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Ética, antropología y minería
Gabriel Arriarán Germán-Palacios
Prólogo
El siguiente ensayo surgió a raíz de una discusión que se sostuvo durante semanas en la
lista de correos de la que participan varios antropólogos de la PUCP y que desembocó
en una reunión en la que algunos de ellos expusimos ponencias relacionadas con los
problemas que actualmente enfrentan a las empresas mineras y a comunidades
campesinas y nativas.
He decidido dejar la ponencia, que en aquel entonces me propuse realizar,
prácticamente intocada y mantener la forma en la que, originalmente, se pensó: una guía
para conducir una exposición oral; aún cuando corra el riesgo que lectores ajenos a la
lista de correos no lleguen a entender algunos detalles por ignorar el contexto.
El problema que me convoca, la tensa relación entre empresas mineras y comunidades
campesinas o nativas, tiene una doble vertiente. Por una parte se encuentra, tal como
pude constatar con el cómo se llevó a cabo la discusión entre los antropólogos de la lista
de “Yahoo”, que es bastante difícil pensar y hablar de una tema como este sin involucrar
juicios morales, que surgen espontáneamente al calor del debate y que hunden el
problema en declaraciones de principios. Por eso, una de las aspiraciones de este ensayo
fue disolver el juicio moral con el que, según mi opinión, se conducía el debate, para
reubicar la discusión en el ámbito al que pertenece: la política. La paradoja en la que el
meteórico desarrollo de la minería nos ha puesto es ante todo un problema de orden
político, y esto es tan obvio que muchas veces se olvida.
Pero, por otro lado, cada ciudadano participa desde su propia perspectiva. Si a la
academia de antropólogos le preocupa el tema de los conflictos entre mineras y
comunidades es porque este la afecta de manera directa: la minería se ha convertido en
una de las principales fuentes de trabajo para los egresados de las facultades de
antropología. Y aunque, hasta ahora último no se haya tratado de manera abierta y
pública la posición de los etnógrafos como mediadores entre minas y comunidades, esta
ha sido la fuente de una profunda problematización de índole ética: ¿está bien trabajar
para una transnacional minera? ¿No va esto en contra de mi formación como
antropólogo?
Consecuentemente, las salidas que encuentro a los problemas entre minas y
comunidades surgen de esta problematización y de su reflexión, mediadas además por
mis intereses personales: la filosofía y la literatura. Es a partir del pensamiento y la
escritura que encuentro la respuesta: la participación y el libre flujo de la información,
que facilitan la toma informada y consensuada de decisiones en torno a un único
objetivo: el interés común. Nada nuevo, muy simple y, sin embargo, de acuerdo con
nuestra historia y la estructura de nuestro Estado, un problema cuya solución es al
mismo tiempo de difícil implementación y de una necesidad imperiosa.
Abriendo la chacra
La siguiente exposición fue pensada para ser expuesta en público, como
producto de la espontaneidad de las discusiones vertida en una lista de correos de
Yahoo. Hoy, es imposible ser espontáneo, ya fue. Sin embargo, me gustaría que
tomaran esto en cuenta, porque he decidido no cambiar el carácter con el que este
ensayo surgió, eminentemente oral.
El propósito de mi presentación tratará de elucidar cual es la relación entre cosas
tan radicalmente diferentes como la ética, la antropología y la minería, enfocando mi
reflexión en los problemas concretos que esta relación viene causando y, al final,
tratando de darles alguna salida. Para tal fin, utilizaré las definiciones con las que
normalmente se piensa cuando se habla de minería, de ética y antropología. Las
definiciones que obtenga nos servirán, a manera de chaquitaqlla, para romper el terreno,
para darle vuelta y prepararlo para la siembra, eliminando en el camino a los prejuicios
que frecuentemente nos asaltan, como la mala hierba, cuando enfrentamos este tema.
Fatalmente, la reflexión muchas veces se parece a la agricultura de nuestras
comunidades alto andinas, que invierte el mayor esfuerzo en preparar la chacra para
luego obtener una cosecha que no remunera con justicia su trabajo.
Diremos que la ética y la antropología son cosas diferentes, que corren paralelas
y que poco o nada tienen que ver entre sí pero qué, por causas circunstanciales, en este
caso la minería, sus caminos se cruzaron.
Me parece importante señalar, que al hablar de ética es siempre necesario tener
el cuidado de establecer preliminarmente la contingencia de cualquier afirmación. Por
eso les hablaré en primera persona. El valor de lo que aquí intentaré expresarles reside
en ser una simple opinión; discutible como cualquier otra, perfectible por las
valoraciones que se le puedan hacer, pero en todo caso, será siempre mejor a no pensar
nada.
