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LA CAÑADA Nº5 (2014): 365-557
Sección Segunda: el monumento y los restos
MANUEL BLANCO CUART IN
Francisco Bilbao. Su vida y sus doctrinas1
Señor don Zorobabel Rodríguez.
Colega y amigo muy querido:
1
Carta originalmente publicada en el
diario El Mercurio de Valparaíso el 31
de agosto de 1872, de donde lo hemos
tomado. Manuel Blanco es redactor del
diario entre 1870 y 1884, en este tiempo
propiedad del conservador Rafel Larraín
Moxó. La carta fue reproducida en artículos Escogidos de Manuel Blanco Cuartín,
Santiago, Imprenta Barcelona, 1913, y
reproducida por Luis Alberto Sánchez
después en: Francisco Bilbao, La américa en peligro. El Evangelio americano. Sociabilidad Chilena. Santiago, Ed.
Ercilla, 1941, pp. 196-209.
2
Manuel Blanco nació el 22 de diciembre
de 1822 y Francisco Bilbao el 9 de enero
de 1823.
Acabo de leer el interesante libro recién publicado por usted sobre Francisco Bilbao, su vida y sus
doctrinas.
Decirle el embarazo que siento para emitir mi juicio sobre una obra semejante no me costaría más sacrificio que el del amor propio, amor que puedo ya contar por extinguido, pero hay otros
motivos que usted comprenderá si se toma la molestia de leer esta carta.
He dicho que me siento perplejo para dar mi voto sobre esta por mil títulos interesantísima
producción de usted, y vuelvo a repetirlo agregando, para que usted me crea, que uno de los motivos que paraliza mi pluma es el de tratar de un hombre que fue mi amigo de infancia, mi compañero de colegio y después uno de los más encarnizados enemigos del bando político a que he
pertenecido toda mi vida.
Francisco Bilbao vio la luz de la vida veinte días después que yo por desgracia la viera.2 Hijo
de una familia unida a la mía por los vínculos de una tradicional y jamás interrumpida amistad,
nuestra niñez fue una, así por cariño recíproco de nuestros padres, como por la mancomunidad de
alegría que nos proporcionaba la estrecha amistad en que vivíamos.
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Estos antecedentes, cuando otros no hubiera, bastarían para darme el derecho de decir que
conocí a Francisco Bilbao desde el instante en que el alma adquiere como la cera la forma que le
imprime la educación. Quienes se han reconocido hermanos en esa edad bendita, pueden decir
que se conocerán siempre, aun cuando la suerte los arroje por opuestos senderos.
Es lo que precisamente me ha acontecido con aquel infortunado camarada de cuna. Le he
amado hasta los doce años sin saber de él otra cosa que era hijo de la nobilísima matrona doña
Mercedes Barquín, a quien consideraba como una segunda madre, y por consecuencia que éramos
hermanos.
Separados en 1833 por haber ido Francisco a reunirse con su padre, que a la sazón vivía en
Lima proscripto desde mayo de 1830, no volvimos a encontrarnos sino tres años y medio más tarde.3 Los niños no eran ya los mismos. El uno grave y serio, y [el] otro casquivano y evaporado como
cualquiera de esos muchachos que a fuerza de mimos paternales acaban por figurarse que la vida
es para ellos un perpetuo paraíso.
Nos abrazamos con efusión; mas, a poco andar, me sorprendió mucho el tono magistral empleado por Francisco en nuestra primera entrevista. Me habló, recuerdo como si acabara de oír su
voz, de la necesidad de estudiar la vida de los grandes hombres, que, según me dijo, ya conocía
por las lecturas continuas de Plutarco y Cornelio Nepote. A esto agregó que había aprendido la
carpintería por consejo de don Rafael, que siempre le recordaba que un oficio, lejos de desagradar
al ciudadano de una República, lo enaltece y glorifica.
