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La trilogía olvidada
Comida, alimento y cocina: la trilogía olvidada
Por Cruz M Ortiz Cuadra
UPR, Humacao
Departamento de Humanidades
En el Puerto Rico contemporáneo la comida, los alimentos y la cocina ( la trilogía
gastronómica o cac) tienen una asombrosa capacidad de convocatoria.
En la cháchara de pasillo, en las lógicas de acción cotidianas, en las narrativas
publicitarias, en los discursos médicos, pedagógicos y políticos, comida, alimento y cocina se
han convertido en temas recurrentes, a veces con una obsesión ‘trendy’ algo paradójica, pues
en ella se traba la libertad individual hedonista con el miedo al desorden nutricional.
A diferencia de hace medio siglo, la trilogía ya no pertenece exclusivamente al campo
de las apetencias físicas. Se ha insertado, gradualmente, en el del placer, en el de la
individuación, en el de la reflexión estética, en el de la resignificación de tradiciones y en el
de la salud y la higiene corporal, estas últimas desde ángulos y preocupaciones distintas a las
de las épocas de escasez.
Igualmente, a diferencia de épocas pasadas, hay un elevado número de cocineras
profesionales, restaurantes, modos flexibles de provisión alimentaria (diners, fast-foods, in store
outlets, locales de conveniencia, dispensadores automáticos, etc.) y corredores gastronómicos
urbanos, como el caso de la avenida Roosevelt.
Y aunque haya dudas respecto a lo que constituye variedad en términos alimentarios,
ciertamente hoy hay más opciones para escoger que hace veinte años. Entre 1995 y 1998, el
hipermercado Pueblo International añadió a su inventario 46,000 nuevos productos, muchos
de ellos objetos comestibles. Incluso hay alimentos que hoy son más baratos que en 1950,
como el caso de algunos cortes de carne.
La diseminación de cocinas de otras latitudes a través de la televisión por cable, la
literatura gastronómica, el internet y el cine, se ha sumado a la de-localización de los alimentos
y a las migraciones humanas para provocar apropiaciones puertorriqueñas de gastronomías
foráneas y tradiciones culinarias extrañas.
Hecho éste que en cierto modo produce quebraduras con la autenticidad de la cocina
de origen, refuerza imágenes gastronómicas estereotipadas, y borra las condiciones de
trabajo en las que se producen los alimentos, va provocando, no obstante, que el antiguo
axioma ‘dime lo que comes y te diré quien eres’ – y su ancestral asociación con la identidad
nacional o étnica- comience a desdibujarse.
Aspirar a identificar, o hacerse identificar, por lo que alguien come, o por lo que
come un miembro de una comunidad, puede conducir a errores sin par. Es cierto lo que
dice Sydney Mintz en el sentido de que los humanos son muy conservadores a la hora de
cambiar sus hábitos alimenticios, y que en ocasiones es más fácil cambiar el régimen político
de una nación que las prácticas alimenticias de sus ciudadanos. Pero con todo -recalca
Mintz-, en las sociedades alimentariamente pudientes hay segmentos que se muestran
abiertos al cambio, incluso dispuestos a experimentar constantemente. Hoy hay cientos de
formas de comer.
En el plano individual la convocatoria no llega libre de tensiones ni contradicciones.
Como nos recuerda Claude Fischler, envuelve a la sociedad en una paradoja: los hace hablar
constantemente de comida y cocina, pero paralelamente los tortura hasta el tuétano con el
régimen dietético. El cuerpo esbelto se ha convertido en una cartografía soñada - aunque sea
dificilísima realizarla-, y en las mentes el hambre ya es ideología. La libertad alimenticia, pues,
nos causa relaciones discordantes con los alimentos. De ahí el divorcio del vocablo ‘dieta’
respecto de su clásica significación ‘régimen’o ‘gobierno’ de vida.
Hoy, como evoca
Massimo Montanari, ‘dieta’ ha venido a significar autocastigo, incluso hambre inducida. Por
eso en Puerto Rico gastamos $101.3 millones de dólares anuales en programas de
adelgazamiento, $42.1 millones en membresías en gimnasios o compras de equipo para hacer
ejercicios, y $35.6 millones en medicamentos para rebajar. El 68% de la población del país
está sobre peso.
La fuerte invitación de la cac viene estimulada por un hecho reciente: la abundancia.