Qué es la ética
La ética es parte del quehacer filosófico, es decir, que a diferencia de la
antropología, no es descriptiva. A muy grandes rasgos, a lo largo de la metafísica
occidental se han manejado dos concepciones de la ética diferentes. La primera es
aquella que tiene que ver con el porqué y con el cómo vivimos la vida que a cada uno
nos ha tocado. En ese sentido, ella puede ser perfectamente expresada por las acciones
de una persona, por su propia vida, y no tiene que, y probablemente no pueda, ser
enunciada. Por otro lado, se encuentra una definición más bien preocupada por la vida
en sociedad, es decir, por la política, que con el surgimiento del cristianismo se
transforma en la reflexión general sobre el bien común. Me parece que fue este tipo de
razonamiento el que la gran mayoría tuvo en mente cuando se propuso un tema como el
que hoy me ocupa. Pero, particularmente, me rehúso a utilizar la palabra “bien”, por la
cantidad de connotaciones que arrastra y prefiero reemplazarla por “interés”. La ética se
conforma por las acciones que nos conducen al interés común. Y entonces se transforma
en una cuestión fundamentalmente política. Lo que me interesa es pensar a la política
etimológicamente. La raíz de la palabra política viene de polis (πολις) que en griego,
significa ciudad. La política es entonces la vida en ciudad, la participación de la gente
como ciudadanos de un pueblo, de un Estado que, como tales, heredan históricamente y
se imponen una serie de normas de convivencia, contingentes, y sin verdad apriorística
alguna, que se adaptan a sus condiciones y necesidades. Ética y política: el rincón del
mundo que llevo dentro. Ética y política: la tierra que me vio nacer y en la que quiero
vivir. Ética y política: el mar que me acogerá cuando llegue la hora.
Qué es la minería
Evidentemente la minería es una actividad económica extractiva. Pero, ¿es tan
sólo eso? La gran minería tiene varias dimensiones: histórica, simbólica y sistémica.
Aunque no olvidemos que este tipo de minería no es el único que se realiza en el Perú.
La minería es una actividad que carga, para los peruanos, con un pesado lastre
simbólico. Desde la colonia, la gran minería ha estado controlada por una potencia
extranjera aliada con una élite criolla que, de una forma u otra, se las han ingeniado para
encontrar en ella tanto una forma de enriquecerse como de controlar y gobernar a la
población. Desde la imposición del sistema de mitas, pasando por las expropiaciones de
tierras a las comunidades indígenas entre finales del siglo XIX y mediados del XX,
hasta el polémico Cerro Quilish y Yanacocha, la gran minería ha resultado ser una
actividad económica con una sofisticada originalidad política, encontrando siempre la
manera de crear, sustituir o transformar mecanismos de opresión y represión. No es
ningún secreto, ni nada por lo que tengamos que poner el grito en el cielo: la minería ha
provocado, desde hace siglos, efectos perversos entre las poblaciones menos favorecidas
del Perú. Que los problemas que ahora enfrentan a las comunidades campesinas contra a
las compañías mineras no nos parezcan nuevos.
Actualmente, esta actividad económica se encuentra íntimamente asociada con
una ideología neoliberal que constantemente nos fuerza a olvidar sus reales
dimensiones. Ante las protestas en Cajamarca por la exploración del Cerro Quilish,
escuché, no pocas veces, que por el malestar de unos cuantos no se podía sacrificar la
llegada de la inversión extranjera que, a fin de cuentas constituye, tal como está el patio,
uno de nuestros principales intereses nacionales. Estas afirmaciones nos fuerzan a
pensar a los problemas que la actividad minera conlleva como si fueran casos aislados:
el Cerro Quilish, Las Bambas o Tambogrande, y olvidamos que, por la extensión de su
impacto, tanto en nuestra sociedad como en nuestros recursos, la minería ha provocado
un problema nacional. La actividad minera indudablemente es uno de los pilares de
nuestra actual política económica1 y, como tal, algo que, definitivamente, se encuentra
fuera del ámbito de la discusión pública: los peruanos de a pié tenemos tan poca
capacidad para influir en el Ministerio de Economía como en el de Energía y Minas. La
minería está intrínsecamente asociada con un Estado centralista y vertical, que impide
expresamente la participación pública en el diseño de políticas que impactan
profundamente en la vida de todos sus ciudadanos. Por otro lado, tengo la impresión
que en Lima, probablemente por la vocación centralista que los limeños compartimos
con el Estado peruano, es bastante raro oír preguntas como ¿cuál es la proporción de
metales pesados que ingiero cada vez que bebo un vaso de agua?, mucho menos quejas
del tipo: ¿por qué ahora ya no podemos comer un chupe de camarones pescados en
Y eso es algo que los mismos mineros reconocen. En una de sus publicaciones: Teoría y acción del
mundo minero (Octubre, 2004) se publicó un texto titulado: “Manifiesto. Perú: país minero” que dice
textualmente: “la industria minera peruana ha logrado en la última década una posición de liderazgo en el
mundo y se ha constituido como eje de la economía nacional representando más del 50% del valor de las
exportaciones, 5% del PBI y generando empleo directo e indirecto que hace que más de 1,5 millones de
peruanos dependa actualmente de ella para su sustento y desarrollo. La minería es, además, la principal
contribuyente al impuesto a la renta que recauda el Estado”
1
nuestro río? Pareciera como si los limeños fuéramos inmunes a los efectos de la minería
y viéramos a los movimientos de protesta que surgen en provincias como si estos
sucedieran en otro país.
