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Las enseñanzas de Katrina Alejandro Feijóo Un día el huracán Katrina pasó por Estados Unidos y comprendimos que con el cambio climático no se juega. Bien podría ser éste el resumen del sentimiento que recorrió buena parte del mundo, al menos del mundo occidental. Es lo que tienen las catástrofes naturales cuando se producen en países que parecen estar exentos de padecerlas, o que al menos cuentan con la suficiente dotación de recursos para hacer frente a sus consecuencias. En este desgraciado suceso se concatenaron ambas circunstancias: un fenómeno natural muy poderoso y la impresión de una administración a todas luces desbordada. El resultado es por todos conocidos: un número indeterminado de muertos, heridos y refugiados; una economía devastada, y millones de familias sin hogar; todo ello sin inventariar las sospechas de discriminación racial que recaen sobre la actuación del gobierno Bush. El mundo al revés Sin embargo, los huracanes no saben de razas, ni de diques adelgazados por la falta de presupuesto ni tampoco de ciudades, como Nueva Orleans, que se encuentran por debajo del nivel del mar. Los huracanes arrasan cuanto encuentran a su paso. Así ocurre desde el inicio de los tiempos y nada indica que vaya a dejar de ser así. Lo que aquí nos proponemos es bucear en las causas por las que estas circunstancias meteorológicas arrecian cada año con más fuerza. Tras esta tragedia no deja de alzarse la sombra del Tsunami que arrasó la costa pacífica en diciembre del año pasado. Sequía en África, inundaciones en el centro de Europa; huracanes en América del Norte y el Caribe, incendios en la península Ibérica. Cosechas devastadas con la consiguiente hambruna, cultivos yermos e inservibles que obligan a la migración, ciudades anegadas en el corazón del continente europeo; millones de hectáreas boscosas convertidas en reservas de cenizas. Temperaturas cada año más altas, glaciares que se desprenden de sus hielos ante el calentamiento de las aguas; especies marinas que desaparecen sin remisión… Carrera hacia la nada ¿El mundo está loco? No. O sí, pero no por generación espontánea. Muchos de estos sucesos son consecuencia directa de lo que actualmente conocemos como cambio climático; esto es, los efectos del quehacer humano sobre los fenómenos meteorológicos. A pesar del rigor científico que requiere el abordaje de este tema, la cuestión, a fuerza de simplificar, no deja de ser simple: el modelo de desarrollo del ser humano moderno no es sino una carrera sin sentido hacia la destrucción del medio natural. La política energética de los países más contaminantes del mundo no admite dobles lecturas. Todos ellos apuestan fuertemente por las fuentes de energía perecederas (fundamentalmente petróleo y carbón), cuyas emisiones destruyen a pasos agigantados el medio natural, con el calentamiento global del planeta como funesto telón de fondo. La metáfora acaso más triste de esta realidad es que se trata de recursos energéticos que tienen los años contados. El petróleo se acabará, por más que las grandes corporaciones no dejen de horadar territorios vírgenes en busca de nuevos yacimientos. Resulta evidente que la implantación de la conciencia medioambiental en numerosos sectores de la población es una de las grandes victorias de finales del siglo XX. Poco más de treinta años atrás, ‘ecología’ no era sino un término producto de mentes trasnochadas que erraban en el diagnóstico de los problemas de la sociedad. Hoy en día se enseña en los colegios, aunque no sea más que transversalmente. ¿Qué hacer? Sin embargo, la voracidad parece no tener límites, ni límites en su apetito ni límites de velocidad. Por poner solo uno de los millones de ejemplos podría nombrarse la metamorfosis de la mayoría del litoral español, con su paisaje de edificaciones vacías nueve meses al año. En cuanto a la velocidad también está claro: la codicia corre más rápido que la conciencia. El enorme esfuerzo educativo que supone, por ejemplo, formar a los alumnos en el reciclaje selectivo de residuos se enfrenta a los vertidos contaminantes que en solo unas horas puede destruir para siempre el equilibrio de un humedal. Los científicos que no han sido tentados por las grandes corporaciones para defender sus posturas pro industrialización feroz, ya han advertido de que acaso nos encontremos ante un proceso irreversible, o cuanto menos difícilmente reversible. Como educadores intuimos que uno de los principales obstáculos para una formación eficaz en valores medioambientales, consumo responsable y tantos otros loables etcéteras, radica en cómo revertir esa sensación de que poco queda por hacer. No. Queda por hacer y mucho, y la mayoría de esta tarea pendiente se encuentra en nuestras manos. En nuestras pequeñas manos de usuarios de transporte público, de consumidores no voraces, de turistas limpios y respetuosos, de paseantes que no encienden barbacoas. No queda otro camino que sumar granito de arena sobre granito de arena para intentar salvar lo nuestro, nuestro hábitat, nuestra gran casa que es este bendito planeta maltratado. No es hora de lamentos. Ni siquiera es hora de extraer conclusiones y regodearnos en ellas. Es hora de actuar. 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