo admirable.
Constata el devenir, constata la tensión entre los contrarios, pero no entiende el
cosmos como una representación absurda o carente de sentido. El cosmos
heraclíteo resulta inconcebible sin movimiento, pero también sin permanencia,
sin consistencia, sin la posibilidad de algún tipo de existencia, pues toda
existencia presupone la mismidad de aquello que existe, o lo que es lo mismo, su
permanencia en y a pesar del cambio: «La realidad es estructuralmente dinámica
en cuanto ser siempre la misma y nunca lo mismo es un carácter primario de
toda realidad sustantiva en cuanto sustantiva.»60
Es preciso señalar que Heráclito no es un filósofo del puro devenir, sino ante
todo un filósofo de la unidad dinámica de la naturaleza. Ciertamente, insistió
como pocos en el carácter estructuralmente dinámico de la realidad, buscando
fórmulas novedosas y radicales para expresar el cambio. Pero se trata del cambio
y el devenir de lo uno, que se despliega una y otra vez como múltiple, aunque
permanezca en el fondo de las cosas como unidad (siendo la misma sin ser nunca
lo mismo). En este sentido se desmiente la tajante contraposición entre Heráclito
y Parménides, pero con una salvedad: para el jonio, la oposición surge cuando se
trata de lo múltiple y de su relación con lo uno, mientras que el eléata descarta la
convivencia entre ambas. Sabido es que Parménides eliminó lo múltiple por
considerarlo lógicamente incongruente con la unidad del ser, y eliminó el devenir
por considerarlo una intrusión injustificada del no-ser en el ámbito del ser61; pero
Heráclito, igual que los milesios, aunque de un modo más profundo, parte de una
intuición viviente de la unidad, que se manifiesta en lo múltiple sin dejar de ser
58 Cfr. ibid. p. 319. En eso consiste la verdadera sabiduría: en conocer la relación por la que
“todas las cosas son dirigidas por todas” (ekybérnēse pánta dià pántōn) (22 B 41 DK).
59 Cfr. Álvarez Gómez, Mariano, Cómo pensar el devenir. En VV.AA., Metafísica y
pensamiento actual. Conocer a Nietzsche, ed. cit., pp. 89-90.
60 Zubiri, Xavier, Sobre la esencia, Madrid, Alianza, 1985, pp. 249-250.
61 Cfr. Cappelletti, Ángel J., La filosofía de Heráclito de Éfeso, Caracas, Monte Ávila, 1969,
p. 59.
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una. De este modo, cada uno de los seres particulares, debido a la unidad
subyacente, no está aislado en su realización de los demás seres: por esa razón la
justicia es discordia y la armonía es tensión. El devenir enantiológico, en suma,
mantiene una lógica interna por la que a su vez es mantenido, unas medidas
posibilitadas por la armonía invisible que articula y relaciona todos los elementos
de la realidad visible:
«Armonía invisible (harmoníē aphanḗs), más fuerte que la visible» (22 B 54 DK).
Se necesita una profunda intuición para encontrar en la discordia manifiesta
una armonía invisible, que introduce la justicia en el devenir, pero no en sentido
moral, sino lógico y ontológico, permitiendo vislumbrar una organización estable
donde no había más que tensión, oposición e interacción. No se olvide que el
incesante movimiento de la naturaleza, su perpetua fluencia, nace de la lucha
misma de los contrarios. La armonía es, a un tiempo, tensa y móvil, ya que los
contrarios no pueden permanecer unidos de modo que se neutralicen unos a
otros62. Por tanto, esta justicia debe ser entendida como justeza, como
ajustamiento y no como ajusticiamiento63.
En suma, ese tránsito de toda realidad finita en su contrario va de la mano
del convertirse el fuego siempre-vivo en todas las cosas, y de éstas a su vez en
fuego. De este modo, la estructura del universo es constitutiva y no
accidentalmente dinámica, puesto que las cosas se mueven porque el universo
está en movimiento y no porque sean las relaciones entre éstas las que impriman
movimiento de unas a otras64. Sin duda estamos ante la formulación más madura
del planteamiento de los contrarios en el pensamiento arcaico, no superada hasta
Aristóteles. Esto es evidente puesto que en la época de Heráclito no estaban aún
62 Cfr. García Junceda, J. A., Uno y múltiple: la dialéctica de los contrarios en Heráclito,
Anales del Seminario de Historia de la Filosofía nº IV, 1984, pp. 29-30.
63 Zubiri reconoce que en este contexto no debe traducirse díkē por justicia, porque la
justicia evoca una cualidad moral y no se trata de eso; se trata justamente del
ajustamiento, de la justeza, que Heráclito conoce por el nombre de armonía. Aquí se separa
de Anaximandro, quien entendía el surgimiento de los contrarios como una injusticia a
expiar. El litigio, para Heráclito, permite el ensamblaje del cosmos, por eso la justicia
radica en la polémica y no en la neutralización, que supondría el fin del cosmos y de la vida.
Cfr. Zubiri, Xavier, Estructura dinámica de la realidad, ed. cit., p. 321. Vlastos confirma
que la justicia para Heráclito consiste en la unidad de las oposiciones en todos los niveles,
del ontológico al moral. Prueba de ello es 22 B 102 DK, que apunta la coincidencia de todos
los contrarios en el ámbito de lo divino, siendo los hombres, desde la limitación de su
entendimiento e incapaces de percibir la unidad que subyace a la multiplicidad, los
causantes de toda lectura moral sobre lo real, sobre la relación entre los contrarios. Cfr.
Vlastos, Gregory, On Heraclitus. En Furley, D.J.; Allen, R.E. (Eds.), Studies in Presocratic
Philosophy, vol. I, Londres, Routledge&Kegan, 1970, p. 428. Como ampliación, cfr. Vlastos,
Gregory, Equality and Justice in Early Greek Cosmologies. En ibid., pp. 67-73.
64 Cfr. Zubiri, Xavier, Estructura dinámica de la realidad, ed. cit., p. 119. Así lo indica este
texto: “También el kykeṓn se descompone si no lo agitan” (22 B 125 DK).
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
tematizados los modos de la oposición, por lo que podía dejar que jugasen
libremente unos con otros65. No obstante, cabe atisbar al menos dos tipos de
oposición, aunque entreverados, que nacen de una oposición lógica común, con
algunas variables que se emplean indistintamente: contradicción, oposición,
escisión, polaridad, tensión, etc. Por un lado, una oposición física: vida-muerte,
vigilia-sueño, día-noche, salud-enfermedad, calor-frío, etc. Por otro lado, una
oposición metafísica: todo-parte, unidad-multiplicidad, concordia-discordia, etc.
El primer tipo corresponde a fenómenos visibles, el segundo a relaciones lógicas
invisibles, lo que demuestra que la oposición tiene un alcance universal en
Heráclito, desde lo más cercano y concreto, hasta lo más remoto y abstracto. A su
vez, señala Kirk, cada tipo presenta cuatro modos de conectar la oposición:
i) Las mismas cosas producen efectos opuestos sobre clases distintas de seres
animados, como el agua del mar, saludable para los peces, deletérea para los
hombres (cfr. 22 B 61 DK); el fango, que les gusta a los cerdos pero no a los
hombres (cfr. 22 B 13 DK); o la arveja que es preferida al oro por los asnos,
aunque en el caso de los hombres suceda lo contrario (cfr. 22 B 9 DK).
ii) Aspectos diferentes de la misma cosa pueden justificar descripciones
opuestas, como un camino, que aunque se recorra hacia arriba o hacia abajo no
deja de ser el mismo, sin ser lo mismo hacerlo en un sentido que en otro (cfr. 22 B
60 DK); la escritura, que combina en un mismo movimiento lo recto y lo curvo
(cfr. 22 B 59 DK); o la labor del médico, que corta y quema, algo que causa dolor,
pero recibe un salario por ello, porque busca de este modo eliminar un dolor
mayor (cfr. 22 58 B DK).
iii) Algunas realidades sólo son concebibles por medio de sus opuestos, como la
salud, que no sería agradable si no existiera la enfermedad, la saciedad respecto
al hambre o el descanso respecto al cansancio (cfr. 22 B 111 DK). Lo mismo
sucede con la justicia, que no tendría sentido si no se cometieran injusticias (cfr.
22 B 23 DK).
iv) Algunos opuestos están enlazados de un modo esencial, siendo dos aspectos
distintos y sucesivos de una misma realidad, lo caliente y lo frío (cfr. 22 B 126
DK), la noche y el día (cfr. 22 B 57 DK), vida y muerte, velar y dormir, juventud y
vejez (cfr. 22 B 88 DK)66.
Afinando un poco más, en suma, estos cuatro tipos de oposición se pueden
resumir en dos: i-iii) opuestos inherentes a un solo sujeto o producidos
simultáneamente por él; iv) opuestos conectados en un mismo proceso como
aspectos sucesivos del mismo67. Por un lado, se da una relatividad respecto al
sujeto que los experimenta, o bien en la esfera de los valores, donde lo justo no se
entiende sin lo injusto. Por otro, tenemos una sucesión y cambio recíprocos,
65 Cfr. Jaspers, Karl, Los grandes filósofos. Los metafísicos que pensaron desde el origen,
Madrid, Tecnos, 1998, p. 38.
66 Cfr. Kirk, G. S.; Raven, J. E.; Schofield, M., Los filósofos presocráticos, Madrid, Gredos,
2008, pp. 254-255.
67 Cfr. Guthrie, W. K. C., o. c., pp. 419-420.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
propio de cualidades o cosas que están en los límites opuestos de un continuun,
aunque en el fondo confluyen, porque constituyen aspectos diferentes de la
misma cosa.
Todo esto nos lleva a otra consideración pareja que no se puede olvidar:
cuando uno se adentra en los fragmentos se da cuenta casi de inmediato de que
su idea del fuego no constituye el fondo último y más radical de su pensamiento,
sino que este lugar lo ocupa la oposición, medida y mediada por el lógos, que no es
sino su otra cara. El concepto de lógos impone medidas al fuego y a lo real mismo,
atemperando las oposiciones por medio de una armonía invisible que todo lo liga.
Existe además, por medio del lógos, una comunicación y un paralelismo entre los
asuntos e intercambios cósmicos y los asuntos e intercambios humanos (cfr. 22 B
117)68.
El lógos ha de ser buscado en el mundo físico, como reflejo visible de la trama
invisible que lo sustenta, pero sobre todo bajo el mundo, intentando profundizar
en el principio divino e inmanente que unifica la naturaleza y ajusta todas las
oposiciones: si se encuentra, algo que no logran la mayoría de los hombres, se
accederá a un mundo común, donde la discordia hace justicia y lo divergente se
vuelve convergente para el hombre vigilante y despierto. Se trata del sentido y el
fundamento del mundo, la norma y regla que todo lo determina y cuya
comprensión hace todo comprensible; por eso, al comienzo de su libro, habla de un
lógos o ley cósmica, que coincide con el contenido del mismo, aunque la mayoría lo
ignore, incluso después de mostrarle estas razones (cfr. 22 B 1 DK)69.
68 En su acepción lingüística, lógos es palabra, todo lo que se dice o escribe, sea verdad o
ficción: el lógos es la palabra del jonio, que trata de dar cuenta de la palabra de la
naturaleza; como toda palabra traduce un pensamiento, podemos enlazar esta acepción con
otra lógica (razón, argumento, causa). Desde un punto de vista ontológico, representa la
phýsis, el entramado mismo de la realidad, cuyas notas esenciales y unitarias aglutina, al
tiempo que aparece como principio rector de la misma (medida, relación, proporción, norma,
principio, fundamento, reunión). Por último, de aquí se desprenden algunas consecuencias
éticas, puesto que la norma natural es la norma que debe seguir el hombre para conducir
rectamente su vida, dado el parentesco que vislumbra Heráclito entre el lógos de la
naturaleza y el lógos humano. En suma, se trata de un concepto que limita al tiempo que
posibilita la comunicación entre la lógica, la física y la metafísica, sin olvidar el aspecto
práctico del lógos, que prescribe una vida secundum naturam, profundizada por buena
parte de las escuelas helenísticas. Como ampliación, cfr. Guthrie, W. K. C., o. c., pp. 396399.
69 Cfr. Rodríguez Adrados, Francisco, o. c., p. 12. Señala Adrados que al consistir la
contextura del mundo en el lógos y tener lugar el propio devenir de acuerdo con este lógos,
las bases del concepto de ley natural estaban sentadas. Cfr. Ibid., p. 7. Aunque no se puede
establecer de un modo tajante si Heráclito concibió tal idea o se trata de un añadido estoico,
lo cierto es que identificar el lógos con el theĩos nómos no parece algo del todo ajeno al
pensamiento del jonio, siempre y cuando no se hable de una divinidad sobrenatural, sino
del carácter divino de la propia naturaleza, cuyo lógos armoniza todos los contrarios que
combaten en su seno.
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Por otro lado, las oposiciones no sólo se extienden al mundo físico, sino
también a la vida humana: «Todo es lucha de opuestos y todo es unidad de
opuestos. El cosmos brota a través de la pugna de opuestos y es él mismo la
unidad escondida de estas oposiciones. Y el hombre tiene que darse cuenta de que
también la ley de su vida es lucha y, más allá de la lucha misma, la identidad de
los que se enfrentan.»70 Estamos quizá ante el primer uso filosófico de la idea de
«ley» (cfr. 22 B 114 DK), y no sólo eso, sino que se la considera el principio rector
del cosmos y el objeto más elevado de conocimiento. El término no se usa sólo en
sentido político, sino que se ha extendido hasta cubrir la realidad misma. La
propia idea de cosmos, aplicada al conjunto del universo, que también Heráclito
utilizó en sentido técnico, presagiaba este cambio de perspectiva (cfr. 22 B 30 DK;
22 B 124 DK). La interpretación de la vida humana y el proceso cósmico como un
juicio o litigio hecha por Anaximandro es un antecedente claro del planteamiento
heraclíteo, por ejemplo, cuando dice que el sol no traspasará sus medidas (métra),
porque si no las Erinis, ayudantes de la Justicia (Díkēs epíkouroi), lo descubrirán
(22 B 94 DK)71. Aquí la justicia se incorpora al orden inviolable de la naturaleza,
es decir, resume todos los precedentes jurídicos y mitológicos del término en una
única «ley divina», que se diferencia de la humana, aunque sea su fundamento.
Pero Heráclito no encuentra lo divino en lo eterno, sino que conecta este término
con el principio legal que Anaximandro había encontrado en el proceso de la
naturaleza. De este modo la armonía de los opuestos llega hasta cotas
insospechadas porque el propio cambio sería una expresión de la medida misma,
del lógos, un ayudante que vigila sus normas, igual que las Erinis cuidan de la
Justicia. Como dice Guthrie, «había ley en el universo, pero no era una ley de
permanencia, sino una ley de cambio»72, puesto que Heráclito no buscaba lo
cambiante en lo permanente, sino lo permanente en lo cambiante. La naturaleza
en su conjunto, en suma, incluyendo la vida humana, es al mismo tiempo lucha
manifiesta y unidad latente, de modo que es la tensión la que ensambla el
cosmos, cuya faz visible es una lucha perpetua, que a la postre se desvela, para la
mente despierta, como un aspecto parcial de un entramado global e invisible que
todo lo liga, en el que los opuestos coinciden. Tal es el alcance de la oposición, que
hasta la propia divinidad se entiende como la unidad última de todos los
contrarios, esto es, la unidad misma de la naturaleza (cfr. 22 B 67 DK)73.
70 Gigon, Olof, o. c., p. 222.
71 Cfr. Jaeger, Werner, La teología de los primeros filósofos griegos, ed. cit., pp. 117-118.
72 Guthrie, W. K. C., o. c., p. 435.
73 Junto a las oposiciones del cosmos se revelan las que se dan en el interior del ser
humano, haciendo del hombre un microcosmos, cuya razón —igual que la razón común que
opera en la naturaleza y de la que participa- busca la unidad última de los opuestos y la
conexión de todo cuanto hay, lo que abre el camino a lo divino. A este respecto, sólo podrá
ser llamado «sabio» (sophón) quien comprenda dicha unidad, que consiste en que «todas las
cosas son una» (hèn pánta eĩnai, cfr. 22 B 50 DK).
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Por tanto, cuando Heráclito habló de «Dios» como instancia donde coinciden y
se armonizan las oposiciones, parece evidente que estaba pensando en el lógos,
contraponiendo este conocimiento, la sabiduría, con el limitado conocimiento que
tienen los hombres de esta norma universal que prescribe la unidad última de
todos los opuestos, ya que la experiencia inmediata de la naturaleza nos los
presenta desligados: «Lo que Heráclito quiere decir es, claramente, que, en contra
de nuestra propia experiencia, que distingue una cosa de otra, que enfrenta una
cosa a otra, debemos ver que lo que pueda presentarse de modos tan diversos,
oculta en sí mismo una identidad en la oposición.»74
Heráclito encontró impreso el sello de lo divino en la unidad-multiplicidad de
la naturaleza inter-relacionada, en la unidad de todos los opuestos:
«Dios (ho theós): día-noche, invierno-verano, guerra-paz, hartura-hambre. Pero se torna
otro cada vez, igual que el fuego cuando se mezcla con los inciensos, se llama según el
gusto de cada uno» (22 B 67 DK).
Dios, por tanto, sería aquello que expresa la unidad oculta del cosmos, la
contemplación global del mismo, desde el punto de vista del lógos y la armonía
que subyace a la multiplicidad fenoménica de lo real (siendo el propio lógos el que
permite tal ensamblaje), desde el punto de vista de la medida que preside y
procura cada una de sus transformaciones y el combate de los contrarios mismos.
Según Axelos, el lógos es divino y la divinidad es lógica, de modo que ambos
términos son homólogos y respectivos, pues ambos desvelan al pensamiento
humano las relaciones que constituyen la naturaleza75. Dios, en suma, no es nada
ni nadie concreto, sino que consiste en la tensión creadora y reconciliadora que en
toda transformación y oposición se manifiesta como permanencia, que se
identifica con la propia naturaleza, o mejor con el lógos mismo que la gobierna76.
74 Gadamer, Hans-Georg, Estudios heraclíteos. En El inicio de la sabiduría, Barcelona,
Paidós, 2001, pp. 48-49. Cfr. Drozdek, Adam, Heraclitus’ Theology, Classica et Mediaevalia
nº 52, 2001, p. 51. No tenemos razón alguna para separar en Heráclito la teología del resto
de sus enseñanzas: “más bien hay que concebirla como formando con la cosmología un todo
indivisible, incluso si ponemos el centro de gravedad del lado teológico”. Jaeger, Werner, La
teología de los primeros filósofos griegos, ed. cit., p. 119. Se puede ver aquí una antecedente
del pensamiento de Nicolás de Cusa, para quien Dios es la complicatio del mundo y el
mundo la explicatio de Dios, o lo que es lo mismo, todas las cosas están reunidas en Dios, y
Dios está expresado en todas las cosas. Cfr. Zeller, E.; Mondolfo, R., La filosofia dei greci nel
suo sviluppo storico, parte I, vol. III, Florencia, La Nuova Italia, 1968, p. 128.
75 Axelos, Kostas, Héraclite et la philosophie: la prémiere saisie de l´être en devenir de la
totalité, París, Les Éditions de Minuit, 1968, pp. 124-125.
76 Cfr. Fränkel, Hermann, o. c., p. 370. Se trata de “una divinidad total, unas veces
inmanente, otras trascendente, que domina dinámicamente el cosmos”. Nestle, Wilhelm:
Historia del espíritu griego, ed. cit., p. 24. La divinidad incluye todo al tiempo que está en
todo; eso es Dios, la naturaleza desde un punto de vista unitario e invisible (aspecto
trascendente), pero también cada uno de sus dinamismos y oposiciones particulares
(aspecto inmanente), ambos medidos y mediados por el lógos, que procura de un modo
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
En resumen, se constata que todo cuanto hay está sujeto a una tensión
interna, ya que todo es producto de la lucha de contrarios, por tanto, la guerra es
la fuerza creadora del cosmos, amén del estado propio de los acontecimientos; por
otro lado, los contrarios coinciden desde el punto de vista del sabio, lo que destaca
la unidad fundamental de la naturaleza, que es una unidad dinámica, pues
consiste en el eterno despliegue y repliegue de sus múltiples posibilidades. Esto
es posible gracias al carácter intrínsecamente relacional de la misma, tanto desde
el punto de vista de la unidad, como desde el punto de vista de la multiplicidad:
«Son conexiones (synápsies): entero y no-entero, convergente y divergente, consonante y
disonante, y de todas las cosas, una sola, y de una sola, todas» (22 B 10 DK).
Heráclito concibe un cosmos sustantivo, en tanto que unidad de respectividad
o relación de relaciones entre todos los elementos que lo integran, pero también
dinámico, como multiplicidad de mismidades en perpetuo aparecer/desaparecer,
es decir, no se trata de un universo de identidades sustanciales, sino de ritmos y
pautas sustantivas, que permiten atisbar la estabilidad en el devenir y la
oposición gracias a la comunidad, el gobierno y la permanencia del tempo y la
proporción77. Sin duda, la realidad no es para Heráclito un conjunto de entes
sustanciales, sino un sistema dinámico de respectividades, un tejido cósmico
remitente y reticular de sucesos interdependientes. Lo real, por tanto, se
caracteriza por la natural respectividad de todos los entes. Dicho de otro modo,
toda realidad es respectiva y relacional en cuanto tal, pero no sólo en sentido
físico (relación de unas cosas con otras), sino ante todo metafísico o trascendental
(por cuanto se trata de una estructura radical de la propia realidad que no
concierne a las cosas reales en cuanto cosas, sino justamente en cuanto reales)78:
«Realmente, las cosas serían como los nudos de una red, pero la realidad primaria
serían los hilos de esa red y la estructura filamentosa de ella. Que se crucen en
forma de nudos constituyendo en cada uno de los nudos ese algo que llamamos
una cosa; bien, esto es derivado de la red, pero no es lo primario.»79
radical las regularidades que todo lo traman.
77 Entendemos que la idea de respectividad va más allá de la categoría tradicional de
relación, puesto que ésta es un accidente de la sustancia, pero ninguna sustancia se define
como relativa, en tanto que no depende de otra cosa para existir. Según Aristóteles, se trata
del accidente por el cual una sustancia se refiere a otra (prós ti). “Se dicen respecto a algo
todas aquellas cosas tales que, lo que son exactamente ellas mismas, se dice que lo son de
otras cosas o respecto a otra cosa […] También la contrariedad se da en lo respecto a algo”.
Aristóteles, Categorías, 7, 6a 36ss. Cfr. Aristóteles, Metafísica, ∆, 15, 1020b 25ss.
78 “Todas las cosas reales tienen en cuanto pura y simplemente reales una unidad de
respectividad”. Zubiri, Xavier, Inteligencia y razón, Madrid, Alianza, 1983, p. 19. Cfr.
Zubiri, Xavier, Estructura dinámica de la realidad, ed. cit., p. 326. Cfr. Zubiri, Xavier,
Respectividad de lo real, Realitas III-IV, 1979, p. 13; p. 29. Cfr. Zubiri, Xavier, Sobre la
esencia, Madrid, Alianza, 1985, p. 6.
79 Zubiri, Xavier, Estructura dinámica de la realidad, ed. cit., p. 52. No obstante, en esta
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
Lo que quiso Heráclito no fue concebir una unidad que se precipitara sobre los
contrarios sometiéndolos, neutralizándolos, reconciliándolos, sino una unidad que
viviera y se realizase en el propio conflicto. Se trata, en definitiva, de una unidad
que no se puede entender sin la multiplicidad, que no está por encima ni por
debajo de los contrarios, sino en los contrarios mismos80. Esta armonía de
tensiones opuestas que ajusta la naturaleza en su conjunto, muestra una cara
disonante pero esconde un fondo consonante. Las connotaciones musicales, como
en Pitágoras, son evidentes. Basta con leer 22 B 8 DK para sospechar que la
kallístēn harmonían que se menciona, puede ser la que produce la música:
«…que lo a contrapelo es concordante (symphéron), y de los elementos dispares
(diapheróntōn) nace la harmonía más hermosa, y que todas las cosas suceden según
discordia (kat’ érin)» (22 B 8 DK)81.
Como es sabido, tres son los términos básicos para comprender la música de la
Grecia antigua: harmonía, tónos y trópos, y los tres aparecen o se presuponen en
Heráclito, como en 22 B 51 DK, donde se habla de una palíntropos harmoníē (o
palíntonos según otra lección). Armonía es un término que encontramos ya en la
lírica arcaica, por tanto, precede a las posteriores disquisiciones de los
presocráticos. Desde el punto de vista musical, se refiere al ensamblaje de sonidos
diversos, simultáneos o sucesivos, cuyos ritmos e intervalos la confieren un
nombre concreto, que deriva del lugar que ocupa en los modos griegos (dorio,
frigio, lidio, etc.), y también un carácter acústico propio (ē̃thos)82. El termino
tónos denota una idea de tensión, dependiendo de la distancia de un sonido
respecto a la tónica o tono principal, lo que tiene consecuencias obvias para la
red que presenta Zubiri, falta la oposición que la teje, para poder capturar toda la
complejidad de la intuición heraclítea. Todo está relacionado pero esto se debe al mismo
tiempo a que todo está enfrentado: oposición y relación, por tanto, son las dos caras del
lógos, con las que hila el tapiz del cosmos.
80 Cfr. Heimsoeth, Heinz, Los seis grandes temas de la metafísica occidental, Revista de
Occidente, Madrid, 1974, pp. 26-27.