Puerto Rico, a diferencia de algunas islas del Caribe, es una cornucopia atada colonialmente
al mayor productor de alimentos del mundo. Experimentamos, como ninguno otro, la
disponibilidad de comestibles que antes eran fantasías – y que aún lo son en varias naciones
caribeñas-, comemos sucedáneos inventados, productos exóticos ‘desterritorializados’,
alimentos que ya no tienen temporada, comidas estuches, provisiones de snack y nibbling. Hasta
tropezamos con ellos en las grandes superficies comerciales.
Claro, ello no significa un enrase de las desigualdades alimentarias. Antes el eje de la
desigualdad se situaba más en el lado la ‘cantidad’. Hoy es en el de la ‘calidad’. Eso los saben
muy bien 942 mil personas que directa o indirectamente dependen del Programa de
Asistencia Nutricional (PAN) en Puerto Rico, a quienes desde hace tres años se les
determina qué deben comprar para comer. También lo experimentan, a diario, miles de
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familias que de la cornucopia sólo toman lo que el índice de precios - vis a vis el ingreso- les
permite comprar, generalmente los comestibles más baratos: azúcares, carbohidratos simples,
o enlatados exageradamente procesados. Es decir, la canasta de miles de puertorriqueños no
se llena, en medio de la abundancia, de frutas, vegetales y productos orgánicos, sino de las
provisiones que el discurso médico señala como nocivos.
Sobre estas contradicciones los partidos del poder cimentan aspiraciones
hegemónicas (cabildean en Washington para aumentar la partida de 1.3 billones en asistencia
nutricional); infunden miedo para adelantar agendas de status – la pérdida del PAN si nos
independizamos-; y delinean proyectos de buen gobierno- (Salud te recomienda, las Guías
nutricionales para comedores escolares, y cirugías bariátricas gratuitas, como es el caso del
municipio de SanJuan). En síntesis, la cac también tiene extensiones políticas que se nutren
de las contradicciones de la abundancia.
Existen otras extensiones políticas de la cac que se alimentan de contradicciones. En
una economía atada colonialmente al mayor productor agroalimentario del mundo, y con las
manos trabadas para implementar políticas viables de sustitución de importaciones ¿cómo
convertir los núcleos agrícolas en fuerzas vivas agroindustriales ante la avasallante
importación, y cómo no invalidar el derecho del consumidor a comprar lo que quiera de
unas opciones importadas variadas y más baratas?
El gobierno ha hecho esfuerzos para que la cornucopia se llene más o menos
equitativamente de las producciones locales. Pero tres renglones importantísimos de la
matriz alimentaria puertorriqueña - cereales, farináceos y legumbres – provienen
del
exterior En términos generales, hacia el 2001 importábamos 21.6 millones de quintales de
alimentos, y producíamos sólo 4.1 millones. ¡Y los de afuera cuestan menos!
Nuestra abundancia pues, se origina casi toda fuera de Puerto Rico. Arriba por una
cadena que no empieza en la granja bucólica, sino en el laboratorio bio y agro tecnológico. De
aquí continúa por circuitos agroindustriales que despojan al producto de sus últimas
cualidades orgánicas, conviertiéndolo en alimento ‘comestible’. En el último tramo están los
hipermercados, que participan en varias instancias de la cadena. En Estados Unidos se
estima en 1,500 millas el promedio que viaja un alimento antes de llegar a la boca del
consumidor. En Puerto Rico el estimado debe ser mayor.
El efecto más visible de la cadena ha sido la transformación de la identidad del
comensal con su objeto comestible. Estoy seguro que muchos de nosotros hemos
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experimentado la turbación acasionada por lo que Claude Fischler llama un OCNI, o sea, un
objeto comestible no identificado, aquél sobre cuyos ingredientes específicos y procesamiento
desconfiamos antes de la ingestión. El efecto más severo es ‘posingestivo’, como las alergias,
y las infecciones ocasionadas por la bacteria E-coli.
Por eso, otro de los evidentes resultados de la cac es el cuestionamiento de las
propiedades reales del alimento, y la resignificación de comidas históricamente pobres con
figuras de terruño, unión cívica, sana nutrición y patriotismo alimentario, aun cuando entre
lo que se piensa y la realidad material del alimento haya abismos profundos.
¿Por qué si existe esta convocatoria y la cac interseca nuestra vida cotidiana como casi
ningún otro pedazo de realidad, en Puerto Rico el hecho alimentario, los alimentos y la
cocina no son objetos de atención académica más allá del ámbito de las ciencias? El
historiador norteamericano Warren Belasco ha resumido cuatro posibles razones, que
parafraseo aquí más o menos libremente.