Por otro lado, me parece que los antropólogos se han acostumbrado a imaginar a
la minería como si esta sólo involucrara a las actividades relacionadas con la extracción
de minerales. La gran minería, involucra una complicadísima división del trabajo y una
lista extensísima de profesiones y de oficios: están quiénes se encargan de la voladura
de los cerros, los conductores de maquinaria pesada, los geólogos, los administradores
y, también, para tratar con las comunidades que rodean a los campamentos mineros, los
antropólogos. El rol más importante en el que hoy en día se han encorsetado algunos
antropólogos, se encuentra dentro de la actividad minera, y no fuera de ella, como a la
mayoría les gustaría creer.
La gran minería no es el único tipo de minería que se realiza en el Perú. A lo
largo de las discusiones generadas por la lista de correos, se pensó a la minería
asociándola con el gran capital internacional, como Yanacocha por poner un ejemplo,
que llega a nuestro país gracias a las facilidades que nuestro Estado concede, que ofrece
trabajo a unos cuantos miles de peruanos, que exporta el mineral hasta agotarlo, para
luego salir del país dejando tras de sí graves secuelas ambientales y sociales. Sin
embargo, se olvida constantemente que la actividad minera no es homogénea. La
minería artesanal, realizada sin ningún tipo de seguridad ni de sistemas de prevención,
es también un problema grave. Por mencionar un caso: los lavaderos de oro en uno de
los afluentes del Tambopata que, curiosamente, se llama Malinowski, en el
departamento de Madre de Dios. Estos lavaderos vienen siendo explotados por
pequeños extractores, muchos de ellos con antecedentes policiales oscuros que
encuentran en esta actividad el escondite perfecto para desaparecer por un buen tiempo.
Los lavaderos del río Malinowski han generado, desde hace décadas, graves conflictos
con las comunidades nativas vecinas, invadiendo sus territorios y contaminando sus ríos
con mercurio. Sin embargo, y probablemente por lo dispersa que la pequeña minería es,
los problemas que ocasiona rara vez salen a la luz pública y menos aún se convierten en
materia de debate.
Evitemos entonces, hablar de minería sin tomar en cuenta a todas las
dimensiones que ella ocupa: su origen histórico, su carga simbólica, su funcionamiento
sistémico ni su heterogeneidad.
Qué es la antropología
Finalmente la pregunta que seguramente todos nosotros nos habremos hecho
más de una vez: ¿qué demonios es la antropología? Propongo que nos ahorremos los
ríos de tinta que han derramado los antropólogos contemporáneos al respecto, y que
observemos no lo que se dice de la antropología, sino como esta se comporta. Toda
ciencia, para ser tal, necesita de un objeto, de un método y de una comunidad que
legitime el conocimiento que produce con el título de “científico”. La antropología
cumple con todas estas condiciones: tiene un objeto: la cultura, por más endeblemente
definido que este esté; tiene un método: el trabajo de campo y la observación
participante, que precisamente caracterizan a la antropología; y finalmente, funciona
dentro de una comunidad académica2, que dicta qué cosa es o qué cosa no es
conocimiento antropológico. Que una ciencia sufra transformaciones internas no
significa que abandone su carácter científico. Miremos qué es lo que los antropólogos
hacen y encontraremos que, a pesar de lo que se pueda decir, en la medida que los
etnógrafos sigan investigando, seguirán consumando el carácter de ciencia de la
antropología. La antropología, en la medida en que se encuentre fatalmente ligada con
la realidad, siempre que se ocupe de hechos sociales, será una actividad descriptiva.
La mala hierba
La ética antropológica: ¿existe?
Aunque a primera vista, el tema que a continuación trataré aparente tener poco
que ver con los problemas que nos han reunido, a medida que se vaya desarrollando la
reflexión, su relevancia saltará por sí misma. Les pido entonces un poco de paciencia.