81 Para comprender mejor este texto se puede recurrir a la escala musical, en la cual dos
notas muy separadas, v. gr. una octava, conciertan mejor que otras más cercanas, v. gr. a
un tono de distancia, que resultan disonantes. Cfr. García Calvo, Agustín, Razón común,
Zamora, Lucina, 1985, p. 131. Lo mismo sucede en 22 B 10 DK, donde se habla de
«conexiones», como «convergente y divergente» (sympherómenon diapherómenon), o
consonante y disonante (synãidon diãidon), en clara alusión a la música. También podemos
consultar 22 B 51 DK, donde se dice: «No entienden cómo lo divergente (diapherómenon)
está de acuerdo consigo mismo. Es una armonía de tensiones opuestas (palíntropos
harmoníē), como la del arco y la lira.» Nótese que la armonía musical es el resultado de la
pugna o tensión entre diversas notas. Posiblemente, lo que hizo Heráclito fue ensanchar
este símbolo cotidiano hasta hacerlo de universalidad cósmica. Cfr. Jaeger, Werner, La
teología de los primeros filósofos griegos, ed. cit., n. 45, p. 234-235.
82 Cfr. García López, José, Sobre el vocabulario ético-musical del griego, Emérita 37, 1969,
p. 341.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
propia armonía, puesto que según sea la distancia, estaremos en un modo
musical u otro83.
La naturaleza —como una obra musical— integra y armoniza los contrarios
por medio del movimiento, y éste no es fortuito, sino rítmico y cadencioso.
Igualmente, el sentido de una obra musical no depende del reposo, sino del juego
dinámico de tensiones que se establece entre unos sonidos y otros. A diferencia de
otras artes, que son estáticas y espaciales, como la pintura, la escultura o la
arquitectura, la música tiene una esencia temporal, es una suerte de
«arquitectura en movimiento» —en términos de Goethe—, que sólo se puede
vislumbrar unitariamente como proceso: por un lado, presenta —como las
demás— estructuras estables y bien reconocibles, pero, por otro, su ensamblaje
no es simultáneo, sino que se alcanza en el decurso de la propia composición.
Tomados de un modo aislado, por tanto, algunos sonidos pueden parecen
disonantes, pero, desde una perspectiva global, todos conciertan dentro de una
unidad consonante, subyacente y de carácter dialógico, donde varios motivos
chocan y se reconcilian a lo largo de la obra84. Es suficiente para nuestro
propósito señalar la semejanza de la música griega con la filosofía de Heráclito,
ya que la armonía se alcanza —en ambos casos— por medio del ritmo, la medida
y la tensión entre elementos encontrados85.
Para finalizar, estos son los tres rasgos básicos que configuran la filosofía de
Heráclito sobre los opuestos: 1-. La universalización de las oposiciones; 2-. La
búsqueda de la armonía invisible que liga y ajusta tales oposiciones; 3-. La
concepción de lo divino como coincidentia oppositorum. Heráclito trazó un cuadro
del devenir antropocósmico, del enfrentamiento de los contrarios, del ciclo del
tiempo, pero no debemos olvidar que lo que verdaderamente le interesó fue el
hombre, esto es, despertar a los dormidos, tan íntimamente emparentados con la
clave de la naturaleza como extraños a este parentesco. Los más, presentes están
ausentes, despiertos se comportan como dormidos, no alcanzan a comprender la
razón que todo lo gobierna y que sin saberlo obedecen, buscan en lo-otro-de-sí lo
que está dentro-de-sí, pues lo más cercano es para ellos lo más lejano. No
83 Cfr. Redondo Reyes, Pedro, Harmonía y tónos en la práctica musical griega. En
Calderón, Esteban; Morales, Alicia; Valverde, Mariano (Eds.), Koinòs Lógos: homenaje al
profesor José García López, vol. II, Murcia, Universidad de Murcia, 2006, p. 880.
84 A este respecto, cfr. Sauvanet, Pierre, Le rythme grec d’Héraclite à Aristote, París, PUF,
1999, pp. 27-32.
85 Como ampliación, cfr. West, M. L., Ancient Greek Music, Oxford, OUP, 1992, esp. el cap.
3: “Stringed Instruments”, donde se analiza la lira y sus proporciones a fondo, pp. 48ss., y
los caps. 5 (“Rythm and Tempo”, pp. 129ss.) y 6 (“Scales and Modes”, p. 160ss.), que se
ocupan del ritmo y los modos respectivamente.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
advierten que el espacio de la interioridad se abre a lo común en la naturaleza,
escuchando la naturaleza, por medio de una relación que oculta al tiempo que
revela, en un horizonte cuyos límites se alejan cada vez que el hombre se acerca a
ellos, pero que merece la pena seguir ensanchando.
Gustavo Fernández Pérez.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
DE LA AUTONOMÍA DEL ARTE Y LA EPISTEMOLOGÍA:
Sobre héroes y tumbas como marco de un «Informe sobre ciegos»
metaliterario
Enrique Ferrari. Universidad de Valladolid
Resumen: Desde 1961 la crítica literaria ha entendido «Informe sobre ciegos» como un
relato independiente de la novela de Sabato Sobre héroes y tumbas, sin más conexión
con el argumento que la repetición de uno de los personajes. Pero cabe otra lectura,
centrada en la autonomía del arte, desde la filosofía, que encuadra el capítulo en la
trama central como una reflexión de las posibilidades epistemológicas de la novela, de
su capacidad de penetración psicológica, al desentrañar el secreto último de la
protagonista.
Abstract: Since 1961 literary criticism explains «Informe sobre ciegos» as an
independent story inside Sabato’s novel Sobre héroes y tumbas. There would be no
connection with the argument, except a character. But another interpretation is
possible from the philosophical concept of autonomy of art. It frames the chapter in
central plot as a reflection about the epistemology of the novel: its capacity of
psychological perceptiveness, because it can unravel the main character’s last secret.
Esa asociación de marco y cuadro no es accidental. El uno necesita del otro. Un cuadro
sin marco tiene el aire de un hombre expoliado y desnudo. […] Viceversa, el marco
postula constantemente un cuadro para su interior.
José Ortega y Gasset, Meditación del marco.
(0) Alejandra, princesa marco
Con el primero de los capítulos de Sobre héroes y tumbas, que plantea la
historia de Alejandra a través de sus encuentros con Martín, Sabato remite a la
morfología del cuento tradicional (1) para apuntalar la trama existencialista que,
en un segundo nivel, abre la reflexión a lo metaliterario. Aunque no busca para el
argumento (esa primera lectura sobre la incomunicación y, con ella, sobre la
soledad que causa esa incapacidad de llegar al otro y conocerlo) un corsé con la
estructura del cuento. Lo que quiere es un contraste: completar la figura
raquítica de la princesa de los cuentos infantiles con los rasgos de Alejandra, que
llevan el espectro de su carácter hasta las facciones del dragón, con una figura
indefinida que toca los dos bordes, como víctima y como agresor: «Como si fuera
—escribe- una princesa-dragón, un indiscernible monstruo, casto y llameante a la
vez, candoroso y repelente al mismo tiempo: como si una purísima niña vestida
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
de comunión tuviese pesadillas de reptil o de murciélago» (p. 115)1. Porque el
corpus de temas que da forma a la novela existencialista, que recae en ese
Hamlet polifónico (2), funciona como el marco (con los capítulos 1, 2 y 4) para una
nueva reflexión sobre las posibilidades de la novela en lo epistémico, que remite
también a la princesa de Rubén Darío, como si fuera una clave, con el primero de
sus versos («La princesa está triste… ¿Qué tendrá la princesa?»), que hace posible
este juego de planos unidos por el mismo tema. Aunque para Sabato Alejandra
Vidal Olmos no es la poesía o la literatura misma, como en el poema de Darío,
sino el punto de partida para la reflexión sobre el poder de penetración de la
novela: porque su personalidad, tan compleja, forjada con un pasado tan oscuro,
incomprensible para Martín, es el motivo que encauza su tesis de las graves
limitaciones de la razón pura para conocer globalmente al ser humano y, desde
ahí, del papel de la novela para suplir las carencias de lo meramente racional.
Así, el «Informe sobre ciegos», la tercera parte del libro, que ha sido leído
mayoritariamente como un fragmento autónomo, como una novela corta
independiente de la historia de Alejandra y Martín, quedaría justificado como la
pieza central de Sobre héroes y tumbas (el cuadro acotado por el marco) que
explica todo el camino recorrido por Sabato: porque los ciegos que estudia
Fernando Vidal, padre de Alejandra, es la imagen del mal, de lo irracional, de lo
que es humano pero queda fuera de lo racional: lo que, en el plano epistemológico,
solo conoce la novela, que son los rasgos del comportamiento de Alejandra que no
puede llegar a entender Martín, pero sí el lector que, con el libro en las manos,
completa la escena que le sugiere a Martín el incesto entre padre e hija, sentados
los dos en un banco, con las manos cogidas, con la historia del informe de
Fernando sobre los ciegos que anuncia, con su búsqueda del mal, su condena a
muerte (3). Como escribe Ortega, el marco tiene algo de ventana, porque es el
mecanismo que le muestra al espectador una nueva realidad, una abertura de
irrealidad que se abre mágicamente, dice, en nuestro contorno real2.
Alejandra, princesa y dragón para un cuento existencialista
A la pregunta puramente formalista de Propp3 de qué hacen los personajes,
Sabato le superpone otra, con un recorrido existencialista más hondo: por qué lo
hacen. Pero con la morfología del cuento apuntala la trama desde el esquema
ingenuo de los relatos infantiles para, a cada paso, sacar los rasgos que
distorsionan los caracteres planos de los personajes tradicionales a partir de la
relación tormentosa de Alejandra y Martín y de los apéndices de la vida de cada
uno. Al remitir al cuento con el título del primer capítulo, «El dragón y la
1 La página, como en siguientes notas, hace referencia a la edición de Sobre héroes y
tumbas de Seix Barral, Biblioteca Breve, Barcelona, febrero de 1999.
2 Ortega y Gasset, José. «Meditación del marco», Obras completas, Tomo II, Madrid,
Alianza Editorial, 1983 p. 311.
3 Cf. Propp, Vladimir. Morfología del cuento, Madrid, Akal, 2001.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
princesa», sugiere una estructura mínima, con una trama muy breve, con el
encuentro (y desencuentro) del héroe con la víctima y el agresor, que sostiene una
reflexión con varias voces que remiten a las vidas de los personajes que funcionan
como las figuras que entresaca Propp. Pero Sabato no quiere encajar el hilo
narrativo de la novela en la estructura del cuento; sino indicar, con el
paralelismo, el siguiente nivel, un nuevo camino para la interpretación del libro
en clave metaliteraria, con el contraste que hace patente entre la sencillez
maniquea del cuento, que busca solo una lectura de mínimos, hasta las
posibilidades de la novela como cauce de conocimiento único (el «Informe sobre
ciegos», por ejemplo), para el que la trama, como apuntaba Ortega y Gasset4,
puede ser también mínima.
El primer encuentro en el parque Lezama arranca la narración sin la historia
de los protagonistas detrás: no es el narrador el que desvela al lector la biografía
de Alejandra en la novela, sino Martín, o al menos a través de Martín, con sus
investigaciones y el diálogo con ella, en los capítulos 1 y 2, que muestran, a la vez,
su propia historia. Con lo que se abren dos líneas que convergen en una sola con
dos polos en los que bailan las figuras del héroe, el agresor y la víctima, sobre
todo estos dos últimos que se solapan (aunque hay otros agresores y otras
víctimas5) en Alejandra: en un primer nivel con las acciones de los personajes, con
4 Para Ortega el argumento es sólo un mecanismo de articulación —el hilo en un collar de
perlas— que relega, en importancia, a un segundo plano en su propuesta de una novela
morosa que atienda a un imperativo de autopsia. Es el material con el que el escritor
construye un mundo de nuevas relaciones unitarias (O.C. 83, I, 523). Es imprescindible,
pero no es objeto del goce estético: “La prueba de ello —escribe en Ideas sobre la novela—
está en que el argumento de toda novela se cuenta en muy pocas palabras, y entonces no nos
interesa. Una narración somera no nos sabe: necesitamos que el autor se detenga y nos
haga dar vueltas en torno a los personajes” (O.C. 83, III, 393).
5 Esteban Polakovic, en La clave para la obra de E. Sabato (Buenos Aires, Ediciones
Universidad del Salvador, 1981 pp. 28-29), clasifica a los personajes también en dos grupos,
según su cercanía hacia el bien o hacia el mal: «—Los que están con el bien: una Georgina,
limpia y pura, femenina; un Bruno, abúlico sí, pero fundamentalmente honesto,
contemplativo y comprensivo de las necesidades de los demás hombres, que vive de los
recuerdos de un amor perdido (Georgina): un D’Arcangelo que, a pesar de su pobreza, es
pura bondad, comprensión y amor al prójimo; un Juancho que se sacrifica en la atención de
su padre enfermo: “Bruno con una especie de tierna humildad comprendió que él, que había
recorrido tierras y doctrinas, era inferior a aquel hermano que no lo había hecho nunca”, lo
que equivale a decir que una buena acción vale más que millones de libros y conocimientos
humanos; un Martín que “había dividido el amor en purísimo sentimiento y en repugnante
sórdido sexo que debía rechazar, aunque tantas veces sus instintos se rebelaban”; - Los que
estaban con el Mal: Alejandra presa de la carnalidad; Fernando, de espíritu satánico,
nihilista y sádico, perverso por querer ser perverso; los Bordenave, los Molinari; los Pérez
Nasif, que levan una vida hecha de dinero y pasiones carnales (hace milenios había dicho
un sabio sánscrito: “Están torturando su alma con deseos insaciables y llenos de decepción,
insolencia y orgullo”): Agustina, que no es otra cosa que una nueva edición de Alejandra;
Nacho y muchos otros hundidos “hasta el cuello en la basura” que es el método usado por el
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
los hechos externos de la trama, y en un segundo estrato más psicológico, que
carga con el peso de la novela, en torno al conocimiento del otro y de uno mismo,
que puede seguirse también con el esquema de héroe, agresor y víctima desde la
primera función, con la que el héroe, escribe Propp, se aleja de casa.
En seguida, a las pocas líneas de empezar la novela, el lector conoce lo que
Martín piensa de su madre: «Volvía a ver la cara pintarrajeada de su madre
diciendo “existís porque me descuidé”. Valor, sí señor, valor era lo que le había
faltado. Que si no, habría terminado en las cloacas. Madrecloaca» (p. 14). Es una
referencia constante, como paradigma (y causa) de aquellas mujeres que detesta,
con el recuerdo de su menosprecio, hacia él y hacia su padre, que lo llevan lejos de
su casa, a vivir incluso en la calle, con la idea firme de alejarse lo más posible de
todo aquello yendo al sur, a la Patagonia. Pero ese alejamiento de la casa, que le
viene casi impuesto por la actitud de su madre, es también salir del encierro de sí
mismo a partir de la esperanza de comunión que le da Alejandra a cuentagotas,
cuando le dice que lo necesita, alternando esa petición suya con la prohibición de
verlo más: «Pienso que no debería verte nunca. Pero te veré porque te necesito»
(p. 27). Con lo que las dos variantes de la segunda función del cuento tradicional
(la orden y la prohibición) aquí crean un juego de ambigüedades que apuntan a la
complejidad que subyace en la novela, en torno a las limitaciones que le impone
Alejandra para dejarse conocer:
Nunca la conoceré del todo, pensó, como en una repentina y dolorosa
revelación.
Estaba ahí, al alcance de su mano y de su boca. En cierto modo estaba sin
defensa ¡pero qué lejana, qué inaccesible que estaba! Intuía que grandes abismos
la separaban […] y que para llegar hasta el centro de ella habría que marchar
durante jornadas terribles, entre grietas tenebrosas, por desfiladeros
peligrosísimos, al borde de volcanes en erupción, entre llamaradas y tinieblas.
Nunca, pensó, nunca.
Pero me necesita, me ha elegido, pensó también. De alguna manera lo había
buscado y elegido a él, para algo que no alcanzaba a comprender. Y le había
contado cosas que estaba seguro jamás había contado a nadie, y presentía que le
contaría muchas otras, todavía más terribles y hermosas que las que le había
confesado. Pero también intuía que habría otras que nunca, pero nunca le sería
dado conocer. Y esas sombras misteriosas e inquietantes ¿no serían las más
verdaderas de su alma, las únicas de verdadera importancia? (p. 70)
Con lo que el héroe, Martín, se encuentra perdido, y turbado, porque también
él la necesita a ella. No llega a entender nunca en qué consiste o debe consistir su
acción, por qué dice ella que él la ayuda, y por qué tienen que dejar de verse; por
qué Alejandra se castiga así, y se menosprecia, sin desvelarle lo que la
atormenta. Por eso trasgrede la prohibición (la tercera función para este cuento),
Príncipe de las Tinieblas para encadenar a su carro a los que viven exclusivamente de
acuerdo con su carne. El sabio sánscrito había dicho: “Los pecados del Infierno son cadenas
del alma”»
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e insiste, cuando Alejandra quiere perder el contacto, en mantener la relación, y
seguir conociéndola un poco más, cuando se incorporan nuevos personajes, hasta
que al final, con el última negativa de ella, la sigue hasta su encuentro con
Fernando, que, de algún modo, culmina su conocimiento, tan exiguo. Pero en la
trama de Sobre héroes y tumbas no aparecen las últimas funciones tradicionales
del cuento que deberían continuar la trasgresión de la prohibición que lleva a
cabo el héroe: principalmente el enfrentamiento entre el héroe y el agresor, que
se decanta del lado del héroe, y la reparación de la fechoría inicial. Porque Sabato
le niega a la novela la resolución fácil del cuento. El héroe, Martín, no puede
tomar la iniciativa para el último enfrentamiento, que cerraría la trama. Queda
—o le dejan— al margen, sin un papel: solo el de espectador lejano, que hace más
ambiguo ese título de Sobre héroes y tumbas. Es Alejandra la que toma la
iniciativa al matar a su padre y prenderse ella fuego. Pero Sabato hace del final
de la historia también el principio de la novela, con el recorte de periódico de la
noticia, que permite al lector adelantar algunas respuestas. En vez de cerrar de
modo concluyente la trama, la deja abierta, con ese movimiento circular, sin una
victoria al final, al menos desde la perspectiva de Martín, que tiene que
reconocer, ya de manera definitiva, su derrota: «No te entiendo… Nunca te he
entendido» (p. 224). El final, con el capítulo 4, que se abre a la esperanza, es su
huida, el viaje al sur, a la Patagonia, para alejarse de todo: «Una paz purísima
entraba por primera vez en su alma atormentada» (p. 476). Como escribe Roberto
Bolaño: «Al final de la novela, cuando todos los sueños han caído y parece abocado
a la destrucción, decide subirse a un camión y emprender el viaje al sur»6. En
paralelo a la otra historia de la novela, que aparece intermitente, con la retirada
de los restos de la Legión con el cadáver descarnado de Lavalle. Sin una
reparación del mal. A lo sumo solo un consuelo, una pequeña vía de escape, como
el encuentro con un perro también abandonado, piensa Bruno (p. 154), porque no
hay marcha atrás. Como le dice una vez Alejandra a Martín, como un gesto que
anuncia la tesis existencialista: «Un escritor puede rehacer algo imperfecto o
tirarlo a la basura. La vida, no: lo que se ha vivido no hay forma de arreglarlo, ni
de limpiarlo, ni de tirarlo. ¿Te das cuenta qué tremendo?» (p. 108).
Polifonía sobre la incomunicación
Es el desenlace, con el héroe relegado, lo que separa esta novela de la anterior
de Sabato, de El túnel, en la que Juan Pablo Castel mata a María Iribarne para
acabar con una trama tejida también sobre el problema de la incomunicación:
«Existió una persona que podría entenderme. Pero fue, precisamente, la persona
que maté»7, escribe el propio pintor al comienzo de su confesión, que es, también,
el relato de los hechos, con un primer encuentro que parece casual, la búsqueda
6 Bolaño, Roberto. «El último lugar del mapa», Entre paréntesis, Barcelona, Anagrama,
2008 p. 255.
7 Sabato, Ernesto. El túnel, Madrid, Cátedra, 1998 p. 64.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
posterior, la desesperación ante la posibilidad de perderla («Prométame que no se
irá nunca más. La necesito, la necesito mucho»8) y el final trágico: El de los
personajes femeninos, que repiten unos rasgos y una función en las dos novelas:
Muy jóvenes, pero con una vida aciaga detrás que les ha dado una personalidad
oscura y muy atrayente, funcionan como la única posibilidad de sacar al
protagonista masculino de su soledad, de poderse comunicar de un modo casi
trascendente, como escribe Castel: «Sentí como si el último barco que podía
rescatarme de mi isla desierta pasara a lo lejos sin advertir mis señales de
desamparo»9. Pero en El túnel el protagonista es el que mata a María Iribarne.
En Sobre héroes y tumbas es solo un personaje secundario en la muerte de
Alejandra, que afecta a la trama principal (la comunicación entre ambos) pero no
forma parte de ella, con lo que es posible una salida para Martín. Las dos novelas
responden a la misma obsesión por comunicarse, por encontrar en el otro una
verdadera comunión que salve al individuo de la soledad, pero con su segunda
novela la trama existencialista no agota las posibilidades del libro, y se constituye
como marco de una nueva narración autónoma que ahonda en el conocimiento del
mal con un nuevo protagonista y una nueva relación de hechos. Frente al
argumento de El túnel, el papel secundario de Martín, que apenas interviene,
permite resolver el final trágico (inevitable en Sabato) con una trama
perpendicular, el «Informe sobre ciegos», y abrir una posibilidad más o menos
nítida a la esperanza para el final del libro. Escribe:
Si la angustia es la experiencia de la Nada, algo así como la prueba ontológica
de la Nada, ¿no sería la esperanza la prueba de un Sentido Oculto de la
Existencia, algo por lo que vale la pena luchar? Y siendo la esperanza más
poderosa que la angustia (ya que siempre triunfa sobre ella, porque si no todos
nos suicidaríamos), ¿no sería que ese Sentido Oculto es más verdadero, por
decirlo así, que la famosa Nada? (p. 201)
En una lectura metaliteraria de Sobre héroes y tumbas el primero de los dos
ámbitos para el conocimiento es la conversación, centrado (aunque hay otras) en
la relación de Martín y Alejandra, que tiene un solo sentido, una dirección,
porque es solo Martín el que necesita saber de Alejandra, buscando en el diálogo
las respuestas que son las pocas brechas que le abre al diagnóstico escéptico del
sofista Gorgias sobre la imposibilidad última de la comunicación: lo que permite
al lector una primera aproximación, bastante confusa, a los problemas de
Alejandra. Porque la réplica al nada existe, o nada podemos conocer, o nada
podemos comunicar, de Gorgias, con Sabato no puede ser contundente. Escribe:
«Aparecía atormentada y parecía como si él pudiese ofrecerle agua o algún
remedio, algo que le era imprescindible, para volver una vez más a aquel
territorio oscuro y salvaje en que parecía vivir» (p. 42). Porque ella es la pieza
fundamental del Hamlet polifónico de la novela: todos en constante reflexión
sobre sí mismos, buscándose en ellos y en los demás, con la duda siempre como
8 Ibidem p. 83.
9 Ibidem p. 162.
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incipiente. Con el dilema, de raíz existencial, que resuelve Alejandra también al
final con la venganza: «¿Qué es mejor para el alma, sufrir insultos de Fortuna,
golpes, dardos, o levantarse en armas contra el océano del mal, y oponerse a él y
que así cesen?»10, como se pregunta el personaje de Shakespeare, para sintetizar
todos los temas que recoge la novela a partir de las situaciones límite de los
protagonistas, dejando a un lado ese «Informe sobre ciegos» que la lleva a un
nuevo plano al desvelar las causas últimas de su comportamiento. En el
argumento principal de la novela, detrás de la incomunicación, está el
individualismo radical, la soledad, la sensación de fracaso, el dolor, la
incertidumbre, el pesimismo, el tedio y la culpa, la derrota y la muerte, que son
las tumbas del título de la novela. Pero la inclusión del Informe para el desenlace
hace que la tesis de Sabato vaya más allá de un mero tratado existencialista (lo
que es El túnel) para buscar las respuestas en la metaficción, en la ficción
consciente de sí misma, como un segundo nivel cognitivo, que queda enmarcada
con la relación de Alejandra y Martín. Porque la novela, solo con su trama
principal, con los primeros dos capítulos, queda necesariamente abierta, sin
conclusiones absolutas: Un diálogo de voces autónomas, en igualdad de
condiciones, sin jerarquías, como defiende Bajtin, no puede conducir a una
síntesis superadora de las diferencias con la que echar el cierre.
El papel epistemológico de la ficción
Después de dejar de verse, Martín vuelve a ver a Alejandra dos últimas veces,
a lo lejos, una inmediatamente después, tras seguirla, y la otra un poco más
tarde, por casualidad. La primera, sentada en un banco, con su padre, Fernando,
dados de la mano, y la segunda entrando ella sola en el departamento de
Belgrano: dos escenas finales con las que él no puede llegar a reconstruir el
desenlace de la vida trágica de la muchacha, del que se entera poco después, pero
que para el lector, en la novela, son los dos puntos que abren y cierran el único
sentido posible para reconstruir su vida. El «Informe sobre ciegos», con estos dos
engarces en la trama primaria, revela, o insinúa, primero, la relación de
Alejandra con su padre, y, en tanto que queda determinada por esa relación
tortuosa, la propia vida de Alejandra: una explicación última, con el incesto y el
asesinato y suicidio por orden de los ciegos. Porque, como elemento autónomo, el
Informe es una alegoría surrealista11 sobre el mal, sobre lo irracional, con la
investigación de Fernando, pero las dos pinzas con las que se agarra a la novela,
que son las dos imágenes últimas con las que se queda Martín, abren la
posibilidad de una interpretación metaliteraria.
10 Shakespeare, William. Hamlet, Barcelona, Octaedro, 1999, III, i 57-60, pp. 153-154.
11 Escribe en Hombres y engranajes. Heterodoxia (Madrid, Alianza Editorial, 2000 p. 73):
«La sumersión en lo más profundo del hombre suele dar a las creaciones literarias y
artísticas de nuestro tiempo esa atmósfera fantasmal y nocturna que sólo se conocía en los
sueños.»
