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Publicidad:
Ella, La Bella, La Traidora
María Alejandra Tortorelli
Cuando en 1866, el francés Jules Chéret logró sintetizar lo pictórico y lo tipográfico
en lo que sería el nacimiento del afiche, cuando el Moulin Rouge de Toulouse-Lautrec se
exhibió en el Salon des Indepéndants en 1892 “como si” fuese un cuadro, el arte
peregrinó fuera de sí mismo y devino extrañamente público. Desde entonces el virus de la
comercialización industrializada comenzó a infiltrarse para nunca volver a desaparecer.
He allí una permanencia. Cuando en los 60, el ingenio excéntrico de Andy Warhol,
conduce el logo publicitario de las sopas Campbell, del ketchup Heinz o del detergente
Brillo de las góndolas al espacio artístico; cuando, al mismo tiempo, Robert Rauschenberg
inscribe y superpone, dentro del marco de “lo pictórico”, reproducciones fotográficas de la
Venus de un Velázquez o de un Rubens junto a la imagen de un helicóptero, un camión,
una llave, un mosquito, etc., la visibilidad de una otra cultura comienza a subir a la
superficie. Desde entonces, dos sentidos de un mismo camino —comercialización del arte
y estetización del mercado— hallan su ambiguo punto de convergencia. Los lugares,
convengamos, ya no están en su lugar.
La técnica es implacable. Mientras acompañó el carácter único y perdurable de
todas las cosas —desde un pan hasta una obra de arte— los conflictos fueron otros. Lo
que en todo caso vino a alterar ese estado de cosas irrepetibles, singulares y perennes
fue la reproducción técnica. Con la repetición, el estatuto del original llegó a su fin y, con
él, el de toda una cultura allí fundada. Fue la posibilidad de la reproducción lo que
transformó a la sociedad en una sociedad industrial, al arte en arte comercial y al objeto
en producto. Mientras la imagen disfrutó de la quietud del original y de un soporte no
repetible, la permanencia fue un valor. Duplicada y multiplicada, el codiciado original, el
estatuto precioso de toda cosa, perdió su aura y, con él, su singularidad. La
industrialización, la reproducción afectaron no sólo a la cultura del arte sino a la cultura
toda. De las bellas artes a las “malas artes aplicadas”, de lo singular a lo seriado, etc., la
revolución técnica de la imagen rompió la piedra y marcó otro rumbo. Desde entonces, el
movimiento y la velocidad no han hecho más que acelerar virulentamente aquellos
primeros atisbos de los dobles.
Los inmortales no se hacen fotos unos a otros. Dios es luz, sólo el hombre es
fotografía, pues sólo el que pasa y lo sabe quiere perdurar. (Regis Debray) Nosotros, en
cambio, vivimos como si fuéramos perennes: derrochando imágenes y construyendo
edificios traslúcidos; produciendo y re-produciendo a toda velocidad aquello que está
llamado a permanecer sólo un instante. Si hasta ayer fuimos un mapa trazado en la
piedra, hoy somos una huella en el agua donde el “sitio” ni siquiera es un lugar. En esta
superficie acuosa de pantallas líquidas, vale más una imagen en el aire que cien cascotes
filosofales. De la era industrial a la post industrial, de la era de la reproductibilidad técnica
a la digital (and counting), la imagen es original y la velocidad su soporte evanescente.
Desde entonces, todo llega para irse y el consumo es, entre otras cosas, práctica
cotidiana de nuestra propia consumación. En esta época donde la realidad se ha visto
definitivamente inoculada por la imagen, el mundo es una sala de espejos donde todo es
copia y original a la vez. El mimetismo es radical y nada ni nadie lamenta la pérdida de
original alguno. Si la era de la Ilustración y el Enciclopedismo fue un mapa de márgenes
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precisas y territorios delimitados, la era visual post-(todo) se inscribe en el agua. Hoy se
navega. Metáfora o no, la circulación de imágenes es tal que se requiere de otra lógica
para interpretar sus mutaciones, transfiguraciones, ambigüedades y demás. La idea
siempre corre más lenta que la imagen.