Hablar de varones ilustres y de trabajos manuales a un rapaz turbulento y perezoso que se
creía nacido para divertirse, y ser delicia de su hogar, no era por cierto muy propio para cautivarme. Sin embargo, nada de esto fue parte a separarme de aquel repentino turbafiesta, y como las
ideas que había sacudido mi espíritu no podía dejar de hallar eco en un corazón impresionable, sin
querer contraje el hábito de escucharle, de seguirle en sus estudios, en pensar en el cómo y el por
qué de la transfiguración operada en aquel niño con quien había correteado, reído y hecho cuantas
travesuras son propias de aquellos días de arrastradora ligereza.
3
Dice “tres” por errata. La permanencia de
Francisco Bilbao en Perú sucedió entre
mediados de 1834 y fines de 1838.
En efecto, seguíale en sus lecturas, indagaba sus inclinaciones, veladas entonces para mí
hasta por el respeto que la solemnidad de su palabra inspiraba a todos los que ya comenzaban a
rodearle con sus admiraciones.
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4
Ventura Marín sustituyó a José Miguel
Varas en las clases de filosofía del Instituto
Nacional en 1832, clases que dejó de hacer cuando pasó a dictar el curso de legislación universal en 1837, y en su remplazo
pasó a dictarlas Antonio Varas. El plan de
estudios del Instituto Nacional, vigente
desde 1832, se organizaba en seis años
comunes antes del ingreso a las llamadas
profesiones científicas. Los cuatros primeros años tenían como curso principal
el latín y los últimos dos la filosofía. Esos
dos años de filosofía se organizaban en
un curso de “filosofía mental” durante
el quinto año, y en sexto año uno de “filosofía moral” el primer semestre y otro
de “derecho natural” el segundo semestre. Como profesor de filosofía, Antonio
Varas “enseñó la psicología y la lógica por
el tratado de filosofía del literato francés
Eugenio Géruzez; la moral, por [la obra
de Ventura] Marín; y el derecho natural,
primero por un cuaderno de don José
Joaquín de Mora publicado en Chile en el
año de 1830, y después por la obra del escritor ginebrino Burlamaqui” (Domingo
Amunátegui, El Instituto Nacional bajo
los rectorados de don Manuel Montt, don
Francisco Puente y don Antonio Varas
(1835-1845). Santiago de Chile, Imprenta
Cervantes, 1891, p. 43). La fecha proporcionada por Blanco, sin embargo, no
es segura, porque Bilbao estudió latín
entre 1839 y 1840, luego de lo cual, según Diego Barros Arana, pudo “pasar en
1841 a estudiar filosofía” (Un decenio en
la historia de Chile, p. 495, n. 9). Debe en
consecuencia tratarse del año 1842.
A fuerza de este inocente trabajo conseguí saber que Pancho, como le llamábamos familiarmente, conocía un poco la gramática latina, algo más que un poco la historia romana y griega, y de
memoria el Evangelio de San Juan, que declamaba dando a su voz y a sus ojos toda la entonación
que suponemos en los profetas.
Respecto a sus ideas políticas, lo que recuerdo es que cantaba, esta es la palabra, uno de los
capítulos del Contrato social, que sus oyentes escuchaban como si se tratase del Korán o del Zenda
Vesta.
Por lo demás, tenía horror a la prosa española, fastidiábale la poesía castellana y afirmaba muy orondo que “el Quijote” no había conseguido hacerle reír una sola vez con sus groseras
insulseces.
II
Como usted ve, la fisonomía moral del hombre mostrábase delineada en estos cortos perfiles, notándose ya bien claro que la terneza, la poesía, el amor, no debían ser los ingredientes de aquella
naturaleza anticipadamente madura; el Panchito de dieciséis años era pues el boceto del Francisco
Bilbao que desde 1844 hasta el día de su muerte fue asumiendo mayores proporciones, para bien
de su fama de sectario y notorio perjuicio de su dicha.