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El contenido del capítulo alude al conocimiento de los ciegos, símbolo del mal,
que remite, a su vez, al ser humano, pero las dos escenas que insertan el Informe
en la novela concentran la atención en Alejandra, como un elemento sustancial
en la preparación vital de Fernando para penetrar en el mal, hasta convertirse
ella (como él) en víctima y agresor. La explicación no se presenta de manera
directa, sino tangencial, porque en el informe escrito por Fernando Vidal, que
quiere ser objetivo, el tema central deja fuera a su hija. Pero contextualizado en
la novela, Alejandra abre la puerta al Informe para mostrar su historia, porque
—escribe Sabato en Hombres y engranajes— lo femenino (también María Iribarne
en El túnel) es la noche, el caos, la inconsciencia, la vida, el misterio, la
contradicción, la indefinición, lo romántico, lo existencial12: lo que rebasa a
Martín, que, con un enfoque masculino (con los rasgos contrarios), no puede ir
más allá que entrever los vértices del problema: «Como concentrado en un vasto e
intrincado enigma, Martín se repetía tres palabras: Alejandra, Fernando, ciegos»
(p. 243). Que es la nueva historia de Edipo buscada por Fernando, primero con su
madre y luego con su hija, que se presenta como un informe. Pero que obviamente
va más allá, porque para informar de la organización de los ciegos («un mundo de
seres abominables»), para conocerla, necesita primero conocerse él, con un
ejercicio de introspección exhaustivo, de saberse quién es exactamente, después
de adentrarse más allá de los límites del tabú, que lo lleva a lo irracional, con las
posibilidades del mal experimentadas por él mismo desde niño, desde que empezó
a torturar animales, hasta que llega a identificarse con el mismo mal, que lo
destruye (lo mata su hija) poco después de dar con su origen13.
Sabato continúa el manifiesto que Rubén Darío esconde en la Sonatina.
Escribe el modernista: «Parlanchina, la dueña dice cosas banales, y vestido de
rojo piruetea el bufón. La princesa no ríe, la princesa no siente». De pronto es
más exigente. No quiere la literatura insustancial, de entretenimiento, vacía;
sino la de la introspección, la que funciona como un mecanismo único de
conocimiento. En El túnel el apunte metaliterario, metaartístico, es una pequeña
ventana pintada en uno de los cuadros que abre la posibilidad de comunión entre
los dos protagonistas por ser los únicos que perciben las implicaciones (emotivas)
de ese elemento, fuera de las líneas racionales que determinan el resto del
12 Sabato, Ernesto. Hombres y engranajes. Heterodoxia, op. cit., p. 169.
13 Escribe Marina Galvez Acero en Ernesto Sabato: la novela como conocimiento, Madrid,
Universidad Complutense, 1974 pp. 20-21: «Para resolver este tremendo enigma del origen
del mal dominador del mundo, el protagonista se proclama investigador y se cree una
persona idónea para este cometido, porque se parece a ellos. Fernando se esfuerza en
aclarar que él mismo es un canalla con todos los atributos necesarios al respecto. Aunque se
justifica al decir que “¿cómo podría investigarse el Mal sin hundirse hasta el cuello en la
basura?”, o pensando que “… no se puede luchar durante años contra un poderoso enemigo
sin terminar por parecerse a él”. Sus sentidos, interesados durante tanto tiempo en
observarlo y estudiarlo, se han ido afinando hasta limitar su campo de acción a ellos. Poco a
poco, la identificación va produciéndose hasta convertirse de perseguidor en perseguido y
poseído».
[297]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
cuadro. Pero solo queda apuntada, sin un desarrollo propio, solo con su papel de
cupido trascendental en la relación de ambos. En Sobre héroes y tumbas, en
cambio, el marco (Alejandra) y el Informe tienen un contenido con el que Sabato
se recrea con una reflexión estética —al margen de la trama existencial— que
aparece también en los ensayos con los que fundamentó su paso a la literatura.
Porque la biografía de Ernesto Sabato queda partida en 1945, con treinta y
pocos años, cuando decide abandonar su carrera como físico, que apuntaba muy
alto, para dedicarse a la literatura, tras su contacto, en París, con los
surrealistas: «Antiguas fuerzas, en algún oscuro recinto, preparaban la alquimia
que me alejaría para siempre del incontaminado reino de la ciencia. Mientras los
creyentes, en la solemnidad de los templos, musitaban sus oraciones, ratas
hambrientas devoraban ansiosamente los pilares, derribando la catedral de
teoremas»14. Ya escribí de ello una vez15: Las matemáticas eran para él una
evasión de su existencia atormentada y apostó por el compromiso, por el
testimonio, con las letras. Porque entiende la novela (la llamada novela
existencial o existencialista, con una nueva dimensión metafísica16, no todas)
como un modo de indagar en el hombre, de dar con su condición última («la
exploración de las simas del corazón humano»), sin subordinarse a la coherencia o
la unicidad, sin las limitaciones de la filosofía, que para él es lo puramente
conceptual: «Los seres humanos —se defiende— no son piezas de ajedrez. […] Un
ser humano es algo infinitamente más complejo para obedecer a normas
meramente lógicas»17. Por lo que tienen que ser los personajes, como seres
encarnados que se desarrollan en diferentes circunstancias (que son los caminos
que quedan sin recorrer en la vida con cada elección), al adquirir unas aristas,
unos matices nuevos, los que den con ese poder de penetración insólito, que va
14 Sábato, Ernesto. Antes del fin, Barcelona, Seix-Barral, 1999 p. 67.
15 Ferrari, Enrique. «El arte, única respuesta a los ciegos. Epistemología en Sábato»,
Espéculo nº 36, Madrid, julio-octubre 2007. En: http://www.ucm.es/info/especulo/numero36/
sabatoce.html
16 Escribe en El escritor y sus fantasmas (Barcelona, Seix Barral, 1997 pp. 82-83): «El
Zeitgeist que filosóficamente se manifestó en el existencialismo, literariamente lo hizo en
ese tipo de creación que en lo esencial se inicia con Dostoievsky, correlato fiel de aquella
tendencia filosófica en el terreno de las letras, hasta el punto de que muchos afirman, con
ligereza, que “la literatura se ha vuelto existencialista”, cuando en verdad surgió
espontáneamente un siglo antes que se pusiera de moda, y siendo que no es tanto que la
literatura se haya acercado a la filosofía como esta se ha acercado a la literatura. La novela
fue siempre antropocéntrica, en tanto que los filósofos volvieron al hombre concreto
precisamente con el existencialismo. Pero la verdad más profunda es que ambas actividades
del espíritu concurrieron simultáneamente al mismo punto y por los mismos motivos. Con
la diferencia de que mientras para los novelistas ese tránsito fue fácil, pues les bastó
acentuar el carácter problemático de su eterno protagonista, para los filósofos fue muy
arduo, ya que debieron bajar de sus abstractas especulaciones hasta los dilemas del ser
concreto. Sea como sea, en el mismo momento en que la literatura comenzó a hacerse
metafísica con Dostoievsky, la metafísica comenzó a hacerse literaria con Kierkegaard.»
17 Sabato, Ernesto. Hombres y engranajes. Heterodoxia, op. cit., pp. 74-75.
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mucho más allá de las ideas del autor que los ha creado18. Lo que dice Kundera:
en las condiciones de las paradojas terminales todas las categorías existenciales
cambian de pronto de sentido19.
En Sobre héroes y tumbas Sabato le deja la justificación a Bruno, el personaje
más reflexivo: «Todo era tan frágil, tan transitorio. Escribir al menos para eso,
para eternizar algo pasajero. Un amor, acaso. Alejandra, pensó. Y también:
Georgina. Pero ¿qué, de todo esto? ¿Cómo? Qué arduo era todo, qué vidriosamente
desesperado. Además no solo era eso, no únicamente se trataba de eternizar, sino
de indagar, de escarbar el corazón humano, de examinar los repliegues más
ocultos de nuestra condición» (p. 152). El hombre no es razón pura, advierte, sino
una atribulada mezcla de razón, de emoción y de voluntad. El Informe, con una
lectura metaliteraria de la novela en su conjunto, es el caso práctico de la
reflexión de Bruno: porque en un segundo nivel en la ficción, como obra literaria
en la realidad de la ficción, explica la existencia de Alejandra, se adentra en ella y
muestra al lector lo que en el primer nivel, en la realidad de la ficción, ha sido
imposible desentrañar: esa dramática pero maravillosa combinación de espíritu y
materia, de alma y de cuerpo, escribe20.
Obras citadas
BOLAÑO, Roberto, «El último lugar del mapa», Entre paréntesis. Barcelona: Anagrama,
2008.
FERRARI, Enrique, «El arte, única respuesta a los ciegos. Epistemología en Sabato»,
Espéculo nº 36, Madrid, julio-octubre 2007.
GALVEZ ACERO, Marina, Ernesto Sabato: la novela como conocimiento. Madrid:
Universidad Complutense, 1974.
KUNDERA, Milan, El arte de la novela. Barcelona: Tusquets, 1987.
ORTEGA Y GASSET, José, La deshumanización del arte e Ideas sobre la novela, Obras
completas (Tomo III). Madrid: Alianza Editorial, 1983.
ORTEGA Y GASSET, José, «Meditación del marco», Obras completas (Tomo II). Madrid:
Alianza Editorial, 1983.
ORTEGA Y GASSET, José, «Shylock», Obras completas (Tomo I). Madrid: Alianza
Editorial, 1983.
POLAKOVIC, Esteban, La clave para la obra de E. Sabato. Buenos Aires: Ediciones
Universidad del Salvador, 1981.
PROPP, Vladimir, Morfología del cuento. Madrid: Akal, 2001.
18 Sabato, Ernesto. El escritor y sus fantasmas, op. cit., p. 152.
19 Kundera, Milan. El arte de la novela, Barcelona, Tusquets, 1987 p. 22.
20 Ernesto Sabato, «Poderío e impotencia de Einstein», Atenea, año 32, vol. 121, nº 360,
Concepción, Chile, 1955.
[299]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
SABATO, Ernesto, Antes del fin. Barcelona: Seix-Barral, 1999.
SABATO, Ernesto, El escritor y sus fantasmas. Barcelona: Seix-Barral, 1997.
SABATO, Ernesto, El túnel. Madrid: Cátedra, 1998.
SABATO, Ernesto, Hombres y engranajes. Heterodoxia. Madrid: Alianza Editorial, 2000.
SABATO, Ernesto, «Poderío e impotencia de Einstein», Atenea, año 32, vol. 121, nº 360,
Concepción, Chile, 1955.
SABATO, Ernesto, Sobre héroes y tumbas. Barcelona: Seix Barral, 1999.
SHAKESPEARE, William, Hamlet. Barcelona: Octaedro, 1999.
Enrique Ferrari Nieto
C./ Rastrojo 1, 7ºA
47014 Valladolid
[email protected]
[300]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
PARA UNA LECTURA DE KIERKEGAARD.
Comunicación edificante y existencia
Diego Giordano. Søren Kierkegaard Forskningscenteret
No es que yo únicamente en instantes contados
lo contemple todo aeterno modo, como dice Spinoza,
sino que soy siempre aeterno modo.
Muchos creen también que lo son cuando,
habiendo hecho lo uno o lo otro, unen o median dichos opuestos.
Pero esto es un malentendido, ya que la verdadera eternidad
no yace tras un tal enten-eller, sino delante de éste.
(Søren Kierkegaard, 1843)
Resumen: Podemos clasificar la vasta producción literaria de Kierkegaard en dos
secciones: por un lado, las obras en las que Kierkegaard usó pseudónimos (comunicación
indirecta) como “identidades” para comunicar varios puntos de vista filosóficos; por el
otro lado, existen las obras con contenido religisoso firmadas por él mismo
(comunicación directa). En medio tenemos los Diarios que, aunque pueden ser colocados
esquemáticamente en la comunicación directa, sin embargo no están destinados al
público lector. Sólo leyendo los Diarios con el tacto que se tiene que conceder a una obra
privada, es posible poner en claro la dual obra de autor de Kierkegaard, además de el
significado profundo atribuido por Kierkegaard a la comunicación escrita.
Abstract: We can sort the vast Kierkegaard's literary poduction in two branches: on
the one hand the works in which Kiekegaard used pseudonyms (indirect
communication), employed as "identities" to communicate various philosophical points
of view; on the other hand there are works with religious content, signed by himself
(direct communication). In the middle we have the Journals that, although can be
schematically set in the direct communication, nevertheless they do remain papers not
intended for a reading public. Solely reading Journals with the tact that one has to
grant to a private work is possible to make clear the Kierkegaard's dual authorship, as
well as the deep meaning attributed by Kierkegaard to written communication.
1. Una problemática coherencia
En una primera toma de contacto, la escritura de Kierkegaard puede que no
parezca particularmente desagradable. Sin duda no lo es en el sentido en que
quizá pueda serlo la de otros de sus contemporáneos, como Hegel o Schelling. La
fascinación ejercida por el filósofo danés sobre numerosas generaciones de
lectores se debe en parte, más allá del lugar común de la anticipación
existencialista (cf. Vecchiotti, 2001, Introducción), al enorme poder comunicativo
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
de su prosa. El rechazo de una terminología ardua y de la construcción
argumentativa enrevesada, típica de los “profesores de filosofía” (cf. Jesi, 2001,
pp. 181-192 y Cavalletti, 2001, pp. 203-223), ponen de relieve hasta qué punto
Kierkegaard es un filósofo sui generis. Si bien diversas obras como el Diario de un
seductor o los Estadios en el camino de la vida puedan ser leídas sin una
comprensión previa de categorías filosóficas específicas, uno no debe dejarse
engañar por la aparente comprensibilidad de los escritos de Kierkegaard: las
dificultades son tanto más grandes cuanto menos evidentes. Y se intensifican
frente a una obra que «si es verdad que con frecuencia se muestra cómo se abre y
qué pretende, — escribe Fabro (1980, p. 11; la traducción del italiano es mía) —
no se ve siempre ni con semejante claridad cómo se cierra y qué se haya
decidido».
Más allá del primer impacto, y por cuestiones de diversa índole, nos hallamos
frente a un pensamiento que refleja su propia complejidad en una producción
amplia e inorgánica. Una carencia de homogeneidad que causa en el lector el
efecto de un Solstik1, de un «golpe de sol», frente al cual sólo caben dos
posibilidades: o bien sentirse atraído o bien provocar rechazo. Desde este punto
de vista, el desmesurado Diario, que por definición constituye un conjunto de
escritos privados desvinculados del imperativo de una escritura ordenada, se ha
mostrado un instrumento ambivalente una vez ha pasado a formar parte del
dominio público2. De un lado, porque permite ahondamientos significativos, por
otro, porque subraya aún más el carácter ya de por sí poco lineal de un autor que
ha declarado con frecuencia su aversión hacia cualquier tipo de construcción
predeterminada. Los aspectos inmediatos y esenciales de la vida del individuo no
pueden ser traducidos en ciencia. Los sistemas filosóficos no son capaces de dar
cuenta de las profundas diferencias que caracterizan la vida de todo hombre. En
su abierta toma de posición en contra de algunas filosofías de su tiempo, se
muestran los tonos diversos y polémicos adoptados por el pensamiento
kierkegaardiano: lanza invectivas despiadadas, hace llamamientos a la seriedad
y el buen juicio o adopta una lúcida ironía, tal como se desprende del mero título
de su Apostilla conclusiva no científica a las Migajas filosóficas, que parodia
claramente la hegeliana “Enciclopedia de las Ciencias Filosóficas en Compendio”.
Kierkegaard ha hecho de un modo específico de producción y de escritura
(piénsese en la utilización de seudónimos) el espejo de su reflexión. En las
últimas páginas de la Apostilla conclusiva no científica, en la sección Una
1 Este término es utilizado en el Diario a propósito del efecto producido por el Cristianismo
sobre el hombre natural. C. Fabro la reutiliza para referirse a la complejidad de la obra de
Kierkegaard.
2 Recordamos que tras la muerte de Kierkegaard, acaecida en 1855, era posible acceder a
casi toda su obra, pero no al Diario. Este último vio la luz con la publicación del primer
número, ya en 1909, gracias al trabajo pionero de Barford, luego retomado con
posterioridad por Gottsched.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
primera y última explicación (En første og sidste Forklaring, 1846), relacionada
con el uso de seudónimos, leemos lo siguiente:
Mi seudonimia [eller Polyonymitet, intrad.] no tiene una razón accidental vinculada a
mi persona; corresponde esencialmente a la naturaleza misma de la obra. Las
necesidades de la fabulación, la necesidad de seriar psicológicamente los diversos tipos
de individualidades, han exigido el recurso al procedimiento poético que dispone de
todas las licencias en materia de bien y de mal, de contrición o alegría desbordante, de
desesperación o de orgullo, de sufrimiento o de lirismo, etc., licencia que no tiene otro
límite que la lógica psicológica de la idea personificada, mientras que ninguna persona
verdaderamente real se atrevería ni podría permitirse esta lógica en los límites morales
de la realidad. La obra escrita es ciertamente mía, pero sólo en la medida en que he
hecho hablar y oír a la individualidad real en su ficción, produciendo ella misma la
concepción propia de la vida que representa (1962, vol. II, p. 423 / SKS AE, 569;
traducción mía del italiano).
Resulta particularmente significativo el que Kierkegaard desarrolle poco a
poco sus ideas en función de los problemas, de los acontecimientos y de las
decisiones que debe afrontar. Esta forma de proceder está en consonancia con su
reproche a los idealistas y a todos aquellos que especulan con categorías ajenas al
espontáneo discurrir de la vida
La exigencia “típicamente kierkegaardiana” de colocarse fuera de la multitud
para reafirmar las peculiaridades del individuo (visto que “lo real es siempre
singular”) se manifiesta en el ámbito de la reflexión filosófica, política, religiosa y
social. De la misma manera, la producción escrita transcurre en un alternarse de
identidades seudónimas, de estilos y formas literarias. En una valoración global,
la inorganicidad con la que se presenta el texto de Kierkegaard puede ser
considerada como indicio de una complejidad que supera la estricta actividad
literaria. Parece, más bien, que el filósofo danés se hace reconocible precisamente
por el hecho de no constreñirse a ningún esquema conceptual o marco teórico.
Una hipótesis de lectura
Los métodos de la comunicación kierkegaardiana son:
a) la comunicación indirecta, a la cual corresponden las obras seudónimas;
b) la comunicación directa, en la que podemos ubicar casi todos los escritos
religiosos — Discursos edificantes (a saber, las obras firmadas).
En cambio, la producción literaria de Kierkegaard se desarrolla en dos
direcciones:
A) las obras públicas, es decir, aquéllas que están destinadas a la imprenta, y
que contienen tanto a como b ;
B) la gran obra privada, y de forma específica, el Diario (en la que algunos
incluyen erróneamente los Papeles — Papirer —, cuando lo correcto es
exactamente lo contrario).
La hipótesis que proponemos no quiere de hecho poner en tela de juicio la
subdivisión que en parte el propio Kierkegaard elabora (por razones
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
sustancialmente diversas a las aquí expuestas), sino que tiene la intención de
ofrecer una clave de lectura que, insistiendo sobre una doble — y no triple —
repartición (obras públicas y obras privadas), reduce la subdivisión de sus
escritos con el propósito de permitir un análisis más lineal.
Pese a que los escritos que componen el legado de Kierkegaard sean de tres
tipos (obras seudónimas, discursos edificantes y “papeles”), no es correcto, en
nuestra opinión, atribuir también al Diario el título de comunicación directa, en
el mismo sentido que las obras publicadas por el filósofo danés con su nombre. El
Diario y más en general los Papirer son una “cuestión privada” (tanto es así que
permanecieron inéditos). Asimismo, tampoco se puede aseverar que pertenezcan
a la «comunicación directa» por la mera circunstancia de que su autor no hizo uso
de seudónimos. Con el Diario Kierkegaard no ha querido en modo alguno
comunicar a otros, delegando esta función a las obras que recibieron el placet
para su publicación, en las que sí cabría detectar una voluntad comunicativa
específica.
De este modo, la subdivisión incluiría dos grandes secciones, por un lado los
Papeles en su conjunto, por otra las obras efectivamente publicadas —no importa
si con un nombre ficticio o no dado que los contemporáneos conocían
perfectamente a quién atribuir su autoría—.
Teniendo presente esta indicación es posible evitar el error de atribuir a un
mismo grupo de escritos y anotaciones privadas, que por añadidura es además
muy amplio, una intención filosófica concreta.
Pero el mismo discurso sirve, aunque de otra manera, si se intercambia el
pensamiento publicado por medio de seudónimos con el pensamiento de su autor
real. Kierkegaard (1846) precisa de modo oportuno:
Mi relación con la obra [o sea con la producciones seudónimas] es aún más exterior que
la de un poeta que crea personajes, y sin embargo es él mismo el autor. Yo soy, en efecto,
impersonal o personalmente en tercera persona un apuntador que ha producido
poéticamente autores cuyos Prefacios son también producción de ellos, así como lo son
sus propios nombres. Por eso, no hay en los libros seudónimos ni siquiera una sola
palabra que sea mía […] (ibid.)
La lectura comparada y la lógica intrínseca de las obras pertenecientes a las
líneas productivas A y B ofrecen, bajo muchos puntos de vista, la clave de acceso
a la comprensión de este filósofo. C. Fabro en el ensayo introductorio a los Las
obras del amor (cf. Fabro, 2003) reconoce que la Kierkegaard-Renaissence, que
también había dirigido inicialmente su interés hacia las obras seudónimas, en
exclusiva, admite algún tiempo después que éstas no pueden permanecer
aisladas del Diario y de los Discursos edificantes.
Además, la naturaleza poliédrica de los intereses de Kierkegaard acrecienta
la dificultad inherente a la lectura de sus escritos. Kierkegaard es consciente de
ello cuando afirma que «quizás la desgracia de mi existencia consista en que me
intereso por demasiadas cosas sin llegar a ninguna decisión; ninguno de mis
intereses se subordina a otro, todos se dan la mano» (Kierkegaard, 1835, SKS
AA:12, 20). También este aspecto puede ser encuadrado en el contexto de los
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
modos de producción, en coherencia con lo que el filósofo danés viene afirmando
(cf. Fabro, 1979, p. 60).
La cita tomada de Enten-Eller, con la que hemos abierto nuestro trabajo,
apoya la imagen de un Kierkegaard que, poniéndose antes y delante de cualquier
elección, se alimenta de la posibilidad que antecede a cualquier elección.
Leemos en el Diario: «¡Tremendo, qué no puede desarrollar un hombre el
mantenerse firme sobre el puesto y ser parado sólo por la posibilidad!»
(Kierkegaard, 1962, vol. I, 446; traducción mía del italiano).
El enten-eller no consiste en un aut-aut en el que uno está obligado a elegir,
sino que es el conjunto formal de toda posible elección. Una perspectiva que no es
ni interna ni externa, pero que de alguna forma viene ya elegida e infinita por
motu contrario. Desde este punto de vista, es plausible la analogía con Nietzsche
quien, en el marco de su doctrina del eterno retorno, concibe el hombre como
Ecken-steher, es decir, como aquél que está en un ángulo (del mundo) detrás del
cual no puede ver jamás.
Y Kierkegaard escribe (2006, pp. 62-63 / SKS EE1, 48):
No parto de mi axioma, ya que si partiese de él me arrepentiría, y si no partiese de él,
también me arrepentiría [...]. Si yo partiese de mi axioma, ya nunca podría detenerme,
pues, si no me detuviese, me arrepentiría, y si me detuviese, también me arrepentiría,
etc. Ahora, en cambio, como nunca parto, siempre puedo detenerme, pues mi eterna
partida es mi eterna detención. La experiencia ha mostrado que comenzar no es en
modo alguno tan difícil para la filosofía. Ni mucho menos; y es que comienza con nada y,
así, puede siempre comenzar. En cambio, aquello que resulta difícil a la filosofía y a los
filósofos es detenerse. Incluso esta dificultad he evitado; pues, si alguien pensase que
cuando ahora me detengo, realmente me detengo, mostraría que no tiene un concepto
de lo especulativo. Lo cierto es que no me detengo ahora, sino que me detuve cuando
comencé.
El núcleo temático del pensamiento kierkegaardiano
En Kierkegaard es constante un núcleo temático bien preciso que, lejos de
estar en contradicción con sus múltiples intereses — más bien en virtud de esta
plurivalencia interna — se configura como el trait d’union, el hilo rojo, el
fundamento en torno al cual gira cada una de sus reflexiones. Tanto en los
escritos publicados como en el Diario, tanto en las cartas como en los artículos
periodísticos, el filósofo danés tiene siempre presente al individuo singular (den
Enkelte), destinatario ideal de un mensaje humano. Sólo en cuanto individuo, el
hombre puede relacionarse con Dios; y sólo en relación con Dios puede hacerse
(convertirse) en verdadero cristiano, libre y responsable.
El individuo que olvida a Dios está destinado a perderse en la multitud
anónima, en una exterioridad desprovista de significado. Por decirlo con V.
Melchiorre, la estrategia3 adoptada por Kierkegaard parece dirigida a provocar el
3 Esta hipótesis, así como el debate más amplio concerniente a la cuestión de la verdad en
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fin de la «época de los individuos»4. Se pone así de relieve el rechazo de la
“tradición metafísica” fundada sobre lo que Derrida ha denominado (en De la
gramatología) el “logocentrismo”, a saber, el privilegio desmedido que la filosofía
ha atribuido siempre al logos como lugar de la verdad y la certeza. Para
Kierkegaard la verdad se encuadra en una perspectiva indiscutiblemente
hermenéutica; la verdad forma parte del cuidado del sujeto-hombre, en cuanto es
siempre «verdad para mí».
