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VI. ECONOMIA Y ETICA
1. Los postulados éticos de la Teoría económica
El entronque ético de la Teoría económica se advierte ya en sus
comienzos anglosajones en el Siglo XVIII. Los reconocidos padres
anglosajones de la Economía, como Adam Smith y posteriormente John
Stuart Mill, asumieron un propósito éticorreformista en sus obras y
dictaban sus cursos desde Cátedras de Filosofía Moral. Con la excepción de
los desarrollos de la Escuela marginalista en la segunda mitad del siglo
XIX, que abogaría por una ciencia descriptiva y avalorativa, la intención
ética directriz se ha mantenido en Economía en planteamientos posteriores.
Baste citar los nombres de J.M. Keynes, K. Polanyi, J. Schumpeter, J.K.
Galbrait o más recientemente A.K. Le Sen para convencernos de ello. Hoy
la Socioeconomía, impulsada por A. Etzioni (The Moral Dimension:
Towards a New Economics, 1988), refleja las interrelaciones valorativas
del marco económico con el conjunto históricosocial y con el entorno
ambiental, sustituyendo la ficción del individuo aislado, que busca
competitivamente su enriquecimiento, por la persona socioeconómica, que
está constituida por un entramado de vínculos comunitarios y cooperativos.
También la Doctrina Social Católica forma un cuerpo organizado, de una
elaboración continuada a lo largo de más de cien años y cuenta entre sus
motivaciones éticas centrales con el imperativo de enclavar la libertad
económica dentro de la libertad humana integral.
Sin duda, en el origen de la Economía como ciencia se dejó sentir la
influencia de la Física newtoniana, que había asimilado la Naturaleza a una
gran máquina. Precisamente en el mecanismo de la oferta y la demanda, tal
como funciona en el mercado, encontró la Ciencia económica en sus inicios
el equivalente al orden mecánico del Universo, de tal modo que el
incentivo del autointerés en los intercambios comerciales jugaría el mismo
papel que el movimiento de las partículas elementales en Física. Su
antecedente está en los defensores de la ley natural económica,
representada en el siglo XVIII por la Escuela de los fisiócratas (sobre todo
por el francés F. Quesnay), en oposición al mercantilismo. El "laissez faire,
laissez passer" va a ser el nuevo lema económico en el Siglo XVIII,
contrario a todo resto de mercantilismo y que pondrá en la autocorrección
del sistema de la libre concurrencia la ley de su avance.
Adam Smith (1723-1790) es el primer teórico del liberalismo
económico. Sus obras más difundidas son Una investigación sobre la
naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones (1776) y Teoría de
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los sentimientos morales (1790). La búsqueda del beneficio privado es el
motor psíquico que desemboca automáticamente en la creación de riqueza,
al dinamizar los intercambios. Según un texto tópico del economista
escocés: "No esperamos comer gracias a la benevolencia del carnicero, del
cervecero, o del panadero, sino a la consideración de su propio interés. No
nos dirigimos a su humanidad, sino a su egoísmo, y nunca les hablamos de
nuestras necesidades, sino de su provecho". El bien público resultaría de un
modo natural de los mecanismos del mercado, sin necesidad de conducirse
por una intención éticofinalista. Ocurre, así, que lo que en la vida privada
tenemos por vicio, como es el egoísmo, llega a convertirse en una virtud
pública, según ejemplificaba Bernard de Mandeville con la fábula de las
abejas. Dentro del pathos de la Ilustración se da por descontado que la
Naturaleza es armónica y está en progreso, con tal que el hombre siga su
propia propensión a mercar y a permutar y no planifique el interés general.
Así, pues, la libertad de comercio, como secuela de una tendencia
psicológica y a la que se opone toda ingerencia externa en la fijación de los
precios y en las condiciones de trabajo, es el primer postulado éticopsicologista de la Economía liberal. Más tarde, sin embargo, Stuart Mill
escribiría los Principios de Economía Política (1848), cuyo principio
utilitarista iba a significar una primera restricción a la expansión de una
libertad individual por principio ilimitada, ya que la promoción de la
eficacia utilitaria en orden a procurar el bienestar general trae consigo la
separación entre las condiciones liberales de la producción y las de la
distribución justa, dependientes estas segundas de las leyes y hábitos
sociales.
