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DOCUMENTO
ROBERTO MUNIZAGA
Significado de la filosofía en el Plan de Estudios
de la Enseñanza Media
Noticia
El artículo es un capítulo de los Ensayos Filosóficos de
Roberto Minizaga Aguirre (Santiago, Universitaria,
1992, pp 59-74), de donde ha sido tomado.
DOCUMENTO
ROBERTO MUNIZAGA
Significado de la filosofía en el Plan de Estudios
de la Enseñanza Media
[1998]
1.
Pienso que, como actitud previa, el futuro de un profesor de Filosofía debe, antes que nada,
situarse con un espíritu fundamentalmente realista, en torno a la naturaleza y condición del auditorio al que va a dirigir sus lecciones preliminares. Por ende, recordar siempre que se trata de
cursos compuestos por alumnos de la segunda enseñanza, vale decir, en su mayoría adolescentes.
(Sobre la difícil y fascinante psicología del adolescente se supone que el profesor ha recibido ya la
preparación pedagógica adecuada).
Por lo demás, no se trata tampoco del adolescente, en general y en abstracto, sino de un
adolescente chileno singular y concreto que se moviliza por los niveles conocidos del sistema nacional de enseñanza, y que se ha modelado también, en forma refleja, a través de una determinada
atmósfera histórico-cultural; esa personalísima vida o experiencia sobre cuya base irremplazable
han de organizarse los conocimientos futuros.
Pero, conviene reiterarlo todavía: tanto en lo que se refiere a su técnica de la enseñanza
como a los contenidos de ella, el profesor no debe olvidar nunca que su tarea específica no consiste
en dirigirse a un alumno de tipo universitario, error común de los principiantes. En este orden de
consideraciones le ayudará muchísimo poseer un lúcido concepto del sentido y función de la segunda enseñanza en cuanto se distingue —y aún se opone— a la propiamente universitaria.
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(Desde luego, ello lo hará comprender que, dentro del Liceo, no cabe reivindicar el derecho
a una utópica e impertinente “libertad de cátedra” que, en rigor, sólo pertenece a la alta enseñanza
universitaria.)1
Lo que le conducirá a reconocer también la necesidad de que existan un plan y un programa
de estudios que regulen, dándole unidad y sentido a la enseñanza secundaria del país.
Es posible que se produzcan algunas vacilaciones iniciales respecto al significado y valor de
dichos planes y programas de estudio, dentro de los cuales la filosofía aparece como una simple
asignatura entre varias otras de diversa índole. Pero, si se ha preocupado de reflexionar sobre los
grandes problemas morales de la educación recordará la tradicional disputa entre una concepción
anárquica de la vida que, pedagógicamente, se expresa en una radical negación de planes y programas de estudio —simples proyecciones de una cultura ya hecha— para reivindicar, dentro de la clase,
el constante acontecer de la existencia o cambiante curso de la actualidad inmediata en consignas
como “la escuela no es sino que deviene”, etc., y, por la otra, una concepción autocrática —o totalitaria— de la vida, según la cual, planes y programas, en cuanto registros de la verdad, constituyen, en
cierto modo, “la medida absoluta de todas las cosas” en el dominio de la educación y de la escuela.
Entre ambos puntos de vista extremos —el anárquico de la libertad absoluta y el autoritario
de la absoluta disciplina— el educador que ha hecho una profesión de fe democrática, sabrá encontrar, con sensatez y honestidad, el adecuado justo medio.
Refleja o sistemática la educación es siempre un proceso de “comunicación” en gran parte
tributario del lenguaje, ese permanente diálogo entre dos niveles de experiencia o confrontación
de dos puntos de vista —el maduro del profesor y el incipiente del alumno—: su pretexto, examen de
una cierta materia de estudios o “asignatura”.
Ahora bien, todo el arte de la enseñanza consiste, desde el punto de vista del profesor, en
“desformalizar” su saber sistemático, vale decir, ubicarse en el nivel de la experiencia propio del
alumno y, desde el de este último, en “formalizar” progresivamente los datos iniciales de su conocimiento vulgar. Lo cual, si bien se mira, es profundamente socrático, en el mejor sentido de dicha
tradición filosófica.