Kierkegaard se pone como alférez de la íntima necesidad de conquistar la
relación, auténtica y real, con un Dios que no sólo sea objeto de investigación (o
mejor, que no lo sea del todo), sino que también sea vivido en Su
contemporaneidad e irreductibilidad.
Como C. Fabro (1980, p. 10) hace notar, con este filósofo no se trata tanto de
una «doctrina» como con el sonido de una «voz»; Kierkegaard es un “Jano
bifronte”, un espíritu profundamente dialéctico, en el que conviven contrastes
superables tan sólo a la luz de un recorrido que asuma como su modelo de
investigación la Cruz, el Verbum crucis5.
El fondo de toda la obra de Kierkegaard resulta así ser intrínsecamente
religioso. En la religión la existencia se califica como verdadera y única
posibilidad del hombre; enten que, en el camino del Cristianismo, “elimina” eller y
se revela como auténtica y única elección. El ideal proclamado por Kierkegaard es
el de pedir una sola cosa: la proximidad con Dios, estar a solas con Él, atenerse a
su presencia.
Los rasgos “demasiado humanos” de Kierkegaard se muestran explícitamente
en la indisoluble unidad de pensamiento y vida, objetivo que no ha sido ocultado
por un filósofo que parece, paradójicamente, ser el mejor y más coherente
intérprete de aquel conocido principio hegeliano — a quien tanta aversión
profesaba, por cierto —, según el cual «das Äußere ist das Innere». Con plena
conciencia, Kierkegaard declara en los Papeles que «un día, no sólo los escritos,
sino también mi vida y todo el complicado secreto de su maquinaria serán
minuciosamente estudiados» (1847, SKS NB3:22, 256).
En la actualidad el estudio sobre Kierkegaard ha asumido como tarea propia
aquello que Jaspers denominaba la Existenzerhellung, la “clarificación de la
existencia”, colocándose así un punto de referencia invariable con el cual resulta
obligado confrontarse, tanto para desarrollar como para combatir la dirección
dada a la conciencia contemporánea.
Kierkegaard, ha sido discutido durante el III Congreso Internacional de la Sociedad
Italiana de Estudios Kierkegaardianos (S.I.S.K.), Catanzaro, mayo 2005, cuyas actas serán
publicadas en breve.
4 La expresión es de Nietzsche.
5 Para las relaciones de Kierkegaard con la mística véase el breve excursus presente en
Spera S. (1983), Introduzione a Kierkegaard, Bari: Laterza, 51-59, y el amplio estudio de
Mikulovà Thulstrup M. (1977), Kierkegaards møde med mystik gennem den spekulative
idealisme. In Kierkegaardiana, X: 7-39.
[306]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
Repercusiones futuras aparte, Kierkegaard ha desempeñado una función de
primer orden en el clima cultural de la Dinamarca de su tiempo (movimientos
reformistas, polémicas, medidas políticas, influencia del romanticismo y del
idealismo, crisis de la Iglesia, etc.). A la manera de su obra lille Land, «la
pequeña tierra», solía referirse a la Dinamarca surgida tras la pérdida de
Noruega y de Islandia en 1814, asumiendo con ello una posición destacada en la
exploración del “hombre interior”.
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Editado por Niels Jørgen Cappelørn, Joakim Garff, Anne Mette Hansen y Johnny Kondrup.
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Diego Giordano
[email protected]
Søren Kierkegaard Forskningscenteret
ved Københavns Universitet (Teologiske Fakultet)
Farvergade 27 D - DK-1463 København K - Danmark
École Pratique des Hautes Études
Rue de Lille 46
75007 Paris. France
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
LA OPOSICIÓN DE PASIONES Y SU SUPERACIÓN EN EL
TRATO SOCIAL SEGÚN HUME: FAMILIA, CASTIDAD Y
CORTESÍA∗
Ana Marta González. Universidad de Navarra
Resumen: En este artículo se trata de hacer explícito el modo en que opera el principio
del equilibrio de pasiones, que Hume pone en juego tanto para explicar la formación de
la institución familiar como para explicar la formación de la sociedad civil. El uso
consistente de este principio justifica considerar la filosofía moral de Hume como
referente de una teoría psico-social de la génesis de las instituciones.
Abstract: in this paper I try to make explicit the way in which, according to Hume, the
family as an institution emerges from the operation of a principle that could be called
“the principle of the balance of passions”; I also attempt to show the way in which civil
society somehow becomes possible insofar as it represents an artificial replication of
that natural balance. The consistent use of that principle justifies regarding Hume’s
moral philosophy as a reference point for a psycho-social genesis of social institutions.
Introducción
Dentro de los estudios más recientes sobre la ilustración se registra un
marcado interés por el modo en que los propios autores ilustrados fueron
advirtiendo en la aparición de la sociedad civil un camino específico de progreso o
civilización: no sólo a causa de la estrecha conexión entre desarrollo económico y
sociedad civil, sino también a causa de los efectos específicamente civilizadores
que, sobre la psicología humana debía tener el desarrollo de un espacio social
intermedio entre familia y política1. En este contexto, el pensamiento moral y
político de Hume resulta especialmente significativo.
∗ Este trabajo forma parte del proyecto de investigación "Razón práctica y ciencias sociales
en la ilustración escocesa" (HUM2006-07605), financiado por el Ministerio de Ciencia y
Tecnología del Gobierno de España.
1 “La economía política fue la llave a lo que la Ilustración pensó explícitamente como ‘el
progreso de la sociedad’. Pero el progreso de la sociedad no era sólo una cuestión de mejora
material. Acompañando la invetigación en economía política había una tercera
preocupación, más general, por investigar la estructura y los modales de las sociedades en
las distintas fases de su desarrollo, con el fin de recorrer y explicar el proceso histórico como
un tránsito del ‘barbarismo’ al ‘refinamiento’ o la ‘civilización’. El ámbito de esta
investigación era potencialmente amplio, abarcando los modales en toda su variedad, el
auge y refinamiento de las artes y las ciencias, las relaciones morales, incluyendo aquellas
entre los sexos, las formas de propiedad, incluyendo el ejercicio de derechos de propiedad
sobre el trabajo de otros, y los medios para el castigo. Resultó que muchas de estas cosas
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
Según Hume, la toma de conciencia de las ventajas anejas a la vida social
resulta no tanto de una reflexión teórica sobre las virtualidades de la vida social,
cuanto de la experiencia práctica que adquirimos, sin necesidad de
proponérnoslo, de manera natural, en el seno de una familia.
En pocas palabras, esta experiencia puede describirse como la posibilidad de
superar el conflicto entre pasiones egoístas y altruistas, que se da en todo ser
humano, mediante un cierto equilibrio de pasiones, que admite y adopta una
forma institucional denominada familia, la cual se presenta como un referente
natural para otras formas institucionales con las que se persigue lograr un
equilibrio análogo mediante cierto artificio. En ambos casos se pone en juego lo
que Christopher Berry ha denominado “principio homeopático”, según el cual,
sólo una pasión puede restringir a otra pasión2, ya sea de manera natural ya
mediante algún artificio.
En lo que sigue, he tratado de ilustrar, con los propios textos de Hume3, el
modo en que este principio permitiría explicar la formación de la institución
familiar, y su específica contribución a la formación de la sociedad civil, a saber:
en cuanto principio impulsor de la introducción de las normas convencionales de
cortesía. Según esto, el principio homeopático resulta una clave interpretativa de
la teoría psico-social implícita en la filosofía moral de Hume.
1. El equilibrio de pasiones en la familia
El deseo de sociedad, del que Hume habla frecuentemente con carácter
general, se concreta en primer término en la comunidad familiar. Precisamente
en la familia los dos factores que se demuestran cruciales en la operación de la
simpatía —semejanza y contigüidad— adquieren un relieve especial4.
Por de pronto, la comunidad familiar se basa originariamente en la
satisfacción de un deseo natural, como es el apetito entre los sexos, que, según
explica Hume, se caracteriza porque más allá de sus síntomas peculiares, inflama
cualquier otro principio de afecto5. Como ha subrayado Christopher J. Berry, esto
nos da una idea del importante papel que la economía psíquica de la sexualidad
desempeña en la configuración de la entera vida social6.
estaban estrechamente relacionadas con la cuestión de cuáles formas de gobierno se
asociaban a las distintas fases del desarrollo”. Robertson, J., The Case for Enlightenment.
Scotland and Naples 1680-1760, Cambridge University Press, 2005, p. 29.
2 Cf. Berry, C. J., “Lust Women and Loose Imagination: Hume’s philosophical anthropology
of chastity”, History of Political Thought, vol. Xxiv, nº 3, Autumn 2003, 413-433, 429.
3 Usaré las siguientes abreviaturas para las obras de Hume: Treatise of Human Nature, T. ;
Enquiry of the principles of Morals: EPM; Essays Moral, Political and Literary, Essays.
Para los textos en el cuerpo del artículo se emplean las ediciones en castellano recogidas en
la bibliografía.
4 Cf. T. 2.1.11, 322-3.
5 Cf. T. 3.2.1; SBN, 481.
6 Cf. Berry, C. J., o.c.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
Para Hume, el apetito sexual está en la base de la unión entre varón y mujer,
bien entendido que, como advierte Berry, no se trata de simplemente de la unión
física, puesto que Hume considera que a dicho apetito se debe también lo que
“preserve la unión entre ellos”7: por consiguiente no se limita a uniones puntuales
y sin trascendencia, sino que incorpora un principio de continuidad. Esto permite
cualificar la relación entre los sexos como “amor”, en el sentido preciso que Hume
reserva a este término: una pasión compuesta, a medio camino entre el simple
apetito, por una parte, y la amabilidad y estima, por otra8.
En todo caso, la comunidad familiar posteriormente se desarrolla y refuerza
mediante un nuevo vínculo, a saber, la “preocupación por la prole común”9. Este
nuevo vínculo entre varón y mujer, basado ya no directamente en el apetito
sexual sino en los hijos, se convierte a su vez en un principio de unión entre
padres e hijos, al que se debe una nueva y más numerosa sociedad, en la que ya
hay lugar para experimentar una característica oposición y equilibrio de
pasiones: la que se da entre autoridad natural —basada en superior fuerza y
sabiduría— y afecto natural por los niños —que, como es sabido, Hume sitúa
entre las pasiones naturales10. Precisamente la familia constituye una institución
o forma de vida social en la que ambas pasiones se estabilizan de manera
natural. Posteriores formas institucionales tratarán de lograr un equilibrio
análogo, con la introducción de ciertos artificios11.
La oposición y el equilibrio de pasiones logrado en la familia no se limita a los
padres sino que alcanza también a los hijos. En efecto, como hemos apuntado,
para Hume el solo hecho de nacer y vivir en la familia hace que los individuos
lleguen a hacerse conscientes de las ventajas derivadas de la sociedad. La
costumbre y el hábito hacen su trabajo en la mente de los niños, los “moldea” poco
a poco, puliendo los aspectos más duros de su carácter, así como los afectos
improcedentes que impiden su coalición12. De este modo no sólo adquieren un
conocimiento práctico de las ventajas de la vida social, sino que quedan
adecuadamente dispuestos para alcanzarlas.
7 T.3.2.2; SBN, 486.
8 Cf. T. 2.2.11; SBN, 395. Cf. Berry, p. 420.
9 Cf. T. 3.2.2; SBN, 486.
10 Cf. T. 3.2.2; SBN, 486.
11 Así lo advierte Baier: “En la historia que Hume relata en el Treatise, es sólo a causa de
nuestra naturalreza biológicamente dada, y algunos aspectos suyos que podemos aprobar y,
en esa medida, llamar virtudes, por lo que podemos moralmente crear los artificios que de
hecho hacemos. No creamos o inventamos ex nihilo, sino a partir de potencialidades
presentes en la naturaleza, y todas nuestras creaciones, aunque no directamente modeladas
a partir de ellas, reflejan y de hecho repiten rasgos presentes en la estructura social no
artificial, la familia natural”. Baier, A., “Hume’s account of social artifice —its origins and
originality”, en Cohon, R., Hume: moral and political philosophy, Aldershot, Ashgate,
Dartmouth, 2001, 291-312, p. 303.
12 Cf. T. 3.2.2; SBN, 486.
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Subrayar este punto es importante para advertir en qué sentido Hume
rectifica a Hobbes o a todos aquellos autores que habrían caracterizado al ser
humano principalmente en función de sus pasiones egoístas13. Sin dejar de
reconocer la existencia de tales pasiones, Hume, sin embargo, quiere equilibrar
un poco más el cuadro. Para ello llama la atención sobre el hecho de que, en la
vida ordinaria, la mayor parte de las veces los afectos familiares sobrepujan al
interés por los propios asuntos individuales, y toma esto como un dato de
experiencia con el que se puede rechazar la visión hobbesiana del hombre como
un ser naturalmente egoísta14.
Ciertamente, a esto cabría replicar que su apelación a “la experiencia común”
toma en consideración a un hombre ya socializado, en el que ya han tenido
oportunidad de surtir efecto los sentimientos sociales, mientras que con la
hipótesis de un estado de naturaleza, marcado ante todo por el deseo de preservar
la propia vida, Hobbes se dirige precisamente a mostrar por qué razón el hombre
querría entrar en sociedad en primer término. Pienso, no obstante, que,
despojados de pretensiones metafísicas, ambos planteamientos —el de Hobbes y
el de Hume— son relativos a distintas situaciones socio-históricas —en el caso de
Hobbes la experiencia de la guerra civil inglesa, en el de Hume la experiencia del
desarrollo de la sociedad comercial—, y, en esa medida, tan compatibles como
incomparables.
Con todo, cara a explicar el surgimiento de la sociedad civil a partir de la
familia, el planteamiento de Hume tiene un interés especial. Pues él se esfuerza
en mostrar cómo los elementos que hacen posible la cooperación social en primer
término, se encuentran prefigurados en la vida familiar15.
13 Cf. T. 3.2.2; SBN, 486.
14 Cf. T. 3.2.2; SBN, 486-7.
15 Sobre esto ha insistido Baier: “La familia natural proporciona la experiencia de los
beneficios de la cooperación y da a sus miembros el crucial conocimeinto de que hay
condiciones en las que podemos confiar y trabajar con otros para beneficio mutuo. Lo que es
más, en la interpretación que hace Hume de ella, encontramos dentro de la familia natural
‘los rudimentos de la justicia’ (T 493), no sólo en la cooperación misma, y en ese acuerdo
tácito de coordinarse que figura lo que Hume llama ‘convención’, sino también en
precedentes de artificios específicos, del contenido de convenciones específicas. En la familia
hay una prefiguración primitiva de la propiedad (T493), de la fidelidad a un cierto tipo de
tarea (T571), y de gobierno mixto, cuando 0los padres gobiernan a causad e su superior
fuerza y sabiduría, y al mismo tiempo se reprimen en el ejercicio de su autoridad por el
afecto natural que tienen a sus hijos’ (T 486).Uso la palabra ‘prefiguración’ (foreshadowing),
porque estas anticipaciones familiares de específicos artificios sociales, siguiendo la
terminología de Hume en el Treatise (p. 540), cuando dice que los líderes militares que
asumen el mando en tiempo de guerra, antes de que se instituyan los gobiernos, disfrutan
de una ‘sombra (shadow) de autoridad’, de forma que ‘los campos de batalla son las
verdaderas madres de las ciudades’, esto es, de las comunidades gobernadas. (La metáfora
biológica y femenina de Hume es aquí digna de mención)”. “Hume’s account of social artifice
—its origins and originality”, en Cohon, R., Hume: moral and political philosophy, p. 306
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
Por ejemplo, es en la familia donde por vez primera experimentamos la
eficacia de la convención social básica, sobre la que descansa, según Hume, la
entera vida social: la convención acerca de la estabilidad de las posesiones,
gracias a la cual la pasión por adquirir se restringe a sí misma16. Además, la
familia se presenta también como el lugar donde se adquiere la primera
educación moral y se refuerzan los sentimientos morales; en particular, donde se
inculca y desarrolla el sentido del honor y del compromiso, tan necesarios para el
mismo sostenimiento de la sociedad17.
En efecto: según Hume, la familia, como agente educador, desempeña un
papel crucial en el asentamiento de sentimientos de honorabilidad, gracias a los
cuales se refuerza la cohesión moral de la sociedad. Precisamente en este punto,
Hume incorpora a su reflexión una consideración de género, en la que se pone de
manifiesto la estrecha interdependencia de familia y sociedad civil.
Concretamente, Hume advierte que, así como en el caso de los hombres el
honor se asocia principalmente a guardar la propia palabra y a la valentía, en el
caso de las mujeres se asocia de manera particular a la castidad18. En ambos
casos, dice Hume, la preservación del honor depende en buena parte de que se
cumplan una serie de convenciones que guardan las apariencias19. Sin embargo,
hay una significativa diferencia entre las convenciones que preservan el honor de
los hombres y el de las mujeres:
“Si comparamos ahora entre violaciones abiertas de las leyes del honor y violaciones
disimuladas, veremos que la diferencia se encuentra en que, en el primer caso, el signo
del que inferimos la acción censurable es único, y basta por sí solo para fundamentar
nuestro razonamiento y juicio, mientras que en el segundo caso los signos son
numerosos, y de ellos nada o bien poco se sigue cuando se presentan aislados y sin la
compañía de muchas y minúsculas circunstancias, casi imperceptibles. Lo cierto es que
un razonamiento es siempre más convincente cuanto más singular y unido se presenta
a la vista, y menos trabajo da a la imaginación para reunir todas sus partes y pasar de
ellas a la idea correlativa, que forma la conclusión. La labor del pensamiento perturba,
como veremos enseguida, el curso regular de los sentimientos. La idea no nos
impresiona con tanta vivacidad, y por consiguiente no tiene tanta influencia sobre la
pasión y la imaginación”20. (T. 1.3.13; SBN, 152-3).
Mientras que el honor de los hombres se preserva o se pierde en acciones
singulares, el honor de las mujeres, dice Hume, se preserva o se pierde en función
del cuidado o la negligencia en atender a una multitud de signos, algunos casi
imperceptibles, relativos al trato entre los sexos. Éste sería el modo que habría
encontrado la sociedad de asegurar esta virtud: vincular la buena o mala
16 Cf. T. 3.2.2; SBN, 493.
17 Cf. T. 3.2.2; SBN, 499-500.
18 Cf. T. 3.2.12; SBN, 573.
19 Cf. T. 1.3.13; SBN, 152-3.
20 Cf. T. 1.3.13; SBN, 152-3.
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reputación al cumplimiento estricto y fiel de una multitud de pequeñas y
onerosas convenciones, relativas a “toda esa modestia exterior que requerimos en
las expresiones, forma de vestir y comportamiento del bello sexo”21: tomadas
individualmente, tales convenciones son signos que no dicen mucho; pero
tomados en conjunto sugieren en el espectador una idea general acerca de la
conducta de una persona: en este caso particular, de su conducta sexual.
2. Las convenciones sociales sobre la castidad y modestia de las mujeres
Según Hume, todas esas normas convencionales relativas a la castidad de las
mujeres, a las que va vinculada su honorabilidad social, tienen su último origen
en el deseo de proteger la institución del matrimonio, cuya utilidad social, como
iniciadora de la familia, y, por tanto, como inductora del proceso de socialización,
es indudable22. Para Hume, estas normas sirven a la institución del matrimonio
en la medida en que aseguran a los hombres la paternidad sobre los hijos: según
esto cabría decir que, a pesar de su origen artificial o convencional, tienen una
base natural, más o menos remota.
Esto último debe entenderse bien: para Hume lo natural no son tales normas
—él es explícito al respecto23— sino aquello que dichas normas tratan de proteger
—el deseo de la certeza de la prole, que experimentan los padres, y que Hume —
siguiendo en esto una larga tradición iusnaturalista— considera clave para la
solidez de la institución. Como ha observado Berry, el argumento de Hume tiene
sentido si consideramos que en otras culturas el mismo fin social —asegurar la
paternidad de los hijos— se consigue mediante otras convenciones: por ejemplo,
mediante harenes guardados por eunucos24. Cuestión distinta es si el fin por sí
solo permite discriminar entre convenciones mejores o peores.
En todo caso, Annette Baier hace notar que Hume habla de “convenciones
voluntarias de los hombres (men)”, es decir, varones25. Según esto habrían sido
los varones los que habrían convenido en las reglas a las que deben someterse las
mujeres para preservar intacta su honra (la de las mujeres) y, de ese modo,
21 T.3.2.12; SBN, 570.
22 Vid también Tocqueville: “Nunca existieron comunidades libres sin moral, y, tal y como
he señalado en la parte anterior de esta obra, la moral es obra de las mujeres.
Consiguientemente, todo l oque afecta a la condición de las mujeres, sus hábitos y sus
opiniones, tiene gran importancia política a mis ojos”. Tocqueville, A., Democracy in
America, vol. II, capítulo IX, p. 209.
23 Por de pronto, situándolas en la parte dedicada al examen de “virtudes artificiales”. Cf.
T.3.2.12; SBN, 570.
24 Cf. Berry, C. J., “Lust Women and Loose imagination”, 423.
25 A este respecto, Baier se pregunta si el matrimonio, tal y como es descrito en el Treatise,
libro 3, parte 2, sección 12, cumple los requisitos que él mismo señalaba anteriormente
acerca de los artificios socialmente aceptables, a saber: que sea infinitamente ventajoso
para el todo social y cada una de sus partes. Cf. Baier, “Hume’s account of social artifice —
its origins and originality”, en Cohon, R., Hume: moral and political philosophy, p. 309.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
salvaguardar la institución del matrimonio. Interpretando de este modo el texto
de Hume, Baier pretende presentarle como un crítico sutil del status quo, una
interpretación que ha suscitado algunas controversias y en la que resulta difícil
tomar partido, aunque sólo sea porque los restantes textos en los que Hume se
pronuncia sobre estas cuestiones son escritos muy retóricos, de modo que tan
pronto pueden leerse en un sentido o en otro.
Lo único cierto es que Hume sostiene de manera explícita —y en perfecta
consonancia con el tenor general de sus demás escritos— que las normas
convencionales relativas a la castidad de las mujeres servían originalmente para
asegurar a los padres que los hijos a los que dispensan sus cuidados son
realmente suyos26. Esto último es importante si recordamos que la
consanguinidad cuenta como uno de los más poderosos principios de afecto, y el
afecto a los hijos, a su vez, es una de las pasiones a las que se debe el peculiar
equilibrio propio de la vida familiar.
En todo caso, el argumento de Hume parte de una doble observación: la
infancia de los seres humanos es prolongada y ambos sexos —no sólo el sexo
femenino— muestran una inclinación a cuidar de sus hijos27. De esa observación
infiere que debe haber una unión de ambos sexos lo suficientemente duradera
como para que pueda cubrirse la educación de los hijos.
La naturaleza de ese “debe” es mixta: pues de entrada parece una necesidad
natural —la satisfacción de una inclinación—; sin embargo, se trata de una
necesidad natural que debe vencer ciertos obstáculos, y que, por esa razón,
requiere un complemento psicológico: la creencia en la paternidad de los hijos: no
sólo en razón de ideas patriarcales acerca de la línea de descendencia y herencia,
sino también porque, como hemos dicho, la consanguinidad refuerza el afecto de
los padres por los hijos, uno de los factores a los que cabe apelar para sostener la
virtud de la castidad tanto en varones como en mujeres. En efecto: supuesto que
se resienta el amor —que opera como principio de unión duradera entre los sexos,
el afecto a los hijos, que nos mueve a querer su bien, y, por tanto, a acompañarlos
en su proceso de educación, puede operar todavía como un estímulo para guardar
la fidelidad, en la medida en que impone una restricción al deseo individualista
de placer.
Ahora bien, en el caso de la mujer la seguridad en la maternidad de los hijos
no ofrece problemas: la anatomía evita cualquier duda al respecto; pero sí puede
ofrecerlo en el caso de los hombres. Y es en este punto donde entran las
convenciones sociales sobre la castidad de las mujeres, entendida en primer
lugar, en sentido estricto, como fidelidad al lecho matrimonial28. Esta fidelidad,
26 Cf. T. 3.2.12; SBN, 570-1.
27 Cf. Berry, C. J., “Lust women and loose imagination”, p. 418.
28 Excede el propósito de este artículo el examinar la interesante cuestión de cómo se ve
afectado este argumento por la introducción de tecnologías reproductivas, las cuales tan
pronto introducen en las mujeres un factor de incertidumbre respecto al origen de la prole,
como la anulan, también para el caso de los hombres —por ejemplo con pruebas de dna. Lo
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argumenta Hume, no puede lograrse mediante la imposición de castigos penales
a la mujer que falte a la fidelidad, por la obvia razón de que tales castigos no
pueden infligirse sin prueba legal, que es difícil de conseguir en estos casos29. Lo
único que puede hacerse, para disuadir a las mujeres de la infidelidad, es asociar
la mala reputación a esa conducta30.
Invocando la buena o mala reputación, Hume incorpora a la argumentación
un principio altamente valorado en su filosofía moral y que no carece de
precedentes clásicos: una de las definiciones de virtud que ofrece Aristóteles es la
de “hábito digno de elogio”. Ahora bien, cabe preguntar: ¿es tal cosa suficiente?
En particular, ¿es suficiente la amenaza de futura mala reputación para
sobreponerse a la pasión presente? Probablemente no, y por eso se asocia la mala
reputación no sólo a las violaciones del lecho conyugal, sino también al
comportamiento ligero por parte de las mujeres, punto en el que entran en juego
todas las convenciones sociales que se refieren no tanto a la castidad en sentido
estricto cuanto a la modestia31.
Con el término “modestia” Hume se refiere a “all expressions, and postures,
and liberties, that have an immediate relation to that enjoyment”, esto es, todas
las expresiones, posturas y libertades que, más o menos remotamente, apuntan al
gozo sexual. La modestia tiene que ver con evitar esta clase de expresiones, lo
cual se logra, según Hume, no tanto mediante sutiles razonamientos abstractos32,
cuanto mediante una adecuada educación, con la que se consigue que aquellos
que no tienen un interés directo en la fidelidad de las mujeres, llevados por la
opinión general, también lleguen a reprobar en ellas todo “comportamiento
ligero”33.