Mill abandona en alguna medida el naturalismo precedente del homo
oeconomicus, partiendo por lo pronto del hecho constatable de que el
crecimiento demográfico no proporcionado a las subsistencias y la
existencia de rentas no productivas son factores retardatarios en la
producción, que no garantizan que el precio asignado por el mercado tenga
que ser el justo. Sin embargo, entiende la justicia económica
exclusivamente en términos de eficacia, y la libertad de comercio es en este
contexto un valor subordinado que hay que estimular no por sí mismo, sino
porque promueve el progreso.
Para estas teorías económicas hay un valor de cambio objetivo,
independiente de las estipulaciones humanas sobre los precios y sujeto a
sus propias leyes. He aquí el segundo supuesto ético de la Economía
clásica. Desde el paradigma ético librecambista se hará consistir el valor de
cambio de una mercancía en la cantidad de otras mercancías que pueden
ser intercambiadas por ella. En este intercambio toma parte el trabajo en la
medida de las mercancías, entendiéndolo no sólo como el esfuerzo que les
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es incorporado (labor embodied), sino primordialmente como el trabajo que
hace posible adquirir o comprar cada una de ellas (labor commanded) una
vez transformadas en capital. El postulado común a Smith y a Mill es que
la masa total de valor es constante. Es un modelo estacionario sobre el
equlibrio en el valor económico global, para el que no cuentan los
movimientos en la población y en los recursos.
Las objeciones éticas centrales al librecambismo son las que se dirigen
al psicologismo y utilitarismo implícitos respectivamente en los
tratamientos de Adam Smith y Stuart Mill, que les impiden tomar en
consideración la bondad de los intercambios como derivada de los fines de
los consumidores. En el primer sentido, una libertad entendida como juego
que se regula a sí mismo, y no ordenada a fines o valores en sí, no responde
al acto ético completo. Y en el segundo sentido, un trabajo puesto en
función de lo que con él se adquiere pasa por alto el título de dignificación
que significa para quien lo ejercita, o dimensión inmanente del trabajo.
Por su parte, el postulado del modelo estacionario del valor no se va a
mantener ya en Malthus (1766-1834), quien en sus Ensayos sobre la
población (1798) y sobre todo en su obra posterior Principios de Política
Económica pone por vez primera en relación el valor de la mercancía con
su coste social global y con los deseos de poseerla. La masa total del valor
no es invariable, no hay que darla por supuesta, sino que el problema está
en su formación. Esto se debe a que la dinámica interna al capital y al
factor tiempo impiden que el ajuste entre producción y consumo venga ya
dado como determinante del valor. La demanda es independiente de la
producción, depende del ahorro, en vez de estar regulada por el mercado o
creada por la oferta. Es la propia actividad económica en su carácter ético,
al poner en juego virtudes como la sobriedad y el autodominio, la que
regulariza el mecanismo ahorro-inversión.
Sin embargo, el correctivo más incisivo a las teorías eonómicas del
librecambio y de la objetividad del valor económico vendrá de David
Ricardo (1772-1823), quien, al no compartir el optimismo ilustrado, va a
transformar a radice los supuestos anteriores. Para Ricardo lo que da la
medida del valor de una mercancía es el trabajo, pero entendido ahora no
como inserto en el mercado, sino como desgaste físico y psíquico en su
agente (toil and trouble). La introducción en el valor de la mercancía del
capital fijo (tal como los instrumentos de trabajo, edificios y máquinas),
como admitían en la práctica los preconizadores del libre cambio, habría de
repercutir a la larga en un índice menor de mano de obra que cuando se
operaba sólo con capital circulante, por lo que se impondría, a juicio de
Ricardo y como medida de justicia para con el trabajo, la llamada ley de
hierro de los salarios. En otro caso la mano de obra se vería obligada a
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competir con la maquinaria, por cuanto el aumento de los salarios provoca
la baja de las mercancías con capital fijo.