1
Ver mi ensayo anterior Libertad de cátedra y libertad de investigación.
De aquí, entonces, que el tono más adecuado para los primeros contactos y aproximaciones
intelectuales en el Liceo no sea, tal vez, el de la conferencia rigurosamente formal sino la simple
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conversación socrática en torno a asuntos de la experiencia común, evitando, en lo posible, evadirse de la realidad inmediata, caminando con el tranco normal de quien excursiona por regiones en
cierto modo conocidas. O, lo que es lo mismo, calzarse con suma cautela esas metafísicas botas de
siete leguas, orgullo de los principiantes y que, desde su primer paso, lo ubican a uno en el orden
de la realidad en sí, en el mundo de las primeras causas y primeros principios, sin que ya sea posible
seguírsenos por el laberinto de las definiciones abstrusas y las nomenclaturas exhaustivas. Muy al
contrario, será de la mejor orientación pedagógica huir —hasta donde las exigencias de la materia lo permiten— de esa pedantería que horrorizaba a Montaigne. Y representarse claramente que
no es posible comenzar la nutrición intelectual de nuestros alumnos con aquello que constituía el
alimento ordinario de la Quintaesencia: “abstracciones, confusiones, antítesis, metempsicosis y
trascendentales prolepsis”.
2.
De modo, pues, que el profesor va a hacerse cargo de una simple asignatura, al lado de otras
que ya existen en el plan de estudios de la enseñanza secundaria y que se distribuyen, según una
antigua tradición pedagógica, en ramos “humanistas”, “científicos”, “técnicos”, etc.. El problema
que se plantea es el de definir lo que debe ser y para qué sirve la enseñanza de la filosofía en el Liceo.
Por ejemplo, le conviene interrogarse sobre las semejanzas y diferencias existentes entre los
contenidos de su nueva asignatura y los de las que ya fueron estudiadas en años anteriores —matemática, química, inglés, etc..
Desde luego, se advierte que las demás asignaturas constituyen sistemas parciales de conocimientos donde el énfasis se coloca, sobre todo, en la transmisión de un saber cuyo valor se da por
concedido; mientras que la filosofía se caracteriza por una obstinada tendencia hacia lo general que
la hace aparecer, en cierto modo, como el denominador común de todos los ramos. Muchas veces se
ha subrayado que la filosofía no se enseña como la aritmética, la física o la historia: lo que se enseña
es a filosofar, vale decir, a pensar con claridad y consistencia, a través de los diversos contenidos
programáticos. Ella no es tanto un saber como una actitud del pensamiento, una reflexión crítica en
torno a ese mismo saber, la experiencia y la vida. Pero un buen profesor —vale decir un educador y
no simplemente instructor—, sea de castellano, de física, de historia, etc., también persigue a través
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de la materia de estudio, que es para él un simple medio, y no un fin, la formación intelectual del
alumno. Y entonces se recae en la conclusión perturbadora de que, en último análisis, todas las
asignaturas conducen hacia la filosofía, en cuanto la tarea de todas —humanistas, científicas o técnicas— consiste, fundamentalmente, en enseñar a pensar.
Surge aquí una cuestión imprevista: ¿conviene que exista en el Liceo un profesor especializado en filosofía? ¿No sería mejor que ella estuviera a cargo de cada uno de los profesores de las
diversas asignaturas especializadas?
El tema es apasionante y es perfectamente lícito discutirlo, por lo menos en el orden teórico.
En buenas cuentas, incide en el asunto de saber hasta dónde conviene que, en la enseñanza general, existan profesores especializados y hasta dónde dicha especialización no podría perjudicar a
una auténtica enseñanza de humanidades. (También podría hablarse de “barbarie especialista” en
el Liceo y ya se está reaccionando un poco contra la enseñanza demasiado compartimentada de las
ciencias de la naturaleza, por ejemplo). En verdad, todo profesor de enseñanza secundaria debería
tener una sólida formación filosófica: sería un contrapeso saludable frente a la tendencia especializadora de la profesión y las asignaturas: “O la pedagogía ha de ser filosofía o no será sino una logomaquia, una insoportable y vacua pedantería”. Esa afirmación filosófica —que no tiene por qué
transformarse en erudición filosófica de especialista— se confundiría con la esencia de su cultura
personal. Un profesor de Liceo tiene como condición sine qua non el deber de ser un “hombre culto”.