Esta es una idea que he percibido no pocas veces entre los antropólogos:
pareciera ser que por el mero hecho de haber estudiado antropología se espera que los
antropólogos se comporten de una determinada manera, es decir, que asuman un rol. Por
experiencia, y repito es sólo una opinión, el “rol del antropólogo” conlleva una especie
de código de conducta, un ethos (ήθος) y una serie de creencias que pareciera se
desprendieran naturalmente de la propia antropología y que ojalá pueda ejemplificar
bien: una particular preocupación por problemas, como la pobreza, y por lo tanto, un
compromiso social, la candidez del antropólogo que llega por primera vez a una
comunidad serrana o amazónica, las historias que muchos de nosotros contamos acerca
de experiencias definitorias, tales como la ingesta de ayahuasca o, aunque no lo crean,
también del contacto con ovnis, nuestro entrenamiento como chamanes de una tribu de
la selva, incluso hasta una determinada manera de vestir o de decorar nuestras casas. En
general, lo que se me ha hecho difícil tratar de comunicar es que se piensa que los
antropólogos forman un grupo con una cultura con sus propios mecanismos de
adscripción: toda una parafernalia, variada, vaga y dispersa, como la propia cultura,
pero hasta cierto punto coherente, que los antropólogos utilizan para representarse a sí
2
La comunidad académica en el Perú, no es pues, precisamente, el círculo de Viena. Pero de hecho es un
círculo, o mejor dicho, una argolla. Desde mi punto de vista, aún cuando muchos de los etnógrafos hayan
realizado sus estudios de postgrado en Francia, Inglaterra o en Estados Unidos, o tal vez precisamente por
eso, el perfil del antropólogo en el Perú es eminentemente pueblerino. Antropólogos son los que pueden,
y en provincias, los que quieren y no pueden. En nuestros cursos de antropología es veladamente
obligatorio leer a Foucault y olvidar a Guamán Poma. La comunidad antropológica peruana es heredera
de un pasado colonial, y se funda a través de la reproducción de prácticas sociales originarias de las clases
medias y altas en contextos intelectuales, realizando investigaciones de escasísimo interés público,
destinadas a perderse en lo intrascendente. La ausencia de la comunidad antropológica en el diseño de
normativas y líneas de acción, confirma su irrelevancia política.
Es este un pueblito del alto medioevo italiano, en el que las grandes familias, como los antropólogos que
tienen cierto prestigio, se conocen personalmente, lo que permite que cada antropólogo se “ubique” con
respecto al otro, en un ejercicio de medición del rango social, por la universidad en la que enseña o
estudia, por la cantidad de publicaciones, por los títulos académicos obtenidos o por las redes sociales que
manejan, más que por la búsqueda de un pensamiento propio, de tal forma que la crítica, un aspecto
fundamental de cualquier academia, es demasiado diplomática o está mediada por prácticas menos
rigurosas que cortesanas. La incólume ausencia de crítica cierra una argolla que atrapa la información y
que no la deja circular libremente, aislando a este pintoresco pueblito de la Toscana de la ignorancia de
los bárbaros que bajan de las zonas más frías.
mismos, tal vez de manera autocomplaciente y que, en situaciones y discusiones como
las que hemos leído todos por la lista de correos, también es utilizada para sancionar a
quienes no cumplen con estas disposiciones.
Los antropólogos, a través de la minería, tienen el poder para provocar un daño
terrible, pero también, ocupando el lugar que ocupan al interior de la actividad minera,
tienen acceso a la información que el resto de ciudadanos desconocemos, y cuentan con
la posibilidad, dadas las circunstancias, de encontrar alternativas para aminorar los
impactos de la minería en las comunidades.
El rol que, en la práctica, ocupan los antropólogos con respecto a la minería es el
de un Túpac Amaru, jalado por los caballos de las presiones laborales que una minera, o
una consultora, debe imponerles, el llamado a la conciencia del ethos del antropólogo
(pero, ¡demonios!, que es la conciencia sino un pequeño juez que dicta sentencias
instalado desde el meollo de la inteligencia y evita al pensamiento a toda costa) su
intención de minimizar los impactos que esta actividad produce en las comunidades lo
mejor que se pueda, y la decepción de comprobar cotidianamente lo mezquina que es
nuestra cultura política. A ellos, la disciplina antropológica puede presentarles casos,
exponerles como estos se resolvieron, proponerles algunas directrices elementales de
conducta para el trabajo de campo, y nada más. En última instancia son las personas
quiénes deciden. Llamar ética a un conjunto de reglas profesionales, de pautas a tomar
en cuenta en situaciones delicadas, tal como la que aquí nos congrega, es reducir el
mundo y transformarlo en una triste oficina. Con todo el corpus de información y de
etnografías, la antropología poco puede hacer para ayudarles a salir de este impasse, y
los deja abandonados, aferrándose a la boya de su conciencia, a ese pequeño tribunal, en
un mar de incertidumbre.