Entrado al Instituto Nacional sólo en [18]37, no sé cómo nos encontramos en julio de 1840
estudiando juntos moral y derecho natural bajo la dirección de don Antonio Varas.4
En [18]41, uno de nuestros condiscípulos ya difunto, Guillermo Herboso, formó en su casa
una sociedad literaria, que, según el prospecto, debería sólo ocuparse de letras.5 Así pudieron ser
los propósitos de su fundador, pero lo que sé, sin que nadie me lo cuente, es que la tal literatura no
5
Se trata de una sociedad distinta y anterior a la Sociedad Literaria de 1842, a la cual se incorporó Guillermo
Herboso, según consta en sus actas, el 11 de marzo, después de haber sido propuesto por Matías Ovalle en la
sesión anterior del 8 de marzo. Cf. Guillermo Feliú y Cruz, “Actas de la Sociedad Literaria, 1842-1843”, en
Revista Chilena de Historia y Geografía, Tomo XXXIII, nº 37, 1920, pp. 445-464.
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sonó ni tronó en ninguna de las sesiones de aquel Ateneo sui generis, y no porque faltasen algu6
El conocimiento de la ideología en 1841
durante el curso de “filosofía mental” se
debe sin duda a la obra de José Miguel
Varas en coautoría con Ventura Marín,
Elementos de ideología (Imprenta de la
Independencia, Santiago, 1830), y a la
obra de Ventura Marín, Elementos de filosofía del espíritu humano (Imprenta de la
Independencia, Santiago, Tomo I, 1834,
y Tomo II, 1835), ambos manuales de filosofía para su enseñanza en el Instituto
Nacional. Es presumible además una influencia del francés Jean Antoine Portés,
discípulo de Pierre Laromiguière en
la Sorbona y profesor de filosofía en el
Liceo de Chile en 1829 y 1830, y que en
los años de la década del 40 había puesto
una librería en calle Compañía, librería frecuentada por los estudiantes del
Instituto Nacional.
7
Se trata de Ramón Salas y Cortés, catedrático de derecho en la Universidad de
Salamanca y autor de Lecciones de derecho público constitucional para las escuelas de España. Madrid, Imprenta del
Censor, 1821.
8
Bilbao debió asistir al curso de derecho
constitucional dictado por José Victorino
Lastarria en 1843, y cuyas lecciones fueron publicadas en 1846: Elementos de
derecho público constitucional: arreglado
y adaptado a la enseñanza de la juventud americana. Santiago de Chile, Impr.
Chilena, 1846.
nos miembros que tuvieran particular afición a las letras, sino porque la charla insustancial era el
tema de todos los días. Ya que he traído a colación esta fecha, será ella el punto partida para mis
observaciones.
Pues bien, Francisco era entonces, como él solía llamarse en aquella reunión de que forzosamente tendrán recuerdo los señores [Domingo] Santa María, [Santiago] Lindsay, Rafael García
Reyes y tantos otros que hoy ocupan elevados puestos en la judicatura y la administración, un filósofo espiritualista alemán, dispuesto a romper con cualquiera una réplica metafísica en favor de
Dios y la inmortalidad del alma, del infinito y de todas las demás verdades de la más espiritual y
abstrusa ideología.6
Sobre política militante no pasaba de las ideas de su señor padre, el honrado cuanto candoroso don Rafael, y sobre los que llamamos principios de derecho público, la soberanía del pueblo,
la división de los poderes, los derechos inalienables, indivisibles e imprescriptibles del ciudadano,
eran todo su arsenal, como fruto de las lecturas repetidas del libro de don Ramón Salas7, que estudiábamos refundido y comentado a la sombra del inolvidable y para mí tan querido maestro don
José Victorino Lastarria.8
Y cómo es, me preguntará usted, que siendo tan estudioso y avanzado en ideas, dando ya
muestras de lo que habría de ser más tarde, Francisco no pasaba de ser un buen estudiante, disputador como pocos y tenaz como ninguno. Pues, aunque lo pregunte mil veces, le responderé que
esa es la pura verdad, verdad que pueden atestiguarla sus más íntimos amigos. Francisco Bilbao,
repito, era espiritualista en filosofía y en política nada más que lo que eran todos sus compañeros,
pipiolos o pelucones como sus padres.