En esta vertiginosa imaginería colectiva que nos produce a la vez que nos devora,
la publicidad es algo así como un mar de fondo o, mejor, un efecto de superficie. Colma
nuestros espacios, recubre nuestros cuerpos, nos produce y reproduce a imagen y
semejanza. Hasta la intención de sustraerse a su hegemonía se ha vuelto un signo
diferencial publicitario: Sé vos mismo. Como fenómeno infinito, como presencia absoluta,
la publicidad es, sin lugar a dudas, obligado referente de la iconografía de nuestra época.
Más allá de su misión específica de promover productos y generar consumidores, ella se
revela como una expresión de visibilidad extrema. Ella es, definitivamente, una práctica de
la imagen y, como tal, a la vez que la fabrica de ella se alimenta. Circuito cerrado: imagen
que se alimenta de la imagen. Mas, no cerrado sobre ella misma.
Si hubo un tiempo en que la publicidad germinó parasitaria en las márgenes de las
bellas artes, hoy no necesita de margen alguna para emerger. Los publicitarios, esos
nuevos “creativos”, casi por generación espontánea, florecen en un mar de éxitos. Es que
hoy lo “parasitario” se ha vuelto original y las bellas artes no son ni tan bellas ni tan artes.
Lo propio de este tiempo radica en no tener nada propio. Y la publicidad no sólo no es una
excepción sino quizá el mayor exponente de semejante “pastiche” tecnológico y estético.
Ella —la bella, la traidora—, todo lo “imita”: arte, cine, literatura, ciencia (hasta la “caca”
hoy es dermatológicamente testeada). Mas, no siendo específicamente ninguna de ellas,
lo es todas por igual gracias a una suerte de traslación iconográfica. De los tensioactivos
(Skip Intelligent) a La Última Cena (Renault Clio2), de los Miró y los Van Gogh (Camel) a
los lactobasillus (Serenísima), de Win Wenders (Reanult) a Dogma (Nike) las fronteras se
diluyen.
Superposiciones,
montajes,
collages,
pastiches,
sobreimpresiones,
extrapolaciones de códigos, etc.; todas las narrativas, todos los recursos creativos están a
su disposición y, de hecho, no los desaprovecha. Abreva en el arte, pero no es arte,
abreva en el cine pero no es cine, en la literatura pero no es literatura, en la comunicación
pero no es comunicación. Es que en la época de la “copia original” se puede ser todo por
la imagen sin ser nada originalmente. Una vez más, el mimetismo es radical. Mas si la
publicidad en todo abreva, o en casi todo; todo o casi todo se le termina pareciendo.
Propagación, propaganda, publicidad: Arte espurio, comunicación bastarda o auténtica
polimorfa?
Si algo produjo la repetición y la re-producción técnica fue la homogeneización de
los productos. Lo que antes era diferente por el mero hecho de ser único, hoy se ha vuelto
homogéneo por el mero hecho de ser 1+1+1+1+1... ad infinitum. Pero, si todos los
productos son iguales, es evidente que el rasgo distintivo no ha de pasar por ellos mismos
sino por toda la parafernalia iconográfica que a su alrededor se construye. Allí donde sólo
hay semejanzas se vuelve imperioso crear diferencias. Y esta es la función que cumplió y
cumple toda la investidura publicitaria y el imperio todo del diseño. En otras palabras,
convertir un producto sustituible en un signo diferencial —signo diferencial que se inscribe
no sólo en el producto, claro está, sino sobre todo en aquel que lo posee— es la consigna
de base que sostiene y mueve a toda la creatividad publicitaria.