Partiendo de estas premisas ricardianas, Marx (1818-1883) indagará las
causas de la adulteración del valor económico. Para ello fija la medida del
valor de cambio en el tiempo de trabajo socialmente necesario para la
producción de la mercancía, contable en horas de trabajo. Su conclusión
(Crítica de la Economía Política, 1859; El capital, 1867) es que si el
mercado no ajusta los precios al valor-trabajo, habrá de deberse a que hay
alguien que en el proceso de producción se adueña de una parte de la
fuerza-trabajo. Su teoría de las plusvalías da expresión a lo que entiende
como contradicción fundamental de la vida económica, que habría de
acabar arruinando al capital. Plusvalía absoluta es la diferencia entre lo
producido y lo pagado para el mantenimiento de la mano de obra. Y la
plusvalía relativa consiste en disminuir el tiempo que el obrero necesitaría
para su sutento mediante el aumento del capital constante. Estas plusvalías
están en el origen de los excedentes de superproducción. La concentración
del capital acaba deparando su contrafigura en los trabajadores sobrantes
no engranados en el sistema, que al final harán de sepultureros del
capitalismo que los había engendrado.
En réplica a Ricardo y a Marx, procede argüir que adoptar como patrón
de valor el trabajo no especializado, o cantidad física y psíquica de trabajo
genérico necesario para la producción de la mercancía, no hace justicia a
los diferentes trabajos especializados y concretos, en los que se expresa su
agente con sus aptitudes específicas y su creatividad personal. Es ésta una
objeción que se agudiza, si cabe, cuando se pone el valor de la mercancía
en la fuerza-trabajo en tanto que objetivamente medible en unidades
homogéneas de tiempo, y, por tanto, vaciando al tiempo de la duración
subjetiva vivida. El trabajo cualificado es para Marx reducible
cuantitativamente al trabajo simple, equivaliendo a un múltiplo suyo.
Otra objeción no menos decisiva a la concepción ricardiana del valor
económico es la que resulta de advertir que reduce el trabajo acumulado al
que se emplea en la producción de la mercancía final, sin contar con que la
productividad del capital es también un elemento que se añade al trabajo en
la determinación del valor de la mercancía. En este sentido, no todo trabajo
es igualmente productivo, aunque supusiera el mismo esfuerzo, pues el
trabajo opera ya con instrumentos más o menos idóneos o productivos.
La respuesta de la Ciencia económica a Marx vino de la Escuela
marginalista, casi coetánea con él, pues empezó a imponerse hacia el año
1870 y estaba representada entre otros por W. Jevons, K. Menger, L.
Walras y A. Marshall. Para este nuevo enfoque el valor de cambio viene
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determinado por el valor de uso, que es el que prestan al bien económico
sus usuarios. En los antípodas de la identificación del valor con el trabajo,
el valor se originaría en la utilidad inmediata de los bienes de consumo
directo, desde los cuales se transmite a los factores de producción. El valor
deja, así, de ser una magnitud oculta que hubiese que indagar más allá de
los precios del mercado. El valor básico está, por ejemplo, en el pan en
tanto que satisface la necesidad correspondiente, y de ahí va a la harina,
hasta llegar al trabajo agrícola, con sus aperos e instalaciones necesarias,
que convierte la simiente en trigo. Menger llamaba bienes de primer orden
a los de consumo directo (como el pan), dependientes causalmente de los
bienes de segundo (como la harina, la sal o los combustibles), tercero (así,
los molinos o el trigo, necesarios para la producción de la harina) y cuarto
orden (como los campos de cereales y los enseres agrícolas), a los que
deben sucesivamente su provisión1.