En cuanto a sus costumbres, no podían ser más puras: ningún descarriado había empañado la virginidad de su alma y de su cuerpo. Si se hablaba de amores, enrojecía; si se le invitaba a
una noche de placer, se irritaba hasta lanzar palabras que en otros labios menos honrados habrían
parecido una grotesca hipocresía. Hasta en la comida aparentaba la sobriedad encargada por los
estoicos y mandada por el Evangelio; no había probado vino y no había llevado a su boca un cigarro,
y ya tenía dieciocho años cumplidos… No podía concebir que hubiera hombres que cometiesen sin
dolor el pecado de la impostura y de la adulación; menos concebía cómo podrían ser realidad esos
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monstruos que la historia guarda en sus anales, más para vergüenza de la especie que como saludable escarmiento. En fin, el corazón y el espíritu de Francisco eran en 1841 dos urnas benditas;
en la una no se guardaban más que las santas memorias del amor familiar, y en la otra las flores
cogidas por su vagarosa inteligencia en el vasto jardín de la filosofía.
Con todo, había en él una propensión muy manifiesta a hacerse singular, a distinguirse de
los otros, pero no a distinguirse ya por la elegancia de las maneras o del traje, ya por las dotes de su
aventajada figura, sino a hacer sentir a los que lo rodeaban que él no era como todos, como nadie,
puesto que vivía sin cuerpo e idealizaba con una mente que no había anidado jamás una sola idea
de dudosa pureza.
III
Este y no otro era el joven a quien en breve, el 20 de junio de 1844, un jurado había de condenar por
blasfemo e inmoral en tercer grado. ¡Misterio insondable del destino!
¿Cómo había venido aquel mozo, de natural tan apacible, de corazón tan puro, de ideas tan
elevadas, a convertirse de repente en la piedra del escándalo de toda la sociedad indignada?
Sabemos que el famoso discurso que valió la inmortalidad a Juan Jacobo Rousseau no fue escrito sino porque Diderot le dijera, oyéndole leer otro enteramente contrario sobre el mismo tema:
ça ne vaut pas la peine; c´est le pont des ânes.
Igual o algo parecido aconteció a Francisco.
Varios jóvenes argentinos recién llegados a Chile solían disputar con él. Entre ellos recuerdo a
Vicente Fidel López, que haciéndole una ocasión la pintura de los sufrimientos de la América latina9,
víctima de la teocracia, le invitaba a ser el pendón de la República y el baluarte de la libertad de examen. Conversando después con Francisco, me dijo que López le había prestado tres obras magnífi9
Hacemos notar el uso de la expresión “la
América latina”, cuya primera acuñación
data de la conferencia de Bilbao leída el
22 de junio de 1856 en París y publicada
con el título Iniciativa de la América.
cas. Una de Jouffroy, otra de Lerminier y otra de Niebuhr, las cuales pensaba masticar hasta que consiguiera establecer los tres criterios que necesitaba para lanzarse a la predicación de la nueva idea.
Estos tres criterios eran el filosófico, el político y el histórico, bases, decía, suficientes para
asegurar la victoria de la nueva síntesis sobre el espíritu viejo.
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Si estudió las tres obras referidas y llegó a formarse los tres criterios, eso yo no sé, pero lo
que sí me consta es que a principios de 1843 la lectura promiscua del Evangelio10, de Plutarco, de la
historia de la Revolución Francesa por Fontaine des Audoines, de las obras de Filangieri, Bentham,
Beccaria, barón de Holbach, Rousseau y alguna otra que tal vez se me escapa, habían conseguido
despertar en su espíritu una voracidad de indagación que le obligaba a veces en medio de su natural reposada alegría a sufrir tristezas que acababan por suspiros y golpes en la mollera.