Primero, el discurso académico imperante en las disciplinas humanísticas ha
privilegiado el estudio de ideas que parecían inmutables - nación, nacionalismo, progreso,
cultura, historia, colonialismo- pero ha subvalorado lo corpóreo, lo cotidiano, las lógicas de
acción, aquello que en efecto ha cambiado más rápidamente en los últimos años. Es
interesante observar que ni desde el giro lingüístico se ha producido, que yo sepa, texto
alguno, ni tan siquiera haciendo de la comida y la cocina medios – y no fines- para demostrar
modelos teóricos y retóricos.
Es extraño no encontrar -con tanto que se habla, se dice y se escribe de cocina- no
encontrar una versión criolla titulada la meta-cocina puertorriqueña, opuesta diametralmente a lo
que se come en la realidad. Sorprende, en medio de tantas reinvenciones de la tradición y del
aumento de festivales gastronómicos centrados en alimentos y confecciones originadas en
contextos alimentarios coloniales, no descubrir un estudio sobre la comida poscolonial.
Segundo, debido a que la comida y la cocina devinieron prosaicas en la academia.
Posiblemente sea así porque por mucho tiempo las prioridades y las decisiones sobre los
objetos de investigación estuvieron delineadas por hombres, el género más desligado del acto
culinario como acto de reproducción. Aun cuando varias profesoras realizaron
investigaciones importantísimas en la dimensión nutricional de la alimentación – Lydia
Roberts, Luz Marina Torres, Esther Seijo y Berta Cabanillas-, en la división por géneros del
saber las mujeres terminaron en disciplinas subvaloradas por la academia, como la economía
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doméstica. En efecto, muchos académicos varones han sido mejores ‘comedores’ que
cocineros, como sugería el historiador Barry Higman al quejarse de la poca atención que han
recibido los libros de cocina en la historiografía caribeña.
Tercero, aun cuando la teoría y la práctica feminista lograron invertir las esferas, ello
fue a costa de rubricar a la cocina como tarea esclavizante, retazo de modelos patriarcales
que iban en contra de la liberalización femenina. La crítica convirtió al trabajo culinario en
victimario,
y
consecuentemente
neutralizó
perspectivas
para
descubrir
maneras
insospechadas con que las mujeres, por medio de la cocina, se abrieron espacios dentro de la
opresión.
Cuarto, para la mayoría de la academia cocinar y comer, se tuvo, hasta hace poco,
como práctica que no expresaba capital cultural y distinción- a la Bourdieu ciertamente- y
quizás porque ambos actos estuvieron por mucho tiempo intersecados por ideologías de
mesura y discreción diseminadas en la academia por la economía doméstica. Salvo contadas
excepciones, no es sino hasta hace poco que, con el desarrollo de prácticas alimentarias
urbanas, el interés puesto en la ‘autenticidad’ del alimento, y debido a los efectos adversos de
la macdonaldización sobre la cocina como vehículo de expresión creativa y artesanal, que la
academia ha empezado a sentir cierta atracción de la cac. Pero la seducción es más ‘trendy’ y
hedonista que investigativa y reflexiva.
Todos los campos del saber humanístico tienen algo que decir y que explorar de la
cac. La literatura, el cine, el arte, la lingüística, la musicología y- ¡ bendito sea !- la historia, que
muy bien podría imprimirle contexto y perspectiva. Igualmente los estudios de marketing y la
fotografía gastronómica La cac también sirve para poner a prueba varios modelos teóricos.
Las ramas de las ciencias sociales- antropología, sicología, sociología nutricional-, y
las ciencias duras -química, biología, nutrición clínica- tienen algo que decir también. Las
últimas, por ejemplo, podrían iluminar, como indica Belasco, ‘ése eslabón invisible que se
pierde en la cadena alimentaria’ y no nos permite saber de dónde viene y cuál es la naturaleza
de alimento. En un momento en el que se privilegia la ‘transdiciplinariedad’ y el trabajo
investigativo grupal ¿no es la cac un terreno fértil sobre el cual desarrollar grados
universitarios novedosos o implementar centros de investigación ‘multidisciplinaria’?
Que no se le vaya la guagua a la UPR, pues como dijo Claude Lèvi Strauss, la comida
no sólo es buena para comer, sino también es buena....y muy buena, para pensar.
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