Claro está que el problema práctico de encomendar la enseñanza filosófica a los diversos
especialistas suscita innumerables dificultades y, por el momento, tiene un sabor completamente
utópico.
3.
Gran parte de la clase liceana habría de ser un diálogo que se apoye en la vida o experiencia
del alumno.
Ahora bien, la vida o experiencia se desenvuelven para él en dos planos de realidad que constituyen dos ambientes diversos, dos mundos que necesariamente se implican, que recíprocamente se condicionan y que, no obstante, suelen mutuamente ignorarse en su nexo de forzada interdependencia: a) el de la vida ordinaria, experiencia común o atmósfera cultural en que estamos
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permanentemente flotando, y que nos determina de modo reflejo —casi una osmosis— con el peso
de sus diversos contenidos intelectuales, morales, estéticos, religiosos, etc., y b) el de esa misma
vida o experiencia organizadas como un ambiente especial, con un aire pedagógico artificialmente
creado —la escuela— a base de elementos seleccionados con la intención de dirigir la conducta del
adolescente. La escuela aparece así como un círculo menor, inscrito dentro del amplio y complicado
círculo de la existencia común.
Conviene llamar la atención del alumno hacia el hecho de que pertenece a dos mundos aparentemente distintos, pero que deben encajar el uno en el otro: la función de la escuela es permitirle descubrir el sentido de su vida ordinaria que no se percibe de inmediato por el sólo hecho de
existir. La escuela es así un medio ambiente especial en situación de lucha, colaboración o equilibrio con el general u ordinario en que se desenvuelve la existencia común, o, mejor, ella es una
organización especial de la cultura objetiva, la que se esquematiza en el llamado “plan de estudios”,
según una serie de ramos o asignaturas que, si bien se mira, corresponden a los grandes sectores
en que se la podría dividir.2 De manera, pues, que el plan de estudios no es sino la versión pedagógica —progresiva sistematización, racionalización y formalización— de los diversos, múltiples y
densos contenidos de la existencia común, fundamentalmente ideas, instituciones y valores.
Ahora bien, un excelente camino para una introducción a la filosofía en el Liceo podría ser
el detenerse, en primer término, a reflexionar sobre el sentido de la cultura —la experiencia o la
vida— en cuanto se hallan organizadas en el plan de estudios y desenvueltas en los programas de
los diversos ramos o asignaturas. Ello conduciría de inmediato a distinguir tres planos esenciales:
a) el de la naturaleza; b) el de la cultura (objetiva), y c) el de los valores, íntimamente unidos cada
uno de ellos (podría decirse aquí que el “hombre es ciudadano de tres mundos distintos”; el de la
naturaleza, el de la cultura ya hecha, y el de los valores, en función de cuyo descubrimiento nunca
2
Ver, al respecto, el capítulo correspondiente de Principios de educación
(Munizaga).
3
Por ejemplo, toda divagación en torno
a la filosofía de la cultura en Spengler,
Toynbee, Weber, etc..
extinguido, los diversos sectores de la cultura se están perpetuamente rehaciendo).
Es indispensable detenerse, pues, algún tiempo sobre la noción fundamental de cultura, de
muy rica connotación y variada denotación, evitando cuanto sean eruditas divagaciones sobre lo
que constituye su esencia.3 Para nuestros propósitos elementales, bastará definirla, a la manera de
Rickert, oponiéndola a la idea de “naturaleza”. Lo que debe manejarse con destreza son las dos acepciones básicas del concepto de cultura, según que se la use: a) en un sentido histórico-sociológicoISSN 0718-9524
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antropológico, vale decir, la idea de cultura objetiva —todo lo que el hombre ha agregado a la naturaleza en su persecución de fines valiosos—, y b) su sentido, más bien pedagógico, de cultura personal, cuyo portador o sujeto es un determinado individuo. En esta acepción se habla, por ejemplo, de
hombre culto o inculto. Estas dos dimensiones de la cultura, que a menudo se confunden, deben ser
cuidadosamente distinguidas, aunque, claro está, se trata de conceptos solidarios.4 Se advierte de
inmediato que, en su segundo sentido, la idea de la cultura personal es pariente próxima de nociones como educación, instrucción, ilustración, erudición, etc. Y dará lugar a interesantes ejercicios
de lógica de las ideas al inquirir, por ejemplo, si es lo mismo hombre culto que hombre educado o
meramente instruido o bien si se confunde con el erudito.