A esto debemos agregar que su padre, hombre que había padecido persecuciones tenaces
del gobierno Prieto y hecho por lo mismo llorar y padecer a su idolatrada señora, que en puridad de
verdad era la mejor de las madres y esposas, no dejaba jamás de recordar a su hijo predilecto lo que
había padecido fuera de Chile, lo que en su familia había penado por la crueldad de sus enemigos,
cómo y por qué se habían arruinado sus intereses.
Francisco le oía y suspiraba. Más de una vez vi yo sus ojos arrasados en lágrimas al oír la voz
de su madre que llorando fulminaba contra los perseguidores cobardes de su dicha.
Ahora bien, ¿qué extraño tiene que un joven fogoso como Francisco, que un hijo como él lo
era, modelo de filial respeto, llegase a aborrecer a esos pelucones feroces que se habían gozado,
según su padre, en la infelicidad de toda una familia inocente?
Incrustados poco a poco en su corazón estos resentimientos, la cuestión de tronar contra los
que suponía inmoladores de su familia no era sino de tiempo. ¿Tomaría un fusil para batirse en una
10
Alusión a la lectura de los Evangelios
desarrollada por Lamennais en El Libro
del Pueblo, Palabras de un creyente y,
sobre todo, De la esclavitud moderna,
obra de la cual Bilbao publicó una traducción (De la esclavitud moderna, por
F. Lamennais. Traducida y reimpresa
en Santiago de Chile, junio 10 de 1843,
Imprenta Liberal; véase nuestra edición
y la polémica en La Cañada, nº 3, 2012,
pp. 369-408).
asonada popular? ¿Conspiraría en algún conciliábulo secreto? Pero, ¿cómo se batiría y conspiraría
cuando nadie pensaba desde la muerte de Portales en conspirar y batirse? Por otra parte, la venganza contra el gobierno de Bulnes no podía satisfacer los rencores contra el gobierno de Prieto;
no, la caída de Bulnes no sería en último resultado más que la caída de un solo pelucón, y lo que se
deseaba era el exterminio de todos ellos.
Bajo esta que llamaremos monomanía, el espíritu de Francisco debió concentrarse y se
concentró todo entero en la esperanza de una revolución social completa, que permitiese no sólo
volver al estado en que se hallaban el año 1828, sino fundar un régimen de libertad contra el cual
fuesen impotentes las fuerzas coligadas de la rutina y del peluconismo.
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IV
Otro cualquiera habría escrito uno, dos, diez o veinte artículos en contra de los ministros, del presidente Bulnes o de los pelucones, y con ello habría quedado satisfecho. Pero nuestro héroe no
despreciaba a Bulnes ni a nadie personalmente; a quien aborrecía era al pasado, al espíritu viejo, a
la teocracia, a la oligarquía, al ultramontanismo, etc., etc., arraigados profundamente, en su concepto, en la sociedad de Santiago.
Esto que le vi mil veces formular en proposiciones axiomáticas, fue causa de que su ruidoso
estreno literario llevase el título de Sociabilidad Chilena.
Y antes de pasar a otras consideraciones, conviene que usted sepa que dos días antes de
publicar en el Crepúsculo el artículo referido, ni él ni ninguno de nosotros divisábamos en aquella
pieza una sola herejía, una sola blasfemia, sino simplemente un conjunto de las mismas ideas que
día a día, noche por noche, oíamos enunciar, discutir y proclamar en nuestras reuniones.
¡Pobre Francisco Bilbao! ¡Qué lejos se hallaba de imaginarse la víspera del día en que su
nombre iba a ser condenado a la execración de la sociedad de Santiago, el rumbo que una persecución tan peligrosa como antipolítica le tenía ya marcado con su dedo inexorable!
La Sociabilidad Chilena no es libro ni folleto ni artículo; es sólo una retacería de ideas inconexas, al redopelo traídas y que, más bien que blasfemias contra la moral y la fe, son blasfemias
contra la gramática, contra el buen gusto, contra el buen sentido.
Qué herejías ni qué inmoralidades pueden ser peligrosas vertidas en ese revoltijo en que no
hay un vocablo que no sea un desconcierto.