Sencillamente no veo, tal vez por falta de fuerzas de mi parte, cómo la
antropología puede determinar o condicionar aquello en lo que creemos o la manera
cómo debemos comportarnos. Me parece una tontería, entendiendo por esto un
sinsentido, pensar que de la antropología se desprenda un “estilo de vida”, un ethos que
conlleve la utilización de una parafernalia. Y más tonto todavía, que a partir de ella se
juzgue, o peor todavía, nos juzguemos a nosotros mismos. ¿Qué tiene la antropología
que decirnos acerca del cómo vivir nuestras vidas? Absolutamente nada, mucho menos
acerca del cómo los demás deben vivir la suya. ¿Cómo podría dejar que las opiniones de
un grupo, por más autorizado que esté, sean las que determinen la forma y el sentido de
mi existencia?
Tal vez se ha estado preguntando mal, exigiendo de la antropología respuestas
que simplemente no puede darnos. Si hay algo en lo que esto se ha reflejado fielmente,
salvo varias honrosas excepciones, entre las cuales definitivamente no me incluyo, ha
sido el prejuicio en el que la discusión varias veces ha caído. La “ética antropológica”,
si es que existe tal cosa, junto con el “estilo de vida” y la parafernalia - palabras
utilizadas muy alegremente, aunque de manera poco feliz, en un intento por señalar algo
que me parece difícilmente nominable - son ideas tontas de las que debemos
desembarazarnos para pensar el problema que nos atañe con claridad. Así, podemos
decir que la “ética antropológica”, y su conjunto de creencias, en la medida que influye
en el pensamiento y en las acciones de los antropólogos, tiene una existencia efectiva,
pero no es ética y es una tontería.
Los antropólogos que vendieron su alma al diablo
Cómo pensar de aquellos colegas que trabajan en consultoras o directamente en
empresas mineras. ¿Deberíamos pensar algo al respecto? ¿Podríamos decir algo sobre el
tema? Según mi parecer muy poco, y sin embargo, se ha dicho mucho más de lo que se
podía, se ha dicho mucho más de lo que se debía. Por momentos, hasta se ha llegado a
formar dos posiciones antagónicas: los etnógrafos que trabajan para consultoras y
mineras, y aquellos que se mantienen fieles a su “estilo de vida” a su ethos
antropológico y sancionan la elección de los primeros.
Si aplicamos nuestra definición de la antropología a la actividad que algunos de
nuestros colegas vienen realizando en consultoras o en empresas mineras, y después
aplicamos esta misma definición a las actividades que realizan los antropólogos en
general, tal vez descubramos alguna luz o por lo menos un chispazo.
Preguntémonos entonces, si estos colegas nuestros hacen o no antropología.
Encontraremos que efectivamente realizan investigación, y que para esto aplican
muchas de las técnicas de la disciplina. Se involucran en el trabajo de campo a través de
la observación participante, conducen grupos focales, entrevistas, en fin. También se
sirven de la teoría antropológica para explicar los fenómenos sociales con los que se
topan para, finalmente, proponer las recomendaciones que encuentran pertinentes a sus
empleadores. Este me parece es un punto importante, puesto que la objetividad e incluso
hasta la buena voluntad de algunos antropólogos ha sido puesta en duda repetidas veces.
La antropología no sólo se encuentra definida por su objetivo y sus métodos,
también lo está por una comunidad académica que dictamina, a la luz del debate de los
textos, qué es o qué no es antropología. Paralelamente, vemos que los informes que los
etnógrafos elevan, en la medida que firman contratos de confidencialidad, quedan
siempre restringidos al ámbito privado, no hacen más que ocultar información. A pesar
que las actividades mineras nos afectan a todos, y no sólo a estos antropólogos ni a estas
compañías, los informes que los primeros escriben nunca se discuten, ni académica ni
públicamente, aún cuando su importancia desborda largamente a la privacidad de la
empresa. De acuerdo con esto, si los informes y las recomendaciones no son discutidos,
sencillamente no tenemos ninguna manera de saber si estos son o no textos
antropológicos. Pero luego, si no se tiene este criterio, simplemente no forman parte del
ámbito de la etnografía y, por lo tanto, la actividad que nuestros pares realizan no puede
ser llamada antropología. Es más, de acuerdo a como definí minería, podría decir que
los antropólogos, en tanto juegan un rol “al interior” de la actividad minera, están
insertos en este negocio, y consiguientemente se puede afirmar que a lo que se dedican
no es a la antropología sino a la minería.