Hume, en efecto, distingue entre aquellos que tienen “un interés en la
felicidad de las mujeres”, los cuales desaprueban la infidelidad de manera
natural, y aquellos otros que no tienen particular interés en su fidelidad, pero
que, de haber una práctica asentada en este sentido, se sumarían sin más al
sentir general. Cabe adivinar que los directamente interesados en la fidelidad de
las mujeres son sus maridos y los que tienen la vista puesta en la solidez de la
sociedad —probablemente los gobernantes—. Por el contrario, cabría suponer que
los no directamente interesados en la fidelidad de las mujeres serían,
ocasionalmente, las mismas mujeres, tentadas por su imaginación34, así como
que se plantea, entonces, es si la certidumbre requerida para alentar la función paterna es
una simple certidumbre “científica”, o debe ser, sobre todo, una certidumbre moral, basada
en la confianza mutua y ratificada por la integridad de vida. Pienso que Hume se inclinaría
por esta segunda opción.
29 Cf. T. 3.2.12; SBN, 571.
30 Cf. T. 3.2.12; SBN, 571.
31 Cf. T.3.2.12: SBN, 571-2.
32 Cf. T. 3.2.12; SBN, 572.
33 Cf. T. 3.2.12; SBN, 572-3.
34 “La ausencia de regulación natural del sexo en los seres humanos, cuando se les compara
a otros animales, es exacerbadad por sus mayore poderes reflexivos y su capacidad
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
varones sin mayor deseo de compromiso. Pues bien: según Hume, incluso estos
últimos no tendrían mayor inconveniente en sumarse al sentir general, favorable
a la institución del matrimonio y por tanto a la castidad y modestia de las
mujeres, siempre y cuando tal sentir fuera, en verdad, un sentir general,
sancionado por la educación y las costumbres:
“La educación se adueña de las dúctiles mentes del bello sexo en la infancia. Y una vez
establecida una regla general de este tipo, los hombres son propensos a extenderla más
allá de los principios de que surgió. Así, los solteros, aun siendo viciosos, no sólo no
prefieren ejemplos de lascivia o impudicia en las mujeres, sino que se irritan ante ello.
Y, aunque todas estas máximas muestren una clara referencia a la generación, ni
siquiera las mujeres que no están ya en edad de tener hijos tienen más privilegios a este
respecto que las que están en la flor de su juventud y belleza”35. (T. 3.2.12; SBN, 572-3.)
Es un principio general de la filosofía moral de Hume que una vez que una
regla se ha establecido, inicialmente por referencia a casos muy concretos, pronto
se extiende más allá de los casos originales. Hume lo advierte para el caso de las
reglas de justicia, y algo así parece ocurrir también con las convenciones relativas
a la castidad y la modestia. Aunque se introducen originalmente para garantizar
la certidumbre de la prole, y, por tanto, su especial objeto de aplicación son las
mujeres jóvenes en edad de procrear, enseguida se extienden también a varones y
mujeres de edad. En esto, precisamente, Hume cree reconocer una prueba más de
que las normas de la modestia son normas convencionales. Tal cosa, sin embargo,
no significa que la sumisión incluso de mujeres ancianas a tales normas carezca
de importancia: por el contrario, es un modo de contribuir a su implantación
social. Aunque algo parecido podría decirse también de la sumisión de los
hombres a normas análogas, Hume reconoce que, en este caso, la sociedad acepta
una mayor laxitud:
“Es indudable que los hombres tienen una noción implícita de que todas estas ideas de
modestia y decencia están relacionadas con la generación, dado que estas mismas leyes
no rigen con la misma fuerza para el sexo masculino, donde este motivo no se da. La
excepción es en este caso obvia y aplicable a todos los hombres, y está basada en una
imaginativa. Hume señala que ‘reflexionar’ sobre el sexo ‘basta para excitar el apetito’. El
‘solo pensar en ti’ puede ser sexualmente excitante y ‘tú’, gracias a la imaginación, puede
ser cualquiera. La virtud artificial de la castidad es así un modo de vigilar o regular el
actuar promiscuamente en el pensamiento. La regulación trata de asegurar que hay
‘alguien’ autorizado y no simplemente ‘cualquiera’, que es objeto del sexo. Del mismo modo
que la posesión necesita adscribirse a un propietario a través de las convenciones de
justicia, de modo que se convierta en su ‘propiedad’, así también una mujer particular debe
adscribirse a través de una convención a un hombre particular, de forma que se convierta
en su esposa y la descendencia sea suya… Podemos presumir, con Hume, que las mujeres
ligeras (¿como Emma Bovary?) están inclinadas a dejar que sus imaginación se apodere de
ellas”. Berry, “Lust women and loose imagination”, pp. 430-1.
35 Cf. T. 3.2.12; SBN, 572-3.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
diferencia fácilmente apreciable, que produce una evidente separación y distinción de
ideas. Pero como éste no es el caso por lo que respecta a las diferentes edades de la
mujer, por esta razón la regla se extiende más allá del principio original —a pesar de
que los hombres son conscientes de que esta nociones están basadas en el interés
público— y nos lleva a aplicar las ideas de modestia a todas las mujeres, desde su
primera infancia hasta la más extrema vejez y postración”36. T. 3.2.12; SBN, 572-3.
Según Hume, la razón de que la sociedad aplique con más laxitud a los
varones las normas de la castidad y la modestia se debe a que implícitamente
admitimos la conexión de estas normas con la generación, y entendemos que la
mayor confusión respecto a la paternidad se deriva del incumplimiento de tales
normas por las mujeres, mientras que no ocurre lo mismo con los hombres.
Aunque basándonos en este argumento cabría admitir también cierta laxitud en
el cumplimiento de esas normas por las mujeres ancianas, seguimos aplicándoles
a ellas un rigor parecido, sencillamente porque en nuestra mente separamos con
más facilidad la naturaleza del varón y la de la mujer que la condición de la
mujer anciana y la joven.
Vemos así que, con independencia de si Hume comparte o no el punto de vista
de su sociedad sobre este punto, lo cierto es que no deja de advertir la doble vara
de medir que rige, en esta virtud, respecto a varones y mujeres. Pues aun
admitiendo que a la sociedad no le conviene tampoco el libertinaje de los
hombres37, reconoce también que tolera mejor en ellos las excepciones en esta
materia. En este punto se permite trazar una comparación: del mismo modo que
las normas de justicia dentro de un estado no admiten excepción, pero normas
análogas, aplicadas a las relaciones entre distintos estados, son más laxas, así
ocurriría con las normas de castidad y modestia: se aplican con todo rigor a las
mujeres y menos rigor a los hombres:
“En cuanto a las obligaciones que la castidad impone al sexo masculino, cabe observar
que, de acuerdo con las nociones generales de la gente, esas obligaciones guardan
aproximadamente la misma proporción, con las que tienen las mujeres, que la
proporción de la obligatoriedad de las leyes de las naciones guarda con la de las leyes
naturales. Va en contra del interés de la sociedad civil el que los hombres tengan plena
libertad para entregar sus apetitos al placer sexual; pero como este interés es más débil
que el existente en el caso del sexo femenino, la obligación moral que origina deberá ser
proporcionalmente más débil. Para probar tal cosa no tenemos más que apelar a la
práctica y opiniones de todas las naciones y épocas”38 (T. 3.2.12; SBN, 573).
Aunque Hume distingue entre la obligación natural —esto es, basada en el
interés social— de seguir ciertas normas, y la obligación moral —basada en la
interiorización sentimental de las anteriores—, considera que existe una
36 Cf. T. 3.2.12; SBN, 572-3.
37 Como observa Berry, “si la promiscuidad fuera lo ordinario, la descendencia producida al
azar no tendría garantizada la supervivencia, por no hablar de la socialización”, p. 429
38 Cf. T. 3.2.12; SBN, 573.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
proporción entre la segunda y las primeras. Según esto, del hecho de que la
sociedad necesite crucialmente de la castidad de las mujeres, para preservar la
solidez de la institución familiar, cabría concluir la mayor obligación moral de
éstas en vivir esta virtud.
Sin embargo, en la medida en que la obligación moral, una vez introducida,
adquiere cierta independencia39, cabría objetar que la menor relevancia social de
la castidad de los varones no justifica realmente una menor obligación moral, al
menos no desde el punto de vista subjetivo. Como hemos visto, también los
hombres, y no sólo las mujeres, tienen afecto por los niños, y la existencia de esta
pasión opera naturalmente como un contrapeso al deseo indiscriminado de
placer. Por eso, si Hume se deja llevar en esto “por los sentimientos de todas las
naciones y épocas”, parece, con todo, que se deja llevar, sobre todo, por la suya
propia.
3. Las reglas de honor y cortesía
En todo caso, en la especial obligación moral de ser castas, que Hume atribuye
a las mujeres, se encuentra el papel singular que Hume les atribuye en el proceso
general de civilización40. Esto se advierte sobre todo en algunos de sus Ensayos
literarios, cuya interpretación es controvertida, principalmente debido al tono
retórico con el que están escritos. Como es sabido, Hume dirige explícitamente
estos ensayos al “Bello sexo, que son las soberanas del imperio de la
conversación”, una prueba de que, como apunta Donald Siebert, Hume considera
que las mujeres son piedra de toque de las pasiones sociales y el sentimiento, algo
clave en la formación moral41.
39 Cf. T. 3.3.1; SBN, 577.
40 Esta es una idea que se repite con frecuencia. Vid, por ejemplo, las observaciones de
Tocqueville en Democracy in America: “Las mujeres son las guardianas de la moral.
Ciertamente no hay país en el mundo donde el vínculo matrimonial sea más respetado que
en América o donde la felicidad conyugal sea mejor considerada y tenida en mérito. En
Europa, casi todos los disturbios sociales se originan de las irregularidades en la vida
doméstica. Despreciar los lazos naturales y los placeres legítimos del hogar es contraer un
gusto por los excesos, una inquietud de corazón y deseos fluctuantes. Agitado por las
pasiones tumultuosas que enturbian su hogar, el europeo es enervado por la obediencia que
los poderes legislativos del estado reclaman. Pero cuando el americano se retira del barullo
de la vida públcio al seno de su familia, encuentra en ella la imagen del orden y la paz. Allí
sus placeres son simples y naturales, sus gozos son inocentes y serenos; y en la medida en
que encuntra que una vida ordenada es el camino más seguro a la felicidad se acostumbra
más fácilmente a moderar sus opiniones y gustos. Mientras que el europe trata de olvidar
sus problemas dométicos agitando la sociedad, el americano desea, partiendo de su hogar,
ese amor por el orden que luego lleva consigo a los asuntos públicos”. Toqueville, A.,
Democracy in America, vol. I, p. 315.
41 “Las mujeres se convierten en las piedras de toque para las pasiones sociales y para el
sentimiento, y, tal y como Hume argumenta más filosóficamente en su Treatise y segunda
Investigación, ‘los corazones fríos’ son siempre enemigos de la virtud”. Siebert, D. T.,
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
El modo en que las mujeres ejercen su función civilizadora tiene mucho que
ver con la tradición occidental de la conversación galante. Siebert ha advertido
una evolución del pensamiento de Hume a este respecto: tras un ensayo
temprano en el que despreciaba las novelas de caballerías, en su ensayo “Of the
Rise and Progress of the Arts and Sciences”, habría llegado a apreciar el valor de
la galantería en la civilización europea42.
Aunque la relación entre las novelas de caballerías y la civilización europea
era un lugar común43, no deja de ser interesante que, en uno de sus textos, Hume
considere la galantería europea como algo hasta cierto punto natural, necesario
para corregir vicios, y, por tanto, como algo necesario para la moral, puesto que
sin eso no puede subsistir una sociedad humana:
“La galantería no es menos compatible con el saber y la prudencia que con la naturaleza
y la generosidad; y, sometida a reglas adecuadas, contribuye más que ningún otro
recurso a la diversión y mejora de la juventud de ambos sexos… Si despojamos a un
festín de su acompañamiento de charlas, discreteos, simpatías, amistad y regocijo, lo
que queda apenas merece la pena, a juicio de los verdaderamente elegantes y sibaritas.
¿Qué mejor escuela de buenas maneras que la compañía de mujeres virtuosas, en la que
el mutuo deseo de agradar afina insensiblemente el espíritu, el ejemplo de la dulzura
femeninas se comunica a sus admiradores y su delicadeza nos,mantienen alertas para
no ofenderlas con faltas al decoro”44.
“Chivalry and Romance in the Age of Hume”, Eighteenth-Century Life 21, 1,1997, 62-79, p.
64.
42 Cf. Siebert, D. T., 64. “Hume apunta específicamente a aquella galantería, descendiente
de la caballerosidad de los tiempos anteriores, como la principal causa de esa amibilidad y
refinamiento en la que los modernos superan a los antiguos. Hume se extiende en su
defensa de la galantería. Frente a aquellos que la calificarían de “ridícula… un reproche
más que un mérito de la época presente’, él argumenta que como ‘la amistad y la simpatía
mutua’ son instintivas incluso entre los animales más fieros, la galantería puede verse del
mismo modo como ‘natural en el grado más alto’. Pero no es suficiente para Hume con
situar este comportamiento cortés en la naturaleza. ‘La galantería es tan generosa como
natural. Corregir vicios tan groseros como los que nos llevan a cometer verdaderas ofensas
sobre otros, es parte de la moral… Donde eso no se contempla en algún grado, ninguna
sociedad puede subsistir (Essays, pp. 131-32). Este es un lenguaje fuerte. La galantería ya
no es claramente esese adorno del que Hume se había burlado en su temprano ‘Ensayo
sobre la caballerosidad’. Siebert, o.c., p. 66.
43 Así por ejemplo en Ferguson: “Si la moral de las tradiciones populares, y el gusto de las
leyendas fabulosas, que son el producto o entretenimiento de edades particulares, son
también indicaciones seguras de sus naciones y caracteres, podemos presumir que el
fundamento de lo que ahora se considera la ley de la guerra y de las naciones, fue puesto en
los modales de Europa, juntamente con los sentimientos que se expresan los relatos de
caballería y de galantería. Nuestro sistema de guerra no difiere más del de los griegos que
los caracteres favoritos de nuestro romance temprano difieren de aquellos de la Iliada y de
cualquier poema antiguo”. Ferguson, A., An Essay on the History of Civil Society, Part IV,
Section IV, p. 200.
44 Cf. Hume, D., Essays, I, vol. 3, 193. Ensayos Politicos, 74-96, p. 93.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
En efecto: según Hume, sea cual sea la cultura de un determinado pueblo, en
todos ellos se han de mantener ciertas reglas de honor45, ciertas pautas acerca de
lo que es o no adecuado en el trato entre los sexos, que sirven al entretenimiento,
refinamiento y comunicación mutua. Sin dejar de advertir que en algunas
naciones las costumbres han llegado a autorizar cierta galantería inmoral, hace
notar cómo también en esos casos se procura cierta regulación:
“Entre las naciones en que las costumbres autorizan hasta cierto punto una galantería
inmoral, siempre que se cobra con un fino velo de misterio, inmediatamente surgen un
conjunto de reglas calculadas para la conveniencia de esa relación. La famosa corte de
Provenza decidía antaño todos los casos difíciles de esta naturaleza”. (EPM, 210)46.
El texto puede servir para generalizar un aspecto de la argumentación de
Hume: cualquier forma de relación social requiere el establecimiento de reglas.
Hume se refiere a las sociedades de juego, en las que se instituyen reglas, en gran
medida caprichosas y arbitrarias, pero que han de cumplir quienes participan en
el juego; se trata de reglas muy distintas de las reglas morales, de la justicia, la
fidelidad o la lealtad, las cuales son enteramente necesarias para la vida
común47. Pero no importa lo triviales que sean, su mera existencia es significativa
de un punto fundamental: “the necessity of rules, wherever men have any
intercourse with each other”48.
En efecto: allí donde hay trato social, debe haber reglas49. Esto, que vale
incluso para asociaciones que tienen por fin el juego, vale en general para todo
trato social. Hume habla en ocasiones de una “moralidad menor” —por
comparación a las normas básicas de la convivencia, relativas a la justicia. Entre
estas reglas de “moralidad menor”, indispensables en el trato social, se refiere a
aquellas normas que llevan a hablar modestamente de uno mismo, o las que
prohíben el uso del lenguaje grosero.
Hume considera que el valor que concedemos a la modestia —que en principio
lleva a disimular la desagradable pasión del orgullo50, pero finalmente incluso a
45 Cf. Hume,D., EPM, p. 209, n. 170.
46 Cf. Hume, D., EPM, 210.
47 Cf. Hume, D., EPM 211.
48 Cf. EPM 211-212.
49 See Ferguson: “La convención, aunque no fundación o causa de la sociedad… puede
suponerse simultánea con el trato de la humanidad… A partir de los primeros pasos, por
tanto, que se dan en sociedad, se puede suponer que se han ido acumulando las
convenciones en forma de prácticas, si no en forma de estatutos o instituciones expresas”.
Ferguson, A., Principles of Moral and Political Science, Edinburgh, 1792, II, 232. Citado por
Brysson, en Man and Society, The Scottish Inquiry of the Eighteenth Century, August M.
Kelley Publishers, New York, 1968, p. 163.
50 La modestia, tal y como Hume la concibe, consiste en disimular la desagradable pasión
del orgullo. Cf. T. 3.3.2; SBN, 598.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
ocultar los propios talentos51— arranca de un prejuicio: todos los hombres tienden
a valorarse en más de lo que son; por ello no hay que prestar gran credibilidad a
la prepotencia y a la expresión de la propia valía. Esta común experiencia estaría
en la base de ciertas normas de conducta, que Hume enumera en el mismo lugar:
“Debemos estar dispuestos a preferir en todo momento a los demás en vez de a nosotros
mismos; a tratarlos con cierta deferencia aun cuando sean nuestros iguales; a pasar,
cuando estemos acompañados, por el más sencillo e ínfimo, siempre que nuestra
condición no sea claramente superior a la de los demás. Si seguimos todas estas reglas
en nuestra conducta los hombres tolerarán mejor la expresión indirecta de nuestros
ocultos sentimientos de vanidad”52. T. 3.3.2; SBN, 598.
Ahora bien, aquel prejuicio que nos lleva a rechazar la manifestación de
orgullo como algo inadecuado, se encuentra tan arraigado, que incluso en el caso
de que un hombre realmente haya hecho algo de mérito, la costumbre nos lleva a
mirar con desagrado el que nos lo haga notar. La costumbre, por tanto, estaría en
la base de que ciertas normas de conducta, originalmente introducidas para
disimular el orgullo exagerado, terminen extendiéndose también a los casos de
orgullo legítimo.
En la norma social que considera de mal gusto la exhibición de los propios
talentos, tenemos un nuevo caso de ese principio general, al que Hume alude con
cierta frecuencia: la norma convencional, inicialmente introducida por un fin bien
concreto, se generaliza y llega así a adquirir una extensión mayor de lo
inicialmente previsto, llegando incluso a modificar su sentido original. Si en el
origen rechazábamos el orgullo porque se supone una exageración, y por tanto
falso, luego molesta simplemente por ser orgullo.
Algo similar ocurre con las otras normas de cortesía, a las que aludíamos
arriba: las que prohíben el lenguaje grosero. Hume advierte que muchas veces
nos resulta más molesta una fina ironía que el lenguaje abiertamente ofensivo.
Pero eso ocurre porque, inicialmente, lo realmente ofensivo era este último, y por
esa razón fue prohibido. A partir de entonces, quien insulta abiertamente se
rebaja a sí mismo en mayor medida de lo que ofende al otro53. La prohibición
introducida para garantizar la convivencia, ha terminado por desactivar lo
ofensivo de la conducta originalmente prohibida. Una vez introducida la
convención que prohíbe el lenguaje grosero, por ofensivo, el que queda peor ante
los ojos de todos no es el supuestamente ofendido, sino el ofensor.
A la vista de estos ejemplos, resulta tentador interpretar la explicación que
ofrece Hume de las reglas de cortesía en los términos en que lo hará
posteriormente Nietzsche: como una inversión de valores, consecuencia de la
interiorización de normas que vienen a contrariar ciertas inclinaciones de
51 Cf. Essays, I, Philosophical Works, vol. IV, pp. 380-383, p. 380.
52 Cf. T. 3.3.2; SBN, 598
53 Cf. T.1.3.13; SBN, 151-2.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
nuestra naturaleza. Y, en verdad, la génesis de las normas de cortesía sugerida
por Hume —y más en general la génesis misma de las normas morales, en el
concepto de utilidad— se presta muy fácilmente a una interpretación autodestructiva, tanto de las convenciones sociales como de la moral propiamente
dicha. Sin embargo, a diferencia de Nietzsche, el propósito de Hume no es
cuestionar el orden social existente, sino explicarlo partiendo de la observación de
la conducta humana.
Desde esta perspectiva, Hume considera que las normas de cortesía vienen a
introducir un equilibrio en nuestras pasiones, de forma que faciliten el trato
social y en última instancia la misma vida social. Además de los ya citados
tenemos otro ejemplo particularmente significativo en aquella norma que prohíbe
“repetir, en perjuicio de un hombre, cualquier cosa que se le escapó en una
conversación privada”: Hume advierte con claridad que una norma como esta
viene a garantizar el intercambio libre y sociable de opiniones54.
En todo caso, la ley general que siguen estas normas de cortesía es la de
contrapesar la pasión o inclinación natural, mediante una deliberada inclinación
en sentido contrario:
“El papel de la moral, y el objeto de la educación ordinaria, es corregir aquellos vicios
que nos llevan a ofender a los demás. Donde no se presta atención a esto no puede
haber sociedad humana. Pero a fin de hacer más fácil y agradable la conversación y el
trato entre las gentes, se han inventado las buenas maneras, que han ido aún más lejos.
En todos los puntos en que la naturaleza ha dado al espíritu propensión a algún vicio o
pasión desagradable para los demás, la buena educación ha enseñado a los hombres a
tender al lado opuesto y conservar en todo su comportamiento la apariencia de
sentimientos diferentes a aquellos a los que por su natural se inclinan”55.
En una apretada síntesis, Hume enumera algunos ejemplos que hemos venido
considerando: la propensión a exigir preferencia, se contrarresta con la norma
que impone ser deferente con los demás y darles prioridad; la propensión a
despreciar a determinadas personas, por sus achaques, indefensión, edad, etc, se
contrapesa con la norma que impone mostrar mayor respeto a débiles, ancianos,
enfermos, forasteros, mujeres, etc56. De este modo, como apuntábamos, las
normas convencionales sirven al propósito de encauzar y facilitar nuestra
inclinación sociable:
“Este principio es también el fundamento de la mayoría de las leyes que regulan las
buenas maneras; una clase de moralidad menor, calculada para la comodidad de las
reuniones de personas y de la conversación. Tanto las excesivas formalidades como su
54 Cf. EPM 208, n. 169.
55 Cf. “Of the rise and progress of arts and sciences”, in Essays, I, vol. 3, pp. 192. “Del
origen y el progreso de las artes y las ciencias”, en Ensayos Políticos, pp. 91.
56 Cf. “Of the rise and progress of arts and sciences”, Essays, I, vol. 3, pp. 192-3. “Del origen
y progreso de las artes y las ciencias”, en Ensayos Políticos, pp. 91-2.
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escasez son condenables; y todo lo que promueve nuestra comodidad sin provocar una
familiaridad impropia es útil y laudable”57.
Llegamos así al equilibrio que, según Hume, debemos alcanzar en nuestro
trato social: ni excesiva formalidad ni excesiva familiaridad. Cabría detallar: ni la
familiaridad propia del trato con parientes y amigos ni la frialdad propia de las
reglas de justicia, inicialmente introducidas por motivos de interés. Las reglas de
buenas maneras, en las que se dan cita motivos de interés y un cierto gusto por la
conversación, adquirido en la familia, constituyen la pauta que ha de regir la vida
y la conversación social allende la familia, es decir, esa vida y esa conversación
que tiene lugar en ausencia de, o con independencia de los vínculos de amor o
amistad que nos puedan unir a las personas. Así, sin dejar de recordar lo
necesaria que es la constancia en las relaciones de amistad y de familia, Hume
hace notar cómo la utilidad pública prevé y promueve un espacio de vida social en
el cual es posible relacionarse y hablar sin reservas con muchas personas, y
abandonar después esa relación, sin que tal cosa suponga un quebranto de las
buenas maneras58.
Sin dejar de advertir la ambivalencia de las buenas maneras —su lado
negativo ya señalado por Rousseau—, Hume considera que su ausencia es
igualmente ambivalente: “Del mismo modo que la cortesía moderna, que tanto
adorna cuando es natural, cae a menudo en la afectación, el disfraz y la
hipocresía, así la antigua sencillez, tan franca y afectuosa, degenera con
frecuencia en grosería y abuso, chabacanería y obscenidad”59.
En general, sin embargo, la valoración que hace Hume de las buenas maneras
es positiva: ellas sirven al propósito de limitar nuestras pasiones egoístas que
podrían ser causa de conflicto, y así crear un espacio social en el que nuestra
inclinación sociable puede finalmente desarrollarse sin peligro.
4. Recapitulación
Hume presenta la formación de la sociedad civil a partir de la experiencia de
los bienes anejos a la sociabilidad, que tiene lugar en la familia, la primera forma
de superación del conflicto de pasiones egoístas y sociables que acompaña la
naturaleza humana; el contexto en el que se adquiere la primera educación moral
y se refuerzan los sentimientos morales; en particular, donde se inculca y
desarrolla el sentido del honor y del compromiso.