Las blasfemias peligrosas son las que se tragan fácilmente por el almíbar con que están betunadas; las que no tienen esta condición, no viven más tiempo que el día en que vieron la luz.
Pero el Santiago de 1844 no era el Santiago de hoy; atrasado en costumbres políticas, fácil a
espantarse como todo pueblo que no tiene bastante mundo para despreciar lo grotesco y lo estúpido; más supersticioso que creyente y más creyente en sus fueros de nación culta que en los verdaderos principios de su cultura, oyó decir una mañana que había salido en el Crepúsculo un artículo
blasfemo e inmoral, y sin más ni más levantó el grito al cielo pidiendo un tremendo castigo contra
la sabandija venenosa que se había atrevido a escribir semejantes herejías.
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— Merecía que lo encerrasen por toda su vida en una penitenciaría, gritaba una vieja.
— Que lo asaran hasta convertirlo en chicharrón, agregaba otra.
— Que lo destierren para siempre, refunfuñaba un hacendado.
— Yo lo colgaría en mitad de la plaza, replicaba un escribano.
En fin, todas las muertes y todos los suplicios eran poco para aquel botarate que, sin apuntarle todavía el bozo, se atrevía a insultar a una sociedad de tanto fuste y copete.
Y no vaya usted a creer, mi amigo Zorobabel, que estos dicharachos y barbaridades los decían sólo los ignorantes; no, la prensa los repetía mayores todavía, llegando en su estragada licencia hasta estampar en uno de sus papeluchos estas puercas estrofas, atribuidas entonces a uno que
pasaba por genio de sátira:
“Aquí hay sociabilidad
Enterrada a troche y moche,
Llegad, vecinos, parad,
Y después de suelto el broche
En la tumba descansad”.
“Hízolo así Chamelico, agrega el autor de esta letrina quintilla, y la sociabilidad chilena recibió en su sepulcro el riego que merecía”. A estas groseras e insulsas majaderías se añadían asquerosos equívocos contra personas de la más alta clase que se suponían protectores de Bilbao.
Usted lo ha dicho: sólo la Revista Católica escribió entonces artículos dignos, luminosos para
combatir a Bilbao; pero esto, a mi juicio, produjo más mal que bien, pues muchos jóvenes, recuerdo
10
“Sociabilidad Chilena”, en: Alcance a La
Revista Católica nº 30. Santiago, junio 18
de 1844; y “Refutación a los errores religiosos y morales del artículo ‘Sociabilidad
Chilena’”, en: La Revista Católica, nº 3142. Santiago, julio-septiembre, 1844,
atribuidos a Rafael Valentín Valdivieso.
yo, que por sólo tener el honor de ser replicados por el señor arzobispo, que era a quien se atribuían
aquellos escritos, andaban locos buscando las obras de Voltaire y de un tal Godinus que la Revista
Católica consiguió poner de moda.10
Dígame ahora, ¿no habría sido más prudente dejar pasar ese escrito del Crepúsculo, reírse
del nuevo profeta y castigar su audacia con el mayor tormento que podía aplicársele, esto es, con
no hacer caso de ella?
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¡Cuántas blasfemias de las que se han dicho más tarde no merecían en conciencia un veredicto todavía más duro que el que castigó a Bilbao!
¿Y por qué nadie las ha acusado ante un juez?
Pero estábamos muy porros, amigo mío, muy tontos, y como tontos hicimos reír al mundo,
y obligamos a un joven, que tal vez habría sido un hombre útil a su patria, a arrojarse por el atajo
en busca de una triste celebridad, cuya adquisición debería costarle la inmolación de su nombre y
de su vida.
V
Como no es mi propósito discurrir sobre todos los periodos de la vida de Francisco Bilbao, paro aquí
para hablar sobre el precioso libro de usted que he leído y releído ya por tres veces consecutivas.
Soy franco: no creí a usted, conociendo la rigidez de sus ideas y la fe profunda de sus convicciones, capaz de escribir la vida de aquel enemigo de sus creencias y principios políticos y religiosos
con la noble imparcialidad de que ha dado usted tan espléndida muestra.