Es justamente en este marco del “derecho a la creatividad” que ciertos gestos de
oposición persisten. La creatividad de “creativos”, se dirá, es una creatividad orientada,
exclusivamente, a producir productos o, mejor dicho, a producir una diferencial en el
producto. En otras palabras, es una creatividad lisa y llanamente concebida como una
función de mercado. Del otro lado, la creatividad de “artistas” —cuya intencionalidad y fin,
se dirá, reside en sí misma— le recuerda que la marca es un estigma. Así, si el artista
está formado para la gratuidad del mensaje, por decirlo de algún modo; el creativo está
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formado para el éxito de venta. Si del arte se exige que sea una expresión desinteresada,
una pura comunicación y la mayor de las provocaciones; de la publicidad se espera que
sea complaciente y persuasiva. Clientes y consumidores, agradecidos. El producto de uno
—si se lo puede llamar así— está en la expresión misma; el producto del otro, en las
manos del consumidor y el bolsillo del cliente. Como “arte” por encargo —se dirá— el fin
de la publicidad no está en producir eventos artísticos, culturales y/o comunicacionales
sino en imprimir el logo que finalmente todo lo hace posible. Su creatividad meramente
productiva resulta altamente condenable.
Dado el antagonismo, los “espurios” se defienden: hoy todo circula dentro de una
estrategia de marketing: Nadie escribe un libro para guardarlo en el cajón del escritorio,
nadie hace una película para mostrársela a su familia, nadie pinta un cuadro por el puro
gozo del instante de gracia que la creación promete, etc., etc., etc. A la hora de sacar a
luz la genuina expresión del artista, inevitablemente y necesariamente, se habrá de entrar
en una lógica de la oferta y la demanda. En síntesis: el arte también es un producto y,
como tal, se promueve. La equivalencia, convengamos, suena falaz y peligrosa. Por un
lado, aplanar el territorio y emparejar las expresiones todas —desde Tinelli hasta Kuitca—
bajo el manto de lo artístico y lo comunicacional es tan riesgoso como aplanarlo todo bajo
el paradigma del marketing imprimiéndole a cada manifestación la misma intencionalidad
de producir un producto para la venta. No sabemos, y probablemente cada vez sepamos
menos, si la diferencia es suficiente pero, al menos, pareciera ser necesaria. Y, sin
embargo, toda oposición siempre abre una hendija.
Más allá o más acá de las tradicionales condenas y/o absoluciones, más allá o
más acá de las consabidas y renovadas resistencias, una franja de “híbridos” fenómenos,
de manifestaciones ambiguas, de emergencias “parasitarias” renuevan cierto grado de
incertidumbre a la vez que desafían nuestros clásicos criterios a la hora de interpretar la
fugacidad de nuestra época. Una vez más, expresiones dislocadas señalan en ambas
direcciones a la vez. Una vez más, el juego ambiguo de formas y des-formas desafían lo
inerte. El efecto Warhol —ni expresionismo abstracto ni estética publicitaria; Pop —es ese
punto de inflexión, esa fina línea entre el glamour y la mierda, como dice Barbara Kruger,
donde “las propiedades de lo propio” —del arte y de la publicidad, en este caso— habitan
bajo una misma mueca de gasto y de ironía. El efecto Warhol dispara en ambas
direcciones: la cultura del consumo, por un lado, y el hermetismo autorreferencial de un
arte que se supone a salvo, por el otro.
Si la publicidad —hija pródiga de la repetición, la reproducción, la velocidad y la
imagen— es ella misma un producto corre los mismos riegos de aquello que promueve.