Encuentro, al final de esta reflexión, que un grupo de antropólogos ha cambiado
su vocación original por la minería, al menos temporalmente, sus razones tendrán, y lo
único que puedo hacer es describir, en tanto me encuentre interesado en la antropología
como tal, lo curioso y exótico que esto me resulta, pero por nada del mundo podría
juzgarlo, y si lo hiciera, entonces mis juicios serían tan exóticos y tan curiosos como el
radical cambio de vocación de la antropología a la minería3. Finalmente, cada uno baila
Navegando por Internet, divisamos una isla. Al desembarcar nos recibió una extraña tribu, con clanes
enfrentados. Estaban aquellos quienes por una gratificación, un pavo y un panetón, habían vendido su
3
con el pañuelo de su propia conciencia, y en tanto la vocación es una cuestión personal,
resulta en una cosa poco interesante para lo que nos ha reunido aquí: una preocupación
pública, un problema político.
Ushanan Jampi
Nuestra cultura política se funda sobre un crimen colectivo, que adopta distintas
modalidades y que recurrentemente cometen desde el presidente de la comunidad
campesina más pobre hasta el empresario minero más influyente: la corrupción. La
corrupción es una suerte de Ushanan Jampi, en donde todo el pueblo ha cometido un
asesinato y en donde cada uno de los pobladores ha forzado a su vecino a mancharse las
manos con sangre para que, así, sea imposible determinar a los culpables y conocer la
verdad. Consecuentemente, este hecho de sangre desarrolla, más que una solidaridad,
una complicidad delincuencial que obliga a cada uno de los pobladores a vivir con
miedo de que algunos de sus vecinos los denuncie. Al final, el pueblo entero encuentra
que no tiene escapatoria: u olvidan el asunto y callan, o se matan entre sí.
Evidentemente, no puedo dejar de pensar en estas dos opciones a la luz de lo sucedido a
lo largo de 20 años de violencia política. El interés común es una posibilidad que ya
nadie contempla. La corrupción, la desconfianza, es el origen del más pesado de los
pesimismos: la incapacidad para la acción, la efímera debilidad de las acciones tibias, la
gran predisposición para la hipocresía.
La política en el Perú no es aquel lugar en el que se negocia el interés común, es
un ámbito completamente separado de la sociedad al que ciertas personas acceden para
llenarse la bolsa. La actitud defensiva de la desconfianza es la que rompe con la
voluntad de asociarse por la búsqueda del interés común, pues en este Ushanan Jampi,
siempre habrá alguno que imponga su interés por encima de todo. Y a río revuelto,
ganancia de pescadores. Con políticos que se venden fácilmente, desde dirigentes
comunales hasta el propio Congreso, en una sociedad en la que, en tanto nadie confía en
el de al lado y, por el contrario, se siente amenazado por él, ¿de qué tipo de ciudadanía
estaremos hablando? Y, siendo así, ¡qué importa la ley! ¡que importa el consenso!
Importa mi bolsillo y nada más. Moviendo los hilos indicados, presionando los botones
correctos, se puede hacer prácticamente cualquier cosa. Sin confianza no se llega al
consenso, simplemente ni siquiera se negocia. ¿Cómo entonces podemos esperar que
podamos decidir sobre el uso de nuestros recursos naturales? ¿Cómo ordenar a la
alma al diablo. “Ellos” ya no se vestían como antes, ya no bailaban al ritmo de las canciones de los
antiguos, habían profanado suelo sagrado. Enfrentados se encontraban con quienes, fieles a sus principios
y a su tradición, criticaban a la minería, como a los pares que trabajaban para ella, como a la expresión
más auténtica de la barbarie del capitalismo y blandían rabiosos toda su parafernalia autocomplaciente en
busca de vendetta: “nuestro “estilo de vida” ha sido traicionado”, clamaban, y hacían temblar sus aretes y
collares. Agitaban amenazadoramente las chaquitaqllas que solían colgar en las paredes de sus salas y
corrían chismes por el territorio virtual del clan acerca de personas que, como no pertenecían ni la lista ni
al clan, no podían defenderse.
Mientras tanto, ya se olvidaron los problemas que originalmente dividieron a la argolla y que continúan
su curso inexorablemente. Ni siquiera se recuerda la razón del debate. Finalmente, las reuniones que se
deberían tener para tratar un tema tan importante, se posponen ad infinitum, y corren el riesgo de no
realizarse jamás. Necesariamente surge la pregunta: ¿Cómo podemos hablar de ética, sumidos como
estamos en un hedonismo tan burdo, en una mezquindad tan profunda?
actividad minera en función del interés de la nación y no de la rentabilidad de las
empresas transnacionales, para el caso de la gran minería, o del beneficio particular de
los extractores informales de la minería artesanal?