Hay páginas en que si algo asoma fuera de la más recta justicia es la melancolía producida
por los extravíos de aquel joven talento.
¡Cómo sigue usted paso a paso por las vicisitudes de su borrascosa carrera!
En París, le veo entrar palpitante en casa de Lamennais, estrechar gozoso la mano a Quinet,
correr enseguida desolado por el barrio del Cuartel Latino en busca de una conferencia filosófica o
para retirarse a la humilde guardilla en donde creyéndose un genio destronado trabaja hasta venir
el día en la compilación de los instrumentos y materiales con que debía levantar su derribado trono.
En Inglaterra, en Bélgica también le veo, pero no aprendiendo la táctica de los gobiernos
libres, las costumbres del ciudadano, los principios económico-sociales que pudieran importarse a
Chile con ventaja. Nada de eso: le miro sólo hacer metafísica, política abstracta y concluir con zambullirse en un pantano de ideologías, del cual no saldrá sino para desparramar en todas direcciones
los fragmentos de su inteligencia triturada por su monomanía incurable.
Como no puedo disponer de mucho tiempo para darme el placer de escribir a usted todo lo
que siento, concluyo aquí manifestando que al publicar el libro del que me ocupo ha hecho usted
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no sólo un servicio a las letras, sino un beneficio inmenso a las buenas ideas. Era preciso que un
católico de su altura juzgara y no fulminase al impío; era preciso que un literato como usted hiciera
gala del buen decir, de la donosa compostura, de la delicadeza y del buen gusto acendrado, tratándose de materias que pocos hacen atractivas por la falta de amenidad en el estilo; y era preciso, en
fin, que el polemista terrible y temido del Independiente11 diese pruebas de sentimientos filosóficos, de serena imparcialidad al combatir al enemigo tal vez más terrible que haya tenido nunca en
América la causa católica.
Y usted ha hecho todo esto y con una facilidad que pasma. No hay una sola idea fundamental
en filosofía, en ciencia social, en literatura, que le haya proporcionado un tropiezo, como sucede
a la generalidad de los escritores que no abarcan la suma de conocimientos que usted acopia. Por
esto, vuelvo a repetirlo, me pasma que un joven que no peina aún una cana juegue con el apropos
parisiense del mejor gusto y a renglón seguido se sumerja en el océano de la filosofía, y con la misma serenidad y pericia con que el buzo experimentado sondea el fondo de los mares.
Esto que digo no es un cogollo de camarada, es la pura verdad, es lo que digo a todo el mundo
cuando trato de probar que la causa que usted tan dignamente representa no se defiende sino con
mucho talento y mucha ciencia. Usted, estoy seguro, va a decir: ¿y a qué demonio me sale este con
estos chicoleos cuando yo ni necesito ni busco elogios?
Pero diga usted lo que quiera, que ya nada puede espantarme. Llegado a la edad madura,
batallando todavía como simple soldado de la prensa, sin haber logrado en veinticuatro años de
servicio colocar en mi raída chaqueta ni el galón de cabo, todos cuantos tiros puedan dirigirme los
recibo como el veterano las descargas en un día de batalla.
Sin embargo, usted no dirá nada contra mí porque sabe que soy franco, y que si de algo peco
es de no guardar mucha reserva en mis juicios.
En fin, amigo muy querido, le diré a usted lo que decía Cadalso hablando de las Barquillas de
Lope de Vega: “daría yo mi hábito de Santiago por haberlas escrito”.
Pero lo malo de la comparación está en que no tengo más hábito que la mortaja con que ha11
Zorobabel Rodríguez era jefe de redacción del diario El Independiente de
Santiago.
brán de enterrarme, tal vez más pronto de lo que usted piensa. Así, retiro el símil y pongo punto final a esta eterna epístola, apretándole a usted muy cordialmente la mano y diciéndole con todas las
veras de mi corazón: ¡cuánto daría por haber escrito su libro! Es la única envidia que me permito.
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