En lo que se refiere a su primera acepción, de cultura objetiva, convendrá practicar algunos
ejercicios de análisis o división en sectores de la cultura —como se dice en el lenguaje germano—
ciencia, religión, arte, moral, etc., o bien, lo que es lo mismo, en áreas de la experiencia, como se
dice en terminología sajona: experiencia científica, religiosa, estética, etc. La división de la cultura
en sectores es muy importante porque, como ya lo dijimos, ayuda a comprender, en general, el
significado de materia de estudios, de los planes correspondientes, de las asignaturas y respectivos
programas. Toda elaboración de planes y programas tiene, como condición previa, un cierto modo
de dividir la cultura en sectores, que viene a ser correlativa de una división en ramos de la materia
de estudios.
Cada sector de la cultura se compone a su vez de los llamados “bienes culturales” —objetos
que encierran un valor—. Y así se hablará de bienes teóricos, religiosos, estéticos, éticos, etc., según
la naturaleza del valor realizado. Es un ejercicio muy interesante adiestrar a los alumnos en ubicar
los diversos “bienes” en su respectivo sector de la cultura (así, por ejemplo, puede pedírseles que
ubiquen El Corán, la Ilíada, las leyes de Newton, la torre Eiffel, etc.)
Es también el momento de introducirlos —siempre de modo elemental— en el mundo de los
valores, y en una clasificación sencilla de ellos (teóricos, santos, estéticos, éticos, útiles, etc.) Bien
podría aprovecharse para insistir en que, siendo la cultura una realización de valores, la educación
también lo es, de modo que el proceso a que se les somete en el sistema total de enseñanza, es el
4
Ver al respecto el capítulo correspondiente de Principios de educación (Munizaga).
de una “valorización” de su vida personal. También podrían vincularse las diversas “áreas de experiencia” —científica, religiosa, estética, económica, etc.— con las diversas vocaciones o “formas
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de vida”5, que pueden cumplirse en la materia plástica del adolescente (el tema incitante de los
“ideales de vida” podría tocarse también colateralmente).
En lo que se refiere a la segunda acepción del vocablo —en el sentido pedagógico de cultura personal— conviene detenerse aquí para determinar algunos de los rasgos que constituyen la
verdadera cultura. El alumno se encuentra entregado a “aprender saberes”. Ahora bien, es indispensable establecer una relación entre el saber y la cultura.6 Conviene distinguir, por una parte, el
dominio de la información o saber y, por la otra, el del saber que en nosotros se ha convertido en
auténtica cultura, vale decir, analizar en forma rápida el proceso por medio del cual los saberes
matemático, histórico, biológico, etc., han sido plenamente asimilados hasta convertirse en parte
de nuestra personalidad. Conviene distinguir entre la formación y la mera información del alumno;
entre la verdadera educación —que es cultura— y la simple instrucción que equivale a un saber adventicio, a un “estuco” de conocimientos.7
Todo esto se halla íntimamente unido a la manera de leer, de aprovechar un libro, de asimi-
5
Ver Sprangler, Formas de Vida (Rev. de
Occidente).
6
Recomiendo, para el profesor, la excelente conferencia de Max Scheller, publicada con el nombre de El Saber y la Cultura.
El libro es una lectura muy difícil para
quien no se halle iniciado en la filosofía
schelleriana. No me parece —salvo el
caso de alumnos excepcionales— que sea
posible recomendarlo, en general, a los
alumnos de un liceo.
7
Puede servir también, en parte, el libro
de Roustan, Los problemas de la cultura
que, ese sí, puede ponerse en manos de
liceanos.