Como los productos que, a fuerza de producirse, se han vuelto sustituibles,
intercambiables, homogéneos; el mismo destino acecha a la publicidad. Luego, si ella no
produce para sí una diferencia puede estar llamada a neutralizarse o a desaparecer en
una masa homogénea de mensajes equivalentes y sustituibles. Un siempre más de lo
mismo al mejor estilo de: El blanco más blanco, el vos también vas a brillar, el "Ser" vos
mismo, el sé diferente, el todo va mejor con... Es aquí donde, ya no por una estrategia de
mercado sino por un propio agotamiento de sus códigos, la publicidad (o aquello en que
devenga) hoy busca para sí una suerte de un “más allá de la publicidad” en la publicidad
misma. Cada vez más el producto es lo de menos. Como si el “producto” fuese, después
de todo, el comercial mismo y el auto, la sopa o el jabón apenas una excusa para
comunicar otra cosa. Cuando la “creatividad meramente productiva” se reproduce a sí
misma provocando otra cosa, la publicidad vuelve sobre sí y se disloca. Las expresiones
son mínimas más no por ello insignificantes.
Quizá sean el húngaro criado en NET Cork, Tibor Calman —creador del estudio de
diseño Mico, editor de Colora, director de arte de Interview y Art Forum— y el italiano
Oliverio Toscani— ideólogo y fotógrafo de Benetton que condenó la ética esvástica de la
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publicidad arremetiendo con un realismo sufriente— los dos referentes más elocuentes a
la hora de ilustrar esta suerte de desplazamiento interno, de trasgresión inmanente al
propio campo de la publicidad. Condenar desde afuera siempre ha sido sencillo. El mayor
desafío, en todo caso, es encontrar las grietas en el muro, como sugería el propio
Kalman, desde el interior mismo del productivismo exitoso. Sea como fuere, a favor o en
contra, lo que es indiscutible es que ambos generaron dentro de la misma publicidad un
corrimiento que no tendría retorno poniendo en evidencia que la creatividad, en todo caso,
no es propiedad de una sola práctica y que su lugar de procedencia no es condición
suficiente para su condena.
Muchos son los códigos que se han agotado; y no sólo en la publicidad. En
muchos ámbitos del saber, el arte, la política, etc., la creatividad “productiva” —ese más
de lo mismo— sólo atina a repetir modelos y a cristalizar estructuras aún cuando éstas ya
han mostrado señales acabadas de tedio generalizado. Es cierto que, en la publicidad,
fenómeno total y omnipresente si los hay, las expresiones diferenciales de creatividad son
escasas. Pero también los son en el arte, en la política, la educación, etc., etc., etc. Lo
cierto es que ninguna práctica tiene su dignidad garantizada, menos aún comprada. El
arquitecto Sean Griffiths de FAT (Fashion, Arquitecture, Taste) rompe el espacioTaste not
space (Gusto, no espacio) y lo hace desde dentro de la propia arquitectura. La agencia
holandesa KesselsKramer desafía la lógica del mercado y crea una marca antes que el
producto: La marca es “DO” y la consigna es “Hacé”, hacé algo con el producto, que el
producto devenga un hacer y no un mero consumir. La “creatividad diferencial o creativa”
—por llamarla de algún modo— aquella capaz de generar una provocación, de inscribir
una diferencia, de producir un desplazamiento, más que una demanda regulada por la
lógica del mercado es una exigencia y un desafío que a ella se sustrae. Si el
ordenamiento, el saber, la grilla de inclusión/exclusión que alguna vez dio consistencia
interna y legitimidad al arte y al museo como su lugar de representación hoy se ha
agotado, ¿dónde tiene lugar “el arte”?
En estos días, el rostro de Jesús, actualizado según la estética imperante, y una
nueva versión norteña de La Última Cena visitaron nuestra pantalla cotidiana. El Clío de
Renault, nuevo vehículo de peregrinación, levantó una polvareda tan efímera como la
imagen misma. Es que, cuando todo se ha vuelto imagen, ¿cuál es la más espuria? ¿Cuál
le pertenece a quién y de qué modo? Comunicación y consumo, arte y publicidad, hasta la
iglesia se ha vuelto un cliente. Nada está llamado a permanecer. Y para lo que ha de venir
no hay mapa trazado de antemano.
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