Evidentemente, la desconfianza no es un problema con el que los antropólogos
carguen por completo en sus espaldas. Escapa y va muchísimo más allá de lo que podría
realizar cualquiera trabajando como relacionista comunitario o como investigador de
una consultora. La desconfianza, en definitiva, es un problema de ciudadanía de corte
nacional. Sin embargo, desde la posición que ocupan sí cabría preguntar ¿de qué manera
han contribuido los antropólogos ha mejorar esta situación?
Varios años atrás, en el curso de “Antropología: ética y deontología”, escuché
por primera vez una afirmación, precisamente tratando del mismo problema: el rol de
los científicos sociales y la minería, a la que no le presté la suficiente importancia, pero
que ahora que me pongo a pensar en ello, no puedo imaginar en nada menos favorable,
nada más anti-ético, nada más anti-social, que el siguiente razonamiento consolador y
autojustificatorio: “si no soy yo quién acepta trabajar para una mina o una petrolera, lo
hará otro, que lo hará peor y que, además, se quedará con la plata”.
Sin ir tan lejos, hace algún tiempo llegó a mi correo un e-mail proveniente de
AIDESEP. En él se informaba, en relación con el proyecto de Camisea, que los estudios
de impacto habían sido manipulados a favor de las compañías extractoras y
transportadoras de gas y en detrimento de las comunidades nativas de los alrededores,
que se verían impactadas. Allí también, AIDESEP exponía una lista de personas que
estuvieron involucradas con aquel estudio de impacto ambiental, entre ellos
antropólogos de reconocido prestigio, a quiénes esta federación interétnica declaró
como personas no gratas.
Tanto uno como otro ejemplo, expresiones propias de nuestra cultura política.
Una afirmación como la primera nos conduce al abismo de determinar la forma de
nuestra vida a partir de un frágil y extraño cimiento: el miedo a lo que el otro podría
hacer, instalando entre nosotros, como ciudadanos, una complicidad enferma, un
relativismo radical, una cultura de la desconfianza auténticamente absurda, infantil y
peligrosa.
Y un caso como el segundo nos fuerza a preguntar: pero, ¿qué han hecho los
antropólogos al respecto? Ambos ejemplos han sido tomados subjetivamente, es cierto,
pero, tampoco existe algún otro caso, o por lo menos no lo conozco, que me demuestre
alguna contribución práctica a la solución del problema. Ya sea por su irrelevancia en la
vida política del país o por casos como el anterior, la antropología, ha contribuido muy
poco a generar un clima de confianza que posibilite el consenso a pesar de la manera
como los propios antropólogos se identifican, como mediadores.
Pero, como para demostrar que es posible encontrar algo de ecuanimidad hasta
en los lugares más insólitos, en el diario “El Bocón” del 10 de septiembre, un día
después del triunfo del Cienciano frente a Boca Juniors, un periodista desconocido,
Alan Morales, escribió algo que me pareció terriblemente cierto: “en el Perú ya no
necesitamos en quién creer, sólo en quién confiar”.
La cosecha: el trabajo de campo y la literatura como vehículo de participación
política.
Particularmente, prefiero tomar de la antropología lo que me sea más útil y
liberarme de los lastres que me fastidian.
Aprovechando la posibilidad que tienen los antropólogos de estar más cerca de
las minas y las comunidades, y de manejar la información que manejan, considero que,
en caso me interesara, el único rol que aceptaría cumplir sería la realización de trabajo
de campo. Sin embargo, me parece por lo menos curioso que hoy estemos hablando de
la antropología, cuando la mayor parte de nosotros ha abandonado su práctica y trabaja,
eventualmente, en ONG, empresas consultoras de diverso índole, y compañías mineras.
Consecuentemente, se me ocurre que la única función que podría tener la
antropología con respecto a un tema como este, no es pensar acerca de las
consecuencias éticas que trae consigo el trabajo relacionado con la minería, una
reflexión que cada uno, si es que esto realmente les preocupa, tendría que realizar por sí
mismo, sino más bien, proveer de datos precisos y concretos para que el gobierno
central, los líderes regionales pero, sobre todo, los ciudadanos de a pié, que son quiénes
mayormente se ven afectados por la actividad en cuestión y quiénes, en teoría, son los
que tienen la última palabra con respecto al uso de sus recursos naturales, tomen
decisiones informadas. Los contratos de confidencialidad que firman los antropólogos,
para este caso, juegan perversamente en detrimento del interés común; desde mi punto
de vista, es lo primero que tendría que ser quitado de en medio para que la información
circulara libremente. Por otro parte, publicar los estudios de impacto ambiental y social
en la página Web del Ministerio de Energía y Minas no es suficiente. Es necesario que
los resultados de estos estudios se debatan, sobre todo localmente.