8
Las ideas fundamentales de lo anterior se
hallan desenvueltas en mis Principios de
educación y también en una disertación
especial inédita: Filosofía, personalidad y
cultura.
lar el contenido de una clase, de redactar los propios apuntes, que sólo valen cuando representan
un esfuerzo personal, en suma, un arte de estudiar y de aprender. Desde luego, ello puede ejemplificarse con el alumno que “memoriza y repite” y el otro que se esfuerza con comprender. Me parece
que ningún profesor debería estar mejor calificado para introducirlos en este “arte de aprender”
que el profesor de filosofía. Dicho profesor tiene aquí una excelente oportunidad para realizar una
valiosa obra educativa.8
4.
En suma, si hubiera de cederse a la tendencia de organizar la materia del programa en una
serie de unidades ya dispuestas, podría ensayarse que la unidad preliminar se titulara: Plan de
estudios, cultura, educación y filosofía. Sus grandes líneas orientadoras serían:
A)
Reconocer la coincidencia de extensión que existe entre los círculos de la vida ordinaria, la
cultura refleja, el medio ambiente social con sus complejos, densos y contradictorios contenidos y
la idea pedagógica de materia de estudios. Reflexionar sobre el hecho —auténtico punto de partida
para toda comprensión del oscuro fenómeno— de que las nociones educativas de materia de estudios y cultura formal o sistemática en cierto modo se identifican. Establecer ahora cómo los sectores
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de la cultura o áreas de la experiencia constituyen el fundamento de los ramos o asignaturas en
que se divide el plan de estudios. Recordar que la diferencia entre plan de estudios y programa de
estudios consiste en que el primero fija la materia en calidad y el segundo la detalla en cantidad (no
hablar jamás de currículum, noción confusa y oscura, fuente de todas las dificultades con que tropieza el principiante). Advertir que, desde el punto de partida vital —la existencia ordinaria— hasta
el punto de llegada escolar —la materia de estudios, planes y programas— hay una intención lógica
de progresiva sistematización, formalización y racionalización de los contenidos de la experiencia.
Comprender que la regla de oro de una buena enseñanza consiste en la tarea, aparentemente
contradictoria: a) para el alumno, “sistematizar o formalizar los contenidos de la enseñanza sistemática”, vitalizando el orden de los planes y programas9; b) para el profesor: “desformalizar”.
B)
Establecer ahora las relaciones entre filosofía y cultura.
a.
Toda filosofía auténtica es, en cierto modo, reflexión sobre algún sector de la cultura
(Filosofía de la ciencia, del arte, de la religión, del derecho, de la educación, etc.). Me inspira alguna desconfianza el que pretende introducirse en una filosofía general que no se asiente sobre uno
u otro de los dominios de la experiencia. Conviene “hacerse competente” reflexionando a partir
de algún sector especial en el que hayamos sido previamente iniciados —las letras, las ciencias, las
técnicas, etc.—, sólo en esta forma nuestro pensamiento tiene vitalidad y autenticidad. Hasta podría generalizarse diciendo que, en último análisis, toda filosofía es siempre filosofía de la cultura,
como reflexión sobre los problemas que definen a una época.
b.
La intención filosófica es una búsqueda del sentido: ello implica ubicar los objetos en un mar-
co general de referencias. Los hechos de nuestra vida constituyen un texto que no es inteligible sino
dentro de su contexto. El sentido de una persona, cosa o actividad sólo se descubre estableciendo
las relaciones que mantiene con otras: si aislamos absolutamente una cosa ella pierde su sentido.
Pero encontrar el sentido último de algo implica irlo buscando como especie dentro de géneros
9
Para una revisión detallada de estas
ideas examinar mi Principios de educación en los capítulos correspondientes.
más amplios, hasta llegar a un género máximo que lo contenga todo (de ahí las clásicas nociones
explicativas de substancia, causa primera, fin último). De ahí que la intención filosófica pudiera
caracterizarse por el lema “en busca de una medida de todas las cosas”.
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c.
De ahí, también, una cierta dificultad para ubicar propiamente a la filosofía en alguno de
los sectores especiales de la cultura, excluyéndola por completo de los demás. Porque ella aparece
siempre como intención de generalidad o totalidad —denominador común de todos los sectores parciales—. No es difícil encasillar productos tales como la ciencia, el arte, la religión, la técnica. Pero la
filosofía, ¿no aparece, desde cierto punto de vista, como ciencia, religión, arte…?