A su vez, la sociedad civil se presenta como otro modo de superar el conflicto
de pasiones que, sin embargo, no constituye una mera réplica de la familia. En
efecto: la diferencia existente entre las relaciones propias del ámbito familiar —
57 Cf. EPM 209, n. 169.
58 Cf. EPM 209, n. 170.
59 Cf. “Of the rise and progress of arts and sciences”, en Essays, I, vol. 3, p. 191; “Del origen
y progreso de las artes y las ciencias”, en Ensayos Políticos, p. 90.
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comparables hasta cierto punto con las relaciones de amistad—, las relaciones
propias de la sociedad civil son en principio más formales, y requieren de cierto
aprendizaje social, que cabría describir como la adquisición de competencias
conversacionales, enmarcadas dentro de ciertas reglas o convenciones: las reglas
de cortesía.
Las reglas de cortesía constituyen un artificio con el que se persigue
equilibrar las pasiones egoístas y sociables, de forma que se haga más llevadero y
aun grato el trato social. Son, por tanto, una forma de regular institucionalmente
nuestros sentimientos en un contexto que, a diferencia del contexto familiar, no
facilita por sí solo —naturalmente— dicha regulación. Así pues, aunque entre las
relaciones que se establecen en el seno de la familia y las propias de la sociedad
civil cabe reconocer una cierta continuidad, se da también una notoria diferencia:
la diferencia que existe entre un equilibrio natural y un equilibrio artificial de las
pasiones.
Por otra parte, sin embargo, esas mismas normas ejercen un impacto sobre la
educación moral que se imparte en la familia. Esto se advierte de manera
singular en las normas convencionales sobre la castidad y la modestia, con las
que la sociedad viene a reforzar o, por el contrario, debilitar, la obligación de la
fidelidad matrimonial. Y a la inversa: la educación moral y cívica recibida en la
familia refuerza o, por el contrario, debilita las convicciones a las que los
individuos se atienen en su conducta cotidiana. Por ello, ambas formas sociales se
constituyen en referente para la formación del juicio moral de los agentes
individuales. De ahí también que cualquier modificación institucional termine
por afectar inevitablemente a la subjetividad.
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Ana Marta Gonzalez
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
JERARQUÍA TEMPORAL EN BERGSON Y WHITEHEAD∗
Pete A. Y. Gunter. University of North Texas
Resumen: Este artículo intenta analizar el método filosófico de Bergson y aplicarlo
luego a las nociones de tiempo biológico y jerarquía temporal en biología. Para Bergson,
la intuición no es un acto único, sino un número de actos, cada uno de los cuales
enfocado en un nivel (amplitud) particular de duración. Tales actos, enfocados en los
ritmos de los organismos vivos, pueden llevar a investigaciones en cronobiología. La
filosofía de Bergson, con su diversidad de organismos existentes y niveles de proceso,
tiene más semejanzas con la de Whitehead de lo que se ha creído.
Abstract: This article attempts to analyze Bergson’s philosophical method and then
applying it to the notions of biological time and of temporal hierarchy in biology.
Intuition is not a single act, he insists, but a number of acts, each focussed on a
particular level (breadth) of duration. Such acts, focussed on the rhythms of living
organisms, can lead to researches in chronobiology. Bergson’s philosophy, with its
diversity of real organisms and levels of process, is more like Whitehead’s than has
been believed.
Hacia el final de su segunda mayor obra, Materia y memoria, Henri Bergson
(1896/1959) asegura lo siguiente:
En realidad, no hay un ritmo único de la duración; se pueden imaginar ritmos
diferentes, que, más lentos o más rápidos, midiesen el grado de tensión o de
relajamiento de las conciencias, y, por ello, fijasen sus lugares respectivos en la
serie de los seres. (p.393)∗∗
Se puede tomar este pasaje sólo para referirse a los ritmos humanos de
duración, los cuales, sostiene Bergson, son diversos, y cuya amplitud varía, por
∗ Este artículo fue el resultado de una charla dada por Pete Gunter en The University of
Saskatoon, Saskatchewan, Canada, el 29 de mayo de 2003. El título original de la
conferencia fue: Conference on Knowledge and Value as Process. La versión original en
inglés fue publicada en: Interchange, Vol. 36/1-2, 2005, pp. 139-157. Agradezco su
autorización. Durante el proceso de traducción recibí importantes consejos por parte de
Juan Edilberto Rendón, amigo y colega; Jorge Antonio Mejía Escobar, profesor de filosofía
de la ciencia del Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia; Jorge Iván Castrillón
y Francisco Cardona, profesores del Programa de Capacitación Docente en Lengua
Extranjera de la Universidad de Antioquia. Agradezco a ellos su asesoría y amable
disposición. Debo un especial reconocimiento al profesor Pete Gunter por su generosa
disposición al leer y comentar una versión anterior de esta traducción. N. del T.
∗∗ La mayoría de las citas de Bergson la hemos tomado de la edición de Aguilar, siguiendo
la traducción de José Antonio Miguez, 1959, para evitar traducir las ediciones inglesas
citadas por Gunter, a las que se recurrirá cuando no haya sido posible localizarlas con
precisión en la de Aguilar. N. del T.
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ejemplo, según el objeto sobre el que se preste particular atención (p. 214). Sin
embargo, pocas páginas después aclara que aunque la conciencia humana existe
en niveles variables de duración, éstos también se dan en las diferentes especies
animales. La creciente complejidad del sistema nervioso (en evolución) le permite
al ser vivo una libertad aún más grande, mediante "una variedad cada vez más
rica de mecanismos motores" (p. 406; cf. pp. 218-221). Pero, al mismo tiempo,
junto a esta creciente complejidad se encuentra una creciente intensidad de
memoria concreta: "Así, entre la materia bruta y el espíritu más capaz de
reflexión hay todas las intensidades posibles de la memoria, o, lo que equivale a
lo mismo, todos los grados de la libertad" (p. 407).
Así, Bergson sugiere una biología en la que los organismos más evolucionados
mantienen ritmos de duración más largos o más amplios mientras que los
organismos menos evolucionados manifiestan ritmos más breves.
Esta teoría, sin embargo, deja a Bergson con una cantidad importante de
duraciones qué relacionar mutuamente. Su estudio previo había explorado la
duración de la conciencia humana. Materia y memoria conserva las conclusiones
del primer trabajo pero las entiende como duraciones más breves y más amplias
de la consciencia. Al lado de las duraciones de la conciencia humana, y ahora de
otros organismos en Materia y memoria, Bergson distingue además las
duraciones de la materia, a la que trata como un "presente siempre-renovado"
(1896/1928, p. 178), como "modificaciones, perturbaciones, cambios de tensiones o
de energía, y nada más" (1928, p. 266).
Uno se pregunta, inevitablemente, cómo las duraciones, tan diversas como
pueden ser, se relacionan unas a otras. ¿Se afectan las unas a las otras, y si es
así, en qué medida? ¿La temporalidad de los organismos biológicos (asumiendo
que exista) se relaciona con la conciencia humana en su (admitida) temporalidad?
¿Al cerebro humano?
Las respuestas a éstas y a preguntas relacionadas, como probaré, no son
respondidas completamente por Bergson en ningún lugar. Ellas están, sin
embargo, esbozadas en términos generales en dos de sus obras: Introducción a la
metafísica (1903) que bosqueja el concepto de jerarquía temporal; y la Evolución
creadora (1907), a la que la Introducción es una introducción, y que explora de
principio a fin la noción de tiempo biológico. Me gustaría elaborar tres puntos
antes de entrar al examen de estas obras. Primero, es claro para mí que muchos
comentaristas del pensamiento de Bergson han fracasado en comprender el
significado de su concepto de jerarquía temporal y sus implicaciones. Segundo,
quien escribe encuentra triste y no poco frustrante el hecho de que muy pocos
hayan considerado las implicaciones de estas ideas para la biología. Finalmente,
será interesante especular sobre el punto en el que se encuentran estas nociones
temporales. Pienso, independientemente, en la obra de un contemporáneo de
Bergson, A. N. Whitehead.
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Clarificaciones epistemológicas preliminares
En gran parte de la filosofía del siglo XX, estuvo de moda separar la teoría del
conocimiento de la metafísica. En el caso de Bergson esto no es posible. Para él, la
metafísica no puede comprenderse sin el recurso a la teoría del conocimiento y, a
la inversa: la epistemología (i.e., teoría del conocimiento) no puede aislarse de la
teoría del modo en que las cosas son (i.e., metafísica). Es la razón por la cual, al
intentar elaborar su noción metafísica de jerarquía de la duración y algunas de
sus implicaciones, se hace necesario aclarar algunos malentendidos de su
epistemología. Esto se hará en dos entregas. La primera obrará horizontalmente,
al acentuar la metodología implicada en la consecución, posesión, y especialmente
la expresión de la intuición. La segunda procederá verticalmente al poner en
términos muy sencillos los pasos que Bergson da de un nivel de su jerarquía al
próximo, un proceso que él explícitamente compara con la integración y
diferenciación matemáticas. Con estos asuntos fuera del camino, será posible
explicar la relevancia de sus ideas para la biología científica, específicamente
para la noción de tiempo biológico.
1. Alcanzar, poseer, y expresar la intuición
En Introducción a la metafísica, Bergson (1934/1959) introduce una nueva
terminología en forma de un dramático contraste, con la "intuición" en un polo y
su supuesta némesis, el "análisis", en el otro. La intuición es para él el medio por
el cual la mente se aproxima y participa de la duración. El análisis, aunque útil,
es presentado por él como la negación de la intuición. El análisis se define,
insiste, a través de su uso de conceptos estáticos: "Es decir que el análisis opera
sobre lo inmóvil, en tanto que la intuición se coloca en la movilidad o, lo que
equivale a lo mismo, en la duración" (Bergson, 1934/1959, p. 1096). De esta
forma, confrontamos la proporción:
Análisis: Espacio = Intuición: Duración.
La distinción categórica de Bergson entre la intuición y el análisis parece
hacer imposible cualquier relación entre los dos términos: excepto el conflicto.
Uno se acuerda aquí del para-sí y en-sí de Sartre, implicados en un combate
imperecedero. Espero demostrar que esta impresión es errada. Sin embargo, es
fácil ver por qué esta errónea interpretación se ha hecho tan frecuentemente. La
intuición en Bergson parece ser inefable, inexpresable. Como se señalará, es lo
que parece decir Bergson. Igualmente desilusionador para algunos, la intuición
sólo parece alcanzarse por golpes de genio. Es decir, mientras el análisis parece
resolverse a sí mismo en algoritmos, capaces de ser más o menos mecánicamente
aplicados, la intuición parece anárquica: incontrolada, incontrolable.
El modo más sencillo de corregir estas erróneas interpretaciones de su
pensamiento es enfatizar el grado hasta el cual la filosofía de Bergson, como ve
claramente Gilles Deleuze (1991, cf. cap. 1), se basa en una metodología
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cuidadosamente desarrollada. Bergson tiene un método para alcanzar la
intuición y, quizás más importante, un modo de salir de ella. Este método se basa
en sus reflexiones sobre la historia de las ciencias. Bergson sostiene que las
ciencias están enraizadas en la intuición, y la intuición implica una inversión de
nuestros modos ordinarios de pensar. Él establece:
Esta inversión no fue practicada nunca de una manera metódica; pero una historia
profunda del pensamiento humano mostraría que le debemos lo más grande que se ha
hecho en las ciencias y también lo que hay de viable en metafísica. (1934/1959, p. 1106)
Tal método sólo podrá ser desarrollado cuando se comprenda su posibilidad.
Claramente, esta búsqueda de un método capaz de fundar o reestructurar las
ciencias permanece como una de las metas centrales de Bergson. Claramente
además, da soporte a la búsqueda siempre renovada de Bergson por un
conocimiento intuitivo.
Sin embargo, insiste, la intuición no puede alcanzarse sin un conocimiento
intensivo y preliminar. Este es el sentido de su afirmación de que uno no puede
ganar una intuición en un campo dado "si uno no ha ganado su confianza en una
larga camaradería con sus manifestaciones superficiales. Y no se trata
simplemente de asimilar los hechos notables" (Bergson, 1934/1959, p. 1115).
Para tener acceso a la "materialidad bruta de los hechos conocidos" se
requiere estudio (Bergson, 1934/1959, p. 1116). En el caso de Bergson, fueron
muchos los campos a los que dedicó demasiado estudio: afasia, neurofisiología,
física, termodinámica, cálculo, cosmología, biología evolutiva, genética, teorías del
instinto, teorías de la percepción —y la lista podría extenderse aún más. Bergson,
como dijo en cierta ocasión, pasó muchos años estudiando las ciencias, excluyendo
todo lo demás.1El conocimiento, la preparación, y un estudio lo más completo de
los temas relevantes, así como la familiaridad con ellos, constituyen el primer
paso.
Bergson suministra un ejemplo sorprendente de la necesidad de tal
instrucción fáctica (y teórica) con respecto a su caso paradigma, el conocimiento
de sí mismo. Esto ha sido oscurecido por la traducción imprecisa de Introducción
a la metafísica en Pensamiento y movimiento. El texto establece:
Incluso en el caso simple y privilegiado que nos sirvió como ejemplo, incluso para el
contacto directo del yo con el yo, el esfuerzo definitivo de intuición distinta sería
1 En una carta al filósofo italiano Giuseppi Prezzolini, Bergson (1909) anota que pasó cinco
años estudiando la cuestión de la afasia antes de escribir Materia y memoria, y que durante
los nueve o diez años en los que se preparó para escribir la Evolución creadora se dedicó
exclusivamente a lecturas sobre biología. Le manifestó a su amigo Gilbert Maire (1935, p.
156) que la preparación para Materia y memoria lo forzó durante al menos tres años a no
leer otra cosa que psicología y neurología y que la preparación para la Evolución creadora
limitó sus lecturas por un largo tiempo a la biología únicamente. Veinticinco años de lectura
e investigación separaron la Evolución creadora de Las dos fuentes de la moral y la religión.
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imposible para quien [∗] hubiese reunido y confrontado un número muy grande de
análisis psicológicos (Bergson, 1934/1946, p. 236).
El único problema con esta traducción es que omite la pequeña palabra no.
Aquí la falla en insertar una palabra invierte completamente, destruye, el
verdadero sentido de Bergson.2 Sin el recurso a previos análisis psicológicos, sin
la gran comprensión y conocimiento que vendrían de este recurso, uno no tendría
éxito en lograr un profundo conocimiento de uno mismo. Estos análisis
acumulados incluirían los análisis de las psicologías idealista y asociacionista
examinadas previamente en Introducción a la metafísica (Bergson, 1934/1959,
pp. 1086-1093). Pero es además importante darnos cuenta de que Bergson fue
uno de los primeros lectores del Traumdeutung de Freud y que él había incitado e
influenciado a su colega en el Collége de France, Pierre Janet, de quien Henri
Ellenberger cita (junto con Freud, Jung, y Adler) como uno de los fundadores de
la "psiquiatría dinámica" (1970, p. 932).3 La psicología de Bergson, entonces, en
modo alguno debería comprenderse como si requiriera del psicoanálisis.
Pero no importa qué tanta materialidad bruta esencialmente analítica se
explore, conocer un tema en profundidad, insiste Bergson, es enterarse de su
temporalidad: comprender esa temporalidad en su plenitud, más que estar
satisfechos con concepciones más o menos estáticas. Intentar comprender los
problemas en términos de duración más que de espacio, en términos de
dinamismo más que de una estabilidad inalterable, es el paso siguiente en la
búsqueda de la intuición. Dar este paso es proceder metódicamente. Ir más allá
de este punto es ir más allá de la metodología como es usualmente comprendida.
Es esforzarse por un conocimiento sin haber tenido una noción definitiva de él.
Ningún algoritmo puede darse para tal torsión mental.
∗ Justo aquí vendría la palabra omitida de la cual Gunter hará mención inmediatamente y
que no está señalada en el original de este artículo. La advertencia, aunque válida, no es
necesaria para la traducción española de José Antonio Miguez, la cual carece de este y los
otros errores indicados por Gunter en la siguiente nota.
2 Errores de esta magnitud son comunes en la traducción de Andison. En la Introducción
Bergson es traducido por Andison como si declarara que "uno de los objetos de la metafísica
consiste en operar integraciones cualitativas y diferenciaciones " (Bergson, 1934/1946, p.
226). El francés original, sin embargo, declara "un des objets de la métaphysique est
d’operer des différenciations et des intégrations qualitatives" (Bergson, 1959a, p. 1423). La
traducción correcta es "uno de los objetos de la metafísica consiste en operar
diferenciaciones e integraciones cualitativas." Bergson está hablando de integraciones y
diferenciaciones de duraciones (¿de qué más?) y éstas tienen que ser ambas cualitativas. La
traducción de Andison, desafortunadamente, ha vuelto a ser publicada recientemente por
Citadle Press y Littlefield Adams. Una traducción de lejos mejor es la traducción autorizada
de T. E. Hulme publicada por Hackett.
3 Ellenberger (1970, p. 932) cf. "Pierre Janet and Psychological Análisis," pp. 331-417. Para
referencias a las mutuas influencias de los dos hombres, cf. pp. 354-355, 376, 394, 400, y
405.
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Seguramente ninguna defensa debería darse para esto. Saltar la brecha
epistémica entre los hechos previamente construidos y los mismos hechos vistos
desde la posición ventajosa del nuevo conocimiento es efectuar un verdadero
salto. Los nuevos resultados, sin importar qué tanto nos hemos preparado para
ellos, simplemente llegan. Como Bergson habría sido el primero en señalar, esto
es cierto en cualquier campo de esfuerzo en el que se pueden hacer avances, sea
en las matemáticas, en la física o en las artes.
Uno puede, además, criticar la posición de Bergson de que su intuición se
alcanza sólo "violentando" nuestros hábitos usuales del pensamiento, una
violencia que es a menudo experimentada como "penosa" (1934/1959, p. 1105). No
debería haber nada de sorprendente en esta solicitud. Quienquiera que haya
intentado dejar de fumar, o incluso cambiar una manía física o un patrón de
habla, sabe que transformar un hábito no es placentero. Cambiar las malas
mañas del pensamiento sería todavía más difícil. Entre más fundamentales los
patrones cambiados más intenso es el esfuerzo. He aquí la disonancia cognitiva
sentida, la cual es epistémica.
Si alcanzar una intuición es así un proceso inteligible, poseer la intuición
tiene que entenderse como un proceso reflexivo: algo así como un pensar-en-lo
concreto. He escrito tanto sobre este punto que tal vez se me pueda perdonar por
no construir una extensa explicación de él aquí. (e.g., Gunter, 1970, 1980, 1988,
1999). "Mi intuición es reflexión", insistió Bergson (1934/1959, p. 1010). Esta
reflexión incorporará características esenciales de los temas que ha encontrado.
Así, contiene un contenido noético, capaz de expresarse en nuevas formas
analíticas.
Ahora bien, a decir verdad, aún sin explorar completamente el concepto, nos
queda el más importante asunto de la expresión de la intuición. Cuando Bergson
define la metafísica como "la ciencia que pretende prescindir de símbolos"
(1934/1959, p. 1080), afirmación a menudo citada por los académicos que
intentan comprender su pensamiento, erige una barrera mayor para la
comprensión de su verdadero significado. Ya que parece estar diciendo, para
repetir la acusación establecida inicialmente, que la intuición conduce a lo
inefable, que termina en un conocimiento sin palabras y nada más. Para la
persona que permanece por fuera de la intuición, entonces, la intuición parecerá
ser un callejón sin salida. No sabemos donde está; y, que podamos decir, no va a
ningún lado.
Nada, creo, puede estar más lejos de la verdad. Lo que Bergson está
intentando decir en esta frase es simplemente que la intuición es directa. No hay
barrera histórica, lingüística o cultural que permanezca aquí entre el conocedor y
lo conocido. La intuición participa de su objeto sin la intervención del lenguaje.
De aquí que escape a tantos relativismos ansiosos de negar esta posibilidad. Pero
el escape no puede ser permanente. La intuición, Bergson lo afirma
explícitamente, tiene que usar simbolismos en su expresión (1934/1959, pp. 11071108). En todo el texto de Bergson es claro que (a) la intuición busca expresión, y
(b) la expresión implica simbolismo. Diferentes intuiciones, ciertamente,
implicarían diferentes tipos de simbolismo. Como he insistido arriba y además
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intentaré mostrar abajo, la historia de la ciencia, para Bergson, está repleta de
importantes expresiones de intuición, que implican la creación de nuevos modos
de análisis que utilizan nuevos simbolismos.
2. El enfoque vertical: Intuición, Expresión, y Jerarquía Temporal
Esta descripción sobre alcanzar, poseer y expresar la intuición, a decir verdad,
constituye sólo un esbozo. Pero remueve algunos obstáculos a la comprensión, lo
que hace posible explorar la aproximación de la intuición hacia las diferentes
tensiones o ritmos de duración citados arriba y hacia sus posibles usos científicos
y, o filosóficos.
En las primeras obras, como observó al comienzo de este artículo, Bergson
(1934/1959, pp. 1076-1116) ha distinguido una secuencia de duraciones de
amplitud variable: las duraciones de la conciencia humana, de los organismos
vivos, y de la materia. En Introducción a la metafísica estas duraciones están
dispuestas por él en un orden exclusivo: una jerarquía de duraciones, o, un
conjunto de duraciones anidadas que abarcan desde la temporalidad humana
hasta la de la materia e inversamente, hacia arriba, potencialmente hacia la más
larga de las duraciones, la de Dios. Bergson trae así inteligibilidad y orden a la
plétora de duraciones delineadas en sus obras previas. Él expresa:
La intuición de nuestra duración, muy lejos de dejarnos suspendidos en el vacío como
haría el puro análisis, nos pone en contacto con toda una continuidad de duraciones que
debemos tratar de seguir hacia abajo o hacia arriba: en los dos casos podemos
dilatarnos indefinidamente por un esfuerzo cada vez más violento, en los dos casos nos
trascendemos a nosotros mismos. (pp. 1102-1103)
En el primer caso, encontramos duraciones más y más cortas que las
nuestras. En el límite estaría la repetición mediante la cual él desea definir la
materia. Al proceder en la otra dirección empezamos a tensar y aproximarnos
(una vez más, "hasta el límite") a una eternidad de vida e incluso móvil en la que,
parece, vivimos y nos movemos y tenemos nuestro ser. Entre estos dos límites se
mueve la intuición.4
Probablemente la cosa más notable de este rótulo es la insistencia de Bergson
de que la intuición no es una, sino muchas:
4 Aquí Bergson da su versión de la "Línea Dividida" de Platón: una versión que eleva el
devenir (como Bergson lo entiende) al más alto nivel y degrada al ser (comprendido como
monotonía reiterada) a lo más bajo. El resultado es precisamente una línea dividida
"invertida", la cual, debido a todas sus diferencias con la línea platónica tiene la función de
hacer inteligibles el reclamo del autor y sus puntos de vista metafísicos. Uno pondera si
Bergson encontraría plausible una "división" cuádruple de la línea y hasta qué punto le
gustarían los diferentes tipos de conocimiento to eikasia, pistis, dianota, y noesis.
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La intuición de que hablamos no es un acto único, sino una serie indefinida de actos,
todos del mismo género sin duda alguna, pero cada uno de especie muy particular, […]
esta diversidad de actos corresponde a todos los grados del ser. (1934/1959, p. 1100)
En estos términos, la intuición que examina la duración de la conciencia
humana es diferente en actitud y foco de la intuición que viene a abordar las
duraciones de las cosas vivas. Ésta, a su vez, diferiría significativamente de la
intuición aplicada a la materia. La calidad y contenido de cada una estarían
diferenciados de acuerdo al carácter de su asunto particular.
Si esto es así, entonces la intuición en Bergson es un modo de reflexión
concreta que requiere una atención concentrada, aplicada a los temas específicos
de los que uno tiene un conocimiento previo significativo. Es una fenomenología,
empíricamente fundamentada. Hacer pasar simplemente, como muchos lo hacen,
tal modo concreto de pensamiento como anti-intelectual o irracional es no
entender en absoluto el asunto. La intuición en Bergson requiere una esmerada
investigación metodológica (como bosquejé previamente) y tiene campos
específicos de aplicación (como bosquejé aquí en las nociones de jerarquía
temporal y jerarquía de la intuición).
Es útil al respecto advertir la cercana analogía que Bergson establece entre la
intuición y el cálculo infinitesimal. El cálculo, anota Bergson, nos permite
investigar los modos del cambio, los cuales fueron inaccesibles antes de su
invención. La aceleración, una idea no concebida hasta el siglo XVII, es la noción
central que el cálculo intenta formalizar, al usar el concepto de lo infinitesimal.
Con el concepto de lo infinitesimal, Newton y Leibniz descubrieron que era
posible llegar al movimiento-en-un-punto (al incluir especialmente la aceleración
en un punto) sin congelar por ello el movimiento. Este fue el notable logro del
cálculo diferencial: el cálculo de la derivada. La noción inversa, la integral, puede
ser usada para representar áreas o volúmenes crecientes o decrecientes.5 De aquí
la insistencia de Bergson de que "la matemática moderna es precisamente un
esfuerzo para sustituir el todo hecho por lo que se hace" (1934/1959, p. 1106) y su
determinación para tomar el cálculo como un modelo en cuyos términos la
intuición y su objeto puedan entenderse: "Resulta pues natural que la metafísica
adopte, para extenderla a todas las cualidades, es decir, a la realidad en general,
la idea generadora de nuestra matemática " (p. 1106). Por lo tanto, uno de los
propósitos de la metafísica es efectuar "diferenciaciones e integraciones
cualitativas" (p. 1106).
Espero que la decisión de Bergson de usar el cálculo como una metáfora
fundamental, si es comprendida, arroje una vívida luz sobre su concepto de la
intuición. El cálculo infinitesimal es flexible, puede ser usado de modos
5 Como regla, los matemáticos comprenden la integral en un sentido estático: como, por
ejemplo, al describir el área bajo una curva en determinado momento único o el volumen de
un sólido. Pero es igualmente posible pensar la integral de forma dinámica (e.g., el área
bajo una curva en el tiempo 1, tiempo 2, tiempo 3… tiempo n).