Desde estos nuevos supuestos se reintegra en el valor de los bienes
económicos, tal como lo fija el mercado en los precios, la perspectiva de la
demanda, que la teoría marxista había orillado. Si los precios se
determinaran por los factores de producción, ¿cómo explicar los precios de
los propios factores de producción? Más bien, el precio llega a cumplir una
función estabilizadora, en la que se equilibran los salarios, rentas e
intereses, verificándose así la interdependencia entre oferta y demanda. No
es cierto que el trabajo sea sólo una mercancía cuando se lo incorpora al
circuito del mercado, entre otras razones porque el hombre está tanto en el
origen de la producción del trabajo como en el origen de la demanda o
consumo. A más bocas, más manos. El mercado resulta ser un sistema
integrador, en el que concurren los distintos elementos productivos,
revelándose más eficaz que la planificación más centralizada, la cual es
siempre limitada en sus pretensiones. El economista austríaco F. Hayeck y
el nortemaericano R. Nozick han vuelto por los fueros del mercado que se
autorregula sin un propósito ético que lo oriente.
Sin embargo, en relación con estos planteamientos marginalistas
reaparecen bajo distinta forma algunas de las objeciones anteriores. Pues la
clave del valor económico es puesta en general en datos psicológicos,
tomados, ya del utilitarismo de J. Bentham, ya del primado del deseo —que
hace valorar más lo ausente— en L. von Ehrenfels. Se adopta la ficción del
homo oeconomicus, conducido por aquellos móviles psicológicos por los
que previamente se lo ha definido.
1
MENGER, C., Principios de Economía Política, Unión Editorial, Madrid, 1983, p. 51
ss.
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En este sentido, la Economía del bienestar de V. Pareto (1848-1923)
parte también del supuesto utilitarista, al establecer que un estado social es
óptimo si no puede aumentar el bienestar de alguno sin reducir el de otro.
La dificultad para aceptar este punto de vista se cifra en la medición de las
utilidades. El teorema de la imposibilidad de K.J. Arrow prohibe hacer
comparaciones interpersonales de utilidad, al establecer que no está
asegurada la transitividad de las preferencias individuales en las distintas
situaciones sociales (si a>b y b>c, esto no significa que a>c), ya que por lo
pronto la distancia temporal entre las preferencias impide que se las pueda
comparar en términos axiomáticos. Rawls, por su parte, opondrá al
utilitarismo que, al hacer homogéneos todos los sistemas de deseos,
fusionándolos, pierde de vista la pluralidad y particularidad de los
individuos.
J. Keynes (1883-1946) se adelantará a críticas posteriores al
marginalismo, al descubrir que no está garantizada la exclusión de las
interdependencias externas al sistema de mercado, como requeriría el
óptimo paretiano. Existen anomalías o efectos per-versos en la dinámica
capitalista, como la desocupación masiva y los atascos en la producción,
que le llevan a rechazar malthusianamente la noción de una demanda que
estuviese ya fijada en función de las preferencias psicológicas.
Análogamente, A.C. Pigou estableció hacia los años 20 el concepto
disfuncional de deseconomía externa, consistente en la diferencia entre el
coste privado y el coste social de las actividades económicas.
La teoría de la elección social ha puesto de relieve últimamente el
problema no resuelto de la derivación de los juicios de bienestar social a
partir de las preferencias individuales que se expresan en el mercado 2. El
equilibrio en los precios que impone el mercado no representa el óptimo de
bienestar para todas las condiciones, por cuanto la situación inicial de
equilibrio está en dependencia de la distribución inicial de las riquezas y
capacidades de que parte. En este sentido, Arrow ha propuesto reconstruir
una hipotética situación inicial en la que se acuerde lo que se va a
considerar económicamente justo, en sustitución del presunto orden
ajustado por los mecanismos autorreguladores del mercado.
2
SALCEDO, D., Elección social y desigualdad económica, Anthropos, Barcelona, 1994;
SEN, A., Bienestar, justicia y mercado, Paidós, Barcelona, 1997.