El alumno, a través de los diversos ramos, ha sido ya iniciado en los datos de la ciencia (matemática, física, etc.), pero, ¿se le ha hecho meditar en el sentido de la ciencia? De igual modo, en
la literatura, la música, la pintura, etc. ¿Se le ha conducido, alguna vez, a reflexionar en torno a lo
que significa el arte? Posee ya, también, una instrucción religiosa, pero ¿ha tenido la oportunidad
de pensar en el sentido de la religión? Digamos, en suma, que el alumno está siendo incitado a
viajar por el mundo de la cultura, pero, ¿se le ha conducido, alguna vez, a reflexionar sobre lo que
implica la noción de cultura?
Todo esto nos conduce a insinuar, socráticamente, que la filosofía, en el Liceo, no constituye
un saber que se agrega a otros saberes sino simplemente una reflexión de segundo grado sobre
algo que el alumno ya ha aprendido o conoce. La filosofía viene a ser, pues, lo que ella siempre ha
sido: una reflexión crítica en torno a la experiencia, vale decir, “una meditación sobre la vida” del
alumno, en cuanto fundamentalmente se halla comprometido en la tarea de formarse, aprender,
educarse o cultivarse. Ello significa también que la asignatura de filosofía, en el Liceo, se halla
íntimamente vinculada a todas las demás y, desde luego, al sentido de la enseñanza en general
que se imparte. Por cierto, no se trata de que se vaya a “oficializar” el sistema de un determinado
filósofo (Aristóteles, Santo Tomás, Hegel, Marx, etc.). Pero, eso sí, una educación consistente necesita “poseer” filosofía, vale decir, coherencia, unidad y sentido. En ese orden de consideraciones,
conviene recordar que para Dewey, por ejemplo, la filosofía no es sino la “teoría de la educación” y
la educación, “la práctica de la filosofía”.
Cuando decimos que la filosofía es una reflexión en torno al significado de la vida —o experiencia— no podemos olvidar que ella se descompone en ���������������������������������������
áreas����������������������������������
o regiones que deben ser precisamente caracterizadas: así, por ejemplo, la experiencia científica, la experiencia estética, la experiencia religiosa, etc. La piedra de toque que permite identificar a un hombre culto es que se ubica
y puede reconocer perfectamente cuando se halla colocado en un punto de vista científico, estético
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o religioso. Ello le permite no extralimitarse y hacer afirmaciones filosóficas en la convicción de que
son científicas, etc.
d.
En lo que concierne al segundo sentido del vocablo cultura —la cultura personal— debemos
afirmar que ella se confunde, en rigor, con lo que podríamos llamar “actitud filosófica”. Se trata
de la disposición a situarse, a ubicarse frente a un determinado hecho o persona (de un hombre
inculto decimos ordinariamente que es un “despistado”, que anda perdido, que no se ubica…).
Pero la capacidad de orientarse o “situarse”, implica el uso, como ya lo dijimos, de un sistema
de referencia —meridianos y paralelos— en función de los cuales los datos oscuros y contradictorios
de la experiencia común adquieren un significado. Bien se advierte que una actitud filosófica, implícita en la idea de cultura personal, es una condición antiespecialista.10
C)
Las relaciones entre filosofía y educación han quedado ya insinuadas en aquello de que “la
filosofía puede definirse como la teoría de la educación”. Toda la filosofía puede resumirse en sus
dos grandes problemas: el teórico —o del conocimiento— y el práctico —o de la acción—. ¿Cuál tiene
primacía? Se diría que el problema práctico —el problema de la conducta o problema moral— es el
determinante. Toda filosofía implica una concepción de la vida que, en sus grandes líneas, equivale
a plantear el problema de la conducta. En último análisis, la educación no es sino el instrumento
para realizar una determinada “concepción de la vida” y lo cierto es, por otra parte, que toda “concepción de la vida” se proyecta en el diseño de una cierta realización educativa.11
10
Un desenvolvimiento más completo de
estas ideas se halla en la disertación
Cultura, personalidad y filosofía. También
puede consultarse, sobre el mismo asunto, mi libro En torno a Sarmiento (ver,
específicamente, lo que se dice sobre la
cultura general del ingeniero agrónomo).