Constato que las protestas de Tambogrande y Cajamarca, felizmente exitosas, no
sólo apuntan a los problemas que producen las minas en las poblaciones más alejadas,
también nos indican una ausencia escandalosa de canales formales que impide la
participación ciudadana en la toma de decisiones. La lucha por la apertura de vías de
participación en el Estado es indispensable, pero, a pesar que tiene que empezar hoy,
sabemos que es una meta a mediano o largo plazo. Para mañana, es necesario encontrar
y experimentar con nuevas y más creativas maneras de expresión y formas más
pacíficas de participación política. Les nombraré dos y luego me concentraré en la que
particularmente me interesa. Encuentro en la filmación y edición de documentales,
cortos y dinámicos, una veta enorme por explorar, que conllevaría una canalización más
eficiente de la información y la des-deificación de la academia. En el humor y en el
afiche veo otra alternativa interesante, para transmitir datos efectiva y directamente.
Cuando pienso en el Perú veo, con muchísima pena, a un pueblo que fácilmente
olvida, que fácilmente traiciona a su historia. Ejemplos puedo citar miles. Profesoras de
idiomas, como la que encontré ayer, que han aprendido a hablar un inglés británico
perfecto, pero mastican un “spanglish” terrible. Campesinos que sienten vergüenza de
hablar quechua en público o antropólogos que escriben etnografías.
La tradición peruana de pensamiento social, desde los cronistas coloniales hasta
la aparición de los primeros etnógrafos profesionales, a mediados del siglo XX, nos ligó
siempre con la descripción de nuestra pobre, provinciana y a la vez heterogénea
realidad. Guamán Poma, Vallejo, Arguedas, pasando por Gonzales Prada, Mariátegui, el
Bryce Echenique de “Un mundo para Julius” y nuestra variada y original cuentística,
todos, han sido un reflejo de lo caleidoscópico de nuestra cultura y nuestra historia.
Ellos, posicionaron e involucraron constantemente al pensador o al escritor en su
contexto político, convirtiéndolo en un agente de cambio de nuestra sociedad. Y cómo
negar el profundo impacto que provocaron. Leo los “7 ensayos” de Mariátegui y no
puedo sino sonreír. Lo mismo me sucede con Manuel Scorza y Ciro Alegría. En ellos
encuentro los mismos problemas que hoy nos aquejan, muchos precisamente
ocasionados por los impactos que la minería, y el gran capital extranjero, provocaron en
nuestras entonces comunidades indígenas. Y leo, por otra parte, a Geertz, a Rabinow, a
Clifford, y su propuesta de denuncia de las relaciones coloniales de dominación, de
afirmación de la subjetividad (y de su inclusión en el texto etnográfico) y, a excepción
de la crítica abierta al positivismo, no encuentro nada que nuestros pensadores y
escritores, no hayan dicho, hecho o escrito antes, pero con un estilo mucho más
delicado; no a través de etnografías, sino de ensayos, poesías y cuentos. La reflexión
antropológica y sociológica en el Perú, tuvo, desde su origen, un brillante carácter
artístico y literario y un profundo efecto transformador de la sociedad.
Pienso que la antropología, tanto en la versión clásica de Evans-Pritchard y
Malinowski, como en la versión contemporánea de Geertz, Rabinow, Clifford y quienes
les siguen o acompañan en EEUU, Inglaterra o en Francia, escuelas entre las cuales se
formaron una buena parte de los profesores de La Católica y que, por lo tanto,
determinaron nuestra formación, ha hecho un daño terrible a nuestra tradición de
pensamiento social. La academia y la etnografía en el Perú no han hecho sino
enmudecernos, acallando y reteniendo información que nos atañe y compromete a todos
al interior de un reducido y provinciano círculo académico. Y en ese sentido, está
corrupta desde el tuétano. Las etnografías que se realizaron en Chuschi a finales de los
años 70 no pueden ser un mejor ejemplo.
La etnografía, y más aún la etnografía contemporánea, no ha causado mayor
impacto en la sociedad peruana. La “escritura experimental”, eminentemente
autobiográfica, tan sólo ha devenido en declaraciones de principios escritas por
antropólogos que no tienen nada que ver con la realidad del Perú, que poco o nada
podrían decirnos acerca del problema que hoy nos ha convocado, esencialmente
público. Para esto, la etnografía actual no sólo no nos sirve sino que además nos
confunde.
Veo, que la etnografía como vehículo de participación política no es útil.
Considero necesario, para enfocar la relación entre la minería y la antropología, que
efectivamente, se haga investigación etnográfica, en el campo, que se escriban
etnografías, si eso es lo que se quiere, pero regresando a nuestra historia, inserta en la
riquísima tradición literaria latinoamericana, se regrese a escribir ensayos, cuentos o
poesías, géneros que son vehículos de participación política muchísimo más eficientes,
poderosos y creativos.