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dinámicos, requiere un nuevo método de pensamiento y un nuevo simbolismo
(tradicionalmente el de Leibniz). Pero implica, en cada caso, un método preciso
para calcular. Así, por analogía, la intuición en Bergson se proyecta precisa,
flexible, dinámicamente entendida, y requiere nuevos modos de pensamiento. Se
proyecta para concentrarse en niveles específicos de duración y para
conceptualizarlos cada uno en sus propios términos.
¿Qué tiene que ver esto con la jerarquía de las duraciones? La respuesta se
encuentra en el famoso Teorema Fundamental del Cálculo, un teorema unificado
que establece que es posible integrar sobre las integraciones de uno o, al proceder
inversamente, diferenciar bajo las diferenciaciones de uno: en ambos casos ad
indefinitum. El cálculo así se comprende jerárquicamente: con niveles derivados
de los niveles más bajos, y viceversa, niveles más altos (i.e., las integraciones más
altas) al ascender verticalmente por encima de los niveles más bajos (i.e., las
duraciones).
Bergson, quien como joven profesor en el Clermont-Ferrand había pasado
gran cantidad de tiempo estudiando el cálculo, difícilmente pudo no haber
conocido el Teorema Fundamental. En cualquier caso, todo se aclara una vez la
jerarquía temporal de Bergson y su determinación para efectuar integraciones y
diferenciaciones cualitativas se comprenden en paralelo con el Teorema
Fundamental. En la teoría de la intuición de Bergson, integrar es ascender en la
jerarquía de las duraciones; diferenciar es descender. Cuando Carl Hausman
(1999), en el mejor artículo hasta el momento hecho sobre Bergson y Charles
Sanders Peirce, habla de la intuición en Bergson comparándola con un cálculo, no
está usando un lenguaje inexacto (ver además Auxier, 1999, p. 266). Realizar
integraciones cualitativas y, o diferenciaciones no es sólo moverse hacia arriba o
hacia abajo en la escala de las duraciones y tratar, con gran especificidad, con
cada una. Es incorporar las duraciones más bajas en lo más alto, o descubrir,
comenzando de la duración más alta, cuáles son sus contenidos más bajos. Si
Bergson tiene razón, cada cosa que existe tiene su propia duración. Sin embargo,
cada una integra las duraciones específicas más bajas en su propio carácter. Lo
que uno diferencia en un nivel más bajo se hace parte de cualquier integración
(i.e., un ritmo más amplio de duración) en el próximo nivel más alto. No puedo
abstenerme de señalar que si esto es el sentido de lo que dice Bergson, la suya no
es una filosofía que elimina la individualidad. Hay individuos reales. Los
alcanzamos mediante diferenciaciones cualitativas. Existen en todos los niveles.
3. Sortear el abismo: De la Epistemología a la Metafísica, a la Ciencia
Por ahora es seguro y quizás fastidiosamente claro que el conocimiento para
Bergson está relacionado con ritmos de duración. Sin embargo, él no entiende
tales ritmos como meros factores en la subjetividad humana. Si nos trascendemos
a nosotros mismos hacia las duraciones más bajas o más altas que nosotros, como
él dice, esto sólo puede significar que nosotros procedemos de nosotros mismos a
un mundo que no es nosotros. Así, nos movemos naturalmente desde la teoría del
conocimiento al conocimiento del mundo, y así, ineludiblemente, nos encontramos
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haciendo metafísica. No es así sorprendente que cuatro años después de que
completara Introducción a la metafísica Bergson hubiera escrito su obra más
conocida, la Evolución creadora (1907/1959). La última es una amplia aplicación
de la primera. Es el desarrollo de las nociones de las jerarquías de la duración y
de la integración y diferenciación cualitativas en términos de evolución biológica
y cosmología física.
No es posible, en un ensayo de esta extensión, describir en profundidad el
argumento de la Evolución creadora. Lo que requeriría un ensayo más largo que
el presente. Desde el punto de vista desarrollado aquí lo más útil para decir es
que la teoría de la evolución creadora no sólo describe el devenir creativo de la
vida, en contraste con la inactividad de la materia, sino que además entiende la
emergencia de cada una de las nuevas especies como la creación de un nuevo
modo de temporalidad y sugiere que nuestra comprensión de la vida puede ser
inconmensurablemente profundizada al intentar ir más allá de nuestras viciadas
representaciones espaciales hacia una comprensión del organismo sub specie
durationis. Estamos justificados para creer que no sólo la vida en su perpetuo
devenir, sino que cada cosa viviente, pueden ser más completamente
comprendidos como una realidad temporal compuesta de temporalidades.
Es tentador parar aquí y considerar las respuestas inevitables, a tal proyecto,
por parte de filósofos de paradigma contemporáneo: desde los que insistirían en
que tal proyecto no tiene sentido (quizás derivado de una sintaxis corrupta) hasta
los que objetarían que esta no es para nada una metafísica pura, al estar
mezclada con organismos y células, y cosas así. Tal vez la respuesta más efectiva
es decir que, lo que quiera que sea, esta aproximación es potencialmente
fructífera, tanto para la comprensión humana en general como para la ciencia en
particular. Esto al menos nos llevaría al siguiente paso.
Dar este paso es simplemente recordar lo que se ha dicho antes: que la
intuición, como Bergson la entiende, puede expresarse en términos
potencialmente útiles en las ciencias. Esto ya ha sucedido, cree él, aunque se ha
perdido de vista.
La ciencia moderna comenzó no sólo por el simple desarrollo de ideas ya en
circulación sino a través de nuevas ideas obtenidas de la intuición (e.g., de una
nueva actitud conceptual hacia el movimiento representado por la nueva posición
de Galileo sobre el comportamiento de los cuerpos que caen, y, como se anotó
arriba, por el método newtoniano de las "fluxiones", el precursor del cálculo). Los
resultados fueron leyes matemáticas así como una nueva forma de simbolismo
matemático. Las nuevas ideas, insiste Bergson, no son simplemente hábiles
arreglos de las viejas. En el caso de la ciencia natural, insiste, aquellos
descubrimientos que han transformado las ciencias existentes, o creado nuevas,
han sido "otros tantos sondeos en la duración pura" (1934/1959, p. 1109). La
expresión de la intuición es un importante simbolismo científico.
Podría objetarse que tal expresión no es posible, ya que la intuición en
términos de Bergson no puede implicar conceptos y el simbolismo científico es
conceptual. Pero aquí uno tiene que mirar de nuevo. En Introducción a la
metafísica él es muy cuidadoso de señalar que, junto a los conceptos analíticos
[335]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
que estamos acostumbrados a emplear hay "representaciones fluidas" (1934/1959,
p. 1085) moldeadas sobre la intuición, o "conceptos fluidos" (p. 1105) capaces de
adoptar el "movimiento mismo de la vida interior de las cosas". En el contexto de
la personalidad humana él denomina estos "conceptos únicos" (pp. 1092, 1094)
capaces de ser desarrollados, a su vez, en conceptos analíticos ordinarios que se
refieren al yo. Se sigue que la famosa intuición de Bergson contiene contenido
noético, es decir, contenido conceptual en un "estado fluido". No es, como la
mayoría de los whiteheadianos parece pensar, una aprehensión física de bajo
grado. Ni es, como Bertrand Russell (1912) dijo pasándose de listo en uno de sus
peores ensayos, el instinto de "murciélagos y abejas".
Muy bien, entonces. Alcanzar una intuición es primero que todo volverse
experto en un campo particular. Es, segundo, hacer un esfuerzo especial para
reconceptualizar ese asunto en términos de sus procesos fundamentales (i.e., en
términos de duración). Finalmente, es intentar expresar lo que uno ya sabe en
términos de nuevos, o parcialmente nuevos, modos de análisis que implican, sin
duda y para repetirlo, nuevos simbolismos. Finalmente, (Bergson es claro sobre
esto en otra parte, pero no completamente explícito en Introducción a la
metafísica) uno tendría que examinar las propias ideas, el simbolismo y todo, con
respecto al asunto que uno escogió.
El asunto en cuestión aquí es la biología, más específicamente, la biología en
su aspecto temporal (i.e., cronobiología, tiempo biológico). Bergson protesta
contra la biología de su tiempo, pues ella misma se limitó al estudio "de la forma
visible de los seres vivos, de sus órganos, de sus elementos anatómicos"
(1934/1959, p. 1079). Proceder de este modo es limitar la biología a un punto-deinicio cuasi-geométrico, con resultados superficiales. Es claro que en la
Introducción él cree que se necesita algo más profundo. La Evolución creadora
(1907/1959), que explora la temporalidad de la evolución biológica y sus
organismos participantes, sugiere lo que está faltando: el estudio del organismo
como una estructura temporal y no meramente como una estructura visible y
geométrica.
Alex Carrel (1873-1944) y Pierre Lecomte du Noüy (1883-1947) fueron amigos
y colegas profesionales. Trabajaron juntos con el cuerpo médico francés, del que
Carrel fue el líder, en la I Guerra Mundial. Por esta época Carrel ya había
recibido el premio Nobel (1912) de medicina por su trabajo en cirugía del corazón.
Por el resto de sus carreras trabajaron en el Instituto Rockefeller (ahora
Universidad de Rockefeller) en la ciudad de Nueva York.
Aunque ambos fueron principalmente experimentadores, Carrel fue además
teórico. Su trabajo en cirugía del corazón le llevó al problema de cómo los órganos
y los tejidos podrían ser conservados vivos para el trasplante. El esfuerzo en esta
y otras cuestiones relacionadas lo apartaron de la cirugía hacia la biología.
Temprano seguidor de Bergson, a quien conoció personalmente, Carrel tenía que
insistir en que la biología había descuidado la temporalidad del organismo, que
era al menos tan real y tan importante como su estructura espacial. Carrel
estableció en The New Citology (1931a):
El tiempo es realmente la cuarta dimensión de los organismos vivos. Entra como una
[336]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
parte en la constitución de un tejido. Las colonias de células, u organismos, son eventos
que progresivamente se desdoblan a sí mismos. Tienen que estudiarse como una
historia. Un tejido consiste en una sociedad de organismos complejos que no responden
de manera instantánea a los cambios del medio ambiente. La extensión temporal de un
tejido es tan importante como su existencia espacial. (p. 295; ver además cf. Carrel,
1931b)
El método de Carrel para estudiar los cultivos (in vitro) de células implicó la
manipulación de los fluidos intercelulares. Fue capaz de extraer conclusiones de
sus investigaciones que implicaban problemas de edad y la naturaleza del cáncer.
Posiblemente su experimento más famoso fue mantener vivos los tejidos del
corazón de una gallina durante 29 años al vaciar su caldo de nutrientes
(removiendo así sus productos de desecho tóxico) y reemplazándolo diariamente.
Los tejidos murieron sólo cuando un asistente olvidó renovar el procedimiento.
Carrel estaba convencido de que, dadas las circunstancias óptimas, las células
podrían vivir por siempre. De este modo, él se hizo a sí mismo, en la opinión de
algunos, fundador de los estudios de envejecimiento y un profeta para aquellos
que desean alargar la vida humana (Capiello, 1999). Estudios de apoptosis
(muerte celular programada) complican grandemente este optimista panorama
pero no resuelven por entero el asunto. El experimento con los tejidos de corazón
habla por sí mismo.6
Pierre Lecomte du Noüy fue incitado por Carrel a explorar los ritmos en los
que las heridas sanan (i.e., la velocidad de cicatrización). Él descubrió que la
cicatrización implicaba dos factores: a) el área herida, y b) la edad del paciente.
Sobre la base de estos factores, él desarrolló un "índice de cicatrización" como
parte de una ecuación que permite la predicción del ritmo de curación en las
heridas. Esta ecuación fue más tarde ampliada para incluir no sólo las simples
heridas de la piel sino la sanación en lesiones, así como la sanación en animales
de sangre caliente y sangre fría. En el último caso la temperatura del cuerpo
tenía que ser agregada como un tercer factor.
Aunque sus estudios originales de cicatrización fueron completados en 1917,
fue sólo hasta Time and Life que Lecomte du Noüy hubo de resumir la obra de su
vida (1936 p. 268). Allí, él argumentó que la temporalidad es de tres tipos. Al
tiempo psicológico y físico tenía que agregarse el tiempo fisiológico. El tiempo
físico procede en un paso regular; el tiempo fisiológico carece de esta regularidad,
ya que procede en diferentes ritmos al depender de la edad. Una herida sana
cinco veces más lentamente para un hombre de sesenta años que para un niño de
diez. En una herida cuya sanación es demorada por la infección, la sanación se
acelera una vez se cura la infección, como si recapturara el tiempo perdido.
Lecomte du Noüy estaba convencido de que este tipo específico de temporalidad
6 Para una visión más amplia de las ideas de Carrel, véase Carrel (1935a, p. 400; 1935b, p.
392). Para un ejemplo de algún trabajo inspirado por Carrel, véase Missenard (1940, p.
256).
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
era fundamental a todos los organismos, y a cualquier biología que pueda esperar
entender la vida científicamente.
La descripción dada aquí del trabajo de Carrel y de Lecomte du Noüy
escasamente transmite el alcance de su investigación. Suficiente se ha dicho, sin
embargo, para mostrar que fue investigación científica y que abrió el camino a un
programa de investigación aún más amplio en temporalidad biológica.
Algo que no logro entender, a pesar de su lugar en una institución americana
de investigación, de primer orden, y a pesar de la publicidad circundante a su
obra (Carrel y otro de sus eminentes colegas en el Instituto Rockefeller, Charles
Lindbergh, aparecieron en la portada de la revista Time en 1935.), es que después
de la II Guerra Mundial la investigación de ellos parece haber sido
completamente olvidada. Cuando los estudios de tiempo biológico recomenzaron
en la década de 1960 fue como si hubieran aparecido de novo, sin antecedentes.
Ninguna obra reciente en este campo los menciona siquiera, y si no los menciona
a ellos, entonces ciertamente tampoco la inspiración bergsoniana que ayudó a
guiarlos.
Es interesante que en el caso de Lecomte du Noüy, Bergson tuvo oportunidad
de leer Le Temps et la vie de aquél, y responder. Cito de su carta (como está
citada en Lecomte du Noüy, M, 1953):
Acabo de leer "Tiempo biológico" que usted a bien me ha enviado y quiero decirle cuánto
me ha interesado y enseñado su libro. Sus experimentos y sus visiones generales sobre
la cicatrización que constituyen su tesis principal serían suficientes para hacer de su
libro un libro importante. Pero usted no se detiene allí. Sobre estas observaciones
precisas usted ha injertado un nuevo concepto de tiempo fisiológico que creo es sensato
y fructífero y que nos lleva a reflexiones interesantes sobre el tiempo en general (pp.
187-188).
El filósofo ofrecía sus sinceras felicitaciones.
Conclusión: Bergson, cronobiología, y Whitehead
Me gustaría concluir este artículo con tres puntos: el primero, que abarca
algunas ideas de la cronobiología contemporánea; el segundo, concerniente a las
similitudes entre la filosofía de Bergson como la he construido y la filosofía de
Alfred North Whitehead, y, finalmente, la relación de todo esto al tema de esta
conferencia: racionalidad (i.e., inteligibilidad).
Originalmente había esperado ser capaz de tratar aquí con alguna
profundidad la cronobiología contemporánea. Si no ha resultado posible, no es
sólo porque la explicación del método filosófico de Bergson requirió un espacio
considerable, sino además porque la literatura sobre tiempo biológico, no
existente cuando Bergson escribía, es ahora inmensa.7 Carrel y Lecomte du Noüy
7 Los siguientes son algunos trabajos representativos sobre tiempo biológico: Luce (1971, p.
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se ocuparon del tiempo biológico principalmente, pero no exclusivamente, como
un fenómeno continuo y no repetitivo. Este énfasis se invierte en la mayoría de
los estudios recientes, que enfatizan fenómenos cíclicos, repetitivos, o cuasirepetitivos; una aproximación realmente más cercana a Bergson y a sus ritmos de
duración. Todos los procesos en los seres vivos son por definición temporales en la
medida en que son procesos. Los que se repiten, sin embargo, y que reciclan
dentro de ciertos límites, parecen ser los más fundamentales. El catálogo de estos
es inmenso: ciclos de sueño, ciclos de temperatura del cuerpo, respiración, latido
del corazón, cambios hormonales, éstos organizados en ritmos circadianos,
infradianos, ultradianos. No cabe duda de que Bergson habría estado más que
complacido al ver tales fenómenos investigados y su importancia reconocida. La
cuestión sería hasta qué punto tales datos pueden organizarse en términos de
jerarquías temporales, y hasta qué punto, diríamos hoy, ellos encarnan
fenómenos lineales. La pregunta, a mi parecer, permanece abierta. Las cosas
vivas son multitemporales. No sabemos aún cómo sus temporalidades se afecten
las unas a las otras. Cada organismo parece desde este punto de vista como una
fuga compleja, sutilmente estructurada; con un contrapunto que responde a un
contrapunto.
Espero que aquellos de ustedes familiarizados con Whitehead reconozcan
ahora las profundas afinidades entre Whitehead y su colega francés en filosofía
de proceso. Uno no tiene por qué creer que sus filosofías son simplemente
idénticas para ver estas similitudes. Ni uno tiene que creer que, porque estas
similitudes fundamentales existan, Whitehead obtuvo sus ideas de Bergson. En
un reciente artículo de Process Studies Randall Auxier (1999) señala que la
mayoría de los whiteheadianos, que siguen a Victor Lowe, se han esforzado en
distanciar a Whitehead de Bergson para acentuar la originalidad de Whitehead y
la presumiblemente vasta distancia entre él y el pensamiento de Bergson.8 Esta
distancia ha sido comprendida mediante el presumido anti-intelectualismo de
Bergson (dependiente sin duda de su presumido fracaso en saber matemáticas), y
su supuesta doctrina de un devenir ininterrumpidamente continuo que lidera a
su vez (es decir, que acarrea) un tipo de monismo en el que la existencia de los
individuos es puesta en cuestión. Pero si la caracterización de Bergson
presentada arriba es válida, estas diferencias presumiblemente rígidas tienen
que ser atenuadas o rechazadas. Tomemos el anti-intelectualismo primero: es un
183), Winfree (1980, p. 530), Brady (1982, p 197), Glass & Mackey (1988, p. 248). Para uno
más reciente, pero de aproximación limitada véase Strogats (2000, p. 228) que trata casi
exclusivamente con "osciladores acoplados". Además Gedda y Brenchi (1978, p. 214).
8 He podido descubrir un artículo que sugiere que la metafísica de Whitehead es
consistente con, y quizás aún que contiene, la noción de jerarquía temporal (en este caso
descrita como "una serie anidada de duraciones"). El autor sugiere que en sus últimos
estudios Whitehead se estaba aproximando a tal concepto, cf. Wolf (1981). Un punto de
vista similar es perseguido por Pattee (1970). Más que tratar con ciclos ultradianos,
circadianos, o infradianos comparativamente amplios, Pattee trata con ciclos celulares y
químicos mucho más breves, y ciclos de tejido.
[339]
Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
anti-intelectualismo extraño el que, enraizado en las ciencias, busca reflexión
concreta para ampliar el alcance de o establecer nuevas ciencias. Es un antiintelectualismo extraño sin duda que intenta ensanchar y hacer más flexibles las
categorías de nuestro pensamiento, al hacer posible unas ciencias menos
mecanicistas que a pesar de todo son científicas.
Es aún un anti-intelectualismo más extraño que concede, y aún insiste sobre,
la existencia de individuos mientras se rehúsaa considerarlos como atemporales.
Para recurrir a la biología de nuevo, mientras insiste en su modo particular sobre
la integración de los organismos, Bergson arguye que cada célula en un
organismo (i.e., en un organismo multicelular) es ella misma un organismo
(1907/1959, p. 434, 473, 662, y en otras partes). Y cada organismo y
suborganismo, en su visión, tiene un ritmo propio e interactúa con todos los otros
organismos. ¿Qué tan diferente es este punto de vista del concepto whiteheadiano
de organismo, cada uno compuesto de organismos que se prehenden [prehending]
y concrezan [concrescing]∗ mutuamente, para ser entendidos como eventos?∗∗
Finalmente, queda el asunto de la teoría epocal del tiempo, de Whitehead:
presumiblemente contrastada con la confianza de Bergson en la continuidad
absoluta. Pero desde Materia y memoria (1896/1959), que incluye por cierto
Introducción a la metafísica (1934/1959) y la Evolución creadora (1907/1959),
esta doctrina del devenir absolutamente ininterrumpido es rechazada. El
devenir, insiste ahora Bergson, es rítmico. Si no viene en gotitas distintas,
tampoco viene en un diluvio sin rumbo. Como el fuego de Heráclito, que se
enciende con medida y se apaga con medida. ¿Cómo podría haber una jerarquía
de tales duraciones si cada duración no hubiese tenido una amplitud distintiva y
un carácter distintivo? ¿Y cómo podría haber una amplitud distintiva si hubiera,
simplemente, una continuidad ininterrumpida? Bergson es muy claro en que a
las duraciones de la materia física las caracteriza cualquier cosa menos que sean
enteramente distintas las unas de las otras.9
∗ Para quienes no están familiarizados con estos términos, ambos son tomados de la
filosofía de Alfred North Whitehead. Prehending puede traducirse como percibir o darse
cuenta de todo. Concrescing puede traducirse como llegar a existir o devenir. El significado
de estos términos fue consultado con el autor de este artículo. N. del T.
∗∗ Véase nota ocho.
9 El caso más claro que nos presenta Bergson de una proporcionalidad matemática entre
dos niveles diferentes de duración es el de la luz roja, que va a través de 400 billones de
"vibraciones" en un segundo "ritmo" de la conciencia humana. Tal proporcionalidad no
podría establecerse en los límites ("dados") no naturales de los eventos en ambas series. Por
el grado de independencia que Bergson (1920, p. 262 y 1959, pp. 759ss) establece entre
pulsos sucesivos de materia. En la p. 764 Bergson anota aprobatoriamente lo que dice
Leibniz, que la materia es un "espíritu instantáneo". En la p. 774 él describe la materia
como consistiendo en "eventos pequeños que la naturaleza mantiene distintos", y cuyos
instantes están "desprovistos de memoria, o sin tener justamente más que lo necesario para
echar un puente entre dos de sus instantes". No sería difícil encontrar otros pasajes en sus
escritos que establezcan la misma teoría.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
Y por último, la inteligibilidad. Espero que este ensayo haya mostrado dos
cosas esenciales. Primero, la filosofía de Bergson, más que ser un ensayo
prolongado en el irracionalismo, es ampliamente inteligible para una mente
reflexiva y así fue proyectada. Con tal de que uno no insista en congelar el mundo
o su contenido, no hay obstáculo para comprender cómo se interrelacionan y cuál
debe ser el carácter de cada uno. La meta de esto es incrementar nuestra
comprensión de la filosofía y de las ciencias —y en otros escenarios—. Y segundo:
seguramente deberíamos ser cuidadosos, a la luz de esto, en no encarcelar
nuestro pensamiento en categorías previamente construidas, sino que deberíamos
considerar cuidadosamente antes de decidir exactamente lo que es la
inteligibilidad.
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Pete A. Y. Gunter
Denton, Texas 76203
e-mail: [email protected]
Traducción de Asdrúbal Hernán Serna Urrea
Instituto de Filosofía
Universidad de Antioquia
Medellín, Colombia
Correo electrónico: asdrú[email protected]
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
LA PRUDENCIA EPISTEMOLÓGICA CARTESIANA
Salvador Jara Guerrero. Universidad Michoacán de San Nicolás
de Hidalgo
Resumen: Clasificar las corrientes de pensamiento en un esquema binario se ha
convertido en un hábito que reduce la complejidad de las ideas a dos extremos y con ello
simplifica también las ideas de los pensadores. Esta tendencia ha clasificado a Renato
Descartes como el padre del racionalismo. Sin embargo, una revisión más cuidadosa de
su obra muestra otra faceta, menos rígida, más prudente y un interés especial por el
trabajo interdisciplinario. Esta actitud prudencial que Descartes nos muestra en El
Tratado de la Luz concuerda con la preocupación por la prudencia y la tolerancia de
algunos pensadores de la época. Pero el interés en este trabajo es el de desmitificar la
figura dogmática que con frecuencia se achaca a Descartes.
Abstract: It is been a habit to classify different schools of thought in a binary scheme,
reducing the complexity of the ideas to two ends and also reducing the philosopher's
thought to one of the poles. This practice has classified Renato Descartes as the father
of rationalism. Nevertheless, a more careful review of his work shows another face, less
rigid, more prudent and a special interest for interdisciplinary work. Descarte's
prudential attitude is shown in his Treatise of the Light. Other philosophers shared
with him this attitude and special concern for prudence and tolerance at that time. The
aim of this work is to demystify the dogmatic rationalism that has frequently been
attributed to Descartes.
Puede decirse que la historia de la filosofía o de los problemas filosóficos
siempre será contemporánea, porque sólo un minúsculo porcentaje de la nueva
filosofía sobrevivirá quizá un par de generaciones, en cambio, los problemas
clásicos nos han mostrado que resisten el paso del tiempo en un porcentaje muy
alto.
Algunos de esos problemas tradicionales se refieren a la naturaleza del
conocimiento, ¿se trata de un des-cubrimiento de algo ya dado y existente con
independencia del sujeto o es un invento, una construcción en la que buscamos
una correspondencia de nuestras creencias con la realidad?, otros problemas
atañen a la justificación de nuestras pretensiones de saber, a la cuestión acerca
de los criterios o parámetros (si es que los hay) que permiten afirmar que
sabemos o conocemos, de qué manera confirmamos o justificamos nuestras
pretensiones de conocimiento. ¿Existen conocimientos indudables que nos puedan
servir de base y fundamento para la construcción de los demás? Y si los hay, ¿son
conocimientos derivados de la experiencia o de la razón? Y si no hay tales
fundamentos, ¿son los conocimientos como nudos en una red que se dan sustento
mutuamente, es la coherencia del sistema su mejor justificación? Y por otra
parte, están los problemas acerca de la existencia y el conocimiento de entidades
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no observables. No se trata por supuesto de problemas simples ni pequeños, al
contrario, sus ramificaciones e implicaciones son muchas y muy profundas.