11
Revisar el capítulo correspondiente en
Principios de educación.
5.
Redactar un plan de estudios de filosofía para servir en la Universidad supone que previa-
mente se considere una división de la filosofía: la filosofía es un conjunto de partes y son ellas las
que van a presentarse como asignaturas.
Ahora bien, redactar un programa para su enseñanza en el Liceo, también supone un examen atento de dicho sistema de partes. Pero, históricamente, no existe unanimidad entre los diferentes pensadores respecto al modo de dividir la filosofía. Así, por ejemplo, para Descartes, “toda
filosofía es como un árbol, cuyas raíces son la metafísica, el tronco es la física y las ramas que salen
de ese tronco son las demás ciencias, que se reducen a tres principales: la medicina, la mecánica
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y la moral…”.11 Para el neo-tomista J. Maritain, “la filosofía se divide en tres grandes partes: 1) la
lógica, que introduce a la filosofía propiamente dicha; 2) la filosofía especulativa o simplemente la
filosofía, que tiene por objeto el ser de las cosas (el ser real), y 3) la filosofía práctica o moral, que
tiene por objeto los actos humanos.12 En otros pensadores encontraríamos que a la filosofía se le
da mayor o menor aptitud, en cuanto a su objeto y, por ende, al número de disciplinas de que se
compone. Así, por ejemplo, es muy frecuente encontrar entre ellas la Psicología general.
Por lo demás existe otra dificultad. Cuando se redacte el plan o programa de estudios, ¿se va
a considerar a la filosofía como una disciplina con sustantividad propia, en singular y con artículo
definido, o se van a tomar como base “las filosofías de los filósofos”, que, si bien se mira, es lo único
que tiene consistencia propia?
En todo caso, lo que el redactor necesita saber a ciencia cierta es: ¿se va a enseñar psicología,
sí o no, y cuáles temas? ¿Se va a enseñar la metafísica —sí o no—, qué temas y en qué grado de profundidad? De igual modo, ¿se va a enseñar la ética o la lógica o la estética, etc.? Eso es fundamentalmente lo que el profesor de filosofía necesita saber en el Liceo. El programa de estudios tiene
que darle, de un modo u otro, alguna lista de contenidos y debe señalar prioridades en cuanto a las
diversas partes de lo que llamamos filosofía.
Se diría, por ejemplo que es imposible evitar la enseñanza de algunos contenidos de historia
de la filosofía o, mejor dicho, sería bien difícil evitar el colocarse dentro de una perspectiva histórica, ya que, en gran parte, la historia de la filosofía se confunde con la historia misma —lo que no
acontece, por ejemplo, con la historia de la ciencia—.
Repito que el progreso de filosofía tiene que esquematizar las partes que va a explicarse y
también la lista de sus contenidos. Ahora bien, eso no significa necesariamente que, a título de
moderna presentación pedagógica, esos temas hayan de organizarse de acuerdo con las recientes
formas metodológicas, sea en centros de interés, unidades de materias, proyectos, complejos, etc.
Todas esas designaciones corresponden a la técnica de enseñanza que el profesor utilice, y en torno
a la cual no es conveniente prescribirle de antemano modelos ya confeccionados. Muy al contrario,
11
Meynard, Descartes, p. 21.
12
Maritain, J. Elements de philosophie,
tomo I, p. 105.
la forma de enseñar es el dominio propio de su libertad y de su espontaneidad. Existe la tendencia, a mi juicio errónea, de oficializar programas en los que las listas de materias se configuran
según algunos de estos patrones modernos, desorientando al profesor con enunciados novísimos y
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automatizándolo en terminologías y ejercicios inadecuados. Por lo demás, debe primar siempre el
concepto de filosofía con que el profesor trabaja. Así, por ejemplo, si coincidimos con Valéry: “Estimo
filósofo a todo hombre, cualquiera sea su grado de cultura, que trata, de tiempo en tiempo, de darse
una visión de conjunto, ordenada, de todo lo que sabe y, en especial, de lo que sabe por experiencia
directa, interior y exterior. Se puede concebir un filósofo de gran estilo que carezca por completo de
conocimiento científico”.
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