En estos y otros problemas es común encontrar o construir un esquema
binario en el que podemos oponer el descubrimiento a la invención, el
fundamentalismo unívoco y objetivo a un coherentismo subjetivo, el empirismo al
racionalismo, las ciencias naturales a las humanidades, el método científico a la
hermenéutica, el destino al libre albedrío, las leyes deterministas universales de
la física al azar, lo global a lo local, el universalismo al relativismo, la separación
y el control de variables al holismo, o la naturaleza a la cultura. Y de igual forma
es también común reducir las ideas de los pensadores a dos polos.
La interesante polémica entre Rober Boyle y Thomas Hobbes durante el siglo
XVII ilustra el caso. En su debate en torno al objetivo de la filosofía experimental
es posible ubicarlos en dos extremos, sin embargo en otros ámbitos ninguno de los
dos sostiene el mismo punto de vista.1 Mientras que Hobbes mantenía que la
filosofía experimental nunca llevaría al grado de certidumbre requerido por la
filosofía natural, Boyle, en cambio, consideraba que el mundo es demasiado
complicado para lograr conocerlo con absoluta certeza, pero estaba también
convencido de que con el tiempo el conocimiento se acercaría cada vez más a las
verdaderas causas de los efectos naturales.2 Esa complejidad del mundo hizo
pensar a Boyle que no era posible explicarlo por medio de las matemáticas, sin
embargo, reconocía su utilidad para describir fenómenos, pero afirmaba que las
matemáticas no nos dan las razones por las que los cuerpos actúan de la manera
en que lo hacen; por tanto, un tratamiento matemático de los fenómenos
naturales nos daría como resultado un sistema, dando lugar a reglas
matemáticas y no a explicaciones causales.3 Para Boyle el objetivo de la filosofía
no era el encontrar la certidumbre absoluta que Hobbes pretendía, sino la
búsqueda de explicaciones inteligibles acerca de los mecanismos que operan
debajo de los fenómenos.4
Estas dicotomías, pero especialmente el sueño racionalista, fueron
maravillosamente caricaturizadas posteriormente por Voltaire a través de
Cacambo, en Cándido. Éste representa la sabiduría particular, práctica y popular
que se obtiene con la experiencia de la vida y que bien podría equipararse a una
posición subjetiva o equivocista y casuística, frente a su opuesto que es la actitud
metafísica del Dr. Panglos, filósofo optimista, pensador teórico, teólogo-cosmo-
1 Jara Guerrero, Salvador. La Ciencia Prudencial de Robert Boyle, Morelia, Universidad
Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, 2010.
2 Boyle, Robert. A Free Enquiry into the Vulgarly Received Notion of Nature, (Ed. Edward
B. D. y M. Hunter), Cambridge, Cambridge University Press, 1996 p. 15.
3 Ver Hooykaas, Robert. “The experimental origin of the chemical atomic and molecular
theory before Boyle”, Chymia 2: 65-80, 1949 p. 40 y Sargent, Rose Mary. The Diffident
Naturalist, Chicago, The University of Chicago Press 1995 p. 66.
4 Boyle, Robert. Selected Philosophical Papers of Robert Boyle, (Ed. M.A. Stewart), New
York, Barnes and Noble, 1992 p. 128.
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nigólogo, quien sólo habla y teoriza, tanto en situaciones difíciles como frente a
las catástrofes.
Cacambo muestra una virtud prudencial basada en la experiencia. Esa
prudencia probablemente esté inspirada en el concepto de la sabiduría popular o
el buen sentido común que Aristóteles identificara como la frónesis; que es una
suerte de sabiduría práctica y prudente que no se opone a la pretensión de las
verdades universales, representadas por la Sofía, sino que más bien se coloca
como su conciencia, como el contrapeso necesario de una reflexión razonable —
más que sólo racional— y prudente de las pretensiones de universalidad, con
base en las particularidades de cada caso. Esta virtud sólo puede adquirirse a
través de la experiencia práctica cotidiana.
La actitud del Dr. Panglos es una sátira dedicada al optimismo moderno y
especialmente a lo que hoy se denomina cientificismo. Es una crítica al
pensamiento racionalista ilustrado, y es una burla al sueño cartesiano de lograr
un conocimiento claro y distinto a través de la razón.
Y es que a René Descartes se le recuerda como el padre del racionalismo por el
célebre “pienso, luego existo”, reducción minimalista de la conclusión que se
deriva de la duda radical. La profundidad de esa duda encierra el germen de la
negación de los ídolos baconianos y la apertura de una nueva visión del mundo, la
génesis de un racionalismo extremo que con el tiempo dejó de lado otros saberes y
contribuyó a lo que hoy llamamos modernidad y que tiene como una de sus
características esenciales a la ciencia.
Se achaca a Descartes la invención de la visión cientificista del mundo. Es
común referirse al cartesio como el representante de la imagen de un mundo
máquina cuyo pasado y futuro están determinados como si se tratara de un
autómata matemático.
Las críticas de Heidegger a Descartes han contribuido de forma notable a que
se observe primordialmente la búsqueda cartesiana hacia un fundamento
incuestionable, especialmente clara en sus Meditaciones. Heidegger denomina o
pone título a esa actitud moderna del saber como la pretensión matemática,
definida como una presuposición fundamental del saber de las cosas.5
Y efectivamente, con el tiempo esa ha sido una característica esencial de la
ciencia moderna. Pero poco ha sido dicho de Descartes en relación a su actitud
prudencial y a su interés por el trabajo interdisciplinario, fundamentalmente en
lo que se refiere a la necesidad de complementar el empirismo y la reflexión
metafísica, lo cotidiano contingente y lo universal inmutable.
La reflexión cartesiana, tanto en las Meditaciones como en El Tratado de la
Luz, se inicia con la aplicación del principio de análisis, la división de las partes
de un problema para enseguida aplicarles la duda radical. Ello consiste en que
habrán de desecharse cualquier idea o pretensión de conocimiento apenas se
atisbe en ellas la menor duda, no habrá cabida para ningún error que pudiera
contaminar los fundamentos del conocimiento, que deberán ser claros, simples y
5 Heidegger, Martin. La pregunta por la cosa, Buenos Aires, Alfa, 1964 pp. 52-58.
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distintos. Este mecanismo permite intuir los elementos primitivos o principios
fundamentales, “una concepción de la mente pura y atenta tan fácil y distinta
que, sobre aquello que comprendemos, no permanezca la más mínima duda”.6
Después, se deberá extraer cuanto se concluya necesariamente de esas
intuiciones primarias, pero admitiendo la indeterminación de las leyes
particulares porque la validez de los modelos teóricos con que es posible explicar
los fenómenos no radica ya en las puras intuiciones sino en su capacidad
explicativa, en su verosimilitud, se trata pues de salvar las apariencias
fenoménicas. Lo anterior implica un estatuto de certeza problemático, y de
ninguna manera incontrovertible.
Por una parte Descartes establece una certeza metafísica de los fundamentos
de los fenómenos pero a la vez admite el carácter hipotético de las leyes
particulares. Al abordar los fenómenos desde estas dos posiciones, Descartes echa
mano de una exposición sistemática y lógica para postular los principios
fundamentales y la persuasión para justificar sus modelos particulares
mecanicistas, no sin antes iniciar con la ruptura de los errores de los sentidos,
primer nivel de la duda metódica.
Inicia Descartes El Tratado de la Luz advirtiendo que puede existir alguna
diferencia entre el sentimiento o idea que tenemos de ella y lo que existe en los
objetos y produce en nosotros ese sentimiento o idea, se trata de iniciar las
condiciones para la duda radical: “Pues, aunque cada cual normalmente se
persuada de que las ideas que tenemos en nuestro pensamiento son enteramente
semejantes a los objetos que de que proceden, no veo ninguna razón que nos
asegure que sea así” y añade introduciendo la duda metódica y apelando a la
experiencia: “por contra, observo numerosas experiencias que deben hacernos
dudar de ello”.7
Descartes nos provee de diversos ejemplos cotidianos que utiliza como
portadores de la evidencia, la experiencia nos sirve como referencia,
paradójicamente nos vemos obligados a dudar de ella pero a la vez es ella la que
nos permite fundamentar la duda. “La experiencia”,8 se convierte en una base
para la contrastación del conocimiento pero no constituye en sí misma un recurso
o fuente de conocimiento.
Como bien afirma Daston, la vida diaria podía proveer de suficientes criterios,
aunque imperfectos, de certidumbre moral,9 es decir, en los que no hubiera duda
razonable.
La experiencia tenía también, entre algunos de los virtuosos incluido
Descartes, una importante función reguladora de los juicios a priori. Significaba
6 Descartes, Renato. El Tratado de la Luz, Barcelona, Anthropos, 1989 p. 13.
7 Ibid., p. 45.
8 Dear, Peter. Discipline and Experience, Chicago, The University of Chicago Press, 1995 p.
12.
9 Daston, Lorraine. Classical Probability in the Enlightenment, Princeton: Princeton
University Press, 1988 p. xi.
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una prueba o confirmación, tanto en los preceptos de la cristiandad como en la
filosofía natural, que no tenía que lograr rigor matemático sino sólo estar en el
umbral de certidumbre que necesita un hombre razonable en su vida diaria.
Así, Descartes nos ofrece como ejemplo de la diferencia entre la idea de una
cosa y la cosa misma, las palabras. Con las palabras, nos dice, que no tienen
ningún parecido con las cosas que significan, concebimos significados sin siquiera
darnos cuenta del sonido de sus letras y sílabas, son a fin de cuentas signos que
producen ideas; de igual forma la naturaleza podría proveernos de signos que nos
produzcan el efecto de la luz, sin que ésta tenga nada de parecido con lo que la
produce.
El interés de Descartes no es demostrar que la luz es diferente a lo que
percibimos sino establecer la duda: “no he aportado estos ejemplos para haceros
creer absolutamente que la luz sea otra cosa en los objetos que en nuestros ojos,
sino sólo para que dudéis y, guardándoos de estar preocupados por lo contrario,
ahora podáis examinar mejor conmigo lo que es”.10
Descartes añade un ejemplo más, ahora acerca del calor que la sensación que
nos produce es algunas veces de dolor y otras, cuando es moderado, de una
especie de cosquilleo, “y no hay nada fuera de nuestro pensamiento que sea
semejante a las ideas que concebimos del cosquilleo y del dolor… “11
Descartes ha introducido la duda, nuestra percepción nos engaña, o al menos
es posible que así sea, y esa posibilidad es suficiente para dudar radicalmente de
ello y darlo por falso. ¿Que puede salvarse de ser desechado?
No pudiendo ya utilizar la percepción como referencia puesto que dada su
dudosa veracidad habrá que desecharla e intuir un principio fundamental que,
sin embargo, la explique: el movimiento. Aun la luz y el calor deberán ser
explicados con ese principio del movimiento, es decir la sensación de cosquilleo o
dolor que nos produce el fuego habrá que atribuirlo al movimiento: “yo, que temo
equivocarme si supongo alguna cosa más de lo que veo necesariamente que ha de
haber, me contento con concebir el movimiento de sus partes”12 Las sensaciones
que nos produce calor deberán explicarse por los distintos modos de movimiento
de las partículas de nuestras manos, o de cualquier otro lugar de nuestro cuerpo
que puedan producir en nosotros esa impresión.
Siendo la luz y el calor efectos del fuego deberán ser explicados también con el
principio del movimiento de sus partes: “Poned el fuego, poned el calor y haced
que arda tanto cuanto queráis: si no suponéis además que alguna de sus partes se
mueve y se separa de sus vecinas, no podré imaginar que sufra alguna alteración
o cambio”13
Una vez establecida la duda radical, Descartes afirma como principio
fundamental que el movimiento es algo natural que inició tan pronto el mundo
10 Descartes, op. cit. p. 51.
11 Ibid., p. 59.
12 Ibid., p. 53.
13 Ibid. pp. 54-55.
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comenzó a existir y es imposible que los movimientos de las partículas que lo
forman cesen nunca, sino tan solo que cambien de sujeto transmitiéndoselos unas
a otras. Y no es posible concebir que un cuerpo pueda mover otro si no es
moviéndose también a sí mismo. La transmisión del movimiento o conservación
de la cantidad de movimiento aparece como una consecuencia de su visión
plenista, es decir, concibe el mundo, el espacio, lleno de partículas de diferentes
tamaños llenando en su totalidad cada lugar, cada punto, de tal forma que nada
puede moverse si no es desplazando a otros cuerpos.
Descartes nos obliga a dudar de todo y desecharlo, no asegura nada sino sólo
los principios fundamentales mínimos que gobiernan el mundo y que Dios habría
determinado al principio con la creación. Así, al referirse al vacío tiene el cuidado
de no establecer una certidumbre absoluta al decir: “…con esto no quiero
asegurar que no exista en absoluto el vacío en la naturaleza: sólo temo que mi
discurso sería demasiado largo si intento explicar este punto y, si bien las
experiencias de que he hablado no son tampoco suficientes para probarlo, sí lo
son para persuadirnos de que los espacios donde nada sentimos están llenos de la
misma materia y contienen —como mínimo— tanta materia como los que están
ocupados por cuerpos que sentimos.”14
El cambio, el movimiento es para Descartes lo fundamental y la razón de que
seamos capaces de percibir. Lo que no percibimos o lo que dejamos de percibir es
lo habitual, como el calor de nuestro corazón o el peso de nuestro cuerpo, no
sentiríamos ningún cuerpo si no fuera a causa del cambio en los órganos de
nuestros sentidos,15 la percepción es también sólo un producto del movimiento,
nuestros órganos son golpeados y les es transmitido movimiento que a su vez
transmiten. Los cuerpos que nos tocan continuamente pero no producen ningún
cambio y por ello no los percibimos.
Más que argumentar la inexistencia del vacío Descartes nos ofrece con
plausibilidad un mundo pleno. Supone la existencia de tres elementos o tipos de
corpúsculos con los que es posible el armado del universo. Estos tres elementos
son considerados como el mínimo posible, para explicar, junto con el movimiento,
todos los fenómenos. No es preciso suponer ninguna otra cosa, nos dice Descartes,
más que el movimiento, el tamaño, la figura y la disposición de sus partes. Si,
como es posible imaginar, hay una gran cantidad de diminutos intervalos entre
las partes de que está compuesto un cuerpo sólido, la experiencia nos indica que
éstos están llenos de aire y si entre las partes del aire hay también una gran
cantidad de intervalos entre sus partes, éstos no pueden estar vacíos por lo que es
posible concluir que hay necesariamente otros cuerpos mezclados con el aire, los
cuales llenan tan completamente como es posible los diminutos espacios que hay
entre sus partes.16
14 Ibid. p. 79.
15 Ibidem.
16 Ibid. p. 83.
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Todo esto es parte de la retórica cartesiana que busca persuadir al lector de la
capacidad explicativa del modelo: “Tampoco es preciso pensar que los elementos
carezcan de lugar en el mundo que les esté particularmente destinado y donde
puedan conservarse en su pureza natural”17
Así como en los primeros momentos de la Primera Meditación, Descartes
supone la existencia no de Dios, “fuente suprema de la verdad”, sino de un “cierto
genio maligno”, en la primera parte de "El Mundo", en El Tratado de la Luz,
supone la existencia del genio maligno, aunque sin mencionarlo, y nos propone
para alejarnos de él y sus engaños, de los sentidos y los prejuicios trasladándonos
hacia un mundo ficticio, la tesis cartesiana es que en ese mundo fábula
tendremos la posibilidad de saber qué es lo verdadero. Se trata de una medida
radical persuasiva que permita hacer más verosímiles sus opiniones. Así,
Descartes nos propone una especie de salto ontológico al olvidarnos del mundo
real y pensar en una fábula, en otro mundo que nos permita desprendernos de
todo el conocimiento que suponemos verdadero de este mundo. Es otro universo
que Descartes irá describiendo a partir de los elementos fundamentales que le
componen y sus leyes particulares acordes con los principios generales de la
conservación de materia en sus tres formas o elementos corpusculares y el
movimiento, y así va mostrando que en ese mundo de fábula los fenómenos son
idénticos a los de este mundo real y por tanto, las explicaciones que nos otorga
acerca de su funcionamiento bien pueden ser las de este mundo.
Su objetivo no es el de explicar las cosas que existen efectivamente en el
verdadero mundo, nos dice Descartes, sino sólo fingir uno en el que nada haya
que los espíritus más comunes no sean capaces de concebir y que pueda, no
obstante, ser creado tal como es imaginado o fingido. Pero en ese mundo sería
imposible poner la menor cosa oscura (inexplicable), porque podría ocurrir que,
mediante esa oscuridad, hubiera alguna contradicción escondida de la no se
percatase y, de este modo, podría suponerse alguna cosa imposible; en cambio, al
poder imaginar todo lo que se pone en ese mundo, aun cuando no tenga nada de
común con el verdadero, Dios puede crearlo en uno nuevo puesto que puede crear
todas las cosas que podemos imaginar.18
Descartes se aleja del sentido común y los prejuicios e inventa un mundo que
si bien pudiera parecer totalmente distinto al nuestro, poco a poco se observa que
las leyes que obedece (por lejanas o absurdas que parezcan) dan lugar a este
mundo nuestro.
Descartes utiliza simultáneamente los principios metafísicos y la confirmación
empírica de su verdad a través de ejemplos prácticos persuasivos. Sin embargo el
estatuto de certeza de los mecanismos particulares de los fenómenos, más allá del
cumplimiento de los principios generales, es incierto. En todo caso se trata de una
certeza moral cuya diferencia con la certeza metafísica cuya diferencia establece
Descartes con claridad: “sin embargo, a fin de no cometer ninguna injusticia a la
17 Ibid. p. 93.
18 Ibid. p. 107.
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verdad suponiéndola menos cierta de lo que es, distinguiré aquí dos tipos de
certeza. La primera es la llamada moral, esto es, suficiente para regular nuestras
costumbres: es tan extensa como las cosas de las no tenemos costumbre de dudar
acerca de la conducta de la vida, aunque sepamos que podría ocurrir, hablando
absolutamente, que fueran falsas.
El otro tipo de certeza se da cuando pensamos que es totalmente imposible
que la cosa sea distinta de cómo la juzgamos. Está fundada sobre un principio
metafísico bien asegurado: Dios, siendo soberanamente bueno y fuente de toda
verdad, dado que nos ha creado, es cierto que la potencia o facultad que nos ha
dado para distinguir lo verdadero de los falso no se equivoca cuando la usamos
correctamente y nos muestra con evidencia que una cosa es verdadera”.19
En sus Principios Descartes deja en claro esa actitud prudencial, nos dice que
cuanto escribe son hipótesis que bien podrían estar alejadas de la verdad, pero
aunque así fuera, si las cosas deducidas de tales hipótesis concordaran
enteramente con las experiencias, no serían menos útiles que si fueran
verdaderas para explicar y predecir los fenómenos.20
Es interesante analizar la analogía entre los argumentos utilizados en el
derecho y los usados en filosofía natural. La “ley común” inglesa, usada para los
juicios de asesinato y traición, no consistía en un sistema simple y susceptible de
codificación sino, en su mayoría, en una gran colección de casos anteriores. Es
decir, se trataba de una ley basada fundamentalmente en la jurisprudencia. Por
tanto, la certeza estaba fundamentada en la experiencia acumulada.21 Pero ya no
se trataba sólo de la experiencia de un individuo, sino de un grupo heterogéneo de
personas: el jurado, donde el objetivo era buscar la concurrencia de
probabilidades para alcanzar la certeza moral.
Mientras que la ley romana requería de la prueba total, probatio plena, que
sólo se satisfacía con la confesión, así fuera con tortura, la ley común requería un
juicio público con jurados. Estos con frecuencia se enfrentaban a evidencia poco
familiar y casi siempre circunstancial, por lo que cada vez más debían considerar
los testimonios de los testigos paralelamente con su calidad moral.
Consecuentemente los jurados debían evaluar, con la evidencia, la credibilidad de
ambos, testigo y testimonio.22 En el primer caso, con la confesión, el jurado se
convencía de la culpabilidad plena del acusado. En el segundo, sin importar si se
le declaraba culpable o inocente, el fallo siempre sería una conjetura, una
inducción a partir de la evidencia; aunque nunca se tendría la certeza de una
demostración, siempre se eliminaría la duda de manera razonable.
19 Ibid. p. 32.
20 Ibid. p. 28.
21 Sargent op. cit., pp.42-61
22 Shapiro, Barbara J. Beyond Reasonable Doubt and Probable Cause. Historical
Perspectives on the Anglo-American Law of Evidence, Berkeley: University of California
Press, 1991 p. 6.
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Estas prácticas y teorías legales del siglo XVII relacionadas con la
credibilidad del testimonio y el diseño de los tribunales, se encuentran
relacionadas con las primeras expresiones de la probabilidad matemática, de las
que tomaron, de acuerdo con Daston, dos características: la interpretación
epistémica de la probabilidad como grado de certidumbre y la primacía del
concepto de esperanza o expectativa.23 La probabilidad constituía una
herramienta útil que servía de guía para la acción, sobre todo respecto de lo
relacionado con los préstamos, los juegos y las inversiones relativas a las
importaciones, cuyo precio fluctuaba con frecuencia. Nuevamente con esto se
destaca el importante papel de lo cotidiano y de la acción práctica; la experiencia
toma el papel de evidencia o prueba que puede ser usada como un fundamento o
base, para después ser retroalimentada y reinterpretada a la luz de las nuevas
experiencias.
Así, los criterios de “más allá de la duda razonable” y la “certeza moral”, tan
arraigados hoy en las cortes anglo-americanas, parecen haber sido producto del
esfuerzo realizado, desde el siglo XVII, por encontrar criterios de evidencia y
prueba en varias áreas del conocimiento, desde la religión hasta la filosofía
natural, como un punto medio entre certeza y opinión.
Afirma Barbara J. Shapiro que, en general, se reconocían tres tipos de
certidumbre o conocimiento, durante el siglo XVII:24
Matemático, establecido o derivado de demostraciones lógicas o pruebas
geométricas.
Físico, derivado de los datos sensoriales o de principios físicos.
Y moral, que se basaba tanto en testimonios como en reportes de datos
sensoriales, se alcanzaba como una concurrencia de probabilidades en el sentido
de evidencia convergente. Esta certidumbre moral, en la que asentían aquellos
“cuyo juicio estaba libre de prejuicios”, se consideraba como indudable para
cualquier persona razonable, era la más relevante para el derecho, la historia y la
filosofía natural.
Pero las reglas mediante las que Dios hace actuar la naturaleza en el nuevo
mundo cartesiano son necesarias y bastan para hacernos conocer las restantes,
su estatuto de certeza no está en duda: la primera regla establece que cada parte
de materia permanece siempre en un mismo estado mientras el encuentro con
otras no le obligue a cambiarlo, en este caso si una parte de materia se encuentra
en movimiento, continuará en ese estado de movimiento hasta que otro parte de
materia lo modifique, el movimiento n se destruye, sólo se transmite entre los
pedazos de materia. La segunda regla complementa la primera: cuando un cuerpo
impele a otro no puede darle ningún movimiento si él no pierde simultáneamente
igual cantidad del suyo.
Aunque todo lo que nuestros sentidos han experimentado en el mundo
verdadero (de los sentidos y apariencias), dice Descartes, pareciera ser
23 Daston op. cit., p. 6.
24 Shapiro op. cit. p. 8.
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Thémata. Revista de Filosofía. Número 44. 2011
manifiestamente contrario a las dos reglas anteriores, la razón nos las muestra
tan fuertes que es imposible no suponerlas en ese nuevo mundo.
La tercera regla establece que cuando un cuerpo se mueva siguiendo una
curva, cada una de sus partes tiende a proseguir el suyo en línea recta. Y
enseguida nos persuade con ejemplos de una rueda girando y de una honda. De
todos los movimientos sólo el rectilíneo es enteramente simple.
Las contribuciones cartesianas indudables a la noción moderna del mundo y
especialmente de la física son, en primer lugar, el reconocimiento de la necesidad
de separar el problema en partes, admitiendo que la solución a un problema
complejo se reduce al tratamiento de sus partes por separado; en segundo lugar
la visión mecanicista en la que es posible explicar los fenómenos naturales
atendiendo exclusivamente a su estructura fundamental corpuscular como
agregado material de partículas, y a su movimiento geometrizable.
Sin embargo el salto ontológico cartesiano a través de la duda radical
constituye un elemento fundamental en el rompimiento con el modelo medieval
del conocimiento, se trata de una aportación revolucionaria que permite el
cuestionamiento de los paradigmas normales, parafraseando a Kuhn. Y como
última reflexión habrá que valorar la humildad cartesiana al reconocer que sus
explicaciones de los particulares no son sino hipótesis heurísticas para
comprender el mundo, cuyo estatuto de certeza es sólo moral y, por tanto, no se
trata de verdades incontrovertibles y absolutas. Sin duda que lo anterior enaltece
la obra cartesiana y desmitifica el dogmatismo que la crítica a la modernidad le
ha achacado.
Salvador Jara Guerrero
Facultad de Ciencias Físico Matemáticas/
Instituto de Investigaciones Filosóficas
Universidad Michoacán de San Nicolás de Hidalgo
[email protected]
http://www.fismat.umich.mx/~sjara/
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EL ESPÍRITU DE LA MATERIA.
Meditaciones poético-filosóficas
Martín López Corredoira. Instituto Astrofísico de Canarias1
Resumen: Estas doce breves meditaciones poético